Capítulo IX

El clima empeoró y los días se volvieron más cortos. Por las mañanas el suelo crujía por la escarcha y los aleros del granero estaban salpicados de carámbanos. Ya en el tiempo más cálido del otoño había sido bastante duro para mis manos hinchadas manipular la rueca y el huso, pasar la lanzadera por el telar, enhebrar una aguja para coserlo todo. Con el invierno sentía un latir sordo en las articulaciones que no remitía ni cuando descansaba. Los peores días, cuando la nieve caía fuera con suavidad y los faroles iluminaban la sala en que trabajábamos incluso a mediodía, tenía que esforzarme por tragarme las lágrimas mientras me obligaba a seguir. Margery había aprendido a esas alturas que no aceptaba ayuda de nadie. Todo lo que podía hacer era sentarse a mi lado y hablar en voz baja de esto y aquello, reconfortándome así con su presencia. Pero mis progresos eran lentos, demasiado lentos. Había un hogar, al que las mujeres se arrimaban para trabajar. Pero yo no me acercaba, pues no me gustaban las miradas sospechosas ni las lenguas desatadas, que sólo se callaban en presencia de la dama Anne. No me gustaban las señales que hacían con los dedos cuando pensaban que no estaba mirando. Trabajaba con tanta constancia como podía, mirando por la ventana a medida que nos aproximábamos al solsticio de invierno y, como ya no me atrevía a plantearme cuándo acabaría la tarea, me puse un objetivo más asequible.

Terminaría la camisa de Conor en Meán Geimhridh, el solsticio de invierno.

Encerrados dentro, los hombres encontraron nuevas maneras de ocuparse. Apartaron los bancos del gran salón y se convirtió en el escenario de varias prácticas de combate, con armas y sin ellas. Al cabo de un par de días y unos cuantos casi perdidos, la dama Anne ordenó descolgar los tapices y guardarlos.

Empecé a entender de dónde había sacado Rojo aquellas habilidades que había observado en la pelea desde el lago al mar. Los hombres practicaban con espada, espada y daga al mismo tiempo, y vara. Luchaban usando manos y pies como armas. Mis hermanos habrían podido aprender un par de trucos.

Como se aburrían de coser, las chicas eran a menudo descubiertas en la puerta, contenían el aliento cuando Ben se agachaba para esquivar la espada de John, seguido de una patada circular que enviaba la daga de su contrincante volando por el aire hasta una distancia peligrosa para los rostros de sus admiradoras. O exclamaban cuando Rojo ponía en práctica su método para desviar un cabezazo de algún enemigo muy decidido: una maniobra efectiva, si bien poco ética. Y no eran los únicos que empleaban su tiempo en aquello. Rojo poseía una fuerza de batalla pequeña pero letal, cualquiera de ellos, pensé, habría entretenido a Cormack un buen rato. Y eso no era moco de pavo. Me intrigaba cómo, aquellos granjeros, leñadores y molineros eran capaces, en cuestión de segundos, de transformarse en diestros y mortíferos guerreros. Lord Richard se había burlado de Rojo por su renuencia a enfrentarse al enemigo. Pero yo pensaba que estaría listo cuando llegara el momento. Como lo había estado antes. Si fuera su enemigo, no andaría haciendo comentarios de desprecio. Prepararía el combate con la máxima antelación. Me llevó algo de tiempo recordar que los míos y yo éramos el enemigo; casi había caído en la trampa de pensar que pertenecía a aquel lugar.

Pronto me demostraron cuán lejos de la verdad estaba aquello. La dama Anne se había ablandado un poco desde la visita de su hermano, pero sólo un poco. Compartía mi preocupación, creo, al observar a su hijo someter a la pierna recién curada a un uso tan enérgico. Me satisfizo mi trabajo, los puntos salieron limpiamente y la herida tenía un aspecto saludable. Jamás perdería la cicatriz que le había dejado la hoja de su atacante en la carne, pero él demostraba cada día que la pierna estaba como nueva. Me reconfortó algo. Pero este éxito no me ganó el respeto de la casa. Más bien al contrario, se murmuraba sobre cómo lo habría hecho, en la sugerencia de que alguien tan joven y tan limitadita no podía haber conseguido un resultado tan espectacular sin el empleo de brujería o algo tan parecido a eso que no había diferencia.

A medida que se acercaba la víspera del solsticio, sabía que tenía que hacer cuidadosos planes. Pues estaría lista y esperaría, entre el anochecer y el alba, el regreso de mis hermanos. No importaba que hubiera cruzado el mar y los hubiera dejado atrás. No importaba bajo qué techo me refugiaba ahora. Debía apartar de mi mente el hecho de saber que no poseían mapa, señales ni luz que los guiara. Yo había tomado aquel camino y ellos tendrían que seguirme. Habían ocurrido cosas muy extrañas y aún más extrañas habrían de suceder. Así que recitaba sus nombres mentalmente, como una letanía, y planeaba mi huida. Si venían, tendría que ser por el agua, por lo tanto, por el río. No podía ir demasiado lejos sin que se dieran cuenta y sólo tenía un corto espacio de tiempo para hacerlo. No podría estar allí al anochecer. Tendría que ser entre la cena y la hora en que se montaba guardia junto a mi puerta. Encendería una vela en mi cuarto y ordenaría a Alys que se quedara callada. Después cerraría la puerta y cruzaría el jardín con sigilo. Podría llegar hasta la orilla del río en la oscuridad. Confiaba en que me esperaran. Después, por la mañana, me despediría de ellos, los vería partir a salvo en su largo viaje de vuelta a casa y me aseguraría de que la guardia hubiera terminado antes de regresar a mi cuarto. Podía funcionar. Tenía que funcionar. Intenté no pensar en que a lo mejor no venían, en que podía ser una larga y vacía noche de espera.

***

La víspera del solsticio amaneció clara y fría. La hermosa hoguera que encendieron en la estancia y la luz baja que entraba por las ventanas consiguieron convencer a nuestros dedos de que se pusieran a trabajar. En el gran salón, colocaron un gran tronco de roble en la chimenea para encenderlo aquella noche con ceremonia y colgaron encima de todas las puertas ramas de acebo, enredadera y madera dorada. Al menos aquello me resultaba familiar. Pero no me los imaginaba bebiendo alrededor de las hogueras de las colinas y brindando por los espíritus de los campos y los árboles. Se quedarían en la seguridad de sus camas calientes y cerrarían las puertas. Eso me favorecía. Tendría que poder conseguir salir sin que me vieran.

La sesión de costura fue corta aquel día; a media mañana las mujeres se dirigieron a las cocinas, donde todas las manos se unieron para preparar la fiesta de aquella noche. Habría carne asada, sidra y bizcochos. Los hombres jugaban a los combates o trabajaban en la granja. La mejor cosecha se almacenaba en graneros para el invierno, y había que alimentar al ganado cada día. Era un día ajetreado, tan ajetreado que nadie tenía tiempo para reparar en mí, así que me quedé donde estaba, disfrutando de la soledad, y cosí la segunda manga de la camisa. Sólo quedaban dos retoques. Mientras trabajaba, mi mente se alejó de la sala vacía y el fuego menguante. Dibujé la imagen de mi hermano Conor en mis pensamientos: sabio, de mirada amable, el rostro estrecho, de finos rasgos, pelo largo y brillante como las castañas maduras; un hombre fuerte y joven con un espíritu venerable. Lo vi en nuestra cocina contando víveres. Lo vi a la luz de las velas rodeado de extrañas sombras. Lo vi mientras invocaba a los espíritus del fuego junto a la orilla. Lo vi nadar hasta el otro lado del lago, con enormes alas blancas plegadas. Conor. Estoy aquí. ¿Dónde estás tú? Me quedé allí bastante rato, mis manos ocupadas con aguja e hilo, mi mente lejos. Reunía todo el poder que tenía para invocarlo, para llamarlo. Pero no hubo respuesta o no la oí. Podría ser que estuvieran volando hacia mí, me dije. Sobrevolarían el gran mar, o estarían resguardándose del frío en algún lugar desolado entre este lugar y aquél. Esperaría: llegado el momento, yo llamaría y él respondería.

Poco a poco, mis oídos empezaron a recoger un incremento de la actividad fuera de la sala, voces que se elevaban y pasos apresurados. Había poca luz para trabajar y estaba aturdida y exhausta mentalmente por mis esfuerzos. Me dirigí a la puerta y miré fuera justo en el momento en que pasaba Megan corriendo, con los brazos llenos de sábanas. La cogí de la manga, y levanté las cejas inquisitivamente.

—Es la señora Margery —dijo sin aliento—. Lleva toda la tarde con contracciones, son muy fuertes pero la comadrona dice que hay algo mal. El bebé está del revés, dice, y ya sabes qué significa eso. Pobre señora Margery. Su primera niña murió, ya lo sabes. Parece que va a volver a pasar lo mismo.

Sus palabras me devolvieron a este mundo de golpe. El hijo de Margery, tan querido para ella. John y ella ya habían perdido uno, no podían perder otro. Podía ayudarles. Lo había hecho antes y sabía qué había que hacer. No se lo podía decir, pero podía enseñárselo. Seguí a la bulliciosa Megan a los aposentos de Margery, donde las mujeres se arremolinaban junto a la puerta, y vi luz dentro. Megan desapareció dentro con las sábanas limpias. Pero a mí me prohibió la entrada una de las mujeres de compañía de la dama Anne.

—Tú no —dijo firmemente. Vacilé sólo un momento, después intenté abrirme paso. Aquello era ridículo. Si Margery tenía problemas, me necesitaba. Seguro que me quería a su lado. Y sabía qué hacer, al menos creía saberlo. El brazo de la mujer salió disparado para barrarme el paso—. No puedes entrar —dijo—. No te vamos a permitir que lances una maldición a una mujer de parto, ni que pongas tus sucias manos encima de un bebé nonato. Largo. Los de tu raza no son bienvenidos aquí. —La habría abofeteado, pero sabía que sólo empeoraría las cosas. Inspiré profundamente.

—¿Qué pasa? —Llegó una voz desde dentro de la sala. Era la dama Anne, que aparecía en ese momento por la puerta, al oír las voces de sus mujeres—. Jenny, ¿qué estás haciendo aquí? —Parecía triste y cansada, y nada complacida de verme. Usé mis manos para hablar con ella. Puedo ayudar. Sé de estas cosas. Dejadme ayudar. Dejadme entrar. La dama Anne me miró cansina—. Me parece que no, Jenny —dijo, y ya se estaba dando la vuelta—. Tenemos nuestra propia comadrona. Conoce su trabajo; si ella no puede salvar al bebé no creo que nadie pueda. —Y se marchó.

—Ya has oído a mi señora —dijo otra mujer—. Largo de aquí. No necesitamos a los de tu raza. Necesitamos una curandera, no una asesina. ¿Por qué no vuelves al lugar de donde procedes, bruja?

Me marché. ¿Para qué quedarme? Pero habría podido echarme a llorar, al pensar en mi amiga Margery y en que se arriesgaba a perder lo que con tanto cariño había esperado. Regresé a mi cuarto, me aseguré de que los preparativos para la noche estaban listos, después paseé arriba y abajo por el jardín mientras Alys olisqueaba por entre los arbustos de lavanda. Sentí aumentar el frío a medida que se oscurecía el cielo y se acercaba la noche. Sentí la carga de la premonición en mi corazón. La muerte estaba cerca aquel día, la sentía en mis huesos. Ningún hogar cálido ni rama de acebo guardiana podía mantenerla fuera del lugar donde quisiera entrar. Deseé poder ponerme capa y botas y salir al río, estar allí en el momento en que el sol se escondía tras el horizonte y la tierra se volvía gris, morada y negra. Pero conocía a Rojo. Tenía que aparecer a la mesa u organizaría una búsqueda. No podía escapar hasta noche cerrada. No necesitaba ni llave ni candado para tenerme prisionera.

