Al vivir tanto tiempo en el exterior, empecé a sentirme parte del bosque mismo. Era como uno de los viejos cuentos, a lo mejor la historia de una muchacha cruelmente abandonada por su familia, que había crecido con la facultad de hablar con los pájaros y los peces, con cuervos, salmones y ciervos. Eso me hubiera gustado; por desgracia, la presencia de la siempre hambrienta Linn hacía que todas las criaturas salvajes dieran un rodeo para evitar nuestra pequeña morada. Había una familia de erizos que empezó a acercarse al atardecer en cuanto comenzó el calor y, cada vez que me sobraba algo de comida, se lo colocaba encima de una piedra pulida bajo los arbustos y hacía que Linn se quedara dentro hasta que volvieran a ocultarse en la maleza.
Los ánimos cambiantes del bosque se abrieron paso en mi ser. A medida que las noches se prolongaban, a medida que las bayas maduraban en las zarzas y espinos y las nueces engordaban en castaños y avellanos, también yo experimentaba cambios. Aunque siempre había sido una poquita cosa flacucha y mi dieta era frugal en sus mejores momentos, aquel otoño mi cuerpo empezó a transformarse de niña a mujer, y tuve mi primer menstruo. Tendría que haber sido motivo, suponía, de algún tipo de celebración, pero a mí no me pareció más que una molestia, pues toda mi voluntad y energía estaban centradas en las tareas de recoger estrellada e hilar y tejer mis seis camisas. Aun así, aquella noche de mi primera sangre, dediqué un momento a bañarme a la luz de la luna, bebí un té de romero para evitar los calambres y me senté bajo las estrellas a escuchar las lechuzas y la quietud. Esa noche sentí que la Dama del Bosque estaba muy cerca, y el movimiento a mi alrededor cargado de magia poderosa y profunda, pero no la vi.
Se hizo necesario adentrarme más en el bosque en busca de estrellada, pues las existencias de hilo espinoso y quebradizo se me estaban agotando. Seis cuadrados de tejido habían bastado para hacer una basta camisa, y había empezado la segunda, pero no tenía hilo para mucho más que una manga. Salí con un pequeño saco y un cuchillo afilado, en busca de las parcelas de plumas grises que surgían en los claros del bosque, donde la luz moteada del sol era capaz de penetrar el dosel otoñal. La planta gustaba de la humedad y crecía junto a las orillas de los pequeños arroyos, desplazando los helechos y los musgos. Era una época dadivosa, y con frecuencia tenía suficiente suerte y regresaba también con un hatillo de avellanas y bayas de saúco.
Empecé a entender, al explorar los caminos olvidados y los claros en penumbra, dónde iba Finbar en las ocasiones en que desaparecía durante días y volvía con los ojos grises fijos en alguna visión distante que nadie más podía ver. Reparé en las muescas ogham de los troncos de los árboles, aquí y allá sobre piedras cubiertas de musgo, y supe que las misteriosas artes que Conor había empezado a aprender tenían sus raíces allí, en la venerable espesura.
Un día, por casualidad, descubrí uno de los lugares más secretos. Remontaba el lecho de un arroyo en busca de la espinosa planta, y Linn iba por delante chapoteando entusiasmada, bebiendo de vez en cuando del agua clara por donde pasábamos. Giramos por un recodo y nos agachamos bajo una enorme roca. Entonces se detuvo. Y yo detrás de ella. Al otro lado de un estanque redondo se erguía un majestuoso y respetable roble, cuyas raíces se extendían alrededor del tronco, bien anudadas a la tierra. La densa copa se abría por encima, de modo que la luz apenas penetraba en las ramas más bajas. Pronto caerían las hojas, pues ya eran todas de tonalidad roja y bronce. De sus extremidades más altas, pendía la madera dorada. Y labrado en la corteza, mirándome directamente a los ojos desde el otro lado del agua en penumbra, había un rostro antiguo, que había grabado allí algún buscador de la verdad. No era masculino ni femenino, ni amistoso ni severo. Estaba allí y punto.
Linn no pensaba acercarse más, se quedó en la maleza esperándome, alerta. Sentí respeto, pero no sobrecogimiento. Después de todo, el bosque era mi sitio. Así que di la vuelta al estanque y me acerqué para ver mejor. Frente al rostro, en el borde del agua, había una gran roca cuya superficie estaba pulida por el tiempo y el tacto.
Entonces me quedé de piedra. Otros habían estado allí antes que yo, y no hacía mucho. Pues en la roca había una ofrenda. Un pedazo de pan casero. Una cuña de queso. Me volví para mirar a la perra y le indiqué que se quedara quieta. No oía ruido alguno de actividad cercana, sólo el canto aflautado de los pájaros y el leve susurro de las hojas sobre nuestras cabezas, donde la crujiente brisa otoñal removía la copa. Contuve el aliento. Quienquiera que hubiera dejado aquellas simples ofrendas podía haberse ido, pero Linn y yo debíamos marcharnos, pues no presentaban marcas de hormigas ni escarabajos, no llevaban allí demasiado tiempo. Con todo, la comida me apresó los sentidos. Aunque era la época de recolecta, había sido tan frugal como una ardilla, pues almacenaba las nueces y secaba las bayas para el invierno, así que tenía hambre. Las provisiones que me habían traído mis hermanos menguaban con rapidez. Al fin y al cabo, aún no tenía catorce años y casi podía saborear la miga densa del pan de cebada, el blando bocado del queso tierno. Linn gimió y eso acabó por decidirme. Me incliné respetuosa ante el antiguo rostro del roble, convencida de que no pondría pegas. Después me metí el queso y el pan en el bolsillo, y regresamos a casa.
En retrospectiva todo se ve estupendamente. En aquel momento, en la seguridad de nuestra pequeña hoguera, mientras compartíamos aquel festín maravilloso e inesperado, me deleité en la protección del bosque y jamás pensé que una acción tan insignificante pudiera anunciar consecuencias tan terribles. De hecho, en aquel momento creí que aquel hallazgo bien podría haber estado destinado a nosotras, una recompensa que había caído en mis manos por la buena voluntad de los espíritus del bosque o incluso de la Dama mismo. Aunque algo de sentido común conservaba, así que no volví a aquel lugar durante una buena temporada. No era tan insensata como para arriesgarme a ser descubierta.
* * *
Pasó el tiempo, hilé hebra suficiente para la segunda camisa. La primera era una prenda de aspecto lamentable, parecía adoquinada por cómo había unido los cuadrados tejidos, y las mangas eran irregulares y raras. Pero serviría para su objetivo. Una mañana apareció el suelo escarchado y crujiente, y los arbustos vistieron atuendos argentados que se derritieron gota a gota al subir el sol por un neblinoso cielo gris lavanda. Llegaba el invierno y con él mis hermanos. Trabajé con tanta constancia como me fue posible, siempre agradeciendo el montón de leña seca que me habían dejado mis hermanos, pues me dolían los dedos por el frío. Corrí el riesgo de encender una hoguera más grande, y asé a las brasas unos nabos robados. Nevó en un par de ocasiones, copos delicados que salvaban la red de ramas desnudas y caían en silencio al suelo de la entrada de la cueva. Allí, donde los árboles crecían cerca del agua, no cuajaba, lo que agradecí una enormidad. Llevaba mi viejo vestido y por encima el rojo de lana, una manta sobre los hombros y las botas de las que Padriac se había deshecho. Y seguía teniendo frío.
Para cuando regresaran mis hermanos, estaría tejiendo la espalda de la segunda camisa. Casi me hizo reír pensar en el día en que salí de la cueva del padre Brien. Parecía que había pasado muchísimo tiempo. Unas cuantas lunas, había pensado que me llevaría la tarea, del invierno al verano, a lo mejor. Y ahí estaba yo, casi un año más tarde, y apenas había empezado. Me había vuelto algo más rápida con la práctica, pero las manos no siempre me obedecían, de tan contrahechas y lastimadas como las dejaba el trato al que las sometía. Qué bien que no me importara casarme y todo lo que comportaba, pensaba. ¿Qué hombre miraría a una chica con las manos nudosas como las de una anciana? Aquel tipo de vida, de bodas y banquetes, música, lectura y delicados bordados, parecía tan lejano que no podía concebir que ninguno de nosotros regresara a él. Jamás pensaba en lo que sucedería después, cuando por fin le metiera por la cabeza la última camisa a mi último hermano y los devolviera a este mundo una vez más. Trabajaba tan rápido como podía, dejando vagar mi mente sólo hasta una cierta distancia, nunca más allá.
