Capítulo XIV

La hoguera ardió, verde y dorada, y se sucedieron pequeñas explosiones. Se extendió el olor a pluma quemada. La multitud dio un respingo, después otro, y rompió en un bullicio. Bajo mi mejilla, la camisa de Rojo estaba manchada de sangre y lágrimas.

—Ya está —dijo una y otra vez—. Ya está, Jenny, ya ha pasado. —Ninguno de los dos parecíamos capaces de movernos. Entonces, de repente, sentí su brazo agarrarme fuerte por los hombros—. Ponle un dedo encima —dijo en voz muy baja— y te mato.

—Soy su hermano, merluzo —dijo alguien en una lengua que Rojo no podía entender. Yo no me podía dar la vuelta por lo fuerte que me agarraba.

—No te entiende, Diarmid. —No me lo podía creer, pero la voz de Conor prosiguió, traduciendo con calma—. Somos sus hermanos y hemos venido para llevarnos a Sorcha a casa. No queremos hacerte ningún daño, si nos podéis garantizar salvoconducto en vuestras tierras. Nuestra hermana ya no necesita tu protección. —Por un instante el brazo me apretó aún más, después me soltó. Me di la vuelta para refugiarme en los brazos de Conor como una niña y pronto me rodearon todos, Liam exclamaba, Diarmid maldecía, Cormack y Padriac ya armados con dos espadas cortas que les habían sustraído hábilmente a dos hombres que ahora yacían gruñendo al pie de los escalones. Diarmid analizaba a la muchedumbre, calibraba la oposición, medía la distancia hasta cubierto. Empecé a cobrar conciencia de que estábamos muy expuestos allí en la plataforma y que los tablones no muy lejos de donde estábamos empezaban a arder.

—¿Planeas desangrarte hasta morir o esperas al fuego? —Ben apareció como de la nada, con el pelo dorado brillante a la luz de las llamas. Se agachó y puso a Rojo en pie, con una mueca—. Por si no te has dado cuenta, esto está ardiendo. Venga. —Le pasó un brazo por debajo del hombro bueno y empezó a arrastrar a su amigo por los escalones. Rojo volvió la vista atrás, sólo una vez. No pensaba que pudiera ponerse más pálido, pero lo había hecho, y había borrado toda expresión de sus rasgos. El lado izquierdo de su camisa estaba manchado de sangre—. Venga, Rojo —dijo Ben—. Tu madre está aquí y tu hermano. No tienes que quedarte. Además, un héroe muerto no le sirve a nadie. Y en cuanto a vosotros —miró por encima de su hombro en la dirección de mis hermanos—, mi consejo es que salgáis de aquí cuanto antes. Meteos en la casa. Ahora debería ser segura. Os acompañaría, pero como veis… —Y se marcharon.

***

Cormack se abrió paso hasta abajo, con la espada en la mano, y Conor detrás, me sostenía. Los demás iban detrás.

—¿Dónde está Finbar? —susurré, pero nadie me oyó. Se estaba armando una gorda. Aquí y allá se oían voces gritando, el entrechocar de espadas, el rugido y el crepitar de la hoguera mientras consumía la madera de fresno, los troncos y todo lo que tocaba. Las llamas eran monstruosas, gigantescas, bordeadas de chispas verdes y naranjas. El saliente donde había descansado había desaparecido hacía mucho, el poste se había consumido. A nuestro alrededor, la multitud se adelantó, había hombres con dagas, espadas y miedo en los ojos. No había camino, no había una ruta para alcanzar la seguridad de la casa. Mis hermanos habían formado un estrecho círculo a mi alrededor, pero la multitud se arremolinaba y los ánimos se estaban caldeando. Entre aquella gente, había unos cuantos que habían venido a ver arder a una hechicera y se sentían engañados. También los había que sólo veían que, de repente, sus enemigos estaban entre ellos, armados y peligrosos. Y estaban los hombres de Richard, que tenían ciertas órdenes que llevar a cabo.

—No me puedo creer que nos hayan salvado sólo para perecer a manos de una muchedumbre britana —gruñó Cormack, intentando abrirse camino con poco éxito entre la multitud que gritaba enfurecida. Un hombre le maldijo y Cormack levantó la espada. Los brazos de Conor me apretaron con fuerza.

No tiene buena pinta concordó Liam, le dio un puñetazo a un hombre y lo tumbó al suelo. Detrás de él, cayeron otros arrastrados. Un grupo de guardias con los colores de Northwoods empezó a avanzar hacia nosotros.

—¡Buena gente de Harrowfield! —Se alzó una voz, fuerte y autoritaria—. Habéis presenciado esta noche una gran maravilla. Un milagro, podría decirse. —Poco a poco la multitud se fue callando y dando la vuelta. Sentado en un alto caballo picazo, con la espalda recta y el hábito negro, el padre Dominic de Whitehaven observaba a la gente con mirada severa. Se hizo un silencio mortal. Desde el refugio seguro de los brazos de Conor, miré hacia arriba. ¿Por qué estaba allí el padre Dominic? ¿Por qué había regresado? La chica ha estado a punto de morir, pero vosotros habéis visto la transformación que ha tenido lugar, cómo estos jóvenes han regresado a la forma humana gracias a su fe y su esperanza, y el buen hacer de sus manos. Seguro que el demonio les impuso este perverso dolor y que se han salvado gracias a la voluntad de Dios.

Más murmullos, cabezas que se sacudían, cabezas que asentían. Estaba cansada. Tan cansada. ¿Dónde estaba Finbar? ¿Dónde estaba…?

—La mano del Señor está en esta joven. —Los tonos mesurados del padre Dominic se extendieron por el patio—. Tendríais que considerar una bendición haberlo contemplado. Y agradecer que llegara la ayuda a tiempo, pues por poco tiene lugar esta noche aquí una injusticia. La chica no estaba condenada a muerte. Los cargos contra ella no se habían demostrado; además, ¿quién condenaría a una chica que no tiene facultad de habla para defender su inocencia? Yo consideraba imperativo en el interés de la justicia que el caso se postergara hasta que volviera su marido y hablara con ella. Eso le transmití a lord Richard, antes de que me llamaran.

El motivo por el cual decidió anunciar otro veredicto a la asamblea del pueblo y ejecutar la pena tan rápido es algo que pretendo descubrir a su debido tiempo. De no ser por la dama Anne, que cabalgó ella misma para venir a buscarme e interrogarme, no habría sabido nada de esta quema hasta que fuera demasiado tarde. Y la misericordia del Señor no habría podido obrarse en estos jóvenes. En ese momento vi que la dama Anne estaba junto a él, sentada en una pequeña yegua y con ropa de montar. Parecía muy cansada.

»¿Dónde está el hombre que ordenó esto? —preguntó el padre Dominic, y vi a los hombres de Richard confundirse entre la gente y desaparecer. Había mucha actividad en los límites de la multitud, en la semioscuridad.

—¿Y qué hay de él, entonces? —llegó una voz de alguien desde la multitud—. Ése, el que la abraza. Es el del bosque, el fugitivo, el cabrón irlandés que casi cogimos aquella noche. No me creo que haya venido sólo de visita. ¿Qué pasa con él?

Conor levantó la vista y miró al otro lado del mar de cuerpos, y de repente se hizo el silencio.

—Soy su hermano —dijo tranquilamente en la lengua que entendían—. Somos todos sus hermanos. —Su silencio alejaba de nosotros la oscuridad. Su trabajo nos hizo libres.

—Buena gente —la dama Anne tomó la palabra, en su voz había un cansancio desesperado—, desde luego, esta noche hemos asistido a cosas terribles y maravillosas en Harrowfield. Hay muchas preguntas que hacer y muchas respuestas que dar. Como veis… mis hijos han regresado, mis dos hijos, y mi corazón está demasiado lleno de gratitud para ver a ningún hombre herido, castigado o que se le ofrezca esta noche otra cosa distinta de la cortesía. —Intentaba no llorar, controlaba al máximo su voz—. Estos jóvenes son invitados en mi casa, de momento. Estoy convencida de que Jenny es inocente de cualquier fechoría. La mano de Dios no concede su bendición a los culpables de corazón. Habrá tiempo de sobra, por la mañana, para explicaciones y cálculos. Ahora bajad las armas, volved a casa a dormir y alegraos porque esta noche no se haya derramado sangre inocente en el corazón del valle. Alegraos conmigo, pues mis hijos están otra vez en casa.