Tenía que haber sido una celebración, pero poca alegría había entre aquellos de la casa que se reunieron en el salón aquella noche. Ya era de noche. Miré la negrura fuera de las ventanas y mi espíritu volvió a llamarlos. ¡Conor! ¡Finbar! ¿Dónde estáis? Esperadme. Me imaginé a mis hermanos en el frío bajo los sauces, sin saber si estaban cerca o no. Solos y en el corazón de tierras enemigas. Agotados en medio de la noche. Un rincón de mi mente registró la visión de un John angustiado al que le tendían una copa de vino que apuraba de un trago, apenas consciente de lo que hacía o de dónde estaba. La de Rojo, con la boca seria y los ojos fríos, hablando con su madre en tono furioso. Pensé que sabía por qué estaba enfadado. Sabía que yo era curandera. Era amigo de John y de Margery. Se daba cuenta de que podía ayudarles. Pero la dama Anne no me quería al lado de la cama de Margery, ni que mis manos de hechicera ayudaran a nacer al bebé. No parecía cómoda ante la ira de Rojo, pero en sus dulces rasgos había una determinación terca. Ben estaba sentado a mi lado y dijo poco. Casi nadie tenía apetito.

Tan pronto como me fue posible, abandoné la mesa y me fui directamente a mi cuarto. La dama Anne y su hijo seguían discutiendo, no creo que ninguno de los dos reparara en mí. Aún tenía tiempo. Metí los pies en mis botas para salir y me cerré la capa. Alys apenas se movió, enroscada en el confort de las mantas. La vela ardía con luz constante sobre el arcón de madera. Voy. Esperad sólo un poco más. Alcé la mano para descorrer la puerta exterior.

En ese momento llamaron a la puerta con fuerza y oí la voz de Megan al otro lado.

—¡Jenny! ¡Jenny! ¿Estás ahí? —Fue como si una mano helada me agarrara el corazón. No, ahora no. No me llaméis ahora. Pero era para Margery, lo sabía, y no tuve más remedio que abrir la puerta y seguir a Megan otra vez dentro de la casa. Les había llevado demasiado tiempo darse cuenta de que no iban a sacar al niño sin mí. La dama Oonagh mismo no habría escogido mejor momento.

La dama Anne había hablado con las mujeres o alguien lo había hecho. Aún me seguían nerviosas con la mirada mientras me desplazaba por la habitación y más de una se persignó furtivamente, pero no dijeron una palabra. Margery estaba agotada. Tenía unas ojeras horribles, y la piel fría y sudorosa.

—¡Jenny! ¡Estás aquí! —dijo con un hilillo de voz—. ¿Por qué no has venido? Te necesitaba. ¿Por qué no has venido?

Dirigí la vista a la dama Anne y ella apartó los ojos, incapaz de sostener mi mirada. Creo que había comprendido, muy a su pesar, que había hecho algo imperdonable.

La noche del solsticio de invierno es una noche larga, pero aquella me pareció la más larga de mi vida, mientras luchábamos por ayudar a aquel niño a que llegara a este mundo. Margery lo intentaba y lo intentaba, pero cada vez se debilitaba más. Y aun así, pasó rápido, demasiado, mientras seguía trabajando, y fuera, por encima de las copas de los árboles invernales, las estrellas salieron, brillaron y empezaron a desvanecerse. Y las manos se me llenaron de sangre, el cuerpo se me empapó de sudor y, mientras trabajaba para dar instrucciones a las mujeres y confianza sin palabras a Margery, una parte de mi espíritu llamaba a mis hermanos. Esperadme. Esperadme sólo un poquito más. Antes del alba estaré allí.

Ya era demasiado tarde para darle la vuelta al niño, pues estaba demasiado abajo para que lo movieran. Así que tendría que nacer de culo o de ningún otro modo. A Margery apenas le quedaba fuerza. No podía hacerles entender a las mujeres lo que necesitaba, así que al final abandoné la estancia con Megan y fui a la destilería a buscar yo misma los ingredientes. Tenía que hacerlo bien. Algo para que se relajara primero, un breve descanso para que recuperara fuerzas. Y algo para aumentar la fuerza, lo suficiente para uno, dos, tres empujones breves. Y rezar a la diosa para que el cordón no estuviera enroscado en el cuello del niño. No tenía ninguna duda de a quién le echarían la culpa si aquel niño no llegaba a respirar. Además, no creía que pudiera soportar contemplar el rostro de Margery, o el de John, si no conseguía depositar a aquel infante en la seguridad de los brazos de su madre.

Megan me sostenía la lámpara mientras trabajaba. La casa estaba bien abastecida, pero quienquiera que hubiese almacenado aquellas hierbas tan primorosamente, no debía de saber de su eficacia para ayudar al parto, ni cómo mezclarlas con precisión. Aún quedaba un poco de tiempo para el alba, aunque no demasiado. Esperadme. Metí en una taza la mezcla que había preparado y me dirigí a los fogones de la cocina. Había que escaldar las hierbas. Tendrían que hervir, pero a Margery no le quedaba demasiado tiempo. El niño también debía de estar debilitándose, agotado por el esfuerzo. Cuando crucé hasta las escaleras, vi a los tres hombres agrupados en la penumbra junto a la hoguera del salón. John tenía la cabeza entre las manos, Ben hablaba en voz baja, con una mano sobre el hombro de su amigo. Rojo estaba de pie junto a la hoguera, fue el único que me vio. En sus ojos una pregunta. Los míos no podían mentir. Los salvaré a los dos si puedo. Haré todo lo que esté en mi mano.

Creo que me entendió, pero no dijo nada, por el bien de John. Asintió con la cabeza, y yo subí por las escaleras y desaparecí de su vista, con Megan por delante con la lámpara.

En la habitación de Margery brillaba una cálida hoguera. Cuando se lo pedí, Megan desató el manojo de lavanda seca que había traído de abajo, echó los tallos plateados y los capullos descoloridos a las brasas y un aroma purificante llenó el ambiente. La infusión se había enfriado lo suficiente; levanté a Margery para incorporarla y la observé mientras se la bebía obedientemente. Tomillo y calamento. Y becabunga, una hierba que había que usar como último recurso. No había habido tiempo para endulzar la mezcla, para volverla más agradable con miel o especias. Pero se la tomó entera, sus ojos ensombrecidos me miraron con una expresión de tal confianza que me aterrorizó. Después descansó un rato.

Cuando el cielo en el exterior se volvió primero de un azul violeta y después gris pálido, el niño nació. La infusión le había dado a Margery suficiente fuerza para el último empujón. Mis manos, por bastas que fueran, conocían su trabajo, y yo saqué a su hijo al mundo. Estaba mustio y callado.

—¿Qué pasa? —preguntó Margery con una vocecilla—. ¿Por qué está tan callado? —Y las mujeres murmuraron entre ellas. La dama Anne le secaba el sudor de la frente a Margery, y tenía los ojos llenos de lágrimas. La luz se abría paso en la estancia y yo puse la boca sobre la carita del niño e insuflé con suavidad aire en su cuerpo. Y otra vez. Y una más.

La comadrona me puso una zarpa encima, con intención de detenerme, pero la dama Anne dijo:

—No, dejadla hacer. —Una respiración más. Sólo una. Y al final, el crío tragó aire, tosió un poquito y lanzó un berrido indignado. Entonces exclamaron muchas voces y muchas manos envolvieron al niño para depositarlo en el pecho de su madre mientras fluían lágrimas de alegría. Había ayudantes de sobra para echar un cable con el alumbramiento, encender la hoguera y correr a informar a los hombres. Nadie reparó en mí cuando salí huyendo escalera abajo, ligera como el rayo y con la túnica manchada de sangre, abrí el enorme cerrojo de la puerta principal y corrí, corrí, por la gran avenida entre los altos álamos, pasadas las murallas y las ovejas acurrucadas, bajando hasta la brillante curva del río donde la primera luz del alba volvía el agua plata líquida bajo los sauces inclinados. Pero antes de que alcanzara el borde del agua, el sol perforó el dosel de árboles desnudos, explotó encima del valle y el mundo se llenó de luz. Muchas criaturas dejaban sus huellas en las blandas orillas del río, patos y gansos, zorros y nutrias. Pero era temprano: los patos aún estaban dormidos. Y no había cisnes en las aguas rizadas. Tampoco había huellas humanas excepto las mías. Si habían estado allí, ya se habían marchado.

Se me heló el corazón por la pena y la rabia. ¿Por qué no me habéis esperado? He hecho lo que he podido. ¿Por qué no me habéis dejado una señal? ¡Ni siquiera sé si habéis estado aquí! Sentí las lágrimas desbordarse por mis mejillas, todas las lágrimas que no había derramado antes, una marea de llanto que me sacudía el cuerpo entero, y me quedé de pie con la cabeza apoyada en el tronco de un sauce y golpeé la corteza con los puños hasta que me sangraron las manos. Si hubiera podido gritar de angustia, lo habría hecho, hasta que el valle entero retumbara con mi dolor. Allí me quedé mucho tiempo. Al final me hundí en el suelo junto al gran sauce y me cubrí el rostro con las manos. Hipaba entre sacudidas, me moqueaba la nariz y las lágrimas no cesaban. Si me quedaba allí el tiempo suficiente, a lo mejor podría convertirme en parte del árbol, una niña árbol llorona que todas las noches derramaba sus lágrimas sobre el agua. A lo mejor me desvanecería en la tierra blanda de la orilla del río y crecerían en mi lugar juncos, esbeltos y plateados, y si alguien construía una flauta con aquellos juncos, cantaría demasiado tarde, demasiado tarde.

—Éstas no son lágrimas de una sola noche.

Quizá, sin pensarlo, sabía que vendría. Oí el crujido de las botas sobre la hierba escarchada a medida que se acercaba. Después sentí el calor de su capa mientras me la echaba por los hombros, con mucho cuidado para que sus manos apenas me tocaran. Me hizo sentir bien, muy bien. No me había dado cuenta del frío que tenía, afuera en la mañana escarchada y sólo con la túnica y las zapatillas de dentro de casa. Fue como si la capa me hubiera transmitido su calor corporal.

—Conoceré la razón de esas lágrimas —dijo Rojo en silencio, y se sentó junto a mí, pero no demasiado cerca—. Un día la sabré. De momento, te traigo los agradecimientos de John, y los míos, por lo que has hecho. Te debemos mucho. ¿Volverás a casa?

Me sorbí los mocos y abrí los ojos, pero no me estaba mirando. Sus dedos retorcían un pedacito de hierba y miraba hacia el agua. Un ánade macho y su pareja nadaban junto a los juncos, sin prisas, en la primera y clara luz del día. Las plumas de su cabeza eran verde brillante, por encima de un collar níveo. La hembra le seguía, recatada en su plumaje marrón moteado.