No recuerdo su segunda visita tan bien como la primera. Tuvo lugar en la víspera del solsticio de invierno, Meán Geimhridh. Era mi decimocuarto cumpleaños. Parte de ella, supongo, está empañada por los acontecimientos que se desencadenaron después. Recuerdo que Finbar llegó algo más tarde que los demás, como en la primera ocasión. Recuerdo su mirada, un destello salvaje que no podía ocultarme completamente.
Había noticias. Conor sabía que las anhelaba, pero las transmitió con cierta renuencia.
—Nació en Samhain —dijo—. Un niño. Lo han llamado Ciarán.
Liam lanzó una rama al fuego.
—Es un buen nombre, un nombre fuerte —admitió a regañadientes.
Extendí las manos en la luz titilante. Hacía un frío que pelaba, pero nos sentamos fuera, pues el pequeño resplandor proporcionaba una calidez que alegraba el corazón y reconfortaba los huesos. Allí podíamos formar algo parecido a nuestro antiguo círculo, fingir un parecido con nuestra antigua unidad.
Levanté los cinco dedos de una mano, y dos de la otra. Mis hermanos lo entendieron; sus ojos también mostraban el dolor ante la visión de mis manos retorcidas.
—Sí, Sorcha —contestó Conor—. Es el séptimo hijo de un séptimo hijo. Debe ser respetado.
—¿Respetado? —escupió Diarmid furioso—. Difícil. Es su hijo, la semilla del mal en estado puro. Debería ser destruido, junto con la hechicera.
Los otros lo miraron, y hubo un breve silencio.
—Es nuestro hermano —comentó Padriac después de un rato.
—Es el hijo de nuestro padre —intervino Liam, de acuerdo con su hermano— y es inocente del daño que nos han hecho. ¿No podemos confiar en que este nacimiento cambie las cosas a mejor?
Nadie le respondió. Padre siempre había dejado claro que pretendía que Liam, su hijo mayor, heredara Sieteaguas. Aunque cualquier hombre del linaje de Colum podía desafiar esa decisión y reivindicar su derecho, pues eso decía la ley, no había parecido una situación probable. Hasta ahora. ¿Y quién podía decir que nuestro padre no preferiría al hijo que le había dado su nueva mujer?
Parecía que Conor tenía aún peores noticias para Liam, pues se llevó a su hermano mayor a un aparte. Se quedaron un rato hablando con seriedad, sin que pudiéramos oírlos. Después de un rato Conor regresó, pero Liam se quedó mirando la oscuridad, y su mirada lóbrega me recordó la de padre.
—¿Qué pasa? —preguntó Cormack sin demasiado tacto.
Conor le lanzó una mirada de soslayo a su gemelo.
—Problemas de faldas.
—¿Te refieres a Eilis? ¿No ha muerto?
Conor sacudió la cabeza.
—No, no. Se recuperó bien del envenenamiento y Seamus la ha tenido bajo vigilancia férrea desde entonces. Se ha asegurado de que no visitara de nuevo Sieteaguas. Tampoco había necesidad, pues los hijos casaderos de Colum desaparecieron convenientemente. No, Eilis está bien. De hecho está radiante, lista para el matrimonio. Su padre la ha prometido a Eamonn de los Pantanos. Si no puede asegurar su frontera este casándola con uno de nosotros, siempre queda la norte.
Diarmid dio un respingo.
—Eso supondría una alianza temible. ¿Y si se vuelven contra padre? Espero que esté reforzando nuestras defensas en la parte de arriba del río. Seamus era un aliado, pero estas noticias me producen desasosiego. Tendríamos que estar concentrando nuestras fuerzas conjuntas contra Northwoods y, para hacerlo de manera efectiva, es necesario poder confiar en nuestros vecinos.
—Poco sé de sus defensas —respondió Conor cansino—. No hay indicios de que haya reemplazado a Donal, y no hay demasiada actividad en la zona. Pero es invierno. Puede que cuando llegue el calor, padre se anime y congregue a sus hombres.
—¿Y Eilis? —preguntó Padriac, con las manos ocupadas. Trabajaba veloz y con precisión bajo la tenue luz del farol, estaba confeccionando un nuevo telar con madera de fresno atada con bramante—. ¿Está contenta de casarse con ese tipo? ¿No es un poco mayor para ella?
—Se casa en contra de su voluntad —repuso Conor en voz baja mientras dirigía una mirada a nuestro hermano mayor, que aún seguía a solas en las sombras, con la cabeza gacha—. Pero es una buena hija y hará lo que le ordenan. Jamás comprendió cómo Liam pudo marcharse sin contarle por qué. Su corazón aún lo llora, pero será una esposa fiel y una buena madre. Es mejor así.
—¿Mejor para quién? —preguntó Diarmid con amargura.
Fue una visita deprimente. Cuánto deseaba hablar, pues veía su pena, su ira, su culpabilidad, y sentía cómo los estaba destrozando, incluso volviéndolos uno contra otro, pero sin palabras poco podía hacer por ellos. Le di un abrazo a Liam, pero no podía decirle que sabía que Eilis lo amaba y que lo habría esperado si pudiera. Tomé a Diarmid por las manos y estudié la amargura en su rostro; le habría dicho que todos le perdonábamos su indiscreción, que Oonagh habría escogido a cualquiera, sólo había sido mala suerte que lo eligiera a él como juguete. Quería decirle que no odiara tanto. Pero no podía hablar. Y en cuanto a Finbar, estaba sentado solo, con los brazos alrededor de las rodillas, el pelo enmarañado y sobre los ojos mientras miraba el agua oscura del lago. No me miraba y no pronunció ni una palabra.
Así que la noche transcurrió, y Padriac terminó el telar. Cormack me arregló las botas, vigilado de cerca por una Linn tensa. Pensé que estos dos hermanos no habían cambiado demasiado. Padriac siempre se concentraba claramente en alguna tarea o problema, quizá la terrible desgracia que les había acontecido no fuera sino otro interesante desafío para él. Desde luego, él parecía satisfecho con pasar su única noche de libertad construyendo, reparando y haciendo de vez en cuando algún comentario ocasional. Al menos él sobreviviría, pensé. En el caso de Cormack era probablemente la falta de imaginación lo que le ayudaba a hacerse a la idea. No es muy amable por mi parte, supongo, pero Cormack tendía a ver el mundo en blanco y negro y, en cierto modo, eso le hacía la vida más fácil. Su violencia era su punto débil, como la dama Oonagh había deducido antes que ninguno de nosotros. Al volverlo contra su más querida y leal compañera, lo había hecho dudar de su propia integridad y esa duda siempre le acompañaría.
Más tarde, hablaron más de las islas y qué estrategia habría que emplear para recuperarlas; dibujaron mapas en el suelo arenoso, con hojas y ramitas como hombres y árboles. Yo escuchaba a medias, lo suficiente para oír a Conor decirles que jamás se recuperarían las islas por la fuerza. ¿No habían escuchado la historia de aquel que vendría, ni de Erin ni de Britania sino de los dos lugares, aquél con la marca del cuervo, que restauraría el equilibrio? Sólo entonces se tendería un puente para salvar la brecha entre nuestros pueblos.
—Eso no es más que un cuento —dijo Cormack restándole importancia—. Podríamos esperar cien años o más y no aparecería. Podríamos esperar para siempre. Pero los árboles sagrados no pueden esperar mientras los golpes del hacha resuenan cruzando el mar.
—Los espíritus no pueden detener el tiempo mientras las botas de los extranjeros profanan las cuevas de la verdad —añadió Diarmid.
—Además —intervino Liam—, no estoy seguro de que nos interese construir un puente para salvar la brecha entre nuestros pueblos. Recuperar lo que nos corresponde por derecho y expulsarlos de nuestras tierras para siempre se acerca más a lo que tenemos en mente.