Se oyó un vitoreo poco entusiasta y la gente empezó a dispersarse, algo a regañadientes. Muchos miraban en nuestra dirección, pero los rostros demacrados y salvajes de mis hermanos y sus fieros ojos fueron suficiente para asustarlos a todos. Los hombres de la casa llegaron para escoltarnos dentro, hasta la pequeña salita que la dama Anne utilizaba para recibir a los invitados. Había una hoguera, y lámparas. Conor me depositó con cuidado cerca del hogar. Allí estaban todos, Liam escuchaba con los labios apretados a la dama Anne y Conor traducía; Padriac daba vueltas en sus manos a uno de los troncos de la pira, lo tocaba y comprobaba el residuo que lo cubría; Diarmid y Cormack estaban a mi lado, con las espadas aún en las manos, y los ojos en la puerta. Y junto a la ventana más alejada, mirando afuera estaba Finbar, dándonos la espalda. Su mano derecha, extendida sobre el muro de piedra, era delgada y transparente, como esculpida en hielo. Y ahora veía el legado de la última camisa, la que sólo tenía una manga. Pues en lugar de su brazo izquierdo, mi hermano seguía teniendo la fuerte y brillante ala de un cisne. Había sido el último en regresar; por ello, durante toda su vida, llevaría esa carga, la maldición de la prenda incompleta hecha con amor, lágrimas y sangre. No emitía sonido alguno, no se iba a dar la vuelta para que lo viera. Y fuertes escudos bloqueaban su mente.

Intenté usar mi voz de nuevo. Después de tanto tiempo, no era fácil hacerla funcionar.

—¿Cómo…? Pensé que…

Conor se acercó para arrodillarse a mi lado.

—Bien. Lo has conseguido. Justo a tiempo, por lo que parece. —Una sonrisa de pillo, pero sus ojos estaban muy serios—. Esta dama me cuenta que aquí estamos seguros, pero no se sabe durante cuánto tiempo. De momento, debes descansar. Por fin ha terminado.

—Pero… pero hablé, hablé antes de que las camisas… ¡no mantuve el silencio! ¿Cómo es que estáis aquí y se ha roto el hechizo? Aún no podía creerme que, después de todo, se hubieran salvado. ¿No están las maldiciones de las hadas bien definidas en cada cruel detalle, para que cualquier despiste, cualquier desviación de las normas lo precipite todo encima de las desventuradas víctimas? ¿Cómo se deshizo el hechizo, cuando había gritado antes de ponerle la camisa a Finbar?

—No lo viste —dijo Conor con dulzura—. Pero estas cosas tienen una manera de solucionarse, cuando llega el momento. ¿Has olvidado el viento, el viento repentino que se levantó y te arrancó la camisa de las manos? ¿Quién puede decir que ese viento no dejó caer la prenda encima de la cabeza de Finbar un instante antes de que gritaras? El hechizo se ha roto de verdad, Sorcha, entero excepto por…

Ambos nos dimos la vuelta para mirar a Finbar. Pensé que aquel cuento duraría mucho y cambiaría con los años cuando lo contaran y volvieran a contar, pero él siempre luciría la prueba de que había ocurrido. Jamás regresaría, no del todo. Siempre quedaría dividido entre este mundo y aquél, nunca completamente en uno o en el otro. Sería su maldición y su bendición.

—Jenny, ¿cómo estás tú? Aunque quizá deba llamarte por tu auténtico nombre, Sorcha, ¿verdad? —La dama Anne se me había acercado más—. Apenas puedo creer lo que he visto, aun así debo creerlo. El padre Dominic tiene razón: es un milagro y todos hemos tenido la bendición de presenciarlo. Y ahora has recuperado tu voz, por la voluntad de Dios. Querida, hoy has puesto esta casa patas arriba.

—Lo… lo siento. —La miré. Parecía diferente, tras sus calmadas palabras apenas conseguía ocultar la emoción y sus ojos refulgían de alegría.

—Soy yo la que lo siente, pues te juzgué terriblemente mal. Jamás pensé en asistir a acontecimientos tan sorprendentes. Cualquiera lo hubiera atribuido a un efecto del humo; el cambio repentino, cuando las plumas se volvieron carne y los largos cuellos y los ojos salvajes de las aves se transformaron en seis jóvenes. Debo decir que la gente de mi casa siente miedo y confusión, les costará recuperarse. La aparición de estos hermanos tuyos entre ellos, tan fieros como se imaginan a cualquier banda de irlandeses y sin apenas ropa encima…, los ha descompuesto. Algo podremos remediar. Ahora vendrá un hombre que traerá ropa adecuada, comida y bebida. Yo ni siquiera me he hecho aún a la idea, mi gente recordará esta noche durante mucho tiempo.

—Tienes sangre en el vestido —dijo Cormack con rostro preocupado—. ¿Estás herida, Sorcha? ¿Te has hecho daño?

Sacudí la cabeza cansada mientras miraba el vestido azul. Junto a la marca del mar, ahora había trozos chamuscados y la parte de delante del corpiño tenía una mancha oscura, pero no era mi sangre.

—Pensaba que debía velar por ti —espetó Conor a bocajarro—. ¿No fue elegido para ser tu protector?

Lo miré. ¿Qué sabrás tú de eso?

—Lo vi mirarte mientras corrías por la arena. Lo vi sacarte del fuego. Saco conclusiones tan bien como cualquiera. Puede que mejor —repuso. ¿Por qué un hombre como él te protegería, a menos que estuviera bajo el embrujo de las hadas? Apostaría que cuando la Dama del Bosque te trazó este camino, lo colocó a él junto a ti.

—Pues vaya manera de defenderla —intervino Diarmid—. Por poco la pierde. ¿Quién se cree que es, de todos modos?

—Es su marido —gruñó Liam.

Los otros se dieron la vuelta para mirarlo.

—¿Qué?

—Lo ha dicho el cura. Conor lo ha traducido. Esperar a que su marido regresara para hablar por ella. Es él, seguro.

Me rodearon ojos desaprobadores.

—¿Sorcha?

—¿Es verdad? ¿Te has casado con un britano?

—Mentira. No es más que una niña. —Éste era Diarmid con la expresión encendida.

Aunque había recuperado la voz, era muy difícil hablar. Lo que hice fue agarrar con fuerza el anillo que colgaba alrededor de mi cuello, rodearme con el otro brazo las rodillas y apartar la mirada. Junto a la ventana, Finbar seguía dando la espalda a la estancia, totalmente en silencio.

—Ejem. —Creo que se habían olvidado de que la dama Anne estaba allí. No había entendido sus palabras, pero reconoció mi turbación—. Vuestra hermana necesita descansar, beber cerveza y algo de tranquilidad. La estáis perturbando. —Me rodeó con un brazo y me tendió una taza para que bebiera—. Toma, querida. Con calma. —Después se dirigió otra vez a Conor—. Jen… Sorcha lo ha pasado mal, los extraños acontecimientos de esta noche nos han pasado factura a todos. Me llevaré a vuestra hermana a tomar un baño y cambiarse de ropa. Dispondré que se os suministre todo lo que necesitéis: prendas abrigadas, comida y bebida. Cuando regrese, habrá tiempo para explicaciones, para preguntas y respuestas. El padre Dominic querrá hablar contigo, y también mi hijo.

—Sorcha no va a ninguna parte sola —espetó Conor—. ¿Creéis que, después de lo que hemos visto esta noche, vamos a dejar que desaparezca un instante de nuestra vista? Traed aquí lo que necesite. —Después habló rápidamente en voz baja, para explicárselo a los demás.

—Dile —dijo Liam sombrío— que no tenemos tiempo que perder. Cada momento es precioso, cada retraso prolonga nuestra estancia en estas orillas malditas. Quiero a Sorcha lejos de aquí en un barco para casa mañana, y nosotros con ella.

Conor lo transmitió palabra por palabra. La dama Anne arqueó las cejas.

—Sorcha —apeló a mí—, ¿podrías explicarles…, no se puede…?

Encontré mi voz con dificultad.

—Está bien —grazné—. La dama Anne no me quiere ningún mal. Y… y a mí me gustaría, mucho, lavarme y entrar en calor. Por favor.

—No es esta dama quien me preocupa —repuso Conor—. ¿Qué garantías tenemos de tu seguridad en cuanto cruces esa puerta? ¿Cómo puedes confiar en esta gente, después de lo que han hecho esta noche?

—Conor. —Me puse en pie temblando, agarrada al brazo de la dama Anne—. Estoy cansada y sucia, te prometo que volveré pronto. He vivido aquí casi un año, mucho tiempo. Esto es lo más cercano que he tenido a un hogar desde que abandoné Sieteaguas y tengo que despedirme. Sé que te cuesta de creerlo, pero esta gente ha sido… amable conmigo, a su manera. Y como dices, he tenido un poderoso protector, que aún está aquí. No me harán daño.

—Pues Liam irá contigo y montará guardia.

—No. Esta gente me conoce. Vosotros no debéis abandonar esta estancia, aún están enfadados y confusos. Por favor, Conor.

—Después de lo que Sorcha ha hecho por nosotros, estamos difícilmente en situación de negarle nada —intervino Padriac.

