Capítulo X

A aquello siguió lo que en retrospectiva fue la última buena época en Harrowfield. Richard se marchó, y la primavera estalló en el valle como para celebrar su marcha. En mi pequeño jardín florecieron valerosos azafranes, pálidos y pequeños narcisos y hierbas aromáticas. El sol calentaba los muros de piedra y la vieja terrier se desperezaba y se aventuraba a explorar bajo los lilos en flor. Empecé a levantarme temprano y a pasear en el aire fresco del nuevo día. De ese modo, casi podía imaginar que regresaba a Sieteaguas y que todo volvía a estar en orden. Casi. La mitad de las veces, llegaba hasta el huerto de muros cubiertos de liquen y me encontraba a Rojo ya allí, con la capa sobre los hombros para protegerse del frío, un bote de tinta a su lado en el banco y una pluma que agarraba de manera algo extraña en su manaza. A veces me sentaba allí un rato; él asentía con gravedad y proseguía con su trabajo.

Me había quedado claro que aquello a lo que se dedicaba con tanto esmero era algún tipo de informe de la hacienda, donde compras y beneficios se apuntaban metódicamente año tras año. Y aun así, había algo más, pues pude ver intrincados diagramas que parecían representar las capas del suelo, las diferentes raíces de las plantas y la manera en que la lluvia caía y las alimentaba; aquí y allá, un pequeño dibujo de un árbol, una hoja o una flor, ejecutado con delicado control. Éste era el hombre cuyo tío reprendía por jugar a los granjeros, cuyas manos eran tan grandes que se tragaban las mías. Me gustaba sentarme allí en silencio, con la espalda contra el muro de piedra, observándolo trabajar. Me di cuenta de cuánto más fácil resultaría aquella tarea si supiera escribir. Empecé a percatarme de que el padre Brien había compartido con nosotros una habilidad inusual. Pues ya me había quedado claro que no había nadie en Harrowfield, excepto el escribano de la casa, con la habilidad de escribir y descifrar las letras. Y el escribano mismo lo pasaba mal cuando le pedían que redactara un mensaje de cierta complejidad. De haber sido las cosas de otra manera, me habría ofrecido a ayudar. Eso habría levantado más de una ceja.

Algunas mañanas sentía la necesidad de seguir moviéndome, Rojo dejaba de lado pluma y tintero y paseaba conmigo a través del bosque de robles jóvenes hasta la cima de la colina desde donde me enseñó por primera vez las extensas hectáreas de su hacienda. Desde el río hasta el cielo, desde el final de la carretera hasta el lejano horizonte, el valle estaba cubierto del primer y valeroso verde. Fueron buenos tiempos, tiempos muy tranquilos. No teníamos necesidad de palabras. Poco a poco, el veneno de la lengua de Richard fue desapareciendo de mi mente y empecé a confiar de nuevo.

Vino Elaine, cuyo comportamiento fue impecable como sus sencillos y elegantes vestidos, y sus trenzas suaves y brillantes. Era cortés con la dama Anne, pero aun así dejaba claro que tenía sus propias opiniones y sus propias intenciones en cuanto se convirtiera en señora de Harrowfield. Fue encantadora con Margery y le trajo un juguete al niño, un animalito de hueso que podía morder, pues a Johnny le estaba saliendo el primer diente. Se notaba que tenía mucha curiosidad por mi papel en la casa pero, a diferencia de su padre, la suavizaba con una reticencia natural y lo que yo creía que era un fuerte sentido de lo correcto. Por la mañana se sentaba con Margery y conmigo para coser, y me observaba trabajar sin juzgarme, aparentemente.

Después me inspeccionaba las manos, preguntándome primero si ponía alguna objeción.

—Sabes que algunas personas dicen que estás loca o que te falta un hervor —dijo, y sus enormes ojos azules miraban directamente a los míos—. A mí me cuesta creerlo. Supongo que existe un objetivo en lo que haces, un objetivo que persigues con mucha determinación. —Miró la manga de la camisa que estaba tejiendo, y el capazo de fibras espinosas—. ¿Cuánto tiempo? —preguntó—. ¿Cuántas tienes que hacer? —Era la primera persona que me lo preguntaba directamente. Me llevé los dedos a los labios y aparté ambas manos bruscamente.

No puedo decirlo. No debo hablar de esto.

—Ya, Rojo me lo dijo —repuso Elaine con seriedad. Pensé que el uso de aquel nombre la convertía en miembro del círculo íntimo, una de las pocas personas en quien confiaba. ¿Por qué me sorprendía tanto? Después de todo, iban a casarse dentro de poco—. Pero supongo que no es una tarea eterna, ¿verdad? Tiene un final, un objetivo, ¿no? —Era tan insistente como su padre, a su manera tranquila. Sacudir la cabeza se habría malinterpretado. Además, no necesitaba que me recordaran las palabras de la Dama del Bosque. Había dejado claro que no podía contar ni una palabra, ni siquiera una mínima parte, si deseaba liberar a mis hermanos del hechizo. Ni con palabras, sonidos o imágenes. Ni en bordados, canciones ni gestos. Por amabilidad que hubiera en la pregunta. Así que me di la vuelta y no respondí a las preguntas de Elaine.

Se quedó sólo unos pocos días. Pasó mucho tiempo con Rojo, paseando arriba y abajo por el jardín, hablando en serio. Parecía que Elaine detestaba estar ociosa; por las mañanas consiguió preparar toda la boda con la dama Anne mientras terminaba la orilla de un delicado velo de batista sin aparente esfuerzo. La escuché aceptar la fecha del primero de mayo sin entusiasmo visible, tomar decisiones con rapidez y sin demasiado interés en los invitados que asistirían, lo que llevaría puesto o qué seis o siete platos distintos serían los más apropiados. Se encargaba de aquello como si se tratara de la venta de un rebaño de ovejas o de la negociación para reparar un granero, un asunto necesario y que se tenía que hacer con tanta eficacia como fuera posible. La ceremonia en sí parecía irrelevante para ella. A mí me pareció un poco triste. Pensé, se casa con un buen hombre. Difícilmente podría encontrar uno mejor. A lo mejor sí que le importa. Pero así son estos britanos, encierran las pasiones bien dentro, donde nadie pueda verlas. En la superficie, calma y control. Debajo, ¿quién sabe?

En las pocas ocasiones en que vi a Rojo y Elaine juntos, paseando hacia el río o entre la hierba en animada conversación, apenas percibí que relajaran aquel control. Las maneras de él eran educadas, las de ella, serias. No se cogían de la mano, ni del brazo, ni se tocaban como yo había visto hacer a mi hermano Liam con Eilis. Ni como, no lo permita la diosa, había visto a mi padre hacer con la dama Oonagh. Me descubrí observándolos demasiado, y regresé a mi tarea, aunque me sentía algo alterada. Por intrusa que fuera en aquella casa, quería que Rojo fuera feliz. Después de todo, razonaba, el bienestar de toda aquella pequeña comunidad dependía de él. Me preocupaba él, y ella, pues presentía que algo no iba bien. Un día, pasaron toda la mañana juntos en los jardines, sentados junto a un banco bajo los lilos, dando vueltas entre los setos una y otra vez. Ella hablaba y hablaba, moviendo las manos de vez en cuando para dar énfasis a algo. Él dijo poco. Y después, por la tarde, recogió y se marchó. Parte de su séquito se quedó detrás, para la boda. Una cocinera, un par de mozos. Gentileza de Richard de Northwoods.

¿Habían discutido? En apariencia, no. Rojo no estaba muy comunicativo, pero eso no era nada raro. Era por naturaleza un hombre de pocas palabras. Los preparativos para la boda continuaron. El trabajo en la hacienda estaba a pleno rendimiento, y se dejaron de lado las espadas y los arcos para dedicarse a actividades más productivas. Los hombres estaban fuera de la casa la mayor parte del día, y nos dejaban a nuestras labores y cotilleos. No es que hubiera demasiados; la dama Anne era bastante estricta acerca de las lenguas ociosas y a lo que conducían. Aun así, oí unas cuantas cosas que preferiría no haber escuchado. Por ejemplo, que era una hechicera que había embrujado a lord Hugh para que me metiera en su casa, y que cuando Elaine le había pedido que me enviara fuera, él se había negado, y que ella se había marchado enfadada. Que había dicho que no se casaría con él hasta que aquella bárbara del otro lado del mar fuera devuelta a donde pertenecía. Aquello me disgustó, aunque sentía inclinación a no creérmelo, pues no había visto mala intención en las maneras de Elaine hacia mi persona. Además, controlaba siempre tan bien sus sentimientos que difícilmente me la podía imaginar enfadada, con Rojo o con quien fuera. Y en cuanto al hechizo, eso ya lo había oído antes. Si alguien había hechizado a lord Hugh, no era yo. Y él también tenía sus propios motivos para tenerme allí, como yo los míos para quedarme. La quinta camisa ya estaba muy avanzada y por fin me había permitido empezar a creer que pronto llegaría un final para esa parte de mi historia.

Aún se decía una cosa más, y ésa me gustaba todavía menos. Y era que el hechizo malvado del que hablaban estaba en el trabajo que hacía, el tortuoso hilado y tejido de hierba del fuso (pues así la llamaban). A través de aquella extraña actividad extendía mi influencia sobre toda la casa y, en concreto, sobre Hugh. Veían que tejía camisas. Creí que era un pueblo sin relatos, pero en cuanto se les ocurrió la idea, parecía que todas las mujeres de compañía, todos los granjeros conocían algún viejo cuento sobre una prenda con poderes malvados, que quemaban o envenenaban o volvían loco a quien los llevaba. La idea se extendió con una rapidez aterradora y durante un tiempo ni siquiera se molestaron en murmurar en voz baja, pues parecía que ya no les importaba que escuchara lo que decían de mí. Mis amigos en la casa intentaron protegerme de ello, pero parecía imposible.

