Era la víspera del primero de mayo y el clima era perfecto. En Irlanda, la gente habría pasado toda la noche despierta recogiendo flores para colgar en sus puertas y ventanas, para honrar la primera salida del sol. En los huecos de ciertas piedras dejarían ofrendas de leche y encenderían hogueras en las cimas de las colinas. Recordé a mi hermano Conor llegar a casa con una antorcha que había transportado desde las profundidades del bosque y encender nuestro hogar de nuevo. Allí la gente parecía tener poco tiempo para dichos rituales, porque quizá no entendieran su importancia. Aun así, para mi sorpresa, vi cintas en los arbustos del camino, oí a las chicas en la cocina charlando sobre un baile en espiral y de con cuál de los jóvenes les gustaría ir al bosque cuando terminara la danza. Después de todo, quizá las viejas costumbres no estuvieran tan perdidas por esos lugares.
La casa estaba llena de flores y hojas, y la gente sonreía, pues una boda implicaba una renovación, estabilidad y una nueva generación para aprender el meticuloso oficio de árboles y bestias, la sabia y protectora crianza de las buenas gentes del valle. En casa, jamás se habría escogido Beltaine para una boda, no si se pretendía que el matrimonio durara. Me senté en el jardín cosiendo junto a la luz de un farol e imaginé a Rojo enseñando a su hijo a plantar una bellota, enseñando a una hijita cómo se esquilaba las ovejas y les volvía a crecer la lana. Elaine no estaba en aquella imagen mental; a lo mejor, pensé con tristeza, incluso cuando se case seguirá su padre ocupándola, tan interesado como estaba en los asuntos de Harrowfield.
Había llegado aquella mañana, unos cuantos días después de su hija. Lo vi poco, pero oí decir que su expedición no había ido según lo planeado y estaba de mal humor. La cena fue un festival. La casa comió, bebió y rió, y gastaron las bromas que eran de esperar, pero de buen humor. Richard se reclinaba sobre su silla y me observaba con párpados caídos. Rojo y Elaine mantenían una conversación en voz baja, privada. Ben parecía inusualmente ensimismado. Bebía de vez en cuando y observaba su copa con rostro preocupado, con los pensamientos en otra parte. Margery no bajó a cenar.
La dama Anne no reparó en gastos, plato tras plato sobre bandejas de plata, carnes asadas y pescado fresco cocido, cosas todas que no podía probar; verduras cortadas en distintas formas; sopas, salsas y postres. Anhelaba el silencio y la privacidad de mi cuarto, pero no ofendería a la familia levantándome pronto. Y entonces trajeron el plato estrella, relleno, adornado y cristalizado hasta alcanzar un cálido color dorado. Era una enorme ave asada, flanqueada por zanahorias, nabos y cebollas, el sabroso olor inundaba las fosas nasales y provocó un vitoreo moderado alrededor de la mesa. Creo que reaccioné lentamente. No pensé, durante largos minutos. Y entonces me di cuenta de qué era, y mi estómago se revolvió y la frente se me empapó de sudor. La sala entera se tambaleó y bailó ante mí. Tumbé mi silla al salir disparada hasta la puerta y tropecé con una sirvienta que llevaba una jarra de salsa. Por lo menos no los avergoncé vomitando el contenido de mi estómago en el suelo del gran salón. Lo hice fuera, por poco, y me sacudí, me estremecí y tuve arcadas hasta que mi cuerpo hubo rechazado toda la comida que tenía dentro, bastante más tarde. La terrible visión aún estaba ante mis ojos, el repugnante olor aún en mi nariz, pegado a mi ropa, por todo mi alrededor, mientras sus voces llegaban a retazos a través de la puerta abierta.
—¿Qué le pasa?
—Alguien le habrá echado algo en la comida. Venga, ¿quién ha sido? Yo a veces también lo he pensado.
—Ahora sería imposible. Lo comprueban todo. No será que…
—Te digo lo que yo pienso.
Bajaron la voz.
—… le ha hecho un bombo… eso dicen… mejor que se… eso lo mantendrá alejado de los problemas… el hombre casado…
—… no sería el primero…
—No será suyo, si lo está. Más probablemente de uno de esos viajeros que van y vienen por la noche. ¿A quién más le gustaría?
Ya había oído hablar de cosas así antes. Un cisne asado; dentro del cisne, un pavo, y dentro un pollo, y así hasta una codorniz. Una obra de arte culinario, nunca me volvería a poner aquella túnica que olía a aquello, nunca…
—¿Te encuentras mejor? —Era Ben, con una copa de agua en una mano y un trapo limpio en la otra—. ¿Tienes el estómago delicado, eh? En el momento justo, mira. Los chistes de la boda eran cada vez más malos. Venga, bebe, métete algo más en el estómago. Hala, así está mejor. Bueno, supongo que no tendrás ganas de volver a la fiesta. ¿Qué me dices si te escolto hasta la cama? Mejor lo reformulo. Me encantaría acompañar a la señora hasta su puerta. Sonríe, Jenny. Que no está tan malo.
Era un buen chico, con buena intención. ¿Y aun así cómo podían saberlo? Le dejé que me acompañara a mi cuarto por el jardín y nos sentamos en el banco un rato mirando las estrellas. Me pregunté por qué no se marchaba, por qué no regresaba a la fiesta. No es que me importara su compañía. Cualquier cosa era mejor que aquella… aquella…
—Me han pedido que te entregue un mensaje. —Ben se puso serio de repente—. Me ha dicho… me ha dicho que espera que hagas lo que te pide sin demasiadas preguntas.
¿Qué? ¿Qué mensaje?
—Ha dicho que te levantes temprano. Muy, muy temprano, justo antes del alba. Que te pongas una capa y buenas botas, y que estés lista para salir a cabalgar. Y que dejes la perra dentro. Eso es lo que ha dicho.
¿Qué? Pero si mañana es…
—No te preocupes tanto —dijo Ben, y se le marcaron las arrugas en la frente—. Ha dicho: dile que no pasa nada. Y que puedes dejar tu… tu labor aquí.
Así que no me iba a enviar a casa. No me iba a enviar a ningún sitio. No me enviaría en el día de su boda y sin mis cosas, ¿no?
—No pasará nada —dijo Ben como intentando convencerse—. Y ahora mejor me marcho. Me echarán de menos. Y creo que nuestro amigo de Northwoods tiene algún tipo de noticia para nosotros. No sé qué exactamente, pero mejor que esté allí cuando la dé. Buenas noches, Jenny. No te preocupes.
Una de las cosas que a la gente de Harrowfield le gustaba y respetaba de lord Hugh era lo responsable que era. Responsable, estable, predecible. Nada de sorpresas. Si decía que iba a hacer algo, lo hacía. Si hacía una promesa, la mantenía. Era sólido como un roble, lord Hugh. No hacía falta vivir allí mucho tiempo para oírselo decir. Por eso mi llegada les había desconcertado, porque era una ruptura en la pauta larga e inmutable. Bueno, una aberración estaba bien, decía la gente. Podían tolerar un error. En cuanto se casara, las cosas se estabilizarían. Era una buena chica, Elaine de Northwoods. Pero volvió a suceder. Era sorprendente, considerando el tipo de persona que era, que actuara de aquella manera. Difícilmente lo podía haber concebido para tener un impacto más dramático, ofender a más gente o consternar tanto a su familia. Y aun así, de ese modo lo planeó. Y a largo plazo pareció que, incluso para eso, tenía sus motivos.
No tuve problemas para levantarme temprano, pues había dormido mal. A Alys le encantó quedarse la cama para ella sola y no protestó por dejarla atrás. No pensaba llevar la túnica de estar por casa porque imaginaba que aún olía a carne asada, así que me tuve que poner el vestido azul y mis toscas botas. Era muy temprano y aún hacía frío, así que me envolví en una capa y salí, con un sentimiento muy extraño en el estómago. ¿Nervios? ¿Premonición? A lo mejor sólo eran las consecuencias de haber echado todo la noche anterior. Silencio. La casa aún dormía.
