Capítulo XIII

Llegó la mañana, y vinieron a por mí. Era la primera vez que salía de mi minúscula prisión desde el solsticio de verano, el día que había abrazado a Conor y le había escuchado prometer que traería a mis hermanos cuando estuviera lista. Entonces me pareció que nunca iba a estar lista. Deslumbrada por la claridad que tanto tiempo me había sido negada, tambaleándome sobre unas piernas aún reacias a obedecerme, me condujeron sin demasiados miramientos hacia el salón, que había sido dispuesto para una vista oral de la asamblea del pueblo. Había una larga mesa en un extremo de la sala, con cuatro sillas de roble, donde se sentaban Richard de Northwoods, todo vestido de negro, y a su lado un hombre rechoncho con el hábito sencillo de los clérigos. Aquél, supuse, era el representante del obispo. Había también dos escribanos sentados: uno, un joven tonsurado con un rostro serio y pálido; el otro, el de la casa de Harrowfield. Colocaron en el tablero frente a ellos tinteros, plumas y ordenadas pilas de pergamino, con pequeñas bandejas de arena para actuar de secante. Se encendieron antorchas junto a las puertas, pues el sol aún no había hecho su aparición entre las nubes de lluvia y la sala estaba bastante oscura. En el hogar ardía un cálido fuego. Alrededor de los otros tres lados del salón habían colocado bancos, donde se sentaban los vasallos de Harrowfield, como requería la ley. Había muchos que había visto antes y algunos extraños. Había un buen alboroto, los amigos se ponían al día y mercadeaban con cerdos y ovejas aprovechando la oportunidad. Cuando me observaron caminar hasta el taburete alto en el mismo centro del salón, todos se callaron.

Richard se puso lentamente en pie.

—Comienza esta asamblea —pronunció—. En ausencia de mi sobrino, lord Hugh de Harrowfield, señor de estas tierras, yo presidiré las audiencias. Hay varios asuntos que atender, y de éstos, todos salvo uno pasarán a mañana, o pasado mañana. Todo el mundo recibirá comida y bebida mientras dure la asamblea. —Un murmullo de aprobación—. Hoy hay un único, grave y pesado asunto que decidir. Concierne a la joven conocida como Jenny, que se presenta ante vosotros acusada de varios delitos, todos son punibles con la muerte, si se demuestra su culpabilidad.

Todos los ojos se volvieron hacia mí, sobre el taburete, tambaleándome ligeramente. Sí, me sentía algo rara. No sé si era por la falta de sueño y comida o por la presencia de tanta gente, a la que no estaba acostumbrada; con tanta luz y ruido, se me nubló la vista y se me turbó la cabeza. Tenía que intentar concentrarme.

—Como sabéis, estos procesos han tenido lugar con anterioridad —prosiguió Richard—, dado que la cuestión es tan grave. Se esperaba que el padre Stephen de Ravenglass nos agraciara con su presencia y obtener así la opinión de la Iglesia, especialmente en la acusación de hechicería. —Entre la concurrencia cundió un grito ahogado—. Me informan de que esto no será posible, pero la cuestión no puede demorarse más. Doy la bienvenida al padre Dominic de Whitehaven, que ha viajado hasta aquí como representante del obispo en lugar del padre Stephen. —¿Era mi imaginación o estaba Richard molesto con el cambio?—. El proceso tendrá lugar como sigue —continuó seguro: hablaba con el mismo tono que se le ponía cuando discutía algo con Rojo y no se salía con la suya. Esta mañana se escucharán y verificarán las pruebas contra la chica. Más tarde, se le dará la oportunidad de defenderse. Yo la interrogaré y el padre Dominic podrá hacer lo propio. Si algún miembro de esta asamblea tiene algo que decir al respecto, también dispondrá de su turno. Emitiré un juicio y pronunciaré la pena este mismo día, así este problemático caso quedará resuelto de una vez por todas.

Muy bien, muy bien. —El padre Dominic alcanzó unos pergaminos que tenía delante y cogió una pluma. Al parecer acostumbrado a este comportamiento, su escribano le acercó el tintero—. ¿Cuáles son exactamente los cargos contra la joven?

—En primer lugar, espionaje, para transmitir información a los enemigos de su marido. La chica no ha negado su parentesco entre esos jefes irlandeses que luchan contra nosotros por el control de las islas. En segundo, recibir a un forajido, uno de su raza que nada tenía que hacer por estos lares. En tercero, el empleo de las artes de la hechicería con intención de causar daños y perturbar esta casa. Los tres delitos son parte del mismo plan. La pena por cada uno de ellos, la muerte.

Me consta. ¿Y qué testigos se van a llamar?

—Varios, padre. Yo mismo soy testigo principal en la causa contra ella.

Vi asentir al padre Dominic, con el rostro impasible. Por encima del cuello de su hábito negro le sobresalía la papada. Tenía unos ojillos muy sagaces.

—Muy bien. Mejor proceded. —Se volvió hacia mí—. Escucha bien, mujer, pues cuando llegue su momento, serás llamada para defenderte.

Le devolví la mirada, y arrugó los ojos.

—¿Entiende esta chica nuestra lengua? —Se volvió hacia Richard con gesto preocupado—. Apenas parece consciente de lo que se dice a su alrededor. Y tampoco parece encontrarse bien. Me atrevería a aventurar que no está del todo entera. Difícilmente se puede esperar que se defienda si no entiende las pruebas contra ella.

—Entiende lo suficiente —replicó Richard sin más y esta vez era evidente que estaba molesto, pero no tiene la facultad del habla. Dicen que tiene alguna enfermedad en la lengua.

—Si es así, ¿cómo va a defenderse? ¿Cómo va a tener lugar una audiencia justa si la acusada no puede exponer su caso? ¿Tiene a alguien que la ayude?

—Se las apañará. —El tono de Richard era desdeñoso—. ¿Puedo seguir con mi declaración?

—Ni mucho menos me satisface la situación, pero proseguid de todos modos. No perdamos más tiempo.

Sonó condenatoria la manera en que lo expuso. Incluso a mí me sonó convincente. Pensé que era una sentencia de muerte. Richard dio un buen espectáculo, paseaba hasta el centro del salón entre los bancos abarrotados, utilizaba todo el espectro de su meliflua voz, desde el susurro hasta el grito airado, contó la historia de cómo su sobrino había traído a una chica de Erin a su casa con las mejores intenciones; cómo desde el momento en que la vieron, todos supieron que no pretendía nada bueno; cómo se había abierto camino en la casa con artimañas, y como después se había vuelto contra su marido como todo el mundo esperaría de una salvaje de las ciénagas de Erin. Habló de la manera en que escuchaba las conversaciones después de la cena, de las nuevas posesiones, el comercio y las campañas, y de cómo memorizaba todo para usarlo en el futuro. Describió cómo me había sorprendido una vez sola por el monte sin ninguna excusa. ¿Por qué otro motivo huiría yo de la casa en secreto si no era para verme con los de mi raza y pasarles información?