Entonces empezaron a suceder cosas raras. Un día me caí y me llené la túnica de barro. La dama Anne se la entregó a una sirvienta para que la limpiara, pero hubo un accidente y me la devolvieron con una mancha extraña. Era imponible, pero era la única que tenía. Así que seguí llevándola hasta que la dama Anne, con las cejas fruncidas, me encontró otra, aún más sencilla y sin formas que la anterior. La llevé con la cabeza alta. Entonces desapareció Alys. Aquello me puso frenética, pues me recordó a la dama Oonagh y los crueles métodos que empleaba en nuestra casa en Sieteaguas, y pasé la mayor parte del día buscando en todas partes e intentando dejar salir el pánico. Sólo pensaba en mi fiel Linn, que había muerto en el bosque intentando protegerme, y cuando pensé en ella, me abrumaron las imágenes de aquel día terrible en que transporté su cuerpo por el bosque y esperé, llorando y sangrando, a que volvieran mis hermanos. Me recompuse tan bien como pude y busqué metódicamente por la casa, en los establos, en el granero, bajo los setos, en el huerto. Aquel día me sentí bastante sola, pues la dama Anne hizo quedar a Margery dentro y los hombres estaban ocupados con la granja. Le habría podido pedir a Megan que me ayudara a buscar, pues aún se mostraba bastante amable, pero estaba cuidando a Johnny y no podía molestarla.

Entrada la tarde, empecé a resignarme al hecho de que no iba a encontrara a Alys, de que le había pasado algo malo. Decidí esperar en mi jardín, y pedirles consejo a Ben o a John cuando volvieran a casa. Pero al final no hizo falta, pues en cuanto giré la esquina de la puerta de la cocina, allí estaba, sentada en los escalones de piedra fuera de mi cuarto, con aspecto de esperarme y, en apariencia, en perfecto estado. Dejé escapar un suspiro de alivio y exasperación. ¿Dónde había estado escondida todo este tiempo? ¿Cómo se atrevía a preocuparme por nada, la muy granuja? No estaba segura de si quería llorar o reír.

Sólo cuando me acerqué reparé en que no todo iba bien ni era tan sencillo como yo había pensado. Pues Alys me enseño los dientes y me gruñó. Era una actitud suya muy común; era famosa en la casa por su mal carácter, uno de los privilegios de los ancianos. Pero nunca lo había dirigido a mí. Me aparté unos pasos, para no alarmarla y la estudié con atención. Parecía estar bien. A lo mejor sólo estaba asustada. Fuera lo que fuera lo que la preocupaba, había que tratarla con cuidado. Me agaché y me acerqué más. Volvió a enseñarme los dientes. Le temblaba todo el cuerpo. Estaba aterrorizada. No iba a dejar que me acercara.

Al final, me acerqué a las cocinas a buscar un pedazo de pan de manteca. Los terriers tienen buen estómago y les resulta muy difícil resistirse a un bocadito. Lentamente, muy lentamente, me acerqué a ella, hasta quedarme a sólo unos pasos. Entonces me senté en el suelo, con el pan a mi lado y puse la vista en la distancia. Los gruñidos se fueron apagando. Al cabo de un rato se acercó, y oí el sonido de unos mordiscos furtivos. Ya podía volver a mirarla.

No le habían hecho daño. Sólo la habían tenido cautiva y la habían asustado. A lo mejor, para descubrir quién lo había hecho, sólo había que buscar a alguien con mordiscos en las manos. Pues lo que había pasado la había perturbado mucho. Ahora veía que en el pelaje largo y frondoso de su espalda le habían afeitado una señal, rudimentaria pero inconfundible. Era el símbolo que había visto pintado con tiza encima de las puertas para mantener alejadas a las brujas. Una señal que había visto hacer con los dedos, contra las acciones del diablo. Un mensaje para mí. Vete, hechicera. Por el momento, no le habían hecho daño, quizá conscientes de a quién había pertenecido la perra.

A lo mejor sólo habían sido niños. Una broma. Quizá no tenía demasiada importancia. Así que no dije nada durante la cena, intentando actuar como si no pasara nada, pues no tenía ganas de avivar los rumores. Pero como Conor me había dicho más de una vez, no era demasiado buena ocultando lo que sentía. No como otros. Margery me preguntó si estaba bien, y yo asentí, y Ben me dijo que parecía cansada, y yo sonreí. John intentó hacerme comer; siempre intentaban hacerme comer, pero mi cuerpo llevaba mucho tiempo acostumbrado a las privaciones y sólo aceptaba pequeñas cantidades de comida sencilla. Un poco de pan, algo de fruta, un cuenco de caldo de cebada. De vez en cuando, queso. Ellos pensaban que me moría de hambre, pero a mí me bastaba. Además, la mente se concentraba mejor con alimentos frugales. Recordaba que el padre Brien lo había dicho una vez.

Miré arriba y abajo y a mi alrededor a los miembros de la casa, mientras comían, bebían y charlaban entre ellos, y me pregunté cuántos de ellos me consideraban realmente una amenaza. Pues en su mayoría eran buenas gentes, trabajadores, gente honesta que apreciaba su vida sencilla y ordenada. Rojo proveía por todos ellos, vivían a salvo y en seguridad, a cambio entregaban su trabajo y su lealtad. Mi presencia allí era como una perturbación pequeña pero constante en un estanque tranquilo: las ondas se extendían y extendían y perturbaban el equilibrio de las cosas. A alguien le importaba tanto como para actuar en mi contra. Hasta entonces, sólo pequeñas cosas, pero crecía en mí una profunda intranquilidad, pues las pequeñas cosas podían conducir a mayores, lo había comprobado en mis propias carnes cuando la dama Oonagh vino a Sieteaguas. Y estaba ya tan cerca del final de mi tarea… cada vez más cerca. Liam, Diarmid, Cormack, Conor. Finbar, cuya camisa de estrellada crecía con rapidez, pues trabajaba mucho y duro, haciendo caso omiso del dolor. Pronto no quedaría por tejer más que una camisa, se rompería el hechizo y podría volver a casa. Siempre y cuando pudiera terminar la tarea. Pensé por un instante en contarle lo de la perra a la dama Anne, pues sabía que no consentiría una actitud tan maliciosa en su casa, pensara lo que pensara de mí. Pero contárselo era avivar a la discusión para que me enviaran a Northwoods, y dicha perspectiva me aterrorizaba. Había algo malvado en el tío de Rojo, una amenaza en sus ojos y en sus hábiles palabras que me helaban en su presencia. Antes que ir a su casa, abandonaría este lugar y me buscaría la vida otra vez. Decidí no contarle a nadie qué le habían hecho a Alys. Fingir que no me importaba. Después de todo, ¿quién podría hacer algo?

No contaba con Rojo. Eso fue un error. Aquella tarde, mientras cosía en mi cuarto a la luz de una lámpara, llamaron a la puerta de fuera. No podía preguntar ¿quién anda ahí?, y después de todo lo que había pasado, no pensaba abrir a ciegas. Entonces oí su voz.

—Abre la puerta, Jenny. —Me acerqué a la puerta con la labor en las manos y descorrí el pestillo. ¿Qué hacía allí, de todos modos? Aquella noche era el turno de Ben—. Sal —me dijo—. Quiero verte la cara. —Pues tenía la lámpara en la espalda. Dejé la puerta abierta y salí al jardín, donde la luna derramaba una luz fresca y suave sobre el follaje blanquiazul de la lavanda y el ajenjo—. Ahora mírame —me dijo—. Mírame bien. —Lo miré a los ojos y pensé que parecía cansado; los días eran largos en los campos, pero los surcos alrededor de nariz y boca mostraban algo más que el cansancio de un cuerpo después del trabajo, y parecía más delgado—. Vale —dijo—. Ahora cuéntame qué ha pasado.

Ya lo conocía lo suficiente como para saber que no tenía más remedio que contárselo. Como él mismo decía, no le gustaba jugar. Así que se lo mostré.

Perra: escapada. Yo, buscando, preocupada. —Con la mano le indiqué el paso del sol por el cielo—. Todo el día. Después lo tuve que coger por la manga y llevarlo dentro, hasta el sitio que Alys se había agenciado como suyo, junto a mi jergón, donde estaba casi dormida, acurrucada entre las mantas. Gruñó con fuerza cuando nos acercamos, y el tembleque empezó otra vez.

Rojo miró la marca en su cabeza y no dijo nada, pero las arrugas de su rostro eran evidentes a la luz de la lámpara y apretaba los labios. Volvimos afuera y me indicó que me sentara en la puerta, mientras él descansaba su enorme estructura contra la pared a mi lado. Nos quedamos callados un rato.

—No me lo ibas a contar —comentó al final—. ¿Por qué no?

Me encogí de hombros. ¿Para qué? ¿Qué puedes hacer?

Rojo fruncía las cejas mientras me observaba. No habló durante un rato; a la luz de la luna sus ojos parecían del color claro y pálido que tenían en nuestro primer encuentro, el azul de la mañana, en cuyas profundidades había recuerdos.

—Quiero preguntarte algo —dijo por fin, y estudiaba sus manos, como si no quisiera mirarme a los ojos—. Aquella noche… aquella noche en las cuevas, antes de que cruzáramos el mar. Fue un momento extraño. Me pregunto… he pensado que quizá mi pierna herida mi dio fiebre. Y aun así, los recuerdos son… —Se detuvo, mientras dibujaba en el suelo con la bota, sin ton ni son, sin ser capaz de decir lo que quería. Yo habría encontrado palabras para él, de no estar comprometida con un voto de silencio. Al cabo de un rato, me miró un instante, apartó la mirada, y lo volvió a intentar—. A veces me despierto por la noche —dijo—, de un sueño tan vívido que parece que ese mundo oscuro es el real y éste el fantástico. Últimamente, me sucede con frecuencia. Me perturba sentir que tengo tan poco control sobre mi mente. ¿Tú lo has sentido?

Sacudí la cabeza. Las hadas jugaban con la mente, de eso no había duda. Mira qué le había pasado a aquel muchacho de mi aldea, Fergal, que se volvió totalmente idiota después de que se lo llevaran, lo fastidiaran y lo volvieran a soltar. Pero nunca se habían apoderado de mi mente, aunque había estado a punto de perderla a causa de mis propios miedos. Le hice un gesto a Rojo.

Sigue. Cuéntame el resto.

—Aquella noche —prosiguió vacilante— eso fue lo más vívido de todo. Y después, pensé por un momento que… pero no, eso no puede ser. Supongo que aquellas imágenes eran producto de una fiebre, una enfermedad producida por la impresión y el cansancio. Normalmente no estoy tan débil. Pero en aquel momento pensé… dime, ¿es posible que tú compartieras ese sueño? ¿Es posible que sepas lo que… lo que me dijeron? Había una vela, aún la tengo. ¿Pero cómo podía haber una vela? ¿Y por qué sigo oyendo las voces en mis sueños? ¿Me estoy volviendo loco? He oído que se rumorea que sí, entre otras cosas. Y aun así me siento más cuerdo que nunca —suspiró—. Perdona, Jenny, pero ¿con quién si no puedo hablar de estas cosas? ¿Quién más me escucharía sin llamarme majadero?

