Navegamos todo el día hasta la noche y, cuando arribamos a tierra, era oscuro y habíamos llegado a nuestra orilla. Una vez en el mar, quedó claro rápidamente que Liam estaba al mando a partir de ese momento, al final fue él quien dirigió al marinero con gestos precisos hasta una franja de costa virgen que parecía poblada sólo por vegetación azotada por el viento y piedras desperdigadas. Cormack me sacó del barco en volandas y Conor cogió mi bolsa, allí estábamos los siete, de pie en la fresca noche, en tierras de Erin una vez más. La pequeña embarcación desapareció en la oscuridad con un leve chapoteo.
Mis hermanos no se habían mareado. Habían disfrutado, casi. Entre arcadas, había tenido tiempo para ver la emoción que brillaba en el rostro de Padriac cuando le permitieron llevar el timón, cuando ocupaba su lugar a los remos o con las velas. No es que mis hermanos no tuvieran pericia con embarcaciones pequeñas, una familia de chicos no vive durante tanto tiempo junto a un lago sin aprender algunas habilidades náuticas, pero aquello era distinto. Vi en el rostro de Padriac una visión de mares más lejanos y más amplios, un ansia por la aventura salvaje y las tierras misteriosas más allá del alcance de los mapas. Leí en sus ojos un reflejo de lo que había visto años antes, cuando soltó a la lechuza y ella subió volando en espiral hasta el cielo interminable. Y oí la voz interior de Finbar. Pronto volará lejos también él. —Mi hermano estaba sentado en silencio, su capa oscura no acababa de ocultar las plumas blancas—. Alégrate de la dicha de Padriac. Pues este regreso a casa no puede ser triunfal.
La casa de Harrowfield nos había aprovisionado bien y, en cuanto llegamos a un refugio del bosque, mis hermanos levantaron campamento con la eficiencia silenciosa de la larga práctica. Encendieron una pequeña lámpara y la protegieron de manera que su luz no se extendía más allá de la pequeña arboleda donde estábamos sentados.
—Nada de hoguera —dijo Liam—. No esta noche. Y no buscaremos caballos, aunque estoy ansioso por llegar a casa. Es mejor que lleguemos sin avisar y a pie.
—Sorcha se cansará. —Conor me observaba atentamente, vigilaba que me terminara el pan de cebada y el queso de soja que me había dado—. Está muy lejos incluso para nosotros, a cuatro o cinco días de camino.
Liam puso ceño.
—Estos britanos pagarán por lo que le han hecho a nuestra hermana, pero eso debe esperar. Tenemos asuntos más urgentes.
—Me carcomen las ganas de echarle mano al cuello a esa bruja. —Diarmid abría y cerraba los puños—. ¿No podemos llegar cabalgando y que se haga justicia cuanto antes? Contaría nuestra historia a todo el mundo y haría pagar a la dama Oonagh donde todos pudieran verlo.
—Te precipitas —repuso Cormack, mientras partía su pedazo de pan y lo mordisqueaba pensativo—. Aún no sabemos nada de lo que ha ocurrido en Sieteaguas. Liam tiene razón. No podemos llegar allí con las espadas en alto. Ese enfoque suele llevar a la matanza, y no necesariamente de nuestro enemigo.
Conor observó a su gemelo desapasionadamente.
—Has aprendido algo, en todo este tiempo fuera —comentó con una sonrisita. Cormack le lanzó una miga y falló.
Padriac asintió.
—El elemento sorpresa puede favorecernos —dijo—. Es mejor que la dama Oonagh no reciba aviso de nuestra llegada.
Nos quedamos un rato callados. Los recuerdos dolían y el miedo no había desaparecido por completo.
—Aun así —dijo Diarmid—, me parece demasiado tiempo.
Por demasiado que sea, nunca será suficiente. Suficiente para caminar por el bosque y regresar a casa. Suficiente para que volvamos a ser nosotros mismos.
Yo había oído la voz de Finbar, aunque los demás no.
—Tenemos que hacer como dice Liam —dije en voz baja—. Después de un viaje tan largo, tenemos que llegar a casa como es debido. Puedo caminar. Soy bastante fuerte, de verdad.
—Puf. —Conor me miraba de arriba abajo—. A lo mejor tendríamos que hacerte prometer que vas a tomar cinco buenas comidas al día hasta que lleguemos. Pero ella tiene razón, Diarmid. Es la única manera.
Así que nos desplazamos a pie, mis hermanos se adaptaron a mi paso. Era un camino distinto del que había tomado cuando dejé el bosque, cuando el río me llevó con tanta rapidez lejos de mi casa y me depositó en las manos de un britano que pasaba. Este camino nos llevaba por campo abierto, nos movíamos de un grupo de rocas a otro, resguardándonos en arboledas aisladas de árboles doblados por la tormenta, acampábamos por la noche y empezábamos la jornada justo después del alba. Evitábamos los caminos de los hombres, nos movíamos como siete sombras silenciosas, nuestro avance era sólo observado por los acantilados, las rocas y los árboles. Y al tercer día llegamos al límite del bosque.
Nos detuvimos en la ladera de una loma cuando el sol se abrió paso entre las nubes, y vimos un halcón solitario equilibrarse en el aire, muy por encima del paisaje gris, verde y dorado que el otoño extendía ante nosotros hasta donde alcanzaba la vista.