El silencio se prolongó, pero no fue un silencio incómodo. Al cabo del rato, Rojo sacó el cuchillito de su bota, y un pedazo aún más pequeño de madera de su bolsillo, y empezó a tallarlo, entornando los ojos por el sol en intensa concentración. No veía en qué trabajaba. Me preguntaba quién les habría enseñado esta habilidad, a lord Hugh y su hermano. El sol empezó a subir y la brillante extensión de agua pronto se quebró con el paso de patos, gansos y pollas de agua. Mis pensamientos se fueron calmando poco a poco. Medio año. Dos estaciones más antes de poder verlos. El día anterior había sido mi decimoquinto cumpleaños, y no había caído en ello hasta entonces. Por algún motivo ya no parecía importante. En casa, habría podido estar ya casada. Me pregunté quién habría escogido mi padre para mí. Una alianza estratégica, sin duda. Pero aquél era un camino tan distante en aquel momento que parecía parte de algún cuento, la historia de otra chica. No la mía. Yo estaba allí, y mis hermanos no, y de nuevo no había más que una opción posible. Seguiría hilando, tejiendo y cosiendo, seguiría esperando. A lo mejor, si trabajaba muy duro, si me volvía más rápida, para el solsticio de verano podría casi haber terminado. Entonces volvería a venir al río, en la víspera de Meán Samhraidh. ¿Pero estarían ellos aquí? ¿Podrían venir? Era un vuelo muy largo. ¿Cómo sabrían, antes de que el sol se metiera por el horizonte y se convirtieran de nuevo en hombres, que tenían que hacer ese viaje? Pues cuando estaban en estado encantado, no poseían conciencia humana.

Excepto Conor. ¿Cuán poderosa era la habilidad de Conor? ¿Podría ser que para mandar sobre la voluntad de criaturas salvajes no fuera suficiente el oficio de druida? A lo mejor era todo en vano. ¿Por qué entonces tenía que estar allí, trabajar penosamente, soportar las miradas amargas de la casa y escuchar las vilezas que me llamaban? ¿Por qué destrozarme las manos con la estrellada, hasta el punto de que todos pensaban que estaba loca, por qué pasar mis días dentro de casa anhelando volver al bosque? Pues en lo más hondo de mi corazón reconocía que esta carrera hasta el río no había servido de nada. No habían estado allí. No vendrían y se marcharían sin dejarme un mensaje, signos ogham labrados en el tronco de un sauce, un dibujo de piedras en la orilla del río y una pluma blanca. Si hubieran estado aquí, habría escuchado las voces interiores de Conor y Finbar. Sorcha, Sorcha, estoy aquí. Había pasado mucho tiempo. Pero era su hermana, y los siete éramos de una misma carne y un mismo espíritu con tanta certeza como los siete arroyos de nuestra infancia fluían y se mezclaban en el brillante corazón del lago. No habían venido. Y quedaba mucho, muchísimo tiempo, hasta el solsticio de verano.

—¿Tantas ganas tienes de regresar? —preguntó Rojo en voz baja, aún concentrado en su talla—. ¿Tan duro te resulta estar aquí?

Me sorprendió. Llevaba callado un buen rato. Otro hombre me habría dicho lo que tendría que sentir, que debería estar contenta porque Margery y su hijo hubieran sobrevivido. Me hubiera pedido que dejara de llorar y me hubiera secado los ojos. Otro hombre me habría dicho que dejara de sentarme en el suelo helado del invierno y volviera inmediatamente a la casa. Me habría dicho que dejara de hacerle perder el tiempo. No tenía respuesta a las preguntas de Rojo. Claro que quería volver a casa. Mi corazón añoraba el bosque y mi espíritu anhelaba estar cerca de mis hermanos, pudieran o no verme, pero no era tonta. El sentido común me decía que quedándome aquí tenía más oportunidades de terminar la tarea. Tenía un techo sobre mi cabeza, buena comida y más protección de la que quería o necesitaba. Tenía herramientas, incluso un par de personas que podía llamar amigos. Y había soportado cosas mucho peores que las lenguas afiladas y las miradas aviesas de las mujeres de la dama Anne. Así que el espíritu me decía vete. Y la mente me decía quédate, por ahora. Si tus hermanos no vienen la próxima vez, ve a buscarlos. No llegarías lejos en medio del invierno. Además, él te iría a buscar y te traería de vuelta. Siempre.

Me levanté anquilosada y cojeé hasta el borde del agua. Allí me arrodillé para beber agua clara en el hueco de la mano, primero bebí y después me lavé la cara. Cuando la superficie se quedó de nuevo inmóvil, me vi reflejada, con los ojos rojos, húmedos por las lágrimas y pálida por el agotamiento. El agua estaba helada.

—Te prometo una cosa —dijo Rojo, y cuando me di la vuelta para mirarle había dejado a un lado la talla y me estaba observando. Me pregunté por qué habría pensado que tenía los ojos azules. Aquel día parecían ser del mismo color del agua del río, una tonalidad cambiante entre gris y verde—. Te prometo que te llevaré de vuelta, no importa lo que ocurra. Te prometo que te acompañaré y protegeré hasta tu casa cuando sea el momento. En cuanto sepa la verdad sobre mi hermano, te llevaré allí. Nunca rompo mis promesas, Jenny. Sé que te cuesta confiar en mí. Si alguna vez encuentro al hombre que te hizo esto, que te asustó tanto, lo mataré con mis propias manos. Pero puedes confiar en mí.

Me quedé mirándolo. ¿Cómo podía soltar aquello en un tono cotidiano, como si me estuviera explicando cómo disponer un almiar o la mejor manera de cavar un caballón de nabos? Pero había algo en sus ojos, algo oculto tan profundamente que podría pasar desapercibido, una intensidad que me indicaba que decía en serio todas y cada una de sus palabras. Sentí un escalofrío recorrerme la columna. Algo había cambiado, pero no sabía decir qué era. Fue como si el mundo se inclinara y nada volviera a ser exactamente igual. O como si hubiera un pequeño desvío en el camino, una minúscula curva, pero tomarla supondría acabar en un lugar totalmente distinto. Y ya era demasiado tarde para regresar.

Mi respuesta llegó sin pensar. Hice un gesto que decía: Lo sé, te creo. Y cuando me tendió su mano para ayudarme a levantarme, la tomé sin estremecerme, como había hecho una vez bajo una lluvia torrencial, cuando esa mano había sido mi único asidero a la realidad en una huida de la muerte. Confiaba en él. Era britano y confiaba en él. A lo mejor sí me mantenía a salvo hasta que terminara las camisas, y entonces… y ahí mi mente llegaba a un muro en blanco. Rojo sería todo amabilidad, con sus promesas de protección. Pero aún esperaba. Esperaba que le contara la historia de Simon. Esperaba que le contara cómo mi propia gente había quemado y profanado a su hermano, lo había vuelto medio loco. Cómo yo había abandonado a Simon en el bosque, solo con sus demonios, cómo le había dejado salir a la oscuridad y perecer de hambre, frío y terror bajo los grandes robles. ¿Qué valdría entonces la amabilidad de lord Hugh, cuando escuchara aquella historia? ¿Cómo sería de fácil mantener su promesa, sabiendo lo que le habíamos hecho a su hermano pequeño? Había visto la fuerza en aquella boca implacable, la dureza en la mandíbula intransigente. Había visto cómo podían ser de fríos aquellos ojos. Y sólo una vez había oído pasión en su voz, cuando las hadas lo pincharon con su charla sobre Simon. Poco valor le daría a mi seguridad, o la de mi familia, cuando supiera la verdad.

Así que volvimos a casa, lentamente, porque de repente descubrí que estaba terriblemente cansada, tan cansada que mis pies apenas podían seguir un camino recto.

—Te podría llevar —se ofreció Rojo—. La última vez no me costó nada. —Pero sacudí la cabeza. La confianza tenía un límite. Después de todo, era un hombre—. Oh, bueno —dijo mientras seguía caminando sombría—. Espero, de todos modos, que ahora peses más. Es increíble lo que puede hacer un poco de buena comida. —Cuando lo miré, sorprendí un levísimo ademán de sonrisa, por un instante sólo.

Casi recorrí todo el camino de vuelta a casa. Había gente, a pesar del frío: un jardinero, bien envuelto con un gorro de lana y mitones, que recortaba un seto; un muchacho con una vara grande de fresno, que pastoreaba un difícil rebaño de gansos. Entramos en silencio, evitando la puerta principal, y conseguimos escapar a la atención de la gente. Justo en la puerta exterior de mi jardín, mis piernas cedieron de puro cansancio y, para mi enorme fastidio, al final tuvo que transportarme aquellos últimos metros. Cuando abrió la puerta de mi habitación, Alys saltó hecha una fiera, gruñendo y ladrando en un frenesí protector. Rojo me depositó en la cama rápidamente y se retiró hasta el umbral. La pequeña terrier nos separó, con las patas bien plantadas, gruñendo con toda la amenaza de que era capaz.

—Vale, vale —dijo Rojo con expresión de asombro—. Sé dónde no me quieren. Te enviaré ayuda, Jenny. Haz el favor de dormir. Ha sido una larga noche. —Lo miré y pensé que también él parecía cansado. Era fácil creer que no se cansaba nunca, pues parecía reposar poco y no necesitar más. Pero aquella mañana estaba algo pálido, tenía unas ojeras que no le había visto a la luz del sol. Lo señalé, junté las manos, apoyé la cabeza sobre ellas y cerré los ojos un instante.

Tú duerme también.

—Está todo por hacer —dijo, y parecía desconcertado por mi sugerencia—. Y tengo un par de cosas que decirle a mi madre. Pero… —y le asaltó un gran bostezo—, puede que tengas razón. En cualquier caso, descansa, Jenny. —Salió por la puerta y Alys dio un par de ladridos para que se marchara.

Poco después llegó Megan con agua caliente y un camisón limpio. Mientras me lavaba y me cambiaba, ella me fue a buscar vino caliente y fino pan de trigo con pasas. Se quedó conmigo hasta que me lo terminé todo, sacó a Alys al jardín y la volvió a traer. Me dijo que la señora Margery y el pequeño Johnny estaban bien, que qué bien que les había salvado la vida y que ella no sabía dónde había aprendido esas cosas. Entonces me arropó y yo dormí hasta la noche, y si tuve sueños, los había olvidado antes de despertarme.

Para la festividad de Imbolc, que los cristianos llaman la Candelaria, había terminado la cuarta camisa. Ahora las guardaba en el arcón de madera de mi cuarto, con capas de hierbas secas en medio. Liam, Diarmid, Cormack, Conor. Ya no me quedaba estrellada. La mirada aguda de la dama Anne había reparado en que no tenía trabajo y me había buscado una tediosa pieza para coser y mantenerme ocupada. Trabajaba lentamente, pues mis manos ya no poseían el delicado control que dichas tareas requerían, si es que alguna vez lo había tenido. Una cosa era coser carne humana o traer a un niño al mundo; dar puntadas minúsculas con una aguja tan pequeña que ni la veías, otra completamente distinta. La dama Anne me observaba, con las cejas levantadas, mientras mi frustración aumentaba. Cuando terminamos la jornada diaria, me llevó a un aparte. Sentía que, desde el nacimiento del hijo de Margery, su trato hacia mí se había enfriado aún más. Era raro. Algo la preocupaba, eso lo veía por la manera en que me miraba. Y aun así, no había hecho nada para ofenderla, casi pensé que parecía tenerme miedo. No se me ocurría porqué.

—Esta labor te está costando —comentó, mientras cogía mi trabajo y lo volvía a dejar con un suspiro—. Y es una tarea que le encomendaría a una niña de ocho años. Tu educación en asuntos domésticos es claramente limitada, como si carecieras de las habilidades más elementales. Pero si tienes que quedarte bajo nuestro techo tanto tiempo, tendrás que ser de alguna utilidad, Jenny. A lo mejor te puedo encontrar algo más fácil.

Era una oportunidad, una especie de oportunidad. Aún me quedaba un tallo de estrellada en el capazo, que había guardado para esto. Me tragué la irritación y le mostré lo que quería.

No, no vuestro trabajo. Éste. Tengo que hacer este trabajo. Pero necesito más. Salgo, recolecto. Corto, recojo.

La dama Anne apretó los labios.

—No puedo ayudarte. No hay lugar para tal… tal desviación en mi casa. He tolerado tu locura impuesta porque no me quedaba elección. Pero no te voy a ayudar a seguir con ello. Basta. Si deseas ser aceptada, debes esforzarte por parecerte más a nosotros, Jenny. Si es que eres capaz.

