De haber tenido voluntad en aquel momento, habría seguido la sugerencia de Padriac y habría viajado cerca de la orilla, bajo los sauces inescudriñables hasta llegar a algún lugar relativamente seguro. Pensé, de manera confusa, que eso era lo que pretendía la Dama y que me trasladaba a un lugar protegido mientras terminaba mi tarea. Pero no poseía energía para guiar la embarcación. Tenía la mente velada por el hambre y creía que estaba enferma; el leve mecerse de la barca parecía algo errático, el agua turbulenta y los árboles que pasaba se inclinaban y se balanceaban, mareándome. Presentía que otras manos guiaban el pequeño bote por un camino que no elegía yo.
Los silfos del bosque se quedaron atrás y, entre las ondas y el oleaje del agua del lago, otras voces se alzaron, líquidas, evasivas, que murmuraban unas con otras mientras sus dueños conducían mi bote con rapidez, demasiada, en la cada vez más picada agua. Parpadeaba y miraba, me preguntaba cuánto era real y cuánto una visión enfebrecida. En el agua había largas y pálidas manos, rostros con ojos como platos, pelo como hierba frondosa, gris, verde y azul. Colas con escamas brillantes como joyas.
—Daos prisa, daos prisa —se cantaban unos a otros—. Es la hora.
Y así la barca se movía cada vez más deprisa, como por un río rápido y, en el cielo, se arremolinaron grandes nubes y el día se oscureció.
Gordos goterones de lluvia empezaron a caer a mi alrededor y oí el rugido distante del trueno. La pequeña parte de mí aún despierta registraba estas cosas y que estaba sola en medio de una gran extensión de agua, descalza con mi viejo vestido, en un bote concebido para aguas poco profundas y pacíficas. Se levantó el viento, y la pequeña embarcación avanzada moviéndose arriba y abajo.
Entraba agua por la borda y pronto me empapó hasta la cintura. Pero no sentía frío; ardía, en cambio, y oía sus voces llamarme, a mi alrededor, debajo, detrás y frente a mí en las aguas oscuras.
—Es fácil, fácil, Sorcha. Déjate caer, déjate caer a un lado y baja con nosotros. Aquí debajo del agua se está fresquito. Déjate caer.
Y otro:
—Baja, baja. Di adiós a tu dolor, deja que el agua lo lave. Ven, deja que el agua te lleve. Ven a bailar con nosotros en las profundidades. —Sus voces eran dulces y persuasivas. Quería sentir la fresca agua en mi frente ardiendo, quería dormir y olvidar. Sería tan fácil dejarse caer, resbalar hasta el agua lejos de todo.
—¡Tírame tu hatillo! ¡Tíralo! ¡Suelta tu carga! —Vi los largos dedos acercarse, en ademán de agarrarme, y me desperté y me abracé a la bolsa con fuerza, sin importarme las espinas que se me clavaban a través de la tela. No. No pienso hacerlo. Entonces los oí reír, voces agudas, voces graves, y oí el chapoteo de sus colas mientras daban vueltas a la barca. Y se fueron, dejándome a merced de viento y agua.
Supongo que aquella tarde estuve a punto de ahogarme. Aunque estaba enferma y cansada, en aquel momento el peligro no parecía importante. Al cabo de un rato, el cielo se oscureció y los rayos partieron en dos la oscuridad como si fueran grandes y blancas lanzas arrojadas con tremenda fuerza a la tierra. Cayó un aguacero y el bote se llenó de agua por la mitad. Me agarré con ambas manos para mantenerme en equilibrio y comprendí que hundirme era sólo una cuestión de tiempo. También comprendí que no duraría demasiado en el agua. El lago hacía mucho que se había convertido en el cauce estrecho de un río y la orilla estaba más cerca; un relámpago iluminó los muros de roca y los macizos bajos de arbustos. Estábamos más allá de los límites del bosque, en campo abierto. Aquí y allí veía agujeros en las rocas y pequeñas prolongaciones de las márgenes por las que hubiera podido trepar hasta la orilla de haber tenido la fuerza. Busqué a tientas la pértiga, con la esperanza de guiar la embarcación hasta lugar seguro, pues era posible que estuviera en aguas menos profundas. Pero mi mente no parecía capaz de dirigir mis manos y la pértiga se me escurrió y cayó al agua, pronto quedó lejos de mi alcance. Estaba demasiado débil para nadar tras ella, no digamos llegar a la orilla. Y si no me ahogaba, el frío acabaría conmigo antes de que llegara la mañana. Tenía fiebre pero no podía sentir su rigor, pero la curandera que había en mí sabía que aquel calor era engañoso y que podía helarme hasta morir aun sintiéndome arder.
Las nubes de tormentas se abrieron brevemente y apareció la luna. Una luz pálida se extendió de repente sobre el oleaje. También había luz en la orilla y, un momento más tarde, la voz de un hombre, que gritaba.
—¡Oye! ¿Qué es eso?
Y otra:
—Ahí… ¡Mira! ¡Hay alguien! Creo que es una chica.
Soplaba el viento y me echaba el pelo sobre los ojos. El bote flotaba lejos de la orilla otra vez. Miré hacia la pequeña luz. Había dos hombres, uno llevaba una especie de linterna, el otro se quitaba la camisa y se lanzaba al agua, después se dirigió hacia mí, nadando en medio de la tormenta.
—¡Estás loco! —le gritó el otro desde atrás. Se estaba acercando. A pesar de viento y corriente, su poderoso cuerpo, blanco a la luz de la luna, se desplazaba con determinación y en línea recta hacia mí. Era un hombre grande y se movía con fiera determinación. Mi cuerpo se tensó de miedo y, de repente, la idea de caerme por la borda, de ahogarme en el agua y abandonar este mundo pareció estupenda, lo único razonable que podía hacer. Agarré la bolsa con ambas manos y me puse en pie tambaleándome. El viento hizo el resto por mí, inclinó la barca, que se llenó de agua y se hundió. El agua se cerró sobre mi cabeza.
Durante un largo instante el frío fue una bendición, el deseo de olvidar suficientemente fuerte como para borrarlo todo. Entonces mis pulmones imploraron aire y mi espíritu dijo: No. Aún no. Y yo salí a la superficie, ahogándome, buscando aire, temblando aterrorizada. Llegó con las últimas brazadas y me agarró por el pecho con un par de brazos de hierro. No podía gritar, pero me resistí tanto como pude, arañando y pegando patadas con lo último que me quedaba de fuerza.
—Deja de pegarme, insensata —espetó, y me echó una manaza a la boca, me puso de espaldas y tiró de mí hasta la orilla. Le mordí. Maldijo, con una palabra que sólo había escuchado una vez antes, pues la lengua que usaba era la de los britanos. Aflojó lo suficiente para volver a escaparme bajo el agua e intenté irme nadando, evadirlo de algún modo, pero se me llenó la nariz de agua y sentí el dolor al entrarme en el pecho, entonces él me agarró por el pelo y yo me sentí inexorablemente remolcada hasta la orilla, sujeta por una fuerza demasiado poderosa para liberarme. Lloraba y moqueaba, estaba tan asustada, esta vez, que deseaba con todo mi corazón haberme ahogado.
Llegamos a la orilla y allí se me echó al hombro, con muy poca ceremonia, como si fuera un trofeo de caza.
—Burro —comentó su compañero. Ambos empezaron a caminar entre los arbustos, a alejarse del agua. Reparé en que llevaba mi bolsa en la mano. Ambos portaban cuchillos en los cintos. Pensé que agarraría uno cuando pararan para dejarme en el suelo. Antes de permitir que me hicieran algo, me mataría. ¿Pues qué otro motivo podían tener hombres como aquéllos para rescatarme del agua si no era para usar mi cuerpo y luego abandonarme? Pero no les dejaría poseerme, esta vez no. Los detendría fuera como fuera.
Pero cuando llegamos a un lugar resguardado bajo un muro de piedra y vi que había un tercer hombre esperándolos allí en la oscuridad, no me quedaron fuerzas para protegerme y me quedé indefensa en el sitio en que me depositó. Habían bajado la intensidad del farol, pero vi que eran britanos y que iban vestidos para viajar a campo traviesa con discreción y rapidez.
—Tendremos que encender una hoguera. —Esa era la voz del que me había rescatado.
—Estás loco —dijo el otro, el que llevaba el farol—. ¿Y qué pasa con Barbarroja y sus hombres? No pueden estar demasiado lejos.
—Ya le has oído. Enciende una hoguera. —Ése era el tercer hombre, que parecía algo mayor que los otros. Yo sólo me atrevía a entreabrir los ojos—. Una hoguera pequeña. Esta tormenta debería mantener alejados a nuestros perseguidores hasta el alba. Para entonces ya estaremos lejos.
Oí a alguien manipular el farol y poco después un suave crepitar. Se extendió un resplandor y la luz anaranjada iluminó sus adustos rostros. Hablaban entre ellos en voz baja y, al cabo de un rato, conseguí ponerles nombres. El más mayor era John; el que llevaba el farol, joven, rubio, se llamaba Ben. Y en cuanto al alto, el que me había pescado del río, parecía llamarse Rojo, por improbable que sonara. Ahora investigaba mi bolsa. Cerré los ojos e intenté dejar de temblar.
—Se agarraba a eso que no veas. ¿Qué tiene dentro, las joyas de la familia?
No hubo respuesta. Al rato abrí los ojos un poco. Rojo cerraba la solapa de la bolsa.
—No mucho —dijo. Su voz sonaba rara. Él también parecía raro, su rostro se enfocaba y se desenfocaba mientras se inclinaba sobre mí. Apreté los dientes con repugnancia.
—Me parece que está enferma. Trae, dame tu capa, Ben.