—Estamos en casa —dijo Conor. Inspiré profundamente y sentí un manto de tranquilidad extenderse sobre mi espíritu. Después empezamos a caminar, entre piedras cubiertas de musgo y bajo el manto de los árboles, y regresamos a casa por caminos que conocíamos a la perfección sin mapa ni guía, aunque ningún extraño habría podido seguirlos. Los árboles temblaban con el viento frío del otoño y las voces me seguían—. Sorcha, oh, Sorcha. En casa. Estás al fin en casa. —Se levantó el viento, y las hojas cayeron sobre nosotros como una lluvia brillante de oro y escarlata—. Hermanita, ¿por qué sigues triste? Has vuelto a casa. —Miré arriba, casi se veían. Se movían en la fría luz del sol, en el viento entre la osamenta desnuda de abedules y fresnos, siempre justo en el límite de la visión. Si te dabas la vuelta para mirar, se marchaban de repente.
—Los puestos de vigía están vacíos —comentó Liam con las cejas fruncidas—. Eso es una insensatez. —Y a medida que nos acercamos a Sieteaguas, los rostros de mis hermanos se volvieron atentos y discretos.
Pasamos tres noches en el bosque, mis hermanos se aseguraron de que dormía en confortables lechos de helechos y que comía lo que me decían. Íbamos lentos, pues no era la única debilitada por el hambre y la falta de sueño, y el camino no era fácil. Allí, podíamos hacer una pequeña hoguera y hervir infusiones de las hierbas que fuéramos encontrando. Nos calentaba el cuerpo, que no los espíritus. Allí en el bosque estábamos a salvo, y mis hermanos dormían bien por la noche. Todos menos Finbar. Para él no había descanso. De día caminaba como en sueños. De noche se sentaba con las piernas cruzadas, miraba en la distancia con unos ojos que no parecían ver. No había comido nada, no había dicho una palabra. Era como si no estuviera allí en realidad, su cuerpo una concha vacía cuyo espíritu habitaba un mundo que ninguno de los demás podía tocar. En cuanto a mí, me quedaba con los ojos abiertos en la oscuridad, esperando que llegara el sueño. Tendría que haber estado alegre. ¿No estaba regresando al lugar adonde pertenecía, el lugar de mi espíritu, junto con mis hermanos y a salvo, listos para empezar unas nuevas vidas? ¿No los había salvado y había logrado una tarea contra toda previsión? Pero mi corazón estaba marchito y frío, mi mente era incapaz de ver un futuro que no fuera inhóspito y solitario, un futuro a medias, de sueños incumplidos.
Cuanto más tiempo me separaba de la otra orilla, más reconocía cuánto había dejado. Me decía que no fuera tonta. Que no fuera egoísta. ¿Qué esperaba, que Rojo me suplicara que me quedara? Incluso en esa improbable circunstancia, me habría visto obligada a negarme. ¿Cómo podía quedarme allí y arrastrarlo, una esposa que era una carga y en la que toda la gente desconfiaba y a la que todos odiaban? No podía hacerle eso. Lo que yo quería no importaba. Si me hubiera quedado, lo habría destruido. ¿Y por qué me sentía tan triste? ¿Qué me pasaba? Cualquiera diría… Cualquiera diría que ya no tienes miedo a los hombres.
Esa era la vocecita del sentido común, como un jarro de agua fría. Tengo miedo. Aún tengo miedo, me dije a mí misma, pues aún recordaba el daño y la vergüenza que me habían infligido aquellos hombres, las cosas horribles que dijeron en cada vivido detalle. El asqueroso recuerdo todavía me producía escalofríos. Jamás desaparecería. Ése era un platillo de la balanza. Y en el otro, pues ahora había otro, pensé que daría cualquier cosa por repetir aquel momento, el momento en que el brazo de Rojo me protegía contra el mundo como un escudo, sus labios contra mi pelo y su corazón latía como un tambor junto a mi mejilla. En ese momento, no quería que me marchara. Ya está. Ya está, Jenny había dicho. Pero no estaba. Me quedé en la oscuridad bajo los árboles, y en silencio maldije a las hadas por la manera en que nos usaban y se deshacían de nosotros en sus extraños juegos, sin pensar en el daño que nos causaban.
Era el séptimo día y nos acercábamos a la fortaleza de Sieteaguas. Entre las ramas desnudas de los sauces, el agua del lago brillaba con fuerza y los patos chapoteaban. Estaba muy tranquilo.
—No hay exploradores —dijo Liam sombrío—, ni puestos de avanzadilla. Cualquiera podría entrar sin oposición. ¿En qué estará pensando?
Salimos del bosque junto a la aldea, y el corazón me dio un vuelco. Más allá de los campos amurallados y de las granjas, más allá de la fortaleza de piedra, en la colina antaño cubierta de abedules gráciles, fuertes fresnos y majestuosos robles, había una gran cicatriz en el paisaje, donde un grupo de los árboles más antiguos había sido talado y quemado. No quedaba ni un resquicio de vida, ni un acebo o un espino para suavizar la herida. Detrás de mí, Conor empezó a cantar en voz baja un lamento cuyas palabras no entendía, pero cuyo mensaje llegaba directamente al espíritu.
—Destrucción sin sentido —dijo Liam—. Un acto premeditado, con ninguna otra intención salvo hacer daño. Ni siquiera han usado la madera, la han quemado donde estaba.