Junto a la puerta había tres caballos y dos hombres con capas y armas a los lados. Rojo se echó un dedo a los labios, para indicar silencio, pero la verdad es que conmigo no tenía ninguna necesidad de hacerlo. Ben me ayudó a subir en la yegua y salimos sin hacer ruido, por la hierba y la tierra blanda para que los caballos se oyeran lo menos posible. Antes de que se levantara el sol, habíamos llegado al borde del valle y nos adentrábamos en un denso bosque, siguiendo senderos sólo visibles para leñadores experimentados. Harrowfield había quedado muy atrás, y el brillante amanecer. Temblaba de frustración, me explotaban las preguntas que no podía hacer. Se detuvieron un momento para pasarnos una cantimplora de agua. Aproveché la oportunidad.
¿Adónde vamos? ¿Qué es esto? ¡Hoy, tú te casas! ¡Hoy, tú, a casa! ¿Dónde?
La sombra de una sonrisa cruzó el rostro de Rojo, aunque también él parecía no haber dormido.
—¡Cuántas preguntas! Está bien, Jenny. Tenemos bastante camino por delante, por lo menos hasta media mañana. Quiero enseñarte algo. Nos aseguraremos de que vuelvas sana y salva. Y he… dispuesto… que tu labor esté bien custodiada. Esa fiera de perra tuya también ayudará, sin duda. Ahora, ¿puedes seguir cabalgando? ¿No estás muy cansada?
Sacudí la cabeza, pero no había terminado. No me había respondido, en realidad no.
Hoy, tú, te casas. —El mensaje era bastante evidente en mi rostro, si los gestos no bastaban—. ¿Cómo les puedes hacer esto? ¿Cómo les puedes hacer esto?
Rojo se encogió de hombros, y no me miró a los ojos.
—No te preocupes —dijo—. Está bajo control. —Eso fue todo. Proseguimos, y descubrí que a pesar de mi confusión y de mi ansiedad, a pesar de la profunda conmoción que me causaban sus actos, estaba disfrutando de la libertad de aquel paseo, del dulce aroma del bosque, del golpe sordo de los cascos sobre helechos y musgo, de la compañía silenciosa de los dos hombres. Era casi como… casi como la otra vez que viajamos juntos Rojo y yo, cuando descansamos bajo un manzano y compartimos su fruto. Cuando nos refugiamos en la cueva y vimos más de lo que esperábamos. A pesar del miedo y la incertidumbre, ya entonces había un lazo entre nosotros, cuando apenas lo conocía. Rojo me miró y apartó la vista, tuve la impresión de que compartía mis pensamientos.
La primera vez que llegué a Harrowfield, el viaje desde el mar había durado la mayor parte del día. En ese momento reparé en que la costa debía de ser muy irregular o dar la vuelta sobre sí misma, porque el camino que tomamos era mucho más corto, aunque más difícil. Los caballos parecían conocerlo, pero resultaba evidente que no era muy transitado. No tardamos demasiado en surgir de los árboles frente a una extensión enorme y brillante de mar, y oír el romper de las olas y los gritos de las gaviotas. Un sendero conducía abajo, entre rocas, junto al mar. Era muy empinado, demasiado para ir a caballo. Cabos arbolados se adentraban en el agua a ambos lados; el lugar estaba resguardado, era casi secreto. Los dos hombres desmontaron y, al poco, hice lo propio, algo violenta, pues no estaba acostumbrada a cabalgar tanto. Nadie habló pero vi que Rojo cogía a Ben por el brazo, como para darle las gracias, y Ben asentía, tomaba las riendas de los tres caballos y se los llevaba bajo los árboles.
—Por aquí —dijo Rojo, y empezó a bajar por el camino estrecho y desdibujado. No tenía más elección que seguirlo. Aún me dolía un poco el tobillo, pero aguantó bastante bien. Había sitios donde el camino era empinado y se desmoronaba, me cogió un par de veces de la mano, pero me la soltaba en cuanto podía. Yo me concentraba en no resbalar, sin mirar a mi alrededor. Al final nos detuvimos en un pequeño saliente plano de la roca, a unos seis metros por encima de la playa.
—Mira hacia allí —dijo Rojo. El lugar donde estábamos era el centro de una cala resguardada, de arena blanca y fina, y gran abundancia de matojos desperdigados por la cara del acantilado que teníamos detrás. A cada extremo, los altos cabos impedían el paso de viento y temporales, de manera que apartaba la bahía del resto del mundo. Delante de nosotros una pila de piedras erosionadas dividía la playa en dos partes.
Seguí la mirada de Rojo, hacia la izquierda, y me quedé con la boca abierta de la emoción.
Había oído hablar de dichas criaturas, pero sólo en los cuentos. Estaban tomando el sol, enormes, brillantes, elegantes y en reposo; nos miraban con aquellos ojos líquidos como para decir este sitio es nuestro. El misterio del océano residía en aquellos ojos. A lo mejor había diez o doce criaturas, y mientras las observaba salió otra del agua, moviéndose por la playa con una gracia pesada. Sacudió su largo y pesado cuerpo de lado a lado, y una ducha de gotas plateadas formaron a su alrededor un halo deslumbrante. Después se aposentó, con un suspiro, entre los suyos. Me senté con mucho cuidado en las rocas, moviéndome muy lentamente no fuera a asustarlas. Pues aquél era uno de esos lugares donde la armonía de las cosas naturales permanece intacta, donde los mundos se encuentran y hablan, donde hombre y mujer deben pisar con exquisito cuidado. Una de las criaturas movió la cabeza, para observarme; después apoyó la cabeza encima de la espalda de otra y cerró los ojos lentamente. Sentí cómo se me abría en el rostro una sonrisa de placer puro. Pasé mucho tiempo observando a las criaturas, allí sentada bajo el cielo de mayo con las aves marinas sobrevolando por encima. Sentí el poder del lugar a todo mi alrededor, empapándome, me tranquilizaba el espíritu y me llenaba de alegría. Era un sentimiento que no se podía expresar fácilmente con palabras; el mismo sentimiento que había llegado a mí en algunas ocasiones en los lugares más profundos y secretos del bosque o sentada en los tejados de Sieteaguas, mientras hablaba con Finbar sin palabras. Todo está bien. Todo irá bien. La rueda gira y vuelve a girar. Aquél era un lugar donde curar el alma.
Al cabo de un rato recordé que no estaba sola y me volví para mirar a Rojo. Estaba sentado en las rocas junto a mí, tenía en la mano su libro, y tinta y pluma, pero no trabajaba. Me estaba mirando.
—Nos quedaremos aquí un rato —dijo en silencio. Después abrió el libro y destapó el corcho del tintero—. Ben volverá más tarde; tiene unas cosas que hacer por estas partes. Aquí estás bastante segura. —A eso, las preguntas volvieron a mí todas de golpe. ¿Cómo podía tener una calma tan exasperante? ¿Es que no me iba a dar explicaciones? ¿Cómo usar las manos para preguntar? ¿por qué, por qué me has traído aquí?
»Más tarde —dijo—. Tenemos todo el día. Más tarde hablaremos, y te lo explicaré… por ahora, ¿puedes entender que deseaba un día de descanso para esas manos, sólo uno? ¿Que deseaba ver a mi prisionera libre un poquito? Disfruta del día, Jenny. Mañana empieza otra vez.
¿Y por qué hoy? ¿Y Elaine, y tu madre, y…? Pero no podía preguntarlo todo con signos. Además, él sabía perfectamente qué quería preguntar, pero sacó de su bolsa las tablas forradas de cuero donde guardaba sus registros de la granja y extrajo un pedazo de pergamino que ya estaba medio lleno de aplicadas marcas. Sumergió la pluma en el tintero y se puso a trabajar, sentado allí bajo el cielo abierto, y frente al ancho mar, parecía tener ojos sólo para su ordenado informe de cómo habían sido, eran y serían siempre las cosas.
Así que me quité las botas y subí hasta el otro lado de la playa, que parecía intacta aparte de las pisadas de los pájaros. Allí no había grandes criaturas marinas al sol, sino conchas delicadas e intrincadas traídas por la marea, fragmentos de madera descolorida y complicadas redes de algas. Sentía la arena agradable bajo los pies desnudos, tan agradable que me levanté las faldas y eché a correr, tobillo malo o no, con la brisa en el pelo y, al final, el frío tacto del agua bajo mis pies. Mi corazón latía con el entusiasmo de la libertad. Corrí a través de las pequeñas olas y la orilla del vestido se me mojó y se me llenó de arena; corrí por la playa y las gaviotas me siguieron por el aire, gritándose unas a otras. Corrí hasta que me mareé y me quedé sin aliento, hasta que llegué al otro extremo de la playa, donde el cabo rocoso se alzaba de entre la arena blanca. Allí me apoyé contra las rocas y escuché el latido de mi corazón mientras respiraba el aire salvaje del mar. No me había dado cuenta, no había reparado en qué carga tan dolorosa había recaído en mí, hasta ese momento, cuando fui libre durante todo un día.