—Oye, que hace frío. ¿Y yo qué? —Se quejó, pero se la dio y yo sentí su calor envolverme. La mano del hombre me tocó el hombro y yo me estremecí, ahogando un grito. Por un momento lo miré a los ojos, azules y con expresión desconcertada. Fruncía el entrecejo.
—Tranquila —dijo—. Tranquila, muchacha —como si le hablara a un caballo nervioso, a un perro medio salvaje. Ahora, pensé. Ahora me agarrarán y yo… y yo… No fui capaz de continuar, pues eran tres, todos armados y todos mucho más grandes y fuertes que aquellos otros. Éstos eran viajeros endurecidos. No tenía ninguna oportunidad. Pero sí dientes y uñas afilados, y los utilizaría hasta que no me quedaran fuerzas.
—Quítate la ropa —dijo Rojo, y mi cuerpo se enroscó sobre sí mismo por el terror. Noté que me echaba a temblar. Mi corazón desbocado medía el silencio. ¿Cuánto tardarían en ponerme sus asquerosas manos encima? ¿Cuánto tiempo podría ahogar el grito ultrajado que anidaba en mi garganta?
—¿Qué te pasa? —Sonaba exasperado—. Toma. —Me tendía algo. Ben habló.
—No te entiende, Rojo. Después de todo, es una autóctona y de las cortitas, por lo que parece.
—Probablemente le hayan hecho daño antes —intervino el más mayor—. Le aterroriza que te acerques a ella. Dale la ropa y apártate. No parece tener mucho sentido hablar con ella, dudo de que tenga seso para entenderte, por no hablar del idioma. Tienes que demostrarle que no quieres hacerle daño.
Mi salvador alzó las cejas y dejó lo que llevaba en el suelo junto a mí. Después los tres se apartaron hasta el límite del saliente y, tras intercambiar miradas, se dieron la vuelta.
—Esto es una estupidez —dijo Ben dándome la espalda—. ¿Quién es ésta, una princesa de sangre azul? En primer lugar, es una bárbara; en segundo, es tan lista como un pedazo de corcho, y en tercero, tenemos a los hombres de Barbarroja detrás de nuestros talones y armados hasta los dientes y aquí estamos los tres observando las sutilezas de la modestia femenina. Me parece que este bicho del bosque os ha sorbido el seso.
—Cállate, Ben —dijo Rojo, y su compañero le obedeció.
Reparé en que me habían dado una camisa más bien grande de tejido basto y un cinturón para sujetármela. Olía a sudor, pero estaba seca. También había algún tipo de ropa interior.
Rojo me miró por encima del hombro.
—Se supone que te tienes que quitar la ropa mojada y ponerte eso encima —dijo, pero estaba claro que no esperaba que lo entendiera. Se dio la vuelta y me escenificó la acción mientras lo miraba.
A lo mejor, pensé, en realidad no querían hacerme daño. En cualquier caso, tenía poco que perder. Notaba que la fiebre se apoderaba de mí, ardía. Me quedaba suficiente sentido común para comprender que la ropa seca me iría bien. Rojo volvió a darse la vuelta.
—¿Por qué molestarse en hablar con ella? —preguntó Ben. Parecía varios años más joven que su amigo, posiblemente justo lo suficientemente mayor para embarcarse en una expedición de ese tipo, fuera del tipo que fuera. Si eran de verdad britanos, estaban bastante lejos de casa—. Sólo hay que mirarla para darse cuenta de que no está entera. Tendrías tus motivos para venir aquí, pero hasta tú tendrás que admitir que ha sido una pérdida de tiempo. Y ahora arriesgamos nuestra última oportunidad de escapar por una chica medio lela. Ésta es la última vez que me embarcas en uno de tus disparates.
—Dices disparates cuando estás caliente —dijo John—. Pero la próxima vez que te lo pida, volverás a ir con él. Y ahora cállate la boca, no vaya a ser que salgamos de la sartén para caer en las brasas.
Y mientras discutían, me las apañé, con el corazón en la boca, para quitarme la túnica empapada y meterme en las prendas secas, atándome la enorme camisa tan bien como pude alrededor de la cintura. El cinturón me daba dos vueltas y aún estaba suelto.
La discusión, en sí, llegó a su fin. Los tres se dieron la vuelta y me observaron con atención mientras me sentaba, aún temblando, junto a la pequeña hoguera. El más viejo parecía divertido. Supongo que mi aspecto era algo estrafalario.
—Bueno, de momento vamos tirando —dijo Rojo, cuya expresión, por su parte, no dejaba entrever nada—. Ponte también la capa. —No di señales de entender. La cogió y me la puso por encima de los hombros. Me estremecí cuando me acercó las manos, pero agradecí el calor y me arrebujé dentro.
—Bien —dijo—. Ahora descansa. Descansa. —Señaló el suelo junto al fuego y me hizo un gesto de dormir con las manos. Eso me pareció, de repente, una idea de lo más razonable, así que me tumbé, aún temblando, y pronto sucumbí a un duermevela enfebrecido durante el que me llegaron retazos de sus voces quedas.
—Estás loco, Rojo. Tenemos menos de un día para llegar hasta donde nos espera el barco. ¿Qué se supone que vamos a hacer con ella? —Ése era Ben, el que sostenía el farol desde la orilla.
—En cualquier caso, no dejarla que se ahogara —repuso John—. Se las apañará bien por la mañana, si le dejamos una manta.
—Me pregunto qué estaría haciendo allí en medio. Vaya tiempo para pescar, desde luego —comentó Ben.
—Éstas son gentes extrañas —prosiguió el hombre mayor—. He oído decir que a veces dejan a la deriva a los suyos, como castigo. Puede que esta chica ofendiera a alguien.
—Se habría ahogado.
El que llamaban Rojo parecía un hombre de pocas palabras. En ese momento hablaba, en voz más baja que sus compañeros.
—Tiene fiebre. Más que eso, está muerta de miedo.
—Bueno, debería —dijo Ben—. Es una de ellos, ¿no? Eso nos convierte en enemigos. A lo mejor espera el tipo de trato que los suyos dispensan a los que no les gustan.
—No ha hablado —observó John—. Ni emitido sonido alguno. A lo mejor no es que no le lleguen las entendederas sino que es muda, o sorda. Parece medio salvaje. Igual la ha abandonado su propia gente, al ver que tenía una deficiencia para que se las apañe por su cuenta. Yo no me preocuparía demasiado por ella, Rojo. Has hecho tu buena obra. Se recuperará.
Durante un rato reinó el silencio. Compartían una botella de agua y unas tiras de carne seca. Me habían dejado cerca una ración, pero yo no podía ni tocar la ternera salada y sólo bebí un sorbo de la copa. Entonces Rojo se ofreció voluntario para montar guardia y apagaron el farol. Los otros se envolvieron en las mantas y pronto se quedaron dormidos. Parecían llevar mucho tiempo en camino y sabían hacer las cosas con cuidado y en silencio. Pero estaba claro que sobre todo tenían que poner cuidado ahora que yo estaba allí.
* * *
Sorprendentemente, debí de dormir algún tiempo. Me desperté sobresaltada antes del alba, con el corazón en la boca, a causa de algún sueño indescriptible. Incluso en sueños tenía que reprimir palabras o sonidos, pero el britano me vio saltar y se incorporó. Supongo que mi rostro reflejaba los demonios que aún acechaban en los límites de mi conciencia. Se quedó allí sentado, quieto, junto al leve resplandor de las ascuas, observándome. Ahora veía de dónde le venía el nombre Rojo. Tenía el pelo despiadadamente corto, pero la hoguera le iluminaba tanto éste como la barba de pocos días y eran del rojo dorado del sol de otoño sobre las hojas de los robles. Su rostro era formidable, aunque él era joven, quizá no mucho mayor que Liam. La nariz era larga y recta, la mandíbula firme, la boca ancha y de labios finos. No era un hombre que se querría de enemigo. Más allá, sus dos compañeros aún dormían, hechos un capullo dentro de las mantas. Parecía haber asumido más de una guardia para dejarlos descansar. El saliente de la roca nos había mantenido secos; fuera la tormenta había amainado y sólo se oía el gotear del agua entre las piedras.
Me abracé a mí misma, agarrando la capa con ambas manos. Sentía la cabeza algo más despejada y la pesadilla se iba retirando. A lo mejor tenía suficiente fuerza para salir corriendo. A lo mejor, cuando me diera la espalda, podría escabullirme en silencio. Les encantaría deshacerse de mí. Parecía esencial la velocidad y, a juzgar por su aspecto, aquel enorme joven preferiría no tenerme cerca y así ralentizar la expedición, adondequiera que fuesen. Sin duda ya se estaba arrepintiendo de haberme pescado del lago. Pensaba a toda velocidad, intentando calcular cuántos pasos me llevaría salir y llegar a los arbustos. Entonces habló, sobresaltándome.
—Tendrías que comer algo. Y beber.
Me quedé quieta. Me parecía sensato no revelar que los entendía. Si me consideraban una especie de chica salvaje de los bosques, la tonta del pueblo, estaría más segura. No sería tan buen trofeo, ni valdría el precio de un rehén. Después de todo, era la hija de mi padre.
—Mmmm. —Me observó mientras me incorporaba, acurrucada en la semioscuridad. Después lo volvió a intentar, acallando su voz para no despertar a los otros—. Tú, ¿comida, agua? —Parecía que había aprendido algunas palabras en nuestra lengua. Tenía un acento graciosísimo. Lo miré y me tendió una taza. Me alejé de él, pues por amables que fueran sus palabras, era un hombre, muy alto y ancho de hombros, suficientemente grande y fuerte para hacerme lo que quisiera. Me había bajado la fiebre, pero no parecía capaz de parar de temblar.
Me dejó la taza junto al suelo y se retiró. Cuando seguí sin moverme, lo volvió a intentar.
—Tú…, agua —repitió—. A menos —y proseguía en su propia lengua— que te sientas como yo, que ya te has bebido la mitad del lago. Por poco me ahogas.