Entramos en la aldea, el camino estaba descuidado y hecho un barrizal, la gente cansada y con mala cara. Pero ésta era nuestra propia gente, que conocía la fina línea entre este mundo y el otro. Todos habían visto cómo las hadas, el pueblo bajo la colina, se había llevado a algún primo, sabía de algún niño extraño encontrado bajo una ortiga o había hablado con alguien que se había metido demasiado dentro de una cueva o había pisado un anillo de setas a la luz de la luna. No hubo preguntas sagaces, ni miradas de desconfianza. En cambio, empezaron a salir con rostros sonrientes y brazos abiertos en señal de bienvenida. Sólo se callaron al ver a Finbar, su silencio que nacía del profundo respeto.
—¡Maese Liam! ¡Maese Conor! ¡Habéis regresado a casa! —Niall el molinero se acercó para darle una palmada a Liam en la espalda.
Y Paddy el porquerizo, sonriendo de oreja a oreja, chocó las manos de todos mis hermanos, uno detrás de otro, mientras exclamaba:
—¡Por fin habéis regresado! ¿No dije que volverían, Mary, no lo dije? Y antes de que hubiera dado tres pasos, la nieta del viejo Tom me conducía del brazo y me llevaba hasta su granja para que escuchara la tos del anciano. Le prometí una infusión de balsamina y menta que le facilitara la respiración.
—Y una hoguera —añadí—. Hace muchísimo frío, tenéis que encender un fuego.
Pero no había madera seca ni ningún hombre para cortarla y almacenarla. Aquel año las cosechas no habían sido buenas, se habían podrido con las abundantes lluvias de otoño. Poco habían almacenado para la larga y fría estación que se avecinaba. Los rebaños habían sufrido la peste ovina, que se había llevado muchas cabezas.
—¿Cómo está nuestro padre? —preguntó Conor y sus cejas oscuras se convirtieron en una—. ¿No ha velado por vuestro bienestar estos últimos inviernos? ¿Es que nadie ha controlado las cosechas, ningún administrador ha enviado ayuda a los que pasaban necesidad?
Arrastraron los pies por el suelo.
—¿Y bien? —exigió Liam, y sonó exactamente como nuestro padre.
—Lord Colum no… no ha sido el mismo, no desde que os marchasteis —se atrevió a decir el molinero—. Las cosas han cambiado para todos nosotros.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Cormack con el entrecejo fruncido. Pero nadie estaba preparado para articular respuesta.
Así que abandonamos la aldea con promesas de reparaciones y provisiones, y tras asegurarles ayuda, emprendimos el camino hasta nuestra antigua casa. Y allí, junto a los setos de espinos, por fin nos dieron el alto.
—¿Quién va? ¡Identificaos y exponed vuestras intenciones! —No veíamos al hombre, pero la voz era familiar.
—Descansa —repuso mi hermano mayor—. Soy Liam de Sieteaguas, regreso a casa con mis hermanos y mi hermana.
—Regresamos para reclamar lo que es nuestro —añadió Diarmid enfadado.
El hombre dio un paso al frente, su espada apuntaba con firmeza en nuestra dirección. Llevaba un jubón de cuero y pantalones, por encima llevaba una túnica gastada que lucía en el pecho el orgulloso símbolo de dos torques entrelazados, el blasón de Sieteaguas. La boca del hombre se abrió y bajó la espada.
—¡Liam! —Una enorme sonrisa se extendió en su rostro ajado.
—¡Donal! —Pues era de hecho el viejo maestro de armas, que había sido desterrado a petición de la esposa de mi padre—. ¡Creía que hacía mucho que te habías marchado! Creía que nadie guardaba el lugar. Al menos queda algo de sentido común aquí.
—Bien poco —gruñó Donal, mientras le daba una palmada al hombre de Liam y sacudía la cabeza asombrado—. Por todo lo que es sagrado, cómo me alegro de verte, muchacho. Venga, venga, os llevaré a la casa.
Pero cuando nos acercamos al patio, parecía tener menos prisa por entrar. En cambio, nos detuvimos en el camino donde una vez lo escuché despedirse de mi padre, y Conor le explicó lo que nos había pasado y dónde habíamos estado.
—Mmm —murmuró el viejo guerrero cuando terminó el extraño relato—. Se contaron muchas historias, por supuesto, y la gente sabía que ella tenía algo que ver. Con sólo mirarla te dabas cuenta de que no planeaba nada bueno. Algunos decían que no volverías nunca, pero yo sabía que los siete sabéis cuidar de vosotros mismos. Era sólo una cuestión de tiempo que regresarais —miró a Finbar y sacudió la cabeza—, pero veo que vuestro hermano ha cambiado, por desgracia.
Nadie hizo ningún comentario, Finbar parecía no haberlo oído, por lo poco que su expresión revelaba. Donal sacudió otra vez la cabeza.
—Vais a encontrar las cosas muy cambiadas —nos avisó—. Muy cambiadas. A mí me dejó de piedra, desde luego. Tampoco hace tanto que regresé, supuse que el pasado podría olvidarse y que tendría un lugar para mí. Estoy demasiado viejo para vender mi espada al mejor postor. He tenido más que de sobra con tres años de mercenario. Empecé a oír historias, hacia el solsticio de verano, Colum tenía problemas. Ellas me trajeron de vuelta, y me he quedado. Alguien tiene que montar guardia.
—¿Problemas? ¿Qué tipo de problemas? —inquirió Liam.