Así que me fui con la dama Anne por un corredor lleno de ojos curiosos, hasta una habitación cuadrada y ordenada en la que Megan se afanaba con agua caliente, aceite de romero y toallas limpias. Estaba un poco callada, esta vez, como si las maravillas de aquella noche me hubieran distanciado de ella demasiado para estar ella cómoda. Le llevó tiempo lavarme el pelo y, más tarde, mientras yo intentaba desenredarme los nudos, ella sostuvo el vestido azul consternada.

—¡Madre mía! Me parece que ya no se puede hacer nada con esto. No te lo vas a poder poner otra vez. —Hizo con él un lío, como para tirarlo al montón de trapos, o incluso a la basura.

—¡No! —susurré—. No…

Megan volvió la cabeza, sus rizos castaños rebotaban.

—Ese vestido es mío —conseguí articular. Sonrió.

—Ahora hablas —dijo maravillada—. Tienes la voz que pensaba que tendrías. Pero este vestido por lo menos hay que limpiarlo. Déjalo conmigo, haré lo que pueda y te lo devolveré.

—No —insistí—. No hay tiempo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó la dama Anne, que estaba eligiendo sábanas en una mesa que había al lado.

—Mis hermanos —dije con un gesto de dolor, porque el peine había tropezado con otro nudo.

—A ver, déjame a mí. —Megan me cogió el peine y empezó a separar, con manos expertas, los mechones de mi descuidado cabello. Por lo menos el aceite había eliminado los bichos.

—Querrán partir al alba —dije—. Tengo que estar lista. Necesitaré mis botas y, por lo menos, me llevaré este vestido cuando me vaya. —No tenía demasiadas posesiones. No me importaba lo que dejara detrás, excepto el vestido azul, marcado por el agua, el fuego y la sangre. Tres cosas me eran preciosas: aquel vestido, el amuleto de Finbar y mi anillo de boda.

El rostro de Megan reflejaba confusión.

—Pero… pero ¿y lord Hugh? —dijo directamente, sin importarle la presencia de la dama Anne—. Los jóvenes, tus hermanos, entiendo que se quieran marchar, y pronto, sólo hay que escuchar lo que dice la gente de la casa. Están mejor lejos. ¿Pero tú? No te puedes marchar sin más. ¿Y él? —Entonces enrojeció y agachó la mirada—. No me corresponde, lo sé. Perdón.

—Desde luego. —No se podía colegir, por el tono de voz de la dama Anne, lo que pensaba del asunto—. Jenny, tengo que dejarte un momento. Mi hijo, mi hijo pequeño, ha vuelto; aún no he hablado a solas con él. Sólo unos instantes. Volveré pronto. Por favor, espérame aquí.

—¿Has visto? —me preguntó Megan en cuanto se cerró la puerta tras su señora—. Simon, el hermano de lord Hugh está aquí, vivito y coleando, cuando todos juraron que había muerto, asesinado por… bueno, eso decían, y ha vuelto. Al parecer ha perdido la memoria: no se acuerda de nada desde que se marchó con los hombres de Richard. Lord Hugh lo encontró en algún monasterio, lejísimos, en una isla creo que dijeron. La dama Anne está loca por hablar con Simon, pero no podía irse, no hasta que te atendiera. Y con la herida de lord Hugh y todo…

—Megan… —Le toqué el brazo, era difícil volverse a acostumbrar a las palabras—. ¿Está muy… está bien? ¿Le han detenido la hemorragia, le han…?

—Sigue de una pieza —respondió mirándome de refilón—, pero volvieron a salir poco después, él, Ben y uno o dos hombres más. Lord Hugh llevaba el brazo en cabestrillo y una venda en el hombro. Ha salido a buscar a su tío. Se quedó el tiempo suficiente sólo para que lo curaran, eso es todo. Maese Simon quería ir con él, estaba ansioso, pero lord Hugh no lo ha consentido. Le dijo a Simon que se quedara al cargo. Al menos así su madre puede verlo antes de que vuelva a desaparecer. ¿Estás realmente segura de que quieres volver a tu casa?

La pregunta me cogió por sorpresa.

—Es mejor que me vaya —repuse—. No soy una de vosotros y nunca lo seré. —¿Y si le vuelve a sangrar la herida? ¿Y si encuentra a Richard y…? ¿Por qué no lo ha detenido nadie?—. Aquí no doy más que problemas. Ahora ya está. Es hora de regresar al bosque.

—¿Le has preguntado a lord Hugh qué piensa? —Megan me miraba con atención mientras me abrochaba los puños de la túnica nueva.

¿Y si está demasiado débil para cabalgar, y si sus enemigos le tienden una emboscada? ¿Y si no regresa antes de que me marche?

—¿Se lo has preguntado? —Me alisó el pelo y me lo ató con una cinta del color del vestido, el rosa pálido de una rosa de otoño. Una tonalidad muy poco práctica.

—Esto es lo que lord Hugh querría —dije—. No pertenezco a este lugar y mis hermanos me necesitan. Y se olvidará. En cuanto le levanten el hechizo; incluso puede que ya. A lo mejor desde el momento en que apartó el brazo y se puso otra vez la máscara.

Megan arqueó las cejas mientras empezaba a limpiar, botellas, cuencos y paños.

—A lo mejor tendrías que preguntárselo a lord Hugh cuando vuelva —repuso—. No me gustaría estar en la piel de Richard de Northwoods esta noche. En absoluto.

Cuando regresamos a la salita, las cosas habían cambiado. Habían traído el mejor pan y el mejor vino, carne asada y la dama Anne en persona cortaba cuñas de queso. Miré alrededor, pero no había señal de Rojo ni de Ben. Mis hermanos tenían un aspecto algo más respetable, aunque el pelo enmarañado y los ojos fieros destacaban sobre la ropa limpia que llevaban. El padre Dominic los había reunido a su alrededor, junto a la ventana, y hablaba con ellos en voz baja. Finbar estaba al final del grupo, en silencio. Con la traducción de Conor y una variedad de gestos, los otros parecían apañarse bastante bien. Vi cuchillos, en los cintos de mis hermanos. Era arriesgado, pensé, haberles permitido armas. ¿De quién habría sido idea? A lo mejor nadie se había atrevido a negarse.

Agachado junto al hogar, había otro hombre, el hombre de pelo dorado alto que no podía ser Simon y, al mismo tiempo, increíblemente, tenía que ser él, pues a sus pies Alys temblaba de alegría, moviendo la cola con tanta fuerza que parecía tener el cuerpo partido en dos y movía las partes en direcciones opuestas. Una perra no se equivoca, no cuando lleva tanto tiempo esperando a su amo.

¿Cómo se lee el rostro de una persona, cuando ha borrado su pasado? Simon era mayor: habían pasado tres años desde la última vez que lo había visto, había pasado de muchacho a hombre. Tenía la misma nariz recta y la mandíbula fuerte de su hermano, pero su boca era más generosa y sus ojos menos cautos. No tenía cicatrices en el cuello, ni la oreja, ni los musculosos brazos donde la camisa, enrollada por el codo, dejaba ver la piel. Y aun así, ¿cómo podía ser? ¿No recordaba nada? Miré a mis hermanos. Atentos a las palabras del cura, no parecían reconocerlo. Mejor. Los ojos de Simon eran tan inocentes y alegres como los de un niño, su expresión desprovista de malicia.

—Simon —dijo la dama Anne—. Ésta es Sorcha, de quien te he hablado. Sorcha es… es…

—La esposa de Rojo —repuso Simon, mirándome a mí directamente desde detrás de su madre. Vi que le cambiaba el rostro. También él llevaba una máscara y, en el instante que se la quitó, supe que fuera lo que fuese lo que había olvidado, no me había olvidado a mí—. Sorcha. Ese nombre te queda bien —dijo en voz baja—. Jamás pensé que mi hermano se casaría con una mujer de Erin.

—No fue… él no… —El corazón me latía desbocado. Me conocía, estaba segura. Y si me recordaba, recordaba a mis hermanos, y… pero ¿cómo podía estar allí, sonriendo, con mis hermanos tan cerca? ¿Dónde estaba el muchacho histérico y hundido con el que tanto había luchado para devolverle la cordura? El chico sin esperanza, que se agarraba a mis cuentos para sobrevivir durante la pesadilla de dolor y vergüenza. ¿Y por qué este hombre no tenía cicatrices?

—Esta noche has hecho algo increíble —prosiguió Simon—. Nuestra gente casi no puede ni comprender cómo ha sido posible dicha transformación. De momento, siguen maravillados aún; mañana, algunos dirán que fue un efecto de la luz y otros lo almacenarán en un rincón de la memoria sólo para contárselo a sus nietos. Y habrá unos cuantos, me temo, que volverán a pensar en brujería.

—No te preocupes por tu hermano —dije con cierta dificultad—. No me quedaré aquí para suponerle una carga. Teníamos… teníamos un trato…

—Interesante —dijo en voz baja—. ¿Qué trato era ése?

Me salvó de responder el padre Dominic, que en ese momento se levantaba y se acercaba a saludarme. La dama Anne, deslumbrante de alegría por el regreso de su hijo, apenas nos había escuchado.