—Esas viejas historias a menudo resultan ser ciertas —observó Padriac—. A veces no significan exactamente lo que parece que quieren decir. Puede que Conor tenga razón. Las cosas están cambiando, mirad lo que nos ha pasado a nosotros. Nuestra historia es tan extraña como cualquiera de los relatos antiguos.
—Mmm —repuso Diarmid dubitativo—. Una cosa es la fe. Yo, por mi parte prefiero la mía bien respaldada por una espada afilada y una tropa de buenos soldados.
—Planear con antelación nunca ha hecho daño a nadie —coincidió Cormack con su hermano—. Cuando regresemos, tenemos que estar listos. Padre puede que no esté en situación de comandar, y nuestro antiguo enemigo podría haber aprovechado su debilidad para hacer algún movimiento. Tenemos que asegurarnos de que no se desperdicie lo que habíamos conseguido.
Conor habló con moderación aquella noche. Había sido fuerte; mantener la conciencia de ambos mundos era una carga, y yo pensé que su peso era evidente. Pero Finbar… su aislamiento era algo más. Me acerqué a sentarme con él, cuando se acercaba el alba, pues había esperado y esperado que me hablara, y no lo había hecho. Me senté a su lado. Era luna nueva, apenas podía distinguir sus rasgos con tan poca luz. Pero no necesitaba los ojos para verlo, pues guardaba los rostros de todos mis hermanos en mi corazón. Nariz larga, boca ancha, un salpicado de pecas sobre piel clara, una mandíbula firme y, bajo la maraña de pelo oscuro sobre la frente, ojos como el agua clara de profundidad insondable. Ése era Finbar.
—Lamento cerrarme a ti. —Habló tras un largo silencio y me dio un susto—. Ya no puedo seguir abriéndote mi mente. Ya no.
¿Por qué no? ¿Ya no confías en mí?
—Querida Sorcha. Te confiaría mi vida. ¿No están todas nuestras vidas en tus manos? Pero he visto… he visto cosas que no sé qué daría por borrar de mi mente. Cosas terribles. Me descubro esperando más allá de toda esperanza que Conor tuviera razón… que esas imágenes no sean la Visión, sino algún mal plantado en mi cabeza por la esposa de nuestro padre para cumplir sus objetivos. Puede que quiera volverme loco. Son visiones crueles, desde luego. Es mejor que no las comparta. Ni contigo, ni con nadie. —Su voz me indicó que, en el fondo de su corazón, las consideraba reales.
¿Por qué no? Compartirlas disminuiría la carga.
Cambió de posición, encorvó los hombros, retorció un mechón de pelo entre sus dedos.
—No esta carga. Además, si son falsas, ¿por qué infligir dolor a otros? Lo que más me preocupa es no saber qué hacer. Si veo el porvenir, un porvenir terrible, tendría que actuar para prevenirlo. Pero aunque tuviera tiempo para hacer algo, difícilmente sabría por dónde empezar. Además, eso es exactamente lo que la dama Oonagh quiere. Y es posible que, insisto, tengan que suceder; puede que no haya manera de detenerlas. Antes siempre había sabido qué era correcto. He perdido esa certidumbre.
Sigues siendo el mismo. Sigues siendo fuerte.
—¿Pero seré lo suficientemente fuerte? Y cada vez es más duro. Cada vez cambia en mí una pequeña parte, de modo que el hombre se vuelve más cisne, pero el cisne nunca será hombre. Oh, Sorcha, he visto mi propio final: ése es un peso que ningún hombre debería soportar. He visto a mis hermanos sucumbir bajo la espada y bajo el agua, y he visto a uno de ellos marcharse lejos, mucho más lejos de lo que alcanza la mente. Y a ti… he visto un destino terrible para ti, y no sé cómo prevenirlo. Si puedes marcharte de aquí, debes hacerlo, tan pronto como sea posible.
Dime qué es. ¿Cómo puedo hacer algo si no sé qué es?
—No. Podría no ser cierto.
Se mostraba reacio y no pude sacarle más sobre ese asunto. Nos sentamos allí juntos, en silencio, al cabo de un rato me cogió de la mano y, sin motivo aparente, sentí la terrible sensación de que aquélla sería la última vez que me tocara. Lo poco que quedaba de nuestro precioso tiempo voló, y yo luché por controlar las lágrimas cuando el cielo se volvió más claro con el aproximarse del alba. Llorar no iba a ayudar a nadie.
Nos reunimos en la orilla para decirnos adiós, y allí Finbar hizo algo que me horrorizó más que sus palabras de aviso. Se quitó el amuleto del cuello, la piedra suave con un agujero e inscripciones rúnicas, y me lo pasó alrededor del cuello, de modo que el talismán quedó junto a mi corazón.
Levanté una mano para protestar. No, es tuyo, madre te lo dio a ti, pero ya se estaba dando la vuelta y no pude ver su rostro. Había sido un gesto de una irrevocabilidad terrible. En toda mi vida, jamás lo había visto sin el regalo de nuestra madre al cuello.
Adiós, hasta la próxima vez. Adiós, mi vida.
* * *
Le había dicho a Simon que podía terminar su historia como él deseara. La elección era suya, le había dicho; había tantos caminos como hilos en un enorme tapiz, y él era el tejedor. Pero ¿y mi historia? ¿Por qué no podía yo hacer lo mismo con mi propia historia? ¿Por qué los filamentos de esta historia formaban un tejido de violencia, se volvían del rojo de la sangre y la traición, tomaban el camino de la corrupción, la angustia y la separación? Con la confianza de ojos límpidos de los inocentes, le había dado a Simon el sermón sobre la necesidad de tomar el control de su destino, sin pensar nunca que yo me encontraría a merced de sus golpes ni dos años más tarde.
Finbar siempre había ido en busca de la verdad, yo iba a descubrir que su visión no lo había engañado. Aunque fue más tarde cuando sucedió, tanto más tarde que había apartado de mi mente su aviso y seguía con mis asuntos como de costumbre, disfrutando del buen tiempo, pues había pasado medio año y el solsticio de verano estaba otra vez a punto de llegar. Tenía dos camisas guardadas y una tercera a medio coser. Desde mi cueva, observaba el recorrido del sol, veía madurar las bayas y esperaba a mis hermanos cualquier día de aquéllos. Podría ser aquella noche. Había cisnes en el lago, algunos con hijos ya medio criados; fuera, en alguna parte, Conor podía estar observándome con vista humana mientras planeaba con su capa blanca. Linn aprendió a pescar en las aguas poco profundas, una habilidad curiosa para un perro. Su paciencia me sorprendía: se quedaba paralizada dentro del agua, con los ojos fijos en alguna presa plateada que yo no veía, hasta que se acercaba lo suficiente para el golpe fatal. Mientras ella ponía en práctica este nuevo juego, yo hilaba, tejía y cosía, y a la camisa no le faltaba más que la manga derecha.
Entonces en un día, tan rápido, cambió todo. El sol me atrajo fuera de la cueva, y por la tarde bajé a sentarme junto a las piedras del lago, con mi labor. Tenía los pies dentro del agua, metía los dedos entre las pequeñas piedrecitas. Había un grupo de cisnes no muy lejos de la orilla, nadaban, se acicalaban, pescaban sin prisas. Pensé que estaban esperando. La manga era difícil de coser, me incliné sobre la aguja, haciendo caso omiso de las espinas en mis dedos por la práctica, volviendo a desear haberme concentrado mejor en la tarea cuando una de las sirvientas había intentado enseñarme a coser.
Me había olvidado de Linn hasta que la oí ladrar, en alguna parte de la orilla, a mi espalda. Pensé que había vuelto a casa después de salir a cazar. Era tarde para que siguiera fuera. Entonces empezaron los ladridos de nuevo y detecté una nota aguda de aviso. Me levanté, me cubrí los ojos con la mano mientras la buscaba por la orilla y entre los árboles. No estaba. Un momento más tarde oí una voz maldecir, y sus ladridos terminaron abruptamente con un gemido horrible y ahogado, después el silencio. Sentí un escalofrío recorriéndome la columna. Empecé a subir por el camino para refugiarme bajo los árboles, pisando tan delicadamente como me era posible. El miedo me afiló los sentidos, pero aun así, los hombres fueron demasiado rápidos para mí. Había tres, uno llegó por los arbustos detrás de la entrada de la cueva, una sonrisa de labios fláccidos que mostraba dientes amarillos e irregulares. Tenía en las manos un cuchillo manchado de sangre. Otro apareció de repente detrás de mí, saltó de las rocas y me cogió por el cuello, su horrible aliento me inundó las narinas. Y detrás de ellos, uno más familiar, cuya voz sonaba más alta, incontrolada, medio llevado por la emoción, medio por la preocupación.