Por un instante, me asaltó una curiosa sensación, como si se estuviera repitiendo una escena de mi vida que ya había tenido lugar hacía mucho, pero sutilmente cambiada. Después desapareció, y yo recogí la taza, molesta por la manera en que me temblaba la mano, y bebí.
Y tenía razón, me hizo sentir mejor.
—Bien —dijo, sin apartar su atenta mirada de mí.
Volví a beber, la mano algo más firme. En un minuto intentaría ponerme en pie. Ver si podía caminar. Si podía correr, justo lo suficiente para escapar. Pues los britanos tenían su propia misión desesperada. No perderían el tiempo buscándome, más bien les aliviaría deshacerse de su inesperada carga. Entonces haría… en ese momento la cadena de pensamiento se detuvo. Estaba en territorio desconocido, sin ropa adecuada, sin comida, herramientas ni ayuda de ningún tipo. Y si lo había entendido bien, una banda de hombres peligrosos y armados se nos venía encima en cuanto rompiera el alba. Habían dicho Barbarroja. ¿Podría ser Seamus Barbarroja, el padre de Eilis? ¿Qué pasaría si yo estaba allí y me encontraban? Había hombres que podían reconocerme, incluso aunque hubieran pasado casi dos años. ¿Y entonces qué? No podía soportar pensarlo. Regresaría inmediatamente a casa de mi padre, y a la dama Oonagh. El pensamiento hizo que se me estremeciera la carne. Ese camino estaba plagado de oscuridad y muerte, para mí y mis hermanos. Estaba en peligro tanto con los britanos como con los perseguidores. Tenía que huir.
—Venga. Come. —El britano me tendió una tira de carne seca, como si fuera un perro nervioso. Sacudí la cabeza—. Come —repitió con mirada de desaprobación. Tenía los ojos tan azules como el hielo, tan azules como el cielo en una mañana escarchada de invierno. Estaba hambrienta, pero no tanto como para poder digerir carne. Y entonces metió la carne en la bolsa donde parecían guardar sus raciones de viaje, quizá buscando alguna otra cosa, y sus ojos se apartaron de mí apenas un instante. Me moví deprisa y en silencio, usando todas las habilidades de que disponía. Arriba, salto, por debajo del saliente, fuera…
Su mano salió disparada con tanta rapidez que apenas la vi. Me agarró del brazo y me hizo daño, me obligó a arrodillarme a su lado. Me tragué un grito de frustración y miedo.
—Me parece a mí que no. —Ni siquiera levantó la voz. Los otros seguían durmiendo. No aflojó, sabía cómo utilizar fuerza mínima para ejercer daño máximo, eso estaba claro. Me acercó a él, demasiado para estar cómoda, pues olía su sudor y su ira, sentía su aliento en mi cara y veía el frío en sus ojos. Su fuerza y rapidez me alarmaron; ¿cómo se me había ocurrido que podía escapar? Desde luego la fiebre me había vuelto tonta. Pero yo también estaba enfadada. ¿A qué estaba jugando? ¿Por qué me retenía, cuando tenían que desplazarse con rapidez y sin estorbos?
Apenas se movió de donde estaba sentado, salvo para aferrarme el brazo y sujetarme. Se me hincaron sus dedos en la carne. Tenía unas manos enormes. Casi ni podía sofocar un gemido de dolor y cedió algo, pero no demasiado.
—Maldita seas —dijo, aún con aquella voz tranquila y queda—. Llevo más de tres lunas en este país perdido de Dios en busca de respuestas. He viajado a los lugares más extraños de la tierra, he seguido todas las pistas, he mirado debajo de cada piedra de las narices. He arriesgado las vidas de mis amigos. ¿Y para qué? Hambre, frío y cuchillos en la noche. No hay ninguna verdad en esta isla tuya. O más bien, hay tantas como estrellas en el cielo; todas y cada una diferentes.
Me quedé patidifusa. Fuera lo que fuera, lo que esperaba que dijese, no era esto.
—Juraría que me entiendes —dijo mirándome directamente a los ojos—. Pero ¿cómo es posible?
¿Qué me había dicho Conor una vez sobre mí y sobre Finbar? Son los dos como libros abiertos… les brillan los pensamientos como un faro en los ojos… Esperaba que el britano no me leyera también. Empezaba a hacerse de día; oí a sus compañeros desperezarse.
—Quieres marcharte —afirmó—. Ni siquiera me lo puedo imaginar, pero supongo que tendrás algún refugio por aquí. A lo mejor a esconderte hasta que lleguen tus paisanos, quizás esperes ver cómo nos hacen pedazos. Yo no te considero uno de nuestros enemigos, no cuando impedí que te ahogaras. Puede que seas una inocente, como piensan mis amigos, demasiado simple para ser peligrosa. —Intenté soltarme—. No —dijo sin emoción—. Tres lunas sin respuestas, y ahora, el último día, el último de todos, encuentro la primera pieza del puzzle. ¿Y quién tengo para que me la explique? Una chica que no puede hablar o no piensa hacerlo. ¿Ves esto? —Se metió la mano en el bolsillo y, por primera vez, detecté en su voz una nota más allá del tono coloquial—. Dime. ¿De dónde has sacado esto?
Y allí estaba. La pequeña talla de Simon, el pequeño roble dentro del círculo protector y las dos líneas onduladas, que podrían o no ser agua. Nada de interés en mi bolsa, les había dicho a sus amigos. Casi nada. Eso ya había sido bastante raro, cualquiera habría dicho que las camisas de estrellada merecían algún otro comentario. Porque era ese objeto lo que le había llamado la atención.
—Dime —dijo—. ¿Quién te ha dado esto?
Y entonces me asustó de verdad. Aparté toda expresión de mi rostro. No pienses en nada. Que no sepa nada. Era una suerte que mantuviera un voto de silencio. No era ninguna mentirosa. Pero la verdad sonaba fatal. Me lo dio uno de los tuyos. Fue torturado en casa de mi padre, y el hierro candente lo condujo a las puertas de la muerte. Pero más cerca de la locura. Lo salvamos, intentamos ayudarle y se estaba poniendo mejor, cuando…, cuando lo dejé solo en el momento en que más me necesitaba. Se quedó en el bosque sin medios para sobrevivir. Ahora los helechos deben de cubrir sus blancos huesos, en algún lugar bajo los grandes robles. Los pájaros arrancan sus cabellos dorados para construir sus nidos y sus ojos vacíos miran para siempre las estrellas. Ésa era la verdad.
—Maldita seas —repitió—. ¿Por qué no hablas? Obtendré una respuesta antes de dejarte ir. —Y entonces los otros se despertaron, se levantaron en silencio, enrollaron las camas y escondieron el equipo, comprobaron las armas y se prepararon para partir rápidamente. Y yo pensé: Pues vas a tener que esperar bastante. Tendrás que esperar hasta que estén tejidas y cosidas las seis camisas de estrellada; hasta el día en que regresen mis hermanos, yo les ponga las camisas y se rompa el hechizo. Hasta ese día, no oirás una respuesta de mis labios. Y ningún hombre tiene paciencia para esperar tanto.
En la luz grisácea que precede al alba, los observé prepararse y me maravillé por el entendimiento silencioso que fluía entre ellos, que hablaba de largos días y noches en el campo y en marcha. No sabía qué eran o adónde se dirigían. A lo mejor eran espías, como aquellos que mi padre capturaba y metía en su cámara secreta, o pudieran ser mercenarios contratados. Sus rostros en alerta, sus cuerpos curtidos, el equipo ligero y las armas cuidadosamente atendidas hablaban de una larga experiencia y una determinación dedicada.
Pronto estuvieron listos, hasta encontraron tiempo para dejarme unos momentos de intimidad para atender a las necesidades del cuerpo. Ahora sabía que no debía intentar escaparme. Me alcanzaría, fuera a donde fuese. Me superaría, hiciera lo que hiciese. Por el momento. Cuando regresé de mis abluciones hablaban en voz baja.
—… no se discute. Si Rojo dice que nos la llevamos, nos la llevamos. Iremos lentos, mejor que nos marchemos ahora y recorramos tanto terreno como podamos antes de que se haga de día.
Ben estaba encolerizado; las palabras le salían como entre dientes, pues todos hablaban en voz muy baja. Supuse que los hombres que los buscaban debían de andar cerca.
—¡Es una completa locura! Olvídate de la chica, se las apañará aquí y, si no, ¿qué pasa? Los de su raza son poco más que salvajes, asesinos todos. ¿Cuántos buenos hombres se han perdido en esos bosques del demonio o han regresado como fantasmas de lo que eran? No sé qué impulso caballeroso te ha entrado, Rojo, pero sé que no voy a arriesgar el culo por ella. Y en cuanto a ti, John, se te han podrido los sesos para permitirle que se la lleve. Es una majadería.
Rojo no le hizo ni caso, se echó el petate a la espalda y me tendió una mano.
—Venga —dijo mientras chasqueaba los dedos, y yo me quedé mirándolo. No iba a dejarme tratar como un perro, que seguía a su amo adonde se le antojara—. Ven. —Y esta vez me cogió del brazo, donde me había hecho daño, y yo me tragué el aliento.
—Tiene unos cuantos moratones —comentó John—. Espero que sepas lo que estás haciendo, Rojo.
Rojo se quedó mirándolo.
—Lo sé —respondió—. Ahora nos separamos, y mi buen amigo no se quejará de que la chica lo retrasa. Vosotros dos tomaréis nuestro camino original de vuelta a la cala. Tendríais que poder ganarles terreno si os marcháis ahora y la barca debería estar lista para recogeros antes de que lleguen. Con suerte.
—¿Y tú qué? —preguntó Ben.