Veía a Rojo, una figura distante sentada en las rocas. Su pelo era la única nota vibrante de color en un paisaje gris, verde y blanco, una llama sobre el agua. Había dejado de lado el libro y estaba sentado muy quieto, con la espalda recta, observándome. A lo mejor pensaba que iba a escapar. Pero no, sabía que tenía que volver, pues entendía, por lo menos, que debía completar mi tarea, aunque si supiera el motivo le costaría de creer. Esas cosas estaban más allá de la comprensión de un britano. Voces en la cabeza, sueños extraños, eso lo podía aceptar a regañadientes. Pero había todo un mundo más allá de aquello, y él apenas había tocado sus márgenes.
Regresé más lentamente. A mitad de camino, el mar arrojó una multitud de conchas, cada una más bonita que la anterior. Me senté en la arena y cogí primero una, después otra, maravillándome ante cada uno de aquellos hogares convolutos que habían albergado pequeñas criaturas marinas. Pues era la hija del bosque y, durante mi infancia, apenas me había aventurado lejos de sus brazos envolventes, sin haber imaginado siquiera la maravilla, la extrañeza del océano y de su vida secreta. La concha de mi mano se había abierto en dos durante alguna terrible tormenta; dentro, tenía dos cámaras, ambas adornadas con una capa brillante y nacarada que podría haber adornado a una reina. Era realmente maravillosa. Me quedé allí bastante rato, mirando y soñando, mis pensamientos empezaron a alejarse de aquel lugar, mi espíritu se volvió hacia el interior. Y entonces… y entonces… ¿cómo describir el momento? Una voz en mi cabeza, no la que me atormentaba, no la que me hablaba con sensatez y me despertaba; una voz que hacía mucho que no oía, demasiado tiempo.
Sorcha. Sorcha, estoy aquí. Estoy aquí, lechucita.
¿Conor? —Casi ni me atrevía a pensar en su nombre, casi ni me atrevía a llamarlo, por si acaso se perdía el momento. Miré el cielo, por encima del agua. Allí había un ave solitaria, con las alas bien abiertas, volando en círculos, planeando—. ¿Conor? ¿De verdad eres tú?
Escucha con atención. Sólo tengo un momento, después tendré que marcharme.
Los otros… ¿dónde están? ¿Por qué no…?
Calla, lechucita. Sólo escúchame. —Tranquilicé mis pensamientos, vacié y abrí mi mente—. Eso está mejor. Dime, ¿te encontraré aquí en el solsticio de verano?
No. Representé el valle de Harrowfield, tan bien como pude, intentando enseñarle dónde quedaba, más allá de las colinas, al sureste. ¿Cómo llegaría un cisne a Harrowfield? Un cisne no va por caminos, ni puentes, ni senderos bajo los árboles.
Veo el lugar. ¿Quién es el que te guarda? ¿Por qué has venido aquí, al otro lado del mar? Está lejos, demasiado lejos para nosotros —Sentí las lágrimas inundarme los ojos y dolor en la garganta. No le respondí—. ¿Están las camisas hechas? ¿Estarás lista, para el solsticio de verano?
Empezaron a caerme las lágrimas.
No. Me queda una entera y parte de otra.
No llores, hermanita. Estaré allí. Espérame en Meán Samhraidh. Iré.
Lo sentí retirar sus pensamientos, con delicadeza, de mi mente. Siempre había sido el más hábil en aquello. Vi el ave dar otra vuelta y con un poderoso batir de sus blancas alas, salir volando hacia el oeste. Estaba otra vez sola, pero no, pues aún vivían. Los volvería a ver, pronto, muy pronto, pues ya estábamos en mayo. No había reconocido, hasta entonces, qué cerca había estado de creer que mi tarea era inútil.
Gracias, dije en silencio. Gracias, oh gracias. Pero no sé con quién hablaba. Había a mi alrededor tanto poder que casi se podía tocar, una fuerza en las olas, las rocas y las extrañas criaturas marinas de ojos amables. Había oído la voz de mi hermano por eso, porque estaba donde estaba. Pero no había olvidado quién me había traído allí.
Más tarde, cuando la marea bajó completamente, compuse una mujer del mar en la arena húmeda, con una larga melena de algas, ojos grises de conchas y una graciosa cola de pez. Tenía los pechos redondos, la cintura estrecha y manos pequeñas y delicadas. Era como las criaturas de las que había oído hablar en los viejos cuentos, que les lloraban a los marineros al pasar, con voces tan atrayentes que podían volver loco a un hombre. Me levanté mojada y llena de arena, estaba tan ensimismada en la tarea que no vi a mi compañero bajar a la playa hasta que la brisa me echó el pelo en la cara y yo levanté la cabeza para apartármelo. Estaba sentado no muy lejos, observándome, y descubrí una sonrisa en su rostro, la primera sonrisa que le había visto, una sonrisa que suavizaba y curvaba aquella boca apretada y que dulcificaba aquellos ojos fríos como el hielo, una sonrisa que me hizo subir la sangre a la cabeza y me provocó un vuelco en el corazón.
Algo muy hondo en mi interior gritó: ¡Cuidado! No te puedes permitir tomar ese desvío en el camino. Aparté la mirada de él, pues cuando vi la dulzura de aquella sonrisa sentí la mano de Simon aferrarse a la mía lleno de terror, como si fuera un talismán. Cuando miré a los ojos de Rojo y vi aquella profunda soledad, oí la voz de Simon, como la de un niño: No me dejes. Aquellos hermanos, sin apenas pronunciar palabra, me pedían más de lo que podía darles. Me senté dándole la espalda y observé a las aves sobre el mar. Gaviotas, gansos y otras aves que no sabía cómo se llamaban, enormes viajeros alados. No había cisnes, no en aquel momento. Pero en algún lugar al otro lado de la salvaje extensión de agua esperaban. Era todo lo que importaba.
—Simon y yo solíamos venir aquí —dijo Rojo, a mi espalda—. Hace mucho tiempo. Nadie más conocía este lugar. Las focas vienen aquí a descansar, no demasiado tiempo, viven casi todo el tiempo en el mar y sólo se dejan ver cuando quieren. Nunca sabíamos si estarían o no. Quería enseñártelo.
Asentí, pero no lo miré.
—Hay una vieja historia sobre este lugar —prosiguió—. Es un cuento sobre una sirena como la que acabas de hacer ahí. Tu gente tiene gracia para contar historias. Yo no tengo el don de las palabras. Pero creo que te gustará la historia.
Ahora sí que me había sorprendido. Me di la vuelta. Estaba sentado con las piernas cruzadas sobre la arena, aún llevaba sus botas de montar. Por lo menos había dejado la capa en las rocas, con el libro y la pluma. Le fruncí ceño y le enseñé mis pies desnudos, después le señalé los suyos. Enterré los dedos en la arena.
Por lo menos aquí te podrías relajar. Me miró entornando los ojos, pero se quitó las botas, se levantó y bajó hasta el borde del agua, junto a la sirena. Estudió la media sonrisa de su rostro, mientras las olas le lamían los tobillos.
—La gente de estas partes vive de la pesca —dijo—. Un joven aprende a echar las redes o a filetear un bacalao antes de medir un metro. Pero había un chico que no quería seguir aquella llamada. Todo lo que hacía, día tras día, era sentarse en las rocas junto al cabo tocando la flauta. Danzas, cancioncillas, melodías extrañas que él mismo se inventaba. Su padre estaba desesperado. Su madre decía que sería una vergüenza para ellos, que no era capaz de trabajar un día entero en la barca. Pero Toby, pues ése era su nombre, sólo miraba el mar y tocaba sus melodías. Con el tiempo la gente empezó a escucharlo fascinada, pues su música repetía las alegrías y los anhelos de sus propios corazones.
Me quedé de piedra. Ni se me había ocurrido que el retraído Hugh de Harrowfield pudiera albergar dichas palabras.
