Capítulo XII

Fue sólo la mala suerte, supongo. La mala suerte y la fatalidad. Mi plan para escabullirme de la casa cuando llegara la noche y llegar sola hasta el río, quedó completamente arruinado por la decisión de última hora de la dama Anne de que la casa al completo cenara fuera junto al agua. Un picnic bajo los árboles iluminado por antorchas, para celebrar la víspera del solsticio de verano, pues reconocía la inquietud, la sospecha y la desconfianza entre su gente. Intentaba así sacarlos de sí mismos, por animarles, por conseguir que volvieran a hablar. Fue una buena idea. Una gran estrategia. Para mí, presagiaba el desastre. Pasé todo el día sufriendo, pensando en si ir con ellos o fingir otra enfermedad e intentar escaparme más tarde, sin que me vieran. No tenía ni idea de dónde llegarían mis hermanos, pero Conor, suponía, vería cómo estaba la situación y los guiaría a un lugar relativamente seguro. Si llegaba al río antes del anochecer, si podía escabullirme de los otros sin atraer la atención, a lo mejor podrían volar hasta donde esperaba sola y los podría avisar. A lo mejor. Mi espíritu se encogía al pensar que Richard fuera a estar allí, tan cerca. Ben me vigilaba como una madre ansiosa a un bebé delicado. Hasta Margery me había dedicado una leve sonrisa el otro día. Pero yo seguía sintiéndome sola, tan sola; el camino era desde luego difícil y estaba lleno de peligros.

Si Rojo hubiera estado allí, habría entretenido a su tío con alguna compleja discusión sobre fronteras y fidelidades. Si Rojo hubiera estado allí, se habría asegurado de que estuviera rodeada de aquellos en quienes confiaba, protegida de preguntas curiosas y miradas insinuantes. Pero Rojo se había ido y su tío decidió convertirse en mi cercano acompañante mientras toda la casa bajábamos por la avenida de álamos hasta una amplia extensión de hierba junto a la orilla, aquella cálida tarde de verano. Faltaba poco. No demasiado. No suficiente. La dama Anne me había proporcionado nueva ropa, adecuada a mi nuevo estatus de esposa de su hijo. Yo había elegido las túnicas más sencillas y más recatadas, verde oscuro sin escote y mangas hasta la muñeca. Pero aun así lo comentó, con una mirada de reojo y un arquear de cejas insinuante. Llevaba la barba rubia recortada como un seto de alheña tras la poda de otoño. Su túnica negra era inmaculada, el cuello estaba ribeteado con una fina línea de hilo de plata.

—Bueno, querida. —Me miró de arriba abajo, tomándose su tiempo. Toda una dama, por lo que veo. Nos ha sorprendido a todos. Hugh nos ha sorprendido. Jamás pensamos que fuera uno de esos hombres que pensara con la entrepierna antes que con la cabeza. No nuestro Hugh. Una metedura de pata garrafal. Con todo, puede que no dure demasiado.

Seguí caminando, reprimiendo con ahínco el impulso de pegarle una patada.

Delante y detrás de mí, la gente llevaba mantas y capazos, charlaba y reía. La dama Anne tenía un instinto sensato. ¿Dónde estaba Ben? Me había parecido ver su cabeza rubia en alguna parte por delante.

—He oído que has estado algo… indispuesta, querida —dijo Richard con tono meloso—. Qué desgracia. Me complace sobremanera que te encontraras hoy bien para mostrarte. Tienes que mantener las apariencias, ya lo sabes, ahora que eres una de la familia. Me pregunto cómo se habrán tomado los de aquí tener a una niñata mestiza como nueva heredera de Harrowfield. No muy bien, diría. Nada bien. Ni britana ni de Erin, sino de los dos lugares al mismo tiempo. ¿Lo has oído? Dime, ¿formaba parte de tu plan original? ¿Es ése el motivo por el que te han enviado aquí?

Prosiguió en esta línea algún tiempo más, mientras yo intentaba bloquear sus palabras; pronto anochecería y temí qué sucedería si no era capaz de escapar al grupo y encontrar un lugar a solas. Cualquier encuentro con mis hermanos tendría que ser breve. Los vería, y los tocaría, les avisaría, y después tendrían que ocultarse hasta el alba, pues allí no eran más que bárbaros perdidos en el corazón de territorio enemigo.

—Lo que sigo sin comprender —dijo Richard— es por qué se tuvo que casar contigo. ¿Tan desesperado estaba por poseerte que sacrificó su futuro para saciar su lujuria? Cualquier otro hombre se habría limitado a tomar lo que deseaba y seguir con sus asuntos. No me malinterpretes, querida. Tus encantos son evidentes. Revolverías la sangre de cualquier hombre, pero ¿un anillo de boda? Tampoco hacía falta. Basta con creer lo que se dice, sobre brujas, hechizos y pociones de amor. Algo hizo enloquecer al muchacho el tiempo suficiente para ponerte un anillo en el dedo; me jugaría mi mejor semental contra un plato de gachas a que no fue sólo tu joven y dulce cuerpo, por delicioso que sea, que lo es. Ah, perdona el comentario sobre los dedos. Ya veo que no puedes llevar anillo. Esas manos difícilmente podrían. No es la parte más atractiva de tu anatomía, querida, si puedo decirlo. Ves, eso es otra cosa que me intriga…

Habíamos llegado hasta la orilla del río. Faltaba poco para el anochecer, la gente extendió sus mantas sobre la hierba y la dama Anne ordenó que cogieran y abrieran un tonel de cerveza. Alguien sacó una flauta y empezó a tocar cancioncillas de baile. Vi a Ben merodeando por los alrededores del grupo, como buscando señales de problemas. Cinco o seis de sus hombres estaban estratégicamente colocados a nuestro alrededor. Hacía su trabajo y lo hacía bien, pero aquella tarde habría deseado una red de protección menos efectiva.

No tenía más remedio que sentarme junto a Richard y su hermana. Ahora era de la familia, pensaran lo que pensaran sobre mí. Comieron y bebieron; me senté en el suelo, con la espalda recta, dándole las gracias a la dama Anne en silencio por haber iniciado una conversación con su hermano sobre los excedentes de la venta del ganado. A nuestro alrededor, la casa se relajó lo suficiente para disfrutar de la balsámica tarde, en la que, sin duda, su sensación de bienestar se vio asistida por la copiosa abundancia de buena cerveza. Vi a Margery con su hijito. Ya se sentaba solo y le había crecido el pelo lo suficiente como para que apuntara a un ricito. Margery seguía pálida, pero intercambiaba de vez en cuando alguna palabra con ésta o aquélla. Ben no se relajó. Él y sus hombres patrullaban las márgenes del grupo, con las armas a punto.

El sol se hundió bajo las copas de los árboles y el cielo se volvió lavanda, violeta y del más intenso de los grises. Por encima de nosotros los sauces suspiraban quietos. Enmarcado entre sus ramas lloronas, el agua del río fue oscureciéndose lentamente. Se encendieron las antorchas y las colocaron en postes alrededor de la extensión de hierba donde estábamos sentados. A la flauta se le unieron un tambor y un violín, y algunos de los jóvenes empezaron a bailar. En el río, no se vio señal de cisnes.

—Dime, querida. —Richard volvió su atención hacia mí sin avisar—, ¿tienes idea de adónde ha ido tu marido tan repentinamente? Encuentro la explicación oficial algo difícil de creer. Creo que estira la credibilidad un poquito demasiado. El joven Ben se guarda algo. ¿Y tú? ¿Te dijo Hugh qué pretendía cuando te abandonó con tanta rapidez? ¿Secretos de alcoba y esas cosas? Diría que eso se te da muy bien, lo tienes comiendo de la mano, por lo que cuentan. ¿Qué te contó?

—Richard —intervino la dama Anne con tono reprobador, no le gustaban nada sus formas. Sus lealtades estaban claramente divididas.

—No te preocupes demasiado, hermana. —Richard le dirigió una mirada cómica—. Te olvidas de que una mujer de Erin ni puede pensar ni sentir como tú. Da bastante el pego en apariencia, eso te lo aseguro, pero si rascas en la superficie, encontrarás debajo al enemigo. Una espía. Puede que incluso una hechicera. Apostaría en cualquier momento que sí. No se puede confiar en ellos.

—Jenny es la esposa de mi hijo —replicó la dama Anne con tono severo.

—Mmm —repuso Richard—. Desde luego, desde luego. Y dime, sobrinita, pues así me hace llamarte mi hermana, por atravesado que lo tenga en la garganta, ¿dónde ha ido Hugh? ¿Qué tenía que hacer? ¿Qué era tan urgente que abandona a su esposa el día de la boda? ¿Qué puede ser tan secreto que ni siquiera informó a su madre?

