Capítulo VIII

Más tarde me pregunté por qué no me rompió el corazón marcharme cruzando el mar, lejos del bosque, sin dejar ningún rastro que mis hermanos pudieran seguir, ningún mapa para que pudieran encontrarme. La barca navegó rumbo este y quizás algo hacia el sur, así que supuse que nos dirigíamos a Britania. Pero ¿adónde? Si hubiera sido capaz de pensar, si hubiera sido yo misma, ese día habría resultado insoportable. Unos extraños vientos azotaban el mar, que ya estaba más agitado de lo que uno pueda imaginar, así que no tardé mucho en sacar medio cuerpo fuera de la pequeña embarcación de vela, con espasmos y arcadas, pues mi estómago rechazaba cualquier alimento que ingiriera, por poco que fuese. Entre convulsión y convulsión, pude oír los comentarios cáusticos de los dos hombres, Ben y John, y del desabrido barquero que asía el timón. Rojo seguía a la suya, sin decir nada. Me preguntaba cuánto tardaría en decirles que entendía sus chistes y blasfemias. Además, se turnaban para sujetarme la cabeza, limpiarme la cara y escudarme del viento. Me pareció que el viaje duraba una eternidad, y me prometí a mí misma que cuando finalmente regresara a casa ése sería mi único y último trayecto en barca. Me encontraba tan mal que no podía pensar en otra cosa que no fuera el revoltijo de estómago o el dolor de cabeza. Mi tierra natal se desvanecía, pero la separación apenas me provocaba dolor.

Por fin la embarcación tomó tierra y terminaron las sacudidas. Estaba oscureciendo y se oían graznidos de gaviotas. Los hombres hablaban en voz baja. Noruegos, decían, y acuéstate. Entonces me sacaron de la barca y me llevaron en brazos hasta una cueva poco profunda donde refugiarme, apenas un pequeño saliente de piedra, pero donde el viento no resultaba tan penetrante. Yací temblorosa, envuelta en mi capa. No tenía fuerzas ni para mirar a mi alrededor, con las últimas luces del día, para intentar adivinar dónde estábamos.

—Nada de fuego —dijo Rojo—. John, tú harás el primer turno de vigilancia. Luego me despiertas. Tenemos que partir antes del alba, cuanto menos llamemos la atención por estas tierras mejor. Las islas son un buen lugar de anclaje, pero una vez fuera, en el mar abierto, somos presa fácil tanto para los pictos como para los daneses.

Se me encogió el corazón. Nos íbamos de nuevo al amanecer. Iba a haber más. Esto era sólo un alto en el camino, pero debíamos seguir navegando, arriba y abajo, arriba y abajo…

—La muchacha no se encuentra bien —dijo John sin rodeos—. Tendríamos que hacerle beber agua, aunque fuese, si queremos que sobreviva al viaje.

No hubo respuesta, pero un poco más tarde me dejaron una taza con agua al lado. La cogí y me la bebí sabiendo que era bueno para mí. Logré no arrojar y empecé a sentirme mejor. Sin embargo, tenía frío y me dolían las extremidades. Me senté y miré a mi alrededor. La luna bañaba con una fría luz la superficie de arena blanca y las rocas recortadas de alrededor. Estábamos bastante cerca de la orilla, porque el tramo de arena que ascendía hasta el refugio era estrecho, y, sobre el suave musitar del vaivén de las olas, me dio la impresión de oír la voz grave de criaturas extrañas, que se llamaban unas a otras, retumbaban a lo lejos en la oscuridad. John se quedó de pie rastreando el mar con la mirada junto a las rocas que se adentraban en él.

—Aquí.

Los otros dos, Ben y Rojo, estaban sentados junto a mí con la espalda apoyada en la roca mientras comían. El barquero parecía dormido.

Entonces Ben me ofreció un trozo de carne seca pero le respondí con un aspaviento.

—Come manzanas —dijo Rojo—. Toma, prueba esto.

Mi estómago empezaba a asentarse y me di cuenta de que estaba muy hambrienta. Cortó la fruta en pedazos perfectos y me los fue pasando uno a uno hasta que se acabaron.

—Bien —dijo con aprobación—. Ahora levántate y camina para que se te pasen los calambres de las piernas, porque mañana nos espera otro viaje en barca. Pero no hagas ruido. Puede que hayamos llegado a buen puerto, pero no podemos arriesgarnos.

Caminé sobre la arena, estiré mis dolidas piernas y miré hacia el mar intentando ver lo que había más allá. Pero era de noche y no estaba segura de si veía tierra o simplemente deseaba que estuviera ahí, en la oscuridad. Más tarde, a pesar del frío que tenía, me dormí, y enseguida amaneció y tuvimos que emprender de nuevo la marcha.

Oí a Rojo decir al barquero que fuera directamente hacia el priorato. Oí que los hombres hablaban de caballos, de lo rápido que podrían llegar con ellos a casa y con qué alegría imaginaban la comida, el vino y el calor de la chimenea. Entonces miré atrás y observé el lugar del que salíamos. Eché un vistazo al sitio donde nos habíamos cobijado y me di cuenta de lo que era. Las aguas estaban en calma y la luz del amanecer las teñía de tonos grises, azules y rosas perlados. Había una isla, algo al norte de nuestra posición actual, plana, boscosa y salpicada con indicios de asentamientos humanos. Pero no era el lugar donde habíamos parado.

—No nos quedaremos ahí —dijo Rojo, que estaba observándome—. Toma tierra en una de esas calas y tendrás las mismas posibilidades de cruzarte con un hombre del este o un danés, como de cruzarte con un amigo. Por eso utilizamos la Pequeña Isla.

Antes, cuando había hablado de eso, me lo había perdido; estaba demasiado cansada y enferma como para pensar. Pero allí detrás, en medio de las brillantes aguas, que se desvanecían a medida que nuestra embarcación tomaba rumbo este, había tres islas. No eran mucho más que rocas en la inmensidad del mar, donde las aves anidaban y la hierba crecía como podía sobre la resbaladiza superficie rocosa.

Era un lugar por el que un pescador pasaría sin prestar demasiada atención, tan sólo con cuidado de no chocar contra las afiladas rocas que rodeaban la más alta. Pero incluso sin que hubieran mencionado su nombre, supe qué eran: la Gran Isla, la Pequeña Isla y la Aguja. Había dormido sobre el suelo místico de las islas y no lo supe hasta que hube partido. Miré hacia atrás hasta que el alto pilar de piedra que era la Aguja desapareció de mi vista; entonces, el estómago me dio la vuelta, me tiré a un lado y todo empezó de nuevo. Estuvimos buena parte del día siguiente navegando hacia el este, y un poco hacia el norte, hasta que volvimos a divisar tierra. Las olas rompían contra los acantilados, y tras ellos se extendía una verde colina en pendiente salpicada por arboledas de robles y hayas. En lo alto había un edificio achatado y una torre con una cruz. Parecía que ése sería nuestro refugio aquella noche, antes de continuar.

* * *

Era una casa de mujeres, monjas dedicadas, como el padre Brien, a la fe cristiana pero que vivían en comunidad, al contrario que mi solitario amigo. Lo que pensaron de nuestra repentina llegada cuando nos vieron en el umbral es difícil de imaginar. Parecía que conocían a lord Hugh, al que trataban con cierto respeto, casi con deferencia. Enseguida me empujaron hacia dentro y los hombres se retiraron a otra zona mientras esperaban un refrigerio. John cargaba conmigo desde que habíamos tomado tierra; al verme, las bondadosas hermanas le ordenaron que me dejara en sus manos. Mientras me llevaban, yo miraba alrededor como una loca en busca de mi bolsa. Estaba en la barca, eso lo sabía, pero mi malestar me había hecho olvidarla. No debía permitirme ningún otro despiste, las hadas lo habían dejado muy claro. ¿Dónde estaban mis tres camisas de estrellada? Tenían que estar a salvo, era lo único que en realidad importaba. Los cisnes estaban expuestos a numerosos peligros: la flecha de un cazador, la mandíbula de un lobo, el frío invernal. ¿Cómo había podido olvidarlo durante tanto tiempo? Al mismo tiempo que la hermana me indicaba el camino, yo me retorcía para mirar hacia atrás. Los hombres estaban a punto de abandonar el edificio. Cuando Rojo estaba saliendo por la puerta se dio la vuelta un momento. Se percató de mi mirada algo desorbitada e hizo un gesto para señalar que mi pequeño fardo estaba puesto encima del suyo. Después se marchó, en los claustros sólo podían entrar mujeres. Veríamos a los hombres más tarde, me informó la hermana, a la hora de cenar. Ahora debía ir con ella porque, y me lo indicaba su nariz arrugada, necesitaba un buen baño.

Estaba enferma y agotada. Les dejé que me tiraran agua tibia por encima y que me frotaran de pies a cabeza mientras exclamaban alarmadas ante mi extrema delgadez, las manos destrozadas y observaban en silencio las otras heridas, que todavía no se habían curado del todo, y me preguntaban amable pero perspicazmente quién era y de dónde venía. Me lavaron el pelo con aceite de romero y me lo enjuagaron con lavanda. Encontraron para mí una túnica y ropa interior sencillas, y me dieron de comer pan y leche mientras una joven novicia de cutis fresco y sonrosado realizaba la lenta y ardua tarea de desenredar mis cabellos. Tuvieron cuidado de que no comiera demasiado, incluso yo conocía a la perfección los efectos que eso podía causar a un estómago falto de alimento durante tanto tiempo. Después descansé con el pelo recién trenzado que caía sobre mi espalda y el roce áspero e incómodo de la ropa contra mi piel. Poco a poco el mundo fue dejando de dar vueltas a mi alrededor y mi estómago se asentó. Una hermana de rostro tranquilo estuvo sentada a mi lado durante un rato, pero cuando creyó que dormía, me dejó sola en aquella diminuta celda encalada cuyo único elemento de decoración era una sencilla cruz de madera de fresno. No podía dormir, yacía pensativa. Más tarde me levanté y me dirigí al jardín, en calma bajo la suave luz del crepúsculo. Todo estaba muy bien cuidado y en armonía: los hermosos setos de especias compartían aquel espacio limitado con las flores, que las hermanas secaban, y las verduras. Me sentía más feliz allí, sentada en la tierra, entre coles, con las manos alrededor de las rodillas. Hacía mucho tiempo que no dormía a cubierto.

Se respiraba un olor saludable a pan recién hecho y a sopa sabrosa. Las luces brillaban en el edificio situado en el otro extremo del jardín y se oía el ruido de los platos al chocar. Antes habían sonado las campanas, quizá las hermanas estuvieran rezando. Sin embargo, oí voces fuera de los muros del jardín.

—¿… no sería mejor dejarla aquí? No tiene fuerzas para seguir con el viaje. Necesita descansar más, comer bien y recibir consejo espiritual.

—No puede ser. Ya llevamos demasiado tiempo fuera. Agradecemos mucho su hospitalidad por esta noche, pero debemos partir por la mañana.

Se oyó el suspiro de la hermana.

—Perdonadme, lord Hugh. Espero que tengáis en consideración las palabras de una anciana y no lo toméis a mal. Es sólo una niña y la han herido, quizá mucho más de lo que vos imagináis. Dejadla aquí con nosotras y proseguid el viaje si es lo que debéis hacer. Será lo mejor para ella, y también para vos, dejarla aquí.

Hubo un silencio.

—No puedo hacerlo —dijo—. La chica viaja conmigo.

—¿Habéis pensado en lo que supondrá para vuestra familia si volvéis con ella a Harrowfield? Los de su raza no son bien recibidos y vos tenéis poderosos enemigos.

—¿Creéis que no puedo protegerla?

—Mi señor, no dudo de vuestra fuerza e integridad. Sin embargo creo que no acabáis de entender a qué os enfrentáis. Quizá no apreciáis el arraigado sentimiento de odio contra esta gente. No podéis acoger una lechuza huérfana entre las gallinas y no esperar nada más que un revuelo de plumas. Al insistir no sólo ponéis en peligro a la chica sino que también arriesgáis vuestra seguridad y la de los vuestros. —No hubo respuesta. Oí sus pasos sobre la gravilla, de arriba abajo justo al otro lado del huerto de la cocina—. Debo preguntaros algo —añadió la monja con timidez—, pero no os lo toméis a mal. Os conozco desde hace mucho tiempo, mi señor, y soy consciente de que lo que os voy a preguntar es un asunto delicado. Antes os he dicho que la habían herido. No es mucho más que una niña cansada, hambrienta y abatida. Pero eso no quita que sea una mujer y algún hombre ha abusado de ella no hace mucho. Debo preguntaros si vuestros compañeros os merecen toda vuestra confianza. Espero no ofenderos con la pregunta.