No parecía importar en absoluto que le hubiera salvado la vida a Margery y al niño. Me di la vuelta. Me quedaba suficiente orgullo como para no suplicar. Además, sabía que sería inútil.

—Y no vayas corriendo a lord Hugh con tus problemas —le dijo a mi espalda, con un tono de voz que sugería otro mensaje, no expresado en palabras—. Bastante tiene ya que hacer para preocuparse por una como tú. Tenerte aquí es ya una carga.

En cualquier caso, no había nadie más a quien dirigirme. Rojo estaba ocupado, era algo evidente. Había que arar, prepararse para plantar y, además, había disputas que solucionar, el tipo de peleas que surgen cuando la gente pasa demasiado tiempo encerrada en invierno y empiezan a habitar las pequeñas injusticias de sus vidas. Había un sistema para lidiar con aquello. Con regularidad, unos diez días después de la luna llena, tenía lugar una audiencia que llamaban la asamblea del pueblo. Las partes agraviadas llegaban al gran salón de Harrowfield y planteaban sus discusiones ante lord Hugh, él arbitraba entre ellos.

A la asamblea asistían muchos de los vasallos de lord Hugh, pues además de justicia prometía una buena diversión. Una vez los cerdos de un granjero se habían metido en un pedazo de hierba reservado por su vecino para plantar puerros y calabazas. Menudo destrozo habían hecho, vaya que sí, y si Ned Thatcher no era capaz de controlar a sus cerdos, tendrían que quitárselos y convertirlos en salchichas, y él, Bill el Tuerto, sería el primero en hacerlo, en el momento en que Ned volviera a dejarlos sueltos. Ya tenía el cuchillo listo y todo. Ned intervino en ese momento para expresar un deseo sentido de que Bill regresara a Elvington, de donde venía, y se llevara con él a su encantadora esposa y sus seis hijos. Si no sabía que los cerdos eran cerdos y hacían lo que les daba la gana, no sabía demasiado. Y que además sus puercos sólo se habían comido cuatro avenas locas y un pegote de gachas secas que la mujer de Bill había tirado por el muro, así era de dejada.

Rojo era la diplomacia personificada. Calmó a ambas partes con unas cuantas palabras bien escogidas sobre sus indudables talentos y experiencia en cada uno de sus propios campos. Señaló las ventajas de un pedazo de tierra removido y fertilizado con antelación, de manera que sólo tendría, cuando llegara el momento, que plantar las semillas. Después explicó que a cambio de que sus cerdos usaran la tierra hasta la siembra, Ned podría esperar unas cuantas zanahorias frescas, un capazo o dos de nabos y alguna calabaza más adelante. Su mujer podría hacer con aquello una sopa excelente, añadiéndole un hueso de jamón. Evidentemente, los cerdos deberían desaparecer de la propiedad con el primer calor de la primavera. Él enviaría ayuda para construir un muro más fuerte. Todas las partes se retiraron satisfechas.

Había disputas más serias. Una lucha por una mujer, en la que un hombre había recibido una herida grave en la cabeza y el otro había terminado con un brazo roto. Una pelea salvaje después de beberse deprisa un barril de cerveza, que había acabado con dos familias insultándose cada vez que se veían. Reparé en la justicia de Rojo y en su autoridad. Podía ser muy duro, cuando así se requería. Pero no vi que desafiaran sus decisiones ni una sola vez. Pensé que esa gente tenía suerte. Eso era lo que mi hermano Finbar quería, lo que necesitábamos en Sieteaguas. Pero mi padre estaba atrapado en la misma contienda amarga que lord Richard. Aquella causa les apresaba cuerpo y alma, sin dejar espacio para nada más. Así que nuestros granjeros pasaban hambre, nuestras murallas se derrumbaban, y lo que sentían por lord Colum era miedo, no respeto. Me pregunté cómo se las estarían apañando. Mis hermanos habían tomado ciertas medidas para alcanzar el equilibrio. Pero mis hermanos se habían ido. Ahora sólo quedaba mi padre y la dama Oonagh.

Decidí, al final, encargarme yo misma del asunto. La dama Anne me había dicho que era una carga para Rojo. Pero yo no había pedido que me trajeran aquí. Nadie le había dicho que montara una guardia cada noche en mi puerta, ni que me mantuviera cerca de casa donde pudiera verme. Nadie le había pedido que se sentara conmigo y me esperara mientras lloraba, ni que me trajera sana y salva a casa. Nadie le obligaba a llevarme cuando estaba cansada, ni asegurarse de que comía bien. Nadie excepto él mismo. A menos… bueno, estaba aquello. Asegúrate de que no le vuelven a hacer daño. Has elegido bien. Y aun así, Rojo era muy fuerte. ¿Podría estar actuando realmente bajo los efectos de un hechizo, algún tipo de orden que las hadas le hubieran dado aquella noche, para protegerme hasta que terminara mi tarea? ¿Podría cargar con ese peso sin saberlo? Cuanto más lo pensaba, más me convencía de que así era. Explicaba muchas cosas. Explicaba lo más difícil, por qué Rojo estaba dispuesto a esperar lo que hiciera falta para que le hablara de su hermano. Parecía no tener prisa porque eso tuviera lugar. Los hombres no solían tener demasiada paciencia. Otro hombre le habría sacado a golpes la respuesta a su prisionera el día que la encontró. No tenía ninguna duda de que lord Richard lo habría hecho. Yo había visto a mi padre intentarlo. No había otro motivo para que Rojo me mantuviera allí tanto tiempo. Suponía que era una carga. Aún estaba lejos de ser bienvenida. Y hacía falta muy poco para que el miedo y la desconfianza de la casa se derramaran sobre él. Para destruir la armonía y la confianza que era el centro de aquella pequeña comunidad. Se preguntaban por qué me había traído allí. Por qué mantenía aquella influencia malvada en el corazón de su tierra, arriesgando a su propia gente. Probablemente sólo el amor y el respeto que le profesaban había contenido sus lenguas tanto tiempo. La dama Anne creía que abusaba de su hospitalidad. Sólo era cuestión de tiempo que otras voces empezaran a decirlo en voz alta.

Así que decidí que no le pediría ayuda a Rojo. Una mañana cogí un saco vacío y un cuchillo afilado, y esperé hasta que Ben, entre bostezos, abandonó su puesto de guardia a grandes zancadas para ir a la cocina a por un desayuno temprano. Entonces me escabullí. La noche anterior, le había dicho a Margery que no me encontraba bien y que me quedaría durmiendo hasta tarde. Mis flujos femeninos habían empezado de nuevo y me proporcionaron una buena excusa para fingir una leve indisposición. Elegí aquel día porque sabía que los hombres estarían ocupados, los hombres preparando los campos para la siembra en el extremo oeste de la colina, a cierta distancia del valle. Estarían fuera todo el día y nadie me iría a buscar. Con un poco de suerte, habría regresado antes de que notaran mi ausencia.

Remonté el curso del río, tomé caminos ocultos bajo los árboles. Llevaba mi túnica casera y una capa gris, y empleé mis habilidades para permanecer oculta. Era una lástima Alys, que tenía tendencia a ladrar a las ardillas y rascar con fuerza entre la maleza. Pero no tuve corazón para dejarla atrás, con lo contenta que estaba por haberla incluido en la expedición, como sin duda se había puesto años atrás con su joven amo. Así que la dejé seguirme y ralenticé el paso al ritmo de sus cortas patas.

Cuanto más nos alejábamos de la casa, más me animaba. Era un día claro y bonito, con un punto cálido en el aire, aún no primavera, pero sí con su primera y débil promesa. Estandartes de nubes a jirones se extendían por el cielo. Observé un cernícalo cernerse en el aire, determinado, antes de que se precipitara sobre su presa. Al final, trepamos más allá de las orillas del río hasta un desfiladero por el que corría un pequeño arroyo que más tarde se unía al río. Y por fin, allí, en los márgenes bajo un saliente de piedra, encontré lo que estaba buscando. Crecía en exuberantes matojos a cada lado del agua, asfixiaba los helechos y berros más pequeños. Descansé un poco, Alys se tumbó en la sombra, jadeando. Después me puse manos a la obra.

Había depurado mucho la técnica. Abría el saco en el suelo a un lado y asestaba buenos tajos a la base de la planta, uno, dos y tres, y los tallos caían hacia mí. Si lo hacía con cuidado, no me lastimaba las manos demasiado y podía enrollar la estrellada cosechada en un hatillo aseado que transportaba a la espalda. Trabajaba deprisa. El sol estaba alto y me quedaba un largo camino de vuelta a casa. Cogí tanta como podía cargar, suficiente para una camisa entera, a lo mejor algo más. No tendría que regresar hasta bien entrado el verano. Cuando la consideré suficiente, até el haz con una cuerda y me lo eché al hombro. Antes de llegar a casa, las espinas saldrían de su envoltorio y me atravesarían la ropa y la piel. Estaba acostumbrada. ¿No cargaba a la espalda la vida de un hermano? Aquello compensaba cualquier dolor.

Salimos en dirección a casa. Estaba contenta, pensaba en las cuatro camisas que había ya hechas en el arcón y en la quinta que empezaría al día siguiente. Estaba contenta porque el sol me bañaba la cara, porque estaba fuera, a cielo abierto, y porque Alys retozaba delante de mí como un cachorrito. Desapareció bajo un bosquecillo de abedules, y yo me incliné para salvar un paso entre rocas.

Oí un zumbido encima de mi cabeza, un golpe, un grito horrible, un gemido, un sonido de terror puro. Corrí bajo los árboles sin hojas, con el corazón en la boca. Otra vez no, por favor, otra vez no. La perrilla estaba clavada contra la corteza gris plateada del tronco del abedul, y aullaba y sacudía la cabeza de lado a lado. Intentaba quitarse algo, algo azul brillante. Llegué en un instante, dejando caer cuchillo y haz, me arrodillé junto a ella mientras gritaba de miedo y dolor. Plumas azules. Una flecha, que le había perforado el hombro y la había clavado contra el árbol. La punta estaba alojada profundamente en la corteza.

No había tiempo para pensar. A un hombre o a una mujer les habría podido decir quieto, voy a ayudarte. Se les podía explicar lo que pensaba hacer. Incluso sin palabras, habría podido hacerlo. Con un perro, lo único que se podía hacer era actuar. Desaté la cuerda de mi hatillo, se la enrollé alrededor del cuello de manera que no la asfixiara y la até. Cuando mi mano pasó por delante me pegó un mordisco y me clavó los dientes en los dedos. Pero en cuanto la cuerda estuvo atada, pude sostenerla con un pie y utilizarla para echarle la cabeza a un lado, más o menos. Después el cuchillo. Alargué el brazo para buscarlo. Ojalá dejara de aullar. Ojalá. Mis dedos agarraron el cuchillo. Bien, lo tenía, y ahora tenía que cortar la flecha limpiamente, cerca del tronco, y después sacar el astil de la carne. La vigilaba mientras trabajaba. Era una perra muy vieja. A lo mejor el horrible ruido era buena señal. Por lo menos tenía fuerzas para protestar. Empecé a serrar el astil de la flecha, tragándome las lágrimas, pues con cada movimiento le provocaba una oleada de agonía en todo su pequeño cuerpo. Fue una tarea engorrosa y la perra no dejaba de mover la cabeza, ponía los ojos en blanco e intentaba morder.

—¿Necesitas ayuda?

Me quedé helada. La voz suave y cortés del tío de Rojo, lord Richard, era inconfundible. No me di la vuelta, pero sentí un escalofrío de terror en la columna.

