La Dama del Bosque había escogido bien nuestro refugio. Estaba cerca de la orilla norte del lago, en un lugar donde la curva de un pequeño promontorio arbolado ocultaba una menuda bahía de la vista. Donde el terreno se elevaba por encima de dicha ensenada había una cueva que se debía tanto a una cuidadosa obra de ingeniería como a la naturaleza. Aunque estaba muy cerca de la orilla, serbales repletos de lianas y enredaderas la resguardaban por completo de los ojos indiscretos, de modo que resultaba invisible desde cualquier sendero o camino. Algo más arriba de la colina, en un pequeño claro, había un manantial, donde las hierbas crecían medio salvajes, en el lugar en el que algún otro vagabundo solitario como yo las había cultivado. Y a lo largo del lecho del arroyo, hasta que desembocaba en el lago, crecían los fuertes tallos y las hojas vaporosas de estrellada. No es una planta de las que mueren en invierno, se mantiene verde aún con el más frío de los climas. Así que podía empezar al instante.
La cueva misma supuso una sorpresa. Los muros presentaban señales de haber sido excavados cuidadosamente, y aquí y allá había grabados misteriosos símbolos cuyo significado sólo podía vislumbrar. Pensé que Conor habría sabido qué aviso o protección daban, qué historia contaban. Había cavidades en los muros y no todas estaban vacías. Encontré mantas envueltas en una loneta encerada, varias capas viejas y un par de cuchillos con mangos de hueso decorados y hojas notablemente bien conservadas. Parecía que otros se habían refugiado allí antes que yo, quizá bajo la protección de las hadas. Aún más útil, había harina de avena en un tarro y una remesa de manzanas dulces y arrugadas.
Las mantas supusieron el mejor descubrimiento, pues nos acercábamos al solsticio de invierno y no me sentía lo suficientemente segura para encender más que una hoguera minúscula, no fueran a detectar mi presencia. Siempre tenía frío, se me helaban los huesos durante las largas noches, me dolían y me notaba torpe por las mañanas escarchadas. Me envolvía las mantas alrededor e intentaba no sentirlo.
A lo mejor era una tontería creer que podía levantar el hechizo. Demasiados cuentos de hadas, podría decirse, la cabeza demasiado llena de viejos relatos en los que el héroe completa tareas y consigue el deseo de su corazón. Pero ni siquiera entonces era tan insensata. Una vez le había dicho a Simon que terminara su historia como quisiera. Sin embargo, aquello no era cierto en sentido estricto. Yo había trazado mi camino recto, pero había otros que influenciaban su curso, que lo desviaban, lo alteraban y lo confundían. Y como me había advertido la Dama del Bosque, incluso al principio resultaría muy duro. Mucho más duro de lo que había creído que podría ser cuando escuché por primera vez la descripción de mi tarea con el rostro pálido.
Puede que hayáis intentado hilar, o tejer, lino o lana fina. Se cobra peaje en las manos, pues peinar y enroscar el hilo produce rozaduras y ampollas en los dedos, y el movimiento del huso cansa y produce un dolor insidioso en las articulaciones. Se distingue a las hilanderas por sus manos. A medida que dotan de belleza su trabajo, sus manos se retuercen y envejecen. Las nobles damas de los antiguos relatos, Etain y Sadb, que se convirtió en ciervo, y Niamh de los cabellos dorados, tocaya de mi madre, no podían ser hilanderas ni tejedoras, pues sus manos se describían como blancas y bellas, decoradas con anillos de plata, manos que un bravo guerrero besaba al volver victorioso de la batalla. Manos adecuadas para el bordado delicado o para tocar el arpa. Dedos esbeltos para disimular un delicado bostezo o acariciar la mejilla de un amante. Las damas de los antiguos relatos jamás habían oído hablar de la estrellada.