Rojo maldijo furioso y oí el crujido de las botas contra las piedrecillas del camino como si hubiera hecho un movimiento brusco.

—A la luz de los hechos —siguió la hermana con calma—, quizá queráis reconsiderar el llevárosla a vuestra casa. El silencio y la contemplación que practicamos sana cuerpo y mente. Aquí no tendrá miedo.

Hubo otra larga pausa.

—Gracias por vuestro consejo —dijo finalmente con un tono de voz formal y distante—. Quizás espere otra noche más hasta que la chica esté más descansada. Después seguiremos hacia Harrowfield. —Y así parece que finalizó la conversación, se alejaron y ya no pude oír nada más.

Durante el día y las dos noches que pasé en aquel lugar, conseguí dos cosas. Fui al jardín temprano una mañana y allí, detrás de una perfecta hilera de verduras, de las estacas y las cuerdas listas esperando que crecieran los guisantes o las habas y del estercolero recién removido, vi una planta que me resultaba familiar. No quedaba demasiado fuera de lugar en este ambiente doméstico ya que producía un bonito tinte amarillo si se estaba dispuesto a manipular los implacables tallos. Había dos hermanas trabajando silenciosamente en el jardín y me las apañé para pedirles por señas lo que quería. Intercambiaron algunas palabras en tono serio y una de ellas se marchó, quizá para consultar a la priora o tal vez a Rojo. En cualquier caso, cuando regresó traía un saco y un cuchillo en la mano, y me los entregó sin mediar palabra. Se me debió de iluminar la cara de alegría porque la hermana me sonrió y volvió a su metódica labor mientras yo me puse a ello con todas mis fuerzas. Al final de la mañana tenía un saco repleto de estrellada, suficiente para que me durara hasta el solsticio de invierno, calculé. Intenté no pensar en lo que sucedería si en el lugar a donde íbamos no me dejaban hilar, tejer y coser.

La segunda cosa que conseguí fue un nombre. Puede que el priorato fuera un lugar tranquilo dedicado a la contemplación, pero las hermanas no carecían de sentido del humor y la cena era un buen momento para una conversación relajada, incluso animada. A algunas de ellas, diría, les llenaba de gozo la inesperada presencia de tres hombres en la mesa y supongo que las más mayores pensaban que un poco de alborozo no iba mal para el alma tras largos días de meditación. Cuando nos sentamos a la mesa la segunda noche, una de las hermanas sacó el tema.

—Vuestra jovencita necesita un nombre —dijo—. No podéis seguir llamándola chica como si fuera un perro. ¿Tiene nombre?

—Si es así, no puede decírnoslo —dijo John—. Pero tenéis razón, hermana. Cualquier cosa viviente necesita un nombre.

—Le pondremos uno antes de que regreséis a casa —dijo la priora—. Un buen nombre cristiano, Elizabeth, quizá, o Agnes. Agnes le quedaría bastante bien.

Una de las novicias intervino en voz alta.

—Me recuerda a un pajarillo, ése que nosotros llamamos Juanita —dijo sonriendo—, con esos huesecitos y esos ojos brillantes que tiene. Jenny sería un buen nombre. —Se fijó en la mirada de la superiora y se calló, ruborizada.

—La veo más como un pequeño pero feroz pájaro depredador, de pico afilado —murmuró Rojo, que estaba sentado a mi lado—. Una lechuza, quizá, que habla sólo cuando el resto duerme —dijo de manera que, esta vez, todos pudieran oírlo—. Jenny va bien.

Así que me convertí en Jenny, un extraño nombre corto bastante diferente al mío, pero mejor que me llamaran con un chasquido de dedos. A la segunda mañana los caballos estaban preparados para que partiéramos justo después del amanecer, dejando atrás, quietas junto a la verja, a las hermanas y al menos a una de ellas con un gesto de preocupación en el rostro. Sin embargo, parecía que se haría de nuevo lo que Rojo dijera. Así que partimos rumbo a Harrowfield.

* * *

Imaginaos un valle envuelto en verde donde los robles aún ataviados con las vestiduras otoñales rompen aquí y allá las armoniosas filas de fresnos y hayas. Los sauces encorvados acarician las orillas del deslumbrante río que zigzaguea por el todo el valle. El camino sigue el trayecto serpenteante del río entre campos bien cuidados, dejando atrás casitas de campo y granjas de ovejas, establos y graneros. La gente de la granja sale para observar el paso de los viajeros y sus rostros se iluminan con una sonrisa de bienvenida cuando reconocen a los tres hombres, que ahora llevan un guardapolvos blanco encima de los ropajes sucios del viaje. Esta prenda, pescada del fondo de los fardos antes de entrar en el valle, lleva un bordado azul en el pecho y en la espalda. Es un símbolo de quiénes son y de adónde pertenecen: es la imagen de un roble con grandes y esplendorosas ramas enmarcado en un círculo y debajo unas líneas ondulantes que deben de ser agua. Los paisanos gritaban: ¡Bienvenido, mi señor!, ¡Una buena cosecha, lord Hugh!, y ¡Qué bien que hayáis vuelto! Aquel al que se dirigen no sonríe, parece ser que rara vez lo hace. Sin embargo, agradece la bienvenida con cortesía y austeridad, aminorando la marcha del caballo una o dos veces para estrechar una mano, para tocar a un niño que espera su bendición. Y al ir más despacio, la gente consigue ver mejor a la pálida joven envuelta en una capa oscura, con las hermosas trenzas despeinadas y algunos rizos sueltos por el viento, que va sentada detrás de él, asida a su cinturón para mantener el equilibrio tras un largo y extenuante viaje. No preguntarán, no les corresponde. Pero se quedan en silencio y una vez han pasado, murmuran entre ellos y uno o dos hacen símbolos con los dedos disimuladamente para ahuyentar al demonio.

Así fue como entramos en Harrowfield. El valle se abrió ante nosotros y apareció una gran y extensa hacienda. Agrupados junto a la casa principal había muchos edificios, establos, granjas y un buen granero. Había también cuidados muros de piedra y una avenida de árboles altos y esbeltos. Los jinetes se pararon, y Rojo miró hacia atrás por encima de su hombro.

—¿Todo bien? —inquirió.

Asentí con la cabeza sin pronunciar palabra. Todo era nuevo, todo estaba cambiando. No es que estuviera asustada, pero no tenía ni idea de cómo sería cuando llegáramos a su casa. Había oído y visto lo suficiente como para no esperar una calurosa bienvenida. ¿Acaso era una prisionera, un rehén? ¿O quizás una criada? ¿Me retendría hasta conseguir la información que precisaba y pudiera recuperar mi libertad? ¿O tal vez me forzaría a hablar empleando otros métodos, como mi familia había hecho con su hermano? No creía que tuviera fuerza suficiente para soportarlo. La Dama del Bosque le había ordenado que se encargara de que jamás me volvieran a hacer daño, pero un britano no era capaz de aceptar el reino bajo la colina y sus maravillas. Rojo consideraba que había sido un sueño. Él jamás podría entender por qué hacía lo que hacía, resultaba más fácil creer que se trataba de una locura, una especie de enfermedad mental que me hacía infligirme heridas, más allá del entendimiento. Puede que amara a su hermano con locura, pero nunca se podría comparar con lo que yo debía hacer por los míos.

Sin ninguna señal visible, los tres hombres empezaron a cabalgar a todo galope, y me tuve que apretar más de lo que hubiera deseado. Atravesamos a toda velocidad los álamos, altos y dorados, y Ben soltó un grito de pura alegría y se le dibujó una enorme sonrisa mientras su clara melena ondeaba al viento cual flamante estandarte. Entramos al paso en un patio tan limpio y aseado como todo allí, y paramos frente a una escalinata de piedra y una enorme puerta de madera de roble, que estaba abierta de par en par. De alguna manera les habían avisado de nuestra llegada porque había una comitiva de bienvenida esperándonos en los escalones. Mozos de cuadra bien adiestrados salían de no se sabe dónde para desembridar y llevarse la exhausta caballería, y se acercó un grupo de personas. Lo primero que Rojo hizo fue, una vez me hubo bajado del caballo, coger su propio fardo y con una señal indicarle al mozo que se encargara él. Después echó a caminar cogiéndome la muñeca, así que no tuve más remedio que seguirle.

La mujer que estaba allí de pie esperando no me vio. Sólo tenía ojos para Rojo.

—Madre —dijo con serenidad.

—Hugh —contestó ella, ejerciendo el mismo autocontrol que yo había observado en sus dos hijos. Se notaba que contenía las ganas de romper en un llanto desconsolado, de darle un fuerte abrazo o de comportarse de alguna manera indecorosa ante la gente de la casa—. Bienvenido. Bienvenidos, Ben y John. Ha pasado mucho tiempo. —Sus ojos ocultaban una pregunta desesperada, que no formularía hasta más tarde.

—Bienvenido, señor.

—Bienvenido, mi señor. —Había muchas personas allí que querían saludar a lord Hugh; se amontonaron a su alrededor y le dieron palmaditas en la espalda o le estrujaron la mano. Puso el fardo en el suelo, pero a mí no me soltó. Corría el peligro de desaparecer entre la multitud. Pude ver a Ben, que todavía sonreía como un loco, rodeado de un grupo de hermosas muchachas. Más allá estaba John, junto a una menuda mujer de cabello rubio algunos años menor. Estaba encinta, estimé que no tardaría más de tres meses en dar a luz. Era su esposa. Ella se le colgó del brazo y él la miraba como si el resto del mundo no existiera. Pensé que también él mostraba ese mismo control. Cuánto debía haber deseado volver a casa, cuánto debía de haberle pesado en el corazón, todas esas lunas al otro lado del mar. Y aun así había seguido a Rojo sin pensarlo. Había ciertas lealtades que escapaban a mi comprensión.

La dama no se percató de mi presencia hasta que no hubimos escapado de aquella agridulce bienvenida y nos hubimos retirado al interior. Mandaron a una criada a por vino, pasamos a un salón de la casa donde troncos de fresno y espino esperaban a ser prendidos en la chimenea, ya que aún no hacía frío. Se sentó en un banco de madera junto al hogar y le hizo señas a su hijo para que se sentara a su vera. Había otros miembros de la casa presentes, pero guardaban cierta distancia. Nuestros acompañantes de viaje se habían esfumado. Supongo que cada uno tendría su bienvenida particular. Así que Rojo se sentó junto a su madre, estirando la pierna malherida con cuidado. Lo último que necesitaba para que se le curara era un largo viaje. Y yo me quedé de pie, junto a su silla, sintiéndome sola dentro de aquel círculo de curiosas miradas. Seguía cogiéndome por la muñeca así que no podía moverme. Su madre me miró directamente a los ojos. Bajo la delicada batista de su velo, se percibía la redondez y la suavidad de su rostro, y algunas arrugas en torno a los ojos y la boca. De su tocado se escapaban algunos rizos, que presentaban un apagado tono dorado. En su momento debió de tener el pelo del mismo color que su hijo pequeño y los ojos del mismo azul del aciano. Pude leer en la expresión de su rostro la conmoción, el miedo y algo semejante a un sentimiento de repulsión. No habló. Rojo me soltó la muñeca.

—Lo siento —dijo él—. Esperaba traerlo de vuelta a casa. Incluso después de tanto tiempo, seguía pensando que era posible. Como ves, no lo he encontrado, ni siquiera traigo noticias de él. Siento no haber podido… Que no…

—He aprendido a no albergar esperanzas —dijo su madre conteniendo las lágrimas. Si tenía que llorar, lo haría más tarde, cuando estuviera completamente sola—. Has vuelto sano y salvo. Debemos estar agradecidos.

—Es como si se lo hubiese llevado el viento —dijo Rojo—. Ése es, de hecho, un extraño país, y abundan los sucesos de este tipo. No tiene ningún sentido, por supuesto. Sin embargo estuvimos cerca, muy cerca de donde perecieron los hombres de Richard. No cabe duda de que estuvo allí. Pero no había rastro alguno que indicase que Simon muriera con ellos. Hablamos con todos los que pudimos, ocultos en la noche. Nadie había oído hablar de prisioneros, ni de fugitivos ni rehenes. Vuelvo con las manos vacías, madre. Siento muchísimo los problemas que mi ausencia te ha causado, siento no poder darte una respuesta.