Sorcha. Sorcha, ¿dónde estás?

—¿Qué pasa Jenny? ¿Qué te pasa? ¿Estás enferma? —La dama Anne había observado mudar mi rostro cuando mi mente oyó la llamada silenciosa de mi hermano.

Esperad. Esperad. Voy. No os mováis. —Me puse en pie de un brinco, intentando ocultar lo que sentía. Asentí y gesticulé—. Por favor, perdonadme. Mi estómago

—Llévate a Megan, querida —me gritó la dama Anne, mientras caminaba tan en calma como podía hacia el río, hacia el abrigo de los sauces. Con la excusa de necesitar privacidad para vaciar mi estómago, a lo mejor podría… a lo mejor…

—¿Dónde vas? —Ben se alzó frente a mí, con el rostro nervioso a la luz de la antorcha—. Por Dios, mujer, que tienes el estómago más delicado de la historia. A ver, déjame ayudarte. No te puedes ir sola, va contra las reglas, recuérdalo.

Pero le hice gestos, y más gestos.

Por favor. Sólo un minuto. No tardaré. Por favor. —Me observó, frunciendo el ceño. Era cierto, había determinadas funciones corporales que requerían la debida privacidad, pero él cumplía sus órdenes—. Por favor. Estaré bien.

—Bueno —dijo—, pero no vayas muy lejos. Me mataría si supiera que te he perdido de vista un momento. Ten cuidado. Si tardas, iré a buscarte.

Después, un paseo reposado hasta que no se me veía. Movía los pies con cuidado, la mente se proyectaba desesperada en todas partes.

¿Dónde estás? ¿A cuánto tiempo río arriba del puentecillo? Rápido, no tengo mucho tiempo.

El puente no está demasiado lejos, al sur. En un lugar donde se ha derrumbado un gran sauce. Ya voy yo a buscarte.

¡No! ¡Es peligroso! Espérame allí, voy. —Por fin, una curva en el camino, y Ben desapareció de mi vista. Corrí. Me recogí las faldas y corrí ligera bajo los sauces, hasta el lugar en el que recordaba un enorme árbol tumbado en el camino, con las raíces nudosas al aire, su espíritu guardián desaparecido hacía mucho en busca de otro hogar. No los veía—. ¿Dónde estáis?

—Estoy aquí, Sorcha. —Mi hermano Conor salió de detrás de la maraña de raíces cubiertas de tierra, una figura delgada y frágil a la débil luz de la luna. Vi la palidez extrema de su rostro, el pelo largo y enredado, los jirones de ropa que eran todo lo que le quedaba. Tenía un aspecto tan inconsistente como el de un espíritu.

—No hables en voz alta. Hay gente cerca. ¡Oh, Conor! —Sentí sus brazos a mi alrededor. Estaba consumido como un moribundo de disentería y temblaba con violencia. Pero qué bien me sentí, qué bien, al abrazarlo—. Los otros. ¿Dónde están los otros?

—No podían venir. Esta vez no.

—Pero… pero… —Una decepción amarga me inundó completamente.

—Me cuesta un esfuerzo enorme, una determinación inmensa, obligarlos, forzarlos a seguirme cuando todo el instinto que poseen les indica a gritos lo contrario. Sólo puedo traerlos una vez. Cuando estés lista, llámame, y vendremos. No llores, lechucita. Lo que haces por nosotros es muy valiente.

—No viniste en Meán Geimhridh, no viniste. Os busqué y no vinisteis. —Aquélla, de hecho, había sido una noche terrible. Terrible y aun así maravillosa, pues no había olvidado el nacimiento del hijo de John.

—Fuimos a la cueva y te habías marchado. No te encontramos. —Una imagen mental de mis hermanos buscando desesperadamente; encontraron mis pertenencias aún desperdigadas por la cueva, el pequeño telar de mano, mi capa de invierno y las botas, la hoguera cubierta de nieve. Diarmid maldiciendo. Finbar de pie junto al lago, en silencio.

—Los otros… Conor, ¿están bien? ¿Y Finbar?

—Aún viven, pero tienes que darte prisa, si puedes. En cuanto estés lista, tienes que llamarme. Sólo podemos venir una vez.

Se guardaba algo; aún hábil en las artes de la mente, debilitado como estaba, mi hermano me velaba toda la verdad para protegerme.

—¿Qué pasa? Conor, ¿qué es lo que no me estás diciendo?

—Calla, Sorcha. Cuando nos llames, vendremos. Eso te lo prometo.

Lloré, mi cabeza contra su pecho, mis brazos alrededor de su cintura, los suyos envueltos sobre mis hombros. Era mi hermano. Tenía que creerle.

Prueba de mi aflicción y de su debilidad, fue el hecho de que ninguno de los dos oyera el ruido de hombres acercándose hasta que fue demasiado tarde. Entonces, muy cerca, se quebró una ramita bajo el peso de una bota y oí la voz de Ben.

—Jenny, ¿estás bien?

Levanté la cabeza con un sobresalto. Allí estaba, espada en mano, con una expresión de conmoción casi cómica, con la boca abierta y los ojos como platos mientras me veía en los brazos de mi hermano. Abrí la boca y volví a cerrarla.

—¡Prended a ese hombre! —Entonces llegaron las luces y el sonido de las armas, detrás de Ben apareció lord Richard de Northwoods, cuyo rostro era una horripilante mezcla de excitación e indignación—. Prended también a la chica. ¡Ya veis como paga a lord Hugh su confianza!

Allí me quedé, parada y con la boca abierta como una tonta, entumecida por la impresión. Pero Conor poseía habilidades que ninguna de aquellas personas había siquiera imaginado y, antes de que los hombres de lord Richard avanzaran, se había escabullido de mis brazos como una sombra y desaparecido entre los sauces en silencio total. Como si nunca hubiera estado allí.

—¡Tras él! —silbó Richard entre dientes—. ¡No lo dejéis escapar! —Tres hombres se metieron en la maleza con gran estrépito, ansiosos por comenzar la persecución, pero Richard se quedó atrás, y sentí cómo me aferraba el brazo con un grillete de hierro—. Eso ha sido increíblemente estúpido por tu parte, querida. Desde luego sabes aguar un picnic familiar. Oh. ¿Qué diría nuestro Hugh? Qué daría por ver su rostro cuando lo descubra. No lleváis casados ni dos lunas y ya está en medio del bosque como una perra en celo, abrazándose a otro hombre. Y no cualquier hombre, sino uno de su propia raza, alguien ávido de la información que pueda darle y… bueno, vamos, chico. Échame una mano. Vamos a devolverle a la zorrita a mi hermana a ver qué piensa ahora de la esposa de su hijo.

Y lo más cruel de todo, mientras Richard me arrastraba tras él, fue mirar en el rostro de Ben y ver su expresión traicionada y herida, la conmoción y la incomprensión. ¿Qué iba a hacer más que creer la evidencia ante sus propios ojos? Había venido a buscarme sólo preocupado por mi seguridad. Me había encontrado en la oscuridad, en los brazos de un joven de mi propia raza. No quería creerlo, pero mi culpabilidad era evidente. No podía dar ninguna explicación. Regresé con él a un lado, su angustia evidente en cada uno de sus rasgos, y Richard a otro, la tenaza de su mano me indicaba claramente: ¿Te creías más lista que Richard de Northwoods? Has calculado muy mal, pequeña brujita.

Richard creía en la justicia rápida. Así le demostrabas a tu gente que tenías el control. Así, identificabas al culpable. Si no había pruebas consistentes, te asegurabas de obtener una confesión, que se obtenía con rapidez. Después se aplicaba el castigo correspondiente. Para el adulterio, bastaba con unos azotes, o alguna otra forma de humillación pública. Por acoger a bandidos, la muerte. Fue totalmente superfluo añadir brujería a la lista. Y en cuanto al castigo, había varios métodos. Disfrutaría seleccionando el más apropiado. Con todo, en mi caso las cosas no eran tan sencillas. Al parecer, ciertos miembros de la casa se mantuvieron en sus trece acerca de cómo debían llevarse a cabo los procedimientos, de acuerdo con la ley, como lord Hugh habría deseado sin duda. La cuestión se plantearía en la siguiente asamblea del pueblo, menos de dos lunas más tarde. Ante toda la asamblea de los vasallos de Harrowfield, el señor de la hacienda escucharía los puntos de vista de todas las partes, tomaría una decisión y emitiría su veredicto, según la ley real. Pues allí no había más que un rey entonces, desde que Egberto de Wessex dominaba el norte. Pero aquel caso era difícil, pues implicaba a un allegado de la familia propietaria de la tierra y concurrían tres cargos. A lo mejor, la audiencia debería esperar a la asamblea del condado, que presenciaba el propio regidor del rey Etelwulfo. Y la siguiente asamblea del condado no tendría lugar antes del regreso de lord Hugh. Mejor esperar hasta entonces, decían algunos.