Eso me hizo sonreír. ¿Quién sino una chica loca, para entender pensamientos locos? Me pregunté si sería capaz de explicárselo. Mis manos empezaron a moverse, él hablaba en voz baja mientras intentaba interpretar mis gestos. Dos manos, cada una de ellas ligeramente ahuecadas, separadas, una junto a la otra, como las dos valvas de una concha.

—Dos cosas. ¿Dos mundos?

Asentí. Uní las dos manos. Una arriba, la otra abajo.

—Dos mundos. ¿Uno encima del otro? Uno refleja el otro. Los dos mundos se unen, ¿se tocan? ¿Y tú a cuál perteneces? ¿Eres tú también una criatura de ese otro mundo, del reino de los sueños y las fantasías? ¿También tú desaparecerás un día, como ellos aquella noche, dejándome en la oscuridad?

Sacudí la cabeza. Me señalé, después señalé la mano que aún mantenía arriba, ahuecada hacia abajo.

—Yo soy de este mundo —volví a señalar—. Como tú.

La siguiente parte era más difícil. Intenté mostrarle que había un enlace, que uno y otro mundo estaban ligados. Pero con cuidado: había cosas que no podía contar, ni siquiera con signos. Rojo asintió lentamente.

—Oí sus voces —dijo—. Las entendía, aunque no sé en qué lengua hablaban. ¿Quiénes eran, Jenny? ¿Y cómo te entendían, cómo podían oírte si no tienes voz?

Le volví a mostrar el mundo inferior. Dos. Dos personas, muy altas. Dibujé un círculo alrededor de mi cabeza, intentaba indicar una corona. Eso era lo máximo que podía decirle.

—¿Un rey y una reina de ese otro mundo?

Asentí. Se había acercado bastante. O estaba perfeccionando la mímica o él me entendía cada vez mejor. Entonces intenté responder a la otra pregunta.

Boca, palabras: no. Mente, pensamientos: oreja, oír. Oyen sin palabras.

—Entonces, ¿por qué no puedo oírte?

Lo miré con seriedad, entonces lo señalé y después recorrí con la palma de la mano mi alrededor, para indicar el lugar a donde pertenecía. El lugar que le pertenecía.

Eres un britano. —Me encogí de hombros—. ¿Qué esperas?

Creo que lo ofendí. Apretó los labios un poco más, si eso era posible, y se le heló la mirada ligeramente. No era ésa la respuesta que esperaba, estaba claro. Tardó un rato en volver a hablar.

—Sí creo lo que me dices —prosiguió—, todo cambia. Todo. —Se desplazó para sentarse en el primer escalón, dándome la espalda, observando sus manos entrelazadas. Tuve que moverme para que viera lo que intentaba decirle.

No. No tiene por qué. Tú, aquí, todo a tu alrededor. Tus árboles, tu gente. Todo bien. Yo: me voy. Muy lejos. Al otro lado del mar. Vuelvo a casa. Tú: te olvidas.

Sólo se me quedó mirando.

—No es tan sencillo —dijo—. Lo sabes tan bien como yo. ¿Cómo voy a olvidarme? Ya te lo he dicho. Oigo sus voces en mis sueños, ese mundo está cerca, es parte de mí, me guste o no. Lo crea o no. Y tú estás aquí.

Yo: me voy. —Lo señalé, crucé las manos sobre el corazón—. Me lo prometiste. Yo: cruzo el mar, vuelvo a casa.

—No me he olvidado —dijo Rojo con voz queda—. No me olvido, mantendré mi promesa y cualquier otra que te haga. Háblame de mi hermano y te devolveré a casa a salvo. Me cueste lo que me cueste. Pero… las cosas nunca volverán a ser como antes. No pueden volver a ser como antes. Eso es lo único que queda más claro cada día.

Sus palabras me perturbaron. Ya sabía que mi presencia en Harrowfield había alterado una casa hasta la fecha ordenada y satisfecha. Lo lamentaba y deseaba poder cambiarlo. Más que eso, me inquietaba que la gente hablara de hechicería y encantamientos que habían atrapado a su señor. Pues imaginaba que se sentían en gran medida como yo me sentí cuando vi a la dama Oonagh llegar a Sieteaguas y echar sus redes sobre mi padre. Sólo que allí, la bruja era yo. Pero a mí me guiaba la necesidad de completar la tarea, y de salvar a mis hermanos. Nada importaba tanto como aquello. Y para hacerlo, tenía que quedarme allí, bajo la protección de Rojo. Pensaba que cuando terminara, me marcharía y la calma regresaría al estanque como si jamás nada hubiera agitado su tranquilidad. Jamás había pensado en cómo se sentiría Rojo. Quizá porque me costaba demasiado imaginarme contándole qué le había pasado a su hermano, como un día tendría que hacer si quería que me dejara marchar.

Me desplacé para arrodillarme frente a él, para que me mirara. Le mostré un espejo de su propio rostro.

Tú: cansado. Tú: triste, preocupado. Esto provocó una especie de mueca amarga. No le gustaba que la conversación virara hacia sus sentimientos.

—Sí, me falta algo de sueño. Pasa cuando te despiertas por la noche a causa de los susurros de los demonios. Pero ¿cómo vas a saber tú qué se siente? —Lanzó la observación, pero se detuvo en seco al verme mudar la expresión. Por un momento, mis propios demonios particulares regresaron y debí de empalidecer repentinamente—. Perdona —dijo con una voz distinta, tan distinta que habría podido ser de otro hombre—. Perdón. ¿Qué he dicho? —Me acercó la mano, muy lentamente, hacia la mejilla, pero yo me aparté un poco, justo fuera de su alcance. Sacudí la cabeza, le quité importancia con un gesto de la mano.

Nada. No es nada.

—Aún me tienes miedo —dijo en voz muy baja—. ¿No ves que no voy a hacerte daño nunca?

Pero ya me lo has hecho, pensé. Con tus manos y tus palabras. Crucé los brazos frente al pecho, me tocaba donde me había magullado antes. Cuando se enfadó tanto, más de lo que lo había visto nunca. Y entonces dijo:

—Ojalá hablaras conmigo. —Hablaba con voz aún más baja, como hacía a veces cuando se controlaba muchísimo. Lo había molestado por algo. Ojalá, pensé. En cuanto hablara, podría deshacerse de mí, volver a su vida. Una cosa menos de qué preocuparse. De vuelta a la vida normal, pienses ahora lo que pienses. Pues lo olvidarás, como hacen los hombres—. Quiero oír tu voz —dijo—. Quiero… pero ¿qué importa? —Fue como si hubiera agarrado sus palabras y se las hubiera vuelto a meter donde tenían que estar. Otra vez seguras. Control. No digas lo que sientes, sólo lo que hay que decir. Supuse que después se arrepentiría de hablarme con tanta libertad—. Tu seguridad sí que me preocupa —dijo. Hablaba lord Hugh de Harrowfield—. Creo que puedo hacer algo más. Primero, hablaré con mi madre. No le gustan ese tipo de faenas, puede buscar al culpable y asegurarse de que no se repita. A más largo plazo… puede que haya una solución. Puedo tomar una decisión que para mí resulta obvia, pero puede que no sea de tu agrado.

¿Cuál? ¿Qué solución? Ahora empezaba a preocuparme. No me enviaría a Northwoods, ¿verdad?

—Puede que no sea necesario —dijo Rojo poniéndose en pie—. De momento, estemos atentos. Si tenemos que hacer algo más, lo haremos. Pero mi tío está lejos, y no se me ocurre nadie más que suponga una amenaza grave para ti. —Me miró interrogante. Me encogí de hombros. Me aterrorizaba demasiado pensar que la dama Oonagh pudiera buscarme hasta Harrowfield. Me negué a creerlo—. De momento, deberías estar segura en mi casa. Si no te puedo prometer eso, menudo protector estoy hecho.

Mis manos se movieron deprisa.

No. No jures aquello de lo que no puedes estar seguro. No hagas una promesa que no podrás mantener. No sé si me entendió.

—Empieza a hacer frío —dijo—. Vuelve dentro. Ciérrate con pestillo, duerme. Esta noche haré yo la guardia. —Parecía que me despedía. Me puse en pie, entré, hice ademán de cerrar la puerta—. Jenny —dijo. Estaba al pie de la escalera, y tal era nuestra diferencia de altura que me miraba directamente a los ojos. Arqueé las cejas en señal de interrogación—. La próxima vez, cuéntamelo. Cuéntamelo directamente. No te lo guardes para ti. Por pequeño o trivial que sea, tienes que decírmelo. —Puede que intentara quitarle importancia a la amenaza a mi seguridad, pero en el fondo estaba preocupado. Muy preocupado.

Asentí y cerré la puerta, pero resultó que no hubo necesidad de decírselo, la vez siguiente. Pues la vez siguiente no fue ninguna trastada de críos, ninguna broma malvada que un enemigo anónimo me gastara. Fue algo mucho peor y llevó a un trágico desarrollo de los acontecimientos que despertó un profundo terror en el espíritu, que atrajo las fuerzas del mal sobre el tranquilo valle y marcó para siempre la casa de Harrowfield. Y fui yo quien lo provocó.

***

Ocurrió en dos etapas. La primera fue difícil de soportar, para mí al menos, pero palidecía en comparación con la segunda. La primera fueron artimañas, crueles artimañas. La segunda, asesinato.

Avanzaba la primavera, y de repente se acercó el primero de mayo y la boda se convirtió en una realidad. La actividad zumbaba a mi alrededor en la larga estancia, las mujeres cosían finos tejidos y charlaban del baile, de la fiesta y de otros aspectos del matrimonio inminente que habría preferido no escuchar. Intenté no oír su charla. Tejía y cosía mi estrellada, confeccionaba la camisa de Finbar. Mientras trabajaba, me imaginaba a mi hermano encaramado en la pizarra del tejado de Sieteaguas, mientras el viento del oeste le desordenaba los rizos oscuros y los ojos claros se le llenaban de sueños. Nos recordaba a los dos corriendo por el bosque en un claro día de primavera, mientras Finbar esperaba hasta que le alcanzaba. Después, sentado en la bifurcación de una rama de un roble, escuchando el silencio mientras el bosque respiraba a nuestro alrededor. Pensé en Finbar como lo había visto la última vez, después de que me entregara tanta de su fuerza que ya no le quedaba para él. Cosí mi amor por mi hermano en aquella camisa con cada dolorosa puntada. Trabajé duro y la camisa creció con rapidez.