Ya he hablado antes de esta planta, el aspecto suave que tiene como plumas de paloma, con el follaje delicado color verde grisáceo y las flores en forma de estrella. Cómo entierra sus pequeñas espinas en lo más profundo de la carne, arde, horada y tortura como el fuego. Cómo la carne se hincha, enrojece y late, cómo el dolor permanece hasta haber eliminado hasta el último resto de veneno. Apenas sabía por dónde empezar, pues no había manera de proteger mis manos y realizar la tarea. Podía usar un cuchillo para cortar los tallos y podía recogerlos con un trapo. Eso era una parte. Pero no podía cortar en tiras los tallos y las hojas y enroscarlos en un hilo con las manos enfundadas en guantes. Además, sabía lo suficiente de magia para comprender que no se me iba a permitir hacer trampa. Para salvar a mis hermanos, tendría que sufrir como ellos sufrían. Como sin duda debía de estar sufriendo mi padre, pues difícilmente podría no afectarle la repentina desaparición de todos sus hijos de un único y cruel plumazo. Me pregunto qué explicación le habría dado la dama Oonagh. No, se pretendía de mí que agarrara la planta y confeccionara las camisas con las manos desnudas y sangrantes, y lo haría, pues sabía que era la única manera de romper el hechizo.
No tenía herramientas, y más bien poca gracia. Poseía cierta idea de cómo se hacía, pues había observado a las mujeres de la aldea mientras, sentadas en sus altos taburetes, estiraban las fibras de lana, las enroscaban, retorcían el hilo y lo iban devanando en el huso que caía lentamente al suelo. Cuando la hebra quedaba enrollada alrededor de la varilla, ponían la tortera a girar y todo empezaba de nuevo. Era un trabajo rítmico, y a menudo cantaban. Parecía bastante fácil. Pero esto no era lana. Una planta fibrosa como la estrellada tenía que empaparse, golpearse y secarse antes incluso de pensar en conformarla en hilo. Bueno, por algún sitio había que empezar.
Hice primero el huso. Había pinos más allá de la colina, y un pedazo de rama regular, en cuanto le hube arrancado las ramitas, me hizo las veces de huso. Cuando saqué el hacha no olvidé saludar en silencio a los espíritus del árbol. Si tenía que vivir allí sola, su buena voluntad me iba a resultar esencial. Linn solucionó la siguiente parte del problema por mí, mientras olisqueaba entre la maleza, en busca de olores interesantes. Había aprendido a traer las cosas que le tirabas y me trajo una piña verde que había caído del árbol antes de madurar y la dejó caer a mis pies con la esperanza de que se la lanzara. La piña tenía buena forma, era simétrica y pesaba lo suficiente. Ahí tenía la tortera de mi huso. La acaricié y le tiré otra piña para que fuera a por ella. Cuando regresé a la cueva, le practiqué con el pequeño cuchillo un agujero en la base, por donde metí un extremo de la varilla. Después mellé una hueca en el otro extremo, donde se enrollaría el hilo. Hasta el momento, todo bien. Después cogí el cuchillo y me fui a recoger estrellada.
No me voy a demorar demasiado en el proceso. Corté los tallos y los recogí con un trozo de saco, protegiendo así mis manos, pero las espinas seguían clavándoseme en la carne y las manos me dolían más de lo que creía posible. A pesar de la abundancia de la planta, la tarea era lenta. Cuando preparé un manojo de tallos, bajé a la orilla del lago en busca de un lugar en el que empaparlos. Tuve suerte. El arroyo discurría entre grandes rocas musgosas, y aquí y allí se habían formado pequeños estanques. Justo encima de la orilla de cantos rodados había un sitio en el que con sólo mover una piedra o dos conseguí detener la corriente hasta un hilillo. Allí coloqué mi espinosa brazada. Con algunas plantas se empleaba ceniza para acelerar la preparación para el hilado. Lo sabía por mis estudios de hierbas.