—El muchacho se convirtió en un hombre joven. A veces le pedían que tocara en una boda, él se hacía el remolón y se marchaba tan pronto como podía. Y entonces llegó la parte extraña de la historia. Extraña pero cierta, dicen, pues un hombre que reparaba redes lo vio con sus propios ojos. Allí estaba Toby, un atardecer de un día de verano, sólo en las rocas oscuras con las notas de su flauta flotando alrededor. Y a su lado, de repente, había una encantadora joven con la piel pálida como la luz de la luna y el pelo largo como algas enmarañadas que descendían para cubrir su desnudez, y unos ojos líquidos que albergaban el océano. Salió del agua y por un momento el hombre pensó que había visto un destello de una cola plateada, el refulgir de las escamas cuando las tocaron los últimos rayos del sol, pero cuando volvió a mirarla, estaba sentada recatadamente en las rocas, escuchando la música como en trance y parecía una mujer como cualquier otra, excepto que era más guapa y salvaje que cualquier chica de estos lugares.
Rojo se agachó, recogió un mechón de algas cuidadosamente con las manos. Lo dejó sobre el cuello de la sirena.
—Toby se la llevó a casa, y su madre, a regañadientes, le buscó una túnica para cubrirla, y su padre se quedó dividido entre la admiración y la aprensión cuando le comunicó que se casaría con ella al día siguiente. Pero su abuela le dijo: No la mantendrás mucho tiempo. Siempre pasa lo mismo con las gentes del mar. Te piensas que son tuyos y un día oyen la llamada de las olas y se marchan.
»Ambos se fueron a vivir lejos del mar, a Elvington, donde Toby se ganaba la vida tocando en ferias y mercados. La mujer del mar limpiaba la casa y dormía en su cama, y con el tiempo, le dio dos hijitas con el pelo frondoso y los ojos de profunda mirada. Y la gente no sabía si pasar por su granja al anochecer, porque a veces se oía la flauta, con una cadencia aguda, y otras, el lamento de la mujer, que ponía los pelos de punta de tanta añoranza como contenía.
»Pasaron tres años y no les iban bien las cosas, pues la mujer de Toby se quedó cada vez más delgada y pálida, y su lustroso pelo, seco y quebradizo. Ya no se oían los dulces sonidos de la flauta retumbar en el crepúsculo. La gente decía que la mujer estaba a punto de morir y el hombre fuera de sí, pues era la mujer de su alma y no podía soportar renunciar a ella.
»Entonces, una mañana, dejaron Elvington con tanta discreción como habían llegado: Toby, su pálida y joven esposa envuelta en un gran chal, y las dos hijas una al lado de la otra en la parte de atrás del carro, tirado por un burro. Viajaron hasta la orilla, y a cada paso que el burro daba hacia el latido de las olas y la gran extensión de océano, los ojos de la mujer se encendían y el rostro de Toby empalidecía y envejecía.
»Tardaron un día más en llegar de nuevo a las rocas que miraban al oeste. Las niñas chapoteaban en la orilla, sin hacer caso del mar helado. Nadie sabe qué le dijo Toby a la mujer, ni qué le respondió ella. Pero dicen que ambos se quedaron cogidos de las manos hasta justo antes de que desapareciera el último rayo de sol en el agua, entonces Toby sacó la flauta y empezó a tocar un lamento. Y cuando terminó la canción, la mujer del mar se había ido, había desaparecido en el abrazo de las olas. Pero en las aguas oscuras, se vio un destello de colas y un sonido de voces extrañas que repetían la canción de despedida.
¿Y? Moví las manos, quería más. Los cuentos había que terminarlos bien.
—Era una criatura de las profundidades, allí debía regresar o perecería. Toby lo entendió, pero de poco le sirvió. Pues todo lo que le quedaba de ella era su recuerdo, donde siempre conservó cada momento, todos y cada uno de los momentos en que había sido suya. Era todo lo que tenía para luchar contra la soledad. Sus hijas crecieron, se casaron y sus descendientes aún viven por estos lares. Pero ésa es otra historia.
Rojo se sentó dándome la espalda, cerca pero no demasiado. Hubo un breve silencio mientras el cuento se asentaba en nuestras mentes. Pensé, Toby encontró un tesoro, encontró a la mujer de sus sueños, aunque la volvió a perder. Lo que tú pescaste fue una chica escuálida, con una maldición que hace daño a todos los que se le acercan. Mal negocio has hecho, Hugh de Harrowfield. Más te valdría dejarme ir y atajar las pérdidas. ¿Pero dónde había aprendido a contar un cuento así un britano? Desde luego aquél era un día extraño.
Rojo trajo la pequeña bolsa a la arena. Me ofreció una botella de agua, sacó una rebanada de pan de avena, que dividió, y un pedazo de queso, que cortó con su cuchillito. Descubrí, a pesar de todo, que tenía hambre. Me observó comer, pero él apenas probó bocado. El espacio entre nosotros estaba cargado de pensamientos no dichos. Cuando terminé, recogió botella y paño, y se abrazó las rodillas, mirando hacia el oeste.
—Hoy —dijo—, he terminado la última página de este informe. Es hora de empezar otro. Cada par de tapas recoge un año. Se remontan mucho tiempo. Cada roble que plantan, cada granero que construyen, las estirpes de ovejas y ganado. Las batallas que pelean, los incendios e inundaciones que soportan. La historia del valle. Siempre ha sido todo lo que he deseado, proseguir el trabajo que empezaron: que mis animales medren, que mis cosechas crezcan saludables y que mi gente esté a salvo y satisfecha. Eso, creía, es para lo que había nacido.
Hubo una pausa. Lo miré de reojo. Su perfil era severo.
¿Pero?, indicaron mis manos.
—Pero… desde que Simon se fue, desde… desde que te encontré y te traje a Harrowfield, es como si caminara entre sombras y jugara a los dados con fantasmas. Como si hubiera perdido mi camino. O… o como si el camino que siempre había creído el mío cambiara bajo mis pies. Siempre, antes, me había parecido suficiente que mi vida siguiera ese camino, como había hecho mi padre, y su padre antes que él. Pero me he salido de la pauta, no hay vuelta atrás. No tengo miedo, no por mí, pero me siento incómodo, pues lo real y lo irreal cada vez se acerca más, se enreda y se enrosca de manera que no se pueden diferenciar. Oigo dos versiones de la misma historia y no distingo la verdad de la mentira. Aquí estoy contando historias y medio creyéndomelas. Pues a veces pienso que también tú regresarás algún día, oirás la llamada del mar y desaparecerás bajo las aguas como la sirena de Toby O puede que una noche, mientras vigile fuera de tu ventana, vea una lechuza volar y desaparecer en el bosque, y cuando te busque, sólo habrá quedado una plumita en tu almohada.
Mis manos eran incapaces de hablar por mí. Desde aquella noche, en que había intentado consolarlo y sólo conseguí enfadarlo, había abandonado la esperanza de que volviera a hablarme así. Creía que me había cerrado las puertas para siempre. ¿Por qué decidía ahora revelar tanto de sí mismo? Necesitaba palabras. Podría haberle dicho, es el hechizo. Es el encantamiento que te echaron para mantenerme a salvo. Para cumplir la tarea. Ahora la tarea está casi terminada, mis hermanos me encontrarán y levantarán tu maldición. Podrás volver a tu valle y a la pauta ordenada de tu vida, y yo… volveré a casa.
—No dices demasiado —dijo Rojo. No hice ningún esfuerzo por responder. Pensé que, dijera lo que dijera, o hiciera lo que hiciera, me equivocaría y volvería a caerle encima la máscara. A lo mejor, si me quedaba muy quieta, podía conservar aquel momento, con el cielo y el mar y el calor del día, con la voz de mi hermano en la cabeza y Rojo sentado a mi lado hablando como si… como si…— Hazme tus preguntas ahora, si quieres —dijo tímidamente—. Te debo una explicación. Varias explicaciones. Y tengo algo qué decirte y algo que pedirte. No hay prisa. Tenemos el resto del día.
Eso me preocupó. Así que mi primera pregunta fue: ¿Cuando el sol… se ponga… volveremos… a casa?
—Eso no importa —dijo frunciendo algo las cejas—. Ya te he dicho que nos aseguraremos de que vuelvas sana y salva, y lo haremos. Al menos de eso puedes estar segura.
Gesticulé para indicar exasperación. Era experto en elaborar respuestas que no respondían nada. Le hice señas:
¿Tú… no te casabas… hoy?