—¡Chica hada! ¡No hagáis daño a la chica hada!
Lo que pasó después me resulta muy difícil de contar. De hecho, sólo lo he contado una vez, cuando tuve que hacerlo, y lo contaré ésta sólo porque forma parte de la trama en el tejido de mi historia y aconteció para dar paso a lo que sucedió después. He intentado borrar de mi recuerdo sus palabras y sus actos, pero no puedo. Hicieron y dijeron cosas terribles. Supongo que no les llevó demasiado, pero a mí me pareció muy largo, larguísimo; sus palabras se me grabaron a fuego, cicatrices como las de Simon que jamás sanaron del todo.
—Así que ésta es tu chica hada, ¿eh, Will? Pues a mí me parece de carne y hueso. ¡Y una buena pieza de carne, además! ¡Mira esto!
Me agarró la túnica con la mano y la desgarró, descubriendo mi cuerpo del cuello a los tobillos. Intenté taparme, pero tenía los brazos inmovilizados a la espalda.
—¿Qué me dices a esto? —dijo el otro, casi babeando por la excitación. Intentaba desabrocharse el cinturón—. ¡Una pieza inmejorable de carne fresca! Justo como a mí me gustan, tiernas y sabrosas. Tiene que estar buenísima. —Se volvió hacia el bobalicón, que gimoteaba al borde del claro, retorciéndose las manos—. ¡Vete, Will! Ya te llegará el turno, primero los mayores.
—¡No daño! ¡No daño a la chica hada! ¡No daño a perrito!
Pero lo hicieron.
—Hazle callar, ¿quieres? —dijo el primero, y el segundo le metió un tortazo al chico que lo tumbó de rodillas y lo dejó lloriqueando.
Entonces, mientras uno me sostenía, el otro se escupió en los dedos y me los metió dentro, y yo enterré los dientes en los labios y ahogué un grito, sentí la sangre y las lágrimas humedecer mi rostro mientras se bajaba los pantalones y me forzaba. Dolía, dolía muchísimo, pero no tenía voz para maldecirlo. Intenté nuestro viejo truco, contarme un cuento para bloquear el dolor… Se llamaba Deirdre, Dama del Bosque… —cerré los ojos, para no ver sus rostros enrojecidos, sudorosos, excitados—… si te quedabas callado, muy callado… como un ratón, podías verla… Lo intenté y lo intenté, mientras seguía y seguía, y uno se estremeció y se apartó, y el otro ocupó su lugar.
—¡Mira, ni una palabra! Le encanta, ¿a que sí, pequeña puerca? Un hada, vaya si es mortal, ésta es del corral, menuda es. Lo mejor que le ha pasado en la vida, me juego el cuello.
* * *
… los sauces susurraban cuando ella pasaba… —lo sentía enorme en mi interior, demasiado grande, no podía ni creer qué grande era. El otro me agarraba por el pecho, los dedos me lastimaban la carne, sentía su aliento caliente en la oreja—… su capa del azul más intenso y en sus cabellos una corona de estrellitas… —empujaba y empujaba, hasta que pensé que me iba a partir en dos, hasta que pensé que me desmayaría de dolor—… caminaría bajo los altos robles y… —la historia se me escapó y sólo quedó el martilleo horrible e interminable, las feas voces y el grito que amenazaba con explotar dentro de mí, por fuerte que apretara los dientes.
—No te gustaría que te la cogiera —dijo el primero—. ¿Le has visto las pezuñas?
—¿No es un hada? —dijo el otro—. A lo mejor su madre era un sapo. —Una tormenta de groseras carcajadas.
* * *
Por fin terminó. Gruñó, se relajó y salió de mí, el otro me soltó y yo me desplomé en el suelo, envolviéndome la cabeza con los brazos.
—Venga, medioseso —dijo uno—. ¡Ésta es tu oportunidad! ¡Venga, hombre! ¿A que no lo has hecho nunca, granjerito? —Me dio una patada en las costillas—. Lo está deseando, ¿a que sí, chica sapo? Ni una palabra. Justo lo que querías, ¿verdad? Bueno, no te preocupes que de donde ha salido esto hay mucho más.
—Date prisa —dijo el otro—. Va a desmayarse. Y no es tan divertido.
Pero el bobalicón estaba llorando, lo oí darse la vuelta y salir a trompicones por el bosque, más o menos en dirección a su casa.
—La madre que lo parió —dijo uno—. Lo va a contar todo si llega primero. Vamos, no tiene sentido quedarnos aquí. Mejor alcanzarlo. Seguirá aquí para otra vez.
—Adiós, ricura —dijo el otro, y sentí asco. Me cogió del pelo y me levantó la cabeza mientras me miraba con lascivia a la cara y se inclinaba sobre mí—. Perdona por abandonarte tan pronto. Volveremos a por más, chata. Hala, toma. —Me apretujó la cabeza entre las piernas, restregándose en mi cara, y a mí me entraron arcadas y me asfixiaba y luchaba por mantenerme callada.
—Por cierto, tu perro está ahí arriba —dijo el otro entre risas—. Un poquito desmejorado.
—Me ha pegado un buen mordisco, vaya que sí —comentó el primero mientras volvía a tirarme al suelo—. Bestia salvaje.
Sus voces se apagaron entre los árboles, yo me quedé allí tirada, incapaz incluso de llorar. Entonces se levantó un extraño viento y todos los árboles empezaron a crujir y agitarse, aunque en el suelo todo estaba quieto. Fue como si la oscuridad hubiera caído sobre el bosque.
* * *
No sé cuánto tiempo me quedé allí. Se fue volviendo cada vez más oscuro, pero no podría decir si se debía al final del día o era parte de aquel silencio extraño y premonitorio que se cernió sobre mi hogar esa tarde. Estaba perdida en la desesperación. Encima de mí los árboles se movían y suspiraban al viento, y éste traía voces. Sorcha, Sorcha —susurraban—. Oh, hermanita. En el suelo, nada se movía. Los pájaros estaban callados.
Al cabo de un rato, no tuve más remedio que moverme. Estaba sangrando, y estaba Linn. No podía esperar que volviera a mí, corriendo entre los árboles con su alegre cola como un estandarte en la brisa, pero al menos tenía que encontrarla antes de que cayera la noche. Y necesitaba agua.
Todo era un enemigo. Todo era duro. Lo hice muy poco a poco. Mis ropas, desgarradas y mugrientas. No quería volverlas a tocar otra vez. Las dejé junto al fuego. Estaba desesperada por lavarme, pero tenía miedo de bajar al lago. Había un cubo de agua y un trapo tosco, me limpié con eso su porquería de mi cuerpo, sin dejar de temblar, aunque el día no era frío. Me lavé y me lavé, y cuando terminé toda el agua, seguí rascándome con el trapo hasta que la piel me quedó enrojecida e irritada. Había mucha sangre; me sentía despegada de aquello, lidié con ello tan bien como pude, después me envolví en una de las viejas capas y subí la colina, con las piernas temblando, los árboles bailaban y se desdibujaban ante mí. Va a desmayarse. Y no es tan divertido.
Llegué a la cima de la colina, y casi tropecé con Linn, que estaba tirada en el camino en el lugar en que había caído, con un pedazo de tejido de la túnica del hombre aún entre los dientes. Enseñaba los colmillos en una última mueca de desafío y tenía la mirada vacía puesta en el cielo. Su valerosa cola yacía sin vida en el barro. Tenía el pelaje empapado en sangre por la larga herida con que le habían rebanado el cuello, y se habían formado pequeños charcos rojos entre las rocas y los helechos. Supongo que era una buena muerte para un perro, perder la vida en defensa de aquella a quien amaba. Yo sólo sabía que mi amiga se había ido y que entonces estaba realmente sola.