—Eso son conjeturas —intervino el padre Dominic con calma, mientras apuntaba algo en su pergamino. ¿Dónde están las pruebas de los hechos?

—Ahora llego a esa parte. —La voz de Richard era cortante.

Pensé que suprimía su irritación con esfuerzo, pues tenía que convencer a la gente de la asamblea tanto como al santo padre, si quería que aceptaran su veredicto. Después se explayó en la historia del picnic del solsticio de verano y cómo yo me había entregado. Alcanzó el clímax del relato.

—Vi a la chica, Jenny, bajar por el camino hasta el río. Algo más tarde, convencido de que podía correr peligro yendo sola, la seguí. Había un hombre delante de mí, el joven compañero de mi sobrino, Benedict, hijo de William de Greystones. El joven fue adoptado en esta casa. Ambos la vimos y ambos vimos al tipo que abrazaba con fuerza. No había duda de qué habían estado haciendo. ¡Ejem! —Se aclaró la garganta mientras miraba a su hermana en un despliegue de reticencia.

—¿Qué queréis decir? —preguntó el padre Dominic—. Sed más claro, pues es un cargo de suma gravedad.

—Bueno, ellos, esto… hablando con claridad, el tipo llevaba poca ropa encima, y la chica le… abrazaba de una manera muy… íntima.

—¿Deseáis añadir adulterio a los cargos? —El padre Dominic mojó su pluma y escribió—. ¿Y después? —preguntó.

—Desafiamos al irlandés y salió corriendo entre los árboles. Prendimos a la chica. Uno de los hombres que estaban conmigo me dijo que los había oído hablar, antes, pero que no sabían quiénes eran. Hablaban de hombres, armas y fortificaciones. De las defensas de Harrowfield.

Escucharemos a ese hombre a su debido tiempo. ¿Qué hay de ese tal Benedict del que habláis? ¿Está aquí para dar su versión?

—No tiene nada más que añadir —repuso Richard con rapidez—. Su relato coincide con el mío. Mis hombres peinaron el bosque y no encontraron al irlandés. Escapó con información valiosa. Información que le transmitió la chica.

—Escuchemos a Benedict de Greystones —dijo el padre Dominic sin hacerle caso.

Oí a los hombres que guardaban la puerta llamar a Ben por aquel nombre más bien pomposo. El escribano del padre Dominic se levantó y fue a consultar con los guardias. Pasó un rato, y se oyó un murmullo de charla, conjeturas, en el salón. Me froté los ojos. Me sentía muy extraña, como si la sala oscilara a mi alrededor. Las antorchas se movían como polillas y Richard de Northwoods tenía cuatro ojos. Recordaba haberme sentido así antes, el día que me arrastró el río corriente abajo y casi me ahogué. El día que conocí a Rojo.

—No está aquí, padre —dijo el joven clérigo—. Lo están buscando.

—No lo encuentran, eso es lo que dicen —comentó Richard de manera audible. El padre Dominic frunció los labios.

—Bueno. Escucharé a los demás que estuvieron presentes aquella noche. ¿Corroboran esa historia?

Fue riguroso. Sorprendentemente riguroso, teniendo en cuenta que sólo lo habían invitado para dotar de respetabilidad a una audiencia cuya conclusión Richard mismo había decidido antes de que empezara. Escuchamos a los tres hombres de Richard contar cómo me habían encontrado en una posición comprometedora y cómo buscaron a mi compañero toda la noche sin éxito. Seguía sin haber señales de Ben. Pensé que quizá, por fidelidad a Rojo, no quería hablar en mi contra, no intentaría acelerar mi muerte, pero tampoco me iba a defender. No tardó nada en considerarme culpable, como también hizo el resto.

Escuchamos a otro hombre contar cómo me había oído transmitir secretos al espía extranjero, información que yo sólo podía saber por mi marido. Era referente a armas, puestos de avanzadilla y movimientos de tropas. No tenía sentido sacudir la cabeza o intentar refutar lo que era una invención total. No me comprenderían, pocos podían. Además, presentía que aquel proceso sólo podía tener una conclusión.

Uno por uno, fueron entrando testigos, declaraban y salían otra vez. El padre Dominic apuntó notas en tinta negra, mojaba y escribía, mojaba y escribía. Tenía unos ojos pequeños y profundos bajo cejas oscuras y poderosas. Alguien dijo que me habían visto por la noche, bailando desnuda alrededor de una pequeña hoguera. Alguien dijo que había plantas prohibidas en mi jardín, hierbas que ninguna persona respetable tendría cerca de una cocina, que había intentado envenenar a la señora Margery y que era un milagro que su hijo hubiera sobrevivido. ¿Quién sabía cómo crecería el chiquillo, si lo habían traído al mundo las manos de una hechicera? Alguien dijo que cuando le cosí la pierna a lord Hugh, le puse dentro un pequeño hechizo que se abrió camino lento pero seguro hasta su corazón. Un hechizo que lo ligaba a mi voluntad tanto tiempo como viviera. Me dolió oír aquello. Hubo más acusaciones. Me dejaron levantarme una vez y me dieron una taza de agua. Vi a la dama Anne al final de la sala, con el rostro pálido y en silencio. Un guardia escoltaba a mis acusadores dentro y fuera. Prosiguió durante un buen rato. Empecé a sentirme más y más extraña, como si mi cabeza no perteneciera a mi cuerpo. Después, durante un tiempo, todo se volvió negro.

Cuando recobré el sentido, estaba tumbada en el suelo y el salón estaba casi vacío. La dama Anne estaba cerca y Megan me limpiaba la frente con un trapo húmedo. Intenté incorporarme.

—Con cuidado —me avisó la dama Anne. Agarré a Megan por el brazo y conseguí sentarme.

—¡Uf! —dijo Megan—. Mi señora, ¿no pensaréis que…?

—Queda algo de tiempo —pareció que la dama Anne entendía la pregunta a medio articular—. Tienen que beber y comer, y querrán consultar. Hay que dar de comer a la gente. Molly les ha preparado un buen almuerzo en las cocinas. Creo que al menos podremos conseguir agua caliente, un peine y un vestido limpio. —Megan salió disparada y los dos hombres de la puerta no hicieron ademán de detenerla—. Mejor bebe esto. El tono de la dama Anne era severo, me colocó la taza en las manos, pero temblaba tanto que no podía sostenerla y me la tuvo que acercar a los labios. —Esta tarde te darán una oportunidad para defenderte —dijo con brusquedad. No todas las acusaciones son ciertas. Muchas están basadas sólo en el miedo y la superstición. Ya sabes lo que va a pasar si permaneces en silencio.

Asentí. ¿Qué importaba? Ya me habían declarado culpable y me habían elegido una pena, antes incluso de que pisara la sala. No me importaba nada. Lo único que importaba era seguir viva el suficiente tiempo para terminar la última camisa. La dama Anne frunció el ceño.