—Vaya. Parece difícil. Mis disculpas. Parece que uno de mis cazadores no tiene demasiada buena puntería. Lo castigaré. —Apareció, una imagen en equipo de montar inmaculado, calzado y enguantado con el cuero más fino y suave, la túnica y las calzas de un intenso azul de medianoche. Su expresión, bajo los rizos de oro apagado, era de una estudiada disculpa, con un punto divertido—. Déjame, querida. Qué perra más tonta, ¿verdad? Siempre le decía al chico que mejor un lebrel o un pointer. Déjame, mis manos son más adecuadas para esto.

Sacudí la cabeza, no quería que se me acercara ni a mí ni a Alys. Pero se acercó, mucho, y de repente tenía un cuchillo afiladísimo en las manos. Me aparté de él. Alzó las cejas con media sonrisa.

—Cualquiera diría que estás asustada —comentó mientras cortaba el astil con un tajo diestro. Alys se tambaleó, y yo tensé la correa improvisada—. ¿Qué piensas hacer ahora? —preguntó mientras se apartaba. No le hice caso, me arrodillé y cogí la flecha por el penacho azul. Volví a asegurar el pie sobre la cuerda, de manera que Alys apenas podía moverse. Tiré tan fuerte como pude. La varilla salió limpiamente con un horrible ruido de succión y la perra lanzó un grito de terror. Se había terminado—. Bravo —dijo lord Richard, que se había sentado en el tronco de un árbol a observar—. ¿Ahora qué?

Le lancé una mirada de intenso disgusto. La herida sangraba; no demasiado, pero era un largo camino de vuelta a casa. Usé mi cuchillo para cortar una tira de mi vestido y vendé la herida tan bien como pude. Alys ya no intentó morderme. Se quedó sentada, temblando, mientras me observaba con ojos llenos de confianza. Lord Richard había dicho que su hombre tenía mala puntería. ¿A quién iba destinada aquella flecha, me pregunté?

Allí se quedó observándome, sus ojos azules seguían todos mis movimientos mientras me encargaba de la herida, deshacía la correa y ataba de nuevo mi hatillo. Me lo volví a echar al hombro y me agaché para recoger a la temblorosa Alys en mis brazos.

—Mmm —dijo—. ¿Así que somos independientes? Ofrecería mi ayuda, pero igual recibo un mordisco. De una de las dos, al menos.

No podía hacer gestos. Intenté hacerle entender, con un gesto de la cabeza y poniendo ceño, que deseaba que me dejara sola para volver a casa.

—Oh, no, me parece que no —dijo tranquilamente, y a mí no me gustó en absoluto la mirada de sus ojos—. No creo que a mi sobrino le gustara. ¿Dejar a su pequeña protegida sola en los bosques, con esta carga? No, no, eso no puede ser. Por lo menos te escoltaré a casa con seguridad. Valdrá la pena sólo por ver la cara de Hugh. —Se metió dos dedos en la boca y emitió un agudo silbido. En un minuto aparecieron hombres silenciosos con arcos de cuatro direcciones diferentes. Iban vestidos de gris, verde y marrón, los colores del bosque.

»Yo iré a pie con la joven… dama —dijo lord Richard, y de nuevo la pausa entre las dos últimas palabras fue calculada con precisión—. Vosotros llegaos a Harrowfield. Coged los caballos e id por la carretera. Informad a lord Hugh, si os lo encontráis, que ha sucedido un pequeño accidente a una de su casa. Nada de qué preocuparse. Ya hablaré con el hombre que ha lanzado la flecha más tarde.

Desaparecieron para cumplir sus órdenes, a mí no me quedó más elección que regresar a casa en su compañía. No se ofreció a transportar mi hatillo, aunque lo observaba con interés.

Es extraño cómo algunos episodios permanecen claros en el recuerdo y otros se desvanecen. Aún me acuerdo de todo lo que Richard me dijo aquel día, durante la larga caminata a casa. Aún oigo todas las palabras cuidadosamente elegidas, todos los matices de su voz suave, cada sutil cambio en el tono insinuador. Aún siento el peso de la perrita en mis brazos, la sangre en mis manos y el punzante hatillo de estrellada en la espalda. Me estremezco al recordar las repulsivas manos de lord Richard al tocarme los brazos, los hombros o la cintura cuando fingía ayudarme en el terreno agreste. Lo odiaba. Lo despreciaba. Pero era el tío de Rojo. Y el hermano de la dama Anne. Deseaba escupirle en aquel rostro sonriente y malicioso, pero apreté los labios, puse la mirada en el frente, y me encaminé a casa.

—Me extraña que mi sobrino te deje salir sola —comentó mientras bajábamos por el desfiladero del arroyo—. Habría dicho que sabría proteger su inversión algo mejor. Y qué buena inversión has resultado ser, querida. Es impresionante lo que un poco de buena comida puede hacer por la figura de una chica. —Le lancé una mirada asesina y lo sorprendí mirando mi cuerpo de arriba abajo, como si imaginara lo que había debajo de la recatada túnica hecha a mano. Mis entrañas se congelaron—. Te has redondeado muy bien, jovencita. Sí señor, muy bien. —Intenté no escuchar, pero no había manera de hacerlo callar. Llegamos al lugar en que el arroyo se unía con el río—. Hugh es un insensato por dejarte salir sola. Muy insensato. ¿No se da cuenta de que podrían aprovecharse de ti? Demasiado confiado, nuestro Hugh. Ése es su problema. —Me rodeó los hombros con los brazos y yo me aparté—. ¡Ah! —murmuró—. ¡Tiene carácter! Mucho mejor. Le debe de haber salido bien el negocio. Veintidós años y aún sigue lleno de los ridículos ideales de cuando tenía diez. Temo por el chico. De verdad. ¿Cuándo crecerá? Incluso el joven Simon estaba más pegado a la realidad. Y con todo, nuestro Hugh no es tan altruista como parece. Vi el brillo de sus ojos cuando presumió de ti ante mí. Probablemente debió de pensar que sus más locas fantasías se volvían realidad, cuando te encontró. ¿Qué hombre no ha soñado alguna vez con tener una irlandesa indomable, resbaladiza como una anguila y ardiente como el fuego del infierno bajo esa piel blanca, con ojos verdes perversos y una melena que se enrosca por su cuerpo como rizos de seda? Lo has educado, ¿no? He oído decir que llegó con marcas de mordiscos. ¿Qué tal te complace, joven Jenny? ¿Cumple tus expectativas, se porta?

No pude evitar el flujo de sangre hasta mi rostro, la vergüenza e indignación que sus palabras me provocaban. Ay. ¿Por qué habría venido sola? ¿Por qué tenía que escucharlo? Y por favor, que nada de lo que decía fuera verdad. Que no fuera verdad.

—Ah, ya veo —dijo lentamente, observando de cerca mi rubor—. Aún seguís jugando a los inocentes. O casi. Te está reservando. Pero ¿para qué? No se me ocurre. Nuestro chico puede que sea puro como la nieve en la superficie, pero debajo de ese frío exterior, querida, hay un hombre de sangre caliente. Puede que no te haya hecho suya, pero lo hará, sin duda. Pregunta a las chicas de la aldea, tienen miles de historias que contar. Serás suya. Especialmente ahora que tienes más carne sobre los huesos. Carne deliciosa, si me puedo tomar la libertad. Y puedo. Vaya que sí. —Una carcajada y los árboles parecieron estremecerse con aquel sonido. Alys escondió su hocico en mi pecho. Los brazos me dolían por el peso.

—Un largo camino a casa, ¿no te parece? —comentó lord Richard—. Un camino muy largo para pies tan pequeños. ¿Por qué no nos sentamos un rato? Para conocernos mejor. Deja a la perra, querida. Quieres conocerme un poquito mejor, ¿no? —Su voz era como la miel, como el jarabe, con un generoso toque de belladona. Quería darle donde más duele. De no ser por Alys, lo habría hecho, le habría escupido en la cara. Pero me enderecé, mantuve la cabeza alta y seguí caminando, intentando colocar a la perra en mejor posición. Soy la hija del bosque. Para ser tan pequeña, pesaba lo suyo.

Richard acechaba un paso detrás de mí y se disponía a cambiar ligeramente de tema. Llegamos al camino bajo los sauces. El sol había pasado el mediodía y la luz era dorada en las ramas desnudas. Seguía siendo un bonito día.

—Supongo que ése es el único motivo por el que te ha traído aquí —dijo como para sí mismo—. No se me ocurre otro, ¿y a ti? —Se frotó las manos perfectamente cuidadas—. Puede que te resulte extraño que no me sorprenda más. Pues tiene que casarse con su prima, ya lo sabes. Mi propia hija. Pero un joven tiene que correrse sus juergas, incluso un idealista retraído como Hugh tiene que divertirse. Y lo dejará en mucha mejor posición, cuando a la larga se case. Le da ventaja, por decirlo de algún modo. Pues ¿cómo si no va a educar a su esposa en las delicadas y deliciosas habilidades del lecho matrimonial? No, creo que nuestro Hugh tendrá suficiente experiencia en verano. Eso te lo puedo agradecer a ti, querida, entre otras. Y diría que Elaine ya está lista. Qué bien que no puedas hablar, tesoro. Convierte este episodio en algo mucho más… excitante. ¿No crees?

¿Cómo podía hablar así de su propia hija? ¿Es que no tenía vergüenza? Me ardían las orejas de escucharlo, y deseé poder dejar a Alys en el suelo y salir corriendo. Apreté los dientes. Si mis hermanos estuvieran aquí, te harían pagar por hablarme así. Te demostrarían lo que es un hombre de verdad. Y, madre mía, cuánto anhelaba que estuvieran allí.

—Porque yo me pregunto —prosiguió—, ¿qué otro motivo podría tener para tenerte tanto tiempo en esta casa? Pues no le hace ningún bien, lo sabes, absolutamente ningún bien. Las lenguas se desatan. Lenguas poderosas. Su madre lo detesta. Yo lo detesto. Quédate suficiente tiempo, y le harás auténtico daño. ¿Sabes lo que dicen? ¿Quieres oírlo? —Deseé ser sorda. Deseé ser sorda además de muda—. Dicen que lo has embrujado —dijo, entre risas—. Que eres una hechicera y que has lanzado tus redes sobre su buen chico y te lo has llevado, a pesar de él. Incluso sus mejores amigos lo dicen. Que lo tienes amarrado y no te puede negar nada. Porque eres una mujer de Erin, de la raza que mató a su propio hermano. ¿Qué opinas de eso, Jenny? Pero claro, no te llamas Jenny, ¿verdad? Me pregunto quién elegiría un nombre tan poco adecuado para ti. Seguro que te llamas Maeve, o Colleen, o puede que Deirdre. Algún nombre irlandés salvaje. Jenny no es nombre para una hechicerita del oeste. Me puedes echar tus redes encima cuando quieras, joven Maeve. Te puedo enseñar unas cuantas cosas. Tendrías que probarme. Podría ayudarte, ya lo sabes. Soy alguien a quien acudir si las cosas se ponen… feas. —Entonces me cogió por los brazos y me acercó la cara, de manera que no tenía más remedio que mirarlo. Tenía los ojos de la familia, el azul brillante del aciano, como los de su hermana. Como los de Simon. Se pasó la punta de la lengua por los labios y leí el deseo en su rostro.