Decidí que no podía hacerme ningún daño intentarlo y esperé hasta que mi pequeña hoguera se enfriara por la mañana, recogí un puñado de ceniza suave y la llevé hasta la orilla del agua. La esparcí por encima de los tallos y usé una piedra redonda para machacar y separar las duras fibras hasta que tuvieron aspecto de hilos sueltos. Enrollé estos bastos copos alrededor de un palo, que podía apuntalar entre las piedras del estanque para que el agua lo rodeara por completo. Después esperé. Tuve tres días de descanso, tiempo para sacarme las espinas de las manos y aplicarme un ungüento calmante, para hacer inventario de mi precaria despensa y para darme cuenta de que si no salía a recolectar o a robar, no duraría hasta la primavera. Tiempo suficiente para aprender a hervir avena en la hoguera y hacerme unas simples gachas, para explorar un poco mi nuevo hogar. Me desconcertó descubrir que no estaba demasiado lejos de la cima de la colina oeste y que desde allí veía una zona de tierra despejada, ganada al bosque para pastoreo. Había un par de pequeñas granjas. Estaban lo suficientemente cerca para suministrarme provisiones, a lo mejor. Y lo suficientemente cerca para suponer un peligro para mi seguridad.
El cuarto día saqué la estrellada del agua, volví a golpear las fibras y las colgué bocabajo en la cueva hasta que estuvieron casi secas. Al día siguiente empecé a hilar.
Pobre Linn. Estaba bien acostumbrada a mis estados de ánimo y era simple y fiel como sólo son los buenos perros. No podía comprender por qué lloraba y ni por qué tenía todo el cuerpo tenso por el dolor, y por qué no podía hacerme sentir mejor chupándome, gimiendo y sentándose tan cerca de mí como podía. Su angustia me preocupaba e intenté trabajar mientras ella salía a cazar, pero la tarea era lenta, tan lenta… Copo a copo de hebra quebradiza que se rompía, enmarañaba y no había manera de enroscar y, por mucho que intentara seguir, el dolor pronto era demasiado intenso para soportarlo, dejaba caer el huso y corría a sumergir mis pobres manos en el arroyo para calmarlas.
Fueron tiempos negros, y en sus profundidades oía una voz interior que decía: Esta tarea es imposible. ¿Por qué no desistir? Mira, tienes las manos hinchadas y hechas polvo, lloras día y noche, y ¿qué puedes enseñar? Un ovillo miserable de hebra mal hilada, llena de boñigos y frágil, insuficiente para la chaqueta de una mariposa, no digamos una camisa de hombre. Seguro que no se puede hacer. Además, ¿cómo puedes estar segura de que la Dama del Bosque no te ha mentido? A lo mejor no es más que una broma cruel y tus esfuerzos no sirven de nada.
Era difícil desdeñar esa voz. Más de una vez había sacado la pequeña y suave pieza de madera, había mirado el arbolito grabado y me había imaginado hablando con Simon, hablando y hablando a través de su desesperación, el odio a sí mismo y su desdicha. Y empecé a contarme historias, no en voz alta, sino en mi mente; intenté enfocar toda mi atención en el cuento, tanto si era de un héroe, un gigante o tres hermanos que partían a buscar fortuna. Si no recordaba una historia, me la inventaba, o la desarrollaba a partir de lo que sabía.
Mis manos se empeñaban todo el día en su terrible tarea, y el dolor seguía, como la hinchazón que tan difícil hacía controlar huso e hilo. Pero mi mente sobrepasaba el dolor y acompañaba a las encantadoras damas, los nobles guerreros o los viajeros afortunados, los dragones, las serpientes y los deseos mágicos.