—Muchacha —dijo el cura—, tus hermanos me han contado parte de tu extraña historia. Ven, siéntate y toma un poco de vino. Aún estás pálida, no te has recuperado de la terrible experiencia.

Me senté y, al instante, mis hermanos se cerraron a mi alrededor, de modo que el círculo protector volviera a su sitio. Diarmid observaba a Simon y el aspecto de su mirada sólo decía que el único britano bueno era el britano muerto.

—Richard de Northwoods —dijo el padre Dominic— ha hecho mucho daño hoy aquí, bueno supongo que sería ayer, ahora que ha pasado la medianoche. Le hice saber con claridad que no sería… sensato… emitir veredicto sobre el caso sin escuchar todas las pruebas. Y cuando hablamos en privado me dijo que estaba de acuerdo. Fue de lo más desafortunado que me llamaran antes de tener tiempo para explicar lo que queríamos a la asamblea del pueblo. Que lord Richard anunciara un veredicto de culpabilidad en mi nombre y en el suyo no ha sido sólo una mentira, sino un abuso descarado de la autoridad que se le concede. Que ejecutara la pena con tanta rapidez insinúa algo más siniestro. Hay que interrogarlo sobre ese asunto, por lo menos, y probablemente también acerca de otras cuestiones.

—Con la confusión parece que consiguió escapar —dijo Simon y sonaba muy parecido a su hermano—, pero no llegará lejos. También yo tengo asuntos que discutir con mi tío. Aunque parte importante de mi pasado parece perdida, sí recuerdo algunas cosas. Tiene muchas preguntas que responder.

—Mi hijo mayor ha salido esta noche, con sus hombres, para traer a mi hermano —intervino la dama Anne—. Eso me produce mucha angustia, como podréis imaginar. Sabía, cuando salí a buscaros hoy, que las cosas llegarían a esto, pero no puedo esperar de mi gente que actúe con la integridad y el valor que yo misma no soy capaz de demostrar.

—Bien dicho —repuso el padre Dominic, y sus ojos reflejaban compasión—. Me interesan las respuestas de lord Richard. Decidle a lord Hugh que me mande buscar cuando encuentre a su tío. Me ha conmocionado que un hombre con tanta autoridad actúe de esa manera. Dichos abusos de poder merecen una respuesta rápida y firme.

—Desde luego —dijo Conor—. También nosotros hemos oído historias y estamos sabiendo más. Si ese hombre es responsable de los cargos contra nuestra hermana y del cruel tratamiento que ha recibido, hoy ha hecho enemigos mortales. Para ser francos, sus perspectivas de futuro se me antojan limitadas y desagradables.

—Será sometido a un juicio justo —repuso con gravedad el padre Dominic mirando al círculo de guerreros adustos y de labios apretados—. Mientras tanto, deberíais alegraros por vuestra liberación y por la generosidad de vuestra hermana. —Se volvió hacia mí, con una sonrisa—. Querida, la tuya es una historia de gran valor. Si no estuvieras ya casada, alguien como tú, con virtudes tan grandes como la paciencia y la fe, sería muy bien bienvenida en nuestras comunidades de hermanas. Tu ejemplo habría destacado, vaya que sí, una luz entre las luces.

No se me ocurría nada que decir. Bebí un sorbo de vino e intenté hacer caso omiso de la manera en que me miraba Simon.

—Tus hermanos están enfadados —prosiguió el cura—. Quieren venganza por lo que te han hecho. Por lo que casi te hicieron. Pero ése no es el camino, es mejor que se marchen y rápido. No debería derramarse más sangre, no más odio en este lugar.

Asentí. Cada vez estaba más claro que sólo había un camino para mí, sólo una elección posible.

—Pareces triste. Has hecho algo fantástico, niña. Alégrate, pues te encuentras entre los benditos del Señor. Y descansa. Te mereces un buen descanso. —Se levantó—. Yo también me encuentro algo más que cansado. Dama Anne, si no os importa, aprovecharé vuestra hospitalidad esta noche. Por desgracia, tengo una edad demasiado avanzada y unas carnes demasiado generosas para cabalgar tan lejos y tan rápido sin consecuencias. Todos debemos descansar y reflexionar sobre las maravillas que el Señor nos ha otorgado. Por la mañana, hablaré con la gente de Harrowfield y les contaré algo más de este relato de sufrimiento y redención. Se puede aprender mucho de él.

Simon escoltó al buen padre hasta su cuarto, con Alys gimoteando a los pies. Cerré los ojos un instante mientras mis hermanos se movían a mi alrededor, hablaban en voz baja y decidida, planeaban, se preparaban. No descansarían aquella noche, no con tanto por hacer. Así que hablaron de caballos, de armas y de botes. Y después hablaron de mi padre y de la dama Oonagh. Hablaban de venganza. Todo parecía irreal, como de otro mundo. A lo mejor, si me sentaba muy quieta, sin apenas respirar, se olvidarían de mí y no tendría que despedirme.

—Nuestra hermana —dijo Conor—. ¿Tiene muchas pertenencias que recoger para que esté lista?

—Yo lo arreglaré. —La dama Anne respondió en voz muy baja—. Tiene muy poco. Una de mis mujeres las recogerá y las traerá aquí. Sorcha está muy cansada. —Y el tono de desaprobación aquí era evidente.

—Aun así —prosiguió Conor—, debemos partir al alba, por el bien de esta casa y por nuestra propia seguridad. Vuestro buen sacerdote intervino justo a tiempo, me temo. Y como ha dicho vuestro hijo, no tardará mucho vuestra gente en volver a caldear los ánimos y poner nuestras vidas en peligro. En cuanto nos vayamos, podréis, con ayuda de vuestros hijos, poner orden aquí. Han sido tiempos extraños para todos.

Hubo una breve pausa.

—¿Entendéis —preguntó la dama Anne sin demasiada seguridad— que vuestra hermana está recién casada con mi hijo?

Conor tradujo para los demás y hubo respuestas airadas. Era una suerte que la dama Anne no entendiera la lengua que mis hermanos hablaban.

—Así que es verdad —gruñó Diarmid.

Padriac no se lo creía.

—¿Pero por qué lo saca ahora? No pretenderá que…

—¿Matrimonio? —escupió Cormack—. ¿Qué tipo de matrimonio es ése, entre una chica indefensa y una bestia de britano?

—Es probable —intervino Liam con frialdad— que el matrimonio no se haya consumado. —Hablaban de mí como si no estuviera presente, como si fueran asuntos que tuvieran que tratarse como las campañas de guerra, sentí enrojecer de vergüenza, pero también de ira. Tendrían que dejar a Rojo fuera de aquello. Nada era culpa suya, nada. Pero nadie me preguntó mi opinión—. Nuestra hermana es joven —prosiguió Liam— y el tipo ha pasado tiempo fuera, buscando a su hermano perdido. Además, no creo que Sorcha consintiera por su propia voluntad a ello. Confío en que sea un lazo fácil de deshacer.

Conor tradujo para la dama Anne.

—No puedo hablar por Hugh —repuso con sequedad—. Tendréis que preguntárselo a él.

—Lo haremos —repuso Conor con rostro serio.

Al cabo de un rato, la dama Anne, conteniendo un bostezo, se excusó y nos dejaron solos, excepto por los dos guardias que vigilaban la puerta. Dejé que Padriac me sirviera más vino y acepté un pedazo de pan, aunque no tenía estómago para nada. La estancia se sentía extraña, como si flotara a mi alrededor en sueños. Sabía que si no comía ni bebía, no podría cabalgar al día siguiente. Finbar estaba sentado en el banco junto a la ventana, mirando hacia fuera, y yo cogí mi frugal comida y me acomodé junto a él. Fuera el viento había remitido por completo. Se veía en la oscuridad, aún un leve destello de las brasas de la pira, que seguían encendidas en el patio. Si volvían esta noche, los vería desde allí.

Sé cómo te sientes, cariño. Como si tu corazón estuviera partido en dos. Siento tu dolor.

Respiré profundamente. Otra vez.

¿Finbar?

Sé cómo te sientes. Como si nunca pudieras volver a estar completa.

Me metí la mano dentro del vestido para sacar los dos cordeles que llevaba al cuello. Uno con mi anillo de boda; el otro, el amuleto que había sido de mi madre. Dejé uno, me quité el otro.

Esto es tuyo. Cógelo otra vez. Cógelo otra vez, te lo dio a ti.

Le pasé la cuerda por la cabeza y la pequeña piedra con el símbolo del fresno descansó sobre su pecho. Estaba delgadísimo.

Enséñame el otro. Enséñame el otro talismán que llevas. —Lentamente, saqué mi anillo labrado y lo sostuve en la palma para que lo viera mi hermano—. ¿Te lo ha hecho él? ¿El del pelo dorado y los ojos que devoran?