Pero Richard no veía la necesidad de esperar tanto. La gente estaba agitada, era incapaz de dedicarse a sus tareas como era debido, había que arreglarlo todo antes de que lord Hugh regresara, no después. Además, Richard poseía la hacienda vecina. Por lazos de sangre era señor de Harrowfield en ausencia de Hugh. Le correspondía por derecho tomar la decisión. Parecía que cada día que pasaba tenía más control sobre la casa, conmocionada y dividida. Encerrada en una pequeña habitación del piso de arriba, lo oí todo a retazos, cuando un hombre abría la puerta para traerme pan o agua, o se llevaba el cubo que amueblaba la habitación, junto con una pila de paja y una fina manta. La habitación tenía una abertura de luz pequeña, muy alta. A través de ella veía un pedacito del cielo azul de día; por la noche, una estrella brillaba en la oscuridad. Si hubiera poseído de verdad el poder de la transformación, a lo mejor la pequeña lechuza habría podido meterse por la rendija entre las piedras. Salir a la noche, por encima del agua, volver de nuevo al abrazo de su bosque. Mi corazón anhelaba llamar a gritos a mis hermanos, pero obligué a mi voz interior a que se callara. Sólo habría una llamada, una única invocación, cuando mi trabajo terminara y pudieran liberarse.

Al principio me desesperé profundamente, pues me habían metido en aquella pequeña prisión sin nada salvo la túnica que llevaba, incluso me habían quitado las botas. Me imaginé que los hombres de Richard habrían rebuscado en mi cuarto, habrían apartado a un lado rueca y huso y habrían tirado los contenidos del arcón y la cesta al fuego. Esa primera noche, me quedé sentada en una esquina con los brazos envolviéndome la cabeza y las rodillas junto al pecho, y dejé que las lágrimas fluyeran. Temía la captura de Conor. Temía no poder salvar a mis hermanos; con todo, mientras siguiera viva, aún existía una oportunidad, así que no debía hablar para defender mi inocencia. Pero si era culpable, moriría y nadie podría salvarlos. Temía que me torturaran; había visto lo que mi propia gente le había hecho a Simon y sabía que no podría resistir lo que había aguantado él. Como una niña tonta con la cabeza llena de fantasías, que sueña con un héroe en un corcel blanco, anhelaba que Rojo volviera para rescatarme. Y aun así, temía su regreso, pues, ¿no creería como creía Ben, que los había traicionado a todos? No quería ver la expresión de dolor y conmoción en sus ojos. Mejor que no volviera hasta… Hacia el alba, dejé de mecerme y de llorar y me sentí como una concha vacía, con la mente en blanco. Un pájaro voló junto a mi ventana, llamando a su pareja. Al final, me habló una voz desde mi interior. Un pie después del otro. Recto. Ése es el camino. Recto, Sorcha. Sabías que iba a ser duro. Aún lo será más. Primero un pie, después el otro. Y otra vez. Hacia la oscuridad.

Cuando lo hombres regresaron, con agua y un pedazo de pan seco, escuché su charla y supe que Conor se había escapado, pues peinaron la orilla del río durante toda la noche con antorchas, pero no encontraron ni rastro del salvaje extraño. Se había desvanecido en el aire, vaya que sí. Como un fantasma. No creerías que había estado allí, de no haberlo visto con tus propios ojos. Un tipo grande y fiero, vaya que sí, uno de esos jefes irlandeses de los que se oía hablar, que te retorcía el pescuezo en nada si le dabas la oportunidad. En secreto, la mayoría de los hombres se alegraba de no habérselo encontrado a solas por la noche, pero lord Richard no estaba contento. No estaba nada contento.

Durante mucho tiempo no vino a verme nadie. Se abría la puerta con un chirrido y me metían el cubo vacío o se llevaban el lleno. Me dejaban escasa comida. Eso no me suponía un problema. Estaba acostumbrada a pasar hambre. Lo peor era la falta de luz, los muros de piedra vacíos, ininterrumpidos salvo por la pequeña ventana encima de mi cabeza. Aún peor, la agonía de las manos ociosas, pues había estado cerca, muy cerca del final de mi tarea. Había terminado cinco camisas y sólo me quedaba una por hacer. Que me lo hubieran arrancado, que me encerraran allí sin medios para completar mi tarea era demasiado cruel. A punto de caer en la desesperación, volví a contarme cuentos, una manera vieja y muy utilizada de ocupar la mente y mantener alejado aquello que no se quería. La búsqueda de Culhan de la dama Edan. Los cuatro bellos hijos de Lir. No, ése mejor no. Niamh la de cabellos dorados. La copa de Isha. Aquel relato tenía un héroe con una paciencia fantástica. Medb, la reina guerrera con querencia por los lujuriosos héroes jóvenes. Simon se había reído con aquélla. Y el cuento del hombre Toby y su sirena. De todas las historias que había contado, de todas las historias que había escuchado, aquélla era mi preferida. ¿Quién se habría imaginado que Rojo podía contar una historia como ésa?

Perdí la cuenta de los días, pero pasaron muchos y no vi más que a mis guardias. Y entonces una mañana la puerta se abrió y apareció la dama Anne, con un par de mujeres detrás de ella, que llevaban mi rueca y mi huso, el capazo de estrellada, las agujas y el hilo. Encima del capazo, alguien había tirado las cinco camisas hechas. Me contuve para no agarrar aquellos objetos tan preciosos y abrazarlos contra mi pecho. Mantuve el rostro calmado. La dama Anne echó un vistazo a la celda, y frunció el ceño. Las mujeres me miraban de reojo. Debía de ser un buen espectáculo, sucia, con el pelo enmarañado, deslumbrada por la luz repentina del corredor. La dama Anne despidió a las mujeres y cerró la puerta tras ella.

—Eres consciente —dijo en voz baja— de que esto le va a romper el corazón. —Fue como si me hubiera abofeteado. La miré mientras daba un paso atrás. Supongo que no olía exactamente como una dama—. Mi hijo te amaba —prosiguió, dejándome aún más de piedra—. Te amaba como nunca ha querido a ningún ser viviente, más de lo que quiere al valle. Supuse que sería pasajero, pasión juvenil, más debido a la necesidad del cuerpo que a los sentimientos del corazón. Me demostró que no era así al darte su nombre, aunque iba contra todo en lo que él creía. ¿Cómo le has podido hacer esto? ¿Cómo has podido hacernos esto? Te dimos cobijo, hemos sido amables contigo, habida cuenta de lo que eres. ¿Es tan amargo tu odio por nuestra gente que tienes que destruir todo lo que queremos? ¿Para esto fuiste enviada aquí?

Sacudí la cabeza lentamente.

No os odio. Nunca lo he hecho. Sólo quiero completar mi tarea. Y estáis equivocada sobre vuestro hijo, muy equivocada, él… Sin palabras, no podía explicar nada.

—Tu gente mató a Simon —dijo la dama Anne cansada—. Tú has destruido a Hugh. ¿Qué más quieres?

¿Cómo podéis decir eso, cuando me tenéis presa aquí? Me trajo vuestro hijo. De no ser por él, yo jamás habría venido a Harrowfield. No fue mi elección. Yo estaba muda. Ella dejó escapar un suspiro.

—A pesar de todo, me veo obligada a actuar de acuerdo con los deseos de mi hijo. A pesar de todo. Tenía puesta mucha fe en esta extraña tarea tuya, nos obligó a todos a mantener tu trabajo a salvo, y a ti con él. Te aseguro que has echado sobre él una red a la que no puede escapar sin hacerse daño él y a todos los que lo aman. Te he traído tus cosas. Ya he hecho lo que debía. Trabaja, si es lo que deseas.

Me obligué a sonreír, asentí.

Gracias. —No se daba cuenta de cuánto había hecho por mí. Se dio la vuelta para marcharse. La cogí por la manga, pues tenía que hacerle una pregunta. Se apartó de mí como si pudiera envenenarla—. Yo, puerta, salir: ¿cuándo?