—No puedo perdonarte lo que has hecho —dijo. Si te consideran culpable, no hay duda de que te condenarán a muerte. Debo aceptar su decisión y respetar su sabiduría. Al mismo tiempo, no puedo consentir una prisionera tan mal alimentada, tan sucia y en tan lamentable estado en mi casa. Tenemos que mantener unos mínimos o no seríamos mejores que tu gente. Me habían informado de que estabas bien atendida. Evidentemente, mi fuente entiende esos mínimos de manera distinta a como yo los entiendo.

En ese momento se oyó un revuelo junto a la puerta y una figura familiar entró de sopetón, haciendo caso omiso de los guardias, sus dulces rasgos la imagen de la aflicción y la rabia.

—¡Jenny! ¡Madre mía, mírate! Oh, mi señora, ¿cómo…?

—Calla, mujer. —La dama Anne agarró a Margery por el brazo con firmeza y la detuvo en mitad de la sala—. Mira, aquí está Megan con algunas cosas que nos ha traído. Llévate a Jenny a esa antesala de ahí y ayúdala a cambiarse ese vestido. Sólo sirve para tirarlo. No intentes hablar con ella. Ni siquiera tendrías que estar aquí. Es un proceso formal. Tienes que haberte ido antes de que regrese el padre Dominic.

Entre las dos, Megan y Margery, me cambiaron el vestido, me lavaron la cara y me retiraron con una esponja la suciedad más visible. Tenía bichitos en el pelo.

—Oh, Jenny —me susurró Margery, mientras la dama Anne fingía no escucharla. Me quitó por encima de la cabeza la ropa sucia, sin ni siquiera arrugar la nariz un instante—. Madre mía, mírate. Estás tan delgada como un fantasma. Lo siento, lo siento mucho.

—Vergonzoso —murmuró Megan, mientras mojaba la esponja en el cubo y me la pasaba por las manos y los brazos. El agua se volvió marrón por la sangre y la mugre—. Qué infamia.

No hablaba de mis crímenes.

—Yo tendría que haber… tendría que haber… —susurró Margery mientras intentaba pasarme el peine por el pelo, mientras Megan me lavaba las piernas y los pies—, pero echo tanto de menos a John… Sólo pensaba en mí misma, y en Johnny. Si no hubiera sido tan egoísta, a lo mejor habría podido… —Se detuvo en seco, y su mano acarició con suavidad el anillo que colgaba de mi cuello con una cuerda. Se dibujó una sonrisa en su rostro al ver el aro de hojas de roble y bellotas, con la lechucita. La dama Anne estaba observando—. Vendrá a por ti —susurró Margery—. ¿Cómo no va a venir?

Megan me pasó la túnica limpia por la cabeza. Me habría echado a llorar, pues era la azul, la que me había hecho mi amiga con tanto amor. Alguien la había limpiado pasablemente, pero aún tenía la marca de la marea, donde el mar había escrito su nombre. No quería arder con aquel vestido.

—Rápido —dijo la dama Anne—. Recoge esas cosas, y ojo no le vayas con el cuento a nadie. —Entonces reparé en que bien podía ser la última vez que viera a mi amiga. En los ojos de Margery se reflejaba el mismo pensamiento y alargó los brazos para abrazarme, pero la dama Anne se metió entre nosotras—. No lo hagas más difícil —dijo y su propia voz estaba temblando—. La chica es una prisionera, su destino pende de un hilo. Ya no es de esta casa. Has hecho lo que tenías que hacer. Ahora vete.

Y se marcharon, pero Margery me volvió a mirar y se tocó los labios con la punta de los dedos y me tendió la palma hacia mí, a Megan le corrían lágrimas por las mejillas.

Se reanudó la audiencia. Ninguno de mis interrogadores comentó mi cambio de aspecto, aunque lord Richard arqueó las cejas y el padre Dominic emitió una especie de gruñido, un carraspeo. Fuera, el día se iba oscureciendo.

—Bien —dijo el clérigo, inclinándose hacia delante y observándome atentamente con aquellos ojos menudos—, hemos escuchado todas las pruebas contra ti y te señalan como culpable, aunque no son en exceso concluyentes. El objetivo de esta audiencia es determinar si tu culpabilidad queda probada y establecer una pena adecuada. Todos tus delitos están bajo jurisdicción seglar y, dado que lord Richard posee autoridad en esos asuntos, la decisión final le corresponde a él. Con todo, he sido invitado a ayudarle a tomar la decisión, en vista de la grave naturaleza de los cargos y los lazos directos de familia entre acusador y acusada. No debes temer la justicia, muchacha. Ahora tienes oportunidad de defenderte a ti misma. Tómate tu tiempo. Entiendo que no puedes usar la voz. Pero tiene que haber algún modo de que nos hagas saber lo que quieres decir y decirnos si hay algo que no entiendes.

Le devolví la mirada. Sus cejas se unían por el medio y los ojos estaban muy hundidos. Aun así, poseían una inteligencia viva. Mis manos se quedaron quietas en mi regazo. La sala estaba en silencio.

—¿Estáis seguro de que tenéis razón cuando me decís que esta chica tiene un buen conocimiento de nuestra lengua? —Miró a Richard, y después a la dama Anne, aún sentada al final de la sala.

—Sí, padre. —La dama Anne ocultaba su expresión de un modo que me resultaba dolorosamente familiar—. No sólo entiende, sino que, si lo desea, es capaz de comunicarse con gestos rudimentarios.

—Me cuesta creerlo —repuso el padre Dominic sacudiendo la cabeza—. ¿Por qué entonces decide no comunicarse, precisamente ahora? ¿Desea morir la muchacha?

Richard lanzó una carcajada de desprecio.

—Puede que no hayáis conocido a muchos como ella, padre. Yo conozco bien a la gente de Erin. Maman el desafío y lo alimentan con tesón desde que nacen. Entrenan a sus espías para mantener el silencio hasta la muerte y más allá. La negativa de la chica a hablar es sólo otra prueba de su culpabilidad.

El padre Dominic lo miró con el desagrado escrito claramente en sus pálidos rasgos. A pesar del cansancio y el miedo, me sorprendió. Aquel hombre veía claramente cómo era Richard de Northwoods. Lo último que había esperado era la apariencia de un juicio justo.

—Hay muchos hombres sabios en la otra orilla —repuso el padre Dominic—, algunos, de hecho, entre mis propios hermanos, hábiles en el debate y buenos conocedores de leyendas y costumbres. Yo no juzgaría tan precipitadamente. Además, es sólo una chica. Es joven y maleable. Si estuviera preparada para hablar en su defensa, podría retractarse y abjurar de sus antiguos modos y la sentencia podría conmutarse.

Richard no dijo nada.

Era consciente de que iban entrando en la sala cada vez más personas por la puerta. No miré atrás. Fuera, empezó a llover, las gotas caían constantes al otro lado de las ventanas. El día se volvía cada vez más negro.

—Muchacha —dijo el padre Dominic—, nos encontramos en un apuro. Me dicen que entiendes nuestra lengua. Mírame, niña. Asiente si me entiendes.