—Confieso que mantenía la esperanza —dijo ella—. No de que volviera a casa, al menos no por ahora, después de todo el tiempo que ha pasado. Pero algo, alguna pequeña señal de si está vivo o muerto, una respuesta que pusiera fin a esta angustiosa espera.

Se hizo el silencio.

—No había nada —dijo Rojo—. Nada en absoluto.

Me di cuenta de que había estado aguantando la respiración y que la solté toda de golpe. Pero todavía no estaba a salvo.

—Al parecer no has vuelto con las manos completamente vacías —dijo la madre mirándome de arriba abajo como si inspeccionara un trozo de carne que tuviera que servirse en la mesa, pero que no fuera del todo de su agrado. Le sostuve la mirada sin inmutarme. No me avergonzaba de ser la hija de lord Colum a pesar de todo lo que había hecho. Mi gente era más antigua, mucho más que la suya, y yo era la hija del bosque.

—¿Cómo has podido traerte a una de… una de ésos a nuestra casa? ¿Cómo puedes soportar siquiera estar junto a ella? Esa gente capturó a tu hermano, asesinó a los hombres de Richard de las maneras más salvajes que puedas imaginar, sin escrúpulo alguno. No es que sus formas sean extrañas, es que ellos carecen de bondad. ¿Cómo has podido traerla a nuestra casa? —Le temblaba la voz de rabia.

Ahora es cuando se lo dice, pensé. Ahora le dirá que yo soy el único enlace con su hermano pequeño. Me exigirá que le dé toda la información que posea, cualquier dato que la convenza de que su hijo todavía vive. Emplearán los medios a su alcance para hacerme hablar. ¿Cómo iba a negarle eso a su propia madre? Resultaba bastante extraño, pero entendía cómo se sentía la mujer.

Rojo se levantó, se puso detrás de mí y noté que sus grandes manos se posaban en mis hombros.

—Se llama Jenny —dijo con serenidad—. Está aquí, en mi casa, en calidad de invitada, tanto tiempo como ella desee, quizá sea mucho. Y se la tratará con respeto. Todo el mundo. —Su madre lo miraba estupefacta, con la boca ligeramente abierta. Mi rostro debía de ser un espejo del suyo, porque jamás me lo hubiera imaginado. Un trabajo en las cocinas, fregando ollas, es lo máximo a lo que hubiera aspirado—. No lo tomes como un insulto, madre. Tan sólo te informo de cómo están las cosas. —Alzó la voz para asegurarse de que todos los presentes lo escuchaban—. Esta joven es bienvenida en mi casa. Le mostraréis la hospitalidad y amabilidad que recibe cualquier invitado mío. Sólo lo diré una vez. Lo doy por entendido. —Estas últimas palabras sonaron un poco a amenaza, pensé, pero no tuvo que añadir nada más. Un silencio sepulcral inundó la sala.

Una criada apareció con vino. Rojo me invitó a sentarme y a tomar una copita, pero no tomé más que un sorbo o dos. No tenía el estómago en condiciones y estaba exhausta. Había demasiada gente, demasiada luz, demasiados ruidos. Lo único que quería era estar sola un rato y descansar. También quería una rueca, un huso y un telar, y tiempo, mucho tiempo.

—No parece que tenga mucho que decir —dijo con ligero desdén la madre de Rojo—. ¿Qué ha venido a hacer? ¿Puede ofrecerse para ayudar en algo?

Rojo torció la boca en una sonrisa que su mirada no reflejaba.

—Creo que ya comprobarás que Jenny sabe mantenerse ocupada bastante bien —dijo—. Es muy manitas con la aguja y el hilo. Pero no se la tendrá como una criada, espero que tus damas de compañía la traten como a una igual.

—Me escandaliza que digas eso, Hugh. Quizá me ilusioné demasiado con la esperanza de que trajeras a Simon de vuelta a casa sano y salvo. Pero en vez de eso, traes al enemigo que lo destruyó y me pides que lo trate como a un amigo. —La máscara de cortesía no conseguía ocultar su furia hacia él.

Rojo la miró y se volvió hacia mí.

—Jenny no habla porque no puede —dijo—. Pero se hace entender muy bien, ya verás. Y entiende todo lo que dices. —Con esa respuesta, que no lo era en absoluto, tenía que conformarse, pero sus cejas arqueadas seguían mostrando desaprobación, y vi una profunda angustia reflejada en sus ojos.

—No nos dejas opción —dijo con un suspiro.

Pensé en Simon y en las cosas que había dicho sobre su familia. De los dos hermanos, el joven jamás había sido lo suficientemente bueno, jamás había sido comparable al mayor. ¿Por qué pensaría que no lo querían? ¿Por qué se veía a sí mismo como el segundón? Incluso en su ausencia, seguía presente entre su madre y su hermano con tal intensidad como si estuviera allí en carne y hueso.

La conversación tomó derroteros menos peliagudos. Hablaron sobre problemas de la hacienda, del grano y el ganado, de la cosecha y del bienestar de su gente. Rojo hizo infinidad de preguntas, parecía ansioso por retomar las riendas de la casa. Dejé vagar mi mente y volví a los días en los que Simon estuvo bajo mis cuidados; recordé aquellas largas historias que contaba, las delirantes noches de fiebre llenas de demonios, la lenta curación de cuerpo y alma. Recordé su cuchillo contra mi cuello, sus furiosas lágrimas de odio hacia sí mismo. Tenía esas imágenes grabadas a fuego en la mente, apenas veía lo que había a mi alrededor. Además, después de un día tan largo y el vino, me estaba adormilando, cuando sentí algo frío y húmedo en la pierna, bajo el dobladillo del vestido que las hermanas me habían dado. Miré a mis pies. Por debajo del banco asomaba una perra gris pequeña y bastante vieja que me miraba con ojos tristes y legañosos y resollaba con dulzura. Me agaché y le ofrecí la mano para que la olisqueara. Se sacudió y sacó su pequeña lengua rosada para saludarme con un lametazo. Después, entre suspiros, dejó caer todo su peso sobre mis pies como si tuviera pensado quedarse un rato. Contuve un bostezo.

—Estás cansada —me dijo Rojo—. Las mujeres de mi madre te buscarán una habitación. Ha sido un día muy largo. —Se levantó de nuevo con cierta dificultad.

—Tu pierna —le dijo su madre cuando se dio cuenta por primera vez de que tenía algún tipo de herida—. ¿Qué le ha pasado a tu pierna?

—Oh, nada grave —dijo Rojo, como era de esperar—. Un pequeño corte, nada de lo que valga la pena preocuparse. —Me miró y vio la expresión en mi rostro. Capté esa fugaz y extraña mueca en la comisura de sus labios que en otros hombres habría sido una sonrisa bien reprimida. Su madre nos estaba observando a ambos y su gesto se endureció más.

—¡Megan! —gritó. Una joven criada de pelo castaño y ondulado llegó haciendo todo tipo de reverencias.

—Encuentra una estancia adecuada para… para nuestra visita, Megan —dijo la señora de la casa, y pensé que había forzado las palabras—. Agua para lavarse y algo rápido para comer. Muéstrale dónde nos podrá encontrar por la mañana.

—Sí, mi señora —repuso Megan, inclinándose de nuevo y mirando hacia abajo con recato. Sin embargo, mientras salíamos del salón, yo detrás de ella y la perra gris siguiéndome al trote como una pequeña sombra, me miraba llena de curiosidad pero con algo de miedo.

—No olvides esto —dijo Rojo cuando pasé, y cogió mi fardo, que estaba sobre el suyo, para dármelo. Hice un gesto de agradecimiento con la cabeza y me marché. Detrás de mí, oí hablar de nuevo a su madre y me alegré de no poder escuchar lo que estaba diciendo.

Sospecho que alguien escogió un dormitorio adecuado para una bárbara: pequeño, remoto, apenas amueblado, situado muy cerca de los aposentos de los criados y ambientado con los ruidos y el bullicio de las cocinas. Si esperaban que me ofendiera, hicieron mal sus cálculos. Desde el primer momento me enamoré de aquella diminuta habitación cuadrada con paredes de piedra y una cama dura sobre un tablón de madera, con una pesada puerta de roble que daba directamente a un rincón olvidado de un jardín lleno de enmarañados matojos de hierbas a punto de granar. Nada más amaneciera, saldría a ver si allí crecía estrellada. Un rosal viejo trepaba por el muro justo al lado de la puerta y una enredadera con diminutas flores azules cubría los escalones de piedra. Había un sendero cubierto de musgo y de malas hierbas. La luz de luna bañaría mis sueños a través de la ventana redonda, la única que había, en lo alto de la pared. Había un arcón de madera, una jarra y un cuenco. Megan me trajo agua caliente y otra chica, de mirada furtiva, una bandeja con pan, queso y frutos secos, y después salió con sigilo de la habitación. Dejé mi fardo a los pies de la cama y esperé a que Megan se marchara. La perra inspeccionó con cuidado todos los rincones de la habitación, olisqueando sin hacer mucho ruido, hasta saciar su curiosidad, después reunió todas sus fuerzas y saltó con torpeza a la cama, donde se acomodó apoyando la nariz sobre las patas delanteras.

—¿Dónde está tu equipaje? —preguntó Megan con poca delicadeza—. ¿Tu camisón, tus otras cosas? —Hice un gesto con la cabeza señalando mi pequeño fardo.

—¿Eso es todo? —Parecía extrañada. Podía oír las preguntas que no se atrevía a pronunciar. ¿Dónde demonios te encontró? ¿Qué le hizo traerte hasta aquí con tan sólo lo que llevas en el fardo? ¿Por qué?

Megan volvió a hablar y sus palabras me sorprendieron.

—Era la perra de Simon —dijo—, el hermano de mi señor Hugh. Se llama Alys. Es ya mayor, la tenía desde que era tan sólo un crío. No ha dejado que nadie se le acerque desde que él se fue. Se las arregla sola la mayor parte del tiempo. Si intentas acariciarla te puede morder los dedos. Al menos hasta ahora. —Alargó la mano temerosa hacia la pequeña perra, que le respondió con un gruñido y enseñándole los dientes—. ¿Ves? —dijo Megan en voz baja—. Pequeño bicho salvaje. Pero parece que tú le gustas.

Hice un amago de sonrisa y ella la devolvió. La cautela no pudo con su curiosidad natural.

—Hablaré con la dama Anne —dijo—. Te conseguiré un camisón y algunos otros enseres. Volveré a buscarte por la mañana y te mostraré dónde tienes que ir. Aquí nos levantamos pronto.

Esa noche dormí, pero ni el cansancio en los huesos ni el vino pudieron acabar del todo con las pesadillas nocturnas que me acosaban. Me desperté de repente de un sueño que es mejor no contar, un sueño recurrente, de esos que se colaban en mis pensamientos todos los días y me hacían estremecerme cada vez que un hombre me tocaba, un sueño que hacía que mi cuerpo temblase y se sobrecogiera, y que mi corazón golpease con fuerza mi pecho. Notaba todo el peso de Alys sobre los pies, aún no se había despertado. La luz tenue de la pálida luna brillaba en la habitación, y se oía un rumor de voces fuera.

Me levanté y me acerqué con sigilo a la ventana. Ambas puertas estaban cerradas. Me hubiera hecho muy feliz dejar una de ellas entreabierta para oler los aromas nocturnos de la lavanda y la madreselva, y sentir la brisa fresca sobre la piel. Sin embargo había perdido la confianza, ya no me protegía el dulce manto de la ignorancia. Así que había echado los pestillos. Me puse de puntillas en el arcón de madera y miré afuera, al jardín. Dos sombras intercambiaban palabras en voz baja; ambas vestían de color oscuro y pude ver un destello de armas bajo la suave luz. Uno de ellos salió por una verja del muro. Tenía el pelo claro y un modo de andar desenfadado, incluso en plena noche. El otro era más alto y renqueaba ligeramente. Se puso junto a la pared, al otro extremo del jardín, relajado pero alerta, con una pierna estirada que apenas era visible en las sombras. Le esperaba una guardia larga hasta el amanecer.