—Tu futuro no está en mis manos, Jenny —dijo—. Ni siquiera habría dado este paso, traerte tu labor, de no haberme hecho prometer Hugh que pasara lo que pasara, te permitiría seguir con ello. Estoy demasiado cerca, demasiado disgustada para juzgarte con justicia. Le corresponde a mi hermano escuchar tu caso y decidir tu destino. En ausencia de Hugh él es el jefe de la familia y juzgará como considere oportuno, pero también él desea evitar sospechas de que los procedimientos hayan sido injustos. Así que planea esperar al padre Stephen de Ravenglass, cuyos asuntos deberían traerlo aquí después de la fiesta de las Cadenas de San Pedro. En cuestiones de hechicería, es prudente consultar con un hombre de hábito. —Miró otra vez la celda—. A mi hijo le dolería verte aquí, pero no tanto como le dolerá la verdad.

¿Qué verdad?, pensé con amargura cuando la puerta se cerró tras ella y oí el pasar del pestillo. ¿No había dicho Rojo una vez que había tantas verdades como estrellas en el cielo, y todas ellas diferentes? A lo mejor ésa era la única verdad.

Las ratas eran mi única compañía. Salían por la noche y mordisqueaban la paja donde dormía. Fue la única vez en mi vida que agradecí las espinas de la estrellada, pues gracias a ellas las ratas no la tocaban. Con nada más en que ocuparme, con nada a mi alrededor salvo las cuatro paredes de piedra, trabajaba tanto como la luz lo permitía e intentaba dormir cuando estaba oscuro. Pasaron muchos días, todos iguales. Descubrí que si hacía caso omiso del entumecimiento que me provocaba el dolor, si me obligaba a mover los dedos, podía avanzar a una velocidad razonable. Por la noche pagaba por ello, pues las manos me dolían horrores y me impedían dormir. La sexta camisa empezó a tomar forma lentamente. No estaba tan bien hecha como las otras, pues la luz era poca y a veces se me nublaba la vista, pero tendría que valer. Tenía que valer.

Por la luz que entraba por mi pequeña ventana, estimé que debía de ser cerca de Lugnasad, casi el final del verano, cuando empecé a recibir visitas de lord Richard. Se tomó su tiempo en venir a regodearse, pero en cuanto empezó, se convirtió en costumbre, una costumbre que aprendí a temer. Quizás insensatamente, me había permitido una pequeña esperanza cuando la dama Anne me devolvió mi labor. La tenía en las manos, ¿y no me había dicho que esperarían al padre Stephen para tener un juicio justo? Entonces llegó Richard y descubrí que la verdad era bastante diferente.

—Bueno, querida. —Podría haberme estado saludando con una copa de aguamiel en la mano. Su tono era afable, su mirada repasó la habitación, después a mí—. Tu reinado como dama de Harrowfield ha sido breve, desde luego. Te creía más lista, parece que estaba equivocado. Un error muy tonto, querida, muy tonto. Has caído en mis manos. —Olisqueó el ambiente—. Qué raro huele aquí. Me recuerda a una cochiquera. —Se sacó un paño blanco inmaculado y se lo llevó a la nariz. Se sentía un débil aroma de esencia de bergamota—. No debe de molestarte, supongo. Me imagino que en casa la situación era más bien… ¿dura? He oído que los de tu raza no sienten aversión por revolcarse en su propia inmundicia. La escoria encuentra escoria.

Apreté los dientes y fijé la mirada en mi labor.

Si Rojo pudiera oírte, te mataría. Por muy tío suyo que seas.

Rió.

—Oh, me encanta esa expresión grave, el destello en la mirada. ¿Qué pasará por esa cabecita tuya?, me pregunto. ¿Crees que el bueno de Hughie va a venir al rescate? Sí que me extrañaría. Dondequiera que haya ido, está muy, muy lejos. Es evidente por su expresión. Muy nerviosos están algunos… muy ansiosos por llegar a él, me dicen, pero parece que en realidad nadie sabe dónde está. No le habrás hecho también a él alguna fechoría, ¿no? —Entornó los ojos—. Espero que no sea parte del plan. Tengo un papel para Hugh y espero que lo lleve a cabo según mis deseos. No esperes la salvación por ese lado, chica. No va a venir. No hasta que tú desaparezcas, estés muerta y enterrada, fuera de la vida de mi sobrino y de la mía para siempre. Mi red es extensa. Cuando vuelva a casa, lo sabré, y puede que algo… lo retrase. Nada que le haga daño, ojo: sólo un entretenimiento que lo mantenga alejado lo suficiente. —Mis manos se detuvieron por un instante, con la lanzadera entre la urdimbre. Un pie detrás de otro. Inspiré profundamente y apreté la trama. Te has quedado parada, ¿eh? Seguro que no te imaginabas… no, ni siquiera tú puedes ser tan tonta. La muerte es la única pena posible, querida. El único método que da motivos para la reflexión. Tantos métodos para elegir y cada cual más… sabroso que el anterior. Se puede cargar con un peso de hierro al rojo durante una distancia determinada. No para ti, me parece. O sacar una piedra de una cuba de agua hirviendo. Ése lo he visto, al tipo hubo que… convencerlo. También hay métodos rápidos: horca, ahogamiento, varios usos del cuchillo. Ésos entretienen menos. Casi prefiero algo con calor. Es muy difícil decidir. Así que estoy esperando ayuda divina. El padre Stephen de Ravenglass es el hombre del obispo, un clérigo muy sabio y un buen y viejo amigo. El reverendo padre está especializado en sacar los demonios y purificar los tratos con el arte de la brujería. Confío en su criterio totalmente. No se me ocurre ni una sola ocasión en la que hayamos estado en desacuerdo. Somos una sola mente. Su apoyo dará a mi veredicto… respetabilidad. Esencial, creo, para cuando vuelva tu marido.

Me recorrió un escalofrío. Habría confiado mi vida al padre Brien y había visto sabiduría y bondad en el rostro del hombre que bendijo mi matrimonio aquella noche en los bosques, pero algo me decía que no habría esa comprensión en los ojos del padre Stephen. Empecé a creer, al fin, que iba a morir. Pero mis dedos siguieron moviéndose constantes, dentro y fuera, dentro y fuera, mientras tejía otro cuadrado para la sexta camisa.

—¿Sabes qué? —comentó Richard—, a lo mejor sí eres de verdad una majadera. A lo mejor no entiendes nuestro idioma tan bien como Hugh se piensa. ¿No tienes miedo? ¿No deseas una oportunidad para salvarte? Cualquier otra chica estaría de rodillas suplicando, a estas alturas. Y sería fácil. Muy fácil. —Casi ronroneaba, como un gato satisfecho, pero ningún gato caería tan bajo—. Bajo la mugre, sigues siendo una zorrita suculenta —dijo con suavidad—. ¿No se te ha ocurrido que aún tienes algo que podrías intercambiar? Soy un hombre, querida. Se me puede comprar, como a Hugh. Desabróchate los botones, déjame ver la carne blanca que oculta tu ropa. ¿O quieres que lo haga yo?

Escupí, con puntería, en el dedo de su bota pulida. Respondió con una carcajada.

—¡Madre mía! ¡Se lo ha tomado en serio! ¡Bien hecho, putita! ¡Mantienes las distancias! ¿No creerás en serio que me voy a ensuciar las manos contigo? ¿Sucia de tu propia porquería y con esas pezuñas? Habría podido hacerlo. Pero no estoy tan desesperado como para recoger los desechos de mi sobrino. Tengo perspectivas mucho más interesantes a la vista: esa joven viuda, por ejemplo, ¿cómo se llamaba? ¿Molly, Mary? Muestra demasiado interés por tu destino, me pregunto si será la persona adecuada para criar a un niño. Tendré que hacer algo al respecto. Tomar medidas. Necesita un hombre fuerte a su lado, que la enderece, le enseñe cuatro cositas de la vida. Bueno, querida. Te dejo, ahora. Disfruta. No será por mucho tiempo.

No tenía tiempo para el odio. Ni para el miedo. Al cabo de un tiempo, descubrí que había algunas cosas que podía hacer por la noche y dejé de dormir. No tenía tiempo para descansar. Terminé la parte de delante de la última camisa y empecé a tejer la de atrás. Fuera, la estación estaba muy avanzada y las primeras hojas empezaron a volar por mi trocito de cielo. Supuse que se acercaba Meán Fómhair y que llevaba tres lunas presa. En mi mente vi las últimas rosas en plena flor, las zarzamoras y grosellas relucientes y gordas, las abejas laboriosas entre mazos de lavanda. Pensé que las manzanas estarían madurando. Rojo dijo… pero no podía dejarme acabar el pensamiento, pues no quedaba tiempo para la esperanza insensata. Hila. Teje. Cose. Un pie después del otro. Y otra vez. Hacia la oscuridad.

Richard venía casi cada día. A veces, no eran más que unos momentos, pero con frecuencia solía mostrarse comunicativo, con ganas de hablar. Ahora que me tenía, como pensaba, en la palma de la mano, era menos cauto. Después de todo, no iba a repetir lo que había oído, ¿verdad? Ni aunque tuviera la oportunidad, que era improbable. Así que, pedazo a pedazo, como resolviendo un puzzle en pequeños pasos, aprendí otra parte de la historia.