Conseguí algo que podía pasar por asentimiento. No debían atraparme con preguntas equivocadas. No podía contarles mi historia, pero estaba muy cansada, demasiado cansada para pensar con claridad. La lluvia se intensificó, repiqueteaba en los tejados. Me pregunté si Rojo estaría a la intemperie en algún sitio y si tendría un lugar seco donde dormir. Me pregunté si había alguna posibilidad, alguna, de tejer una manga entera en una noche y coserla a la camisa a la mañana siguiente.

—Eso está bien. Ahora respóndeme. ¿Eres culpable de esos cargos?

Descubrí que no podía responder. ¿Para qué? ¿Para qué contestar que sí o que no, si Richard iba a declararme culpable igualmente?

—¿No contestas? ¿Ni siquiera con un gesto de la cabeza? Tienes que saber que eso se considerará admisión de culpabilidad.

—¿Qué podría decir preguntó Richard contra tales cargos? Está claro que la chica es tanto adúltera como espía. Se ha alimentado de esta casa como una criatura maligna que chupa la sangre de sus víctimas. Ha abusado de la confianza de mi hermana y mi sobrino de la peor manera. Ha…

—¿Aún no se ha encontrado al último testigo? —preguntó el padre Dominic con bastante firmeza—. Ese Benedict, el hombre del que hablasteis. Me gustaría escuchar su testimonio antes de que se emita el veredicto final.

—Se ha marchado, señor. —Los hombres en la puerta arrastraban los pies incómodos—. Lo hemos ido a buscar, pero los mozos de los establos nos informan de que se ha marchado. Lleva fuera unos cuantos días, dicen. Se marchó a su casa a visitar a su familia, eso creen.

Vi que Richard entornaba los ojos al oír la noticia y que llamaba a uno de sus hombres. Después de un intercambio a toda prisa, el hombre abandonó la sala, bastante rápido.

—Bueno. —El padre Dominic trazó una raya en la página de sus notas. Se volvió hacia Richard, su tono era muy frío—. Éste era un testigo importante. Tendríamos que haberlo escuchado. ¿No habéis hecho nada por retenerlo aquí? ¿Son los mozos del establo quienes os proporcionan información fiable?

—No sabía que se había marchado, padre. —Y era cierto, eso se le notaba en la cara, que ocultaba mal la ira.

—Bueno, está claro que no vamos a escuchar a ese testigo concreto. ¿No hay más declaraciones que hacer? —preguntó el padre Dominic, mientras observaba a la gente allí reunida.

—Yo quisiera… quisiera hacer una pregunta, con vuestro permiso. —La dama Anne parecía inusualmente vacilante. Las cabezas se volvieron hacia donde ella estaba, en la parte de atrás del salón.

—Bien, formulad la pregunta. —El sacerdote sonaba cansado. Había sido un día largo. Muy largo.

—Si Jen… si la chica es culpable, sé que la pena es la muerte. Pero… ¿y si estuviera embarazada? Es posible, e incluso probable. El niño sería el heredero de Harrowfield, el hijo de mi hijo. No quisiera…

Me sentí enrojecer de vergüenza y humillación, pero al mismo tiempo, en algún lugar de mi interior, sabía cómo se sentía. Dicho niño sería mío, mitad hijo de Erin; según su parecer, eso lo convertiría en un salvaje, en un enemigo fanático y declarado de todo lo que ella amaba. Pero el niño también sería de Rojo, un hijo cuyo padre y cuyos padres de sus padres habían alimentado la misma vida de aquel valle. Yo le habría podido decir que no había ningún niño. Pero me senté allí como una piedra y me concentré en calmar mi rostro. No olvidaba que era la hija del bosque, ni por un instante. Y algo que había oído una vez, hacía mucho, me pasó por la mente como un suspiro y volvió a escaparse. Algo que me habían recordado recientemente… alguien que no era ni de Britania ni de Erin, pero al mismo tiempo de los dos lugares… ¿de qué cuento venía aquello? Tenía la mente turbada, no lo recordaba.

—Mírame, muchacha. —El padre Dominic se había puesto de pie, me taladraba con la mirada—. ¿Estás encinta? ¿Del hijo de tu marido?

Richard estalló en risotadas.

—¡Pero bueno! ¿Esperáis una respuesta sincera a eso? El niño podría ser de cualquiera. Esta chica no es mejor que una puta barata de mercado. Vamos, hasta lo intentó conmigo, hace un día o dos. Pensaba que podía comprar su libertad abriéndose de piernas. La muy zorra no tiene vergüenza.

—Basta. —El tono del padre Dominic hizo callar a Richard como se cierra una trampa—. Buena gente de la asamblea, esta fase de la audiencia ha concluido. Lord Richard y yo vamos a tomarnos tiempo para reconsiderar nuestro juicio. Volveremos a llamaros después de la cena, entonces os transmitiremos nuestro veredicto. Si hay castigo, su naturaleza se conocerá por la mañana. —La gente empezó a salir, doloridos de tanto tiempo sentados. El padre Dominic se volvió a Richard—. Mejor volved a encerrar a la chica. Aseguraos de que le dan algo de comer: os arriesgáis a perderla antes de poder castigarla. Nosotros quizá deberíamos retirarnos a una estancia privada para discutir mejor estos asuntos.

—Para mí está claro como el día. —Richard sonaba casi irascible.

No oí más, pues mis guardias me agarraron por los brazos y me devolvieron a la pequeña celda. Alguien me trajo pan y agua, comí y bebí, poco después mi estómago rechazó incluso tan frugal alimento, casi como si estuviera realmente encinta. En la fría y húmeda celda, en la oscuridad, palpé a mi alrededor en busca de mi trabajo y lo encontré. Sabía que era la última noche. Mis manos cogieron el pequeño telar, tantearon la lanzadera y el ovillo de fibra y empezaron a trabajar.

Por supuesto, era imposible. No había manera de que pudiera terminar una manga, hacer otra entera y coserlo todo en una sola noche, sin siquiera una vela para guiarme, pero seguí trabajando. Eres decidida, ¿eh? A lo mejor tenía algo más de tiempo. Richard había descrito la mezcla especial que le había dado Eamonn de los Pantanos, que ardía con tanta fuerza que lo destruía todo salvo los huesos. A lo mejor esperaría al atardecer, para que fuera una visión más espectacular. Fuera la lluvia seguía cayendo. Le sentaría bien a los pequeños robles. Richard habría querido un tiempo más seco. No prendían bien las hogueras con lluvia.

Hacia la mañana, como si se preparara para la quema, la lluvia cesó y se levantó una fría brisa. Oí el ululato de una lechuza, que gritaba en el último silencio antes del alba. Después desapareció, voló al profundo refugio de los árboles. El sol se levantó y los pájaros diurnos empezaron su dulce cháchara. Intenté, sin demasiado éxito, apartar los pensamientos que amenazaban con aplastarme. La última lluvia. La última lechuza. El último amanecer.