—Yo cogeré a la chica, daré la vuelta por los acantilados y bajaré por el camino entre los riscos. Puede que sea más peligroso, pero es más directo. Es más probable que os sigan a vosotros, creo. Bordearé el río hasta donde pueda. Si no llego a tiempo, no me esperéis. Cruzad a puerto seguro, os veré en el priorato.
—¿Cómo? —preguntó John rascándose la cabeza. Pero no hubo respuesta y nadie iba a discutir. Así parecían funcionar las cosas. Rojo tomaba las decisiones y los otros las aceptaban, incluso cuando, como parecía, eran insensatas a más no poder. ¿Cómo podía ser el jefe un hombre que se comportaba de manera tan impredecible, que tomaba decisiones tan peregrinas? Liam habría consultado a sus hombres y habría llegado a un acuerdo razonable. Aquí no había más discusión. Ben y John se echaron al hombro los petates y desaparecieron entre los arbustos, en silencio, y Rojo me cogió de la muñeca y tiró de mí, arrastrándome camino abajo hasta el río. Yo me resistí, tiré lo suficientemente fuerte para que se diera la vuelta, exasperado.
—Así no vamos a llegar muy lejos —dijo—. Tengo… —Vio lo que estaba señalando. Mi bolsa, con su cargamento de estrellada, aún estaba donde la había dejado bajo el saliente, junto a los restos asfixiados de la pequeña hoguera—. Está bien —dijo, y la recogió y me la lanzó—. Pero la llevas tú.
Fue una mañana larga y desesperada. Intenté mantener su paso, pero sabía que lo retrasaba. El camino no era fácil, especialmente cuando empezamos a subir y la tierra se convirtió en una cresta empinada, el precario camino atravesaba roca, pedregales y matorrales, y subía mucho más arriba que el curso sinuoso del río. El lago y el bosque quedaron atrás, detrás de nosotros a medida que avanzábamos en dirección este y algo al norte. El sol subía constante por el cielo. Había hecho más de una excursión por el bosque con mis hermanos, había pasado la noche fuera, viviendo salvaje durante un día o dos. Era veloz, sabía cómo moverme en los bosques y escoger un camino. Pero esto era diferente. Para empezar, estaba mucho más débil de lo que pensaba y descubrí que debía detenerme cada vez más y más a menudo para tomar aire antes de proseguir. No tenía zapatos. Duros como eran mis pies, me hice cortes con las rocas y me empezaron a sangrar. Rojo me hizo pocas concesiones, aparte de agarrarme por la muñeca o el brazo para tirar de mí o esperarme en silencio hasta que lo alcanzaba. Tenía una expresión sombría. Se arrepentía de su decisión, pensé, y no era de extrañar. Llevaba agua en un pellejo y la compartió conmigo. El sol se alzó más alto, con la promesa de un día cálido. Cruzamos el río, o más bien, él lo cruzó, por un vado donde el agua le llegaba a la cintura y conmigo cargada al hombro. Cuando llegamos a la otra orilla, me tiró sobre una roca plana.
—Bueno, de momento no nos quejamos —dijo y se puso en cuclillas a mi lado de modo que sus ojos quedaron a la altura de los míos. Me examinó de cerca. La mirada azul claro era sagaz—. Siguen suficientemente lejos —prosiguió—. Pero no mucho. Han dividido sus fuerzas, creo.
¿Puedes seguir? —Intenté no demostrar que lo entendía. No era fácil. Me dolían los pies y mi cabeza volvía a sentirse confusa. Con todo, sabía que no había otra opción que proseguir—. Hombres —me dijo, intentándolo con el idioma que sabía que entendería—. Hombres malos. Tú, yo, ¿ir? —Gesticuló para transmitir el mensaje y por poco me echo a reír, a pesar de la gravedad de la situación. Me contuve, decidida a no demostrar debilidad ni ninguna otra emoción. Me planteé vagamente qué camino se esperaba que tomara cuando la Dama del Bosque me envió al lago y me alejó de la floresta. ¿Qué había hecho mal? Pues éste, sin duda, era el camino equivocado, hacia el este, siempre hacia el este con la cabeza martilleándome y los pies ensangrentados, y un extraño de rostro adusto por toda compañía. ¿Cómo me encontrarían mis hermanos, tan lejos de casa?
Volví a mirar a Rojo. Estudiaba mis pies, después mis manos, y tenía una expresión bastante curiosa. De burla, pensé; pero una burla no dirigida a mí, sino hacia sí.
—Eres decidida, ¿eh? —dijo, y dejó el petate en el suelo y rebuscó en él. Sacó una vieja prenda de hilo que empezó a cortar en tiras, mientras sujetaba una esquina entre los dientes fuertes y blancos—. Pero estos pies ya han tenido suficiente por hoy. A ver. —Sus manos trabajaban con destreza mientras me vendaban los pies con tiras de paño y las ataban perfectamente. No se le daba mal, yo no lo habría hecho mejor. Le dejé hacer, agradecida por el breve descanso. No importaba que los vendajes no fueran a aguantar la caminata. Supuse que tenía buena intención. Después de todo, si yo no podía recorrer la distancia, él tampoco. A menos que me dejara atrás—. Bien —dijo—. Y ahora tienes que comer algo, y después terminaremos el viaje. Ahí crecen manzanas, ¿las has visto? Parece que aquí maduran pronto. Puede que te gusten más que nuestras raciones. —Y manzanas eran, verdes pequeñitas, con un rubor rosado. Redondas y perfectas. Cogió una y me la partió cuidadosamente, con un cuchillo pequeño y letal—. Toma —me dijo, ofreciéndome una porción. La cogí, bastante fascinada. Desde luego que habían madurado antes de tiempo, algo bastante raro. Había varios árboles en aquel lugar resguardado, pero sólo uno parecía tener frutos listos para comer. Los de los otros eran duros y verdes. Hay muchos relatos en nuestra tierra que contienen manzanas; son las frutas de la hadas y habían sido usadas en más de una ocasión para tentar a los hombres y mujeres mortales para quedarse bajo la colina mucho más de lo que les convenía. Las manzanas eran una prenda de amor, de promesa. Estaba claro que Rojo jamás había aprendido qué significaba que un hombre compartiera una manzana con una joven. Quizá, pensé, con los britanos no funcionaba. Además estaba hambrienta y quedaba mucho camino por delante. Así que cogí su regalo y me lo comí, y otro trozo más, y era lo mejor que había probado nunca. Cuando terminamos, me levanté para seguir, pero Rojo me detuvo.
—No —dijo—. Así será más rápido. —Me cogió en sus brazos como una niña pequeña—. Tendrás que sujetarte —dijo—. No te preocupes, no muerdo.
Era una carrera perdida desde el principio. A lo mejor, si hubiera tenido razón y los perseguidores hubieran ido tras sus dos compañeros, nos habría dado tiempo a ponernos a salvo. El britano proseguía incansable, parecía no pesarle en absoluto, me bajaba para escalar un muro, me estiraba por un brazo mientras él se sujetaba por el otro, o me ayudaba a dar la vuelta a un saliente o a bajar por un terraplén. Pero pronto se hizo evidente que se nos acercaban. Yo no sabía cuánto nos quedaba. En el aire había un olor húmedo y fresco que sugería una gran extensión de agua, hacia donde se dirigían muchos pájaros. Atravesamos matorrales de serbales y las zarzas nos rasgaron la ropa, ramas y espinas nos arañaron y azotaron rostros y brazos. Íbamos a buen paso; sentí el latir constante del britano cuando empezó a correr ligero bajo los árboles. Maldecía entre dientes. Y oí el innegable sonido de numerosas botas aplastar hojas a nuestra derecha, a nuestra izquierda y detrás de nosotros, y el silbido de una flecha que pasó por encima de su hombro para alojarse, zumbando, en el tronco de un majestuoso serbal cargado de serbas. El britano susurró un juramento y me dejó al suelo.
—Corre —me dijo y sacó su espada corta y arrimó la espalda al árbol—. ¡Vete, corre! —Hizo un ademán brusco con el brazo, quería que siguiera sola mientras él peleaba con ellos—. ¡Venga, vete, maldita sea! —Pero no me pude mover y después ya fue demasiado tarde. Nos rodeaban completamente, salían de bajo cubierto, hombres con la armadura de batalla que llevaban mis hermanos, hombres con los rostros largos e inteligentes y el pelo moreno rizado de mi propia gente. Hombres con odio y venganza escritos en los ojos. Uno recargaba un arco largo; los otros habían desenvainado. Se tomaron su tiempo.
—Hay un cuchillo en mi bota izquierda —murmuró Rojo y se pasaba la espada de mano a mano—. Cógelo. Úsalo. Y corre si puedes. —Lo agarré y él me miró de pronto antes de adelantarse y empujarme detrás de él, y el primero de nuestros atacantes cargó, gritando y blandiendo su espada con una maniobra que conocía bien de haberla visto en el patio de prácticas de nuestra casa. Mis hermanos habrían respondido agachándose y asestando un tajo a las rodillas de su oponente. Rojo no se agachó. En cambio, su bota salió disparada y desarmó a su contrincante, y él recogió diestramente la espada con la otra mano. En un instante, pareció, apartó al hombre tambaleándose y con la manga derecha manchada de sangre.
Se agruparon en semicírculo, no demasiado cerca. Entre ellos había hombres que había visto antes, en la mesa de mi padre. Me oculté tras Rojo, en la medida en que me fue posible.
—No pelea mal —dijo uno—. El muy cabrón no pelea mal. ¿Quién va ahora?
Fue como uno de los cuentos de Cu Chulainn, cuando su hijo va a la guerra. Lo que yo no sabía es que los hombres seguían jugando a aquellos juegos mortales. Una especie de combate uno a uno, por turnos con el intruso, hasta que lo derrotaban o recibían bastante y se lanzaban todos a acabar con él. Podía ser una manera muy lenta de morir.