Intentaba no escuchar a las mujeres susurrando por encima de sus labores, como hacían cuando la dama Anne estaba ausente. Pero no podía dejar de oírlas por completo. Así que oí muchas opiniones sobre lord Hugh, incluidas cómo todas las chicas del pueblo le ponían ojos de cordero —con lo fuerte, y lo hermoso que era—, y tan bien proporcionado, si sabías a lo que se refería. Además, ya se sabía lo que se decía de los pelirrojos. Una pena, de verdad, que no… ya sabía, que se guardara para sí mismo como lo hacía. Se comentaba, por lo menos ella tenía una amiga de una amiga que tenía una prima que una vez… y había dicho que cualquier chica que pasara una noche con él pronto se daría cuenta de lo afortunada que era. Una vez te acostabas con un hombre así, ya no querías volver a mirar a otro.

—Bien dotado como un buey y manso como un cordero —rió una de las mujeres mayores—. El sueño de cualquier chica. Su hermano era igual, incluso a los dieciséis. Pobre chico.

Hubo unas cuantas miradas afiladas en mi dirección y, con ellas, susurros.

—¿Ella? —se burló una de ellas—. Sí que me extraña. ¿Por qué iba a mirarla a ella teniendo a Elaine? ¿Teniendo a cualquier chica que quisiera?

—¿Quién iba a querer a cualquiera de ellos, de todos modos? —dijo otra—. Además, está escuálida y mustia, es casi como una niña. Un hombre no podría agarrarse a nada, ahí. Pechos como manzanas verdes, caderas como las de un pájaro.

¿Qué querría un hombre de verdad de un alfeñique como ella? Y con esas manos tan feas.

—¡Chsss! —La dama Anne regresaba y la charla viró repentinamente hacia las virtudes relativas de los confites de miel y las violetas cristalizadas. Apreté con fuerza los labios y por un momento se me nubló la vista, pero no permití que me cayeran las lágrimas. Detestaba oírlas hablar así, pues la idea de Rojo acostándose con alguna mujer y haciendo… haciendo aquello, me ponía enferma. ¿Cómo podían aquellas mujeres hablar de la cópula entre hombre y mujer como algo… como algo alegre, algo que anhelar y con lo que reír? Yo sabía que era brutal, doloroso, una experiencia que ensuciaba, avergonzaba y aterrorizaba. Con todo, en mi corazón, tenía que reconocer que había algo más que aquello, pues había visto a John y Margery mirarse y cogerse de las manos, había sido testigo del mensaje sin palabras que también se transmitían mi hermano Liam y su prometida. Pero eso no era para mí. Yo nunca miraría a un hombre a los ojos como Eilis había mirado a Liam, con un ardor resplandeciente que hacía enrojecer. Nunca acariciaría con cuidado el cuello de un hombre como Margery hacía con el de su marido cuando pensaba que nadie los miraba. Estaba estropeada, era mercancía usada. Se me ocurrió que si tenía que haber un futuro para mí o mis hermanos, eso podría suponer un problema. Mi padre, sin duda, desearía sacar provecho de mi boda, para fortalecer la posición estratégica de Sieteaguas. Pero le costaría encontrar pretendientes. Además, yo jamás estaría de acuerdo. Haría lo que le había dicho a Diarmid que haría hacía ya tanto tiempo que apenas lo recordaba. Me convertiría en una anciana que murmurara todo el día sobre sus hierbas y potingues para los dolores. ¿No era lo que siempre había deseado? Por algún motivo, ya no me parecía suficiente.

Mis dedos trabajaban constantes, mientras las espinas de la planta los ponían rojos, les sacaban ampollas y los endurecían. Las mujeres tenían razón. Eran manos muy feas. Mientras trabajaba, me conté un cuento de unas manos como aquéllas. En mi relato, la chica tenía que bregar en las cocinas de una gran casa durante siete años para volver a conseguir a su amado. Siete años de fregar suelos, cazuelas y cacerolas le hincharon los dedos y le dejaron las palmas endurecidas y llenas de callos. Al final del cuento, la fiel muchacha se reunió con su amado. Cuando él la abrazó y levantó sus manos para besarlas, al caer sus lágrimas encima, oh maravilla, sus dedos se volvieron pequeños y esbeltos de nuevo, y cuando ella levantó las palmas para acariciarlo, eran tan blancas y finas como las de una reina. Pero su amante la miró asombrado cuando le contó su historia, cómo había bregado con un trabajo de brujas y sus manos se habían vuelto feas y horribles. Pues cuando la había encontrado al fin, la había abrazado y le había besado las palmas endurecidas, habían sido para él las manos más hermosas del mundo.

Una tarde, Margery me llevó a sus aposentos y me hizo un regalo. De su parte y de la de John, dijo, pues querían volver a expresarme su agradecimiento por haberles dado la vida a ella y a su hijo. Me había hecho una túnica nueva, más adecuada para la boda que mi vestido de andar por casa. Era una labor preciosa, sencilla pero realizada para que sentara perfecto, de lana ligera de una tonalidad entre azul y lavanda, como el primer indicio del anochecer en una tarde de verano. Alrededor del cuello y la orilla tenía un delicado bordado de parras y hojas, y pequeñas criaturas aladas en un azul más profundo. Era un regalo hecho con cariño, rodeé a mi amiga con los brazos y la abracé. No le dije que no tenía ningún deseo de vestir aquella prenda, ni de mostrar mi figura y atraer el deseo de los hombres. Estaba más cómoda, más segura con la antigua túnica, que bien podría haber sido un saco, por lo mal que quedaba. Pero seguía siendo un regalo precioso, que luciría con una sonrisa. Así que me lo probé, ella me lo cogió de aquí y un puntito allí, hasta que se declaró satisfecha. Johnny nos miraba desde la alfombra, con los ojos redondos. Se afanaba para darse la vuelta. Aún no dominaba esta habilidad, pero a juzgar por sus gruñidos cargados de determinación, no habría de tardar mucho.

Margery me trenzó el pelo a la espalda, con cintas de color lavanda. Así practicaba para la boda, me aclaró.

—Hala —dijo—. Mírate en el espejo, Jenny. Chica, vaya si le haces justicia a mi labor. Tienes que dejar de esconderte.

No sentía especiales deseos por verme, pues la dama Oonagh me había quitado todas las ganas de espejos. Pero me miré, esperando ver al alfeñique descolorido del que hablaban las mujeres. En cambio, había una extraña menuda y esbelta; o puede que no tan extraña, pues la persona que me devolvía aquella mirada seria tenía algo de la belleza lejana de mi hermano Finbar, el extravagante arco de las cejas que había visto en el rostro de Diarmid y… bueno, era la hija de lord Colum, desde luego. Pero cambiada. Tenían razón, había crecido y ya era una mujer. La suave túnica acariciaba mi cuerpo y se adhería aquí y allá, caía en pliegues llenos de gracia hasta mis tobillos. Pequeña y ligera siempre sería, pero aquella túnica mostraba la redondez de mis pechos, blancos por encima del escote. Ya no era la criatura salvaje que había corrido libre con sus hermanos por el bosque. Mi rostro aún era muy delgado, pero los enormes ojos verdes, la naricilla recta y los labios carnosos no eran los de una niña. Tenía la piel clara de mi gente, y ya se me escapaban mechones de pelo oscuro de la pulcra trenza para arremolinárseme por la frente y las sienes.

—Te favorece —dijo Margery, encantada con su labor. Sonreí otra vez y la besé en la mejilla, fingiendo convincentemente que estaba encantada. Y lo estaba, de verdad, valoraba su regalo por su belleza y el cariño que había puesto en él. Sólo que no quería ponérmelo. Aún no. No para la boda de Rojo, en cualquier caso.

No mejoró las cosas que, antes de que tuviera tiempo de ponerme la túnica de estar por casa, los tres hombres regresaran a casa y fueran directamente arriba, venga a hacer planes para el primer día de esquileo de la temporada. John entró antes que los demás y nos miró a las dos; saludó a su esposa con un beso y cogió a su hijo en brazos.

—Eso te queda bien, Jenny —dijo a su manera sobria—. Muy pero que muy bien.

Y Ben, que entró el siguiente, silbó de la manera que lo hacen los hombres cuando ven pasar a una chica que les gusta. Estaba acostumbrada a Ben; sabía que tenía buena intención, así que fui capaz de sonreírle antes de apartar la mirada. Y me topé directamente con los ojos de Rojo que me miraba desde la puerta parado. Iba hablando y se había quedado callado a mitad de frase. Poco a poco, los otros se fueron callando también, y se creó una tensión en la habitación. De repente, ya no tenía ganas de mirar a Rojo a los ojos, por miedo a lo que pudiera leer en ellos, y agarré mi túnica de estar por casa, salí disparada dejándolo atrás y me encerré con pestillo en mi cuarto. Allí me quité el vestido azul y me puse el viejo, y me arranqué las cintas del pelo, mientras la perrita me observaba, con aquellos ojos redondos y acuosos llenos de afecto. Plegué el regalo de Margery, lo metí en el arcón con las cintas de seda y cerré la tapa. Pronto metería también la quinta camisa, sólo me quedaría una. El arcón contenía las vidas de mi familia en su sencilla estructura de roble. Liam, Diarmid, Cormack, Conor, Finbar, Padriac, Sorcha. Pues todos sois la mujer del espejo —me dije—. Ya no eres una niña, por mucho que lo desees. Eres una mujer con cuerpo de mujer, no piensas ni sientes como lo hacías en Sieteaguas, cuando corrías salvaje por el bosque y los árboles extendían su dosel para resguardarte. Los hombres van a mirarte. Tienes que aceptarlo, Sorcha. No puedes ocultarte para siempre. Te mirarán con deseo. Te tomaron en contra de tu voluntad, y eso te hizo daño. Pero la vida sigue. Sonaba lógico. Pero yo seguía pensando que jamás podría volver a sentir el roce de un hombre sin miedo. La charla de las mujeres me hacía estremecer. Mostrar mi cuerpo me avergonzaba. Ya no podía volver a mirar a mi amigo a los ojos, por miedo a lo que vería allí.