—Bueno, aquí estamos otra vez. No puedo decir que tengas buen aspecto, querida, eso sería llevar demasiado lejos la imaginación. Te dan de comer suficiente, ¿no? Justo lo suficiente. Quiero que sigas viva hasta la audiencia. Con todo, tiene que hacerse justicia. Es una lástima que el padre Stephen se esté retrasando tanto. Es un hombre ocupado. Pero llegará, no te preocupes. Ah, que ya te digo, si tarda mucho, tiramos adelante sin él. Hugh es débil. Embrujado, ésa es la palabra. No puedo arriesgarme a esperar a que vuelva. Incluso después de esto, incluso después de que salieras huyendo a satisfacer tu furor con otro hombre y venderle sus secretos bajo su nariz, no se puede esperar que el chico haga lo correcto. No, tiene que ser pronto y en público. Decisivo. Final. Eso es lo que la gente espera y es lo que les voy a dar. Algo espectacular con fuego, supongo. Así, nos deshacemos de la hechicera y sus hechizos en un despliegue deslumbrante de calor y luz. Orgásmico. Bendito. Cómo voy a disfrutar.

Mis manos seguían con su labor constante, me obligué a respirar lentamente, pero debió de reflejárseme en la cara.

—Estuve tentado —dijo, mientras se inclinaba contra el muro, con el taburete apoyado sólo sobre dos patas—. Terriblemente tentado. Esta labor es muy importante para ti, ¿verdad? ¿Qué habrías hecho por mí para recuperarla? ¿Habrías…? —No voy a repetir aquí sus siguientes comentarios, pues ni siquiera serían adecuados para la más baja de las reuniones de borrachos—. Lo habría intentado. Pero mi hermana me lo impidió, siguiendo las órdenes de su querido Hugh. Increíble. Después de lo que le dije que tu gente había hecho a Simon. Bueno, hay cierto disfrute perverso en observar cómo te haces daño tú sola, putita. ¿Por qué lo haces? ¿Te excita? ¿Sólo te satisface el dolor? Pues te casaste con el hombre equivocado, hija de Erin. Jamás habría sido suficiente para ti. Además… —Y su tono cambió—. Estaba prometido. Decidió olvidarse de eso, pero yo no me olvido. Sé cómo deben ser las cosas. Cómo serán, en cuanto… nos deshagamos de ti. Hugh se casará con Elaine. Harrowfield se casará con Northwoods y, con un gran gesto, se establecerá la hacienda más grande y más rica de Northumbria. Fácil, demasiado fácil. E imagina lo que le hace a un hombre poseer tanto poder. De un plumazo, se lleva todas las piezas del tablero. Eso lo satisface de un modo en que no puede satisfacerlo una mujer. ¿A quién se dirigirán sus vecinos para buscar protección? ¿En quién confiarán para que entrene a sus luchadores y compre sus armas? ¿A quién pagaran para asegurarse la buena voluntad? —Sonreía, extendía sus brazos detrás de su cabeza—. Créeme, chica, un hombre que olfatea un poder tal, no permite que nada se interponga en su camino. Nada.

¿Estamos hablando de Hugh de Harrowfield? No pude evitar que se me arquearan las cejas incrédula.

—Hugh es maleable. Sólo se preocupa por sus árboles, su ganado y su ordenadita vida. Elaine es como yo. Tiene que salirse con la suya. El problema es que lo que quería no me convenía, no me convenía para nada. Todo iba como la seda hasta que empezó a crecer, los trece, los catorce… Acostumbrada siempre a tener lo que quería, no había ninguna necesidad de decir que no hasta entonces. Un nuevo poni, un lebrel, joyas, encajes, pero rompió las reglas. Se enamoró del hermano equivocado.

¿Elaine y Simon? Ésa era una posibilidad en la que no había pensado nunca, pero explicaba muchas cosas. Explicaba, en concreto, su manera de actuar hacia Rojo, pues ahora veía que lo trataba como a un hermano. Pobre Elaine. Uno estaba muerto, el otro se había casado conmigo. No merecía haberlos perdido a los dos.

—En cuanto se le metió entre ceja y ceja, no quiso abandonar la idea. —Richard prosiguió—. Al final se lo tuve que decir. No puedes. No. Tan fácil como eso. No le gustó, pero yo soy su padre. Hugh es un cagueta, no tiene la vena asesina, ese punto de maldad que un hombre necesita para sobrevivir, para seguir adelante. Dirige una bonita granja, eso hay que reconocérselo. Pero es débil. Adecuado. Tú lo entendiste mejor que nadie, zorra. ¿No te costó plegarlo a tu voluntad, eh? ¿Si no pudo resistirse a eso, como crees que podrá con Richard de Northwoods? Así que se casa con mi hija y el valle entero me pertenece. Si hubiera elegido al hermano pequeño, la cosa habría sido totalmente distinta. Inútil. Por una razón, no heredaría, no a menos que… además, era demasiado salvaje. Impredecible. Inestable, casi. No era en absoluto la opción segura. No, así es mejor. O era, hasta que apareciste tú en escena…

Se incorporó de repente, el taburete de madera dio un golpe sordo contra el suelo.

—Verás, pensaba que Hugh te había traído para que le informaras. Eso parecía. Tú tenías algo que él quería saber. Esperaba a que hablaras. El juego del gato y el ratón. Eso lo comprendía, pero mi sobrino nunca ha mostrado el menor interés en ese tipo de estrategia. Jamás movió un dedo para colaborar en las campañas, jamás hizo la menor contribución a la causa. No podía importarle menos. Así que, ¿por qué implicarse entonces?, me pregunté. Tenía que ser por su hermano. El joven Simon. De algún modo, estabas ligado a él. Había algo que podías decirle. Me pareció, entonces, que podías hablar si querías. No podía equivocarme, pensaba. En ocasiones te había visto a punto de hablar, abriendo esa boquita tuya y tragándote las palabras.

Hilaba la hebra en el huso, sentía las fibras clavarse en mis dedos, consciente de que mis manos se desollaban y apestaban, por la falta de luz, por la mugre, por descuidarlas y maltratarlas.

—Pero entonces tuvo lugar aquel desafortunado accidente. Esas cosas pasan. Las rocas se caen, la gente se hace daño. Una extrañeza de la naturaleza. Me contaron que no habías emitido ni un sonido, ni habías pedido ayuda, ni habías gritado, nada. No me podía creer que no gritaras. Ninguna chica tiene tanto control. Tuve que llegar a la conclusión de que la enfermedad es real. De verdad no puedes hablar. Muda. Callada. Silenciosa como una tumba. Añade sazón a la situación actual. Significa que puedo abrirte mi corazón, desnudarte los secretos de mi alma y no podrás contarles nada. Nada de nada. Es una pena, sin embargo, no poder oírte gritar cuando las llamas te laman los pies o prenda tu vestido, convirtiendo esa carne blanca y suave en un pedazo de carne demasiado hecho. Me habría encantado. Bueno, no se puede tener todo.

Cuando se fue, me permití llorar, sólo un poco. Me permití mirar arriba a la ventana, por donde entraba la lluvia y una brisa fresca de vez en cuando, me permití pensar, si él estuviera aquí, te mataría. Mejor que no estuviera. Si él estuviera aquí, tendría que enfrentarse a una elección que acabaría con él. Mejor que no volviera hasta que… Pero estaba asustada. Me asustaba morir, me asustaba el fuego. Me aterrorizaba trabajar lenta, no terminar a tiempo… No pasé mucho tiempo llorando. La vocecita estaba allí todo el tiempo. Hila. Teje. Cose. Seguí trabajando, y la camisa medio hecha, la última de seis, se manchó de sangre de mis manos y porquería de la celda, se humedeció con mis lágrimas. Aquel que llevara esa prenda, vestiría mi amor, mi dolor y mi terror. Esas cosas lo harían libre.

Recuerdo un buen momento en aquellas horas oscuras. Me había acostumbrado a mis guardias. No sabía sus nombres, pero había uno más mayor que había visto con Ben antes. No venía a menudo y, cuando lo hacía, su disgusto por la celda sucia y sin luz y por la tarea que debía llevar a cabo era evidente en su expresión. Un día trajo el cubo, lo tiró en la esquina como de costumbre, y se sacó un paquetito del bolsillo y lo metió a escondidas en mi cesta.