Cerré involuntariamente las manos y Alys lloró. Entonces le di un fuerte pisotón, con la bota de invierno, y él dejó escapar un juramento. No podía correr, pero estábamos cerca de un puentecillo que unía la carretera de carros y llegué andando tan rápido como pude, sin mirar atrás. Y de allí llegaba ruido de caballos y voces por el camino y, cuando salí de debajo de los sauces, un grupo de jinetes apareció ante mi vista, a buena velocidad. Se dieron la vuelta y se detuvieron, sucedieron varias cosas con mucha rapidez, sin apenas mediar palabra. Un Rojo de rostro adusto hizo una señal a los demás. Uno me cogió a Alys de los brazos y maldijo cuando le mordió los dedos. Me quitaron el haz de la espalda y se lo tiraron a Ben, que lo recogió con un gesto de dolor. Entonces yo sentí que me levantaban como un saco de verduras y me depositaban encima del caballo de Rojo, y él saltó detrás de mí. Dudo que un hombre hubiera podido contar hasta diez en el tiempo en que hicieron todo esto.

—Tío. —La voz de Rojo era neutral. Aunque sus manos apretaban tanto las riendas que tenía los nudillos blancos—. No nos has avisado de tu visita. Me temo que no te he podido recibir… como corresponde. —Parecía que también él era un maestro de la pausa con significado—. Me aseguraré de que ese descuido no vuelva a tener lugar.

—Hum. —Richard cojeaba visiblemente—. Estás nervioso, muchacho. Lo comprendo. Creías haber perdido a tu amiguita, ¿verdad? La perra ha tenido un pequeño accidente. Nada serio. Pero tienes que vigilar a la chica. Si la dejas ir tan lejos podrías encontrarte con que ha llegado información a los oídos equivocados. Todas las precauciones son pocas.

—Mis hombres te buscarán una montura adecuada —dijo Rojo como si no hubiera escuchado una palabra—. Yo me adelantaré y le diré a mi madre que prepare tu llegada. Sin duda, se alegrará de verte. —Y con eso le dio una patada al caballo y salimos al galope. No albergaba dudas de que los hombres se tomarían su tiempo en encontrar el caballo adecuado para su visitante.

Fue un viaje rápido. Rápido e incómodo. Rojo no esperó a nadie, y azuzó al caballo hasta el galope tendido cuando nos acercamos a la avenida de álamos. Me habría caído de no ser por cómo me aferraba por la cintura, sosteniéndome fuerte contra él mientras controlaba el caballo con las rodillas, la otra mano bien firme sobre las riendas. Llegó directamente a los escalones principales de la casa, desmontó inmediatamente y me dejó en el suelo a su lado. Como era habitual en aquella casa, en la que tantas órdenes se daban, apareció un mozo de cuadra de ninguna parte para llevarse al caballo. Yo me encontré arrastrada adentro y directamente arriba a los aposentos de Margery y John. Rojo llamó, abrió la puerta y me lanzó a los brazos de una Margery desconcertada.

—Quédate aquí —dijo—. Y no te muevas hasta que vuelva. Y es una orden. —Después lo oímos bajar abajo, llamando a la dama Anne.

—¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado? ¿John? ¿Está John bien? —En la frente tranquila de Margery apareció un ceño. Asentí para tranquilizarla. Suponía que John debía de andar aún ocupado en los campos al oeste, labrando. Margery me condujo hasta el fuego, me sentó, me puso una copa de aguamiel en la mano. Descubrí que yo estaba temblando y que mis pensamientos estaban tan confusos que no habría podido explicarlos, aun de tener palabras.

Johnny estaba en su cuna, pero despierto. Vi sus manitas juguetear en el aire y su voz intentando pronunciar sonidos, uno detrás de otro. Se inclinó para cogerlo, le puso una mano sobre la cabecita calva. Se lo apoyó en el hombro y se sentó frente a mí.

—Bébetelo —dijo—. No sé qué está pasando, pero tú estás tan blanca como las sábanas y Rojo no tiene mejor aspecto. Supongo que ya me enteraré.

En ese momento la puerta se abrió y cerró de un portazo, Rojo cruzó la habitación en dos zancadas y me levantó de la silla, las manazas en los hombros. Jamás lo había visto alzar la voz desde que llegué a Harrowfield. Ahora estaba gritando.

—¡Cómo te atreves! —Me dio una sacudida, fuerte—. ¡Cómo te atreves! ¡Me habías dado tu palabra! ¿Tiene que pasar algo así para que veas lo tonta que eres? ¿En qué estabas pensando?

Johnny empezó a aullar y Margery le dijo a Rojo, más bien con severidad:

—Le estás haciendo daño.

Rojo dejó escapar un juramento, me soltó y nos dio la espalda, puso ambas manos sobre la repisa de la chimenea. Me toqué los hombros. Me volverían a salir moratones. Nunca lo había visto tan enfadado. Ni siquiera cuando discutía con su madre la noche que nació Johnny.

—Lo siento —dijo sin aliento—. Lo siento. Pero ¿qué demonios te ha cogido para salir sola? Pensé que te lo había explicado. Pensé que conocías los riesgos. Por Dios, y si… ¿te ha tocado? ¿Te ha hecho daño? —Caminaba de un lado para otro ahora, se dio la vuelta para examinarme, buscando en mis ojos. Hoy los suyos eran del azul de las sombras en el hielo.

Sacudí la cabeza. No iba a llorar. No iba a pensar en lo que había dicho lord Richard. ¿Qué otra razón tendría para mantenerte aquí? —Lo sacaría de mi mente—. Dicen que le has hechizado. Que no puede negarte nada. Lo olvidaría. Era una tontería. No iba a llorar. Parpadeé, me sorbí la nariz y se me escapó una única lágrima traicionera que me cayó por la mejilla. Práctico como siempre, Rojo rebuscó en sus bolsillos y sacó un pañuelo. Cuando acercó la mano a mi rostro, no puede evitar estremecerme. Me miró como si le hubiera pegado. Se dio la vuelta, cubriéndose los ojos por un momento como si no quisiera que leyera su expresión. Es cierto, pensé. Soy una carga. Jamás tendría que haber venido aquí. He creado problemas en esta familia y he abierto la discordia a una casa pacífica. Jamás tendría que haberme traído. Y lo sabe.

—¿Qué te ha dicho? —Rojo me daba la espalda, y hablaba en voz tan baja que apenas lo oía. La intensidad de su tono me asustó tanto que sólo podía mirar al suelo, a la pared, a cualquier lugar menos a él. Ésa era una pregunta que jamás podría responder.

—¿Me va a explicar alguien qué está pasando aquí? —preguntó Margery severa, mirándome a mí, luego a Rojo y de vuelta a mí. Johnny se había callado e hipaba contra su hombro—. ¿Qué ha hecho tan terrible, Rojo? ¿Qué ha podido hacer Jenny para que la maltrates así, le grites y la hagas llorar? Pensaba que éramos hombres y mujeres, no niños enfadados. Espero que no te vuelvas a comportar así nunca en mi casa. —Rojo la miraba. Me pareció que alrededor de la boca aparecían arrugas que no tenía antes.

—Lo siento, Margery —dijo débilmente—. Es injusto por mi parte. Si alguien tiene la culpa, soy yo. Pero éste es el único lugar en que está segura mientras mi tío esté aquí. No tengo mucho tiempo, tendré que bajar cuando llegue. Ahora, Jenny —me dijo volviéndose hacia mí, y vi que seguía enfadado, muy enfadado, pero que controlaba el tono de su voz con una fuerza enorme de voluntad—. Tengo que saber para qué te has ido tan lejos tú sola. Tengo que saber por qué has roto tu promesa.

Me dolían los hombros. Tenía los pies escocidos de tanto andar y los brazos entumecidos de llevar a Alys tanto tiempo. Me sangraba la mano donde me había mordido. Su tío era un bestia, y en aquel momento, tampoco tenía demasiado buen concepto del sobrino. Dejé las manos quietas a mis lados. Rojo apretó un puño y se golpeó la palma de la otra mano con fuerza.

—¡Maldita sea, Jenny, dímelo!

—Yo creo que lo sé —intervino Margery, mientras me miraba nerviosa—. Jenny ha estado pidiendo más existencias de la planta que teje, la que llamamos hierba del fuso. Se le ha terminado la que trajo. Me temo que me negué a ayudarla, con la esperanza de que abandonara su terrible tarea. Pero sé cómo eres de decidida, Jenny. Supongo que saldrías a buscarla tú sola.

Rojo entornó los ojos.

—Estabas encargada de vigilarla —dijo y el tono helado de su voz hizo palidecer a Margery—. Debe de estar fuera desde primera hora de la mañana. ¿Por qué no has mandado a buscarla? ¿Por qué no he recibido el mensaje hasta que los hombres de Richard han sido avistados en la carretera?

—Lo siento —repuso Margery. No le dijo que le había mentido. Probablemente la primera mentira de mi vida.

—Dios todopoderoso, ¿pero es que no puedo confiar en nadie? —Volvía a pasear arriba y abajo.

Deseé que se marchara y me dejara con mi desgracia.

—Jenny, ¿por qué no me lo has pedido? —dijo al final—. Yo sé dónde crece tu planta, conozco cada rincón de este valle. Te la puedo recoger cuando quieras, llevártela a la puerta si quieres. No tienes por qué salir de la seguridad de estos muros. Y no lo harás en el futuro. ¿Lo entiendes? No vas a salir más.

Tenía que responder tan bien como pudiera. Tú… cortar la planta… no. No está bien. Yo. Yo corto, tejo, coso. Sólo yo.

—Pues yo te llevaré —me dijo, y su voz había regresado a un tono más estable, aunque seguía con los puños cerrados detrás de la espalda—. Te llevo, te vigilo mientras la cortas y te vuelvo a traer a casa. No vuelvas a salir sin mí. Y ahora me voy abajo. Margery, quiero que la mantengas aquí. Ambas estáis excusadas de la cena. Mi madre me debe un favor. —Hizo ademán de marcharse, pero se dio la vuelta en el umbral—. Hay un hombre a cargo de la perra —dijo—. Uno de mis mozos sabe de estas cosas. Estará bien cuidada. —Y con eso se marchó.

—Bueno —dijo Margery. Fue a dejar al bebé, entonces dormido, de vuelta en la cuna, y puso una tetera al fuego—. Vaya cómo lo has alterado. —Y no dijo nada más, pero a medida que la tarde transcurría, bebíamos té de menta, y yo la ayudaba a devanar la lana y hacer tortitas al fuego, la sorprendí varias veces examinándome, con mirada sagaz, y me pregunté en qué estaría pensando.

***

Esta vez, Richard se quedó más tiempo del que cualquiera de nosotros hubiera deseado, excepto quizá dama Anne. Su presencia tenía una influencia sutil pero innegable en la casa. Los sirvientes, que trataban a Rojo y a su madre con un respeto que demostraba un deseo de complacer, un servicio que siempre era más que el simple cumplimiento de las obligaciones, manifestaban a lord Richard un respeto nacido del miedo. No es que él mostrara en ningún momento ira o expresara su insatisfacción con palabras claras. Era, más bien, algo en su expresión, una ceja alzada o una media sonrisa aviesa. Era la manera que tenía de cogerle una copa a una sirvienta, y tocarle la mano al hacerlo. Era su tono de voz cuando daba una orden a un mozo o despedía a sus propios hombres con un gesto arrogante. Pensé que nos despreciaba a todos; que se creía por encima de todos nosotros. Nadie era inmune a sus desprecios, sus insultos de pasada, ni siquiera en el círculo interno de aquella casa. Pero, como he dicho, era un hombre sutil. Sabía cómo herir de una manera que a lo mejor sólo su víctima comprendía totalmente.