Más tarde, salí al huerto, después de asegurarme que no había nadie. Me senté en la hierba bajo un viejo y ancho manzano, en cuyas enroscadas extremidades ya las flores empezaban a dar lugar a los pequeños frutos verdes. Rojo y yo habíamos compartido una manzana una vez. Parecía hacer mucho, mucho tiempo de eso, en otro mundo. En otro cuento. Hablé con las hadas en mi mente. Hablé con la dama del bosque. Si había alguno de su especie en aquella tierra, si alguno podía oírme, sería en un lugar como aquél, bajo los árboles. Deseé estar en el corazón del bosque de robles, pero me habían prohibido ir allí sola. Concentré la mente en mi mensaje y se lo envié con toda mi fuerza. Dejadlo ir —dije—. Liberadlo de vuestro hechizo. No estáis jugando limpio. Él no conocía las reglas. —Estaba todo en silencio. No había manera de saber si alguien me oía. Ni risas de hada, ni voces en el susurro de las hojas—. Es un buen hombre. Creo que el mejor de su raza. Se tiene que casar pronto, tiene una obligación con su pueblo. Lo que estáis haciendo está mal y no lo voy a tolerar. Dejadlo ir. Liberadlo de su obligación conmigo, devolvedle el sueño y la voluntad. —Esperé un rato, y no hubo más sonido que una tenue brisa entre las ramas y la respiración de Alys—. Le duele el fuego en la cabeza. Le hacéis daño. No es justo para él que lo hayáis convertido en mi protector. Además, yo puedo cuidar de mí misma. Se arriesga a descuidar a los suyos, ellos lo necesitan más que yo. Liberadlo de vuestro hechizo.

Cuando hube terminado, me senté en silencio mientras la luz del día se desvanecía, con todas las esperanzas puestas en oír alguna respuesta, algún indicio de que el otro mundo aún existía, allí, en aquella tierra de escépticos e infieles, de gente práctica y con los pies en la tierra y —¿qué había llamado Richard a su sobrino?— idealistas retraídos. Aquello no había sido justo. Rojo era un hombre difícil de conocer, pero yo le había oído hablar con el corazón, hablar de su incertidumbre y su confusión. Sabía que era capaz de enfadarse y de ser feroz, y de muchísimo valor. Se le podía herir, como se me podía herir a mí. Su tío lo infravaloraba, un día lo descubriría a un alto precio.

No había respuestas en el huerto. Si las hadas me habían escuchado, no lo hicieron saber. No aquel día. Tampoco es que aquello significara mucho, pues siempre habían sido volubles y maliciosas en sus tratos con los de nuestra especie. Bueno, yo había dicho lo que tenía que decir, y tendría que valer. Por el momento.

***

Nadie averiguó si fue un sirviente torpe, un golpe de viento o algo más siniestro. Yo me negué a aceptar que la dama Oonagh pudiera estar detrás, pues era una idea demasiado terrorífica. La fuerza del mal es fuerte y no es fácil de contener. Ocurrió mientras cenábamos, aquella noche, mientras yo picoteaba trozos de zanahoria y nabo, Margery me miraba con atención desde el otro lado de la mesa y John y Ben discutían animadamente sobre el asunto de la esquila. No recuerdo qué llegó primero si el olor a humo o los gritos de Megan al entrar en el salón.

—¡Fuego! ¡Fuego en la sala grande!

Aquella casa era tan disciplinada como su amo. Los hombres abandonaron sus asientos rápidamente y sin grandes aspavientos. Aparecieron cubos y se formó una cadena, mientras la dama Anne nos conducía al resto afuera. John había salido disparado escaleras arriba al primer grito, con la cara blanca como el pergamino; reapareció con su hijo en brazos, para alivio de Margery, pues sus aposentos estaban lo suficientemente cerca como para haber corrido peligro. Johnny no se había asustado demasiado por el brusco despertar; su padre lo tranquilizó con un susurro, cuando se quedó otra vez callado, se lo entregó a su madre y entró otra vez corriendo. Esperamos en el patio, observando el humo negro hincharse y salir por las ventanas de arriba. Pasaban figuras ante la luz parpadeante, pero el humo se volvió blanco, y al final no quedó más que el olor acre en la noche. Había sido una operación eficiente. No había heridos. Rápido y efectivo. Nada había sufrido un daño real.

—Mejor que subas —dijo Rojo cuando apareció a mi lado—. Tienes que ver esto por ti misma. Me temo que no son buenas noticias.

—Mi señor —vaciló uno de los sirvientes—, ¿queréis que limpiemos los restos ahora?

—Aún no —contestó Rojo—. Terminad de cenar, tomaos una cerveza. Ya os llamaré.

Lo seguí arriba a la gran sala, sin permitirme pensar aún. Estuvimos un breve espacio de tiempo allí solos. El fuego estaba apagado. Abajo, se oía el recoger de cubos, el regresar a la mesa, con voces animadas.

Había sido un incendio extraño. Extraño y rápido. Un extremo de la sala estaba intacto. La silla recta de roble de la dama Anne, con el respaldo tallado y su bastidor de bordar con la intrincada labor de un unicornio con una enredadera enroscada estaban intactos. También los capazos de lana y las herramientas para hilar y los pequeños telares de mano. Pero el ambiente estaba cargado de humo y en el extremo de la sala donde Margery y yo nos sentábamos a trabajar todo era negro. El fuego había ennegrecido los tablones del suelo, los bancos alrededor de las paredes y las vigas del techo. Colgaban arañas sin vida de los jirones de sus telas. Mi rueca y mi huso eran dos palos quemados, mi taburete un montón de carbón. El capazo que contenía las últimas existencias de estrellada, cenizas. Y allí, en el suelo, justo reconocible, estaba el frágil resto quemado de la camisa a medias de Finbar, que había dejado colgada del capazo, lista para empezar a trabajar al día siguiente por la mañana. Llegué hasta allí como en un sueño, me agaché y tendí una mano para tocarla. Se deshizo en mis dedos. Imaginé a Finbar como la última vez que lo había visto, derrotado entre sus dos hermanos como si le hubieran vaciado de vida. La frágil cáscara de un hombre. Vi sus ojos, antaño de un gris claro y profundo como el cielo de invierno, los vi salvajes, confusos y aterrorizados mientras intentaba salvar el abismo entre bestia y hombre. Sostuve las cenizas de la camisa en la palma, las sentí escurrirse por entre mis dedos y dispersarse en la nada.

—Jenny, querida. —Me sobresalté al levantar la cabeza. La dama Anne era tan silenciosa como su hijo, cuando quería. Estaba en pie junto a su hijo, con las cejas fruncidas—. Lo lamento. Pero debe de haber sido un accidente. El fuego no se ha atendido como debiera o ha sido un golpe de viento. Por supuesto, sustituiremos estas cosas. Tenemos ruecas y husos de sobra. —Rojo no dijo nada; miraba la chimenea, que estaba a cierta distancia, en medio de la pared interior; miró el recorrido del fuego. Me miró a mí. No iba a llorar. Apretaba los dientes para no llorar—. Hugh —dijo la dama Anne, y su voz sonaba como lo habría hecho cuando él y su hermano eran pequeños y ella los llamaba para reñirlos por quedarse despiertos demasiado tarde o robar pasteles de la cocina—. Después de esto tendrás que plantearte enviarla lejos. Este tipo de sucesos es intolerable. Tienes que pensar en la seguridad de tu casa. ¿Por qué no envías a la chica a Northwoods? Seguro que hasta tú te das cuenta de que no se puede quedar aquí.

La mirada de Rojo era de hielo.

—Yo no lo veo así —dijo desapasionadamente—. ¿O es que no reconoces la mano de Richard en esto?

—¿Qué estás diciendo? —Su madre estaba escandalizada—. ¿Mi propio hermano? ¿Por qué tendría que quemar la casa de su familia más cercana, por qué recurrir a artimañas de críos? Sé que no aprueba la presencia de la chica aquí, pero lo que sugieres me parece… descabellado. Además, está al otro lado del mar, lleva tiempo allí. A menos que pienses que él también recurre a la hechicería para conseguir sus fines. De verdad, Hugh, a veces me dejas de piedra.

La dejó terminar.

—¿Si no es tu hermano, entonces quién? —repuso—. ¿Qué otro enemigo tiene cerca? Pues este golpe no está destinado a nosotros, madre. Sacude directamente el corazón y la voluntad de Jenny. El precio de este incendio son tres lunas o cuatro de silencio. Otra estación entera de espera.

Me temo que en aquel momento, rompí a llorar. Lágrimas silenciosas pero con suficiente fuerza para provocarme sacudidas y que me moqueara la nariz. A lo mejor se habían olvidado de mí, allí acurrucada junto a los restos de mi labor. Pero no había conseguido bloquear sus voces. Me cubrí la cara con las manos.

—Debo confesar que siento algo de lástima por la muchacha —dijo la dama Anne mientras buscaba un pañuelo—. Toma, usa esto. —Rojo estaba callado, observándome—. Anda, vete, Hugh —ordenó su madre—. No hace falta que te quedes. Yo me encargaré de esto. —Pero él no le hizo caso, y oí más que vi cómo se me acercaba y se arrodillaba a mi lado en el suelo.

—Mañana —me dijo—. No te puedo llevar yo, pero John te conducirá a un lugar donde crece esa planta. Puedes coger la que necesites. Duele, ya lo sé. Pero has sido fuerte antes y lo serás ahora. Lo que se ha quemado se puede reemplazar, lo que se destruye puede volverse a hacer. A su debido momento recuperarás la voz. A su debido momento… encontrarás tu camino de vuelta a casa.

No lo miré directamente pero aparté las manos de las mejillas húmedas y utilicé los dedos para hablar con él. Mis pensamientos estaban embarrados por la desesperación, mis gestos eran menos que claros.

Mucho. Mucho tiempo. Yo: estoy cansada. Tú: también estás cansado. Eso le arrancó una expresión amarga, una mueca de la boca.

—Sé esperar. Te sorprendería cuánto —dijo.

Tenía que preguntarle una cosa más. No era fácil de representar con gestos.

¿Cómo sabes que hilar, tejer: voz? Lo entendió. Una sombra de sonrisa, que desapareció al instante.

—Estoy aprendiendo a escuchar —dijo—. Poco a poco.

Por encima de su hombro, vi el rostro de la dama Anne, helado por la desaprobación mientras nos observaba. Bueno, no me importaba lo que pensara. Reuniría toda mi fuerza y toda mi voluntad para empezar otra vez, para rehacer el trabajo que había sido destruido. No tenía energías para empezar a hacerme cábalas o preocuparme. Al día siguiente saldría y recogería suficiente estrellada para dos camisas enteras. Y trabajaría día y noche, día y noche hasta que terminara la tarea. Ningún enemigo iba a detenerme. Era la hija del bosque y, si mis pies de vez en cuando abandonaban el camino, por lo menos se dirigían directamente hacia la oscuridad. Y a lo mejor no estaba totalmente sola.