—¡Anímate, muchacha! —murmuró, después se marchó y la pesada puerta se cerró tras él. En el pequeño paquete había pan fresco y rico de grano, un quesito redondo y un puñado de moras. Lo hice durar, consciente de que mi estómago lo rechazaría tras tanto tiempo hambriento. Compartí las migas de pan y queso con las ratas, pues pensaba que también ellas tenían derecho a disfrutar. Ya no volví a ver a aquel guardia, pero su amabilidad me reconfortó. Y aún recuerdo el magnífico sabor de aquella comida, el queso curado, las jugosas moras, el pan que olía a campos abiertos. Cada bocado.

La camisa crecía. Era sorprendente cuánto podía hacer si me olvidaba del dolor, dormía sólo cuando el cansancio extremo me forzaba a ello, si trabajaba durante día y noche. No sabría decir si me guiaba más por el amor o por el miedo. Pero la camisa fue cobrando forma día tras día, noche insomne tras noche insomne, mientras las brisas que entraban por mi pequeña ventana adquirían el aroma del otoño. Las hojas ardían. Las frutas hervían en las cazuelas de conservas. El río producía nieblas en las frías mañanas. También había ruidos. Los hombres que cargaban las cosechas de raíces para ser almacenadas en los graneros. Era tiempo de cosecha, así que había pasado en Harrowfield casi un año entero. Las discusiones de las mujeres. Carros por el camino de grava. Una mañana, un jinete solitario que salió temprano. Poco importaba. Entonces parecía que estaba encerrada, que la casa había regresado a su antigua y pacífica rutina. Como si nunca hubiera estado. Pues no había visto a nadie, desde la única visita de la dama Anne, nadie excepto mis guardias y lord Richard. A lo mejor me habían olvidado.

La espera no podía durar para siempre. Llegó un día en que oí unos cascos bien herrados en el patio y unos arreos de campanillas. Y voces de hombres. Y esa tarde, cuando Richard vino, fue para regodearse. El representante del obispo había llegado al fin, había llegado el momento de que diera cuentas de mí misma ante una audiencia formal, que tendría lugar al día siguiente, y… Richard estaba eufórico, casi fuera de sí. Pensé, ¿por qué odia tanto a su sobrino? Porque de eso trataba aquello. El sentimiento de poder lo excitaba, eso desde luego, pero le brillaban los ojos de manera especial cuando pronunciaba el nombre de Rojo, de una manera, pensé, que rozaba la locura. Aquel día cometió un error. Se dejó llevar por la anticipación de la victoria, demasiado.

—Hablemos del fuego. —Me observaba con los ojos como ranuras mientras cosía la orilla de la camisa con movimientos torpes de aguja e hilo. A veces se me entumecían los dedos y me costaba hacerlos obedecer—. Si tienes los materiales adecuados, puedes hacer cosas muy interesantes con el fuego. Te sorprendería saber de quién lo aprendí. También de tu padre, querida.

Por un momento, me quedé helada.

—¡Ah! Te he tocado una fibra, ¿eh? Así que supusimos bien. Ella pensaba que tenías que ser tú, cuando le di tu descripción. ¿Quieres oír más?

Metí la aguja, la pasé, la saqué. Otra puntada. Y otra.

—Pero no se lo vamos a decir, claro. El sabio padre. No tiene por qué saberlo, ¿verdad? Tu culpabilidad es evidente: no añadiremos más combustible a esa hoguera. —Dejó escapar una especie de risa. No era un sonido agradable—. Un chiste de mal gusto, perdona. Bueno, como iba diciendo. Lo pasé muy bien en mi último viaje a tu tierra, jovencita. Perdí unos cuantos hombres, qué lástima. No conseguí asegurar la avanzadilla que quería, una lástima aún mayor. Pero en cuanto disponga de los recursos de Harrowfield no habrá manera de detenerme. Un contratiempo menor. Eso fue todo. Ya lo he dejado atrás. En cambio, la información que obtuve sí es otro asunto.

Se inclinó hacia delante, con mirada decidida.

—Las maneras de hacer una buena hoguera. Maneras de hacer una hoguera muy especial que consume el cuerpo y deja sólo huesos desnudos detrás. Lo he visto hacer. Él me enseñó. Uno de los tuyos, pero está hecho de una pasta muy parecida a la mía. Es astuto. Inteligente en la batalla. Decidido. No hay falsos ideales en Eamonn. Intercambia contigo lo que desees si le conviene. Hombres. Armas. Información. Si tienes algo que él quiere, te lo dará.

Me costó seguir trabajando y no conseguí mantener la expresión calmada.

Eamonn. ¿Eamonn de los Pantanos? ¿Haciendo tratos con un britano? Apenas podía creerlo. Tanto mi padre como Seamus Barbarroja habían considerado a Eamonn uno de sus aliados más incondicionales. ¿No se había casado con Eilis? ¿Quién jugaba a qué, ahora?

—No todos somos como Hugh, te imaginarás —prosiguió Richard mientras estudiaba mi expresión—. Llenos de ideales presuntuosos y de buenas intenciones a medio cocer. Si todos fuéramos como él no sólo habríamos perdido las islas, sino que los tuyos nos invadirían como alimañas, sería el fin del mundo civilizado. Créeme, son hombres como yo los que mantenemos las tierras seguras para que Hugh pueda cacharrear con sus gallinas y plantar sus preciosos robles.

Lo miraba, ni siquiera fingía que seguía trabajando.

—En este último viaje, he hecho el trato de mi vida. Ya te he hablado antes de esa mujer, ¿verdad?, una mujer notable, no me dio su nombre, pero era amiga de Eamonn, la mano de ella sobre su guante, mira tú, y la última vez que hablamos se mostró especialmente interesada en ti. Me contó aquella historia, sobre los hijos de Sieteaguas y cómo desaparecieron misteriosamente.

Mi corazón latía desbocado. ¿Mujer? ¿Qué mujer? No se podía estar refiriendo a Eilis.

—Entonces le hice una propuesta. Le dije que si tú eras la hija de Colum, aceptaría un pago por devolverte sana y salva. Pago en tierras, preferiblemente. Un buen pedazo entre el bosque y la costa. A Colum no le gustaría. Pero dijeron que se había vuelto medio loco buscando a la chica. A lo mejor lo suficiente para entregarme lo que pedía. Valía la pena intentarlo.

Me empezaba a costar respirar.

—Le llevó el mensaje a Colum. Aquella primera vez. Una mujer extraordinaria. Melena caoba, una figura exquisita, muy encantadora. A Eamonn desde luego se lo parecía. No prestaba demasiada atención a esa mujercita pálida que tiene. En cualquier caso, fue la amabilidad personificada. Dijo que haría llegar mi oferta, y me cedió un par de sus hombres para que me escoltaran hasta la costa. Aún los conservo. Responsables. Silenciosos y hábiles con el cuchillo y las manos. Así que volví esta vez con la esperanza de obtener una buena respuesta de Sieteaguas. Era optimista. No sólo te apartaría de mi camino, además obtendría una ventaja en la que no confiaba. Colum siempre había sido la nuez más dura de romper. No es de los que negocian, ni con los aliados. Es una posición de fuerza. Todos le temen. Pero esto era distinto, pensé. Siendo su única hija… —Esperé mientras se limpiaba las uñas y se las miraba, con la mano extendida. Jugaba conmigo, saboreaba cada momento.

»¿Por qué un jefe de Erin iba a venderse a alguien como yo?, te preguntarás. ¿Qué sacaba Eamonn con ello? No soltaba la liebre, no del todo. Pero estaba interesado en ti, y en tu padre. No olvides que fue en su casa donde escuché la historia de los hijos de Colum, cómo habían desaparecido un día sin dejar rastro. Parece que no soy el único interesado en una pequeña… expansión. Las tierras de Colum podrían estar maduras para escogerlas, en un futuro muy cercano. Y Eamonn tiene unos cuantos trucos que podría usar en el campo de batalla. Tengo hombres y, con los recursos de Harrowfield, puedo armarlos mejor que ninguna otra banda de guerreros, a ambos lados del agua. ¿Qué no podríamos alcanzar nosotros dos?

Eres un majadero, pensé. Un majadero sediento de poder. Eamonn sólo está jugando contigo, como la dama Oonagh. En cuanto obtengan lo que quieren, se desharán de ti como quien le quita la piel a una cebolla. En este juego, no eres más que un principiante. Pero ¿qué dijo mi padre?