—Decían que estaba perdiendo el control. Los hombres desertaban en manada, los puestos se quedaban sin gente, nadie asistía a los consejos. En otoño no se hizo la matanza y la mayor parte del ganado murió de hambre el invierno pasado. Talaban árboles sin ningún motivo. Dicen que a él ya no le importaba. Lo tenía bien agarrado, no se la podía quitar de encima.
Diarmid paseaba de arriba abajo sin descanso, con el rostro desencajado por la ira y la mano en la empuñadura de su espada.
—¿Dónde está? —preguntó con impaciencia—. ¿Dónde podemos encontrar a la dama Oonagh?
Hubo una breve pausa.
—Se ha marchado —repuso Donal.
—¿Qué? —El aire pareció romperse con la furia y la frustración de Diarmid—. ¿Se ha marchado? ¿Cómo puede haberse marchado?
—Lo recogió todo y se marchó deprisa y corriendo, hace siete u ocho días, hacia el atardecer. Como si algo la hubiera asustado de repente. Se llevó al chico y a sus propios hombres, se fue en medio de la noche. Y puente de plata, si me preguntáis.
—¿Se llevó a nuestro hermano? —En la pregunta de Conor había un tono de profunda preocupación—. ¿Ciarán también se ha marchado?
—Ése fue el último revés para vuestro padre —contestó Donal con seriedad—. Lo vais a encontrar muy alterado.
—Tus palabras me preocupan —dijo Conor con un marcado ceño—. ¿Qué ha sido de él, ahora que ella se ha marchado?
—Colum siempre ha sido fuerte —prosiguió Donal—, pero perderos le destrozó el alma. Algunos de los antiguos sirvientes se quedaron, y ellos me han contado cómo fue. Se culpó por vuestra desaparición, probablemente tenía razón. A medida que transcurrió el tiempo, la culpabilidad empezó a comérselo. Habría hecho más, pero no podía liberarse de ella. Había perdido la voluntad. Todos sus esfuerzos por encontraros fueron frustrados. Ahora que por fin habéis vuelto, no sé si os recibirá con alegría o sólo con confusión.
—Dices que intentó encontrarnos —me descubrí diciendo—. Me dijeron… me dijeron que le habían ofrecido mi regreso, a cambio de oro o tierras. Y que se había negado.
—¡¿Qué?! —Diarmid se sintió ultrajado. Cormack lanzó una maldición.
—Pregúntaselo tú misma —repuso Donal con tono sombrío—. Yo diría que eso es imposible. Nada deseaba más fervientemente que tu retorno sana y salva. Creo que habría dado cualquier cosa por ello. Quienquiera que te contara eso, debía de estar mintiendo.
—Ahora veremos —repuso Liam, con el rostro pétreo.
Si estuviera contando un cuento y no mi propia historia, le daría un final satisfactorio y feliz. Los niños volverían a casa y su padre los recibiría con los brazos abiertos, loco de alegría. La malvada madrastra sería castigada por todo el mal que había hecho y alejada de su hogar. El padre y sus hijos enmendarían todos los entuertos y vivirían felices para siempre. En dichos cuentos no hay cabos sueltos. No hay jirones ni deshilachados. Las hijas no entregan su corazón al enemigo. Los malvados no desaparecen sin más, llevándose con ellos la satisfacción de la venganza. Los jóvenes no se encuentran divididos entre dos mundos. Los padres conocen a sus hijos.
Pero ésta era mi propia historia. Y sorprendentemente, fui yo quien vio primero a nuestro padre, pues cuando mis hermanos siguieron a Donal dentro, yo di la vuelta para entrar por mi antiguo jardín, que el rencor de Oonagh había destruido. Entonces creí que me había roto el corazón. Qué poco sabía de la pena.
***
Mi jardín seguía siendo un desastre de piedras y tierra revuelta, pero las estaciones habían sido amables desde mi marcha. El musgo cubría el camino roto y el muro de piedra. Las enredaderas crecían salvajes por lo que quedaba de un emparrado; en primavera quedaría cubierta de flores de un blanco puro. Entre las hierbas sobresalían valientes mazos de lavanda, una tenue neblina de gris azulado, y se olía el aroma curativo del tomillo. La puerta de la destilería estaba entreabierta. El viejo banco casi cubierto por completo de ajenjo y manzanilla, y allí estaba sentado mi padre, envuelto en una capa oscura, mirando hacia delante con los ojos vacíos. Su rostro antaño severo y fuerte parecía emborronado, como si alguien hubiera pasado un pincel mojado por el retrato de un rey. De sus perros lobo, que antes jamás se apartaban de su sombra, no había señal.
Caminé por el jardín, pisando con cuidado por el camino roto. Volvió la cabeza lentamente al oír el sonido, y sus ojos adoptaron una expresión de maravilla. Me acerqué.
—¿Niamh? —suspiró, incrédulo.
—No, padre —dije tragando con dificultad—. Soy yo, Sorcha, vuestra hija. He vuelto a casa. Todos hemos vuelto, y estamos bien.
Me acerqué y me senté en el banco a su lado. Hubo un largo silencio. Al cabo del rato, cogí su mano con las mías. Estaba temblando.
—¿Padre? —conseguí decir—. ¿Me reconocéis?
Le costó mucho contestar.
—Mi hija era una niña —contestó por fin.
—Ha… ha pasado mucho tiempo.
—Los perdí, ¿sabes? Los perdí a todos, hasta al más pequeño.
A nuestro alrededor el jardín estaba en silencio.