Cuando salieron al rellano, habló a su hijo en cuchicheos. Sus palabras no estaban destinadas para mis oídos, pero las oí, pues en mi preocupación, no se me ocurrió apartarme educadamente de donde estaba, justo en la puerta.

—Dime una cosa. Sólo una. ¿Qué lugar ocupará esta chica en tu casa una vez te cases? ¿Crees por un momento que tu esposa va a tolerar su presencia continua aquí? ¿Con todo lo que la gente anda diciendo de… de ti y de ella?

—No veo ningún problema —repuso Rojo, y su tono era distante, como si no le prestara atención a lo que decía—. ¿Por qué tendría que cambiar nada? —La dama Anne perdió el control por un instante.

—¡De verdad, Hugh! ¡A veces me exasperas de una manera increíble! ¿Es que sólo estás ciego para esto? Ojalá pudieras distanciarte un poco. Mírate ahora mismo. Pues le hablas como no lo haces con nadie más. Le hablas como si… como si te hablaras a ti mismo. Ya va siendo hora de que despiertes. Temo por tu seguridad, por la de todos nosotros, si esto continúa. La chica tiene que irse.

Me metí dentro de la estancia larga, deseando que recordara que estaba allí y se callara. Oí la voz de Rojo, muy suave, muy remota.

—¿Cuándo me has conocido una mala decisión, madre? ¿Cuándo he mostrado juicios insensatos?

No respondió durante un rato, pensé que se habían ido, pero cuando salí, aún estaba allí, la dama Anne miraba a su hijo y en su rostro se reflejaba el amor peleando con la ira, y Rojo miraba al vacío, la máscara sin expresión perfectamente en su sitio.

—Esto es diferente. —Fue todo lo que dijo la dama Anne. Después me condujo al piso de abajo, me dio comida y bebida, y fue la amabilidad personificada, pues entendía las necesidades de mi tarea, aunque sus ojos enviaban otro mensaje. Tenía miedo, aunque no sabría decir de qué.

El siguiente día empezó bien. A pesar de que la pérdida de tanto trabajo aún me pesaba, estaba ahora decidida a seguir adelante y me prohibí pensar en lo que habría sido. John apareció bien temprano, con su propio caballo gris y una yegua más pequeña para mí. Había otros dos hombres esperando. A lo mejor Rojo había exagerado con la amenaza de peligro un poquitín. Me alegró poder cabalgar, en lugar de que me llevaran detrás o delante como un saco de grano. La yegua era dócil pero mantenía un buen paso, y llegamos al pequeño arroyo con su manto de estrellada antes de media mañana.

A John no hacía falta explicarle las reglas. Envió a un hombre encima de la colina a vigilar, el otro junto al límite de los árboles. Él se colocó en las rocas junto a mí y yo me puse manos a la obra. Margery debía de haberle hablado de mi trabajo, pues parecía comprender que debía realizar todos los pasos de la tarea yo sola, aunque veía su frustración al observarme realizar la laboriosa poda y recogida de los tallos fibrosos. El sol picaba, y había mucha actividad de abejas, golondrinas y pequeños insectos. Recuerdo claramente el olor del día, pues en el aire flotaba la dulzura de las primeras flores de espino y la fragancia embriagadora de los escaramujos tempranos. Junto al agua, unas cuantas violetas salvajes conseguían escapar de la estrellada invasora y estiraban sus caritas valientes al sol. Corté los tallos que asfixiaban su crecimiento, para que pudieran disfrutar durante una estación del sol.

Me cansé, John me hizo parar para beber de una cantimplora que llevaba en la silla y para comer pan con queso. Llamó a los hombres, les entregó sus raciones y los volvió a enviar. Ninguno tenía nada de qué informar. Me observó mientras terminaba el almuerzo, con una sonrisa irónica en la cara.

—Bien —dijo—. Te exiges demasiado, Jenny, el cuerpo no puede trabajar siempre, si no lo cuidas. Ojalá pudiera ayudarte con la tarea. Eres una chica pequeña para esto. ¿Cuánto te queda?

Tenía un haz completo y atado junto al desfiladero. Le indiqué que otro como aquél y nos podríamos marchar. John asintió.

—Intenta coger el cuchillo así —dijo y me enseñó—. Bien. Así el corte es más limpio y las manos sufren menos. Por Dios que quienquiera que te encomendase esta tarea tiene mucho de qué responder.

Era el pensamiento más vehemente que le había oído pronunciar. Su rostro amable y gastado estaba surcado por la preocupación. Le di una palmadita en el hombro.

No te preocupes. Me apaño.

Cogí el cuchillo como me había enseñado. Me ayudó un poco. Me salieron ampollas nuevas en las partes de mis manos que no estaban ya demasiado llenas de cicatrices como para seguir lastimándose. Sentía el sudor correrme por la espalda, entre los pechos y por la frente. Pero era fácil ignorar el dolor. Sólo tenía que concentrarme en mi objetivo: mis hermanos, a salvo, de vuelta en este mundo de hombres. El tapiz deshecho arreglado, los siete arroyos fluyendo juntos, los caminos convergentes de nuevo unidos en uno. Me desplacé un poco corriente abajo, en busca de terreno más plano donde fuera más fácil acceder a la planta.

Lo presentí justo antes de que sucediera, pues sentí un frío repentino, un instante de que algo iba mal que me puso los pelos como escarpias y me provocó un escalofrío. Pero fue tan rápido que no tuve tiempo para moverme, para respirar, para avisar; ni siquiera tuve tiempo para pensar en lo que podía estar llegando. El rugido, el estrépito de una gran cantidad de roca y tierra a gran velocidad, algo que me hizo perder pie y me derribó al suelo. Me golpeé la cabeza y por un momento todo se volvió negro. Después la conciencia de que el sonido desaparecía con tanta rapidez como había empezado; el corazón me latía desbocado, sentía un dolor agudo en el tobillo. Abrí los ojos, parpadeé y tosí, pues mi rostro, mi cuerpo entero estaba lleno de tierra y polvo, y el aire a mi alrededor estaba lleno de pequeñas partículas que el sol encendía y parecían de oro. Por encima, los pájaros seguían cantando y aún se deslizaban pequeñas nubes por el cielo azul. A mi alrededor, reinaba un silencio siniestro.

Me esforcé por incorporarme, pero algo me apresaba el tobillo. En frente de mí, vi el saco aún desperdigado, los tallos de estrellada tumbados, el brillo del cuchillo donde lo había dejado caer. El otro haz, cuidadosamente enrollado para ser recogido. Más allá, el lecho del río, los helechos, los pequeños árboles aún estaban en pie. Me di la vuelta. Y detrás de mí, todo había desaparecido. Todo. Me quedé mirando, casi incapaz de asimilarlo. Donde el desfiladero cortaba la colina, biseccionado por el arroyo bordeado de verde, había ahora una gran extensión de rocas derrumbadas y raíces desnudas. Encima, un tajo reciente señalaba la colina, como si hubieran cortado una rodaja de roca viva y la hubieran tirado sin más abajo. De haber llegado dos pasos más lejos, me habría aplastado. Había sido muy rápido, muy rápido.

Ese momento de toma de conciencia fue cuando estuve más cerca de romper mi silencio. Pues no había ni un movimiento, ni un sonido excepto las piedrecitas cayendo, los terrones de tierra que se asentaban de nuevo. Me clavé los dientes en el labio inferior para evitar gritar ¡John! John, ¿dónde estás? De algún modo, conseguí liberarme el pie de la roca que me lo apresaba, consciente de que me había hecho más daño, pero sin importarme. Como pude, trepé por el derrumbamiento, buscando el lugar que consideraba más cercano a donde había estado, apartando el polvo de los ojos, obligándome a mover a pesar del dolor. Detrás de mí, por fin, se oía algún ruido. El hombre que vigilaba el borde del bosque llegó corriendo subiendo la colina, tenía la cara blanca. Del otro, que guardaba la margen superior, no había señal.

Fue una búsqueda desesperada, sin herramientas, agarrando piedras, usando las manos desnudas para apartar tierra, los dos cogiendo aliento, sin ni siquiera saber si estábamos en el lugar correcto. No había manera de mover las rocas más grandes, aunque lo intentamos; para cuando reuniéramos lo que se necesitaba, que era cuerdas, caballos de tiro y ocho o nueve hombres fuertes, sería demasiado tarde.

Al final, encontramos a John. Una mano, un brazo. Después de un esfuerzo doloroso y enorme, conseguimos abrirnos camino hasta donde estaba, pero lo había aplastado una roca inmensa que lo aprisionaba desde el pecho hasta los pies. Aún respiraba y estaba consciente, pues un estrecho triángulo entre rocas en precario equilibrio le había dejado un pequeño espacio de aire. No podíamos mover nada más, no había manera de liberarlo.

Envié al hombre de regreso a buscar ayuda. No había señal del otro, ni manera alguna de decir si yacía bajo las piedras. Los caballos estaban atados más abajo. No debería llevar demasiado tiempo cabalgar hasta Harrowfield, reunir hombres, cuerda y equipo.

Me senté muy quieta en las rocas, pues un movimiento equivocado podría precipitar más y depositar más peso sobre su cuerpo. El rostro de John estaba gris bajo el polvo y un hilillo pequeño pero constante de sangre dibujaba una línea carmesí en su mejilla que se encharcaba en la roca bajo su cabeza. Escuché el sonido de su respiración y sentí el peso de las rocas sobre mí misma. No lloré porque aquello estaba más allá de las lágrimas.

—Jen… —intentaba hablar. Le hice señales:

No, no hables. Respira. Sólo respira.

—No —consiguió decir, y sus ojos ya reflejaban la sombra de un adiós—. Dile… cuéntale… —Necesitaba respirar a cada palabra. Cada respiración cargaba con la agonía del terrible peso, la tierra le estrujaba y le arrancaba poco a poco la vida—. Rojo —dijo—. Bien… ha elegido bien… bien… tú… dile que sí… —Por unos instantes cerró los ojos, y cuando se obligó a volverlos a abrir, con un jadeo entrecortado, vi la película de la muerte cubrir su honestidad inquebrantable. Comenzó a sangrar también por la nariz, goterones brillantes que se convirtieron en una pequeña corriente y después en un flujo constante. Intentó aclararse la garganta, pero no pudo; salió en cambio un sonido terrible, un sonido cruel y roto. Sostuve su mano, le acaricié la frente, anhelaba oírlo hablar. Es terrible ser curandera y saber que no hay nada, absolutamente nada, que puedas hacer.