—A estas horas —dijo, mientras miraba el sol arriba en el cielo—, Elaine y su padre estarán de vuelta a casa. No habrá ninguna celebración en Harrowfield.
Le hice saber que esa respuesta me parecía harto inapropiada.
—No perderán tiempo en preguntas —respondió con cuidado—. Elaine iba a contárselo a Richard esta mañana, y a mi madre. No quería quedarse más tiempo del necesario. Sí, Jenny, lo sabía. No tengo tan poco corazón como crees.
Elaine… ¿triste, enfadada?
Dejó escapar una sonrisa algo apenada.
—No. Decepcionada y molesta, a lo mejor. Pero nunca me quiso a mí. Elaine se apañará, pero su padre es otro asunto.
Seguía sin responder a la pregunta real, la única importante.
¿Por qué? No había un gesto claro para eso, pero no necesitaba ninguno: la pregunta debía de estar escrita en mis ojos.
—Te… te lo explicaré en su momento. Hay motivos. Es complicado. Yo…
Vas a tener que hacerlo mejor.
—¿Por qué hoy? ¿Por qué no decírselo y acabar con todo? ¿Me creerías si te dijera que porque quería traerte aquí y enseñarte este lugar y verte correr por la arena? ¿Porque sólo puedo hacerlo si mantengo este día secreto para todo el mundo excepto para aquellos a quienes confío mi vida?
Sacudí la cabeza.
—En cualquier caso, es buena parte de los motivos, Jenny. Desde… Desde el día en que John murió, yo… no, no encuentro palabras para esto.
Le hice señas:
Tómate tu tiempo. Te escucho.
—Has sufrido, desde ese día. No soy ciego, yo… tienes que entender que, aquel día, cuando sucedió, cuando llegamos, pensé… pensé que los dos… y entonces, descubrí que no… lo siento, esto es… no tengo habilidad con las palabras, sólo espero que me entiendas. He sido injusto contigo. No te he protegido como debería. Lo que ocurrió no fue culpa tuya. Todos nos culpamos. Si hubiera hecho esto, si hubiera hecho lo otro… pero fue culpa sólo de quien lo ordenó. Fue listo, no quedaron pruebas. Pero creo que ahora se ha tendido su propia trampa. Sólo que…
—Volvió a quedarse callado.
Esperé.
Al cabo del rato dijo:
—Empieza a hacer calor. No deberías estar tanto tiempo al sol.
Lo seguí por la playa y nos volvimos a sentar, bajo el cabo, donde las sombras empezaban a alargarse por la arena. Junto al agua, la marea empezaba a lamer la cola de la sirena, convenciéndola de que regresara al mar.
—Tengo que hacerte una pregunta —dijo Rojo mientras le daba la vuelta a una concha entre las manos—. No tienes que contestar si lo tienes prohibido. Pero respóndeme si puedes.
Asentí. Sonaba importante. Pero, pensé, en un día como aquél, seguro que poco más podría sorprenderme.
—La talla que te hizo —dijo Rojo y por un momento no entendí a qué se refería—. La talla con el escudo de Harrowfield, quisiera saber si te la dio mi hermano. ¿Te la colocó entre las manos, sabías lo que pretendía?
Sacudí la cabeza. No, la dejó para mí, aunque yo lo abandoné cuando más me necesitaba, y cuando llegó a mí, hacía mucho que se había ido. No podía contárselo.
—¿Me puedes decir —preguntó y me estaba mirando directamente a los ojos— si mi hermano vivía aún cuando te conocí?
La pregunta había sido formulada con cuidado. Sacudí la cabeza. Creía que sus huesos estaban esparcidos por mi bosque. Pero no los había visto. No podía contarle esa parte.
—¿Sabes si Simon está muerto con certeza? —Sus ojos eran muy claros, bajo el sol del verano. Claros como charcos que deja la marea al alba. Tan profundos como recuerdos que no deben contarse.
Sacudí otra vez la cabeza.
—Entonces no estás segura —dijo apartando la mirada—. A lo mejor te preguntas por qué he escogido este momento para preguntártelo. Tengo que decirte que… que es posible que tu cautividad llegue a su fin. Que la respuesta que busco puede aparecer en otra parte. ¿Has reparado en que han regresado mis mensajeros? Tengo muchos informadores, como mi tío; pero yo no hablo de los míos.
Para entonces le escuchaba absorta, aunque no tenía idea de lo que venía después. Me dio la sensación de que estaba más a gusto, mientras planeaba una estrategia, diseñaba un plan, en territorio más seguro.
—Pensé que se había perdido toda señal de Simon. El rastro frío, las pistas borradas por el tiempo. Mi tío hablaba de buscarlo y yo supuse que no eran más que palabras ociosas, que había dicho para contentar a mi madre. Aun así, les pedí a mis mensajeros que estuvieran atentos por si oían algo. Y por fin, justo ahora, han llegado noticias.
¿Qué? ¿Qué noticias? ¿Cómo podía haber noticias de Simon, después de tanto tiempo?
—Mi informador oyó una historia —dijo Rojo—. De un joven de pelo dorado y ojos azules y brillantes, un hombre tan extraño a tu tierra como se puede ser. Vivía en una comunidad de hermanos santos, en una pequeña isla en la costa oeste de Erin.
Está muy lejos de aquí. Era un hombre joven que parecía no haber sufrido daños, que parecía en sus cabales y con el espíritu intacto. Sólo… sólo que había perdido la memoria, sólo conocía el presente. Inocente como un bebé recién nacido, pero, decían, de unos dieciocho o diecinueve años de edad.
Fuera quien fuera, no era Simon, me dije a mí misma. ¿No había sufrido daño? ¿En sus cabales? Ése no podía ser el chico que yo había cuidado, cuyo espíritu estaba tan maltrecho como su cuerpo. Pero no podía decirle eso.
—Creo que debe de ser mi hermano —dijo Rojo mirándome—. Y por eso tengo que ir a buscarlo. Debo ir, y rápido, para llegar antes que ningún otro.
Ahora me estaba asustando.
¿Por qué?
—Porque no son las únicas noticias que recibí. Después de que tú te retiraras anoche, mi tío nos convocó y nos dijo que tenía pruebas de que Simon había sido asesinado, poco después de que tendieran una emboscada y mataran a la tropa que acompañaba. Que había sido capturado, torturado y asesinado. Y su cuerpo enterrado entre los árboles, donde el crecimiento del bosque pronto lo ocultaría. Tenía un testimonio de primera mano, de uno que había sido testigo y más tarde se volvió contra su señor.
Ambas historias son falsas, pensé. Pero no podía negar una, ni refutar la otra. No sin contarle la verdad de lo que sabía. Y no iba a hacer eso. No hasta que tuviera palabras. Incluso entonces, sería difícil.
—Richard miente —dijo Rojo sin más—. Por algún motivo no quiere que encontremos a mi hermano. Así que tengo que ir solo y en secreto. Ni siquiera mi madre lo sabe, pues sería cruel levantar expectativas hasta que esté seguro. Además, sigue siendo la hermana de Richard. Sólo se lo he contado a Ben, y ahora a ti. Hay que cruzar una gran extensión de territorio hostil. Jenny, tengo que decírtelo, me marcho esta noche. No volveré a Harrowfield. No hasta que lo encuentre.
Me abrumó, al instante, un pánico terrible. Era todo espantoso, podía no ser su hermano, alguien le estaba tendiendo una trampa y… pensé en mi regreso a Harrowfield, cómo sería si él no estaba allí. Pensé que podría no regresar nunca. Mi mano tomó su propia iniciativa y lo agarró por un pliegue de su túnica, cerca del corazón, y me mordí el labio para tragarme las lágrimas de miedo. ¿Qué me pasaba? ¿No era la más fuerte de siete, aquella cuyos pies apenas titubeaban?
—Lo que me conduce —dijo Rojo con una voz que era poco más que un susurro— a la última parte de lo que debo decir. Créeme, lo he pensado mucho, me ha costado muchas noches de sueño. No te dejaría sola por voluntad propia, pues la amenaza a tu seguridad es real. Pero si mi hermano vive, tengo que encontrarlo. Te… te he cuidado tan bien como he podido. A menudo, no lo suficiente. Ojalá hubiera hecho más, pero no siempre me lo has puesto fácil. Esta vez, dejo a Ben detrás, en contra de su voluntad. Me voy solo, puedo pasar sin que me vean, creo, la mayor parte del viaje. Ben te vigilará y habrá otros que te ayudarán. Puede que no tarde mucho. No te preocupes tanto, Jenny.