***

Vinieron temprano a por mí, dos hombres con los colores de Northwoods. Nadie me dijo cuál había sido el veredicto y yo no podía preguntarlo. La primera manga estaba más o menos terminada y estaba unida a las otras piezas por dos o tres puntadas. La segunda no estaba ni empezada. Que no sea hora, directamente —supliqué en silencio—. Aún no, aún no. Por favor.

No me llevaron al salón a escuchar cómo leían mi castigo frente a la asamblea reunida, sino que me condujeron a una cámara privada, en el piso de arriba, donde la única persona que había era lord Richard de Northwoods. Estaba entumecida de terror, era casi incapaz de ningún otro sentimiento, pero mi rostro debió de reflejar la sorpresa.

—Cambio de planes, me temo —dijo con suavidad. Estaba de pie junto a la ventana, una figura inmaculada desde los rizos rubios hasta las botas pulidas. Ese día llevaba una túnica verde pálido, de tejido blanco por debajo. Me quedé en medio de la sala, con las manos a los costados. Los guardias se retiraron obedeciendo a alguna orden sin palabras—. Nuestro sabio amigo ha tenido que marcharse inesperadamente. Se fue justo después de la cena anoche, de hecho. Parece que alguien se la tenía jurada al cura de la parroquia de Elvington, al otro lado de la colina. Así que el padre Dominic se ha ido. Ni siquiera tuvo tiempo para ayudarme a anunciar el veredicto. No hemos perdido gran cosa, debo admitir. Muy cabezón. Era un hombre difícil de convencer. Tampoco es que se marchara sin darme su opinión. —Se detuvo unos instantes. Una pausa exquisitamente medida—. Evidentemente jamás hubo dudas de tu culpabilidad —dijo Richard, como si ya no estuviera jugando sino que hablara totalmente en serio—. Culpable de transmitir secretos al enemigo. Culpable de engañar a tu marido y romper los votos de tu matrimonio. Y culpable de hechicería. El peso de las pruebas sobre ti era abrumador. Acércate, Jenny. —Me hizo estremecer al oírlo pronunciar mi nombre—. ¿No vienes? Pues me acercaré yo. —Caminó a grandes zancadas hasta que estuvo delante de mí, con los ojos encendidos ante las expectativas—. Conoces la pena por estos crímenes. No es sólo el destierro, ni recluirte en un convento donde podrás vivir cómodamente. Oh, no. Aquí has hecho mucho daño. Daño muy grave. —Bajó la voz—. Te me has clavado como una espina y voy a obtener enorme placer en arrancarla de una vez por todas. Tu pena es la muerte. Ya conoces el método. —Levantó un dedo para recorrer mi cuello, muy lentamente. La última vez que lo había intentado, Rojo por poco le rompe el brazo, pero éste no estaba allí. ¿Sabes qué es lo bonito?, dijo en voz baja—. Que tenemos todo el día. Así que mientras yo salgo y superviso la construcción de nuestro patíbulo especial, te voy a dejar que te quedes aquí, custodiada, por supuesto. Esta habitación es más cálida y más cómoda, podrás verme desde la ventana de ahí. Puede incluso que te preparen una comida, la última comida de la condenada. Bueno, adiós, querida. Ha sido… interesante… conocerte. Al anochecer volveremos a vernos. Hay más ambiente, ¿no crees? Les vamos a dar un buen espectáculo, algo para que le cuenten a sus hijos. Adiós, querida.

Mi corazón se tambaleó.

—Pero… pero… —Rompí mis propias reglas y le tiré de una manga, gesticulando como una loca—. Mis cosas, hilar, tejer, trámelas. —No me podía hacer aquello. No podía. Su sonrisita era el triunfo del odio y la satisfacción.

—Ah, no, me parece que no. Tengo que cumplir mi parte del trato. Sería terrible que consiguieras terminar tu tarea. No puedo arriesgarme a eso, no si quiero lo que me han prometido. Además, has estado trabajando muy duramente, querida. Tómate el día libre. Disfruta, para variar. Salió por la puerta, y los dos guardias lo siguieron, dejándome encerrada.

De todos los días de mi larga época de silencio, hay dos cuyos detalles permanecen claros en mi recuerdo. Uno es el día en que corrí por la orilla con mi vestido azul, escuché la historia de Toby y su sirena, y me entregaron mi anillo de boda. El otro es el día de la hoguera.

***

Durante un tiempo, los observé desde la ventana construyéndola, una ordenada pila de troncos de fresno que ardería con fuerza y sin levantar mucho humo, dispuestos alrededor de un poste central. Lo construyeron en el patio, suficientemente lejos de la casa para que el fuego no se extendiera incontrolado; lo suficientemente cerca para proporcionar un bonito espectáculo desde el suelo y desde las ventanas del piso de arriba.

Era difícil de creer que Harrowfield hubiera llegado a aquello. No podía imaginar ni a la dama Anne, ni a Megan, ni a Ben o Margery disfrutando con un espectáculo como aquél. La mayoría de los hombres de Rojo volverían la espalda ante tal barbaridad, pero éstos estaban extrañamente ausentes. A medida que iba pasando el día, una fila constante de los trabajadores de Richard iba y venía, la pira tomó forma y casi estaba terminada. Se veía perfectamente que la condenada sería atada al poste, sus pies descansarían en un estrecho saliente. Se apreciaba que la madera sería prendida desde abajo, donde habían colocado numerosas ramitas entre los grandes troncos, y cómo las llamas prenderían y empezarían a lamer la pira, primero lentamente, y después más rápidamente, y… Richard estaba ocupado, dirigía a un trabajador aquí, ajustaba un tronco allá; cuando quedó a su gusto, hizo que dos de sus hombres trajeran un pequeño arcón, que abrió con cuidado. Habían construido una plataforma junto al fuego, una estructura provisional que seguramente se consumiría en cuanto las llamas se elevaran hasta determinado punto. A lo mejor se esperaba que ardiera, para mayor espectáculo. En aquel momento, Richard subía los escalones de la plataforma y sacaba lo que parecían trozos de madera corrientes. Empezó a pasear con cuidado por la pira y a colocarlos en la última capa, uno aquí, el otro allá, por todas partes. Se tomó su tiempo, se detenía con frecuencia para admirar su obra. Eran, supuse, los troncos de los que tanto había presumido, los que le había dado Eamonn de los Pantanos, un traidor a su propio pueblo. Sumergidos en una mezcla calculada con cuidado de componentes especiales. Cuando prendieran tendríamos de verdad espectáculo.

Quedó claro que no me iban a devolver mi labor. No a tiempo. Sabía que tenía que arder conmigo al anochecer. No tenía elección. En cuanto desapareciera, mis hermanos no tendrían elección. La Dama del Bosque había sido muy clara. Las seis camisas tenían que ser confeccionadas de principio a fin por mis propias manos. Cuando estuvieran hechas, tendría que pasárselas por el cuello a los cisnes yo misma. Los seis juntos, uno detrás de otro. Sólo entonces, si había permanecido en silencio, se rompería el hechizo. No los dejaría matarme, no sin haberlo intentado. Tenía que intentarlo, aunque pareciera inútil, pues aquélla podía ser la última oportunidad para mis hermanos. No había terminado la última camisa. Pero tenía que llamarlos igualmente. A lo mejor, sólo a lo mejor, era suficiente.