—Padre. A lo mejor deberíamos entrar. Mis hermanos están aquí, todos. Ahora ya ha terminado todo. —Pero sabía que no era cierto.
Suspiró.
—No creo. Aún no. Me quedaré un rato más. Entra tú. —Se volvió a quedar en silencio, y su mirada volvió a desenfocarse. Al final me levanté y entré por la puerta, a su paso mis faldas rozaron la manzanilla y el tomillo, enviando un dulce aroma al aire de la fresca mañana. Cuando llegué a la puerta volvió a hablar, detrás de mí—. Lo siento, Niamh —dijo—. Lo siento mucho.
Pero cuando volví la cabeza, no estaba mirándome. Parecía que tenía la vista puesta en la pared, pero presentí que veía más allá, muy lejos, tan lejos como un recuerdo antiguo, aún dulce y fuerte como la nota de un arpa, y doloroso como un golpe de espada a los centros vitales. Entré para buscar a mis hermanos.
Llevaría tiempo. Eso había dicho Conor, mientras cada uno asumía parte de las tareas que debían llevarse a cabo. Tiempo para que padre recuperara su fuerza de voluntad, para que recobrara la cabeza, para que comprendiera de nuevo dónde estaba o quién era. Tiempo para que Finbar emergiera de su silencio, perdiera el brillo salvaje de su mirada, la palidez terrible de la piel. Mientras tanto, había trabajo por hacer, y aquellos que tenían fuerza y voluntad debían ponerse manos a la obra. Fue una suerte que mi padre no tuviera primos, ni sobrinos que lo desafiaran por sus posesiones antes de aquel momento, en ausencia de sus hijos. Pero teníamos vecinos poderosos, que no tardarían en aprovecharse de la debilidad de lord Colum. Oí a Liam discutir el asunto con Donal una noche, sobre una copa de aguamiel.
—Es sorprendente que Eamonn no haya entrado aún a matar —dijo Donal.
—Seamus Barbarroja sigue siendo nuestro aliado, aunque haya casado a Eilis con un traidor —dijo Liam—. Conozco a Eamonn y, cuando llegue el momento, actuaré. —Le había contado a mi hermano mayor hacía tiempo la historia del doble juego de Eamonn y su alianza con Richard de Northwoods. Liam había escuchado con gravedad, frenando su ira. No le habíamos transmitido a Diarmid la relación entre aquellos hombres y la dama Oonagh pues, en opinión de Liam, era una situación que requería mano izquierda y una planificación minuciosa. A su debido tiempo, él y Seamus lidiarían con ello. Había que dejar de lado a Diarmid, casi a punto de explotar por el deseo de venganza, hasta que zanjaran ese asunto—. La idea de una venganza rápida es tentadora, lo sé —prosiguió Liam—, pero planeo emplear métodos más sutiles, pues Eamonn posee información valiosa y quiero conocerla antes de acabar con él.
—Seamus tiene ahora un nieto —comentó Donal—. ¿No temes una alianza? ¿Quién puede asegurar que el viejo no va a cambiar de bando?
Liam dejó escapar una sonrisita que no se reflejaba en su mirada.
—El hijo de Eamonn no será criado como enemigo de Sieteaguas —repuso.
Había corrido la voz de nuestro regreso, como dichas noticias lo hacen. También la historia de lo que nos había hecho la dama Oonagh y la tarea que yo había llevado a cabo para liberar a mis hermanos de su encantamiento. Como he dicho, nuestra gente lo aceptó sin maravillarse demasiado, pero con el tiempo la historia creció y fue embelleciéndose, y encontró su lugar entre los relatos heroicos que contaba la gente en las noches frías de invierno después de la cena, junto a una jarra de cerveza. En el cuento poco aparecían los britanos, y cómo me habían ayudado, excepto lord Richard y la hoguera. A todo el mundo le gustan los buenos villanos.
Liam ocupó el lugar de mi padre, como siempre había sabido que tendría que hacer algún día. Pocos quedaban de la casa cuando regresamos. Donal y media docena de los hombres de mi padre, aquéllos tan leales como para no abandonarlo en un momento tal, aquéllos demasiado fuertes o testarudos para que la dama Oonagh los controlara. Janis la Gorda, con los ojos hundidos y tan delgada como un galgo, seguía bregando en una cocina desprovista de todo menos los restos de la última y desesperada cosecha. Había un par de chicos que dormían en los establos y atendían a los animales. Eso era todo. Pero no tardaron mucho en regresar, un puñado de hombres aquí, un par de sirvientas allá. Todos recibieron una buena reprimenda de Liam por haber desertado. Todos encontraron un lugar en la casa y trabajo que hacer. Empezaron a aparecer visitantes de todas partes y a pasar las tardes discutiendo profundamente con mi hermano. Estaba convencida de que un día Eamonn de los Pantanos se levantaría y descubriría una fina red extendida a su alrededor, a la que no podría escapar. No pedí detalles. De día, la voz de Donal sonaba en el patio y se oían los sonidos familiares de entrechocar de espadas y cascos de caballos. En la cocina, Janis ladraba órdenes mientras se cortaba leña y se encendían las chimeneas, mientras se lavaban sábanas y se tendían a secar. La casa de Sieteaguas empezó, poco a poco, a respirar de nuevo.