Él no. Otro. Las imágenes me asaltaban la mente: Rojo rodeándome con sus brazos como un escudo, Rojo cortándome una manzana, Rojo dándole una patada a un hombre para que soltara la espada y recogiéndola en sus manos, Rojo descalzo sobre la arena con el agua por los tobillos.

Te has arriesgado mucho, entregando tu amor a uno como él.

Me quedé mirándolo.

¿Amor?

¿No lo sabías, hasta ahora, que tienes que despedirte? —Y entonces me dejó mirar en su mente. Imágenes, no palabras. Una orilla llena de juncos, un lugar de refugio y serenidad. Una pequeña playa blanca y una extensión de agua tranquila, un lago. En ella nadaba un bello cisne, con el cuello arqueado con orgullo y los ojos claros y brillantes. Detrás de ella, dos pequeños retoños aún con el plumón, que chapoteaban y se sumergían—. También yo me he despedido. —La imagen se desvaneció. El rostro de mi hermano no reflejaba más que una tristeza remota y distante—. Tuve poco tiempo. Más del que tú has tenido. Pero temo el frío, los lobos y la larga soledad. Más de lo que puedo explicar, temo por ellos.

También él había hecho una terrible elección. Los cisnes se emparejan de por vida. Le cogí la mano. Al final, no había elección. Los siete éramos uno y cada uno parte de los siete. Siempre estaríamos allí, unos para otros.

***

El tiempo juega malas pasadas. Aquella noche pareció transcurrir muy lentamente, mientras esperaba en la ventana a su regreso, con Finbar sentado en silencio a mi lado. Una vez, antes, él me había tranquilizado y confortado durante toda una noche interminable, lo había dejado agotado. En aquel momento, sólo me hacía compañía. Mi mente me mostraba a Rojo sangrando, herido, cansado, espoleado por el odio, buscando a su tío por los bosques, los vados y las colinas oscuras de Harrowfield. Lo que más deseaba era verlo entrar sano y salvo por el patio. Así que me quedé en pie esperándolo, observando las últimas ascuas de la pira desvanecerse y apagarse. Y me pregunté: ¿tiene razón Finbar? ¿Puede ser amor esto que retuerce y desgarra así el corazón? ¿Es que el amor sólo da poder para hacer daño al otro? ¿Es esto lo que hace que el más leve roce mezcle el anhelo y el terror en igual medida? Sea lo que sea, se siente como una herida mortal. Y de repente, pareció que la noche pasaba deprisa, tan deprisa. Pues pronto llegaría el alba, nosotros saldríamos de Harrowfield por caminos secretos y volveríamos a casa cruzando el mar. Pronto sería hora de decir adiós. No sabía decir qué sentimiento era más fuerte, si el miedo porque no volviera a tiempo o el pavor de que sí lo hiciera.

Cuando por fin regresaron, lo hicieron con poca ceremonia. Ni antorchas encendidas, ni tambores. Sólo cinco hombres que llegaron de la oscuridad cabalgando en fila. El primero era Ben, cuya capucha negra no acababa de ocultarle la melena clara. Después otro, también vestido de negro para confundirse con la noche. Éste conducía un caballo en el que iba un cautivo incómodo, con las manos atadas a la espalda. Tuvo, de todos modos, un gesto arrogante de la cabeza, una disposición de hombros que sugería desafío. Tenía moratones en la cara y le corría sangre por un tajo en la ceja. Habían encontrado a lord Richard.

—Los días de ese hombre están contados —dijo Cormack, mientras mis hermanos se acercaban a mí—. Pagará seis veces por ello.

—Y más, diría —repuso Liam, mientras observaba a los jinetes acercarse. Había lámparas colgadas en las escaleras de la entrada y la luz iluminó los rostros de los cuatro hombres que escoltaban al prisionero. Se me cortó la respiración al instante. Pues allí estaba, cabalgaba el último, la mano derecha sujetaba las riendas, la izquierda encima de su pecho en un cabestrillo. Estaba pálido como el tejido que le envolvía el codo y el hombro, la boca no era más que una adusta línea. Estaba sentado muy recto sobre la silla. Al pasar bajo nuestra ventana, miró arriba y apartó de nuevo la mirada. Después desaparecieron.

Me sentí enferma, como si fuera a estallar en lágrimas en cualquier momento, y aun así, seca, como si no pudiera volver a llorar nunca más. Confundida, asustada y… ¿y por qué me latía tan rápido el corazón, como si se hubiera echado una carrera? Sabía lo que tenía que hacer y decir. Tenía que hacerlo e irme. Eso era todo. No debería ser demasiado difícil.

Se abrió la puerta: era Ben y llegó hasta mí a grandes zancadas sin siquiera pedir permiso. Se oyó un sonido metálico y de repente tenía apuntándole un montón de armas.

—Vale, vale —dijo levantando las manos como si se sometiera—. No me voy a quedar mucho tiempo.

—Así no vamos a llegar muy lejos —dije enojada—. Es un amigo. —Cormack refunfuñó, pero Liam hizo un gesto y se apartaron un poco.

—Jenny —dijo Ben mirándome con atención—. ¿Estás bien?

Conseguí asentir. ¿Por qué me costaba tanto hablar? Tenía una venda nueva en la muñeca y la mandíbula magullada.

—¿Qué te ha…?

Una sonrisa pilla.

—Dada la compañía, una explicación no sería del todo sensata. Digamos sólo que menos mal que fui a buscarlo. Conseguí resultar útil en un aprieto. No es que él me lo agradeciera, por supuesto. Casi me mata por dejarte aquí sola, ésta es toda la gratitud que obtuve. ¿Estás segura de que estás bien?

—Pensaba que… pensaba que tú…

—¿Yo, dudar de ti? Ni por un instante. Bueno, puede que por un instante sí. Después usé la cabeza. Con la manera en que Rojo y tú os miráis, no puede haber sitio para otro. Tenía que haber otra explicación, pero Richard me apartó, nadie podía llegar a ti, el sitio estaba lleno de hombres de Northwoods. Al final, fui a buscar a Rojo.

—Dinos —intervino Conor—, ¿qué le van a hacer a ese hombre, Richard de Northwoods?

Ben lo miró evaluándolo.

—Mi hermano Conor —dije—. Domina tu lengua.

—Ya veo. Lord Richard está bajo custodia. Vivo y en un estado de salud pasable. Tuve cierta dificultad en convencer a tu marido de que lo sometiera a un juicio justo. La alternativa era muy tentadora cuando dimos con su tío, pero hay preguntas que responder. Rojo me cuenta que Simon habló mucho, durante el largo viaje de vuelta desde el monasterio donde lo encontraron. No lo ha olvidado todo y cada día recuerda más cosas. Parece que Richard tiene la zarpa metida en unos cuantos pasteles. Al final, convencí a Rojo de que debíamos esperar y escuchar qué tenía que decir, pero nunca antes lo he visto tan enfadado, ni el día en que murió John. Jamás antes lo he visto perder de vista su buen juicio.

—Se le pasará la ira —dije—. Cuando me vaya, podrá deshacer todos los entuertos, recibirá respuestas y emitirá juicios, sin miedo a equivocarse.

—¿Cuando te vayas? —preguntó Ben—. ¿Qué quiere decir cuando te vayas?

—Hemos pedido un salvoconducto hasta la costa, nos marchamos al alba —contestó Conor—. Seguro que no tienes ningún deseo de vernos merodear por aquí cuando nuestra presencia amenaza con perturbar la casa. Somos enemigos declarados, el asombro de tu gente ante nuestra repentina aparición pronto se convertirá en resentimiento y miedo. Pensaba que también lo creíais así y que se estaba preparando una escolta.

Ben miró el círculo de rostros enfadados y después a mí.

—Bueno sí —dijo—. Eso es cierto, pero…

—No pensará —gruñó Diarmid, que había seguido bastante bien el tema de la conversación— que vamos a dejar a nuestra hermana detrás. —La habitación pareció enfriarse cuando Conor tradujo el mensaje.

—Yo… bueno, puede que esté diciendo una obviedad —dijo Ben—, pero es su marido, después de todo.

—¿Marido? —La voz de Conor era cortante como una daga—. ¿Qué clase de marido es, que no le hemos visto el pelo, desde que Sorcha por poco muere achicharrada? ¿Tiene miedo de mostrarse, ya que tan mal ha protegido a nuestra hermana? ¿Cómo puede alguien así reclamar el título de marido?

Ben no era de los que se intimidan fácilmente.

—Tenía sus motivos —repuso con calma—. Cuando encontramos a vuestra hermana la primera vez, estaba enferma, aterrorizada y se moría de hambre. Lord Hugh le salvó la vida. Jenny jamás fue obligada a venir aquí.

—¿Jenny?

—Cuando encontramos a vuestra hermana, no podía hablar. No podía decirnos su nombre. Ése es el que le pusimos.

—Y también el nombre de Harrowfield, por lo que parece. Bueno, no mantendrá ninguno por mucho tiempo —repuso Conor—. ¿Está nuestra escolta preparada? El alba se acerca.