Me aparté de la ventana, me senté en el suelo de manera que miraba al cielo, hacia el oeste. Así no podía ver a los hombres y lo que estaban construyendo. Respiré lentamente y aclaré mi mente hasta que quedó calma como una piedra en el corazón del bosque. Entonces volqué mis energías en mi hermano Conor, en algún lugar al otro lado del mar. Cada jirón de pensamiento. Cada fibra de voluntad. Lo representé en mi mente. Alto, pálido, un espíritu antiguo en el cuerpo de un joven. Con el rostro descarnado, el pelo revuelto, vestido con harapos. Conor. Tenéis que venir ahora. Es hoy. Al anochecer. —Un silencio mortal, excepto por el débil sonido del martillo—. Conor. Por favor, escúchame. Ven a buscarme al patio del edificio grande, donde te enseñé. Tienes que llegar al anochecer. Tráelos. Tráelos a todos. —No hubo respuesta. A lo mejor, después de todo, estaba demasiado lejos—. Tráelos. Es la última oportunidad. Tienes que traerlos. Una brisilla entró por la ventana, se oyó un pájaro. Eso fue todo. A lo mejor no podía oírme. Pero me había dicho, llámame y vendremos.

***

A los hombres les encanta hacer promesas. Finbar me había dicho una vez, siempre estaré ahí para ti, y lo había creído. Rojo había dicho, volveré.

Me estremecí. ¿Y si los hombre de Richard lo habían interceptado, y si…? Sin Rojo, Harrowfield se volvería frío y sin vida. Ya estaba cambiando.

Más tarde me sacaron para usar el excusado y me volvieron a encerrar. De camino oí voces de mujeres discutiendo en el piso de abajo. Escuché a alguien pronunciar el nombre del padre Dominic, pero no entendí el resto. No vi a nadie. Cuando me trajeron la comida, no pude tocarla. Al final, me enrosqué en el suelo en una esquina, medio en vela, medio en sueños. Fuera, el martilleo había cesado y todo estaba en silencio. Entraba por las ventanas una luz suave, que suspendía las partículas de polvo en una neblina cálida.

Pudo ser un sueño u otra cosa. Creo que tenía los ojos abiertos, pero la vi clara y brillante como una imagen pintada en algún gran libro. Al principio pensé que recordaba una época muy lejana, una época en la que me sentaba con mis hermanos en las suaves rocas junto al borde del lago, observando los cuerpos argentados de los peces mientras pasaban por el agua. Pero aquellos niños no eran los hijos de Sieteaguas. Había una cría, alta y robusta, de mejillas rosadas y la melena clara como una lengua de fuego. Había un chico moreno que estaba tumbado sobre las piedras y miraba el cielo con ojos claros como el agua que veían lejos, muy lejos.

—Llegan los cisnes, Niamh —dijo, sin moverse—. Llegan hoy. —La chica se tumbó a su lado, sobre su barriga y acarició el agua helada del lago.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? Siempre lo tienes todo muy claro. —Me pareció que había otra criatura, al borde de la imagen, pero no podía ver claramente su figura. Después la imagen se difuminó y desapareció. Tus hijos, dijo la vocecita. Y se calló.

Los hijos que podría haber tenido, pensé, mientras mi mano agarraba el anillo que me colgaba del cuello y la piedra agujereada con la runa. Mi hijo, mi hija. La pequeña piedra tenía labrado el símbolo secreto Nuin, el fresno. Pero también era la N de Niamh, el nombre de mi madre. Niamh, mi hija, con el pelo como un faro, una llama sobre el agua. Y entonces no pude detener las lágrimas y empezó a dolerme la cabeza, y la luz que entraba por las ventanas empezó a menguar y morir. El día casi había terminado.

Para cuando vinieron a por mí, se me habían secado las lágrimas. Así que caminé, inexpresiva, entre guardias, hasta el patio, mientras alguien tocaba lentamente un tambor y, una tras otra, las antorchas ardían sobre postes a cada lado del camino hacia la pira. Se había reunido una buena muchedumbre y escuché retazos de comentarios mientras avanzaba… Lleva la cabeza alta… no es del todo humana, eso es lo que dicen… yo, estaría gritando como una loca… espera que prenda… ya verás si la oyes cantar o no

En una ocasión miré atrás, y vi a un hombre que llevaba mi cesta y a otro que cargaba con la rueca, el huso y el telar, y todo lo que había sido mío. Incluso mis viejas botas. Parecía que tenía que arder todo. No quedaría ni rastro de mí para envenenar la casa de Harrowfield. Por favor —supliqué en silencio—. Por favor que pongan las camisas donde pueda cogerlas. Por favor que no me aten las manos. Los guardias lucían rostros adustos. Noté que no sentían ningún placer en el cumplimiento de su deber, pero estaban obligados a obedecer. Eran buena gente, supuse; después de la hoguera, volverían a sus casas, les darían un beso de buenas noches a sus hijos y puede que reflexionaran un instante sobre lo que habían hecho. El poder que Richard ejercía se podía medir en el hecho de que todos obedecían sus órdenes sin cuestionarlas.

El cielo estaba cambiando de color: el primer tono púrpura del anochecer empezó a entreverarse con el azul de la tarde. Habíamos llegado a la pila de fresno y a la plataforma de escalones. Y Richard estaba allí, resplandeciente con una túnica de lana fina, su garganta emitía destellos plateados. Llevaba un anillo que representaba la cabeza de un cernícalo, con ojos de rubíes. El tambor se detuvo. La multitud se calló. Vi pocos rostros familiares. No estaba la dama Anne, no estaba Ben. No vi a Margery. Pero sí a Megan, su rostro redondo iluminado por la luz de las antorchas, las pecas resaltaban en la piel pálida. Tenía ojeras.

Me condujeron hasta arriba de la plataforma, donde esperaba Richard. Una pequeña antorcha ardía en la base de la pira. No tenía dudas de cuál era su función. Me latía el corazón desbocado, no hacía falta ningún tambor. El cielo se oscureció hasta un gris lavanda: en el oeste, el sol poniente hería las nubes con el color de una manzana sonrosada.

—Os habéis reunido para presenciar un castigo justo y debido —anunció Richard con grandilocuencia. La multitud se revolvió—. El caso contra esta chica, conocida por Jenny, fue escuchado ayer. Los testigos fueron llamados y las pruebas presentadas, condenatorias e irrefutables. Ya conocéis el veredicto. La chica es culpable ante vosotros de recibir a un forajido, de espiar y de practicar las artes del demonio, además de conducta adúltera. La pena por sus delitos es la muerte. En esto el padre Dominic y yo estábamos totalmente de acuerdo. La negativa de la chica de defenderse fue una clara admisión de culpabilidad. Buena gente, con esta hoguera erradicaremos el cáncer maligno que se ha introducido en el corazón mismo de Harrowfield. Con su muerte, la paz y la prosperidad regresarán a esta casa y al valle. Sed testigos. Hubo un brote de aplausos y alguien gritó:

—¡Venga pues!