Era una perra bastante grande y yo una chica aún muy pequeña. Aun así, antes del anochecer la transporté de vuelta a la boca de la cueva y la tumbé en la hierba. Después, temblando de los pies a la cabeza, me metí en el espacio más pequeño que encontré bajo el muro de roca, me envolví la capa alrededor e intenté volver mi mente tan silenciosa como una pluma en la brisa y tan quieta como una piedra. Pero mi cuerpo temblaba y sufría convulsiones, mi espíritu estaba lleno de miedo, odio y vergüenza. Pensaba que nunca volvería a estar limpia otra vez.
Al anochecer llegaron. Oí sus voces y no me moví. Sabían qué había sucedido. Lo pensé más tarde, si eran de hecho mis hermanos los que había visto antes, nadando por las aguas tranquilas, para Conor tenía que haber sido espantoso verlo todo mientras sucedía e incapaz de actuar hasta la puesta de sol. Intercambiaban palabras con voces quedas y furiosas.
—¿Diarmid? ¿Cormack? —llamó Liam.
—No, deja que Cormack se quede aquí y atienda a la perra. Yo iré. Ésta tarea es mía. —La voz de Finbar temblaba.
Después, por entre los dedos en la media luz, los vi coger capas y cuchillos de la cueva, y desaparecer en el bosque con la muerte en los ojos.
Conor sabía dónde estaba. Sentí su mente alargarse para tocar la mía, pero yo me encerré aún más en mí. No se me acercó, aún no. Padriac, tragándose lágrimas de rabia y confusión, se dispuso a avivar el fuego, encender los faroles y calentar agua. La cara de Cormack era una talla de piedra cuando cogió la pala y empezó a cavar un lugar de descanso para los restos ensangrentados de su perra.
Al cabo del rato, Conor vino a sentarse junto a mi refugio. Recuerdo aún el tacto de la roca sólida en la espalda, cómo me apretaba contra el muro, enroscada sobre mí misma tan pequeña como podía, mordiéndome los nudillos, con un brazo encima de la cabeza para protegerme. Recuerdo haber deseado que la tierra me absorbiera, me cogiera y se embebiera del dolor, la culpabilidad y la desdicha. Estaba llena de odio: odio por los hombres que lo habían hecho, odio por el inocente que los había guiado hasta mí, odio por la dama Oonagh que me había conducido a este lugar solitario. Odiaba a mi padre por su debilidad. Odiaba también a mis hermanos, por no estar allí cuando los necesitaba. Además, ellos también eran hombres, así que ¿cómo se atrevían a intentar arreglar nada?
Pero Conor se sentó allí, no demasiado cerca, y me habló con su tono tranquilo y mesurado, y la hoguera que Padriac había avivado esparció su luz dorada sobre las raíces de los árboles y los helechos, e incluso hasta la grieta en aquella roca; al cabo del rato, miré por entre la maraña de pelo que cubría mi rostro y vi la pena y el amor en sus ojos.
—¿Vas a salir, lechucita? —me dijo Conor con dulzura—. Tenemos muy poco tiempo para ayudarte.
Era duro, muy duro. Apenas podía soportar que me tocaran. Padriac era muy diestro, pues había ayudado a muchos animales enfermos a su corta edad y, entre temblores, al final consentí en que atendiera mis heridas. Por último, envuelta en mantas a pesar del calor de la noche, me senté junto al fuego y ellos hablaron en voz baja mientras la fragancia de las hierbas aromáticas se elevaba en el aire nocturno.
La penosa tarea de Cormack había terminado y regresó junto a la hoguera.
—Linn lleva muerta un rato —dijo con seriedad—. Quienquiera que lo hiciera ya estará bien lejos del bosque. Nuestros hermanos no van a poder encontrarlos y volver antes del alba. Más valdría que se hubieran quedado a ayudarnos aquí. Habríamos podido llevar a Sorcha a un lugar seguro.
Conor miró a su gemelo y apartó la vista. Cormack parecía calmado, pero tenía los ojos rojos y las mejillas manchadas de tierra donde se había secado las lágrimas.
—No lo creo —contestó Conor—. Sorcha no puede moverse, no esta noche. Para bien o para mal, de momento tiene que quedarse aquí. Y en cuanto a lo otro, en el bosque suceden cosas extrañas por la noche. Especialmente en este bosque. La gente a veces se pierde en la oscuridad, incluso en las sendas que conocen. No es extraño que aparezca de repente una niebla y oculte el auténtico camino o que voces misteriosas conduzcan a un caminante por un sendero engañoso. Aparecen claros donde no los había antes y enramadas espesas pueden llenar por sorpresa un calvero. Muchos han muerto bajo estos árboles, y jamás han encontrado sus cuerpos.
Sus dos hermanos lo miraron, después se miraron entre sí.
—Mmm —dijo Cormack—. Tú debes saberlo, supongo.
—Lo sé —repuso Conor.
* * *
Padriac hervía en un cazo de agua más hierbas; el olor me indicó que usaba consuelda menor, a veces llamada hierba de las heridas, y esporas de licopodio, esa hierba de poder que tenía que recogerse con tanto cuidado. Ya me habían hecho beber, pero mi estómago rechazaba hasta lo que me haría bien. Volví a beber, pero no demasiado. No tenía deseos de dormir, pues ninguna infusión podía prometerme la ausencia de sueños. Miraba las estrellas, y mis hermanos hablaban en voz baja. Soy curandera, lo era entonces y lo soy ahora. Resulta extraño, por lo tanto, que aquella noche sintiera en lo profundo de mi espíritu que nunca me curaría, como si jamás pudiera abandonar el pozo de la desesperación. Yo había estado allí para ayudar a Simon, y a otros antes que él. ¿Pero quién me iba a ayudar a mí? Incluso mi perra se había ido. Contemplé las estrellas hasta que parecieron dar vueltas y girar encima de mí, hasta que sus imágenes se me enturbiaron por las lágrimas.
Más extraño aún fue que aquella noche no me importara a quién hacía daño. El rostro de Conor estaba blanco y demacrado: no sólo soportaba la carga de lo que le había ocurrido a su hermana, la culpabilidad de no estar allí para detenerlo, pues todos sentían eso, él además conocía de primera mano todos mis sentimientos. Estaba sintonizado con mis maldiciones sin palabras y gritos silenciosos, mi angustiosa sensación de traición. No estabais allí. Os necesitaba y no estabais. Tal era mi marea de emociones que no había manera de detenerla. Mi mente rebosaba dolor y él se lo tragó entero y no habló de él ni una sola vez. Pero se le leía en la cara. Lo peor de todo era que a mí ya no me importaba. Mi hermano también era un hombre. Quizá fuera justo que compartiera el daño que los hombres habían hecho.
Debí de dormirme un rato, pues recuerdo despertarme sobresaltada cuando Liam clavó una daga manchada de sangre en la tierra junto a la hoguera y se limpió las manos en la capa. Habían vuelto los tres. El rostro de Diarmid era una máscara de furia; el de Liam, control riguroso. Finbar estaba sentado aparte y se agarraba la cabeza con fuerza, como si sus pensamientos amenazaran con hacerla explotar. Tenía las manos manchadas de sangre. En casa, el maestro de armas Donal los había taladrado con una disciplina férrea. Hasta yo sabía que un arma debía limpiarse escrupulosamente después de usada; limpiarse, aceitarse y guardarse a buen recaudo. Esa noche era diferente. Las tres dagas estaban en el suelo junto al fuego, y el suave titilar mostraba el brillante metal incrustado con la sangre vital de sus presas. Había sido una caza, no una batalla. Una administración de justicia rápida y violenta. No me importaba a cuántos habían matado, dos o tres. No lloré por el inocente atrapado en algo más allá de su entendimiento. Era tarde, demasiado tarde. Me dolía el cuerpo, tenía cicatrices e, incluso con mis seis hermanos a mi alrededor, estaba totalmente sola.
—Oonagh pagará por esto con su sangre —dijo Diarmid, y era una voz densa por la furia. Su sed de retribución no se había saciado con la matanza—. Le voy a rebanar el cuello yo mismo, si no lo hace otro.
—Es responsable de esto, aunque puede que no directamente —concordó Liam—. Pero éste no es el momento. Hemos hecho lo que teníamos que hacer. Ahora hay que velar por Sorcha. Tiene que irse de aquí, y rápido. ¿Cuándo podrá moverse, Conor?