—Estará todo listo —repuso Ben—. Tenemos un barco en un puerto seguro y un hombre que os llevará al otro lado. Está a media mañana a caballo, a lo mejor algo más, para vosotros. Simon se encarga de todo y os escoltará hasta allí.

—No, los llevaré yo —interrumpió una voz.

Todos se volvieron para mirar al hombre de la puerta. Se mantenía en pie con dificultad, su rostro gris reflejaba la palidez del cansancio extremo. Tenía sangre fresca en el vendaje, cerca del hombro.

—No seas insensato —espetó Ben. Se le acercó e intentó coger a Rojo por el brazo, pero él lo apartó con algo de violencia. A mi alrededor, mis hermanos cambiaron de posición. Cormack tocó la hoja de su daga. Liam se cruzó de brazos. La mirada de Diarmid era aterradora—. Con todo respeto, mi señor —dijo Ben, al parecer consciente de lo delicado de la situación—. Tendrías que dejar que vuestro hermano se encargue de esto. Yo iré también, si no estáis aún totalmente seguro de que podéis confiar en él. ¿Cómo vais a cabalgar hasta la costa y volver cuando hace tres días que apenas habéis dormido?

—Soy su marido. Yo los llevaré.

No podía mirarlo. Su voz era horrible, distante, formal. Me heló el corazón.

—Marido —repuso Conor con cuidado—. Sí, lo hemos oído. Estamos muy poco impresionados con tu trabajo, a pesar de todo el heroísmo final. —Rojo se quedó callado—. ¿La has visto —prosiguió Conor— cuando permanecía en silencio ante sus acusadores, mientras escuchaba las porquerías que decían de ella, las mentiras que decían? ¿La has visto mientras lloraba en la oscuridad, mientras esperaba y observaba cómo tu tío le construía una pira funeraria? ¿Eh? ¿Qué tipo de marido eras entonces?

Hubo una breve pausa.

—¿Has terminado?

—Pregúntale —inquirió Liam en nuestra lengua—, pregúntale por la naturaleza del matrimonio, si le ha puesto esas manos de bárbaro encima a nuestra hermana. ¡Pregúntaselo!

Pero Conor no era lo que era por nada. Después de todo, no había subestimado a su oponente.

—Sólo dime —dijo— si mi hermana es libre para irse. ¿Piensas obligarla a mantener la promesa, el compromiso que ha adquirido contigo?

—¿Retendrías tú a una criatura salvaje una vez sanara y estuviera lista para volar a casa? —preguntó Rojo—. Jenny toma sus propias decisiones. Sabe que es libre para marcharse. Sabe que sólo tiene que decírmelo, cuando llegue la hora.

Conor habló con sus hermanos, en voz baja, en nuestra propia lengua.

—¿Qué pasa con nuestro salvoconducto? —preguntó Liam mientras Conor traducía—. Quiero estar fuera de aquí al alba, o antes. Queda poco tiempo.

La respuesta de Rojo fue aún más calmada. Ya había oído antes ese tono.

—Primero hablaré con mi esposa a solas. Después nos marcharemos, con todo lo que habéis pedido. No tardaremos mucho.

Conor transmitió la información.

—¡De ningún modo! —espetó Diarmid.

—¿A solas? Me parece que no —repuso Liam sombrío.

—¿Quién se cree este tipo que es? —exigió Cormack—. No tiene ningún derecho sobre Sorcha, y lo sabe. Dile que traiga los caballos y nosotros nos apañaremos. No hay tratos que valgan.

—No podemos permitirlo —dijo Conor con gravedad—. Tienes que entender que, después de lo que ha pasado, nos preocupa el bienestar de mi hermana. No va a desaparecer de nuestra vista hasta que abandonemos estas orillas. Hace tres años que perdimos nuestra forma humana. Tres años enteros de silencio y sufrimiento para ella. Ahora que ha regresado a nosotros, no partiremos sin ella, ni arriesgaremos su seguridad, ni siquiera por un momento.

La boca de Rojo se tensó de una manera alarmantemente familiar, vi que Ben echaba mano de su daga.

—Ésta es mi casa —repuso Rojo—. Queréis marcharos con seguridad, ¿no? Con caballos y ciertas medidas de protección. Os lo proporcionaré todo, pero primero hablaré con Jenny a solas.

—Tu arrogancia me asombra —contestó Conor con frialdad—. Tu gente quería condenar a mi hermana a muerte, tu gente, que seguía con sus cosas mientras ella estaba encerrada en la oscuridad, mientras las liendres reptaban por su cabeza y las ratas salían por la noche para darse festines con la mugre de la celda, mientras lloraba, trabajaba y esperaba el final. ¿Cómo te atreves a exigirnos nada?

Rojo estaba muy pálido, pero decidido a hablar.

—¿Y para quién trabajaba, por quién ha mantenido el silencio estos tres años, por quién se tragaba la risa y las lágrimas y los gritos de dolor? Aceptasteis lo que hizo por vosotros. Sois tan culpables como yo, todos vosotros. —Se había agarrado al brazo de Ben, con fuerza, tenía los nudillos blancos.

Era como si se hubieran olvidado de que estaba allí.

—Conor —dije.

—¡¿Qué?! —espetó mi hermano en un tono que nunca antes había usado conmigo.

—La decisión es mía —contesté con calma—. Voy a estar segura. No iré muy lejos, estaré al otro lado de la puerta.

Y salí caminando mirando al frente. Nadie intentó detenerme. Fuera de la sala, aún montaban guardia dos hombres. La puerta se cerró tras de mí.

—Podéis marcharos —dijo Rojo a los guardias. Ben se había quedado dentro, un gesto que requería cierto valor, dadas las circunstancias.

Estábamos solos. Yo me quedé donde estaba, junto a la puerta. Él estaba bastante cerca, apoyado contra la pared. Tuve que reunir toda mi fuerza de voluntad para mirarlo a los ojos. Fríos como el invierno, su rostro pálido como una hoja vacía de pergamino.

—Parece que he cumplido mi cometido —dijo—, es evidente que no necesitas ya mi protección.

—Es mejor así —me obligué a decir—. Mejor para ti y para tu casa. Mejor para todo el mundo. —Y pensé, si el hechizo de las hadas aún no ha desaparecido, espera a que abandone esta orilla. El barco me llevará más allá de la novena ola y empezarás a olvidar.

—Una vez te dije —prosiguió Rojo— que quería oír tu voz. No imaginé que las primeras palabras fueran éstas.

Es cierto, pensé. Nos hemos vuelto expertos en hacernos daño el uno al otro. Todo un año, después de todo lo que hemos pasado, ¿y es esto lo único que hemos aprendido?

—No han sido las primeras —susurré, tragándome las lágrimas. No iba a llorar.

—No —coincidió—. No lo son. Me has salvado, y yo a ti. A lo mejor ése era el motivo. A lo mejor era la razón. Y ahora que ha terminado, deseas volver a casa. —El tono de Rojo era cortés. Podría haber estado hablando con cualquier invitado que partiera—. Os acompañaré hasta la costa con escolta. No tengo ninguna duda de que tus hermanos te cuidarán bien durante el viaje a casa.

Tragué saliva. La luz era tenue, ardía una única lámpara en un nicho que proyectaba sombras intensas. Pero fuera, era casi el alba. Había tanto que decir, pero no podía decir nada.

—Te dije que te contaría lo de tu hermano —empecé a decir—. Lo de Simon.

—Ah, sí. Nuestro acuerdo. Salvoconducto a casa, a cambio de información. Casi me había olvidado. —Intentó fingir despreocupación, pero vi cómo le temblaba la mano mientras intentaba ajustarse el vendaje.

—Estás sangrando —dije—. Déjame.

—¡No! —Ahora era él el que no podía soportar que lo tocara—. Déjalo. No tiene importancia. Preguntas sobre mi hermano. La memoria es algo extraño. Simon recuerda muy poco de su tiempo perdido. De los acontecimientos recientes se acuerda mejor, fueron volviendo a él poco a poco en nuestro lento regreso a casa. Suficiente para incriminar a mi tío mil veces.

—Lo sé —repuse—. Cuando estaba… tu tío me habló largo y tendido y sin reservas. Me dijo muchas cosas de las que ahora debe de arrepentirse. Pensaba… pensaba que no te lo contaría, pensaba que nunca…

Podía oír la respiración controlada de Rojo, inspiraba, espiraba, inspiraba, espiraba, como si no confiara en su reacción si no se controlaba.

—Mi tío… ¿te puso una mano encima cuando… te ha tocado Jenny? Ben me impidió… me impidió… Ben me detuvo, pero si…

—No te preocupes —dije con dificultad—. No me ha hecho daño. Me dijo que no quería los despojos de su sobrino. No me hizo daño.

—Lo voy a matar —repuso Rojo en voz baja, mientras volvía su rostro para que no lo viera.