Tenía mis dudas sobre si me sentía aliviada o no al saber que estaba protegida por una especie de guardianes. ¿Adónde pensarían que podía huir, aquí, en medio de su país, sin ni tan siquiera un par de botas ni una cantimplora? Además, tras la recepción que me había dado Harrowfield no parecía que sus gentes estuvieran dispuestas a prestarme demasiada ayuda si intentaba llegar hasta la costa. ¿Y qué se suponía que iba a hacer? ¿Nadar hasta mi casa? No, no había escapatoria, me gustara o no. Entonces, ¿para qué montar guardia?

Por un momento me pregunté si esos hombres dormían alguna vez. Entonces me acordé de Rojo tumbado en la cueva, pálido de dolor y cansancio. Era humano, pensé, simplemente no le gustaba que la gente lo supiera. Al parecer le daba muchísimo valor a la información que pudiera proporcionarle y no quería que se le escapara de las manos mientras esperaba a que hablara.

Se levantaban pronto, pero no tanto como yo, que antes del amanecer ya estaba en pie. Me lavé la cara con el agua fría que quedaba, busqué el baño, abrí el pestillo de la puerta y salí al jardín olvidado. La pequeña Alys me siguió lentamente, tenía las articulaciones agarrotadas por la edad. Alguien había organizado muy bien aquel jardín, pero no había estrellada. Cuando necesitara más tendría que salir al campo a buscarla. Me maldije por haber descuidado mi tarea antes de abandonar el bosque. Había un abrevadero medio lleno de barro bajo los arbustos de ajenjo. Podría utilizarlo para remojar las fibras que había traído del priorato. Todavía quedaban muchísimas variedades de plantas; suficientes, si las cuidaba, como para llenar unas cuantas estanterías de bálsamos y ungüentos, tinturas y esencias. Me preguntaba si me dejarían tener un mortero y una mano de mortero, algunos cuchillos, cera de abejas y aceite. Entonces pensé que no tenía tiempo para eso. ¿Y qué sería de Finbar, Conor y los demás? Les quedaba poco tiempo y ya había entrado el otoño. Sin embargo, no pude evitarlo y, cuando Megan vino, yo estaba arrancando hierbas, separando los brotes nuevos de las plantas viejas y pensando en cómo quedaría todo si podara, cavara y plantara. Por un momento había olvidado dónde estaba. No quedaba ni rastro de mis guardianes nocturnos, excepto las pisadas de sus botas sobre la tierra húmeda. Habían desaparecido con las primeras luces.

* * *

La actitud del pueblo de Harrowfield hacia mí podría describirse como de gélida cortesía, y la dama Anne predicaba con el ejemplo. Su hijo era, indiscutiblemente, la mayor autoridad de la casa y esperaba que se actuara según su voluntad, ni tan siquiera ella podía desafiarlo. Así que se dirigía a mí tan sólo cuando las circunstancias la obligaban a hacerlo. Cuando me miraba, difícilmente podía ocultar la hostilidad que brillaba en sus ojos azules. Se ocupaba de mí, pero sin más atenciones que las que exigía la mera hospitalidad. A mí me iba bien. Había estado viviendo en la espesura durante los últimos dos años, me había desacostumbrado al lujo, si es que acaso se podía calificar de tal nuestra vida en Sieteaguas, pues en nuestra casa de hombres habíamos vivido de manera muy simple. No ansiaba refinados vestidos, ni pan de trigo, ni una almohada de plumas de oca. Eso me decía, y no me faltaba razón.

Lo que resultaba más difícil era la compañía. Llevaba sola mucho tiempo, excepto durante aquellas pocas pero ansiadas noches en que mis hermanos recobraban su forma humana y podíamos hablar cara a cara, tocarnos, mirarnos y almacenar recuerdos para los largos y solitarios días entremedias. Ahora estaba rodeada de mujeres, que parloteaban a todas horas entre ellas, que siempre estaban presentes, que interrumpían mis pensamientos, dificultaban, ralentizaban y hacían más dolorosa mi tarea, porque debía trabajar el doble para recordar por qué estaba allí y qué debía hacer. ¡Y las miradas! Eran miradas de reojo, amargas y llenas de miedo. Yo era el enemigo a pesar de lo que lord Hugh hubiera dicho. La soleada habitación donde nos reuníamos cada mañana para coser, hilar y tejer era el espacio reservado para las mujeres y podía leer en sus rostros lo que opinaban de mí.

Soy la hija del bosque —me decía a mí misma mientras sacaba de mi fardo las largas e hirientes hebras de estrellada y empezaba a hilar con una rueca y un huso prestados—. Soy la hija de lord Colum de Sieteaguas. Uno de mis hermanos es un carismático líder y otro es experto en misterios más antiguos de los que pueda imaginar ninguno de los vuestros. Otro de mis hermanos es un valiente guerrero, y a otro las más temibles criaturas lo consideran un amigo. Tengo un hermano que antes encantaba a los pájaros en los árboles con su mirada y que algún día volverá a hacerlo. —Y cada vez que el hilo se rompía y yo volvía a juntarlo, y las hebras me quemaban la piel como si fueran un cable ardiendo me decía—: Tengo un hermano que sabe curar el alma, que dará todo lo que tenga, hasta que no le quede nada. ¿Qué tenéis vosotras, con vuestras delicadas manos y finos bordados? Con cada giro de este afilado hilo, lloro a mis hermanos. Con cada espina que se clava en mi piel, los traigo de vuelta a casa.

Los britanos pensaban que estaba mal de la cabeza. Después de la primera impresión, hubo incredulidad porque veían mi trabajo y se daban cuenta de que iba en serio al retorcer las espinas de esas plantas entre mis dedos. Cuando me veían contener lágrimas de dolor y contraer el rostro se alejaban de mí y se reunían, desviando la mirada furtivamente y de vez en cuando hacia el rincón donde yo me sentaba sola. Las oía hablar, aunque susurraran. Como su madre estaba allí no podían preguntar abiertamente qué había hecho lord Hugh. Pero narraban terribles historias de cómo los jefes de las tribus de Erin habían matado a ese hombre, o mutilado a ese otro, y de cómo la flor y nata de sus gentes había caído en desgracia durante la larga contienda entre ellos y nosotros. Me miraban por encima del hombro mientras comentaban cómo las mujeres de mi raza habían hechizado y traicionado a sus hombres con su piel blanca, cabello oscuro como la noche y su habilidad con las palabras. Todo dicho para que lo oyera. Podría haberles contado mi versión de los hechos, la historia de mi padre. Colum era el último de siete hermanos y ¿cuán a menudo hereda alguien así las tierras de su padre? Sólo cuando todos sus hermanos han perecido en la guerra, uno por uno, defendiendo lo que consideraban más valioso. Pero permanecí en silencio.

Entre todas aquellas cejas arqueadas y labios arrugados había una que se atrevía a ser diferente: la mujer de John. Me había estado observando y los suyos eran los únicos ojos que no me juzgaban. El tercer día, cuando me senté en el taburete alto de mi rincón luchando con el huso y la rueca mientras intentaba contener las lágrimas, se acercó para sentarse junto a mí y trajo también su labor. Estaba hilvanando un diminuto vestido; el canesú y las mangas tenían una hilera de hojas finamente bordadas, con alguna que otra abeja amarilla o alguna flor rojo escarlata. Se veía el amor que sentía por el bebé nonato en cada puntada de aquella vestidura. Alargué mis hinchadas y deshechas manos para tocarlo y sonreí.

—Te llamas Jenny ¿no es cierto? —dijo en voz baja—. Yo soy Margery, la esposa de John.

Asentí con la cabeza mientras cogía de nuevo el huso. Se hizo el silencio entre las demás mujeres pero pronto reanudaron la conversación.

—Me han comentado que tienes grandes habilidades para curar —prosiguió mirándome de reojo—. El corte profundo que tiene Rojo, lord Hugh, no debe de haber sido fácil de curar por ahí. Está en deuda contigo.

La miré y mi sorpresa debió de ser obvia. Le hizo gracia.

—Estos hombres de vez en cuando también hablan, querida —dijo—. Te sorprenderías de todo lo que llego a oír. Y a pesar de que John es bastante reservado, no es ciego. Ha sido amigo de Rojo, de lord Hugh, durante mucho tiempo, desde mucho antes de que yo llegara a Harrowfield. Él oye lo que Hugh no dice en voz alta. Tu llegada ha causado mucho revuelo en la casa y tendrá que pasar algún tiempo hasta que las aguas vuelvan a su cauce.

Pensé en lo que decía. Habíamos visto a los hombres durante la cena y los tres que conocía me saludaron de manera cordial. Ben me sonrió y tocó mi larga trenza, casi como hubiera hecho Cormack. John me saludó utilizando mi nuevo nombre y se sentó junto a mí a pesar del gesto de desaprobación de la dama Anne. Me preguntaba si continuarían las guardias, incluso durante el día, de una manera u otra. Al que menos veía era a Rojo, que se sentaba en la cabecera de la mesa como le correspondía, pero notaba que me miraba durante la cena, mientras yo soportaba el ruido, los olores y la cercanía de tantos extraños y ansiaba que llegara la noche.

John no hablaba demasiado, pero yo notaba cómo evitaba que los sirvientes pusieran carne asada en mi plato y se aseguraba de que comiera algo. Y cuando algún joven muchacho, animado por la cerveza empezaba a dirigir comentarios groseros hacia mi persona, lo acallaba con unas cuantas palabras bien elegidas. Como amigo de Rojo, poseía autoridad. Con el tiempo supe que era una especie de primo lejano de la familia y que había vivido en Harrowfield toda la vida. Me alegraba que me protegiera, y al no haber ningún indicio de que la actitud hacia mí de la gente de la casa se suavizara, reparé durante los siguientes días que siempre había alguien cuidando de mí. Mientras trabajaba con las mujeres, Margery estaba allí, siempre amable y dispuesta a salir del círculo de las elegidas para sentarse junto a mí, satisfecha con mantener una conversación en la que sólo hablara ella, con los ojos llenos de preocupación mientras observaba mi doloroso progreso con el huso y la rueca, sin juzgarme jamás. Estaba segura de que sus intenciones eran buenas, pero también me preguntaba si alguien le había pedido que me echara un ojo. Las guardias nocturnas continuaron: uno de ellos vigilaba desde el momento en que yo entraba en la habitación hasta medianoche y el otro, de medianoche hasta el amanecer. Debían de dormir bien una de cada tres noches. Les observaba sin que se dieran cuenta y me percaté de que dicha tarea tan sólo recaía en Ben, John y Rojo. Me preguntaba si en toda la casa sólo había dos personas en las que Rojo podía confiar de verdad.

También observé que nunca estaban muy lejos, fuera la hora que fuera. No podía obligarme a hilar y tejer constantemente, aunque quisiera, porque mis manos, en parte curadas por haber descuidado mi trabajo, volvían a estar hinchadas y en carne viva. Así que todas las tardes debía descansar antes de reanudar mi lenta tarea a la luz de una vela después de la cena. Empecé a arreglar el jardín, pero no adelanté mucho porque tenía que esperar a que se me endurecieran las manos antes de poder empuñar un cuchillo o una azada. Sin embargo algo hice: la tierra era oscura y fértil y las malas hierbas no costaban tanto de arrancar. Cuando ya no podía más, salía con la recia Alys siguiéndome al trote y exploraba hasta donde podía tratando de molestar lo menos posible. Era increíble que siempre hubiera alguno de los tres pululando por ahí: Ben ejercitando un potro en el campo por el que casualmente yo había elegido dar un paseo; John almacenando la cosecha de invierno en el granero justo cuando yo iba hacia allí, y el mismo lord Hugh sentado en un viejo banco del manzanar una mañana, con un bote de tinta a su lado, una tablilla de madera de roble en la rodilla y un trozo de pergamino. Sostenía una pluma en la mano y estaba muy concentrado en su trabajo. Alys le gruñó.

—Nunca me tuvo mucho aprecio —comentó, aparentemente sorprendido de verme—. Sales muy pronto. No quiero que vayas sola muy lejos.

De repente me sentí incómoda. Estaba muy seguro de tener razón, acostumbrado como estaba a que todo el mundo hiciera lo que él quería. Pensé que no era bueno para él que siempre se hicieran las cosas a su manera. ¿Por qué no debía ir sola lejos? ¿Tenía miedo de que desapareciera para siempre y de que me llevara conmigo lo que sabía?