Discutían sobre mí como si fuera una pieza de su juego de estrategia; una pieza valiosa, pero aun así un objeto con el que maniobrar para ganar ventaja. Yo estaba allí tumbada sin parpadear, callada en la oscuridad. Mi cuerpo palpitaba de dolor, mi mente reproducía sin fin lo que me habían hecho. No parecía capaz de detenerlo y casi deseé haber tomado suficientes hierbas para dormir drogada, con pesadillas o sin ellas. No podía aquietar mi mente, no podía concentrarme en un cuento, ni contar las estrellas, ni asimilar bien lo que mis hermanos decían.
Sus voces entraban y salían como a nado de mi conciencia, Conor decía que no me podían trasladar aquella noche, Diarmid estaba furioso, Liam intentaba hacer planes. Destellos de dolor, recuerdos de otras voces. Me cubrí los ojos con la mano, su aspereza me rascaba la piel. A lo mejor su madre era un sapo. También había otras imágenes. Mi jardín destrozado. El padre Brien muerto en el suelo, una carcasa vacía de sí mismo. Simon gritando en la noche. Oonagh peinando, peinándome el pelo, y las criaturas retorciéndose en el espejo. Dolor y miedo. Sus voces, una y otra vez. ¡Una pieza inmejorable de carne fresca! Justo como a mí me gustan, jóvenes y sabrosas. ¿Cómo podían mis hermanos seguir hablando, planeando, ahora discutiendo, como si no estuviera allí?
—¡Eso es imposible! ¡Ni hablar! —gritaba Diarmid—. ¡No podemos dejarla aquí! ¡Tiene que haber otra manera!
—No la hay —repuso Conor con calma. No me miraba a la cara.
—Entonces, por la dama, vamos a terminar con este encantamiento de una vez por todas —dijo Cormack, y en su voz había una nota temeraria. Se puso en pie y miró cara a cara a su gemelo desde el otro lado de la hoguera—. No podemos abandonarla, no ahora. Yo digo que utilicemos el tiempo que nos queda para llevarla hasta la granja más cercana, contar nuestra historia y entregarnos a la misericordia de esa gente. Al menos Sorcha tendrá alguna oportunidad entonces. Si la dejamos aquí sola, no verá terminar el verano.
—Poca misericordia han mostrado cuando violaban a nuestra hermana —respondió Diarmid a bocajarro.
—En cualquier caso, no podemos hacer eso y regresar antes del alba —intervino Padriac. Había en su voz una pregunta no formulada.
—Padriac tiene razón, no podemos hacerlo —dijo Liam—. Cuéntale tu historia a los granjeros, y la dama Oonagh sabrá mañana o pasado del paradero de Sorcha. No estés junto al agua al alba, y mañana serás la cena de alguien. No sois ningunos insensatos, espero.
—¿Qué estás diciendo? —Diarmid había sacado la daga de la tierra y se la pasaba de una mano a otra sin sosiego.
—Estoy diciendo que ese plan es imposible. No veo otra elección que dejar a Sorcha tan segura y cómoda como podamos. Tal vez la próxima vez podamos moverla, tiene que haber otras cuevas junto a la orilla. —Liam no sonaba nada contento con su propia sugerencia.
—¿Tú qué dices, druida? —El tono de Diarmid era hiriente como una fusta—. ¿Ningún sabio pronunciamiento, nada de retórica para inspirarnos? ¿De qué sirven tus habilidades místicas ahora? A lo mejor va siendo hora de que dejemos de escuchar tus consejos y empecemos a tomar las riendas. —Era como un perro de caza tirando de la correa.
—Eso no es justo —dijo Cormack, saltando en defensa de su gemelo a pesar de sus propias dudas.
—Ni del todo cierto. —Liam hablaba con firmeza—. No puedes haber olvidado lo rápido que hemos encontrado el rastro de nuestra presa. Pocas veces he visto una niebla llegar tan deprisa o de manera tan selectiva. Ni jamás antes había visto crecer y reptar los helechos y al musgo con tanta velocidad ni extenderse en cuestión de segundos para cubrir huesos y carne de hombres. Era cosa de magia, y puedes agradecérselo a tu hermano.
—Y un huevo —gruñó Diarmid, pero se sentó otra vez, con el cuchillo aún en las manos. Sus palabras se difuminaron en mi conciencia y aparecieron de nuevo las perversas imágenes. Intenté bloquearlas de nuevo, pero no se iban. Quería gritar, berrear, desatar la ira y el dolor dentro de mi cabeza; pero de algún modo apreté los dientes y me tragué los sonidos que amenazaban con abrirse paso, mis lágrimas fluían en silencio. Mis hermanos tenían buena intención. Pero casi deseé que llegara el alba y se marcharan otra vez. Las voces seguían discutiendo y, al cabo del rato, Padriac me acercó otra infusión y yo me la bebí, después volvió a irse. Las imágenes pasaban y pasaban en mi mente. Las marcas del hierro al rojo sobre la carne humana. Eilis sacudida por las convulsiones, su hermoso rostro desfigurado por las arcadas. La perra y sus ojos confiados y la profunda herida de cuchillo en su garganta. La amplia sonrisa del bobalicón cuando miró arriba en el árbol. ¡No hagáis daño a la chica hada! Te toca a ti, granjerito. Bajo la gruesa capa, temblaba.
* * *
Sorcha, estoy aquí.
Al principio no podía creerlo, hacía mucho que no tocaba mi mente de esa manera.
Estoy aquí. Intenta soltarlo, mi vida. Sé cómo duele. Descansa en mí, déjame cargar con tu pesar un rato.
Apenas lo veía, estaba al otro lado de la hoguera, detrás de los otros y medio vuelto, con la cabeza aún entre las manos. Como si no se hubiera movido.
¿Cómo puedes? ¿Cómo puedes saberlo?
Lo sé. Déjame ayudarte.
Sentí la fuerza de su mente fluir en la mía y, de alguna manera, consiguió cerrar los terribles y oscuros secretos que tanto había temido compartir conmigo y me llenó la cabeza con imágenes de todo lo que era bueno y valiente. Yo misma, una niña pequeña bailando llena de alegría por un camino del bosque, resguardada por ramas curvas, iluminada por un sol moteado. Era una imagen vieja, bien guardada en su conciencia y que influía en todo lo que él hacía. Después, nosotros dos, tumbados en las rocas junto a las pozas primaverales, bocabajo, con la barbilla sobre las manos, aún como pequeños lagartos al sol, observando las pequeñas ranitas como joyas mientras saltaban, se zambullían y salían disparadas hacia arriba entre la frondosidad de los berros. Finbar extrayendo con paciencia las espinas de estrellada de mis manos mientras Conor me contaba la historia de Deirdre, Dama del Bosque. Los siete en círculo alrededor del pequeño abedul, cogidos de las manos.
No me dio tiempo para pensar, inundó mi mente, borrando, al menos por el momento, mi desdicha y mi miedo. Era como si su mente se hubiera enroscado alrededor de la mía para resguardarla del daño. Y había más: él y yo de nuevo, sentados sobre la pizarra del tejado de casa, mirando a lo lejos, mirando el bosque y el lago. Una pequeña imagen del padre Brien, la punta de la lengua entre los labios, mientras con pinceladas diestras trabajaba en la intrincada página de un manuscrito. Conor con su hábito blanco, leyendo muescas en el tronco de un enorme serbal. Diarmid y Liam peleando en el agua, fuerza contra fuerza, hasta que uno de los dos cedía y la competición terminaba en salpicaduras y risas. Padriac entablillando el ala de una lechuza, manos hábiles que se movían sin prisa, para no asustar. Cormack y Linn corriendo por la orilla y el viento del oeste azotando el agua que cubría sus pisadas sobre la arena.
El llanto volvió a fluir con esta imagen, pero el dolor era distinto.
Llora, cariño. Nuestro amor te envuelve como una manta. Nuestra fuerza es la tuya, y la tuya mantiene viva nuestra esperanza.
El bosque te sostiene en su mano. —Ésta era otra voz, la de Conor—. El camino se abre ante ti. Los demás se habían quedado callados, quizá presentían que se acercaba el alba y que sucedía algo más vital que los planes que pudieran hacer.