—Yo me lo cargo —dijo otro levantando la espada—. Mi hermano murió en una emboscada en Ardruan; ay, y también muchos de mis mejores amigos. Que pague con sangre por la sangre que allí se derramó. —El arquero dio un paso atrás, con el arco tenso; estaba claro que aunque prefirieran intentarlo por turnos con el britano, sólo podía haber un resultado. El segundo hombre se dispuso a presentar batalla; era más hábil que el primero y su táctica era clara: sacar a Rojo de cubierto, apartarlo del serbal hasta una posición más vulnerable. Pero Rojo le sacaba ventaja tanto en peso como en altura y tampoco era manco con la espada. Además, tenía los pies bastante ágiles, para un hombre tan grande, y el entrechocar de espadas y el sonido de la respiración fatigada prosiguió algún tiempo. Los hombres que lo observaban comentaban la jugada; se burlaban del suyo cuando cometía un error y la hoja de Rojo dibujaba una línea escarlata en la mejilla; al britano lo insultaban. Lo acusaron de las acciones más viles. Como deporte resultaba bastante cruel.
Rojo luchaba sin decir una palabra, aparentemente sin cansarse. Supuse que entendía el significado, si no las palabras. Su silencio, creo, ponía nervioso a su oponente, hasta que por un instante apartó los ojos del britano. Ese instante fue suficiente; y la espada de Rojo le propinó un cintarazo en el antebrazo, el brazo quedó de repente inutilizado. Probablemente roto.
—Cabrón —silbó entre dientes apretados—. Peleas sucio, como toda tu gente. —El resto se cernió sobre nosotros, y de repente fueron cuatro o cinco contra uno y el caos se hizo a mi alrededor. Rojo me había mantenido detrás de él, pero lo obligaban a girar de un lado a otro, pues atacaban sin descanso. Atrás, el arquero esperaba, en silencio. Aguantaba el pequeño cuchillo en la mano, preguntándome si encontraría fuerzas para usarlo, si tendría la oportunidad. Los cuerpos caían al suelo, se oían quejas y maldiciones, y vi que al menos un hombre estaba muerto, pues tenía la cabeza en un ángulo harto improbable. Rojo se había apartado del árbol y giraba entre sus oponentes. Era ya cuestión de segundos.
—¡Corre! —gritó sin mirarme—. ¡Corre, maldita seas! —Entonces uno de los hombres le asestó un golpe y él lo detuvo, y al mismo tiempo otro lo atacó por abajo y un tercero por detrás, y él perdió el aliento con un bufido cuando su espada cayó al suelo. Yo sentí que me agarraban por el hombro, y por el pelo, y cuando me dieron la vuelta me encontré cara a cara con uno de los hombres de Seamus.
—Yo te conozco —dijo lentamente—. Te conozco de algún sitio, estoy seguro. ¿Qué está haciendo una buena chica como tú aquí en el quinto pino con un engendro britano? ¿Eh? O a lo mejor no es tan buena chica. ¿Le vendes secretos junto con tu cuerpo? Veremos qué tiene que decir mi señor a eso. —Me tiró del pelo y me hizo daño.
—Espera —dijo uno de los otros—. ¿No es… no, no puede ser? Murió. Hace dos años o más. No puede ser ella.
—¿Quieres decir…?
—Pero sí es ella. Mira esos ojos verdes. Como los de un gato. Es ella.
—Átala. Nos la llevaremos.
—¿Prisionera? Podrías meterte en problemas por eso. Sabes de quién es hija. Y también sabes cómo es Liam. Piensa en lo que te harían sus hermanos si lo supieran. Es de los nuestros.
—Si vuelven, que me extrañaría. Además, ¿por qué está con él? Átala.
Cuando el hombre fue a por mis muñecas, con la cuerda en la mano, clavé el cuchillo hacia arriba, él escupió un juramento y me soltó. Se le llenaron las manos de sangre. Atacaban a Rojo por todos los flancos; parecía tener problemas para mantenerse en pie, como si le cediera una pierna. Uno de los hombres más altos, le acercó un cuchillo al cuello; Rojo lo agarró por la muñeca y apartó el cuchillo, con los músculos tensos. Por encima de la reluciente hoja, se cruzaron nuestras miradas y su expresión mostró por fin algo más aparte de calma helada. Él iba a morir y a mí me llevarían a casa. A casa con la dama Oonagh: la muerte segura para mis hermanos.
Pedí ayuda. Si en algún momento iba a necesitar la intervención de las hadas, era ése. No es que hubieran sido de gran ayuda hasta entonces. Llamé, a cualquiera que pudiera oírme, con un grito silencioso desde el fondo del corazón. Ayudadle. No debe morir, no de este modo. Ayudadme. Pues si muero, también lo harán mis hermanos.
Llegó la lluvia. Llegó de un cielo claro que se volvió repentinamente gris, como el día cálido se había convertido en un instante en tan helado como el corazón del invierno. Una lluvia densa, extraña, druídica, que cegaba y ensordecía, que apartó a todos los hombres del mundo. Era como estar bajo una cascada, en el corazón de la tormenta. No vi a nadie, no oí ni un sonido salvo el rugir del torrente que descendía atronador, empapándome en un instante, convirtiendo el suelo bajo mis pies en barro. Entonces alargué los brazos bajo la cortina de agua, una mano enorme tomó la mía y los dos salimos corriendo, a trompicones, resbalando en el barro, a toda velocidad por entre matojos y zarzas, jadeando con fuerza, nuestros rostros y cuerpos empapados, y los pies hacían ruidos de succión en la tierra húmeda. Oía la respiración de Rojo, el jadeo laborioso de un hombre con una herida grave, que traspasa el límite de sus fuerzas. Pensé en que no llegaría mucho más lejos, pero entonces, el suelo cedió bajo nuestros pies y resbalamos, caímos, por una ladera empinada, intentando agarrarnos a las ramas, chocando entre el follaje, rebotando en rocas que nos magullaron todo el cuerpo, hasta que al final acabamos en suelo duro y seco. El sonido de nuestro descenso precipitado se apagó poco a poco; caían aún pequeñas piedras que habíamos desplazado al pasar. Entonces todo quedó en silencio, excepto por el ruido del chaparrón, y los dos jadeamos intentando recuperar el aliento.
—¿Estás bien? —preguntó Rojo al final, con una voz algo extraña. Parpadeé para quitarme el agua de los ojos y me aparté los rizos aplastados de la cara con ambas manos, intenté escurrirme la melena. Estábamos dentro de una cueva; miramos hacia arriba, vi el estrecho agujero por el que habíamos caído fortuitamente hasta aquel lugar resguardado. El suelo era roca dura. Detrás de nosotros un estrecho pasaje parecía conducir a una caverna más grande, pero hacía un recodo, tapando lo que había detrás. Miré hacia el otro lado. La luz entraba a través de una cortina de follaje disimulador; la lluvia, parecía, había cesado tan abruptamente como había empezado. Me acerqué a la entrada.
—Cuidado —dijo Rojo, y me agarró del extremo de la camisa cuando pasé a su lado. Se la arranqué de un tirón, pero iba despacio porque las rocas estaban resbaladizas por el agua en la entrada de la cueva. Eché un vistazo entre la red de enredaderas y parras. Y me paré en seco maravillada.
—No has visto nunca el mar —comentó Rojo en voz baja.
No lo había visto. Y aunque mis hermanos me habían hablado de la gran extensión de agua brava, y de la miríada de aves, de la luz que refulgía mutaba y jugaba con la superficie cambiante, nada me habría preparado para aquello. La cueva estaba bastante alta sobre una loma empinada, que más abajo se convertía en escarpado acantilado. Miré a lo lejos en la distancia, y toda la extensión era agua, todo agua hasta el horizonte. El cielo era de un azul intenso; no había señales de nubes, las rocas a mi alrededor emanaban un suave vapor al sol. Todo rastro de lluvia repentina habría desaparecido. Excepto quizá más tarde, en la superficie. Y nuestros perseguidores se pondrían en marcha. Me volví hacia el britano.
Estaba sentado contra el muro de piedra, con la pierna en una posición muy rara. Tenía sangre en la ropa, bastante sangre. Ahora que lo miraba mejor, estaba tirando a blanco y tenía los labios grises. Qué tontos son los hombres con las heridas que reciben en batalla, como si fingiendo que no pasa nada se les fueran a curar o nadie se fuera a dar cuenta si no lo mencionaran.
—Vendrán a buscarnos —dijo—. Y no nos separa ni un pelo. Me temo que no tenemos más remedio que esperar aquí hasta que anochezca. A lo mejor entonces podremos escabullimos. Hay una aldea un poco más arriba, en la costa, y pequeños botes atracados allí.
Me quedé mirándolo, pensando en aquella gran extensión de agua, sin querer aceptar las implicaciones de lo que decía. Pero a juzgar por el aspecto de aquella pierna, suerte tendría de cojear hasta la boca de la cueva, no digamos bajar el acantilado y llegar a una población. ¿Y qué se suponía que ocurriría entonces? Decidí que su amigo Ben tenía razón. Estaba loco. Ya lo había dicho, ahora necesitaba mi ayuda, y estaba decidida a dársela. Pues no tenía duda de que me había salvado la vida, al menos una vez, probablemente dos. Le debía algo, fueran cuales fueran sus motivos.
Aún tenía mi petate, y él, el suyo. Una pequeña bendición. Me observó mientras me inclinaba sobre él, examinando la herida. Así que él había perdido su espada y yo la otra arma. Eso era un problema. Un momento. ¿Y el cuchillito con el que me había cortado la manzana? Rebusqué en su bolsa. Seguía mirando en silencio. Encontré el cuchillo y los restos de la camisa que había utilizado para hacer los vendajes de mis pies. Miré hacia abajo compungida; se habían deshecho y mis pies estaban ensangrentados y llenos de barro.
—Agua —me dijo para ayudar—. Vas a necesitar agua. Me entiendes, ¿verdad?