—Dile —consiguió articular—, dile a Margery… —Y le sobrecogió un espasmo, y otro, y murió, tosiendo su sangre vital encima de las piedras derrumbadas. Sin terminar lo que iba a decir. Pero no hacía falta. Esa parte la conocía sin que la dijera.

La ayuda no tardó mucho en llegar. Y aun así, una eternidad, mientras sentía la mano de John ir enfriándose en la mía, mientras su sangre caía en las piedras y se congelaba en pequeños charcos. No había ni un sonido a mi alrededor excepto el llanto de los pájaros y el roce de la brisa en los abedules. Mi voz estaba en silencio, pero mi espíritu gritaba a cualquiera que lo escuchara. ¿Por qué? ¿Por qué llevárselo? Era bueno, lo adoraban. No tenía nada que ver con esto. ¿Por qué llevárselo?

Llevaba tanto tiempo sola, apartada de cualquier conciencia del mundo espiritual que no sabía decir si la pequeña voz que me respondió, dentro de mi cabeza, era la mía o de otro.

No es así como funciona, Sorcha. Sabías que sería duro. Ahora empiezas a descubrir cuánto.

Pero ¿por qué John? Era feliz. ¿Por qué darle un hijo y después negarle a ese hijo su padre?

Una risa. No cruel, sólo perpleja.

¿Hubieras preferido a otro? ¿Al niño, a lo mejor, o aquél del pelo en llamas y los ojos fríos? ¿Deseas reescribir la historia? —Me tapé los oídos y cerré los ojos, pero la voz penetraba en mi cabeza. El fuego en la cabeza. Dolía, y cuánto—. ¿Cómo eres de fuerte, Sorcha? ¿Cuántas marchas tendrás que soportar antes de poder llorar en voz alta? Después la risa. No sabía si hablaba con hadas o espíritus malignos, o simplemente con la voz confundida de mi alma.

No voy a escucharte. No voy a escucharlo. —En silencio recité los nombres de mis hermanos una y otra vez, un encantamiento para alejar los demonios—. Liam, Diarmid. Cormack, Conor. Finbar, Padriac. Os necesito aquí. Os necesito. Os voy a traer de vuelta. Lo haré.

Llegó la ayuda. Con el rostro ceniciento y un silencio mortal, Rojo y Ben supervisaron la desesperada y dolorosa extracción de tierra y rocas, el levantamiento del cadáver roto de su amigo de entre los escombros. Los caballos arrastraron las piedras, los hombres se pusieron a trabajar sombríos, con palas, zapas y las manos desnudas. Pero no encontraron rastro del cuerpo del otro hombre. O estaba enterrado más abajo, bajo la última e inamovible roca o… pero la alternativa era impensable.

El rostro de Rojo era una efigie labrada. Me ordenó irme, pero no pensaba hacerlo hasta que sacaran a John, lo envolvieran en una capa y lo depositaran sobre un caballo. Y así regresamos todos a casa, yo delante de Ben, con una venda provisional alrededor de mi tobillo, que ahora me ardía como si fueran brasas. Caía la noche y los hombres que caminaban en frente y al final de la pequeña procesión llevaban antorchas. Nadie hablaba. Quería que alguien dijera que no pasaba nada. Quería que alguien que no había sido culpa mía. Pero lo había sido. Había llegado allí, había convertido a aquella gente en mis amigos y un hombre inocente había muerto por protegerme. En un día tan bonito de primavera, tendría que haber estado arreglando un tejado, llevando a pastar al ganado o jugando en la hierba con su hijo. No vigilando a una chica loca que recolectaba haces de espinas. Tendría que haber estado a salvo. Y ahora estaba muerto. Y vi que lord Hugh, que cabalgaba con la espalda erguida y conducía el caballo que transportaba el cadáver de su maestro, había colgado de su silla los dos haces de estrellada que había recolectado antes de que el derrumbamiento destruyera el lugar donde crecía. El precio de aquella pequeña cosecha era la vida de su amigo. Tal era la carga sobre él, tal el peso de la orden de las hadas, que incluso después de aquello, se sentía obligado a ayudarme. No permitió que el dolor se mostrara en su rostro, había borrado de él cualquier indicio de sentimiento. A la luz de las antorchas parecía una máscara de ceniza, con agujeros por ojos. Ben lloró abiertamente, su pena era evidente para todos, y muchos de los hombres que allí había tenían los ojos rojos. Lord Hugh no. Ocultó su dolor bien adentro, tan profundamente como el oscuro y secreto fondo de un pozo.

Pudiera ser que hubiera olvidado que Margery era también britana. Pronto lo recordé, cuando entramos en el patio, y vi su rostro, aún dulce, aún calmado, pero envejecido repentinamente, de modo que se apreciaba la tracería de pequeñas arrugas alrededor de ojos y boca que tendría de anciana. Llevaron adentro el cuerpo de su hombre, y arriba para ser lavado y tendido, y no pronunció una sola palabra. Nadie me miraba; o más bien, todos parecían evitar con sumo cuidado mirarme. Ben me dejó en el suelo, y descubrí que no podía caminar por el tobillo, que se había hinchado alarmantemente. Así que me llevó adentro, pero nadie parecía particularmente interesado en ayudarme, así que regresé a mi cuarto como pude, apoyándome en la pared con una mano, a la pata coja, mientras los espasmos de dolor me subían por la otra pierna y por la espalda, hasta la cabeza, que parecía irme a explotar. Eché el pestillo a las dos puertas, me senté en el jergón abrazada a Alys y miré la oscuridad. ¿Qué era aquel dolor, en comparación con el de Margery?

Al final encendí la lámpara. Me miré el tobillo, me obligué a mover el pie, me lo envolví con un paño para que me proporcionara algo de alivio. No estaba roto. Recogí agua y realicé mis abluciones, me cepillé el pelo para quitarme la tierra y el polvo. En la distancia, oí a la casa aún despierta, los ruidos de la actividad. Seguro que ahora me enviaría lejos. ¿Cómo no iba a hacerlo?

Al cabo de mucho, mucho tiempo, oí un golpe en la puerta, era la dama Anne.

—Margery quiere verte —dijo sin más. La seguí a través de las miradas de lo que parecían todos los miembros de la casa, que estaban de pie o sentados en pequeños grupos, apiñados, incapaces de dormir, unidos en la conmoción y la pena. Cojeé y nadie me ofreció ayuda, aunque la dama Anne me esperó en las escaleras.

Reposaba en sus propios aposentos, aunque pronto lo trasladarían abajo y empezaría el velatorio, con cirios. Todo estaba en silencio, muy en silencio. ¿Es que esta gente no sabía cómo velar a un buen hombre? ¿No sabían llorar, gritar de rabia y maldecir a los poderes de la oscuridad en su pena? ¿No sabían cómo abrazarse, secarse las lágrimas unos a otros y contar historias de sus hazañas, de lo que había sido, despedirlo como era debido en su largo camino? ¿Dónde estaban las hogueras, los brindis con cerveza fuerte y el aroma del enebro quemado?

John llevaba un sudario gris pálido, su cuerpo estaba limpio pero no había manera de ocultar los terribles moratones ni el daño de los huesos, el pecho y la pelvis. Había luchado mucho, para aguantar tanto.

—Jenny —dijo Margery. No había llorado. Parecía remota, una sombra de sí misma. Sus ojos estaban calmados y vacíos. Quería consolarla, abrazarla y llorar con ella, pues era mi amiga. Pero ella abrió un abismo entre nosotras sin mediar palabra. Ben estaba allí, sentado contra la pared, por lo menos tenía una jarra de cerveza en las manos. Rojo, en pie en las sombras, al otro extremo de la habitación. Supuse que estaba allí por un motivo. Supuse que estaba allí porque yo lo había visto morir y ella quería saber cómo había sido. Sin palabras, era una tarea que intimidaba.

John… habló… para ti. —Me temblaban las manos, apenas podía soportar la mirada vacía y en blanco. No parecía dar muestras de comprender—. John… me dijo… tú, el niño.

—¿Qué sentido tiene esto? —espetó la dama Anne—. Eso no significa nada y es irrespetuoso en este lugar de duelo. Estás disgustando a Margery, chica. ¿Qué te pasa por la cabeza?

Miré el cuerpo inmóvil de John y luego a su esposa, y me pareció que parpadeaba por un instante, sólo por un instante.

Por favor. Por favor, escucha.

—Vuelve a intentarlo, Jenny. —Rojo estaba a mi lado, observaba mis manos—. A lo mejor puedo ayudar.

Así que volví a intentarlo y mientras movía las manos, él expresaba con palabras mis pensamientos.

—John quería… John tenía un mensaje para ti. —Ojos cerrados, manos a un lado, la mejilla sobre las manos—. Murió en paz. Con valor. —Llevé la mano desde el hombre que yacía ante mí, hasta mi corazón, después hacia su esposa, que me miraba impasible—. Dijo: dile a Margery que la quiero —prosiguió Rojo—. Dile que está en mi corazón. —Me costaba seguir, pero me dije a mí misma, comparado con lo que ella siente esto no es nada. Nada. Así que mis manos prosiguieron, dijeron las cosas que sabía que John quiso decir, habría dicho de haber tenido tiempo, la voz queda de Rojo tornó mis gestos palabras—. Dijo: dile que sé que educará a mi hijo para ser un buen hombre, fuerte y sabio. —Miré a John una última vez; su rostro calmado bajo los moratones, sus pies blancos y limpios ahora cubiertos por el sudario. Me toqué los labios con la punta de los dedos, después desplacé la mano hacia ella—. Dijo: despídete por mí. Y… y cuéntale a mi hijo mi historia. —A Rojo se le entrecortaba la voz. No lo miré. El rostro de Margery permaneció sereno un momento más, cuando me miró.

—Gracias —dijo con voz muy baja, en tono educado—. Me alegro de que hubiera alguien con él cuando… y ahora, si no os importa, me gustaría que me dejarais sola.

—¿Estás segura de que es lo mejor? —Era la dama Anne, que no había abandonado la expresión desaprobatoria en todo el rato.

—Por favor. —La voz de Margery temblaba un poco y cuando me di la vuelta para irme, vi su rostro desmoronarse, y las lágrimas empezar a resbalar por las mejillas.