¿Qué… qué ves para mí? —me costó un gran esfuerzo preguntarlo—. ¿Qué me va a suceder, Finbar? Esta vez, muéstramelo.
Una imagen, rota, difícil de distinguir. Una chica, yo, supuse, a la deriva en un pequeño bote. El ulular de una lechuza. ¿O eso era allí y entonces, y no parte de una imagen mental? Un par de manos, que sostenían un cuchillito, que labraban una pequeña pieza de madera. Un fuego verde, morado y naranja. La imagen se desvaneció. No sé si era todo lo que veía Finbar o si me había cerrado el resto. Y en todo ese tiempo, no pronunció una sola palabra en voz alta, se quedó allí sentado con las manos en la cabeza, como en trance.
El primer rastro del gris del alba pronto tocó el cielo, casi había llegado la hora de que se fueran. Mi respiración era tranquila, mi cuerpo estaba más descansado aunque el dolor aún era enorme. Tenía la cabeza llena de luz, retazos de cuentos de héroes, imágenes de nuestra infancia, un bastión de recuerdos queridos para mantener alejadas las sombras. Finbar no permitió que un mal pensamiento o una imagen fea me rozara. Yacía en mi manta, el cielo que se iluminaba parecía amable y el dosel de árboles benigno. Oí la voz de una lechuza volver a cruzar el alba, conmoviéndome el espíritu profundamente. Mis hermanos estaban sentados en silencio y con rostros sombríos alrededor de las últimas ascuas.
—Sorcha. —Conor hablaba en voz alta esta vez, para que todos pudieran oírlo—. Existe una opción de la que ninguno ha hablado. Quiero exponértela.
Descubrí que me podía incorporar y asentir para hacerles ver que comprendía. La tensión de mi mente se relajó algo, pero Finbar aún me mantenía a salvo. Lo miré al otro lado del círculo. El rostro de mi hermano me impactó, estaba blanco como el pergamino y tenía profundas sombras moradas bajo los ojos. Parecía un viejo o alguien que ha pasado la noche en compañía de las hadas y nunca volverá a ser el mismo.
No te preocupes, Sorcha. Escucha a Conor. Finbar no movió un músculo.
—Todos lo hemos pensado, no tengo ninguna duda; pero ninguno estaba preparado para decirlo, aunque Cormack se ha acercado, creo. Quiero que decidas tú, Sorcha. Tienes que tomarte tu tiempo y elegir por ti misma, no por nosotros.
Liam le tomó la palabra.
—No hables con acertijos, Conor. Esto hay que decirlo con palabras llanas. Sorcha, lo que intenta decirte es que quizás haya llegado el momento de abandonar la tarea. Para mí al menos, el coste es ya demasiado. Todos abandonaríamos nuestra oportunidad de futuro gustosos a cambio de tu seguridad.
—Daríamos nuestras vidas por ti. Lo más difícil de soportar es la culpabilidad, pues arriesgas tu vida cada día para completar esta tarea por nosotros. —La voz de Cormack era de un realista que helaba.
—No podemos protegerte —dijo Diarmid sin rodeos—. Somos peor que inútiles, sólo somos una carga para ti. —Vi entonces que sostenía el pequeño bulto de camisas de estrellada entre las manos, sin importarle las espinas, y estaban cerca, cerquísima de las brasas—. Yo digo que destruyas estas prendas mágicas, abandona la tarea que te está consumiendo, busca refugio con los buenos hermanos que podrán protegerte de la hechicera. ¿Qué pasa si el mundo humano nos pierde? Importa poco.
Este discurso tuvo que costarle horrores, pues sabía que el deseo de venganza ardía con fuerza en su corazón. Sabía cuánto Liam anhelaba volver a casa y solucionar los problemas con padre y sus tierras, antes de que fuera demasiado tarde para salvar nada. Y Conor, ¿qué pasaba con su camino, sus años de preparación, qué pasaba con los aldeanos que hablaban de él como uno de los sabios, sobrecogidos? ¿Quién lo reemplazaría si no volvía jamás al mundo mortal?
—Tendríamos que haber construido un bote o una canoa —dijo Padriac de repente—. Hay pocas poblaciones aquí, podrías llegar bastante lejos, si te desplazas al anochecer o al alba, bajo los árboles junto a la orilla. Tendría que haber pensado en ello. —Los otros lo miraron—. Bueno, era una idea —dijo.
—¿Es que no has escuchado nada? —espetó Liam, con expresión desaprobadora.
Padriac removía otra vez su cazo al fuego, preparaba suficiente infusión para un día o dos.
—Claro que sí —contestó con toda tranquilidad—. Sorcha decidirá por todos nosotros. ¿Qué más hay que añadir?
Sentí que el sostén de Finbar se relajaba y poco a poco se iba retirando, dejándome limpia y vacía. También la presencia de Conor se retiró, tan sutilmente como se había metido en mi cabeza. Querían que tomara sola la decisión. Pero no había elección, no para mí. Alargué los brazos en dirección a las camisas, y Diarmid me pasó el montón.
—¿Estás segura, Sorcha? —preguntó Liam con voz queda. Asentí. A diferencia de Finbar, yo aún sabía qué camino tomar. Parecía que, me sucediera lo que me sucediera, eso no iba a cambiar.
—Muy bien —repuso Liam—. Honramos tu decisión. Sobreviviremos y regresaremos en el solsticio de invierno.
—No regresaremos aquí —dijo Finbar con un hilo de voz y, cuando todos nos volvimos para mirarlo, se bamboleó y cayó al suelo como sin vida. Conor llegó primero y se arrodilló a su lado, protegiendo su rostro de los demás.
—Levántalo —dijo Diarmid con dureza—. Es casi el alba.
—¿Qué le pasa, de todos modos? —Cormack se mostraba sólo ligeramente más comprensivo—. No le he oído decir una palabra en toda la noche.
—Ha saboreado la sangre por primera vez —dijo Diarmid—. A veces pasa. No tiene estómago para eso. Aun así se aplicó muchísimo en la matanza. Nunca he visto a un hombre meter tajos tan profundos, ni hincar el cuchillo con tantas ganas. Mírale las manos.
Con mucho tacto, Padriac me llevó a un lado para hablarme de ungüentos y emplastos, y cómo me había puesto un punto que tendría que quitarme yo, que tendría su dificultad pero que no era imposible. Yo escuché a medias. No tenía que explicarme mi propio oficio. Liam abofeteaba las mejillas tan blancas como las sábanas de Finbar; Conor le medía el pulso en el cuello, sintiendo su sangre vital bajo la piel pálida, hablaba en voz baja.
—Date prisa —dijo Diarmid—. Por la dama, vaya momento para que le afecten los vapores. El sol ya casi toca las copas de los árboles al otro lado del lago. Dale un buen bofetón, espabílalo rápido. Se está convirtiendo en un estorbo.
—¡Contén tu lengua! —espetó Liam, con una voz como la de su padre. La voz que silenciaba al instante a hombres hechos y derechos.
—Juzgas mal a Finbar —dijo Conor, mientras él y su hermano ponían a su hermano en pie y empezaban a caminar lentamente hacia el lago. Pues Diarmid tenía razón: era casi la hora. Medio inconsciente, Finbar se aguantaba entre ellos como podía, sus pies parecían de plomo—. Esta noche ha dado más de sí mismo de lo que podrías imaginar. No juzgues demasiado deprisa lo que no puedes comprender.
—Entiendo de sobra —gruñó Diarmid, pero no volvió a interferir. Y así regresaron de nuevo a la orilla y de nuevo se despidieron de mí. Y esta vez, a duras penas de pie, tapada por la enorme capa, no quise que ninguno me tocara, ellos lo supieron sin mediar palabra. Así que se escabulleron uno a uno, y comprendí en mi corazón que pasaría mucho tiempo, mucho más que el intervalo entre verano e invierno, antes de que pudiera volver a verlos. Mi amor por ellos no había disminuido, pero no creía que pudiera volver a abrazarlos o acariciarlos, aunque eran mis hermanos. Ya no podía confiar en ellos de verdad, porque no habían estado allí cuando los necesitaba. Que no fuera culpa suya no suponía ninguna diferencia. Tal era el poder de la fechoría que me habían hecho. Así que, mientras los observaba caminar hacia el agua, con Finbar aún postrado entre sus dos hermanos, y la luz del primer sol tiñó sus pálidos rasgos de oro, no lo llamé con mi voz interior. No le dije gracias o adiós, corazón de mi vida. Me di la vuelta y emprendí mi solitario camino bajo los fresnos, mi mente y mi lengua estaban tan calladas como la muerte. No hubo despedida para mis hermanos cuando las aguas se alzaron para llevárselos una vez más.