Pero la multitud parecía incómoda. Había murmullos y rumores, como si, ahora que ya tenían lo que siempre habían dicho que debería pasar, no estuvieran tan seguros. Y una voz familiar gritó:

—¡Vergüenza! ¡Vergüenza! ¡Jenny salvó mi vida y la de mi hijo! ¡No podéis hacer esto! Margery estaba allí, en alguna parte, y no temía en absoluto hablar por mí.

Entonces alguien más gritó:

—¿Y lord Hugh qué? ¿Qué piensa de esto? Richard hizo un pequeño movimiento con la mano y de repente se formó una fila de sus hombres justo enfrente de la multitud, conteniendo la presión de los cuerpos. Las voces disidentes fueron acalladas por los gritos de ¡Quemad a la hechicera!, ¡Muerte a la asquerosa espía!, y ¡Que la quemen!

Se produjo más alboroto cuando me arrastraron por la plataforma hasta el estrecho saliente alrededor del poste central. La pira estaba bien apilada hasta ese punto, la última capa quedaba justo debajo. Aquí y allá veía los pequeños troncos que Richard había colocado con sus propias manos tan cuidadosamente. La superficie parecía aceitada. El guardia cogió una recia soga y me ató con fuerza al poste. Una, dos, tres veces alrededor de la cintura, y atada a la espalda, donde no alcanzaba. Pero me dejó las manos libres.

Abajo, la cosa se animaba. Algunos silbaban, otros me insultaban y uno me tiró fruta madura, que no me dio y cayó entre los troncos. La gente discutía. Los guardias tenían dificultades para contener a la multitud. Ahora veía a Margery, justo detrás Megan, con el rostro bañado en lágrimas. Gritaba, pero no oía sus palabras. El tambor empezó de nuevo, y yo, como una idiota, pensé, ahora la flauta, después el violín y a bailar. Los guardias que tenían mis cosas estaban a los pies de la pira. Uno de ellos tiró la rueca, el huso y el pequeño telar. Los oí astillarse al caer y romperse. El guardia de la cesta vaciló, mientras me miraba. Era el mismo hombre que me había llevado las moras a la celda, cuando me creía sin un amigo en el mundo.

—Date prisa, hombre —dijo Richard irritado.

Le pican las manos por coger la antorcha, pensé. En el oeste, el borde de las nubes era del más pálido de los rosas. Sopló una brisa, las hojas revolotearon por el patio. La gente empezó a ponerse las capas.

Por favor. Por favor, pónmelas en las manos. Oh, por favor.— El guardia no podía oírme, intenté hablar con los ojos, con el corazón. Levantó la cesta—. Por favor, un poco más cerca, no llego. Por favor, oh, por favor.

—No hace falta —espetó Richard—. Tíralas ahí con lo demás y punto. Tiene que arder todo.

Pero el hombre subió a los troncos de fresno, y un poco más arriba, y me alargó la cesta hasta el saliente junto a mis pies, yo la agarré con ambas manos como si fuera un salvavidas.

—¿Pero qué estás haciendo, hombre? —soltó Richard—. Sal de ahí a menos que también tú quieras arder. —El hombre lo miró, me miró y sus ojos honestos expresaron compasión y desagrado al mismo tiempo.

—La última vez que me buscáis para este trabajo —murmuró—. Sólo es una niña.

Se tomó su tiempo en bajar, mientras los dedos de Richard se retorcían de impaciencia. La última esquirla de sol desapareció en el horizonte. El viento llegó a ráfagas, las antorchas producían una llamarada y se apagaban, llamarada y se apagaban. Las hojas giraban en círculos por el suelo. Azotado por el viento, el fuego no prendería.

Venid ahora. Venid ahora. ¿Dónde estáis?

No oía nada, nada salvo el aullido del viento que se estaba levantando, que soplaba de manera extraña, hacia aquí y hacia allá. Agarré con fuerza la cesta. Richard estaba bajando por las escaleras. El viento azotaba su túnica y le revolvía el pelo tan bien peinado. Las antorchas refulgieron.

Un silencio repentino se extendió entre la muchedumbre. Cerré los ojos. Ahora. Tiene que ser ahora. Daos prisa. La gente esperaba, esperaba mientras Richard bajaba con paso firme hasta el pie de la pira. Estaban en silencio. Entonces, brillante, clara e inocente en la noche, la voz de un niño gritó:

—¡Mira, madre! ¡Mira ahí arriba!

Como fantasmas, como enormes espíritus, surcaron el cielo, dispuestos en fila tras su líder, el cuello largo, las alas extendidas, blancos como la espuma de las olas, batiendo las alas con ritmo solemne. Volaron en círculo alrededor del patio y los ojos de la multitud siguieron su recorrido. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Finbar siempre había sido el último en llegar.

Bajad. Bajad hasta mí. Volvieron a volar en círculos y vi que Richard se acercaba a la antorcha. Bajaron y aterrizaron en la plataforma junto a mí. Se apretaban juntos, con los ojos confusos, las patas palmípedas recorrían los tablones arriba y abajo.

Ahora, Sorcha. Hazlo ahora. —No había tiempo para preguntas. No había tiempo para buscar al otro en el cielo. Metí la mano en la cesta, cogí la primera camisa, se la pasé por el cuello a la primera ave. La multitud cuchicheaba—. Rápido, Sorcha. ¿Dónde estaba, dónde estaba Finbar? ¿Aún en el agua? ¿Lo habían dejado atrás, porque estaba demasiado débil para volar? ¿Dónde estaba? Saqué la siguiente camisa, y la siguiente.

—¿Qué hechicería es ésta? —La voz de Richard era un bramido, oí salir la antorcha de su hueco cuando la agarró—. ¿A qué familiares llama en su ayuda? ¡Todo debe arder! ¡Todo! —Y colocó la antorcha en la primera capa de la pira, donde estaban metidas las ramitas de sauce y abedul. Se escuchó un crepitar y una llamarada de luz. La multitud dio un respingo al unísono.

La cuarta camisa. La quinta. Y sostuve la última camisa en mis manos, la última, que sólo tenía una manga y estaba manchada de sangre, suciedad y lágrimas. Rápido, Finbar. Rápido.