Asentí, el tiempo de fingir había terminado. Lo supo, pensé, en el momento en que me dijo que cogiera su pequeña daga para defenderme y yo hice como me ordenó. Señalé dentro de la cueva; se oía un borboteo y gotear y sabía que encontraríamos agua fresca algo más adentro. ¿Qué hacer primero? Ya tenía el pantalón rasgado; lo abrí un poco más y le quité la bota. Eso le debió de doler horrores, pero aparte de un jadeo brusco no dio otra señal. Había suficiente luz para que examinara el feo corte que le abría la pantorrilla desde la rodilla al tobillo; para ver la sangre fresca aún manando, para ver lo profunda que era y el brillo del metal alojado bien dentro de la herida. Eres decidido, ¿eh? La herida no lo mataría; no si era atendido pronto, por una curandera hábil con el cuchillo, y recibía después los cuidados necesarios. Pero allí, atrapados en una cueva, sin víveres, los dos cubiertos de barro y porquería, y la necesidad de no hacer ruido, era un asunto totalmente distinto.
—No tiene buen aspecto, ¿eh? —dijo sin denotar emoción alguna—. ¿Puedes arreglarlo? ¿Envolvérmela con algo?
Asentí, intentando parecer capaz y segura. No creo que lo consiguiera; vi una de sus comisuras curvarse por un momento en lo que podría haber sido un intento por sonreír. Después lo pensé mejor, probablemente había sido una mueca involuntaria de dolor. Un britano no tenía sentido del humor, ¿cómo podía un pueblo sin magia, sin vida espiritual, saber de la risa?
Encontré el pellejo de agua en el petate de Rojo y me adentré en la cueva. Más abajo, se abría sorprendentemente. Estaba bastante oscuro, pero vislumbré las siluetas en sombras de grandes pilares de roca que se alzaban y otros que descendían para encontrarse; sentí la presencia de pequeñas criaturas durmiendo, encima de mí en la negrura. Y encontré agua fresca, que goteaba y descansaba tranquila en estanques rodeados de piedras. Llené la cantimplora y regresé.
Cuánto hubiera agradecido la ayuda del padre Brien o de algún otro con su habilidad, aquel día. Hice lo que pude. Por lo menos era posible lavarse las manos y limpiar la herida. La hemorragia no era terrible, sólo manaba, no salía a borbotones en una marea mortal. Ayudaría a que los malos humores abandonaran el cuerpo. Recordé al hombre que había acuchillado con la pequeña daga de Rojo, habría perdido mucha sangre. Le podría haber dicho cómo detener la hemorragia, pero no lo había hecho. Al verlos cernirse sobre Rojo, había olvidado que era una curandera.
Hasta el momento, iba tirando. El espectáculo de mímica cada vez se ponía más difícil. Intenté indicarle que tenía algo en la pierna, algo que tendría que quitar. Habría ayudado que fuera menos estoico o que hubiera algo de aguamiel, cerveza o unas hierbas bien escogidas para confeccionar una poción del sueño.
—No estoy seguro de lo que quieres decir —dijo—. ¿Tienes que hacer algo más? ¿Y va a doler? Venga, pues hazlo.
Le indiqué que tenía que estar muy quieto, pues sólo tenía la punta afilada del pequeño cuchillo para extraerle el metal. Asintió sombrío. Me pregunté por qué no me habría dicho que parara de incordiar y lo dejara solo. No tenía motivos para confiar en mí.
Me llevó un rato. Aprendí otro juramento en la lengua britana. Aparte de eso, estuvo callado, aunque yo noté el cambio en la respiración, y la cara se le perló de sudor. Mis manos no eran tan diestras como lo habían sido, pero aun así, hacía tiempo que no tejía estrellada, pues había abandonado la tarea en mi desgracia, y la hinchazón de mis dedos había empezado a disminuir. Una suerte. La tarea tenía su intríngulis. La pequeña astilla, en el lugar en que la daga o la espada había chocado contra el hueso, estaba alojada en profundidad, y se me llenaron las manos de sangre hasta las muñecas antes de conseguir sacarla. Limpié la herida otra vez con agua fresca y la sequé tan bien como pude. No tenía manzanilla, ni lavanda, ni un emplasto de bayas de enebro. No había manos hábiles ni hilo fino con que coser la herida. Me armé de valor, saqué la aguja de hueso, la más pequeña que tenía, la que usaba para ribetear los cuellos de las camisas cuando las terminaba. Y tenía en la bolsa un carrete de hilo bueno, un hilo que no era de estrellada, que uno de mis hermanos me había robado aquel solsticio de verano. Apreté los dientes y me puse manos a la obra, pendiente de su respiración. La mantenía constante, pero con esfuerzo. No me apresuré, lo hice tan bien y tan concienzudamente como pude. Terminé, mordí el hilo y sentí su enorme mano circundar la mía.
—Dime —dijo sin emoción—, ¿por qué una chica de buena familia, con la piel tan blanca como la leche recién ordeñada, tiene las manos de una pescadera? ¿Quién te ha infligido ese daño? Tu crimen tiene que haber sido realmente abyecto.
Hasta ahí llegó mi fortaleza, me temo. De repente, el hambre, la conmoción y el cansancio se apoderaron de mí y me derrumbé al suelo, tan lejos de él como pude, y me cubrí la cara con mis pobres manos mientras lágrimas amargas y silenciosas recorrían mis mejillas. No estaba enfadada con él, ni con los hombres que nos habían atacado, ni con nadie en concreto. Estaba mojada, triste y cansada, y quería a mis hermanos, mi jardincito y mi perra, quería poder volver a contar cuentos y reír. Lloré compadeciéndome, porque sabía que no había vuelta atrás. Lloré por el padre Brien y por Linn, por lo que habían sido mis hermanos y por mi inocencia perdida. Lloré porque tenía las manos feas. Después de todo, sólo tenía catorce años.
—Lo siento —dijo incómodo. No fue de gran ayuda. Ahora que había empezado a llorar, no podía parar. Como le pasa a un niño pequeño, cuya congoja a menudo dura más que la herida, como si el llanto mismo engendrara más lágrimas. Lloré hasta que me dolió la cabeza y vi estrellas antes mis ojos, y al final me tumbé sobre la roca dura y me dormí, aún sollozando. Después de eso, se obligó a moverse, me echó una capa encima y me puso una camisa doblada bajo la cabeza, pues así me desperté, mucho más tarde. Estaba oscuro por todas partes, era de noche.
Por un momento me desorienté, palpando a mi alrededor presa del pánico. Me obligué a sentarme quieta, a respirar lentamente. Y después de un rato apareció la pálida luz de la luna, cuyos delgados dedos se abrían camino entre el follaje de la entrada, y a su tenue luz vi al britano dormido contra la pared del fondo, con la cara blanca, los párpados apretados por el sueño de los agotados. El vendaje estaba limpio, lo que veía de él. Ya no sangraba. Eso era bueno.
Me senté allí un rato mientras me acostumbraba a la luz, y empezaron a entrar poco a poco en mi conciencia pequeños sonidos. El ulular de una lechuza, bastante cerca. Muy por encima de mí debía de haber otra entrada a la caverna, pues sentí, más que oí, una miríada de minúsculas criaturas entrando y saliendo, un crujido, un roce. Y detrás, un movimiento más distante, penetrante, rugiente, enorme, apagado y eterno. El mar. El mar era tan amplio que no tenía márgenes, el mar que se prolongaba hacia el oeste hasta las islas de las antiguas leyendas. El mar que formaba un camino brillante iluminado por la luna hacia el este, hacia el hogar de los britanos. No necesitaba mirar desde la boca de la cueva: su vasta fiereza estaba impresa en mi mente y la temía aunque me capturaba el espíritu. ¿No lanzábamos antaño al mar a nuestros transgresores, más allá de la novena ola, para que murieran o fueran arrastrados a alguna orilla inhóspita como querían los dioses? ¿Y no había llegado aquel extranjero, que yacía dormido a mis pies, desde mucho más allá de la novena ola? Había hablado de botes y maldecido la tierra que no le había dado respuestas. Volvía a casa. El frío invadió mi cuerpo, se me erizó el vello del cuello. Volvía a casa y me iba a tener a su lado hasta que le contara lo que tanto quería saber. Comprendí con una certeza que me pesaba como una piedra en el corazón, que también yo viajaría más allá de la novena ola y dejaría atrás a mis hermanos.
Puedes irte ahora —me dijo mi voz interior—. Puedes marcharte mientras duerme, escabullirte hasta aquella aldea, a lo mejor. Hacerte con unas cuantas cosas, volver al bosque e instalarte de nuevo. No se va a despertar en un rato y, cuando lo haga, irá lento. —Así me oía hablar y me respondía—. No puedo dejarlo. Tiene la pierna herida, sus enemigos están cerca. No voy a dejarlo.
Había un par de manzanas más en su bolsa. Cogí una y me la comí, con pepitas, corazón y todo. Bebí agua de la cantimplora, estaba fría y dulce. Y entonces oí las voces. De muy dentro de la cueva, suaves, persuasivas, retumbaban en la oscuridad de la cámara abovedada. Baja. Baja, Sorcha. Y se llenó todo de titilantes luces doradas y plateadas, tentadoras luces justo girando el recodo, que me impelían a seguirlas.