Percibió algo de todos estos pensamientos en mi rostro y dejó cuidadosamente su trabajo a un lado. De más cerca, pude observar que había dos trozos planos de madera sujetos por tiras de cuero, y en medio guardaba pequeños trozos de pergamino marcados con pequeñas cuentas: grupos de cuatro líneas tachadas por una quinta, repetidas hasta que contaban cincuenta, o dos veces cincuenta. De vez en cuando aparecía alguna pequeña figura esquemática: un carnero, un haz de cebada, una serie de líneas rectas y curvas que indicaban tal vez la posición del sol, un pequeño árbol…

—Existen peligros. Me gustaría que te quedaras cerca de la casa. No podemos garantizar tu seguridad si te aventuras lejos.

Quería decirle: Tú me sacaste del bosque. Déjame al menos que camine bajo tus árboles, que sienta la corriente del río en mis pies, que me tumbe en los campos y vea pasar las nubes. Déjame estar sola en algún lugar. Dentro de tu casa no puedo notar ni el aire ni el fuego. No puedo oler la tierra ni oír el agua. No me escaparé, no lo haré, porque sin tu protección no podré finalizar mi tarea.

—No te resulta fácil, ¿verdad? —comentó—. Por supuesto, podrías elegir hablarme, eso ayudaría. Sin embargo veo en tu rostro que no va a ser posible.

No puedo.

—Dime una cosa —pidió mirándome de cerca—. ¿Si quisieras podrías hablarme? ¿Podrías hablarme de mi hermano, de lo que le pasó?

Nunca he podido mentir. Asentí con abatimiento porque no quería que continuara por ahí.

—¿Por qué no me lo cuentas? —dijo con amabilidad—. Sabes que te dejaría marchar. Seguro que lo que le haya podido pasar a Simon no tiene nada que ver contigo. Eres tan sólo una niña, te dejaré marchar. Pero antes debo saberlo. Si está muerto se lo podré decir a mi madre, así su alma descansará en paz y pondremos fin a todo esto. Ésta no es mi lucha, y no la continuaré. No tengo ninguna intención de pagar con la misma moneda. Si está vivo, podemos encontrarlo y lo haré. ¿No querrías saberlo si fuera tu hermano? —Asentí y me di la vuelta de golpe para que no me viera la cara. Hubo un largo silencio. No me sentía capaz de poder seguir, pero sus palabras me habían dejado muy preocupada. No entendía por qué me hacía tantas preguntas, sin haberle dicho nada a su madre ni, por lo que parecía, a sus mejores amigos. Quizá, pensé, las hadas sí que lo hechizaron aquella noche. Tal vez estuviera llamado a protegerme mientras yo completaba mi labor y por eso actuaba contra su voluntad. Si no fuera así, seguramente me obligaría a hablar, me forzaría para conseguir la información. No necesitaba ser amable, ni tener paciencia. Pero aunque hubiera podido hablar, no tenía ninguna respuesta que darle. Cuando me di la vuelta para mirarlo, había cerrado el libro y dejado la pluma y la tinta a un lado.

—Será mejor que mueva la pierna —dijo levantándose—. Ven hacia aquí, quiero enseñarte algo. —Todavía cojeaba así que lo alcancé sin problema a pesar de que él tenía las piernas más largas. Seguimos por el caminito que bordeaba el muro cubierto de liquen del manzanar hasta una colina bajo los robles jóvenes que todavía conservaban hojas de color rojizo. Alys caminaba lenta y pesadamente, pero con gallardía, detrás de nosotros—. Tenía cinco o seis años cuando mi padre y yo los plantamos —dijo—. Sentía un gran respeto por los árboles. Si talas, plantas. Un roble necesita toda una vida para crecer. Como su padre antes que él, veía mucho por hacer. —El camino continuaba hacia arriba y los árboles se extendían a los lados en filas bien ordenadas. Alys empezaba a cansarse y se rezagaba, pero paramos para esperarla. Era demasiado mayor para andar tanto, pero no dejaba que la llevara en brazos. Al final la convencí mediante gestos de que tenía que quedarse allí y esperarme, y se acomodó refunfuñando sobre las hojas caídas al borde del camino. Sus ojos acuosos nos siguieron llenos de reproche mientras seguíamos subiendo la colina. Soplaba una fresca brisa matutina, y al mirar hacia abajo vi salir las primeras volutas de humo de las chimeneas recién encendidas de la casa y de la granja. La gente empezaba a despertar.

Llegamos a la cima, donde había una gran piedra envuelta en enredaderas. La vista era espectacular; me volví a fijar en lo ordenadas que tenían las tierras aquí, qué cuidadas y controladas. Bueno, sólo se me ocurría una manera de definirlo: bien hecho.

No me extrañaba que todos se sorprendieran cuando decidió traerme con él. No encajaba en tanta perfección. El río fluía con pereza por el valle. Desde aquí arriba se observaba la extensión de sus dominios, los amplios campos de rastrojo, con sus perfectas balas cónicas de paja; los enormes pastos con alguna que otra bestia desperdigada por ahí; los molinos, los graneros y las granjas encaladas. Cuántos árboles; los robles que se veían no eran todos jóvenes, también los había medianos y viejos, y hacia el este casi formaban un bosque, denso y ancestral.

—Cuando Simon todavía era un niño, yo estaba allí arriba con mi padre, cogiendo bellotas, viéndolo levantar un muro de mampostería, sacando a los corderos más madrugadores. Mientras Simon le tiraba un palo a su perra, yo plantaba árboles con mi padre, aprendía a embalar la paja y a hacer tejados con ella para proteger de las tormentas. Mientras Simon aprendía el arte de matar a un hombre sin hacer ruido ni dejar huella, yo les llevaba leña a los granjeros para el invierno y me aprendía los nombres de todas las personas de la hacienda. Mi hermano y yo crecimos como auténticos desconocidos. El tiempo todo lo cambia. Mi padre murió joven y eso le rompió el corazón a mi abuelo. Ahora no queda ninguno de los dos. —Dijo esta última frase con total naturalidad; no se sabía si le importaba o no, aunque yo pensaba que sí. Es difícil hacerte entender sin palabras, a no ser que lo que quieras decir sea muy simple. De todas maneras lo intenté, valiéndome de manos y ojos. Esos árboles, tan antiguos, seguramente habían sido testigos de todo lo acaecido en el valle, contenían toda su sabiduría. A buen seguro, conservaban el espíritu de los hombres que trabajaron con amor la tierra con sus propias manos. Traté de transmitírselo a Rojo.

Arboles: viejos, jóvenes. Hombres: viejos, jóvenes. Crecen. Corazón. El valle, el corazón.

Al menos no se rió de mí, sino que me miró muy serio y asintió con la cabeza cuando terminé mi costosa escenificación.

—Simon nunca lo entendió —dijo—. Siempre tenía otras preocupaciones, siempre andaba de aquí para allá, con nuevos retos, probando cosas diferentes. Todo lo que teníamos nunca parecía suficiente, y eso que no era poco. —Se tumbó en el suelo, estaba claro que aún no tenía la pierna completamente curada. La señalé y arqueé las cejas mientras me sentaba a su lado, guardando las distancias.

—Las heridas tienen buen aspecto —dijo—. No te preocupes, te llamaré cuando sea hora de deshacer tu trabajo. —Le indiqué con los dedos que sería en veinte días. Tenía que llevar los puntos que le había puesto durante ese tiempo. Cambiar la venda. Una cataplasma. Quizá pudiera… Y después le quitaría los puntos y todo debería estar bien. Rojo asintió, esta vez el mensaje había resultado fácil de enviar.

Nos quedamos sentados en silencio un rato, viendo amanecer, escuchando los sonidos lejanos de la casa y la granja al despertar. Era un buen lugar, bastante cerca del cielo, lo suficientemente lejos de los hombres.

—Quiero advertirte de algo —dijo Rojo retorciendo unas hierbas entre los dedos—, porque no estoy seguro de que entiendas lo importante que es que hagas lo que te digo, que te quedes cerca de la casa y que no te alejes sola. Aquí estás bastante a salvo, aunque me temo que no todos en la casa te tratan con amabilidad. Eso cambiará. Pero no es la casa lo que me preocupa. —Señaló al norte, hacia el otro extremo del valle—. Por allí están las tierras de mi tío Richard —dijo—. Es el hermano de mi madre, un hombre poderoso, rico e influyente. Arrastró a mi hermano a su batalla, esa que ha acabado con las vidas de hijos, esposos y amantes. Mi gente está enojada, se les hará duro aceptarte. No ven que el ansia de poder de ese hombre, su sed de sangre, es lo que mantiene viva la llama de la guerra, lo que envenena la mente de los hombres que lo siguen por el camino de la muerte y la destrucción. Mi hermano era joven, demasiado joven para entregarse a tal causa. No tenía necesidad de odiar. Pero Richard encandilaba a los más jóvenes con su palabrería. Quizá lo sepas, tal vez hayas escuchado esta historia en boca de mi hermano.

Moví la cabeza, sorprendida de que hubiera decidido contármelo. Ésta en concreto, no. Para ser un hombre de pocas palabras, había revelado más de sí mismo de lo que él creía.

—Te preguntarás por qué te estoy contando esto —dijo Rojo, que parecía haberme leído el pensamiento—. Te lo cuento porque el hermano de mi madre se enterará pronto de que estás aquí. Tiene espías por todas partes y buen oído para los rumores. Seguro que le interesa. Más que eso, debemos estar listos para su visita. Te parecerá extraño, pero algunos de los míos te ayudarán. Quiero asegurarme de que estaremos preparados para cuando eso suceda. Por eso quiero saber dónde estás a todas horas. Es un tipo listo. Es de los que se acercarían a ti, como por casualidad, cuando estuvieras montando o caminando sola, sin otra excusa que la de ser un perro protector. Quiero que me prometas que no lo harás.

Fácil —dije en silencio y lo gesticulé para él—. ¿Por qué no me encierras en la habitación y guardas la llave en tu bolsillo?

Hizo una mueca extraña, como si estuviera evitando reírse.

—No creo que sea buena idea —dijo levantándose—. La luz no es muy buena allí dentro para hilar. Además, ¿cómo mantendría ocupados a Ben y a John, sin nada que hacer por las noches? No les conviene estar ociosos. No, no creo que sea una buena idea. Ahora bien, ¿qué me dices de tu promesa?

Asentí con la cabeza. Estaba convencida de que él no esperaba nada menos. ¿Acaso no todo el mundo hacía lo que él decía?

Parecía que la conversación había terminado. Estiró la mano para ayudarme y acepté sin pensarlo ahogando un grito de dolor cuando estrujó la mía contra la suya. Le había pasado desapercibido. El azul claro de sus ojos se clavó en mis manos cuando las cogió para inspeccionarlas. Sus manos eran tan grandes como para cubrir las mías por completo, pero las había relajado para simplemente tocarme y observar que tenía heridas, algunas en carne viva, y hebras de estrellada todavía incrustadas. No eran algo bonito de ver. Me sentí incómoda, tan cerca de él. Su cara apenas reflejaba sus pensamientos.

—Esto no me gusta —dijo sin más—. Quizá no sea tan mala idea encerrarte. Pero no creo que eso te frene. Nada de lo que pudiera hacer serviría, ¿verdad?

Moví la cabeza. No preguntes demasiado. Hay cosas que no puedo contar. No te acerques tanto.

—Debo de estar loco —se dijo, me soltó las manos y emprendimos el camino de vuelta colina abajo—. Todos lo creen. Loco o hechizado. Hay muchísimas teorías, pero no me importan. Al menos, a nosotros nos va mejor.

La terrier había descansado y nos saludó con un agudo ladrido agitando con violencia la cola. Iba brincando delante de nosotros hacia la casa, llena de orgullo. La gente nos miraba al pasar, pero no hubo más comentarios que: ¡Buenos días, mi señor!, o ¡Parece que hará buen tiempo! Pensé que él irradiaba un encanto especial y que mientras estuviera a su lado, estaría a salvo. Si me alejaba todo cambiaría, cosa que no me dejaba indiferente, porque no deseaba depender de ningún hombre, y menos de este britano de mirada penetrante que no me había dejado más opción que abandonar mi hogar. Y no me engañaba al pensar que todos esos esfuerzos por protegerme respondían tan sólo a sus propios intereses. Al final conseguiría lo que tanto ansiaba de mí, punto y final. Exprimes el zumo de la fruta madura y tiras la cáscara, luego los cuervos picotean los restos hasta que no queda nada. Al fin y al cabo, eso tampoco tenía ninguna importancia. De todas maneras no podía hablar con él hasta que hubiera tejido la última de las camisas. Pero cuando las terminara, todo cambiaría. Cuando llegaran mis hermanos, si es que alguna vez eso ocurría.