De algún modo, regresar al abedul de nuestra madre un día en que el aire era fresco y crujiente y los árboles desnudos aún arropaban el césped junto al lago pareció lo correcto. No lo habíamos planeado. Aquella mañana concreta, cogí a Finbar por la manga y lo conduje por el bosque hasta allí, y los otros fueron llegando poco a poco, en grupos de dos o solos, hasta que los siete estuvimos allí. Aquella vez no había objetos rituales, ni ceremonia. Sencillamente formamos un círculo alrededor del tronco argentado del árbol y dejamos que el silencio inundara nuestros espíritus. Una voz en mi interior me dijo: Ya estás aquí. Estás en casa, hija mía, y la herida ha sido sanada. No nos abandones otra vez. Pero no sabría decir si era la voz de mi madre o la del bosque mismo.
Observé los rostros de mis hermanos mientras guardábamos silencio. El hechizo se había roto y estábamos de vuelta en casa. Eso era cierto. La casa estaba destruida, las alianzas rotas podían repararse con tiempo y esfuerzo, pero allí había un daño más profundo que seguía sin sanar, que a lo mejor estaba más allá de toda cura. Envié una súplica silenciosa a las hadas para que mis hermanos volvieran a ser ellos mismos de nuevo.
Y para que me mitigaran el terrible dolor de mi corazón, que jamás desaparecía del todo.
—Es casi invierno —dijo Conor en voz baja—. De la oscuridad del invierno sale la luz de la primavera. Del sueño del invierno nace la nueva vida de la primavera. No podemos perder la esperanza, no cuando esa verdad se nos muestra año tras año.
Pero los demás no dijeron nada y, al cabo del rato, todos tocamos la corteza pálida del árbol y regresamos en silencio a casa.
No todos estábamos satisfechos con recoger los pedazos y empezar de nuevo. Para Diarmid resultaba insoportable que nuestra madrastra hubiera huido sin obstáculos, y al parecer ilesa, llevándose a su hijo con ella. Tenía que ser castigada, tenía que pagar por lo que había hecho. Sin justa venganza, el relato no podía terminar, la imagen no estaría completa. Liam y Conor intentaron razonar con él. Lo que estaba hecho no se podía deshacer, le dijo Conor. Tenía que olvidar su ira y empezar a reconstruir. Como si no hubiera salidas de sobras para emplear su energía. Pero Diarmid se mostró firme. Tenía que pagar. La hechicera tenía que pagar. ¿Por qué no iban a buscarla y le cobraban lo que les debía?
Permaneció al filo de la ira, y la tomaba con sus oponentes en el patio de prácticas. Peleaba con una intensidad que daba miedo contemplar, aparentemente sin importarle su propia seguridad. Cada vez que Diarmid estaba implicado en un combate, se veía a Donal rondando cerca, observando cada movimiento, y menos mal.
Finbar no salía a menudo a la aldea, pues la gente lo seguía para tocarle las plumas de su enorme y brillante ala, como si fuera un talismán, y él se estremecía cada vez que lo rozaban, como si algo de la criatura salvaje estuviera aún profundamente arraigado en su interior. Temía por él y no sabía cómo ayudarlo.
Conor hizo inventario de las escasas existencias. Supervisó el ganado que quedaba, el estado de las granjas, los desperfectos en viviendas y graneros. Cabalgó hasta las otras aldeas, para asegurarse de que aquellos vasallos siguieran siendo leales, para comprobar el estado de rebaños y piaras, y en nombre de Liam, para disponer a los hombres en los puestos de vigía. Pero estaba extrañamente absorto, y pasaba mucho de su tiempo en la ventana, mirando el bosque, como si esperara algo. Algunos días desaparecía directamente, y no volvía hasta muy tarde, sin dar explicaciones. Y recibía a sus propios visitantes, figuras ancianas con hábitos y jóvenes con ojos de viejo. Hablaba con ellos en privado, en el exterior, y después pasaba mucho tiempo callado, como si sus pensamientos estuvieran muy lejos de Sieteaguas.
Mientras tanto los aldeanos empezaron a sucumbir a unas fiebres invernales que afectaban al pecho y provocaban respiraciones entrecortadas y fiebres intermitentes. Saqué a Cormack del patio de prácticas, donde actuaba como brazo derecho de Donal, como si ésa hubiera sido siempre su función. Encontré a Padriac en los establos, atendiendo un caballo cojo. Los dos muchachos seguían sus órdenes al pie de la letra. Cargué un carro con madera y entre los tres, con los dos chicos, nos acercamos a la aldea y nos aseguramos de que todas las casas recibieran un pequeño cargamento. Llevé la sopa que Janis había ideado a partir de nabos, acedera y algunos restos de una vieja gallina. No me faltaba trabajo. El viejo Tom estaba muy enfermo; sabía que ya le podía dar balsamina y menta, que no le iba a curar aquella tos. El fuego le ayudó algo. Pero había otros a quienes sí podía salvar, con los cuidados adecuados. En casa puse a una muchacha a recoger y preparar las hierbas que aún crecían en la casa y el jardín, y empezamos a llenar de nuevo las estanterías de la destilería. Ése era mi trabajo, ése era mi lugar. Era la hija del bosque, la niña que había crecido en el corazón de su crecimiento místico, siempre cambiante y aun así siempre la misma. Pero no podía apartar las imágenes que surgían de lo profundo de mi corazón. Lo necesitaba tanto, lo quería allí conmigo, anhelaba su abrazo, oír su voz, tan tranquila, aquella manera en que sonaba cuando luchaba por controlar sus sentimientos. Ya está, Jenny. Ya está. Llevaba a cabo mi jornada diaria, pero por mucho que lo intentara, me preguntaba a cada momento dónde estaría y que estaría haciendo. Lo imaginaba en el salón de Harrowfield, arreglando las disputas de su casa, escuchando con seriedad, emitiendo veredictos juiciosos. Pensé en las mañanas de invierno, en él y Ben practicando sus juegos de combate. Cuerpos que se esforzaban uno contra otro, una cabeza dorada, la otra roja como una llama. Las muchachas se arremolinaban junto a la puerta, los admiraban. Cuando terminaban, los dos hombres se daban palmadas en el hombro, con una sonrisa. Ben contaba un chiste tonto. Al día siguiente arreglarían un tejado, construirían un muro de mampostería o romperían el hielo de los barriles de agua. Los granjeros de Harrowfield no pasarían hambre ni sucumbirían a las fiebres sin ser atendidos. No me había despedido de Margery. Eso era un motivo más de tristeza. A lo mejor Johnny estaría empezando a dar sus primeros pasos. No lo vería. Tenía que aceptar que no volvería a ver a Rojo nunca más. Tenía que dejarlo ir, y seguir adelante. Pero como Diarmid, descubrí que no podía.