Me vi obligada a caminar tras ellas, con las manos extendidas para tocar las paredes de roca, los pies desnudos sobre el suelo duro de la cueva. Abajo y abajo y abajo, donde el aire era frío y húmedo y el peso de la tierra se sentía abrumador encima de mí. Abajo, donde las raíces de los árboles colgaban suspendidas sobre la bóveda, donde el agua clara como el cristal goteaba y se estancaba en la oscuridad bajo los pilares de piedra. Las luces señalaban el camino, faroles, antorchas, siempre un poco más adelante. Tropecé y pensé que había oído una risa. Y música, el leve murmullo de un arpa, la cadencia de una flauta, y un silbato que tejía una guirnalda de notas alrededor de una vieja melodía. Incluso tan al este, hasta en la orilla más lejana, tenían las hadas sus moradas. Pues no albergaba dudas de que aquel lugar al que habíamos llegado por casualidad era uno de esos portales de los que hablaban los viejos relatos, entre nuestro mundo y el suyo. Se encontraban a menudo en rincones como aquél, en cuevas y grietas, en aberturas en la tierra, donde los dos reinos podían tocarse un instante, cuando el momento era el adecuado.
Al final llegué a una cámara, más grande y espectacular que cualquiera anterior, donde los pilares de piedra viva llegaban del suelo hasta el techo abovedado, cuyas formas majestuosas se reflejaban en un estanque amplio y tranquilo. Allí estaban, y la risa y las canciones cesaron abruptamente cuando me adelanté hasta la luz de sus antorchas. Había muchos ojos puestos en mí. Vi un rostro que conocía, pálido y hermoso, con intensos ojos oscuros y el pelo como la seda negra. Asintió con seriedad. Pero a su alrededor había muchos más como ella, todos ellos más altos que los humanos y vestidos con tejidos brillantes, con prendas de gasa como alas de mariposa o negras y brillantes como el plumaje de los cuervos. Iban adornados con extraños tocados, de plumas, conchas y algas, o nueces, frutos y hojas. Sus ojos eran extraños, profundos, sabios, inquisitivos; sus rostros eran al mismo tiempo hermosos y terribles. Me observaban en silencio. Entonces el círculo de antorchas se cerró ligeramente y el más alto de los hombres se acercó.
—Bueno, bueno —dijo mirándome de arriba abajo—. Por fin estás aquí, por lo que veo. Da un paso adelante, muéstrate. —Lo miré. Muy arriba. Su rostro era muy brillante, mucho más brillante de lo que correspondía a la luz de las antorchas, un albor interior parecía volverle la piel dorada y plata. El pelo se le apartaba de la cara como si estuviera coronado en llamas y era de un rojo brillante, excepto donde la escarcha tocaba sus sienes, así como la barba. Sus ojos no eran de ningún color y, al mismo tiempo, de todos. Llevaba un hábito blanco, pero donde reflejaba la luz, el tejido emitía destellos como si estuviera confeccionado con diminutas y numerosas gemas.
—Mi señor —lo saludé en silencio. Me volví hacia la Dama del Bosque, que se erguía a su lado—. Mi señora. ¿Qué queréis decir, por fin aquí? —Él se rió, dejó caer la cabeza hacia atrás, y el sonido reverberó en la cámara de piedra. Hubo un murmullo de voces, que se apagaron al instante en cuanto volvió a callarse. La Dama no reía, me miraba con seriedad.
—No pensarás que estás aquí por casualidad, ¿no? —preguntó el iluminado—. ¿Eso pensabas? Siempre se me olvida qué poco entendéis los de tu raza, qué limitados en vuestra comprensión. Vuestro tiempo en el mundo es poco, vuestro conocimiento lo iguala.
—No he venido aquí para que me insulten. —No estaba de humor. Hasta el momento me habían ayudado bastante poco, aparte de la tormenta de lluvia, que tenía que admitir que había estado bastante bien. Pero hadas o no, no iba a permitirles que me intimidaran—. ¿Qué queréis de mí?
—De ti nada, hija del bosque. —Era ella quien hablaba ahora, la Dama, y su voz al menos albergaba algo de calidez—. Nada aparte de lo que ya sabes que tienes que hacer. Enséñame las manos, Sorcha.
Se las tendí y parpadeé cuando me acercaron un farol. Me inspeccionó las manos.
—Estas manos no muestran señales de trabajo reciente —me riñó el de la cabeza en llamas—. ¿Cómo van a vivir tus hermanos si desatiendes tu tarea? ¿Cómo vas a hacer las camisas, sin huso ni telar?
Levanté la vista para mirarlo.
—Eso no es justo. —Y todos volvieron a reír, señores y señoras, y sus voces musicales llenaron mis oídos de dulce desdén.
—¡Justo! —exclamó el iluminado en medio de su alborozo—. ¿Justo, dice? ¡Desde luego es todavía una niña! ¿Estáis segura, mi señora, de que ésta es la chica? Pues a mí me parece una majadera, y bastante perezosa.
Se me acercó, me tomó por la barbilla y me inclinó la cabeza para observarme más detenidamente. Sus ojos eran luminosos, mutables, cambiantes. Era difícil mirarlos y no quedar deslumbrada.
—No tenéis necesidad de preguntármelo —repuso la Dama del Bosque—. Sabéis perfectamente que es ella. Os escupe a vos y a vuestro alborozo, después de todo, mantiene la cabeza bien alta. No hay motivo para dudar de su fuerza.
—Descuida su trabajo y el tiempo se acaba —repuso él, y en ese momento sostenía mis manos, las volvía hacia un lado y hacia otro—. ¿Es por vanidad, me pregunto? ¿Lloras porque tus manos nunca volverán a ser finas y blancas?
—Suéltala. —Volví la cabeza de repente; el señor, la Dama y sus compañeros dirigieron todos sus extraños y luminosos ojos hacia la entrada de la cueva por la que yo había llegado. La luz titilante de las antorchas iluminó a Rojo, que se balanceaba y sostenía con una mano apoyada en la roca, intentando mantener el equilibrio, pálido como la tiza. Su expresión era feroz—. He dicho que la sueltes.
Las manos del iluminado soltaron las mías y dejó escapar una sonrisa leve y peligrosa de la que el britano hizo caso omiso.
—Vuélvela a tocar y responderás ante mí con tu sangre —repuso Rojo con mucha calma y cojeó hasta llegar a mi lado. Tras un breve silencio, la concurrencia empezó a aplaudir, burlándose de él. Rojo hizo ademán de levantar el brazo y yo lo detuve. Estaba claro que no tenía la menor idea de con qué o quién estaba tratando.
El iluminado se cruzó de brazos y nos miró con media sonrisa. No recuerdo si hablaba en la lengua de los britanos o en otra, pero lo entendíamos.
—Lord Hugh de Harrowfield, por lo que tengo entendido. Dicen que las aguas tranquilas son profundas: bajo esa máscara de autocontrol pesa la ira, joven. Estás lejos de casa, demasiado lejos, dirían algunos. ¿Qué te trae al otro lado del mar, al bosque y a la oscuridad solitaria entre extraños?
Rojo lo miró directamente. Ahora se apoyaba en mi hombro; parecía que su pierna no aguantaría el peso mucho más.
—No tengo por qué responder ante ti.
—¡Aun así, lo harás! —replicó el iluminado, y vi un fulgor destellar en sus ojos, como un pequeño rayo disparado hacia el britano. Rojo dio un respingo; fuera lo que fuera, le había hecho daño—. ¡Responderás!
El britano permaneció en silencio; me desplazó ligeramente detrás de él. Vi el rostro del iluminado endurecerse y sus ojos adoptaron una tonalidad rojiza. Estaba ansioso por enfrentarse en una batalla de voluntades, aunque yo sabía que sólo podía haber un resultado. No entrabas en el juego de las hadas y salías indemne.
Dejadlo en paz —le envié el mensaje a aquél de la corona en llamas, pero también a la Dama—. No sabe en qué juego se ha metido. Dejadlo ir.
—Decidme, lord Hugh. —Era la Dama quien hablaba ahora—. ¿Por qué os lleváis a la chica, si sabéis que todo lo que desea es regresar a su casa? No pertenece a vuestro mundo.
Esto lo acicateó a responder.
—La chica no es ni mía ni vuestra ni de nadie. Pero por el momento viaja bajo mi protección y quien le ponga una mano encima responderá ante mí.
—Bonitas palabras —repuso la Dama—. Pero has perdido la espada y la daga. Tienes la pierna abierta hasta el hueso, estás hambriento y falto de sueño, y en un territorio hostil. Tus amenazas tienen poca consistencia.
—Tengo mis dos brazos y mi voluntad —repuso Rojo, y se puso delante de mí, de modo que me protegía de ambos—. Con eso basta. El que se atreva, que me pruebe. —Tenía una señora espalda, incluso de puntillas me costaba ver por encima de su hombro. Era una lástima lo de la pierna, que no habría aguantado ni un instante si lo hubieran puesto a prueba. Era un insensato, valiente pero aun así insensato.
—Aparta —dijo el iluminado con tono cansino—. Deja que la chica se muestre. No queremos hacerle daño, es uno de los nuestros. —Y el momento de crisis pareció terminar.
—Eliges bien, hija del bosque —comentó la Dama, mirando a Rojo y luego a mí.
—¿Qué queréis decir, con que elijo bien? ¿Elijo? Yo no he elegido nada de esto. ¿Estaría aquí, si hubiera tenido elección?
—Calla, niña. Siempre hay elección, lo sabías en cuanto pusiste el primer pie en este camino.
—No has respondido con sinceridad, lord Hugh de Harrowfield —dijo el iluminado—. No has respondido en absoluto. ¿Por qué te llevas a la chica lejos de su bosque? ¿Qué es lo que quieres de ella?
—Decid la verdad —añadió la Dama, y en su voz había una advertencia.
—No estoy en deuda con vosotros, quienquiera que seáis —repuso Rojo—. No os voy a responder.
—Eres un insensato. —El iluminado lanzó las manos al aire en una pantomima de exasperación—. Pensaba que querías saber qué le había pasado a tu hermano, de verdad. Pero guardas silencio. Si no eres capaz de hacer las preguntas correctas, no puedes esperar preguntas acertadas.
El efecto de esta intervención en el britano fue electrizante. Empezó a avanzar, olvidando su pierna herida, tropezó y por poco se cayó; después se obligó a incorporarse, con la cara empapada de sudor. Algo nuevo se había despertado en sus ojos pálidos y fríos.