Cormack predijo que no duraría mucho en el bosque con mis heridas. No tenía en cuenta mi fuerza de voluntad, ni mi habilidad como curandera. No previó la intervención del bosque mismo, a través de sus más secretos habitantes. El tiempo pasó, la luna creció y menguó y los días cálidos del verano se convirtieron lentamente en los frescos y crujientes del primer otoño. Estaba todo tranquilo, tan tranquilo que incluso la piada repentina de un pájaro me sobresaltaba. Demasiado tranquilo. La pila de suaves cantos rodados que marcaba el lugar de descanso final de Linn me hablaba cada día del vacío que su muerte había dejado en mi pequeño mundo. Mi día se ordenaba con sus costumbres en la misma medida que con las mías, mi labor con el telar o con la rueca, coincidían con sus salidas a buscar comida, conejos en el bosque o peces en el lago, comía cuando ella volvía, y dormíamos abrigadas por la misma manta. En una ocasión, tiempo antes, encontré sus huellas aún claramente definidas sobre la arena por donde había corrido con el aliento del viento en su paso, y lloré y supe cuánto había perdido.
Mi cuerpo sanó, gracias a los cuidados de Padriac y a mis propios conocimientos. Al cabo de poco, confirmé que no estaba encinta y di gracias sin palabras por ello. Pero aún seguía asustada y a veces suponía una enorme carga incluso mi pequeña rutina cotidiana. El refugio que se había convertido en mi hogar ya no me daba cobijo, transformado para siempre por el mal que allí había tenido lugar. Imaginaba mis hierbas morir lentamente y poco a poco, o dando flores ordinarias y deformes y bayas enanas. No estaba dispuesta a salir a cosechar más existencias de la planta que necesitaba, ni siquiera con un cuchillo afilado al cinto.
El sonido más leve me ponía el corazón a mil. Tenía pesadillas, y no voy a recordarlas. Intentaba luchar contra ellas. Hacía lo que podía por dormir de día y estar despierta durante las horas oscuras. Pero casi se me habían acabado las velas, y los sueños acechaban incluso con la luz del sol. Recurrí a las hierbas, durante un tiempo supusieron un alivio. Pero la dosis que necesitaba era cada vez mayor. Al cabo de poco, tomé la decisión de parar, consciente de que dichas pociones pueden dominar a los débiles. Los demonios regresaron.
Pensé mucho en Simon. Pensé en sus heridas y en cómo le había hecho prometer que sobreviviría. Decidí que era débil y que debía volver a mi tarea. Pero había días en los que simplemente no encontraba la fuerza de voluntad y la estrellada se quedaba sin hilar mientras yo descansaba contra el tronco de fresno y miraba la nada. Me sentía como si estuviera esperando, pero sin saber a qué.
No había recogido demasiada comida, asustada como estaba de alejarme de casa. No tenía ni voluntad ni energía para preparar el secado de las bayas, y el terrenito donde había plantado las hierbas se llenó de maleza. Tenía un saquito de guisantes secos que había encontrado hacía algún tiempo junto a la pista para carros, que se le había caído a algún granjero. Los había estado reservando y herviría un puñado por las mañanas, cuando reuniera las fuerzas suficientes. A veces, hasta peinarme era un enorme esfuerzo. Adelgacé aún más, y me sorprendía el sueño en cualquier momento, del que me despertaban las pesadillas. A medida que los días se acortaban, mi trabajo apenas avanzaba. Entonces, por fin, vino. Silenciosa como un ciervo, apareció de repente en las sombras entre los troncos grises de los fresnos, sus ojos profundos me observaban con una expresión ilegible. Aquel día no llevaba la capa del azul de la medianoche, ni su larga y oscura melena iba enjoyada. Vestía en cambio una prenda simple, hasta los tobillos, del verde del musgo, y sus brazos irradiaban luz trémula al recibir la filtrada por los árboles. La hojas y ramas se removían a su alrededor, y sentí el profundo latir del bosque, como si cobrara vida a su paso. La última vez había dado rienda suelta a mi ira y mi miedo con ella. Ahora sólo sentía un vacío hueco.
Llegáis tarde.
Su rostro era impasible. Si mostraba alguna expresión era de ligera desaprobación.
—Ha llegado el momento, Sorcha —dijo—. El momento de trasladarse.
¿Trasladarme adónde?, pensé vagamente. Todo parecía demasiado duro, demasiado esfuerzo. A lo mejor me contentaba con acurrucarme otra vez bajo la roca y cerrar los ojos. Estoy cansada de ser fuerte.
Se rió de mí. Se rió, como si sonara ridícula.
—Eres lo que eres —dijo con su voz queda y musical—. Venga, vamos, levanta. No eres la primera mujer de tu especie de la que un hombre ha abusado, ni serás la última. Vimos con pena lo que te hacían, pero la venganza fue rápida y justa. Ahora tienes que marcharte de aquí.
Albergaba en mi interior un núcleo muy pequeño de rabia, que luchaba por abrirse paso a través del profundo cansancio que me confundía y volvía pesadas y doloridas mis extremidades. Me puse en pie, y los árboles parecían temblar y moverse a mi alrededor.
—Bien —dijo en voz baja—. Ahora te marcharás. Puedes llevarte sólo un paquete. Escoge su contenido cuidadosamente. Encontrarás un pequeño bote amarrado bajo los sauces no lejos del extremo norte de la ensenada. Te llevará a donde tienes que ir.
Parpadeé confusa. Los árboles parecían tambalearse a mi alrededor en todas direcciones, la luz de la media tarde oscilaba entre sus hojas, grises, verdes, doradas, rojizas y marrones.
¿Pero qué pasa con…?, ¿pero no puedo…?, y ¿dónde…?
Había desaparecido. Me quedé quieta, con la esperanza de estabilizar mi visión. Poco a poco el mundo se quedó quieto, más o menos. Pensé por encima que a lo mejor no había comido desde el día anterior. A lo mejor ahí estaba el problema. Desde luego me sentía rara. Pero allí no quedaba demasiado. Además, sólo podía llevarme una bolsa y no pensaba llenarla con manzanas secas o manojos de berros.
Cuando las hadas te daban una instrucción, la seguías, tanto si te apetecía como si no. Así era y punto. En cualquier caso, si lo analizaba, tampoco tenía mucha elección. No estaba preparada para el invierno y mis hermanos habían estado muy ocupados la última vez para cortarme madera o buscarme víveres. Así que dejé mi vara de roble, que había sido del padre Brien, y mis botas de invierno, las capas calientes y las tres dagas afiladas con los mangos labrados. Dejé el montón de cantos rodados donde yacía mi fiel perra, y el último manojo de lavanda seca, que contenía el calor del verano en su dulce y débil fragancia, y la pila de leña de fresno. Incluso dejé el huso y el pequeño telar que mi hermano me había construido. Pero cogí las dos camisas de estrellada y la tercera a medio coser, junto con las fibras que aún no había hilado, cogí la aguja y el hilo y al fondo de la bolsa estaba la talla de Simon. Llevaba mi viejo vestido y, alrededor del cuello, el amuleto de Finbar, que había sido de nuestra madre. Me marché de la cueva sin mirar ni una sola vez atrás. Pero oí voces apenas perceptibles que susurraban, crujían, y el batir de alas delicadas salir y entrar del dosel de árboles.
Sorcha, oh, Sorcha. Adiós, adiós. Los sonidos me siguieron por la orilla, mientras me abría paso descalza entre piedras y a través de hierba áspera, hasta que encontré la pequeña barca plana con una pértiga para empujarla. Hermana, oh, hermana. ¿Adónde vas? ¿Cuándo volverás? Hinqué la pértiga en la arena, empujé la barca hasta la corriente y el agua me llevó lejos.