Dicen que el tiempo cura el corazón y que dichos sentimientos se desvanecen con la ausencia. Para mí no era así. Por el día me agotaba trabajando, pero su imagen seguía en mi mente. Por la noche dormía poco y, cuando lo hacía, soñaba con lo que había perdido. Mis hermanos bromeaban sobre ello, lo consideraban un amor de juventud, algo que pronto se me pasaría. A pesar de todo, no me veían más que como una chiquilla y esperaban que volviera a ocupar mi lugar en Sieteaguas como si nada hubiera cambiado. No podían concebir que amara a un britano o que entregara mi corazón a un hombre en cuya casa me habían condenado a muerte. No tenía sentido intentar explicárselo. Sólo Finbar había entendido la profundidad de los lazos que me unían a Rojo.
***
Padre no hablaba demasiado. Le gustaba sentarse en mi jardín, hiciera el tiempo que hiciera. Si lloviznaba, se echaba por los hombros y la cabeza un saco viejo, y lo dejaba caer. Si hacía frío, se tapaba con una capa. Cuando no estaba ocupada en la aldea, trabajaba a su lado, cavando, quitando hierbas, vaciando, mientras mi joven ayudante se afanaba en la destilería. Con cierta frecuencia Finbar venía también al jardín, una figura pálida y silenciosa cuyo rostro seguía descarnado y consumido; sus ojos aún mantenían un conocimiento salvaje más allá del entendimiento humano. Desde aquella última noche en Harrowfield, había protegido sus pensamientos de mí con un escudo y su voz interior estaba callada. No podía saber cómo, pero sabía que hablaba con su padre, de mente a mente.
A lo mejor padre también le contestaba del mismo modo. Recordaba lo que el padre Brien nos había contado hacía tanto tiempo. Cómo los antiguos se habrían llevado a Colum de haber él aceptado aprender sus artes secretas y memorizado las extensas costumbres de su gente, para convertirse con el tiempo en un miembro de su hermandad. Pero Colum había puesto los ojos sobre Niamh, sus rizos morenos, su piel como la leche y los enormes ojos verdes, y había perdido el corazón. Después de aquello no había más que un camino para él. Y por eso habían escogido a Conor en su lugar. El padre Brien había hablado de amor, y de nuestra familia. ¿Qué había dicho? Puede que aún no conozcáis el tipo de amor que te golpea como un rayo, que te agarra por el corazón, tan irrevocablemente como la muerte, que se convierte en la estrella polar por la que te guías el resto de tu vida. No le deseo ese amor a nadie, ni hombre ni mujer, pues puede convertir tu vida en un paraíso o destruirte completamente. Pero está en la naturaleza de vuestra familia amar de este modo.
Ahora sabía, dolorosamente, qué se sentía al amar así, como mi padre había amado a mi madre. Entendí que Finbar intentaba ayudar a su padre para que recuperara la conciencia, para que volviera a un lugar donde poder tocar este mundo sin que lo destruyera la culpabilidad, los remordimientos ni la angustia. Así que se sentaban en silencio, y yo me movía a su alrededor cortando lavanda y romero, fracasando estrepitosamente en sofocar la añoranza de mi propio corazón.
El tiempo se volvió más y más frío. La lluvia cesó, y fue sustituida por días claros y brillantes y noches escarchadas. Las últimas hojas cayeron de fresnos y abedules, y de los grandes robles cuyas raíces estaban cubiertas ahora de los restos dorados y marrones de sus capas de verano. El legado de la dama Oonagh era largo y terrible. El viejo Tom murió, después su nieta cayó presa de una fea tos y los ojos le brillaban febriles. Atendí a niños cuyos cuerpos estaban empapados de sudor, que lloraban pidiendo agua fría mientras la nieve se acumulaba en las puertas de sus granjas. Vi a hombres fuertes tan débiles como criaturas, que me agarraban de la mano como si les asustara la oscuridad. Ese invierno perdimos diez buenas gentes de nuestra aldea. Si no hubieran estado tan débiles, habrían podido luchar.