Cuando la noche me impedía seguir trabajando, apartaba lo que había hecho, esforzándome por no mirar el poco hilo que había producido durante todo un día. No tenía hermanos que me extrajeran las agujas de la estrellada de la carne, ningún bardo que me consolara con canciones, ningún amigo que me vendara las manos con ungüentos sanadores. Las púas se me quedaban en la piel, pues mis dedos hinchados y entumecidos no tenían la precisión necesaria para extraerlas. De vez en cuando la carne empezaba a llorar y de las laceraciones me supuraban humores malignos. Entonces me entraban fiebres y me mareaba. Pero había escogido bien de entre los remedios del padre Brien, y había traído un bálsamo de consuelda y consuelda menor, me hice una infusión de corteza de sauce seca y de ruda en agua de manantial y la utilizaba tanto para lavarme como para beber. Al cabo de poco me encontraba lo suficientemente bien como para volver a empezar, aunque más débil. Al final pareció que mi cuerpo aceptaba lo inevitable, y las manos se me endurecieron y llenaron de cicatrices en defensa a tan mal trato. El dolor persistía, pero yo podía tirar adelante.
El invierno dio paso a la primavera, y adelgacé. Me contaba las costillas y sentía el frío de la noche incluso aunque Linn durmiera junto a mí. Y tenía hambre. Pues una bolsa de comida sólo dura lo que dura, hasta para una sola chica, y entonces, a menos que puedas mendigar o robar, tienes que confiar en lo que se encuentra. No comía carne ni pescado desde que era pequeña, pues siempre había sentido una cercanía con otras criaturas que me hacía revolverme ante la idea. Linn había aprendido a cazar en el bosque y a deshacerse de su presa limpiamente y lejos de la vista de su compañera humana. Para mí era más duro. Entonces, cuando el tiempo era más cálido se encontraba comida, una buena remesa de setas, berros en los arroyos, cebollinos. La temporada aún no estaba suficientemente avanzada para mucho más, y racioné la harina de avena que me quedaba y mis reservas menguantes de judías hasta la temporada de maduración de bayas y nueces. A pesar del hambre, me dolía cada momento desperdiciado en abastecerme.
El caballo estaba demacrado y tenía los ojos desorbitados ya no podía mantenerlo. Un día que salió el sol y el primer calor de la primavera se hizo sentir en el aire lo llevé por la maleza hasta el claro que se había ganado al bosque para pastos. Desde allí se apreciaban campos verdes, muros de piedra una vaca o dos en la distancia y una columna de humo que salía de la pequeña granja. Descansé la frente contra su cuello un rato, intentando hacerle saber que el padre Brien habría querido que estuviera seguro, fuera útil y lo alimentaran bien. Después le di una palmada en el flanco y señalé hacia delante. Partió con cautela por en medio del campo, yo volví a escabullirme entre los árboles y lo dejé. Espero que encontrara gente amable y un establo caliente.
* * *
A principios de la primavera se desencadenó una gran tormenta que fustigó el bosque durante un día y una noche, azotó las copas de los árboles en una danza frenética, y agujas de lluvia helada se metieron dentro de mi refugio y empaparon cada manta, cada prenda de ropa, cada esquina de suelo seco. La leña se volvió inservible, y yo me quedé acurrucada temblando, sin poder hacer nada mientras la perra se esforzaba por mantenerme caliente. A la segunda mañana, mientras la tormenta se aplacaba un poco, el frío me produjo convulsiones y sólo podía pensar en la enorme chimenea del salón de casa y sus troncos de pino crepitantes, y la pequeña hoguera en mi habitación que iluminaba el tapiz de la lechuza y el unicornio. Medio en sueños, imaginé que unos brazos fuertes me envolvían en una manta y me acunaban con suavidad hasta que creí dormir caliente y segura. Despertarme de este sueño empapada y temblando fue de una crueldad infinita. Después de un rato Linn se cansó de mí y salió a disfrutar de la mañana, mientras yo lloraba en silencio, pensando que lo abandonaría todo, casi, si alguien me trajera un cuenco del caldo de cebada de Janis la Gorda.