Sentí una lágrima correr por la mejilla.
Tardarás demasiado. —La premonición me pesaba en el corazón, un poderoso sentimiento de desgracias que se avecinaban—. No vayas. Aún no. Pero no podía decirlo.
—Te dije una vez que había una solución al problema de tu seguridad, y es… —Prosiguió, con mucha cautela, como si caminara entre cristal roto: un paso en falso y el daño sería inevitable—. He visto cómo te tratan, incluso mi madre, cómo te miran y hablan a tus espaldas. Cómo desconfían de tu presencia en la casa. No pueden aceptarte como amiga, porque no entienden por qué… es decir, tu lugar en mi casa no les queda claro. Eso te convierte en vulnerable a sus gamberradas, su descortesía y sus prejuicios. Para peor. Puedo cambiarlo, y lo haré, si estás de acuerdo. Pero como dije, puede que no sea una solución de tu agrado.
¿Cuál?
—Prométeme —dijo— que me escucharás. Que me escucharás, y no huirás ni bloquearás tu mente hasta que hayas escuchado lo que tengo que decirte.
Me quedé mirándolo. Mi mano, que parecía muerta, soltó su túnica y cayó sobre mi regazo. Asentí en silencio.
—Como mi invitada —dijo con cautela—, tu situación está… está sujeta a los caprichos de otros, no puedo garantizar tu seguridad, si no estoy allí para vigilarte. Como mi esposa, estarías a salvo.
El corazón me dio un vuelco, me puse en pie, mis faldas le llenaron la cara de arena. La respuesta debió de reflejarse clara en mis ojos cuando mis manos se movieron convulsivamente para rechazar sus palabras.
No. No puedes hacerlo. No.
—Me has prometido que me escucharías —dijo en voz baja, y lo había hecho. Así que me volví a sentar, muy lentamente, y me di cuenta de que me había abrazado a mí misma, como buscando protección. El soleado día de primavera se había vuelto frío de repente, se había atenuado su brillo—. Estás asustada. No es de extrañar. Jenny, sé… entiendo que… que alguien te hizo daño, fue cruel contigo… sé que aún te encoges de miedo ante mí, aunque espero que, a pesar de todo, seamos amigos. Este matrimonio sería… sería sólo nominal, un matrimonio de conveniencia podrías llamarlo. Te ofrezco la protección de mi nombre, para que puedas completar tu tarea con seguridad. Nada más y nada menos.
No puedes hacerlo. Está mal, todo mal. ¿Cómo puedes siquiera pensar que…? Oh, cómo necesitaba las palabras para hablar con él como era debido. Los hilos de aquella historia se enmarañaban, se liaban, caían en el caos. Una cosa era romper la pauta, otra despedazarla.
—Por lo menos considéralo —prosiguió Rojo, con la voz muy calmada, muy desapasionada, como si ejerciera el máximo control. Yo quería pegarle, abofetearlo, obligarlo a ver la realidad. ¿No sabía que eso no era ninguna respuesta? ¿No veía que era imposible? Me imaginé a mí misma viviendo en Harrowfield como la dama de la casa. Habría encontrado la imagen cómica si no doliera tanto—. Por lo menos piénsalo. Aún tenemos algo de tiempo antes de que vuelva Ben.
Entonces caí en la cuenta, con horror creciente, de que pretendía hacerlo inmediatamente: ese día iba a ser efectivamente el día de su boda. Como partía al otro lado del mar, podría no regresar, y pretendía que estuviera tan bien protegida como fuera posible mientras tanto. Pero…
—Mírame, Jenny —dijo Rojo, y lo miré. Miré los fuertes rasgos de su rostro, la palidez de la piel, la llama de pelo corto como el pelaje de un zorro. Los ojos profundos y serios—. Jamás he tomado a una mujer en contra de su voluntad —dijo—. Jamás. Y no voy a empezar ahora. Sobre todo… —No terminó ese pensamiento concreto—. ¿Me crees?
Asentí.
No es sólo eso, aunque eso es parte importante.
—¿Ayudaría si te dijera que lo saben más personas, que he preparado tu regreso a Harrowfield? No tendrás que darle la noticia a mi madre. Ya lo ha hecho Elaine, antes de regresar a su casa.
Pensaba que ya no podía sorprenderme más, me equivocaba.
¿Elaine lo sabía? ¿Quién más? ¿Lo sabía toda la casa antes de preguntármelo a mí? Me dedicó una sonrisa triste que no le alcanzó los ojos.
—Sólo he hablado con aquellos en quienes podía confiar. Elaine, sí; merecía una explicación y se la di. No es sólo mi prima, Jenny, sino también una vieja amiga, la conozco desde que éramos niños. Hoy nos ha quitado una carga, al contárselo; no deja de sorprenderme que mi tío concibiera una hija como ella. Ben lo sabe también, su parte en esto es fundamental. Te llevará a casa y te protegerá mientras yo esté fuera. Y… ya le había contado mis intenciones a John hace mucho tiempo.
Se hizo el silencio. Un silencio pesado. Al final me levanté y caminé hasta el mar otra vez, seguía sintiendo la arena agradable bajo mis pies descalzos y el sol de la tarde aún benigno, pero todo había cambiado. En su momento, no comprendí las últimas palabras de John, las consideré locuras confusas de un hombre al borde de la muerte y presa de un intenso dolor. ¿Qué había dicho? Bien. Ha elegido bien. Dile que sí. Algo así, si lo unía todo. Y yo había asentido, sin pensar, en la esperanza de aplacar su angustia. Le había dicho que sí. No se rompía una promesa a un moribundo. Sobre todo cuando había muerto por tu culpa.
Volví a caminar por la playa, mientras las sombras se alargaban y el mar se oscurecía. Junto a la orilla, la sirena casi había desaparecido. Todo lo que quedaba de ella era un mechón de pelo oscuro enredado y una mano delicada que se extendía. Me senté y observé mientras el océano se la llevaba, de nuevo a sus lugares secretos. Aclaré mi mente, busqué respuestas. Pero esta vez no llegó ninguna voz interior sabia en mi ayuda. Sólo hechos duros, fríos. Mis hermanos estaban volviendo. Aún me quedaba una camisa por terminar y otra por hacer. Alguien había quemado mi trabajo, alguien había matado a mi amigo. Rojo se iba, yo se lo había prometido a John. No llegaba más que a una conclusión. Tenía que confiar en que Hugh de Harrowfield hubiera tomado otra de sus decisiones calculadas y sensatas. Que era, como lo describían, un hombre que no hacía malas elecciones. Tenía que decir que sí, aunque me helara el corazón.
En cualquier caso, mientras observábamos juntos desde las rocas las enormes criaturas marinas una última vez bajar pesadamente por la playa y meterse en el agua, transformándose al instante en nadadores mágicos y llenos de gracia, le hice una última pregunta. Una que él sabía que tenía que hacerle.
Tú me prometiste, volver a casa. Yo, ¿cruzar el mar, a casa?
—No romperé mi promesa, Jenny —respondió—. Cuando sea el momento, cuando estés lista para irte, te acompañaré para que regreses sana y salva. Cuando llegue el momento, pídemelo y… —No terminó la frase, pero era suficiente.
Se estaba haciendo tarde. La playa estaba medio en sombras, el cielo se oscurecía. Comprendí que no volvería a Harrowfield aquella noche. No me presionó para que contestara, sólo se quedó allí de pie, observando las focas, esperando. Había esperado mucho. En las rocas tras él, había un pedazo de pergamino; la brisa que se levantaba amenazó con arrancárselo a la piedra que lo sujetaba mientras se secaba la tinta. Allí había consignado sus últimas y meticulosas marcas sentado al sol por la mañana, una mañana que parecía, ya, una eternidad. Pero no había cuentas de ganado o cosechas en aquella página, sólo dibujos, pequeños y delicados dibujos con cuidadosos trazos de la pluma. Lo había estado observando realizar la tarea antes y me había maravillado de cómo prefería trabajar y despreciar el maravilloso lugar que lo rodeaba. Pero parecía que no tenía que mirar, para conocer su belleza. Pues aquella hoja mostraba el cielo abierto, la suave y brillante superficie de las piedras mojadas y las puntillas de espuma. Mostraba las grandes focas de ojos sabios y el vuelo de la gaviota contra las nubes que pasaban. Al pie, muy pequeño, estaba el último dibujo que había hecho. Una joven corriendo con el pelo suelto, como una nube salvaje, el vestido apretado contra su cuerpo por la brisa, el rostro encendido de alegría. Rojo se acercó y recogió el pergamino, lo metió en la carpeta y después en la bolsa. Pensé, después de todo este tiempo, no conozco a este hombre. No lo conozco en absoluto.