—Sólo eres un hombre, un hombre justo —contesté—. Esta gente depende de ti, eres el centro de su mundo. Olvida la ira y júzgalo después. Buscan en ti ejemplo. Será más fácil cuando me haya marchado.

Volvió a mirarme; me dejó ver, por un instante, la profunda soledad de sus ojos, las sombras y arrugas severas en la piel blanca. ¿Cómo podía un hombre que tenía tanto estar tan solo?

—Mi hermano —su tono era débil— tiene pocos recuerdos de esos años perdidos. Eso dice. Pero dondequiera que sea que tú encajas, no está dispuesto a escuchar una palabra en tu contra. Lo he escuchado hablar con mi madre esta noche, cuando hemos vuelto. Ha hablado de ti como si fueras… como si fueras un ángel. Ha dicho: Sus manos son las más dulces del mundo y cuenta unas historias, unos cuentos imposibles de creer, pero cuando ella los narra, sabes que todas las palabras son ciertas. Puede que haya olvidado el resto, pero a ti te recuerda.

—Yo…

—Chsss —dijo y me puso con mucho cuidado los dedos sobre los labios para silenciar mis palabras—. No me lo digas. —Sólo me tocó un momento y tuve que luchar para no coger su mano, para no besarle la palma. Me obligué a quedarme muy quieta. Entonces él apartó la mano y yo me aparté un paso. Entre nosotros pesaban las palabras no pronunciadas. Palabras no dichas y gestos no hechos. De cualquier otro me habría despedido con un abrazo, un beso, una caricia en la mejilla, un apretón de manos. Con Rojo, no podía hacer nada—. Dibujas un círculo muy cerrado a tu alrededor: John, Ben, estos fieros hermanos tuyos. Simon te protege con uñas y dientes como todos los demás, y mira que tiene pocos motivos para querer a los de tu raza. Pero en cuanto nos tocas, nuestros corazones dejan de pertenecernos.

Me tembló el labio y me clavé los dientes, me estremecí por el dolor. No voy a llorar. Ya he llorado lo suficiente. También yo puedo ser fuerte. Me quité el cordel del cuello.

—Querrás que te devuelva esto —dije parpadeando con fuerza. El anillo estaba sobre mi palma abierta, ligero y cálido. Hice acopio de toda mi fuerza de voluntad para no cerrar la mano. Vi que la de Rojo se cerraba en un puño, los nudillos se le pusieron blancos.

—Si tan poco significa para ti —dijo después de un momento—, quémalo o tíralo a la basura. Yo no lo quiero para nada. —Después se dio la vuelta y volvió al salón, y yo recordé la noche del derrumbamiento, cuando caminaba como si estuviera ciego, aunque tenía los ojos abiertos.

***

La pequeña yegua me llevó con tanta dulzura como el día que fuimos a la playa de las focas. Mis hermanos estaban callados, como si la maravilla de ver la luz del día con sus propios ojos, después de tanto tiempo, fuera más de lo que podían soportar. Rojo iba en cabeza, su pelo brillante como las hojas de los robles que volaban a nuestro alrededor reflejaba el sol de otoño. Ben iba en la retaguardia.

Era difícil controlar los recuerdos de la última vez que habíamos hecho aquel viaje, por la pista oculta, bajo los árboles, subiendo colinas y lejos del valle. No esperaba que Simon viniera con nosotros, pero se ve que había discutido la cuestión y convencido a su hermano. Cabalgaba junto a mí y yo le conté lo que Richard me había contado, sobre Eamonn de los Pantanos y sobre sus tratos y arreglos, y lo que había pasado aquella noche, cuando Simon desapareció del campamento. Escuchó, asintió y me dejó hablar. No se lo conté todo. Parte de ello estaba demasiado cerca de nuestra historia, demasiado cerca de aquello que Rojo había esperado tanto tiempo oír, y que al final no había querido ni oír.

—Mi tío se arriesgó al contártelo todo —dijo Simon pensativo—. Se arriesgó mucho. En cuanto eso se sepa, perderá la poca influencia que le quedaba y será apartado de su familia y sus aliados; no se me ocurre qué futuro puede tener. Me preocupa Elaine. La ha colocado en una situación muy vulnerable con sus acciones. No tiene hijos. Habrá hombres de la familia a montones, dándose de empujones para ocupar su lugar en Northwoods.

Elaine había sido una buena amiga de Rojo, pensé. A lo mejor ahora obtendría lo que merecía. A lo mejor podía elegir lo que le pedía su corazón y no lo que su padre ordenaba. Simon era un joven muy guapo y les deseé felicidad a ambos.

—Richard pensaba que iba a morir —dije—. Creía que no volvería a hablar. ¿Cómo iba a perder? A los hombres como él les encanta regodearse y no pueden resistirse a compartir su triunfo. Si Rojo… si tu hermano no hubiera regresado a tiempo, habría sido como él pensaba.

—Mi hermano se aseguró de llegar a tiempo —dijo lleno de amargura—. Jamás he visto a un hombre cabalgar así, como llevado por los demonios. El bueno de Hugh. Tan calmado, tan capaz. Tan absolutamente predecible, pero tú lo has cambiado.

Se sentía el olor de salitre en el aire y creí haber oído una gaviota. En el rostro de Padriac apareció el fantasma de una sonrisa, mientras nos encaminábamos con paso constante hacia el oeste. Con paso constante hacia casa. Era joven. De todos nosotros, parecía el menos herido. Pensé que sería capaz de rehacer su vida, y que sería una buena vida. Para el resto de nosotros, no estaba tan segura. Liam debía enfrentarse con lo que se encontrara en Sieteaguas: tenía que intentar lidiar con nuestro padre y la mujer de nuestro padre, y arreglar los pedazos rotos de lo que antaño había sido un señorío poderoso. Diarmid parecía carcomido por la amargura y Cormack era una explosión esperando tener lugar. En cuanto a Conor, el misterioso, profundo y sabio Conor, también me había demostrado aquel día que podían cegarlo sus propias convicciones. Pues no había visto a Rojo por lo que era. Y Finbar, que cabalgaba como alguien en sueños, apenas consciente de lo que tenía a su alrededor, Finbar viviría una vida muy diferente a la que podría haber tenido. Los había traído de vuelta, pero todos habían perdido una parte de sí mismos, tras tanto tiempo fuera.

Íbamos a buen paso, cabalgábamos bajo altos árboles, nuestros caballos separados por la dificultad del terreno. Simon y yo estábamos algo apartados de los demás.

—Vuelves a casa —comentó—, pero aún llevas el anillo de mi hermano.

Me cogió por sorpresa, no pude contestar.

Después dijo:

—¿Por qué no me esperaste, Sorcha?

Me quedé mirándolo. Después dije con cuidado:

—No podía quedarme. Ya te lo dije. No quería dejarte, pero mis hermanos me hicieron marcharme. Entonces sólo era una niña.

—Recuerdo un cuento que me contaste —prosiguió— sobre una copa mágica, de la que sólo podía beber un corazón puro. Había un hombre que esperó y esperó hasta que fue viejo, y su paciencia fue recompensada. Yo hubiera esperado mucho más. Estuve fuera mucho tiempo, Sorcha. Más que la vida de un hombre o una mujer mortal. Nueve veces nueve años, en aquel lugar del que hablabas en tus historias. Mucho más de lo que mi hermano creería.

Seguía mirándolo, mientras subimos por la colina y nuestros caballos pasaban juntos por un claro y se metían en el bosque. Sus patas pisaban con suavidad la alfombra de hojas caídas. No quería creer lo que me estaba contando, y aun así sabía, como una narradora de cuentos debe saber, que era la verdad.

—En el cuento, su amada lo esperaba —dijo Simon, y me miró con aquellos ojos azules brillantes con una intensidad que asustaba—. Esperó hasta que ambos fueron viejos. Años y años. Tú sólo tuviste que esperar tres. ¡¿Por qué te casaste con mi hermano?! ¡¿Por qué no me esperaste?!

—Yo… yo… ¿cómo iba a saberlo? —susurré, conmocionada—. No lo sabía. Ni siquiera pensaba que… —guardó silencio—. Estabas herido —dije—. Quemado. ¿Dónde están…?

—Los hay que pueden borrar dichas cicatrices, como si jamás hubieran estado. Los hay que pueden ofrecerte incentivos dulces para que un hombre olvide este mundo para siempre, y cuando regresa, cuando ya no lo necesitan, quedar destruido completamente por la añoranza que siente por lo que dejó en la tierra bajo las colinas. Me mantuvieron allí mucho tiempo. No me quedan cicatrices, no por fuera. Las heridas que me hicieron los tuyos pertenecen a otra vida. Hace mucho, mucho tiempo. No estoy loco, Sorcha. Mantuve la mente clara con un objetivo concreto, durante todos aquellos años. En todo aquel tiempo de espera, pensé en regresar sólo para volver a encontrarte. Sólo rezaba porque el tiempo fuera misericordioso y pasara en este mundo más lentamente. Cuando por fin me devolvieron, conservaba pocos recuerdos de la vieja vida, los que tenía eran como fantasmas, nebulosos y fugaces. Pero conservé uno brillante y verdadero. —Se quitó también él un cordel del cuello, me pasó una bolsita de cuero que colgaba de allí—. Ábrelo, mira.