Aun así, eran fuertes. Cuando Richard preguntó a Ben por sus reticencias para unirse a una expedición, sobre su firme deseo de permanecer con lord Hugh en lugar de poner a prueba sus habilidades en la batalla, Ben se limitó a reírse a carcajada limpia. Si sintió su hombría insultada, no dio señales de ello. El arma contra John era más artera. Más de una vez lo oí intentando provocar una respuesta, intentando incluir a John en un debate sobre la administración de la hacienda, y sus responsabilidades como custodios de la defensa de una zona mayor. ¿Qué pasaba con la costa oeste en conjunto? ¿Y sus responsabilidades para con sus vecinos, y más que eso, para con su madre? ¿Cuándo iba a hacer algo con la gente que había matado al joven Simon? John era un hombre taciturno por naturaleza. Su costumbre era hacer lo que había que hacer, y hablar sólo cuando hiciera falta. Trataba con Richard como yo esperaba, declaró que era hombre de Hugh y que nunca había tenido motivo para dudar de su buen juicio. Además, la auténtica amenaza eran los daneses, no los irlandeses. Cuando Richard dio un paso más y empezó a preguntar qué pensaba John de la seguridad de su esposa, una chica tan dulce, que florecía como una rosa, y su hijo recién nacido, John sencillamente se levantó y dejó la estancia.

La dama Anne, sin embargo, era la hermana de Richard. Durante los largos días que su tío pasó en Harrowfield, Rojo hizo más de un intento por evitar que pasaran demasiado tiempo hablando a solas. Pero no lo consiguió por completo. No podía estar en la casa todo el tiempo, pues la estación era cada vez más cálida y el trabajo en la hacienda estaba a pleno rendimiento, arar, plantar, los primeros corderos. Así que, una tarde, la dama Anne y su hermano pasearon por el jardín durante algún tiempo, en profunda y sincera conversación, y yo los observé desde la ventana de la larga sala en la que me sentaba a solas a trabajar, preguntándome qué le estaría contando. Aquella noche, durante la cena, reparé en que la mirada de Richard, aviesa y penetrante, se posaba sobre mí y sobre Rojo y de vuelta sobre mí, y me pregunté cuánto tardaría antes de volver a buscar una oportunidad de verme a solas.

Por fin, una noche durante la cena, Richard anunció que él y sus hombres se marcharían al día siguiente. Los suspiros de alivio fueron casi audibles. Se había quedado más de la cuenta. La casa entera estaba al borde de los nervios constantemente, nadie lamentaría verlo partir. No insistió ni la dama Anne. Aunque sí expresó el deseo de que nos reuniéramos más tarde para tomar una taza de ponche caliente para despedirlo y dicha petición parecía incluirnos tanto a Margery como a mí. Me habían buscado un montón de imaginativas excusas en ocasiones anteriores, pero esta vez no había escapatoria, así que, algo más tarde, la dama Anne se sentó en el salón con su hermano y su hijo mayor, y yo rondé entre las sombras, intentando no hacerme notar. Rojo estaba sentado junto a la ventana, ocupado en una talla. John estaba de pie detrás de la silla de Margery. Habían enviado a una joven sirvienta arriba para que cuidara al pequeño Johnny, pero era un niño que dormía bien y tendría poco trabajo. Dos hombres de Richard y Ben habían extendido un mapa, y discutían sobre la precisión de cierta línea territorial. Pero el tono era amigable.

—¿Qué opinas tú, joven Benedict? —dejó caer Richard como si nada. Había estado escuchando la conversación atentamente, por casual que sonara—. ¿Crees que podemos tomar la torre de vigía en el extremo norte de la bahía antes del verano? Si la mantenemos, tendremos margen suficiente y un territorio seguro para nuestros hombres. Ése ha sido uno de nuestros problemas, eso y su taimada manera de navegar. Aún no he comprendido cómo lo hacen. Salen de la nada, de entre la niebla, y se te echan encima, con esas pequeñas y maliciosas embarcaciones. Nunca sabes cuándo esperarlos.

—Dicen que es brujería. —Hablaba uno de los hombres de Richard, con poca seguridad—. Que cada clan tiene un hechicero, un mago que puede invocar tormentas, nieblas y vientos, con el poder del demonio. Dicen que tropas enteras de hombres han desaparecido de ese modo. No es que yo lo crea, pero se cuentan historias.

—Historias concebidas con el único propósito de meter miedo al enemigo —repuso Richard algo cínico—. Un ardid que han empleado de sobra. Igual que pintarse el cuerpo o tocar los tambores al avanzar. Coge al enemigo por sorpresa, lo pone nervioso, le mete miedo. No es brujería. Un poco de suerte, eso es todo, y buen conocimiento del clima. Esa gente no es más mágica que tú o yo.

—Desde luego —dijo el otro hombre—. Pues entre ellos hay sacerdotes cristianos que seguro no tolerarían dichos tejemanejes. Además, ¿quién ha oído hablar de granizo tan grande como huevos de gallina o de nieblas en las que te puedes ahogar? ¿Quién ha oído hablar de una tormenta que llega de la nada, de lluvia que irrumpe en el cielo claro?

En ese momento miré a Rojo y Rojo me miró a mí, y recordé el tacto de su mano a través del torrente cegador de lluvia, el agarre fuerte, cálido de la única cosa real en aquel aguacero violento y druídico. Aquella lluvia que nos salvó la vida a ambos. Leí en sus ojos que pensaba lo mismo.

—Esos cuentos se remontan muchos años —reflexionó Richard, mientras estiraba sus elegantes piernas hacia el fuego—. Es un lugar extraño, de gente rara. Cuanto más sé sobre ellos, más difícil me resulta comprenderlos. Un día, por supuesto, todo será nuestro y lo que quede de aquella gente salvaje se perderá, morirá, se pudrirá o se mezclará con nuestra raza. Tienen capacidad limitada para resistir, con sus supersticiones y su fe irracional. Luchan con tal ferocidad que parece que no tengan en alta estima sus propias vidas. Han perdido sus preciosas islas. Ese fondeadero es nuestro. Espero dar el siguiente paso en la próxima campaña de verano.

—¿Cuándo pensáis regresar? —preguntó John educadamente.

—Muy pronto —repuso Richard—. Siempre tengo a mis hombres listos. Planeo aprovechar el primer buen tiempo que haga. Así que mientras tú estás aquí en el campo, Hugh, jugando a los campesinitos, piensa en mí y en los míos mientras mantenemos tus tierras a salvo. Mientras limpiamos las orillas de ese azote, para que tú puedas criar tu ganado en paz.

—Oh, lo haré —repuso Rojo—. Puedes darlo por seguro, tío, nunca estás lejos de mis pensamientos.

—Uf. —Richard pareció tomárselo con la intención que había sido dicho—. Me gustaría convencer al joven Ben para que viniera conmigo esta vez. Mostrarle un poco de acción. Pero si no quiere, no quiere.

—No podéis estar planeando colocar una guarnición aislada en la otra orilla, eso si conseguís tomar el sitio —intervino John, claramente interesado a pesar de sí mismo—. Eso son ganas de problemas. Los señores de la guerra de la zona conocen el terreno muchísimo mejor que nosotros y sus fuerzas son considerables. ¿Cómo vais a atender un puesto tan distante? ¿Cómo lo vais a abastecer? La posición sería extremadamente endeble. ¿Qué pasa con los noruegos? Seréis un objetivo fijo. ¿Y qué intención tenéis para estableceros allí?

Richard rió.

—Supongo que parece muy pequeño dentro del plan global. Mi mayor ventaja reside en las islas mismas, probablemente no eres consciente de qué gran contingente pueden albergar oculto en puerto seguro durante un tiempo. De hecho estoy en perfecta posición para proporcionar refuerzos a un puesto en la otra orilla. Eso les picará en su vanidad, a esos petulantes señores de nombres impronunciables. Que el enemigo tenga un pie puesto en su sagrada tierra natal, los acicateará. Los sacará de sus guaridas. Después veremos.

Hubo un breve silencio.

—No puedes esperar establecerte al otro lado de la costa —dijo Rojo cortante—. Si eso es lo que planeas, infravaloras a tu enemigo.

—Nuestro enemigo, chico, nuestro enemigo —repuso Richard, levantándose para enfrentarse a su sobrino que aún seguía sentado a cierta distancia, concentrado en su meticulosa tarea con el cuchillito—. No, puede que me hayan llamado muchas cosas, pero nunca insensato. Lo único que no deseo es volverme complaciente. Lo que importan son las islas. Aquel que posee las islas, mantiene su costa segura. Mientras las tenga, tendré agarrado a mi enemigo por su espíritu. Las considera una fuente de magia, de poder. Mientras uno las posea, el otro seguirá debilitado. Pero no basta con sentarse aquí y esperar a que nos ataquen. Tenemos que mover primero, mostrarles nuestra fuerza de voluntad, mostrarles de qué pasta estamos hechos. Y recuerda, no estoy solo en esto. Tengo el apoyo de tres de nuestros vecinos más cercanos y un centenar de sus mejores guerreros para probarlo. Tu propia casa, Hugh, es la única por estos lares que no estará representada en mi expedición. —Le lanzó una mirada a la dama Anne—. Eso me avergüenza, chico. Mi propia carne y mi propia sangre. Pero aún queda tiempo. Tiempo para reunir una pequeña fuerza de combate. Tienen que estar listos en seis días. Agradecería tu apoyo.

Rojo seguía trabajando en su pequeña pieza de madera. Ni siquiera se molestó en mirar.

—Ya sabes lo que pienso sobre ese asunto, tío —contestó—. No tengo ninguna intención de permitir que hombres buenos tiren su vida por nada. Esta contienda es tuya, no mía. Sus orígenes puede que ya se hayan olvidado, tras tantos años como lleva en pie, tras tantas vidas desperdiciadas. Perdóname si no añado la mía o la de mi gente.

—Una cosa es mantener las islas —intervino Ben, que seguía mirando el mapa por encima—, pero no podéis confiar en ir más allá. Y aquí, ¿veis esta gran extensión de bosque, que alarga sus brazos casi hasta el mar? Estuvimos allí. Es un lugar de lo más extraño, profundo, impenetrable y defendido con fiereza. El terreno es empinado y traicionero. Entre las arboledas hay un enorme lago. Y en medio un señorío. Nadie se acerca a más de un día de distancia de aquél. Hierve de hombres armados y, si no acaban contigo éstos, pronto lo harán el hambre, el frío o el misterio puro del que rebosa el lugar. Si quisierais hacer algo de mella, tendríais que ir mucho más al norte. Aquí, por ejemplo.

Richard aguzó la mirada.

—Hablas como un auténtico soldado —dijo—. ¿Seguro que no quieres venir conmigo, chico? Parece que serías muy valioso. ¿No puedes prescindir del muchacho por un tiempo, sobrino?

Rojo sopló un poco de serrín y volvió a meterse la pieza de madera dentro del bolsillo. Limpió el cuchillo en su túnica y se lo metió de nuevo en la bota.

—Yo no tomo decisiones por Ben —repuso suavemente.

—¿Bueno, chico?

Ben se rió.

—Yo no, gracias. Tengo trabajo que hacer aquí. Además, pelear contra esa gente es como pelear con una tribu de…, de fantasmas o espíritus. No es que no hayamos conseguido algo en una o dos ocasiones.

Pero… tienen la habilidad de aparecer y desaparecer, y cuando se dirigen a ti es siempre en acertijos.

—¿Y qué pasa con el clima? —intervino John—. Hace bueno un minuto y, al instante, cae un chaparrón. Casi acabas creyendo sus cuentos de magia y hechicería, si pasas suficiente tiempo allí. Yo no tengo ninguna prisa por volver. Prefiero un rebaño de ovejas y una buena esquiladora mil veces.

Le estaban chinchando, pensé. Pero Richard ya iba por otros derroteros, y hablaba para sí mismo.