Se oyó un ruido desde arriba, desde la cumbre del acantilado. El ululato de un ave, uno que había oído antes. Rojo se puso las manos en la boca y le devolvió la llamada.
—Es hora de irnos —dijo, pero no se movió. Yo solté todo el aire. Jamás había deseado con tantas ganas no tener que responder. Mis manos se pusieron a trabajar en tono grave. Me señalé a mí, señalé la mano izquierda, el tercer dedo. Asentí brevemente. No pude evitar encogerme de hombros y arrugar las cejas. Lo observé para asegurarme de que lo entendía. En lo profundo de sus ojos claros, vi una breve llamarada de reacción, que suprimió al instante—. Bien. Esperaba que dijeras que sí. Vamos, pues. No nos queda mucho tiempo.
Lo había planeado todo hasta el último detalle. Había dado por supuesto, pensé con cierta amargura, que diría que sí. Sabía que no tenía otra elección. Ben nos estaba esperando; cabalgamos una corta distancia, nos detuvimos en un claro junto a un edificio de piedra donde esperaba otro hombre. Tonsura, hábito sencillo. Un padre santo, un ermitaño solitario como mi viejo amigo, el padre Brien. Terminó pronto, tan pronto que no hubo tiempo para pensar. Dijo las palabras de la ceremonia, respondimos como debíamos. Hubo un momento violento, después se hizo evidente que tenía que hacer mi voto sin palabras. El sacerdote de mirada astuta miró a Rojo, me miró a mí y vaciló. Pero me preguntó, con mucha amabilidad, si entendía las palabras, si sabía lo que estaba haciendo. Y yo asentí, volví a asentir y, al cabo de poco, tomé a Hugh de Harrowfield como esposo, en santo matrimonio. Ben nos hizo de testigos, dijo poco y mantuvo las manos sobre el pomo de la espada. Sólo habíamos estado a salvo en aquella cala encantada, parecía, durante un solo día.
Se hacía de noche. Ben se llevó al ermitaño a un aparte, mientras hablaba en voz baja. ¿Y ahora qué?, pensé. ¿Nos vamos a quedar aquí, en el bosque, hasta que se haga de día?
—Tengo algo para ti —dijo Rojo, que aún estaba en pie a mi lado. Estaba buscándolo en su bolsillo—. Quiero que lleves esto, si quieres. Una novia no debería regresar a casa sin una señal de su matrimonio, aunque vuelva sin marido. Toma, ten.
Algo pequeño, ligero, ensartado con un cordel fuerte y fino. Era un anillo, pero cuando lo sostuve a la luz que se desvanecía, vi que era un tipo de anillo que no había visto nunca antes. Aquel pequeño objeto había sido tallado del corazón de un gran roble. Era la fina y delicada obra de un maestro artesano. La superficie interna era suave como la seda, la externa presentaba un dibujo intrincado labrado durante muchas y largas noches con delicados golpes de cuchillo; un aro de hojas de roble, con pequeñas bellotas aquí y allá, y una única lechucita colgada en una rama con ojos solemnes. Aquel anillo no había sido hecho para Elaine. Me pasé la cuerda por el cuello y me metí el anillo por el escote de mi túnica, junto a mi corazón, donde quedó colgando junto a otro talismán, más antiguo, que había sido de mi madre, y después de Finbar. Miré a Rojo. Su rostro no indicaba expresión alguna. Pensé, esto no tiene sentido. Llevaba tiempo trabajando en esto antes de que John muriera, todo el invierno junto al fuego. Eso quiere decir…
—La barca te está esperando. —Llegó la voz de Ben desde la oscuridad—. El barquero dice que puede desembarcarte antes del alba, tiempo de sobra para tomar tierra. ¿Estás listo?
—No —repuso Rojo—, pero tengo que irme igualmente. Adiós, Jenny. Mantente a salvo hasta que vuelva.
Estaba helada, era incapaz de moverme.
No te vayas. Es demasiado pronto. Pero mis manos se quedaron quietas, mi lengua, como siempre, en silencio.
—Te traeré una manzana —me dijo, y se dio la vuelta y desapareció entre las sombras—. La primera manzana del otoño. —Y se marchó. No me había despedido y él ya no estaba.
***
Un cuento puede empezar de muchas maneras. Por ello, un cuento es muchos cuentos y, al mismo tiempo, cada uno de ellos sólo es una manera de contar la misma historia. Había una vez dos hermanos. Ésta es la historia del hermano mayor, un hombre que lo tenía todo. Era bueno, fuerte, sabio y rico. Era un hombre que siempre había tomado las decisiones correctas. Era un hombre satisfecho con lo que poseía; más que satisfecho, pues tanto la obligación como el amor le impelían a cuidar de su herencia. Hasta que un día, reparó en que no era suficiente. Había una vez dos hermanos. Esta es la historia del hermano menor, que era inteligente, hábil y salvaje, un hombre de pelo rizado del color del sol sobre un campo de cebada. Mucha gente lo quería, pero él no lo veía. Había un lugar para él, pero nunca se sintió bien recibido. Siempre se vio como el segundón. Su hermano heredaría la hacienda; él, una pequeña parcela de tierra que nadie quería. Su hermano se casaría bien, para salvaguardar la hacienda y consolidar su poder, pero ¿quién querría a un hijo menor, sin futuro? A su hermano siempre le salía todo bien. Él, de vez en cuando, cometía errores de proporciones épicas. También es la historia de una joven. Nadie sabía quién era exactamente, sólo que tenía extraños ojos verdes y el pelo como la medianoche, y que venía del otro lado del mar. En un momento de insensatez inusual en él, el hermano mayor la tomó como esposa. Después desapareció, como había hecho el menor, y todo lo que les quedó en lugar de ellos fue la chica bruja, que hilaba, tejía y cosía sus extrañas prendas de hierba del fuso y no decía ni una palabra, ni un solo sonido salía de ella. Decían que no hablaría, ni siquiera cuando le caían las rocas encima y tuviera un hombre moribundo al lado. Decían que era una mujer sin sentimientos humanos, una hechicera, y que cuando le arrebató a lord Hugh a su prometida debajo mismo de sus narices, sin siquiera pedir permiso, arrancó el corazón del valle de cuajo. Eso es lo que decían.
Fue una vuelta a casa difícil. La confianza que Rojo tenía en Elaine para que preparara a la casa no había estado del todo justificada. Hizo lo que pudo; todo el mundo sabía que la boda se había cancelado y que, en su lugar, Hugh había hecho lo impensable y se había casado conmigo. Elaine se había ido, como Richard, y yo estaba en deuda con ella por eso. Lo que no les había dicho, porque no podía, porque nadie menos Ben y yo lo sabíamos, era que su querido Hugh no regresaba a casa con su nueva esposa. Fue una vuelta a casa incómoda, Ben lo explicó lo mejor que pudo sin decir exactamente dónde había ido Rojo, mientras yo esperaba cansada en el salón, rodeada de rostros escandalizados y ojos curiosos. La dama Anne era una mujer fuerte. Se recuperó la primera, por lo menos en apariencia. Los sirvientes fueron despachados para buscar cerveza y aguamiel. Las damas despedidas, los hombres de armas que rondaban enviados a sus puestos. Para la dama Anne, la obligación era primordial. Así que me dio un beso helado en la frente y dijo:
—Bienvenida a casa, hija. —Con una voz casi asfixiada por la compostura. Fue sólo en ese momento cuando recordé que no hacía ni un día que Richard le había dicho que Simon estaba muerto. Después me sentó y me puso una copa de aguamiel en las manos; al cabo de un rato, llamó a Megan para que me enseñara dónde estarían mis nuevos aposentos. Yo no había previsto tanto, pero estaba todo preparado, en una cámara espaciosa del piso de arriba, que sospecho que jamás había sido de Rojo, pues era demasiado cómoda. Había una amplia cama, cubierta con una manta de fina lana, y un fuego alegre ardía en el hogar. Había tapices colgados y velas encendidas. Guirnaldas de flores decoraban la cama, el hogar y el marco de la puerta; no las habían dispuesto para mí, eso estaba claro. Pero en la esquina estaba mi pequeño arcón de madera, mi rueca y mi huso, y mi capazo con manojos de estrellada. Alys estaba a los pies de Megan y no tardó en acomodarse agradecida junto al calor del fuego.