Empecé a cansarme, y a enfadarme, así que entendí a Diarmid cuando un día anunció repentinamente que se iba a buscar a la hechicera y a traerla para hacer justicia, y que si nadie estaba preparado para ir con él, ése no era su problema. Alguien tenía que atreverse y reunir el valor para hacer lo correcto, dijo. Cogió su espada y su arco y se marchó solo. Un poco después, Cormack, con la boca bien apretada, ensilló su caballo y salió tras él, pues dijo que Diarmid era como una flecha disparada al azar, podía encontrar el blanco adecuado o el equivocado, más le valía asegurarse de que no se hacía más daño del que ya se había hecho.
—Lo traeré de vuelta sano y salvo —dijo Cormack mientras su caballo piafaba, ansioso por partir—. Hay que encontrar a un niño. Nuestro hermano. Diarmid lo olvida, en su pasión. Me quedaré con él hasta que recupere la razón. Volveremos a casa en primavera. —Conor se acercó hasta donde estaba para estrecharle la mano a su gemelo.
—Ten cuidado en tu viaje, hermano —le dijo en voz baja.
—Y tú —repuso Cormack con una sonrisa de pillo—. Creo que tu viaje será más largo.
Seamus Barbarroja vino a visitar a Liam. Pasaron dos días conversando, y llegaron a un acuerdo para compartir hombres y armas y la tarea de defender las fronteras. Hablaron de Eamonn de los Pantanos, que se había casado con Eilis. Sus rostros eran adustos y sus modos llenos de determinación. Seamus dejó una pequeña tropa de sus propios hombres, y confirmó su ayuda. Pero antes de partir, Seamus pasó una tarde entera sentado junto a lord Colum, hablando con él en voz baja, y creí que mi padre lo había reconocido.
Con Diarmid y Cormack fuera, el resto nos apiñamos. Fue un invierno duro, se volvió más difícil suministrar alimento a la aldea y mantener los puestos vigilados. Trabajábamos cada día hasta caer rendidos de cansancio. Por las noches, había una pequeña ceremonia. La casa se reunía, señor, sirvientes y hombres de armas juntos, en las cocinas, donde siempre había un fuego encendido. Janis nos abastecía con lo que podía, normalmente una sopa y rebanadas de pan oscuro. Comíamos juntos y trabajábamos juntos. Abandonamos el salón, demasiado grande para poder calentarlo con nuestras reservas racionadas de leña seca. Cuando la sencilla cena terminaba, uno u otro contábamos cuentos y Janis nos servía vino aguado, condimentado con lo que yo sabía que eran sus menguantes existencias de especias y frutos secos.
Y poco a poco, a medida que las noches oscuras se fueron sucediendo, los ojos de mi padre empezaron a perder su expresión muerta y helada y a despertarse a los relatos de batallas heroicas o de amantes desventurados. Sonrió cuando conté la historia de la reina guerrera con querencia por los jóvenes. Asintió con gravedad cuando Padriac narró la antigua saga de Culhan, cómo derrotó a tres gigantes, cada cual más grande que el anterior. Incluso Donal, a regañadientes, fue convencido una noche de unirse a los relatos y contó el gran viaje de Maeldun y las fantásticas cosas que encontró, como una isla donde las hormigas eran tan grandes como caballos, un bosque de manzanos que producía frutos todo el año o una fuente de la que manaba leche fresca. En cuanto empezó la historia, todos tenían un fragmento que añadir y pasaron muchas noches antes de finalizarla. Mi padre se sentaba cerca de Finbar, escuchaba la historia y de vez en cuando se acercaba a su hijo, hacía algún comentario en voz baja y Finbar asentía ligeramente. Y llegó un día en que padre, en lugar de dirigirse al jardín, fue a buscar a Liam, que observaba el entrenamiento de los caballos. Se quedó allí toda la tarde, y no pregunté lo que se dijeron. Pero aquella noche, había un calor renovado en sus ojos.
Poco a poco empezó a hablar y a responder como si nos conociera. Aunque las cosas no eran como antes, pues nuestro padre parecía ahora un anciano. La carga de lo que se había hecho a sí mismo, y a nosotros, era intolerable para él, y yo pensaba que a veces se agarraba a su cordura por un hilo finísimo. Finbar lo vigilaba en silencio, siempre en las sombras, a un lado, como si su mente controlara a nuestro padre y tejiera una red protectora alrededor de su espíritu, que poco a poco iba sanando. Así padre e hijo llegaron a entenderse, y quedó curada una herida más.
Pero la victoria se había conseguido con mucho esfuerzo. Finbar estaba cada vez más delgado, comía poco, no decía ni una palabra. No se podía entregar tanto de uno mismo sin pagar un precio terrible.
Padre no hablaba mucho conmigo. Me decía que eso no era nada nuevo. Antes, parecía no saber qué hacer con aquella hija pequeña, tan parecida a su madre. Ahora, era mucho más parecida a Niamh, tanto que al principio me había confundido con aquella a quien había amado y perdido. Mis hermanos le habían contado mi historia. Sabía que estaba casada con un britano, la raza que con tanta amargura despreciaba. Uno de aquellos que nos habían arrebatado las islas que albergaban el más secreto de los lugares sagrados de nuestra gente, por nada más que tener un punto de apoyo desde donde proseguir con su ira y avaricia, para convertir en yermas nuestras tierras. Le contaron eso. Pero Liam pronto le aseguró que no había sido un matrimonio real. La unión podía anularse, le dijo Conor, y con el tiempo, encontrarme un marido adecuado. Con el tiempo. No había prisa. Mi padre escuchó y no dijo nada.