No sé cuánto tiempo estuve así, pero al final mi trance de autocompasión fue interrumpido por los ladridos de Linn, y salí cojeando mientras mis extremidades acalambradas se quejaban durante todo el camino para descubrir que uno de los enormes fresnos se había derrumbado durante la noche y se había llevado por delante a muchos de sus hermanos más pequeños. Linn estaba arriba en la colina, persiguiendo algo entre la maleza.
La muerte de aquel enorme árbol había aclarado el denso bosque alrededor de mi cueva, y podía ver el destello del lago entre las filas apretadas de olmos y sauces jóvenes. Llegué hasta el gigante caído, descansé mis manos marcadas sobre la suave corteza gris y hablé interiormente con el espíritu que allí moraba, pues la tormenta se había llevado su hogar en un gesto violento. Le di las gracias por todos los años que el árbol había dado cobijo a las pequeñas criaturas, por todos los nutrientes que había esparcido por el suelo del bosque, por su paz y comprensión profunda y duradera. Le dije que usaría bien la madera, para fabricar nuevas herramientas para mi trabajo, para alimentar mi hoguera, y le aseguré que la luz que entonces bañaba la colina de blanco, el brillo frío tras la tormenta, extraería nueva vida del suelo. Con el tiempo, otro gran fresno crecería. Le dije todo esto, y la fría suavidad de la corteza calmó mis dedos heridos. Sentía mi espíritu absorber el saber y el misterio del gran árbol, de modo que cobré conciencia de su identidad, su soledad, la dignidad de su vida y su muerte. Aún no cortaría la madera. Esperaría a que el espíritu se trasladara y, en el momento justo, cortaría, secaría y conformaría una nueva rueca y un nuevo huso, e intentaría construir un telar, pues consideraba que a lo mejor ya había hilado lo suficiente para empezar la primera camisa. No tenía bastante fuerza para aprovechar el enorme tronco o las ramas más grandes de un gigante como aquél, pero mi hachuela podía con las ramas menores. Me miré las mortificadas manos y flexioné los dedos doloridos. Iba a ser cada vez peor.
Mientras tanto, el enorme fresno descansaría donde había caído, el musgo treparía por su tronco y pequeñas criaturas ocuparían sus oscuros huecos. Incluso la muerte era un eslabón en la gran cadena del ser del bosque.
La estación avanzó. Las abejas se apiñaban en las dulces florescencias de la lavanda, y las arboledas quedaron cubiertas por una alfombra de flores brillantes como joyas. El día y la noche estaban en equilibrio y los pájaros se afanaban con briznas de paja y ramitas para preparar el refugio de una nueva estirpe. Una mañana me aventuré hasta la orilla del lago y vi bandadas de aves acuáticas a lo lejos, en dirección a las pequeñas islas, que planeaban en la extensión argentada de agua, se elevaban al cielo en grandes nubes de alas batientes o se zambullían en busca de peces. Pero no podía decir, a aquella distancia, si eran cisnes.
El agua estaba más caliente y yo me armé de valor para desnudarme y bañarme, y para limpiar mi ropa cubierta de barro. En todo ese tiempo no había visto señal de vida humana en la orilla. Era como si aquel rincón de la espesura estuviera en cierto sentido protegido de cualquier interferencia mortal, y puede que fuera cierto, al menos durante un tiempo. El bosque te ocultará, había dicho la Dama. Quién sabía en qué medida influía en aquel lugar.
Pasó el tiempo, y el bosque experimentó una explosión de nueva vida. Desempeñaba mi pequeña jornada doméstica día tras día. Me levantaba al alba para lavar en el agua del lago, avivaba las ascuas de mi hoguerita y hervía agua con a lo mejor un puñado de berros y cebollinos como frugal desayuno. Después, Linn se encaminaba hacia la orilla o hacia el bosque, a cazar, y yo salía a buscar comida. A medida que la primavera dejaba atrás al invierno esta tarea resultó más sencilla. Maduraron las moras, y aquí y allá había grosellas y bayas rojas que podían cogerse. Los saúcos estaban cargados de racimos blancos. Las hierbas silvestres eran abundantes, perejil y salvia, mejorana y celidonia menor. Me fijé en los lugares donde crecían manzanos y castaños, pues de ellos obtendría una buena cosecha más adelante, en el otoño. Ya sabía que pasaría allí por lo menos otro invierno, pues mis progresos en la tarea eran dolorosamente lentos. Apenas tenía hilo para una camisa, y ya casi había llegado el verano.