—Magia y hechicería. Eso me recuerda algo. —Se puso en pie frente a la chimenea, se calentaba la espalda, los brazos extendidos sobre la repisa. Su sombra se proyectaba lejos por la sala, las llamas titilantes recortaban la silueta de su cuerpo—. Mencionáis el lago y el señorío del bosque. Oí una historia de lo más extraña respecto a esa zona, un relato que podría cambiar totalmente el curso de mi campaña, si algo de verdad hay en ella. El señor de aquellos lares se llama Colum de Sieteaguas. Cuentan historias sobre ese lago, su bosque y su fortaleza; más cuentos de la fiereza de sus luchadores, entre los que se contaban sus propios hijos. Algo de verdad tienen esas historias. Como sabéis, fue en esa zona donde se perdió Simon y masacraron a mis propios hombres. Me pregunto a menudo si… pero no importa. Las fuerzas de Colum no son ninguna chusma bárbara. Son fuertes, están bien disciplinados y bien armados, pelean como si no les importara el mañana. Como has dicho, joven Ben, habría que ser un insensato para organizar un ataque contra las defensas primordiales de un hombre así. Pero, me informan, las cosas cambiaron para Colum hace uno o dos años. Cómo, es difícil de decir. Hay muchas versiones de lo que sucedió. Un día era un hombre con seis hijos hechos y derechos. Al día siguiente, no le quedaba ninguno.

Hubo una breve pausa. Si algo había dejado Richard claro, era que nunca contaba una historia sólo para entretener. Tenía que haber algún anzuelo, un mensaje oculto para alguien.

—¿Qué les ocurrió? —preguntó la dama Anne.

—Bueno, había varias teorías —respondió Richard—. Una era que estaban en la orilla del lago y un enorme espíritu del agua desencadenó una extraña tormenta que se los llevó dentro y los ahogó. Otra, que los envenenó un enemigo, alguien como yo, con la intención de debilitar el poder de su padre. Una tercera que los chicos salieron una mañana a buscar setas y se los llevaron las hadas. Creen en las hadas y en los elfos, por aquellos lares, ya lo sabéis. Extraño, ¿verdad? Cómo pueden tener un sacerdote cristiano en sus casas, decir misa los domingos y seguir teniendo la cabeza llenas de supersticiones y fantasías. Sí, un relato extraño. Si es cierto, a Colum le deben de quedar menos de la mitad de ganas de pelear, menos voluntad de resistir. Ahora sería un momento perfecto. —Ilustró la última palabra con un movimiento brusco del brazo, apuntando con los dedos—. Ah, y se me olvidaba —dijo y en ese momento me miraba a mí junto a la oscuridad del muro—. También había una hija. Desapareció con sus hermanos. Barrida. Oí decir que su madre los buscaba, ¿o era su madrastra? Que había enviado exploradores a todas partes. Pero no había rastro. Desaparecieron sin más. Como Simon. A lo mejor los duendes se los llevaron a todos. Fue más o menos por la misma época. O eso me cuentan.

Esta vez el silencio se prolongó más tiempo. Yo me estremecí. Pensaba que todos me estaban mirando, que veían quién era y adónde pertenecía. ¿Había sido sólo una puñalada en la oscuridad, una suposición al azar? ¿Cómo era posible que Richard hubiera dado con la verdad?

—Qué desesperación enorme —intervino Margery con suavidad— perder siete hijos de golpe. Un revés así volvería loco a cualquiera.

—No se lo desearía ni a mi peor enemigo —repuso la dama Anne—. Pero me duele oírte hablar del destino de Simon tan a la ligera, Richard. Espero que busques más noticias de él cuando regreses. No puedo creer que no hubiera ningún rastro de él. Pero eso es lo que Hugh me dice.

El rostro de Richard se transformó en la viva imagen de la solicitud fraterna.

—Por supuesto que buscaré noticias —dijo—. Tengo una red excelente de informadores, que me sirve bien incluso cuando estoy lejos de allí. Te sorprendería saber lo que oigo. Pero creo que debes darte cuenta, hermana, de que los jefes de Erin son tan brutales como sus hombres. No valoran demasiado a los prisioneros una vez les han… servido a sus propósitos. Y Simon era muy joven. Creo que después de tanto tiempo, no deberías esperar demasiado. Ahora bien, si como dices, hubiera algún indicio, alguna pista…

Volvía a mirarme, con una media sonrisa dibujada en el rostro.

—Puede que no te haya entendido, bien, tío —añadió Rojo en voz baja—. ¿Estás sugiriendo que si mi hermano hubiese sido capturado y sometido a algún tipo de tortura, no habría sido capaz de soportarlo? Siento hablar abiertamente de esto, madre —añadió—, pero no es momento de jueguecitos. A lo mejor deberíamos ir a hablar en privado —le dijo a su tío.

—No hay necesidad de eso, muchacho —respondió Richard con afabilidad—. Aquí somos todos amigos, es de suponer. Aparte de la pequeña Jenny, a lo mejor, que ocupa una posición única en tu casa… que me aspen si la entiendo. Y como no puede hablar, tampoco tenemos que preocuparnos por lo que pueda oír, ¿no?

—Simon podría estar equivocado —añadió John—, pero nadie podía acusarlo de falta de agallas. Su fuerza de voluntad era formidable para alguien tan joven. —Eso era cierto, pensé, al recordar la desesperación en aquellos ojos azules como ninguno, el odio que se dirigía a sí mismo. No podía soportar considerarse un traidor. Yo estaba convencida de que no lo era.

—Sólo tenía dieciséis años —dijo la dama Anne—. Sabemos de qué pasta estaba hecho, sólo tengo que mirarte, Hugh, para tenerlo ante mí otra vez. Pero sólo era un chiquillo, con todo su valor y resolución. Puede que fuera más de lo que cualquiera pudiera soportar. —Las lágrimas no derramadas le tensaban la voz.

—Eso no son más que conjeturas —añadió Ben, y en su rostro apareció un ligero ceño—. Además, ningún señor irlandés que se precie desaprovecharía la oportunidad de perder un prisionero tal. ¿Y el precio del rescate? Y tenían una idea de quién era, se lo dijera o no. Sencillamente, no tiene sentido.

Richard paseó con gracia por la sala. Se tomó su tiempo en hablar, como midiendo sus palabras con sumo cuidado.

—El hecho innegable es —dijo al fin— que todos mis hombres fueron masacrados. Todos y cada uno. Excepto Simon. Ahora bien, ¿por qué iba el enemigo a hacer eso? Claramente, el muchacho no fue conservado por quién y qué era, pues jamás se pidió rescate. ¿Desertó de su misión simplemente por miedo y se desvaneció por propia voluntad? Difícilmente. Alguien como él no se funde fácilmente con aquella raza de fanáticos de rizos negros y rostros blancos. Además, como decís, por defectos que tuviera, valor no le faltaba. Por eso es difícil de creer que le extrajeran la información que traicionó a sus compañeros y condujo hasta ellos al enemigo en medio de la noche. Pero no debemos culparlo. Como dices, hermana, apenas tenía dieciséis años. Quería ser un hombre. Pero cuando llegó el momento, fue demasiado débil.

De repente descubrí que estaba terriblemente enfadada y, antes de que pudiera detenerme, hice un gesto con las manos que decía claramente: No. Eso es mentira. Y de repente también, todas las miradas se volvieron hacia mí.

—Nos encantaría oírte hablar, pequeña salvaje —dijo Richard, y aunque su tono era suave, su mirada era tan fría como el metal—. ¿De dónde vienes? ¿Qué puedes decirnos? ¿Y por qué de repente pareces tan fiera, como una loba defendiendo a sus cachorros? Sabes algo de esto, estoy seguro. Qué adecuado no tener palabras. Me pregunto qué daría tu gente por tenerte de vuelta en casa.

Hubo un breve silencio. No te tengo miedo. No te tengo miedo.

—Es una buena chica —intervino Margery inesperadamente—. Está aquí sin ningún objetivo perverso, mi señor, de eso estoy segura.

—No sólo eso —añadió Ben con una sonrisa pilla—. No habría venido nunca si la hubiéramos dejado elegir. No le gusta nada viajar en barco a nuestra Jenny. Está aquí accidentalmente.

—Además —dijo John—, si estáis sugiriendo que alguna familia noble pagaría un rescate por su regreso, estáis claramente equivocado. Esta niña lleva tiempo valiéndose por sí misma, estoy convencido. No tiene ninguna familia más que ésta a la que dirigirse.

—¿Niña? —Richard parecía una criatura de presa alerta—. La muchacha está en edad de matrimonio y es bastante bonita a su manera salvaje y descuidada. ¿Qué futuro le espera aquí, si lo que dices es verdad?

—Mi hermano y yo hemos tenido una idea, Hugh. —Esta vez era la voz de la dama Anne, y presentí que al menos parte de la conversación había sido cuidadosamente preparada—. Él… nosotros hemos pensado que dado que aquí no podemos ofrecerle compañía adecuada, Jenny podría irse a Northwoods una temporada. Richard regresa mañana, y no ve problema alguno en que se una a su comitiva. Elaine tiene varias compañeras jóvenes y no pondrá objeciones a otra. Eso me complacería, Hugh.

—Ni hablar. —La respuesta de Rojo fue inmediata y brusca.

—No tan rápido —repuso Richard y se le achinaron los ojos—. También hay que pensar en Elaine, chico. Tu prometida. No lo olvides, pronto me marcharé de casa y mi hija te solicita un favor especial. Pasa mucho tiempo sola allí cuando su padre se marcha. Agradecería la novedad.

El corazón se me deshizo. Pocas dudas albergaba sobre el auténtico propósito de aquella petición. No era compañía para su hija lo que quería. Era la información que podía proporcionarle. Y presentí que su interés en Simon no era simplemente el de un tío solícito. No, había algo más, cada vez estaba más segura. Rojo hacía bien en sospechar de los motivos de su tío. Richard tenía que saber lo que yo sabía, y si iba a contárselo a otros. Y le encantaría hacerme hablar.

—Sería una buena idea, Hugh —añadió su madre con cuidado—. No puedes ignorar que la presencia de Jenny aquí ha traído algo de… desasosiego a nuestra casa y nuestra gente. Dado que Elaine ha sido tan amable de extender la invitación, seguro que no puede hacer ningún daño enviar a Jenny a Northwoods una temporada. Aquí se aliviaría la tensión. A lo mejor no quieres prestar atención a lo que la gente dice sobre ella y sobre… sobre tus motivos para tenerla aquí. Es una cuestión delicada. Pero sería una sabia decisión, creo.

Rojo apretó la boca. Pensé, qué poco lo conocen, su propia familia. Incluso yo lo entendía mejor. No se le podía presionar así.

—Es mi casa y es mi decisión —dijo—. Si Elaine quiere compañía, que venga a visitarnos a Harrowfield. Siempre será bienvenida. Pero en cuanto a lo otro, ni me lo voy a plantear. Y ahora, esta conversación ha terminado. —Se acercó hasta la dama Anne y le dio un beso en la mejilla—. Buenas noches, madre. —Miró a Richard, que volvía a estar apoyado en la repisa de la chimenea, los ojos encapuchados bajo los párpados, la boca torcida en una sonrisa malévola, peligrosa—. Seguro que mañana partirás pronto, no tengo duda —le dijo Rojo—. Te escoltaremos hasta el puente.

Richard arqueó las cejas.

—¿Me vendrás a despedir? Muchas gracias. Me aseguraré de comunicarle a Elaine que quieres que te visite. Que venga a ver por sí misma cómo están las cosas por aquí. Por supuesto, debe hacerse cargo de Northwoods en mi ausencia. Pero puedo prescindir de ella durante unos días. Pues por supuesto, la boda tendrá lugar aquí. Eso le dará una oportunidad para organizar los festejos. El primero de mayo, hemos pensado Anne y yo, sería de lo más apropiado. No hay necesidad de que esperemos hasta el solsticio de verano. Esta vez mi campaña será rápida y mortífera. Estaré de vuelta antes de que tengáis tiempo de echarme de menos.