—Bueno, esta visita me sorprendió de verdad —prosiguió, comunicativo—. Dejé a los hombres que fueran a lo suyo y yo viajé como suelo hacerlo, con máxima discreción, para visitar a mi aliado en su propio territorio. Los pantanos. Una turbera interminable. Un lugar desolador. No me extraña que quiera expandirse hacia el sur. Aun así, es fácil de defender. En cualquier caso, llegué allí a salvo. Estaba otra vez de visita la pelirroja, una mujer impresionante. Pero Colum había rechazado mi oferta. Con hija o sin hija, no iba a cambiar de opinión. Había dicho que si había decidido vivir entre extraños, no era hija suya. Si se había hecho su propia cama, que durmiera en ella. Y si me había planteado siquiera que podía entregar su tierra, tan duramente ganada, a cambio de algo tan enclenque, era más tonto que el resto de mi raza. Eso duele, ¿verdad, bruja? No te cubras la cara, no puedes esconder esa lagrimita. Sí, parece que no te quieren de vuelta. Tampoco es que se les pueda echar la culpa: ahora no es que seas una visión muy atrayente. Bueno, me decepcionó bastante, eso te lo aseguro, volver con las manos vacías. Pero entonces la dama me hizo una contraoferta. Primero me hizo un montón de preguntas sobre ti. Si tenías aliados, cómo pasabas el tiempo, qué le decías a la gente sobre ti misma… Así que le conté que nuestro Hughie bebía los vientos por ti, pero que tú no le hacías caso, aún no; que habías perdido la voz, de modo que no podías contar secretos; cómo pasabas el tiempo destrozándote las manos con tu trabajo de bruja. Se notó que no le gustaron mis respuestas, pero las creyó todas.

»Entonces me hizo la oferta. Yo obtendría información, información muy especial, sobre los movimientos de Colum durante el otoño y el invierno, lo suficiente para dar por asegurada la plaza. Lo suficiente para darme el punto de apoyo que necesito. A cambio, lo único que tenía que hacer era eliminarte del mapa. Incluso me dijo cómo hacerlo. Bueno, no le importaba que antes jugara un poco contigo. Entendía que era parte de la diversión. Una parte irresistible. Pero asegúrate, me dijo, de que la chica arda y con ella su labor de bruja. Es la única manera de eliminar a una hechicera. Fuego vivo. Eamonn tenía lo necesario para hacerlo, y me mostró cómo. Primero hay que comprar un buen cargamento de sulfato de cobre, aparentemente para teñir, ¿comprendes? Cuesta más que unas cuantas cabezas del mejor ganado, vaya que sí, pero vale la pena. Vale mucho la pena. Lo machacas en un mortero, muy fino, hasta que se convierta en polvo en apariencia inofensivo. Lo mezclas con aceite de la mejor calidad, digno de ungir la frente de un obispo, qué ironía más divertida, por cierto. Entonces ya está listo. No hace falta demasiado de la mezcla, salpicada por encima de los troncos, para que prendan una bonita hoguera. Y colorida también: el verde es especialmente bonito. Refulge. Es caliente. Está hambriento. Pero Eamonn no se contenta con eso. Prepara la madera con antelación, la empapa, absorbe la mezcla hasta que está a punto de explotar. Después la seca. Tendrías que verla, cuando las llamas la lamen. Me traje un interesante cargamento de troncos de fresno la última vez que le hice una visita a mi amigo. Planeo utilizarlos en un futuro inmediato. Eso es lo que me dijo la mujer, después de todo. Hazlo pronto, dijo. Destruye a la chica pronto. Tienes que hacerlo antes de que… dime, querida, ¿cuántas camisas de ésas has hecho ya?

Me quedé paralizada. Tenía miedo de respirar.

—Vamos a echar un vistazo, ¿a ver? —Se levantó con un único movimiento fluido y echó las manos a mi cesta—. No es que yo crea en la magia, pero, aun así, he hecho una promesa. ¿Cuántas tenemos, cuatro, cinco?

Me puse en pie, mis manos se dirigieron desesperadas a la cesta, pero estaba más débil de lo que pensaba y me apartó como a un insecto.

—Una, dos, tres, cuatro, cinco. Vaya, cuánto hemos trabajado. Y casi tenemos otra terminada. Muy bien, hechicerita. Aun así, ya no queda mucho. No creo que tenga muchas dificultades en cumplir con la petición de la dama. Asegúrate de hacerlo antes de que acabe, dijo. Reúnelo todo, la pequeña hechicera y su labor. Quémalo todo junto. Y tráeme el informe de vuelta, dijo. Quiero una descripción. —Me sonrió—. Un buen final, ¿no? Todo en orden. A Hugh le gustaría. Siempre le ha gustado llevar una vida ordenada.

Lárgate. Lárgate ahora, antes de que el horror, el miedo y el asco me abrumen. Lárgate, antes de que la rabia me haga intentar algo insensato. Respira, Sorcha. Dentro, fuera. Dentro, fuera.

—Ordenado en todos los detalles. Bueno, casi. La bruja muere, el valle se salva. Elaine se casa con Hugh. Richard de Northwoods establece una avanzada en la otra orilla. Eamonn de los Pantanos añade un bonito pedazo de bosque a sus territorios. La misteriosa dama pelirroja obtiene su deseo. Todos vivimos felices y comemos perdices. Lástima de Simon. Es la única pieza que no encaja. Habría podido ocupar un puesto práctico bajo mi mando si hubiera sido capaz de aprender algo de disciplina. Tenía buenas habilidades en el campo. Alguien le enseñó bien. Pero ser tan preguntón lo perjudicó. Oyó lo que era mejor que no oyera. Vio algo que no debía ver. No se podía confiar en él. Estás interesada, ¿eh?

No era capaz de volver a mi tarea, me quedé agachada junto a la cesta, con los brazos encima para protegerla. Lárgate. Su presencia contaminaba el mismo aire que respirábamos. Y aun así, tenía que oír el final de la historia. El final de esa verdad concreta.

—Fue una desgracia. Mi propio sobrino. Pero conocía al chico: iría disparado a contárselo a su hermano, no tardaría nada, y adiós a la información. Y ni siquiera Hugh habría podido ignorarlo. Pues, como sabes, nuestra raza no se mezcla con la vuestra. Somos enemigos jurados. Aceite y agua. Pero me había visto y había escuchado mi conversación con el hombre de Eamonn. Así que tuve que dar la instrucción de que lo… hicieran desaparecer. Lo silenciaran. Lo eliminaran. Por fortuna, tengo un hombre experto en esas cuestiones. El problema fue que lo dejé para demasiado tarde. Se fue por su cuenta, nadie sabía adónde ni por qué. Supongo que se creía una especie de héroe. Simon siempre había sido así, actuaba primero y pensaba después. Por supuesto fui a buscarlo, tenían que verme que hacía lo correcto, siendo familia cercana y tal. Además, con lo que sabía, cada momento que pasaba por ahí suelto era demasiado tiempo. Una búsqueda en vano; cuando regresé, estaban todos muertos. Todos y cada uno de mis hombres. Extremidades cortadas, carne a tiras. Huesos desperdigados por el barro. Todos y cada uno. Me costará reconstruir una fuerza especial tan buena como aquélla.

Su tono reflejaba amargura. Pensé, así se mide este hombre, valora a su gente en tanto que meras herramientas en su búsqueda de poder.

—Colum. Tenía que haber sido Colum y sus hijos. El señor guerrero escurridizo, el evasivo, que parecía capaz de barrer las piezas de su oponente del tablero cada vez que lo deseaba y desaparecer tan silenciosamente como había atacado. Colum de Sieteaguas. No era de extrañar que tantos hombres lo odiaran y lo temieran. Llegué a la conclusión de que Simon había sido capturado y había cantado. ¿Quién sino él les habría revelado la posición de mis hombres? El muchacho resultó ser tan débil como su hermano, todo bravuconadas en la superficie, y nada de metal debajo. Apañado con la espada y el arco, incluso con los puños, pero no se podía confiar en él cuando las cosas se ponían difíciles. ¿No estás de acuerdo? ¿Dónde está Hugh ahora, cuando lo necesitas? No ha vuelto a rescatar a su querida mujercita, ¿verdad? Tiene cosas mejores que hacer, sean lo que sean, y de verdad que me gustaría saber cuáles son. Bueno, volví a casa. Informé a mi hermana, tu hijo ha desaparecido. Nadie sabe dónde está. Y esa parte es bastante cierta.