* * *

Con el transcurrir de los días y de los ciclos lunares, estaba cada vez más convencida de que una pequeña pero eficaz red protectora, controlada por Rojo, como todo bajo sus dominios, me amparaba. Por un lado estaba Margery, que pronto se convirtió en mi amiga. Algo novedoso para mí, ya que nunca había tenido una amiga, sin contar a Eilis, a la que siempre había considerado tonta y aburrida aunque tenía un gusto excelente para los hombres. Margery era una mujer dulce, pero también fuerte, algo de lo que me di cuenta a medida que pasaban los días y sorteaba los comentarios de las otras con suma educación para seguir dedicándome su delicada amabilidad. Demostró valentía al reprender a una jovencita que, medio en broma, le dijo que no debería dejarme que le tocara la barriga, donde crecía fuerte y sano su hijo, para evitar que le echara mal de ojo y naciera deforme o muerto. También se atrevió a pedirle a la dama Anne, de manera muy cortés, si me podía prestar ropa para cambiarme y un buen candil para el cuarto. Empezó a hablarme de otras cosas: lo mucho que había echado de menos a John cuando se fue y cuánto le crecía el niño dentro de la matriz. También lo mucho que ansiaba tener un bebé, porque antes había tenido una niña que tan sólo vivió unos instantes y ya hacía mucho que descansaba al amparo de los grandes robles. Me contó que Rojo no había querido que John navegara con él porque, según dijo, un hombre debe estar siempre junto a su mujer en esos momentos, y que se las apañaría con Ben. Pero que John le hubiera seguido a cualquier parte porque había estado teniendo pesadillas, tenía dudas al respecto y temía por la seguridad de Rojo. Y de lo preocupado que estaba ahora John porque Rojo había abandonado su búsqueda a mitad para que sus compañeros pudieran llegar a casa a tiempo.

No es que no hubieran salido a buscar a Simon desde el primer momento. Richard, el hermano de la dama Anne, había iniciado una búsqueda, y no en vano, pues encontró los cadáveres de doce de sus hombres. Sin embargo, el joven de los Harrowfield no se hallaba entre ellos. Así que, finalmente, Rojo decidió salir a buscarlo, por él y por su madre. Margery me contó que se alegraron de saber que lo peor que le había pasado a Rojo fuera la herida en la pierna y que volviera conmigo. John decía que esperaba que no hubiera más sorpresas. Y con Rojo por lo general no las había: él era el centro fuerte e inalterable alrededor del cual se movía aquel pequeño mundo. Poco a poco me fui percatando de la magnitud de su decisión al traerme con él a su casa.

La red se mantenía firme a mi alrededor. Cumplí mi promesa y no me aventuré sola más allá de los alrededores de la casa. Pasaba las mañanas en la sala de costura, donde continuaban los rumores y las miradas de soslayo de las demás mujeres, excepto de Margery, que seguía ahí, cuya amable presencia y dulce sonrisa hacia más llevadero el dolor. Por las tardes, descansaba un poco de mi tarea porque tenía las manos demasiado doloridas como para seguir trabajando el resto del día. Un día estaba sentada en el jardín cuando de repente Ben apareció de la nada, con una pala en la mano. Fue bastante sencillo explicarle lo que tenía que hacer. Tenía los brazos fuertes y un gran repertorio de chistes malos. Otro día, John apareció cuando estaba sentada junto al muro, observando a las ovejas, pálidas e impolutas tras la esquilada otoñal, y me acompañó hasta el río, charlando de nada en concreto y se sentó amigablemente en las rocas mientras yo chapoteaba en el agua y Alys perseguía ardillas por la orilla. Sin embargo, no olvidaba mi tarea y me dolía darme cuenta de lo poco que avanzaba, a pesar de los beneficios que me proporcionaban la buena alimentación y el cobijo, y un huso, una rueca y un telar bien diseñados. Había terminado la tercera camisa, la de Cormack, y estaba hilando las hebras para la de Conor. No tenía esperanzas de acabar antes del solsticio de invierno.

No veía mucho a Rojo y me preguntaba si quizá se arrepentía de haberme contado todo aquello. Pensé que tal vez, debido a mi silencio y como jamás le respondía ni repetía sus palabras, me hablaba como si hablara para sí mismo. No es que me evitara; a menudo andaba por ahí, ocupado con las cuestiones de la hacienda, y me miraba, pero no me había vuelto a hablar a solas. Por las noches seguían montando guardia bajo mi ventana.

* * *

El hermano de la dama Anne se tomó su tiempo antes de venir a visitarnos. Se acercaba Samhain y el aire helado arrastraba las últimas hojas caídas de robles y fresnos. La llegada de lord Richard fue muy ceremoniosa: entró a caballo por la avenida de álamos deshojados, escoltado por su comitiva, que montaba también buena caballería, y todo el séquito ataviado con sedas y pieles impresionantes. Margery y yo los observábamos desde los ventanales del amplio salón, mientras la dama Anne y el resto de mujeres dejaban sus labores y salían a toda prisa. Había que hacer los preparativos para visitantes de tal categoría, y rápido.

—Ésa es su hija —dijo Margery, y vi a una chica alta y regia al lado de lord Richard con el pelo castaño recogido en una redecilla adornada con joyas—. Se llama Elaine. Elaine de Northwoods. Richard no tiene hijos varones. Cuando se case con Rojo, se unirán las dos posesiones. El que gobierne, tendrá el control de la mejor parte de la costa noroeste.

Vi como el conjunto cabalgaba hasta la escalinata. Lady Elaine tenía la espalda muy recta, y las amplias faldas de montar y las botas negras le hacían una figura elegante. El señor de la casa en persona salió para ayudarla con el caballo. La visita lo había pillado por sorpresa y todavía vestía las ropas de trabajo y lo más seguro es que oliera a establo. El sol incidió sobre su pelo corto del color de una hoguera recién prendida.

—Una alianza estratégica —observó Margery con austeridad—. Están prometidos desde que eran niños. Ese tipo de matrimonios, entre primos hermanos, por lo general está prohibido. Pero el padre de ella tiene amigos influyentes. Persuadieron al obispo para que diera su consentimiento. Se celebrará el próximo verano, creo. Tendría que haber sido antes, pero Rojo se marchó. A Richard eso no le gustó nada.

Observé a Richard de Northwoods desmontar con gracia y entregarle las riendas al mozo que esperaba. Iba de negro y se movía con la misma elegancia natural que su hija. Lo vi saludar a Rojo, agarrándolo del brazo, y luego los perdí de vista.

No volví a mis aposentos aquel día. Margery me llevó a la parte de la casa donde vivían ella y John, y me enseñó los pequeños vestidos que había tejido y la cuna de madera tallada con dibujos de bellotas y hojas en el cabezal y en los pies, que había vestido de lino y lana. Me tuvo allí un rato enseñándome todo, pero yo la miraba con cierta preocupación. Trabajaba demasiado, pensé, para alguien en tan avanzado estado de gestación, y tenía la cara y los tobillos hinchados, algo que ya había visto en otras mujeres a punto de parir. No era una buena señal. Quería hablar con ella, decírselo, preguntarle si podía tocarla para ver en qué posición estaba la criatura, pero no podía borrar las palabras de aquella mujer: Mejor será que no dejes que te toque, no vaya a ser que nazca deformado o muerto. Y ya había perdido un bebé anteriormente.

Al final, me lo puso más fácil.

—Jenny —dijo mientras se sentaba a mi lado. Sostenía en las manos una caja con un ungüento y un instrumento que yo jamás había visto antes, y que más tarde supe que lo utilizaban las mujeres para arrancarse pelos de las cejas, de la barbilla o de donde quisieran—, espero que no te lo tomes a mal —dijo con bastante timidez—. Pero nosotros…, yo he pensado que tus manos no tienen por qué sufrir tanto si les damos una pequeña ayuda. Ojalá pudieras dejar el trabajo que estás haciendo, pero me han dicho que no pararás y que es inútil decírtelo. Al menos deja que te quite las espinas y que te frote la piel con este ungüento. De esa manera tendrás más movimiento en los dedos y te aliviará el dolor. —Empezó a trabajar en mis manos y yo me abandoné a sus cuidados con los ojos cerrados. Y vi a Finbar, muchos años atrás, mordiéndose la lengua mientras me sacaba con dos palos afilados una espina y yo lloraba a moco tendido y Conor me contaba su historia: Se llamaba Deirdre, Dama del Bosque

—¿Te hago daño? —preguntó Margery preocupada, y yo di un respingo y parpadeé. Tenía los ojos anegados en lágrimas. Sacudí la cabeza y forcé una sonrisa como pude—. Tiene que ser tan duro para ti —dijo mientras extraía con paciencia las pequeñas espinas una por una—. El no hablar, me refiero. Debes de sentirte tan sola, y tan lejos de casa, además. Supongo que tienes tu propia familia, hermanos y hermanas. Debes echarles muchísimo de menos.

Asentí con la cabeza. No sigas.

—Yo tengo una hermana —dijo—. Pero me casé con John, vine aquí y ella se quedó en casa. Está muy lejos. No la he visto en estos dos años, desde que… —desde que perdiste al bebé, pensé. Era el momento de preguntar. Pero necesitaba las manos para hablar y ella me las sujetaría hasta que acabara su trabajo y mi piel absorbiera la mezcla de consuelda y alquimila con cera de abejas y aceite aromático con la que me iba a masajear mis doloridas manos—. Te haré esto todas las tardes —dijo—. No hay necesidad de que empeoren más de la cuenta. —De repente bostezó—. ¡Oh, Dios mío! Perdona, estos días me canso mucho.

Gesticulé con tanta claridad como pude.

—Debes descansar. El niño, ahora, muy grande. Descansa, duerme.

Margery se rió.

—¡No tengo tiempo! Demasiadas cosas que hacer: revolotear alrededor de la dama Anne y tener contento a John. Es un buen hombre, lo pasé bastantes mal cuando se marchó. Ahora no quiero perder ni un solo momento.

Lo intenté de nuevo, indicándole que quería tocarla para notar cómo estaba el bebé. Se puso seria de repente.

—Si quieres —dijo con un tono de ansiedad en sus palabras—. Tú sabes más de estas cuestiones que yo, espero, aunque seas tan pequeña. Tenemos aquí una comadrona, supongo que lo hará bien cuando llegue el momento. —El bebé todavía estaba arriba en el útero y tenía la cabeza apretada bajo los pechos. Todavía quedaba tiempo para que se diera la vuelta, pero no demasiado. Se estiraba y pegaba patadas, era demasiado grande como para encontrar una postura cómoda. Me esforcé al máximo por dedicarle a Margery una sonrisa tranquilizadora.

El bebé está bien. Era verdad, al menos por ahora. Pero necesitas… necesitas descansar. Descansar. Dormir. Era fácil transmitirlo con las manos y la mirada. Que ella me hiciera caso era otro cantar.

Tenía la bolsa de labores conmigo, saqué un pequeño fardo de estrellada que era todo lo que me quedaba. Le tiré del brazo y señalé lo que estaba sujetando, y luego intenté gesticular una planta creciendo, a la altura aproximada de la rodilla o un poquito más. Tallos gruesos que se desplegaban. Luego me acerqué a la ventana, señalé el valle, y regresé con una pregunta escrita en los ojos:

¿Dónde? ¿Dónde crece?

—Oh, Jenny —dijo con cierto tono de reproche—. ¿No querrás continuar con esto? Te hace mucho daño.

La cogí por los hombros y asentí con la cabeza.

Sí, lo sé. Ayúdame.

—Preferiría no ser yo la que te lo dijera —dijo, y por un momento se me paró el corazón porque pensaba que iba a decir que no crecía en ninguna parte—. No me gusta el daño que te estás haciendo, tampoco a Rojo. Pero esta planta que nosotros llamamos hierba del fuso crece aquí en abundancia. No cerca de la casa, sino lejos, al norte del valle, cruzando el río, arriba del barranco desde donde desciende el riachuelo. Hay un puente. Está bastante lejos. Si necesitas más, será mejor que mandes a Ben o a John. Si quieres se lo diré a John.