Cuando volvía de recolectar, buscaba rueca y huso, y la implacable estriga de fibras, e hilaba e hilaba, y sentía las púas perforándome la piel, y me contaba cuentos en silencio con los ojos fijos en la nada. De vez en cuando me levantaba para pasear fuera bajo los árboles, y descansaba mis doloridos hombros y espalda en algún fuerte roble o robusto olmo. Entonces mi mente salía a buscarlos, por el lago, en el cielo, en cualquier lugar que estuvieran mis hermanos.
¿Dónde estás, Finbar?
Pero no oía nada. Por lo que sabía, podrían estar muertos, derribados por la flecha de algún cazador o presas de algún lobo o jabalí.
¿Dónde estáis?
No me permitía dedicarme a ello durante demasiado tiempo. Linn volvía, relamiéndose el hocico, y se quedaba a mi lado haciéndome compañía, así que volvía a hilar. Más tarde, recogía el hilo que había hecho por la mañana y se lo añadía a la labor en el telar. Confeccionar un telar como el que les había visto usar a las mujeres de la aldea estaba más allá de mis habilidades. Pero había encontrado un trozo plano de corteza, de dos palmos de largo, algo menos de ancho, y había practicado muescas en los extremos por donde pasé la urdimbre. Tejía la trama a mano, con una aguja de hueso que había sacado de la cueva del padre Brien. Por encima y por debajo, por encima y por debajo. El tejido estaba lleno de boñigos y era irregular, pero aguantaba. Ya tendría tiempo de sobra después para pensar cómo convertir aquello en una camisa.
El solsticio de verano me cogió casi por sorpresa. Trabajaba con tanta constancia como podía, y empecé a buscar estrellada un poco más lejos, pues casi había agotado las existencias junto a mi cueva y tenía que dejar que volviera a crecer. Un día me aventuré hasta el viejo camino donde había llevado el caballo, colina arriba entre enredaderas y parras, helechos y musgos, en la luz verde oscuro que filtraba el antiguo bosque, hasta que llegué cerca del sitio donde lo había dejado. Me sentía extraña, como si tuviera que asegurarme de que el resto del mundo no había desparecido el tiempo que había pasado oculta en la cueva hilando a solas. Pues, ¿y aquellos cuentos de parejas de niños robados por las gentes bajo la colina? No pasaban ni una noche con las hadas, cantando y bailando, y cuando regresaban a casa descubrían que habían pasado cien años y los suyos habían muerto. ¿Quién podía asegurar que no me iba a suceder lo mismo?
Me acerqué al límite del bosque todo lo que me atreví, y después trepé en silencio por los brazos abiertos de un castaño. Linn guardaba mi hatillo, encantada de descansar entre los helechos, pues el sol picaba y había una pesadez pausada que presagiaba tormentas estivales. Desde mi punto de vigía, miré a mi alrededor por encima de un bosquecillo de saúcos jóvenes, junto a una pista para carros bordeada por arbustos de espino, y más allá, los campos con muros de piedra, algunos plantados con cebada o centeno, otros dedicados a pastos. Se veían un par de granjas, bastante lejos. Aquí y allí la tierra se alzaba en pequeñas colinas cónicas, algunas coronadas por pinos o robles. Y más allá de los campos de cultivo, el bosque empezaba de nuevo. Me senté en silencio en la calma, sin apenas pensar en nada. El dulce olor de las flores de espino flotaba en el aire y presentí el movimiento de las pequeñas criaturas en sus quehaceres, insectos perezosos bajo el calor estival, los crujidos de conejos y ardillas en la maleza, y los que menos se ven, los misteriosos moradores de los árboles, cuyas voces fluían por el aire como música frágil y en susurros.