»Me preocupé un poco cuando Hugh salió a buscarlo, tiempo después. No se creía lo que le había dicho. A mí me preocupaba esa información concreta que podía escapársele, suponiendo que el chico estuviera vivo en algún lado. Pensé que a lo mejor tú sabías algo, ¿por qué si no se traería mi sobrino a una cría irlandesa? Quería hacerte hablar. Si eras familia de Sieteaguas, era importante hacerte hablar, antes de que le fueras con la verdad a mi sobrino. Eso pensaba. Pero no podía acercarme a ti. Te guardaba como una joya preciosa. Te observé. Al cabo del tiempo, empecé a cambiar de idea. Jamás hablarás. El chico se engaña, si piensa que sí lo harás. Eres una chica: las chicas gritan cuando les hacen daño, lloran cuando están disgustadas. Las chicas no aguantan días, lunas y meses sin gritar de vez en cuando. Arderás sin emitir un sonido. Y a mí me proporcionará un placer enorme encender la hoguera, querida. Un bofetón en la cara de Colum. Puede que no quiera pagar por tu regreso, lo entiendo. Pero no le gustará la historia que le haré llegar sólo para sus oídos de cómo su hija sucumbió a unas llamas muy especiales. Esa historia le hará pasar las noches en vela.

Se frotó las manos ante la expectativa.

—Sí, desde luego, ha salido bien —dijo—. Sólo me queda un cabo suelto, realmente. No como tu labor, querida, que tiene un aspecto de lo más torcido. ¿De verdad te estás concentrando en eso que haces? Bueno, en cualquier caso no importa. El fuego se te llevará, a ti y a tus lamentables camisas, en una enorme y satisfactoria explosión de calor. Huso, rueca, telar y tejido. Túnica, pelo, piel y uñas. Al principio lentamente, después cada vez más rápido y más calientes las llamas te rodearán y se abrirán paso. Para cuando regrese tu marido, no quedará ni rastro de ti en Harrowfield. Habrás desaparecido. Borrada del mapa. Recogerá los pedazos de su vida y seguirá adelante. Los hombres olvidan. Olvidan con facilidad. Elaine pronto lo hará andar. Es una chica muy capaz. Tomará las riendas de esto, y en cuanto a mí…

Miró la ventana.

—Se hace tarde. Hora de una botella de vino, puede que una o dos chuletitas, siempre tengo hambre a esta hora del día. —Se puso en pie, desperezándose—. Me tengo que marchar pitando, querida. Una charla muy agradable. He pasado más tiempo hablando del que pensaba. Bueno, mañana será otro día, como dicen. Prepárate para cuando vengan a por ti. Ya he hablado con el representante del obispo sobre tu caso, tu audiencia llevará probablemente todo el día y quiere que empecemos pronto.

Una noche, pensé, con el corazón desbocado. Sólo una noche y mi destino estaría sellado. Tenía que ser fuerte, tenía que apartar mi mente del fuego y de la muerte. Pensé en las palabras de Richard. Era una suerte, pensé, que el hombre estuviera tan ensimismado en sus cosas. Si hubiera observado algo mejor durante su alucinante recital, habría podido leer más de lo que deseaba que supiera. Durante el resto del día y la noche, mi mente dio vueltas una y otra vez sobre lo que me había contado. El tío de Rojo en connivencia con un jefe de mi propia raza, uno que mi padre consideraba un amigo. Me lo creía. Los juegos de poder era lo que mejor se les daba a todos ellos. Éste no era más que otro. La dama Oonagh involucrada, eso debía de ser cierto, pues ya había reconocido su mano en la muerte de John y la lenta y creciente marea de miedo, sospecha e infelicidad que amenazaba con abrumar al valle y llevarse a la familia de Harrowfield consigo. Y parecía que Rojo tenía razón sobre una cosa. Richard les había mentido. No tenía ninguna prueba de que Simon estuviera muerto. Su historia había sido una invención, basada en conjeturas. Concebida para apaciguar los ánimos, ideada para poner punto final a aquella historia concreta. Eso se ha terminado. Ya no busquéis más respuestas. Me alegraba de que Richard no hubiera leído mi rostro con atención. No había adivinado adónde había ido Rojo ni por qué. No debía saberlo. Pues en mi corazón, sabía que Richard no se detendría ante nada para obtener lo que quería. Disfrutaba del juego. Pero ganar, al final, era lo único que importaba. Todas las piezas eran prescindibles. La pérdida de toda una unidad de guerreros había sido dura, pero Richard lo contemplaba sólo como un contratiempo, capaz de remediarse con el tiempo y una o dos bolsas llenas de plata. Los buenos hombres se podían comprar y formar. Yo había supuesto un desafío especialmente incómodo e inesperado, pero había caído en sus manos y me tenía. No tenía duda de que sacrificaría, sin escrúpulos, a cualquiera que obstaculizara su camino. A cualquiera. Si podía, ¿qué palabra había utilizado, eliminar?, a un sobrino, por qué no también al otro, si averiguaba la desagradable verdad acerca de su tío. ¿Y quién se suponía que tenía que tomar las riendas? Entre los hombres de mi padre y su tío, el pobre Simon no había tenido ni una oportunidad.

Mejor que me hubiera dado tanto sobre lo que pensar. Le daba vueltas y vueltas en mi mente, intentado comprenderlo todo, así que conseguí mantener a raya a los otros pensamientos. Imágenes de carne ardiendo, mientras las llamas lamían pies desnudos y consumían el dobladillo bordado de una túnica. Vi el fuego prender la cesta de sauce y consumir las cinco camisas de estrellada, y la sexta, todavía incompleta mientras tejía la primera manga. Había terminado la parte de delante y la de atrás, que estaban unidas por bastas puntadas en los hombros. Era una chapuza, como Richard había observado: mi hermano pequeño salía algo mal parado. Pero al día siguiente. Al día siguiente me interrogarían. ¿Quería decir aquello que al día siguiente iba a morir? ¿Cómo enfrentarse al último día de tu vida y no tener miedo? Pensé en los viejos cuentos, en cómo el espíritu del héroe completaba su viaje en su forma terrena y se trasladaba a la siguiente a su debido tiempo.

Una buena muerte. La rueda gira y vuelve a girar. Pensé en el relato que Liam nos contaba sobre nuestra madre, cuando abandonó el mundo, despidiéndose con calma de sus hijos. Serena, con los asuntos en orden, inevitable. Yo no me sentía así en absoluto. Estaba furiosa, aterrorizada, mi corazón latía y tenía problemas para respirar. Me dolía la cabeza. No estaba lista para morir. Aún no. No hasta que volviera a abrazar a mis hermanos.

No dormí en toda la noche. Tenía que tener tiempo para terminar. Tenía que tener tiempo. ¿Me habían enviado las hadas una tarea imposible de concluir? No me podía creer que me fuera arrebatado, tan cerca del final. Tenía que terminar. Iba a terminar. No me conté historias, mientras la noche corría hacia el alba. Lo que hice, mientras trabajaba a oscuras, fue llenar el espacio a mi alrededor con imágenes mentales, imágenes brillantes para alejar las sombras, como Finbar había hecho una vez a su propia costa. Para alejar las llamas. Para alejar las crueles noticias de que mi padre sabía dónde estaba y no iba a pagar rescate por mí. Así que fijé mi mente en otra parte. La playa blanca y las enormes y solemnes focas con sus dulces ojos. Allí estaba Rojo, mirándome con aquella sonrisa que partía el corazón y el pelo encendido como un faro frente al gris, verde y azul del mar. Vi, por un instante, una imagen de John levantando a su hijito en brazos, con el amor y el orgullo reflejados en su ajado rostro. A Margery, trenzándome la melena con dedos diestros. Te sienta bien. Tienes que dejar de esconderte. Bueno, parecía que mi final iba a ser bastante público. Todos saldrían para ver arder a la hechicera. No, mantén alejados esos pensamientos. Estaba el bosque, que filtraba la luz del sol entre el follaje, muy, muy alto. Había una niña bailando en el camino, descalza sobre la tierra tierna, con el pelo oscuro y salvaje sobre los hombros. Su hermano la observaba, con ojos tan claros como el agua, que veían lejos, muy lejos. Había una chica corriendo por la arena, su imagen pequeña y pulida con cuidadosos trazos de pluma. La última imagen del libro.

Mi mano apretó los dos objetos preciosos que aún colgaban de mi cuello, bajo mi túnica manchada. La dama Anne me había dicho que su hijo me amaba. Pero no era amor, no cuando lo que hacías lo hacías porque debías, no porque te habían dado una orden que no comprendías. Volvería y yo me habría marchado, me habría ido como si nunca hubiera estado. A lo mejor aún podía volver a tejer los hilos rotos de su vida. Y aun así, quería que estuviera allí en aquel momento. Lo necesitaba allí. En la oscuridad, si me quedaba muy quieta, casi podía sentir su presencia junto a mí, bastante cerca, pero no demasiado. ¿No te había prometido mantenerte a salvo?, me diría despacio. Nunca he roto una promesa. No te preocupes tanto, Jenny. Y aun así, tendría cuidado. Cuidado de no acercarse demasiado. Cuidado de no asustarme. Esperaría quieto. Soy tu refugio. No tengas miedo.