Abrí el cierre y metí los dedos dentro. Era algo suave, como un mechón de seda. La pequeña yegua seguía con paso constante, no necesitaba guía. Enfrente, Conor y Cormack cabalgaban juntos; detrás, Padriac había iniciado un animado debate con Ben sobre los principios del vuelo y sobre si se podría construir una máquina que transportara al hombre por el aire. Finbar estaba allí en alguna parte, silencioso detrás de ellos. No veía a Rojo, ni a Liam o a Diarmid. Saqué aquello de la bolsita. En mi mano había un rizo de pelo oscuro. El rizo que me había cortado, aquel día de hacía tanto tiempo, con su afilado cuchillito. No me dejes. ¿Qué cruel juego habían estado jugando con todos nosotros? ¿Qué camino tortuoso nos habían hecho seguir, como marionetas ciegas en alocada danza? ¿Es que no teníamos voluntad? ¿Es que no teníamos elección?

—Así que se te llevaron las hadas. —Tomé aire—. Te sacaron del bosque…

—Ya sabes cómo funcionan —dijo—. Cómo te engatusan, te encantan y te deleitan. Cómo te intimidan, gastan bromas y te aterrorizan. De no ser por este talismán, me habría vuelto loco. Me habría perdido millones de veces. Lo habría olvidado todo. Pero no dejé que me lo quitaran, y al final desistieron y me devolvieron. Tendrías que haberme esperado, Sorcha. Tendrías que haberme esperado sólo un poquito más.

¿Qué podía decir? Me quitó el mechón de mis dedos temblorosos, volvió a meterlo en la bolsita y se la volvió a colgar al cuello, de manera que le quedó junto al corazón.

—Una vez te conté una historia —dijo—. ¿La recuerdas?

Asentí.

—La recuerdo. Una historia de dos hermanos.

—Dijiste que podría concluirla como yo quisiera. De este modo o aquél. Acabé creyéndote, pero no tenías razón. Esperé y esperé para volver a encontrarte. Pero te casaste con mi hermano. También esto me ha arrebatado.

No podía decir nada. Aun así trastabillé con las palabras.

—No lo sabía… ¿cómo iba a saberlo?… ¿Lo recuerdas todo? Entonces, ¿por qué…?

—¿Quién me iba a creer? —preguntó, y los ojos azules se volvieron por un momento tan profundos, descarnados y solitarios como los de su hermano—. De este modo es más sencillo. ¿Quién me iba a creer salvo tú?

Cabalgamos en silencio. Delante de nosotros vi a Rojo a solas, guiando la comitiva, y, detrás, cuatro de mis hermanos, Liam y Diarmid, Cormack y Conor, sus caballos lo seguían por la pista, que se había estrechado al empinarse el terreno. Cabalgamos a través del bosque, hasta que llegamos al lugar en que los árboles se abrían ante la gran extensión de mar. Al otro lado del agua brillante, al oeste, estaba mi hogar. Y el bosque. Mi bosque.

—Veníamos aquí hace mucho tiempo —dijo Simon—. A veces hay focas.

—Lo sé —repuse.

Su mirada se endureció.

—¿Te ha traído aquí?

—He visto la playa —dije mientras pensaba no puedo volver. No me hagas despedirme aquí. Soy fuerte, pero esto no voy a poder resistirlo.

—Nadie más lo sabía —dijo Simon en voz muy baja—. No se lo contamos a nadie. Ni siquiera a Elaine.

No dije nada. Un poco más arriba, los demás nos esperaban. Detrás, Ben y Padriac aparecieron bajo los árboles y subieron con paso ligero. Vi una enorme sonrisa de alegría aparecer en el rostro de Padriac cuando tuvo delante la gran extensión de agua reluciente que tanto me había sorprendido la primera vez que la vi. Mientras estábamos allí, mirando hacia el oeste, Finbar llegó lentamente. Sus ojos no mostraban nada, su rostro carecía de expresión.

—Está justo al norte —dijo Rojo—. Tenemos un barco esperando en la siguiente cala, no lejos de aquí. Nuestro hombre debería estar preparado. Hace buen día, tenéis buen viento.

—Ojo con el estómago de tu hermana —intervino Ben—. No le entusiasma navegar.

Demasiado pronto, me pareció, llegamos a la orilla, y junto al mar había un marinero adusto, que ya conocía de otra vez, que ponía a punto su pequeña embarcación. Padriac, cuyas aventuras hasta entonces habían estado confinadas a las más calmadas aguas del lago, salió disparado a ayudarle, al instante estaba ocupadísimo con cabos y remos. Los caballos pastaban algo más arriba en las colinas, muy bien enseñados o demasiado cansados para irse lejos. Rojo se había apartado de nosotros, estaba en pie, sobre las rocas, mirando el mar.

Le dije adiós a Ben, mientras Liam subía el lastimoso hatillo con mis pertenencias al barco, y los otros se estiraban y miraban hacia el oeste, más allá de las olas, al otro lado del ancho mar, intentando ver la tierra que sabían que estaba allí. Ben me abrazó y me dijo: No nos olvides, y yo le respondí que cómo iba a olvidar una cabeza de pelo tan estupendo y que le contaría a mis hermanos todos sus chistes. Se dio la vuelta y de repente pareció ocupadísimo con unos arreos.

—Adiós, Simon —dije. Se había vuelto a meter la bolsita en la camisa, oculta. Los dos teníamos recuerdos de lo que podría haber sido.

Mientras me daba la vuelta, me dijo:

—¿Cómo puede hacerlo? Si fueras mía, lucharía para conservarte. Antes moriría que dejarte marchar. —Entonces Liam me llamó desde el agua.

—¡Date prisa, Sorcha! Ya casi estamos listos.

El momento había llegado, finalmente. Rojo esperaba, una figura quieta sobre las rocas, con la mirada hacia el lejano horizonte. Las gaviotas gritaban encima de nuestras cabezas. Era una cala distinta, pero los recuerdos flotaban en el aire, los recuerdos de aquel otro día. No sé cómo, de repente estaba de pie frente a él, y nos miramos. Nos miramos y fue como si desapareciera el mundo y sólo quedáramos nosotros dos. No encontraba palabras. Ni siquiera una. Las hadas me habían avisado de que mi camino sería duro, pero nada habría podido prepararme para algo tan duro como aquello. También Rojo estaba en silencio. Nos resultaba más fácil entendernos cuando no tenía voz. Al mirarlo, vi cómo sería su rostro cuando envejeciera. Un rostro marcado por surcos y arrugas, por donde fluirían sus lágrimas si se permitiera llorar. Sus ojos estaban vacíos.

—¡Venga, Sorcha! —gritó Diarmid.

No puedo irme. Debo irme. Me tragué las lágrimas, incapaz de moverme de donde estaba.

—Casi se me olvida —dijo Rojo. Su voz sonó muy extraña, como si llegara de lejos, muy lejos. Se metió la mano en el bolsillo—. Tengo algo para ti.

Me la puso en la mano. Una manzana redonda, brillante, perfecta, verde como la hierba joven con un rubor rosado. Y sus ojos habían cambiado de modo que vi lo que albergaban, tan profundamente oculto, tanto, que sólo los más valientes o los más temerarios se atreverían a buscarlo.

Siempre me había entendido mejor sin palabras. Así que me puse la mano en el corazón y la dejé allí un momento, después toqué su pecho con la palma. Mi corazón. Tu corazón.

—¡Venga, Sorcha, que no tenemos todo el día! —gritó Padriac.

Me di la vuelta, justo antes de que se me llenaran los ojos de lágrimas y empezaran a correr por mis mejillas, y corrí hacia el barco y me subieron de un tirón. Lo empujaron hacia delante, y el viento y las olas nos recogieron y empezaron a llevarnos hacia el oeste, hacia el oeste por el mar, hacia nuestro hogar, Sieteaguas. Y yo me senté con la manzana entre las manos y los ojos fijos en la orilla, donde se erguía como un hombre labrado en piedra. Las lágrimas me empañaron la vista, pero seguí mirando, hasta que sólo vi de él la pequeña llama de su pelo contra el gris, el verde y el blanco de la orilla. Pues todo lo que le quedaba de ella era su recuerdo, donde siempre conservó cada momento, todos y cada uno de los momentos que había sido suya. Era todo lo que tenía para luchar contra la soledad. Pero Rojo olvidaría. Ahora que me había marchado, empezaría a olvidar. Y en cuanto a mi propio corazón, estaba partido en dos, y no creía que pudiera repararlo ni el mejor curandero del mundo.