Salve, Sorcha. Sorcha, nuestra hermana. Una risa como de campanillas y el destello de un ala delicada o de un velo de tela de araña, un atisbo en la luz moteada. A veces me encontraba con un mechón de pelo dorado, o una huella menuda, por donde habían pasado. Ven y baila con nosotros, hermana. Los saludé en silencio, pues sabía como ellos que no podía seguirlos. Y entonces con un revuelo desaparecieron, pues por la pista para carros llegaba un grupo de jóvenes muy humanos, chicos y chicas, riendo, silbando y gritando, con flores y cintas en el pelo. Los observé en silencio, y Linn se quedó callada donde estaba, me bastaba con un gesto seco para hacerme obedecer. Mientras el grupo pasaba entre los arbustos de espinos, se paraban para enrollar serpentinas de colores en las ramas aún perfumadas con las flores tardías, cantaban una antigua balada y le pedían a la gran madre una cosecha generosa. Cantaban con rostros brillantes y ojos relucientes; cuando terminaron, las chicas rompieron a reír y salieron corriendo por el camino, los chicos las persiguieron y todos volvieron a empezar.
Dos de los jóvenes llevaban haces de ramas a la espalda, y el grupo se dividió, las chicas siguieron por el camino hasta que cada espino tuvo su guirnalda estival dorada, blanca y verde. Los chicos subieron hasta la colina más cercana y al cabo del rato vi el comienzo de una hoguera en la cima. Entonces me di cuenta de que aquello debían de ser los preparativos finales para Meán Samhraidh, el solsticio de verano.
Aquella noche las ofrendas cruzarían el fuego y las hierbas en llamas serían transportadas a establos y graneros, campos y granjas, para pedir la bendición de Dana, la diosa madre, sobre cada criatura que allí morara.
Así que era el momento. Era el momento de averiguar si podía creer lo que me había dicho la Dama. Momento de saber si era cierto que podía romper el hechizo. Pues recordaba bien su promesa; dos veces al año, en el solsticio de verano y en el de invierno, vendrán a ti si pueden y, desde el anochecer al alba, recuperarán su forma humana. Las palabras mismas habían sido formuladas de manera incierta. Pero estaba convencida de que mis hermanos vendrían y de que tenía que volver al lago y esperarlos.
Las chicas seguían en el camino y no me atreví a moverme por si me veían. Y ahora llegaba otro joven, más vacilante, bastante detrás de los demás. Era robusto y tenía los rasgos inocentes y toscos del que no ha nacido del todo bien, del que siempre iría un paso por detrás de los demás. Se apresuraba tanto como podía, cojeando un poco, estiraba las manazas para tocar una cinta aquí, una flor allá y su amplia sonrisa revelaba una buena dentadura.
Los demás se habían adelantado sin él, pero no parecía importarle. Lo que hizo en cambio fue elegir justo mi árbol para sentarse y escarbar en sus bolsillos. Estaba ansiosa por marcharme pero no podía moverme. El chico sacó un pedazo de pan con queso y empezó a disponer de su comida con toda la calma del mundo. Difícilmente se lo podía tener en cuenta; después de todo, había escogido el mismo lugar que yo para disfrutar de la vista y los aromas de aquel glorioso día de verano. Así que esperé, mientras lo observaba ingerir cada bocado. Hacía mucho que no probaba el pan. Cuando terminó, el muchacho pareció echarse una siestecita, tenía el gorro casi encima de los ojos, las manos le colgaban entre las rodillas, al parecer sin enterarse de lo que pasaba a su alrededor. Esperé un poco más. No hizo ni un movimiento. Pensé en mis hermanos y en el largo camino de vuelta al lago, y empecé, muy lentamente, a bajar de la rama.