Esa noche no dormí demasiado, ni durante las noches que siguieron, a medida que el verano avanzaba y los días para que regresaran mis hermanos disminuían. Trabajaba todo el día, bajaba sólo cuando debía, para ocupar mi puesto a la derecha de la dama Anne y comer mi frugal alimento bajo su atenta mirada. Sabía que había cosas que quería decir, que ardía en deseos de hacer preguntas. Pero ése no era su estilo. Además, sabía que no obtendría respuestas de mí. Me preguntaba, a veces, si tenía alguna idea de adónde había ido su hijo, pues las explicaciones de Ben habían sonado realmente insatisfactorias. Un viejo amigo, una disputa territorial. ¿Dónde?, habían preguntado. Ben no estaba muy seguro. Pero no tardaría, volvería pronto. Si era por eso, preguntaba la gente (a medida que avanzaba la estación), ¿por qué no había vuelto? Y si era así, ¿por qué no le había contado a nadie sus planes? ¿Ni siquiera a su propia madre? Los rumores abundaban, y yo estaba en todos ellos. Así que yo seguía a lo mío y cuando regresaba de la mesa, trabajaba en mi enorme cuarto iluminado por velas con Alys como única compañía. El tiempo volaba. El sueño seguía evitándome. Paseaba por la noche por la habitación, con la cabeza llena de visiones de Rojo capturado por los hombres de mi padre y sometido al hierro candente. De los cisnes volando por aguas azotadas por la tormenta, cada vez les resultaba más difícil mover las alas. De Rojo herido, en territorio hostil y sin nadie para ayudarle. Solo en el bosque. Sin ninguna chica habilidosa con la aguja y el hilo. Ni siquiera había tenido tiempo para coserle una cruz de serbal en sus prendas, antes de que me dejara. Imaginaba a Finbar como la última vez que lo vi, demasiado débil para caminar. Demasiado débil para volar. Imaginaba el rostro de Rojo, cuando por fin encontrara al joven sin pasado. El hombre que creía su hermano. No podía ser Simon. Si hubiera sido capaz de decírselo, a lo mejor no se habría ido ni me habría dejado sola. Entonces mi vocecita, la sensata, hablaba. Date prisa, Sorcha. Date prisa. No hay tiempo para esto. Hila. Teje. Termina las camisas. Tienes menos tiempo del que crees. Aun así, tenía menos control sobre mis pensamientos del que me habría gustado tener. El pequeño anillo colgaba alrededor de mi cuello, bajo mi vestido, donde nadie podía verlo. Cuando estaba sola, a veces lo sacaba, preguntándome cómo había calculado el tamaño, sin nada más que mis dedos hinchados y nudosos para guiarse. Me preguntaba si mis manos volverían alguna vez a ser como eran, pequeñas, blancas y finas. Para cuando eso sucediera, si alguna vez tenía lugar, ya me habría marchado de allí haría mucho. Habría dejado atrás tanto marido como anillo. Poco importaba que hubiera acertado con el tamaño. Aun así, cuando pensaba aquello, descubría que mi mano se cerraba sobre el anillo como si no quisiera dejarlo ir. Es mío, decía algo en mi interior. Ese sentimiento me turbaba sobremanera.
En ausencia de su hijo, la dama Anne tomó las riendas de la casa como evidentemente había hecho más de una vez, con competencia pausada. Pero la tarea no fue tan fácil aquella vez. Los días seguían la pauta familiar, pero sin Rojo no era lo mismo. Costaba más apaciguar las disputas. Un hombre quemó el cobertizo de otro, y salvaron al burro por un pelo. Un extraño que pasaba por la carretera se detuvo en una de las aldeas para beber y pasar la noche. A la mañana siguiente lo encontraron muerto en el patio, con una pequeña daga clavada en las costillas. Algunos de los hombres se quejaban de recibir órdenes de Ben. ¿Quién se creía que era? Sería el hijo adoptivo del viejo, del padre de Hugh, pero eso no le daba derecho para hacerse el mandón cuando a Hugh le daba por desaparecer. A ver quién se había creído que era. Además, no estaba con él maese Benedict el día en que lord Hugh… bueno, ya sabíamos. La dama Anne les decía que prosiguieran con su trabajo y dejaran de hacer perder el tiempo a Ben o a ella, que la hacienda no funcionaba sola. Ellos obedecían, entre gruñidos. Cuando la primavera dio paso al verano y un calor fructífero bañó la tierra, la desconfianza y la sospecha floreció entre la gente. Empezaron a tener miedo y a enfadarse, no sólo conmigo y los que me protegían, sino también entre ellos.
Las cosas se pusieron muy feas unos días antes del solsticio de verano. La mujer de un granjero fue asaltada; acusaron a otro granjero, pero aquél se declaró inocente. Se formaron facciones. Parecía que sólo era cuestión de tiempo que alguna horquilla o guadaña entusiastas malhirieran a alguien. La dama Anne llamó a las distintas partes e intentó hacer lo imposible por arbitrar. Ben, con la ayuda de un puñado de hombres leales, consiguió mantenerlos alejados de la garganta del otro. Pero no se alcanzó ninguna solución y los ánimos se caldearon. No habían tenido noticias de Rojo, así que la dama Anne hizo llamar a su hermano.
Si la atmósfera en la casa había sido tensa antes, en cuando Richard cerró su mano de manicura perfecta sobre nosotros, el lugar llegó al borde del colapso. Su método para resolver el problema inmediato fue muy eficiente. El hombre acusado fue apresado sumariamente y llevado a algún lugar extremadamente privado. Lo acompañaron unos cuantos hombres grandes con el uniforme rúbeo y negro de Northwoods. Aquel mismo día por la tarde, Richard informó a la dama Anne de que el hombre había confesado. Algo más tarde, fue colgado de un árbol y se acabó la historia. Dijeron, cuando lo bajaron del árbol, que su cuerpo tenía algunas heridas que no le había hecho una cuerda alrededor del cuello. Eso dijeron, no era muy difícil de creer. Nadie intentó salvar a aquel hombre, que podría o no haber sido culpable. Allí no intervinieron ningún joven Finbar o Sorcha, ningún niño lo suficientemente apasionado y valiente, o insensato, para tomarse la ley por su mano como habíamos hecho nosotros con Simon. Eran las otras cosas que se decían las que habrían preocupado más a Rojo. Cosas como que por lo menos lord Richard entendía qué era qué: Actúa con rapidez. Hace saber a la gente con qué se pueden salir con la suya y con qué no. Evidentemente, la otra facción no estaba en absoluto de acuerdo. Murmuraban cosas del tipo: Cualquiera lo confesaría todo, si le hacían aquello y ¿Qué pasa con la idea de una audiencia justa y preguntas adecuadas a ambas partes? ¿Dónde estaba lord Hugh cuando lo necesitaban? ¿Y quién se creía Richard que era para decidir, después de todo? ¿No habían oído lo que les había pasado a sus hombres, cuando los envió al otro lado del mar en una misión majadera?
Yo me quedaba en mi habitación, apenas me aventuraba a salir de ella salvo para las abluciones necesarias. Megan lo comprendía, creo, y me excusó de la cena una, dos, tres veces. Un estómago delicado. No retenía nada. Antes, la dama Anne me habría hecho llamar, pero era su nuera y debía respetar mis deseos. Yo era, al menos nominalmente, la señora de la casa. Megan volvió y me contó que se murmuraba sobre la causa de mi repentina enfermedad. Un poco pronto, tal vez, pero estaba claro que lord Hugh había estado ocupado, decían, a lo mejor había probado las piezas antes de comprarlas. Sentí una furia helada cuando oí aquellos rumores, pero mantuve firmes las riendas de mi ira. No es importante, me dije. Nada es importante excepto tu trabajo. Trabajando sola en mi cuarto, terminé la quinta camisa y empecé la última.