Los cisnes se revolvían incómodos, alargaban sus cuellos vulnerables al cielo. Las camisas de estrellada les colgaban sueltas del cuello. ¡Ahora, Finbar! Mis ojos iban de un lado a otro, inspeccionando el cielo, a la multitud. No miraría abajo, más abajo de mis pies, donde ardía el fuego, se extendía, subiendo por una rama y por otra, avivado por la brisa caprichosa. Sentí el calor en los pies y en las piernas, la corriente del fuego revolviéndome las faldas. No era dolor, aún no. Los cisnes se hicieron a un lado, las llamas se reflejaban cada vez con más vigor en sus asustados ojos. El cielo estaba oscuro, no veía ninguna ave. Al final de la multitud la gente empezaba a empujar y a exclamar. Miré en aquella dirección. Miré directamente a un par de ojos del color de las sombras sobre el hielo, en un rostro que llevaba viendo en mis sueños hacía muchas noches. Estaba demacrado por el cansancio, el rostro encendido por el terror y la furia. Tenía una cicatriz larga y reciente en la mejilla izquierda y moraduras alrededor de un ojo. Se abría paso a codazos con fuerza entre la multitud, sin reparar en quién apartaba de un empujón. Detrás de él otros dos hombres, uno con el pelo rubio y el emblema de Harrowfield en su túnica. El segundo joven, alto y fornido. Un hombre con el pelo del color de un campo de cebada al sol del verano y los ojos del color del aciano.

—¡Lord Hugh! —empezaba a exclamar la gente—. Lord Hugh ha vuelto. —Y también decían—: Y Simon. ¡Mirad es maese Simon! —En alguna parte, una perrita empezó a ladrar histérica, no era un ruido de miedo o dolor, sino una fanfarria canina de bienvenida extasiada. Las llamas prendieron en la segunda fila de troncos. Intenté apartar un pie, después el otro, de su camino. Ahora dolía de verdad. Encima de mí, el viento viraba y viraba, un viento extraño y entrometido que nunca había visto antes. Y entre sus remolinos, apareció otro cisne volando, lentamente, tan lentamente que apenas tenía fuerza para mover sus grandes alas. La gente señaló arriba.

—¡Dejadme pasar! —gritaba Rojo—. ¡Dejadme pasar! —Pero estaba atrapado por la marea de cuerpos, todos estirando el cuello para ver al cisne o el fuego, y su voz se perdió en el murmullo mientras charlaban y gritaban excitados. El calor subía de los troncos de fresno, el ave solitaria emprendió el descenso, hacia donde yo estaba, agarrando la última de mis camisas de estrellada. Debajo de mis pies, la madera humeaba.

Rápido, Finbar. —Ahora volaba en círculos como sin saber dónde aterrizar—. Date prisa. La gente empezaba a moverse para dejar pasar a Rojo, quizá por sus gritos, quizá por el pequeño y afilado cuchillo que había aparecido en su mano. Al pie de la pira, Richard me miraba sin moverse, observándome, ciego a todo salvo a su momento de victoria. Las llamas crecieron, avanzando constantes. Casi habían llegado a los troncos especiales. Fuego vivo, que ardía, refulgía y no dejaba más que huesos.

—¡Jenny! —gritó Rojo, apartando a dos de los hombres de Richard—. ¡Jenny! —Tenía la cara totalmente blanca. Y vi algo brillar, algo reflejar la luz de la hoguera, muy por encima de las cabezas de la multitud. En una ventana de la casa, que daba al patio, había un arquero, con el arco tenso, los dedos puestos en la cuerda. No me apuntaba a mí, ni al sexto cisne que volaba en círculos y bajo sobre las cabezas de la multitud. No apuntaba a Ben, ni al hombre de cabellos dorados que seguía a su hermano a través de la multitud, con los ojos como platos y las bocas abiertas. Apuntaba a Hugh de Harrowfield, aquel que se erguía frente a la multitud a su alrededor, cuyo brillante pelo, como un estandarte de guerra, lo convertía en objetivo claro y fácil. Richard me había dicho, mientras me hostigaba en mi celda, que me quería quitar de en medio antes de que Rojo regresara. Había dicho que podría retrasarlo. Entretenerlo, lo había llamado. Aquello era mucho más que un entretenimiento.

Nadie lo había visto. Nadie menos yo. Presentí, más que vi, el ligero movimiento de la mano en el arco, el pulso firme. Mis ojos volvieron a Rojo, mientras se abría paso entre el mar de cuerpos apretados. Mis pies estaban sufriendo horrores y la orilla de mi vestido ya había prendido. Y entonces un golpe de viento me arrebató la sexta camisa de estrellada de las manos y se la llevó volando, lejos de mi alcance. Rojo estaba atrapado tras dos guardias, sus sólidos cuerpos le impedían cualquier movimiento. El arquero se quedó muy quieto.

Grité.

—¡Rojo, cuidado! ¡Detrás de ti! —Mi voz salió cascada, rota y débil tras tantos años de silencio. Pero me oyó y se dio la vuelta, y la flecha le dio en el hombro con un golpe sordo.

La enormidad de lo que acababa de hacer me golpeó directamente al corazón. Después de todo aquel tiempo, después de todo lo que había hecho, había hablado. No había podido resistirme. Había roto el silencio. Había llamas por todas partes, la plataforma junto a la pira empezaba a volverse negra. Se oía crepitar y crujir en la última capa de madera. Vi sin ver cómo Rojo partía la flecha en dos, como si rompiera una ramita, y arrancaba la otra parte, con los dientes apretados en una mueca de dolor. Seguía abriéndose paso. La multitud se apartaba rápidamente para dejarlo pasar y llegó al pie de la pira. Richard estiró un brazo para detenerlo, con los rasgos deformados por la ira y recibió a cambio un puñetazo en la cara que lo envió hasta donde estaba la muchedumbre. Entonces Rojo saltó, saltó entre las llamas y el calor, hasta la segunda capa de troncos, pateó con pies ágiles la madera ardiendo, subió hasta arriba, un tajo, dos, con el pequeño cuchillo en la soga que me ataba. Tenía la cara blanca como la muerte. Las llamas lamían los troncos más altos. Me cogió por la cintura, se me echó al hombro como si fuera un saco de verduras y volvió a dar un salto, esta vez más torpe, de manera que ambos aterrizamos hechos un montón en medio de la plataforma en llamas al lado de la pira. Un instante después hubo un destello, una llamarada y el fuego empezó a arder con una tonalidad verde espeluznante, la extraña luz iluminó el patio entero, reflejándose en las bocas abiertas y los ojos como platos, iluminando la figura de un arquero que se retiraba con cuidado de la ventana abierta, encendiendo los rasgos atentos de Richard de Northwoods, en los que la ira luchaba ahora con el miedo.

Sentí el brazo de Rojo a mi alrededor como un escudo contra el resto del mundo. Su boca contra mi pelo, su corazón latiendo con violencia junto a mi mejilla. Cerré los ojos, me agarré a su camisa con las dos manos y lloré. Los había perdido, los había perdido a todos. ¿Cómo había podido? ¿Cómo había podido hacerlo? ¿Cómo había podido hablar, después de tanto tiempo, como había podido dejar salir las palabras antes de que se rompiera el hechizo? Y aun así, sabía en mi corazón que no habría podido callarme, pues en aquel momento, lo único que importaba era que Rojo viviera. Lo había salvado, pero había perdido a mis hermanos.