Yo sacudí la cabeza porque debía ser yo quien cortara y recogiera la planta. La Dama del Bosque lo había dejado muy claro. Le di las gracias a Margery con un abrazo alentador.

* * *

Lord Richard tenía que verme tarde o temprano. Megan, que de todas las criadas parecía ser la que menos miedo me tenía, trajo el aviso. Tenía que presentarme en el salón, dijo. Yo con la señorita Margery. La dama Anne dijo que todas nosotras debíamos estar allí, como señal de respeto hacia la visita. Margery hizo una mueca y le dijo a Megan que la dama Anne tendría que esperar. No parecía tener ninguna prisa. Me deshizo las trenzas y me peinó la cabellera para volver a trenzármela mientras murmuraba para sus adentros:

—¡Nunca había visto una cabellera tan indomable! En cuanto se la pongo en orden, los rizos de esta chica vuelven a salir como si tuvieran vida propia. Bueno, así está mejor. No podemos hacer esperar a la dama Anne todo el día. Tiene una lengua viperina, cuando quiere. La barbilla alta, Jenny, lo vas a hacer muy bien.

La seguí por el pasillo y escaleras abajo hasta el piso inferior. Quizá no sea tan malo, pensé. Al fin y al cabo, todo el mundo estará presente, podemos ponernos al fondo, hacer acto de presencia para contentar a la dama de la casa y volvernos a escabullir. Tenía las manos mucho mejor, quizá volviera a la habitación para hilar un poco más. Seguro que nadie se daba cuenta.

Todas mis esperanzas se desvanecieron en el mismo momento en que entramos en el salón. Se trataba de una reunión exclusiva. La dama Anne estaba sentada a un lado de la chimenea y Elaine al otro. Estaba erguida como una reina y su rostro era tan bello y delicado como la más preciada flor de un jardinero. El azul de sus inmensos ojos me transmitía serenidad, no me juzgaban. A su lado me sentía la niña tosca y salvaje que todos me consideraban.

Rojo estaba de pie junto a la ventana, de espaldas al salón. Cerca de él, lord Richard, y al fijarme más puede advertir un parecido familiar; no mucho, pero ahí estaba en el pelo ligeramente ondulado rubio con reflejos plateados, y en la astuta y comedida mirada que ya había observado en la dama Anne. No destacaba por su altura, Rojo le pasaba al menos una cabeza. Sin embargo su presencia emanaba autoridad, un poder que se sentía de inmediato. Algo me puso alerta. Te resultará difícil, comentó Rojo cuando me habló de su tío y de cómo sería nuestro primer encuentro. Todo iba bien, yo era la hija de lord Colum de Sieteaguas. ¿Por qué iba a tener miedo de un britano, aunque se apellidara Northwoods?

—Así que ésta es la chica —observó lord Richard. Mantuvo el tono de voz bajo a propósito. Sigiloso, como las zarpas de un gato cuando juguetea con un ratón—. Bueno, acércate. Deja que te vea. —Margery me dio un pequeño empujón y se retiró al otro extremo de la sala, donde estaba su marido, que parecía querer fundirse con el tapiz de la pared. Ben, que también estaba allí, me guiñó el ojo para tranquilizarme y la dama Anne frunció el entrecejo. También había dos o tres hombres ataviados con los colores de la casa de Richard, rúbeo con una franja negra, y todos me miraban. Rojo todavía no se había dado la vuelta. Miré a la dama Anne. Hizo un gesto brusco con la cabeza para que me acercara, así que di un paso o dos hacia delante. La cabeza firme. La mirada clavada en la suya.

Soy la hija del bosque. No te tengo miedo.

—Es más joven de lo que imaginaba —dijo lord Richard, escrutándome de cerca—. No es que eso importe. Los han alimentado con eso, lo maman con la leche materna. Es una especie de rabia, una dedicación ciega que alimenta asesinos, fanáticos y locos. Dudo que algún día acepten que lo que les quitamos jamás les perteneció. Unas míseras rocas en el mar, una o dos cuevas, unos cuantos árboles raquíticos. Pero matarían por ellas. Morirían. Hasta que el último cayera bajo la espada. Lo han mamado. Fijaos en cómo se contiene y en el odio que reflejan sus ojos. Una causa perdida. Pero nos puede servir de ayuda, hermana. He oído decir que no es ninguna sirvienta sin educación. Podrías conseguir por ella algunas monedas de oro, lo suficiente para comprar una pequeña parcela en la frontera sur o construir una fuerte torre de vigilancia. O para adquirir una buena cantidad de armamento o hacerte con un buen semental. ¿Quién es? ¿Qué tipo de familia deja que llegue a tus manos tan suculento bocado? ¿Cómo te llamas, muchacha?

—No puede hablar —dijo la dama Anne—. La chica tiene algún tipo de… enfermedad. Está un poco mal de la cabeza, creo, e insiste en infligirse heridas. No sabemos quién es. —Su voz adquirió un tono de disculpa, que me hizo pensar que sentía miedo y vergüenza a la vez. Pero se trataba de su propio hermano, así que quizá me equivocara.

—¿No puede hablar? —preguntó Richard en voz baja, observándome desde todos los ángulos—, ¿o no quiere? —Tenía las manos tras la espalda, relajadas, y respiraba lentamente. Intenté lanzarle una mirada a Rojo. ¿Acaso no había dicho que me ayudaría? Parecía demasiado interesado en las vistas desde la ventana.

—¿Dónde la encontraste, Hugh? ¿Un trofeo de alguna batalla?

—Padre. —Fue Elaine la que intervino para sorpresa de todos, pensé—. No deberíais hablar así de la chica, como si no pudiera entenderos, como si no estuviera aquí.

Richard se rió; un sonido, por cierto, poco agradable.

—Tu amabilidad te honra, querida. Pero olvidas que esta gente no es como tú o como yo. Si hubieras visto las cosas que yo he visto, si hubieras sido testigo de dichas atrocidades… Dios quiera que nunca estés expuesta a tales peligros. No debes pensar que algo así razona y siente como tú, como la hija de una de las familias más poderosas de Northumbria. Ella es menos que la tierra que pisas con tus botas, querida. Además, dudo que una niña de su edad entienda ni una sola palabra de nuestro idioma. Habrá recibido una educación de lo más rudimentaria, si es que ha estudiado algo. A menos que la hayan entrenado como espía, lo que suscita preguntas más interesantes. ¿Pensaste en ello cuando la trajiste aquí?

Elaine hizo ademán de volver a hablar, pero se lo pensó. Richard retomó el hilo.

—No puede decirnos quién es —murmuró—. Cómodo. Muy práctico. Así no puedes pedir un rescate. Quizá lo adivine. Tal vez la chica haya oído hablar de Seamus Barbarroja, ése cuyos bárbaros asesinaron a hombres de bien en los pasos sobre el lago. —Me miraba fijamente a los ojos, y de pronto me recordó a la dama Oonagh, y reuní fuerzas para no inmutarme lo más mínimo, para no mover ni un pelo—. Quizá conozca a Eamonn de los Pantanos, cuñado de Barbarroja, y sus habilidades con el fuego nocturno. Un fuego ardiente que no deja más rastro que los huesos. —Dio otra vuelta a mi alrededor—. A lo mejor conoce a lord Colum de Sieteaguas, el hombre más escurridizo de todos, una espinita que llevo clavada. Él acabó con mis mejores hombres. A lo mejor conoce a alguno de ellos, porque toda niña es hija o hermana, a menos que creamos en cuentos de hadas y cambios de bebés al nacer. Mírame, niña. ¿De quién eres hija?

Silencio. El silencio era mi única defensa. Inspirar, espirar. No pensar en nada. Controlar la rabia que latía en mi pecho, ocultar la expresión de dolor en el rostro. Tus pensamientos brillan como un faro en tus ojos: en los tuyos y en los de Finbar. Frénalo. Tranquila. Inerte como una roca.

—Eres demasiado débil, Hugh. Esto es un juego de niños. Pero a ti jamás te gustó mancharte las manos de sangre. —Se dio la vuelta hacia la dama Anne—. ¿Qué es de tu hijo menor, hermana? ¿Qué darías por tenerlo a tu lado, a salvo? Si pudiera conducirte hasta él, ¿no la obligarías a hablar por todos los medios que pudieras? Podríamos hacerla hablar tan fácilmente. Pero aquí Hugh, por motivos que sólo él sabrá, no parece estar por la labor. Eso me hace sospechar y surgen nuevas preguntas.

No mires a la dama Anne. Concéntrate en tu respiración. Dentro, fuera.

—Es sólo una niña —dijo Rojo con tranquilidad. De repente me di cuenta de que todo esto no iba conmigo. Era parte de un juego que sólo aquellos dos hombres entendían. Era una especie de competición, pero ¿a cuál de los dos se estaba poniendo a prueba?—. No tiene nada que decir. Vino en mi ayuda cuando tuve dificultades, le ofrecí cobijo. Eso es todo.

Un silencio absoluto inundó la sala. Richard arqueó las cejas de manera burlona.

—No diría yo que es tan niña —respondió suavemente. Estaba de espaldas a su hija y a la dama Anne. Alzó la mano y con delicadeza me tocó la mejilla con un dedo, dibujando una línea que atravesaba mi cara, bajando por el cuello hasta el pecho por el escote del vestido. Noté cómo me palidecía el rostro y se me cerraban las tripas al recordar el terror, y aguanté la respiración. No me dio tiempo a ver cómo Rojo se movió, fue demasiado rápido. Pero ahí estaba. Lo cogió por el brazo con fuerza y le apartó la mano.

—Ya es suficiente —dijo en voz baja, no había ninguna necesidad de alzar la voz porque su tono lo decía todo—. Ésta es mi casa, tío. La dama es mi invitada, quizá no te ha quedado del todo claro.

—Está clarísimo, Hugh, hijo mío, tan claro como el agua. —Se frotaba la muñeca ahora con un gracioso gesto compungido. Tenía un buen repertorio—. Espero que tu madre lo tenga igual de claro, es todo lo que puedo decir. Supongo que ella no estará tan entusiasmada con la idea de alojar a la… dama. —La pausa anterior a la última palabra tenía una gran carga dramática. Sin embargo, no había conseguido llegar a la audiencia tanto como esperaba. Elaine fruncía un poco el ceño, como si se esforzara en pensar. La dama Anne estaba angustiada, pero aun así, me hizo una señal, y yo, todavía de piedra en medio de la sala, reuní la escasa dignidad que me quedaba y me senté en el taburete bordado que había junto a ella. Había dicho mucho más con ese gesto que con mil palabras. Quizá no estaba de acuerdo con lo que Rojo había hecho, pero era su hijo, el señor de la casa y haría ver que sus invitados eran tratados de manera correcta costara lo que costara.

Soporté la cena. Durante ese tiempo estaba más protegida ya que la familia se sentó junta: la dama Anne en su lugar habitual, a la derecha de su hijo, y Elaine a la izquierda. Lord Richard se sentó junto a su hermana y, aunque notara cómo me miraba, hacía lo imposible por no levantar la vista. Al final de la mesa, me encontraba yo entre Ben y John, enfrente de Margery. Así conseguí evitar de manera efectiva oír lo que decían y tener que controlar la expresión de mi rostro. Los tres conversaban animadamente sobre varios temas, desde la feria de invierno de Elvington hasta si el sicómoro o el nogal eran mejores para los muebles más delicados, pasando por las hazañas de la nueva gorrina de Rojo. Se las apañaron para incluirme a mí, acompañando sus intervenciones con una gran variedad de expresiones y gestos que causaban júbilo entre nuestro pequeño grupo. Una o dos veces, al mirar hacia el otro extremo de la mesa, mi mirada se cruzó con la de Rojo, pero no había en ella ni aprobación ni reproche, tan sólo constatación de los hechos. La mayor parte del tiempo estuvo hablando sólo con Elaine. Hacían buena pareja, pensé. Amigos desde la infancia, sabían cuál era su lugar en el mundo y trabajarían bien juntos para conservar lo que tenían. Ella me impresionó al intentar enfrentarse a su padre. Además, ambos eran altos y guapos, tendrían hijos hermosos. Pero recordaba las caras de Liam y Eilis la noche de su boda, cómo se miraban a los ojos, como si no hubiera nadie más en el mundo. No advertí esa misma expresión en el rostro de Rojo ni en el de Elaine. Quizá fuera la forma de ser de los britanos. Sin embargo, había excepciones, pensé mientras observaba a Margery cómo bromeaba con su marido, o cómo éste la miraba cuando le pasaba el plato de pan y ella cogía un trozo, acariciándole la mano. Los había que ponían amor en cada gesto y así lo compartían con todos los que les conocían. Pero es cierto que eran excepciones.