Fuera en el rellano, Rojo me vio cojear y sin pedir siquiera permiso me cargó en brazos.

—Mira que eres cabezota y obstinada —murmuró—. ¿Cómo has subido hasta aquí arriba?

—Caminando —respondió su madre, un paso detrás de él y con aspecto de que se la estuvieran llevando los demonios—. Como puede hacer ahora perfectamente.

Rojo se detuvo a medio camino de las escaleras, conmigo en brazos. Estábamos delante de la casa al completo, reunida abajo. Vi los pensamientos de la dama Anne reflejados en su rostro, tan claros como si estuviera expresándolos en voz alta. Un hombre ha muerto hoy. Por su culpa. Uno de los nuestros. El marido de alguien, el padre de alguien. Ha matado a tu amigo. Y aun así, la llevas en volandas como si fuera una preciosa flor, una princesa demasiado frágil para que sus pies toquen el suelo. ¿Qué van a pensar de ti? ¿Qué estás haciendo a esta casa? Rojo la miraba también y cuando habló lo hizo en voz muy baja.

—Esta muchacha se somete cada día a un infierno, camina por las rocas descalza hasta que le sangran los pies, pone sus necesidades por detrás de todo lo demás, siempre. No va a ser la última en mi casa. Si Jenny no puede andar, es que algo le pasa de verdad, madre. Y voy a conducir esta situación como me parezca. —Muy calmado y controlado. A lo mejor sólo yo percibí el leve temblor en su voz. Su madre estaba furiosa. Pero la gente la estaba observando, así que nos siguió abajo con dignidad silenciosa y no dijo nada más. Por mi parte, habría preferido regresar a mi cuarto cojeando. Pero nadie me preguntó. No tenía que mirar a mi alrededor para saber lo que todo el mundo estaba pensando. John ha muerto. Con él muere parte de Harrowfield. ¿Qué será lo próximo que destruya? Y él sigue cobijándola. Bruja, asesina. No lo decían en voz alta, no en presencia de su señor. Aún no.

En mi cuarto, me dejó sobre la cama y se dio la vuelta para correr el pestillo. La de fuera estaba abierta y, en el primer escalón, estaban los dos haces de estrellada, y mi cuchillo.

—Tu tobillo —dijo—. ¿Está…?

Le hice señas.

No es nada, no te preocupes.

—No te creo —dijo Rojo—. Y te ayudaría si pudiera. Pero no me puedo quedar aquí, tengo asuntos que atender, yo…

Salió por la puerta, pasó los haces, bajó por las escaleras y se movía como a oscuras, como a tientas. Pensé que se había ido y me acerqué para cerrar la puerta tras él, pero cuando salí cojeando al umbral, estaba de pie, en silencio, a los pies de las escaleras, con una mano sobre la pared y la frente apoyada en las frías piedras, el otro puño apretado con tanta fuerza contra su boca que los nudillos estaban blancos. Los hombros le daban sacudidas.

Supongo que en aquel momento olvidé el miedo a tocar. A lo mejor no pensaba en absoluto. Levanté la mano y la posé sobre su nuca, donde la piel aparecía clara y vulnerable entre la túnica y el pelo cortado casi al cero, donde los huesos se mostraban bajo la piel. Su reacción fue instantánea y violenta. Su cuerpo se quedó completamente quieto, como congelado por la conmoción, entonces expulsó todo el aire de golpe y con él palabras en un tono que jamás antes había oído, duro, incontrolado.

—¡No quiero tu compasión!

Retiré la mano como si me hubieran mordido, subí corriendo los escalones, tan rápido como me permitió mi tobillo herido. Por un momento, antes de que se desvaneciera en la oscuridad, volvió la cara y vi lo que reflejaba cuando se le arrancaba la máscara de compostura. Angustia, furia, pena y el odio amargo hacia sí mismo que era la imagen especular del de su hermano Simon. Y debajo, algo más, algo mucho más escurridizo que moraba en las profundidades de su mirada, guardado por barreras que sólo los más osados o los más temerarios se atreverían a romper.

Esa noche no pude dormir. Mi espíritu pesaba y tenía el corazón roto. Mientras observaba las sombras a mi alrededor tumbada en la cama, mientras escuchaba los pequeños ronquidos de Alys, pensé, si me quedo aquí, lo destruiré. Puede que los destruya a todos. Y pensé, si me voy, no completaré la tarea. Pues los poderes del mal tienden su red tensa. Si no me quedo aquí, perderé a mis hermanos. Y será todo por nada. Mi mente vagaba de un pensamiento a otro, y de vuelta otra vez, y sentía un dolor en el corazón que nada tenía que envidiar al del tobillo herido. Me odia, pensé. Me odian todos. Y con razón, pues en esta casa no soy más que una destructora. Y la vocecita de mi cabeza habló: ¿Qué es esto? ¿Autocompasión? No te puedes permitir ese lujo, Sorcha. Y no pueden ser las dos cosas. Regresa al camino. Sigue adelante. Y date prisa, pues el enemigo está cerca. No podía ignorar la vocecilla. Pero primero tenía que atender un asunto.

Así que antes del alba me levanté y salí al jardín y recogí lo que necesitaba. Ben estaba completamente dormido encima del banco, con una jarra vacía de cerveza como única compañía. Dibujé un círculo en el suelo y puse cuatro velas a su alrededor. En el centro hice una pequeña hoguera, con ramas de espino y saúco. Alguien tenía que ayudar al espíritu de John a que se liberara y a buscar su nuevo camino. No podía confiar en que esta gente hiciera lo que había que hacer, aunque lo amaran. Las llamas eran pequeñas, pero brillantes y ardían con fuerza. Fijé mi mente en su rostro ajado, solemne, firme y en todas las cosas que había sido, y eché en mi hoguera puñados de agujas de pino, de hojas de tomillo, de manera que al poco, el aroma dulce y purificante se extendió por el jardín. Mi mente representó a John como un enorme árbol que se extendía, que daba cobijo y velaba por muchos bajo su amplia copa. Pensé en las raíces del árbol, bien sujetas a la tierra del valle, una parte viva de su profundo corazón. Era un hombre del valle. Dondequiera que fuera, cualquiera que fuera el camino de su espíritu, una parte de él permanecería siempre allí. Cuando el alba rompió, apagué las velas y borré el círculo, esparcí las últimas ascuas del fuego y las cubrí con arena. Era otro día, y había trabajo que hacer.

Desde esa noche hasta el primero de mayo, cuando todo volvió a cambiar, me aparté de la casa, como si me hubiera refugiado en una concha invisible y protectora. Apliqué toda mi voluntad a la tarea. Pues presentía a mi enemigo alrededor, cada vez más cerca mientras la primavera florecía y daba paso a un verano exuberante, mientras las bayas aparecían en los arbustos, los pajarillos probaban sus alas y la casa de Harrowfield se tragaba su pena y ponía buena cara, para prepararse para una boda.

En lugar de salir a pasear por las mañanas, me senté en mi jardín a hilar, pues la dama Anne me había proporcionado una rueca y un huso como había prometido. Si me aventuraba, no era más allá del huerto o el bosque creciente de jóvenes robles. Por la noche, la guardia permanecía fuera de mi puerta. No miraba quién era, y la puerta permanecía cerrada. Empecé a trabajar en mi cuarto, incluso cuando las mujeres se reunían arriba; no tenía ganas de oírlas cuchichear, ni de soportar la desconfianza ceñuda de la dama Anne o, lo peor de todo, sentarme junto a Margery mientras proseguía con su labor con los ojos en blanco. No pidió volver a verme, y yo no fui donde no me querían. Así que me sentaba sola y me contaba historias, y cuando ya no tenía más fuerzas para eso, repetía los nombres de mis hermanos una y otra vez, para mí y en silencio. Me empeoraron las manos, de tanto maltratarlas sin descanso; sin el tratamiento diario que Margery les dedicaba, estaban en carne viva y destrozadas. Seguí trabajando. El dolor no importaba.

No me podía aislar completamente. La dama Anne requería que asistiera a las cenas. Yo asistía, me sentaba en silencio y comía lo que debía comer. Ya no estaba John para obligarme a terminar lo que me ponían delante, aunque alguna que otra vez Ben me dejaba caer en el plato un trocito de queso o una fruta extra, con un comentario sobre lo poco que quedaba de mí y que pronto desaparecería por completo. Yo lo miraba detenidamente, y él parpadeaba. A lo mejor no todo el mundo me odiaba. Habían desaparecido la sonrisa descarada y la avalancha de chistes malos desde que habíamos perdido a John, pero Ben no era capaz de malicia alguna, y creía que seguía sintiendo cierta responsabilidad por mí, nacida quizá de haber asistido a mi rescate del río. También nacida de su fracaso al prevenir que Hugh de Harrowfield tomara la única decisión equivocada de su vida.

Una o dos veces me crucé con Rojo en el corredor, pues no podíamos evitarnos por completo. Bajaba la mirada y pasaba como una sombra, junto a la pared. Cuando tenía que hablar conmigo, era educado pero distante; de lo que sucedió entre nosotros aquella noche, no se mencionó una palabra, ni intercambiamos una mirada. Podría no haber sucedido nunca, de no ser por el abismo que yo había abierto entre nosotros y que ninguno de los dos intentó salvar. Era mejor así. Yo tenía trabajo que hacer y muy poco tiempo para distracciones. Él tenía que poner en orden su casa, y pronto, pues el primero de mayo se acercaba a pasos agigantados.

Supe, por terceras personas, de sus investigaciones sobre el derrumbamiento y la muerte de John. Que el segundo hombre, el que vigilaba desde arriba, era un préstamo, por así decirlo, de Northwoods, que había acompañado a Elaine y se había quedado en Harrowfield. Que había sustituido a otro, el día en que sucedió, sin informar a John. Que desde entonces no había habido señal de él. Un interrogante pendía sobre el asunto, pues su cuerpo podía haber quedado sepultado bajo la enorme piedra que aún quedaba. No se formularon acusaciones. Pero las cosas cambiaron ligeramente. Había más hombres, muchos de ellos iban armados. La comida se comprobaba y se cataba. Rojo y Ben hablaban largo y tendido por las noches, y empezaron a mirar mapas. Venían otros hombres de vez en cuando, algunos extranjeros, eran interrogados a conciencia, se les daba comida y bebida y se los volvía a enviar. Yo observaba todo esto, y poco comprendía, pero no preguntaba. Hilaba e hilaba y contaba los días a medida que pasaban volando.