—¡Mi hermano! —dijo con un respingo—. ¡Sabéis algo de mi hermano! ¡Contádmelo!
—Ah, ah, ah, no tan deprisa —replicó el iluminado con malicia—. La información no es gratis, no aquí abajo. Además es ella la que te lo puede decir, no yo. —Y señaló con un dedo en mi dirección—. Para eso la quieres, ¿no? No porque esté sola, indefensa y necesite protección, sino por la información que puede darte. Y desde luego que puede: lo vio, habló con él y él le dio el objeto que guardas tan celosamente en tu bolsillo. Pregúntale, te dirá todo lo que quieras saber de tu precioso hermano; ay, y puede que también cosas que no quieras.
—La chica no puede hablar —repuso Rojo, y se notaba que luchaba por controlar su voz— o no quiere. Decís que habló con mi hermano, ahora no habla.
—Sí que habla, vaya si habla —repuso el señor como quien no quiere la cosa—. Nosotros la oímos. Nos pide que dejemos de atormentarte. Dice que eres demasiado tonto para suponer un peligro.
—Pero yo no oigo nada —repuso Rojo—. Está callada. Está callada siempre.
La Dama lo miró.
—Eso es porque aún no has aprendido a escuchar —le indicó—. Pero un día te hablará. ¿Tienes paciencia?
Rojo miró a uno y a otro con los ojos desorbitados.
—Decidme si mi hermano está vivo —dijo—. ¿Voy a encontrarlo?
Pero las antorchas empezaban a desvanecerse, y las hadas con ellas, los restos de risas, de sedas crujientes y las delicadas notas del arpa parecieron disiparse hacia arriba en la fría humedad de la cueva, frágiles como el perfume de una flor de otoño.
La Dama se irguió ante mí cuando todos los demás se hubieron marchado.
—Llévate esto para iluminar tu camino, hija del bosque. Me dijiste que estabas cansada de ser fuerte. A lo mejor ya no tienes que serlo tanto. —Me colocó una pequeña vela redonda, aromática, en la palma. Se volvió al britano—. La hieres cuando hablas sin pensar —le dijo, y sus ojos habían perdido todo el calor que tenían—. Asegúrate de que no le vuelvan a hacer daño. —Y antes de que pudiera abrir la boca, se dio la vuelta y desapareció.
Volvimos a la superficie en completo silencio, nuestras manos se tocaban para no perdernos en una profunda oscuridad, aliviada sólo por la tenue y titilante luz de la vela. Yo sostenía la pequeña luz en la palma de la mano; olía a romero, reina de los prados y alcaravea. Como compartir una manzana, también estaba llena de significados ocultos. Me pregunté, no por primera vez, a qué juego estarían jugando las hadas.
Arriba, en la cueva de fuera, hacía un frío terrible, pues soplaba una brisa cortante del este. Aún teníamos la ropa húmeda de la lluvia y la capa no estaba mucho más seca. Sería una noche incómoda. En cualquier caso, no parecía posible dormir. Mi mente daba vueltas y vueltas y no me dejaba descansar. Me tumbé en mi lado de la cueva y cerré los ojos, pero no podía dejar de temblar. Y pensé: ¡Su hermano! Tendría que haberlo visto. ¡Su hermano! No me extraña que persiga su objetivo tan decididamente. —Y después pensé—: Lord Hugh. Lord Hugh de… de algún sitio. ¿Cómo sabían su nombre? Desde luego no parecía lord de ninguna parte, con aquel pelo tan corto y la ropa tan usada, y la manera en que sus amigos se dirigían a él, como a un igual. Por otro lado, recordé que mi padre había avisado a sus hombres de que se aseguraran de que Simon quedaba con vida aquella noche. Había sido un prisionero de cierta importancia, una persona con valor futuro como herramienta de intercambio, a lo mejor. Así que igual su hermano sí era el tal lord Hugh de alguna parte. Pensé que Rojo le quedaba mejor. Por la dama que hacía frío. Deseé que llegara el alba, pero mi mente retrocedía ante los problemas del día siguiente. Me hice un ovillo, intentando acomodarme.
—Estás temblando —dijo el britano desde el otro lado de la cueva—. Ven aquí y túmbate a mi lado. Esta capa nos tapará a los dos. —Pero sacudí la cabeza y me tapé más con la capa húmeda. Después de lo que me habían hecho, no creía que pudiera acostarme junto a ningún hombre, ni siquiera para dormir, ni siquiera con alguien en quien confiara.
Y en él no confiaba, con aquellos ojos fríos y aquellos silencios. —No tienes por qué tenerme miedo —me dijo—. Estaremos mucho más calientes. —Pero yo me encogí, me abracé las rodillas y me volví minúscula bajo la capa. Miré la vela: seguía ardiendo, pequeña y dorada, en el espacio entre nosotros. Por un rato reinó el silencio—. Como quieras —dijo Rojo—. Se tumbó sobre la espalda mientras observaba el techo abovedado de la cueva, y la vela proyectó su luz titilante sobre la nariz recta, la mandíbula firme y la boca seria y apretada. Dormí irregularmente, despertándome por las visiones de los recuerdos dolorosos y de un futuro inimaginable. Y cada vez que me despertaba miraba para verlo tumbado, con la cabeza sobre su bolsa, el rostro blanco a la luz de la luna y los ojos como platos. Pero en una ocasión, lo vi incorporado, inmóvil y mirando fuera de la cueva. Cuando miré yo, allí en una rama oscura que se extendía frente a la abertura estaba posada una lechuza blanquísima y perfecta, que se limpiaba las plumas con sumo cuidado, con un pico delicado, y nos miraba de vez en cuando con ojos brillantes y venerables. Contuve la respiración mientras la miraba, y cuando al final extendió las alas y se alzó en vuelo, presentí el final de un período, un seguir adelante y partir que no detendría un puñado de hierbas sagradas quemadas al fuego, ni la intervención del mundo humano o espiritual. Era tan inevitable como la muerte, y me puse las manos sobre la boca, para guardar silencio.
—¿Qué es —preguntó Rojo en un susurro—, qué es este fuego en la cabeza, que no me deja descansar? —Lo miré desde el otro lado, pero no hablaba conmigo.
Hacia el alba ambos caímos rendidos de sueño. Suerte tuvimos de que, cuando los primeros rayos del sol empezaron a extenderse por el cielo, fuera uno de los suyos quien nos encontró y no los hombres de Seamus. Me levanté de un sobresalto y me puse en pie temblando, él también, pero más lentamente a causa de la pierna; a ambos nos había despertado un crujido de los arbustos en el exterior. Apenas hubo tiempo para pensar. Entonces oímos el canto de un ave marítima, muy cerca; y Rojo me sorprendió ahuecando las manos frente a la boca y devolviendo la llamada. Era una señal y, un minuto más tarde, una figura con el cabello casi blanco, ropas de viaje manchadas y botas gastadas apareció en la boca de la cueva, mientras apartaba el follaje para meterse dentro casi sin aliento.
—Esto está empinado —dijo Ben, pues era el compañero del britano, doblado en dos para coger aire, con las manos sobre las rodillas. Y detrás de él, el otro hombre, John. Me miró, después a Rojo, con expresión socarrona.
—Te la has quedado, entonces —comentó.
Rojo puso ceño.
—Os dije que os marcharais sin mí —repuso—. ¿Qué ha pasado con Barbarroja y sus hombres? ¿No os persiguieron?
Ben sonrió.
—Nos persiguieron, pero somos rápidos y silenciosos, y nos guardábamos unos truquitos en la manga. Hubo un pequeño problema en la cala, pero nada que no pudiéramos manejar.
—Os dije que os fuerais sin esperarnos —repitió Rojo. Sonaba como si no le gustara que lo desobedecieran. En cuanto a mí, jamás me había alegrado tanto de ver a alguien como a aquellos dos. Por lo menos ahora había alguna oportunidad de bajarlo por el acantilado de una pieza, con aquella pierna como la tenía.
—Pasamos la noche embarcados —contestó John, y su tono no era en absoluto de disculpa.
—Estaba el mar tan picado como para hacerte devolver las tripas, anda que no —añadió Ben vívidamente—. Así que aquí estamos. A ti te parecerá estupendo matarte haciendo el héroe, pero con nosotros no cuentes para que te ayudemos.
—La barca espera bajo estas rocas —dijo John—. Diría que tenemos tiempo suficiente antes de que amanezca por completo, con suerte podremos largarnos antes de que se desperecen. Pero tenemos que irnos ahora, y rápido. Menos mal que te hemos encontrado pronto. —Rojo no dijo nada, pero agarró a tientas su bolsa y avanzó cojeando.
—Fantástico —dijo Ben mirándole el vendaje provisional y la cara a Rojo—. ¿Me quieres decir cómo pensabas salir de aquí sin nosotros?
No habrías llegado ni a la mitad del camino, está tan empinado como el tejado de una iglesia, y se desmorona.
—Nos habríamos apañado —repuso Rojo. Sus compañeros me miraron a mí y luego entre ellos, pero no dijeron nada más. Cuando abandonamos la cueva, miré a mi alrededor buscando los restos de la vela, pues su aroma medicinal aún pendía levemente en el aire matutino. Pero era demasiado tarde. Fue Rojo el que se inclinó, con dificultad, para recoger el pequeño resto de cera de abejas de las rocas, lo sostuvo en su mano por un instante y se lo metió en el bolsillo—. Tonterías, seguro —se dijo a sí mismo. Los otros estaban en la entrada de la cueva, Ben miraba fuera y John apartaba las ramas para que pasara con más facilidad—. No son más que sueños. Aunque vaya sueños. Cualquiera perdería la cabeza en este país de los demonios.
Después se dio la vuelta y salió, yo lo seguí, dado que era lo único que podía hacer.