No dormí bien. Los demonios que acechaban por las noches eran fuertes y me sacaban de mis sueños. Despertarme temblando y sudorosa era un alivio y poder ver las primeras luces del día brillar en el cielo a través de la ventana. Me lavé con agua fría y me eché una capa sobre el camisón, porque las puertas estaban cerradas y ansiaba un poco de aire. Despasé el pestillo de la puerta que daba al jardín, y salí sin hacer ruido, descalza sobre las piedras frías del camino. Alys me siguió a regañadientes, moviéndose con torpeza en el frío de la mañana. Dentro de unos días helará, pensé. Eso era bueno, así quizás en primavera viera la tierra cubierta de junquillo y azafrán de primavera. Aquel día haría bueno, todavía se apreciaban algunas estrellas en el firmamento que pasaba de púrpura a rosa con algunas pinceladas de dorado.

Alys gruñó un poco cuando nos acercamos al final del jardín. Rojo estaba durmiendo en el banco junto al muro. Apenas cabía del todo, tenía los brazos cruzados detrás de la cabeza, una pierna estirada sobre el banco y la otra le colgaba tocando el suelo. Tendría algunas molestias cuando se despertara. Tenía la espada y un pequeño cuchillo en la bota, aun así en esos momentos cualquier intruso podría haber acabado con él. Me quedé allí de pie mientras la luz del día le sonrosaba el rostro y se deslizaba por su nariz firme, sus huesos bien definidos y la boca amplia y relajada. Bien para algunos, pensé.

No tardó mucho en despertarse. Fue un despertar tranquilo, con o sin dolor, se puso en pie de un salto, alerta, con la mano en la empuñadura de su espada. Alys aulló de miedo. Entonces Rojo se dio cuenta de quién era y se sentó de nuevo frotándose la cara con arrepentimiento.

—Dormirse en el trabajo. Eso no está bien —dijo parpadeando—. Debía de estar más cansado de lo que imaginaba. Ayer no fue uno de los mejores días.

Asentí con la cabeza. Un comentario muy comedido. Entonces me miró bien, como buscando algo.

—Tienes una pinta horrible —dijo.

Gracias. Mi expresión debió de hablar por sí sola.

—Y debes de tener los pies congelados, siéntate aquí. —Me senté, resguardando los pies sobre el banco y cubriéndome por completo con la capa. El camino de piedras estaba helado, pero era un frío bueno: ese fresco invernal que adormece el jardín para que sueñe con el florecimiento de una nueva primavera—. No has dormido —dijo Rojo y estiró una mano para tocarme la cara. Me aparté y la bajó sin llegar a rozarme—. Tienes ojeras y estás blanca como la cal. Siento lo de ayer. Se van esta mañana. No quiero que tengas miedo.

Lo que quería decir no podía expresarse con gestos.

No fuiste de gran ayuda. ¿Por qué no le paraste antes los pies? No podía pensar la manera de transmitírselo, así que me encogí de hombros.

—Lo digo en serio, Jenny. Me aseguraré de que no vuelva a suceder. No fue justo para ti ni para mi madre. —Observé su cara. Me dio la sensación de que luchaba contra él mismo, de que no estaba seguro de qué decir—. Él… Bueno, no, voy a decirlo de otra manera. Mi tío es de la familia y tengo que aceptarlo. Es todo cuanto puedo decir, al menos hasta ahora. Deseaba dejarle hablar, por si… No. No quisiera preocuparte con esto.

¿Qué? ¿Preocuparme con qué? De aquel hombre, de lengua mordaz y manos largas, de sonrisa estudiada y palabras envenenadas, me lo creía todo. Tenerlo como tío ya debía de ser bastante duro. Si pudiera elegir no lo tendría tampoco como suegro. Pero parecía que alguien había tomado ya esa decisión por él.

—Sé por qué Simon se fue —dijo Rojo en un tono más bajo. De nuevo, tuve la sensación de que hablaba para sí, de que estaba ordenando sus pensamientos, diciendo aquello que uno no se atreve a expresar en voz alta—. No estoy seguro de por qué no regresó. Existen diferentes maneras de dirigir una campaña y Richard las conoce todas. Aunque cuestione sus motivos, es un profesional con años de experiencia en el campo de batalla. Esta campaña era diferente. No levantas el campamento en el corazón del territorio enemigo, no si sabes de qué es capaz. No pones a todos tus hombres en una situación de peligro, para perderlos en la primera emboscada. Mientras duermes fijas unas guardias. Y por lo general no eliges al recluta más novato ni al menos preparado para darle un trato especial. ¿Por qué no murió con el resto? —Se pasó la mano por su corto y rojizo cabello y frunció el entrecejo—. Simon sería un rehén de mucho valor, eso lo entiendo. Pero no han pedido rescate, nadie se ha puesto en contacto con nosotros, nada. Y nadie sabía nada de él cuando estuve allí. Nada, excepto…

Excepto lo que llevo, pensé. Y eso es un preciado bien para ti.

—Y cuando el mismo Richard salió a buscarlo —prosiguió Rojo, y pensé que prácticamente se había olvidado de que yo estaba allí—, lo que nos contó… no parecía que fuera la verdad. John opina lo mismo. Lo que nos contó, de cómo los asesinaron, cómo los hombres de Erin llegaron por la noche… Esas cosas no les pasan a los hombres con experiencia. No de esa manera. Richard dijo, de manera implícita, que había sido culpa de Simon, que mi hermano de alguna manera lo había traicionado y conducido al enemigo hasta él. Pero yo conozco a mi hermano. Puede que sea tonto, testarudo, o un niño para la edad que tiene, pero no es un traidor.

Asentí con la cabeza. Sabía que Simon no era ningún espía. Tuve fe en él, incluso cuando él la había perdido.

—Hay una verdad en algún lugar —dijo Rojo—. Entre las muchas versiones de la historia, alguna tiene que ser cierta. Cuando fui a buscar a Simon por mi cuenta, esperaba dar con ella, aunque después de tanto tiempo no albergaba esperanzas de encontrarlo con vida. Pero no hallé ninguna respuesta y volví con la cabeza llena de preguntas. Al dejar hablar ayer a mi tío, esperaba encontrar alguna pista. Por eso lo dejé llegar tan lejos, y me arrepiento de ello. Te utilicé como anzuelo y te sentiste herida.

Empezaba a amanecer. El cielo estaba limpio y despejado y los pájaros comenzaban a piar en los árboles de alrededor. Alys se retorció sobre su espalda, estirándose y rascándose. Había algo que debía decirle.

Podrías volver. —Lo podía decir con un movimiento de manos y señalando en la distancia—. Podrías volver allí. Buscar de nuevo. Quizá lo encuentres. Podrías llevarme de vuelta. Y así, pensé, cuando mis hermanos vuelvan estaré allí, esperándolos.

Rojo me miraba serio. Era obvio que me había entendido a la perfección.

—No puedo irme durante una temporada. Hay mucho que hacer aquí. He estado fuera demasiado tiempo y tendría que asignar a gente para que vigilara las cosechas y la matanza del ganado. Puede que el río se desborde antes del solsticio de invierno y… —Se calló al ver mi expresión—. No quiero volver, todavía no —dijo—. Mi ausencia en Harrowfield provoca la vulnerabilidad de todo lo que más quiero. Corren tiempos de cambio, con un nuevo rey en el sur que aún no ha sido desafiado. Dudo que Etelwulfo posea la fuerza de su padre y eso nos hace vulnerables a los daneses. Me debo a mi casa por ahora, tengo obligaciones. Mi hermano eligió marcharse, yo no perderé todo lo que tengo buscándolo para traerlo de vuelta. Pero no olvido, y no me importa derramar sangre, a pesar de lo que mi tío diga. Si hay que encontrarlo, lo haré, así como si tengo que esperar.

Antes de irse me pidió que entrara, pasara el pestillo y esperara a que amaneciera del todo.

—Haz lo que digo, Jenny —dijo—. Hay peligro y tú lo has visto con tus propios ojos. Quizás esté equivocado y juzgue mal a mi tío. Ojalá sea así. Se marcha esta mañana, pero no me cabe duda de que volverá y lo intentará de nuevo. Ahora ya te ha visto y sé cómo trabaja su mente: tu fuerza se convertirá en un reto para él. Recuerda la promesa que hiciste.

Así hice, y permanecí sentada en la habitación con la única compañía de Alys, recordando muchas otras cosas. En particular, me acordé de la Dama del Bosque mientras le decía: Asegúrate de que no le hacen daño. Y a mí: A lo mejor ahora no hace falta que seas tan fuerte. ¿Qué tramaban las hadas, que usaban ahora a los britanos como títeres, y que le habían ordenado a lord Hugh que me protegiera, cuando al hacerlo actuaría contra toda lógica? Bueno, no podían preguntárselo a nadie. Sólo estábamos Alys y yo. Saqué aguja e hilo y mientras amanecía me puse afanosamente a terminar el cuadrado tejido que tenía, dolorosa puntada tras otra. La primera parte de la camisa de Conor.

* * *

Después de aquel episodio, las aguas volvieron a su cauce. Entramos en el invierno, las heladas habían anticipado algunos días de tormentas y un aguanieve que congelaba los huesos y que cubría el suelo de barro. Las carretas de las granjas quedaron atrapadas en el barro y los hombres se pusieron perdidos al sacarlas. El río se desbordó y el ganado se trasladó a suelo elevado. En las cocinas siempre bullía un puchero de sopa, preparado para el próximo contingente de hombres cansados. No me sorprendió ver que lord Hugh y sus hombres trabajaban hombro con hombro con granjeros y ganaderos, recogiendo árboles caídos, apuntalando las orillas del río y calmando a los caballos asustados por los rayos que cayeron en los establos. Mejoró un poco mi opinión respecto a lady Anne al verla empaquetar comida, en una ocasión, para llevársela a los hombres, acompañada por una sirvienta. Y, mucho más, cuando empezó a llamarme por mi nombre en vez de chica, y reprendió a una sirvienta que sugirió que quizá la precisión con la que caían los rayos tenía algo que ver con mi presencia en la casa. Había filas de botas embarradas frente a la chimenea y capas chopadas en las cocinas. Hacía un frío terrible en mi habitación y pedí, por favor, otra manta. El temporal nos libraba de las visitas durante un tiempo. El camino que unía Harrowfield y Northwoods no se podía transitar, estaba inundado debido al desbordamiento del río. Nada de paseos, por ahora. Era la época en la que en casa me hubiera reunido con mis hermanos para alejar las sombras y pedir una bendición espiritual para la oscura estación que empezaba. Había una fiesta cristiana, que la casa celebró pero sin demasiados faustos. Aquí no había cura, se rezó por los muertos y se encendieron velas. Nadie pronunció el nombre de Simon, pero estaba presente entre nosotros, no era necesario decirlo para sentirlo.

En mi cuarto, aquella noche, encendí mi propia vela. No me había desnudado porque hacía demasiado frío. La perra se había arrebujado entre las mantas como si fueran un nido, se había tumbado y roncaba un poco. La luz parpadeaba sobre las paredes de piedra y las corrientes de aire esculpían con ella figuras fantásticas. En silencio, pronuncié sus nombres: Liam, Diarmid, Cormack, Conor, Finbar, Padriac. Vi sus rostros en mi mente, seis versiones de la misma cara, pero todas diferentes. Se esfumaron emborronados por mis lágrimas. No faltaba mucho para el solsticio de invierno. ¿Cómo los iba a encontrar? Por el momento sólo había tres camisas en mi bolsa y parte de la cuarta. En breve se me acabaría la estrellada. ¿Cómo la recogería, cuando el viento arrasara los arbustos del suelo y el agua se congelara en las grietas de los campos pelados?

Al final acabé durmiéndome, aún encandilada por la luz de la vela, acurrucándome contra la pequeña Alys para calentarme un poco y con los nombres de mis hermanos retumbando dentro de la cabeza, como si al repetirlos los mantuviera con vida durante más tiempo, sólo un poquito más. Lo suficiente.