Hubo un tiempo en que mis hermanos y yo nos desplazábamos por el bosque veloces y en silencio total. Nadie nos habría visto, ni oído ni habría podido atraparnos. Pero ahora mis manos habían perdido el tacto sensible. Estaban hinchadas y endurecidas y las articulaciones me dolían incluso con el calor del verano. Perdí agarre un momento, me aferré a una rama y rompí una ramita, el más leve de los sonidos. Se puso en pie en un instante, me miraba directamente y sus ojos redondos expresaban maravilla.
—¡Hada! —exclamó en voz alta y un habla algo confusa—. ¡Una chica hada!
Su sonrisa era enorme y alegre, como si se hubiera cumplido su sueño más anhelado, como si hubiera visto el objeto más maravilloso de su imaginación. Por un instante le devolví la mirada. Después resbalé hasta el suelo, cogí mi hatillo, salí pitando por el bosque y me aseguré de que el camino de vuelta a casa fuera tan difícil que nadie pudiera seguirme. Pobre chico. Me pregunté cuántas veces habría esperado en aquel lugar que apareciera un hada. A menudo escogían para aparecerse a los de sus características. Confiaba, si contaba la historia, en que la atribuyeran a su excesiva imaginación. Con suerte, creerían que había visto un hada de verdad.
El encuentro me había afectado. Arriesgarme así a ser descubierta, el mismo día del regreso de mis hermanos, había sido de una insensatez extrema. Prometí no volver a hacer aquel camino, por grande que fuera mi necesidad de ver humanos, por doloroso que me resultara mi aislamiento. No debía llegar ni una palabra a mi aldea, y de allí a la dama Oonagh. Pues vendría a buscarme si me encontraba, de eso no tenía la menor duda. Además, había desperdiciado un tiempo precioso. Ya había llegado el solsticio de verano, y la primera camisa apenas estaba empezada. A ese ritmo pasaría allí muchísimas lunas. Me apresuré por el bosque de vuelta a casa, ansiosa por que cayera la noche.
A decir verdad, apenas tenía dudas de que volverían aquella primera vez como ella me había dicho. Así que me preparé para ellos, me lavé, me peiné los rizos deshechos, ordené mi sencillo hogar tanto como me fue posible. Dejé la hoguera encendida, aunque en ascuas, y me acerqué a la orilla del lago mucho antes de la puesta del sol. Allí llevé a cabo el ritual sola y en silencio. Puse cuidado en no dejarme nada. Por turno saludé a los espíritus del fuego, del aire, del agua y de la tierra. No pedí favores. Lo que hice fue abrir mi mente a lo que viniera. Les dije que lo aceptaba, fuera lo que fuera. Les pedí que me aceptaran por mi parte en la gran red de la vida y que me utilizaran como desearan. Cuando terminé, cogí mi vara de roble que había sido del padre Brien y dibujé un círculo en la arena blanca a mi alrededor. Me senté con las piernas cruzadas en el centro y esperé, con las amplias y vacías aguas del lago ante mí. Poco a poco, los sonidos del bosque se abrieron paso de nuevo hasta mi conciencia. Los árboles crujían y los pájaros respondían desde las alturas. Ya no podía hacer más.
El cielo se oscureció en rosas, violetas y el gris del atardecer. Una lechuza voló por encima de mi cabeza sin que la viera, su grito lastimero quedó flotando en el aire vespertino. No quedaba mucho. Ya no quedaba mucho. Linn estaba callada, tumbada en la hierba, me observaba con atención. Se me acercó un poco más, gruñendo suavemente. Y allí estaban, en el agua, planeaban juntos, fantasmas blancos sobre ondas oscuras. Me dio un vuelco el corazón, pero aun así me quedé quieta y esperé. Se oyó un trueno al oeste, lejos, y la humedad se pegaba a la piel.
El último resto de luz solar se extinguió; la noche extendió su manto sobre el bosque. Cuando el atardecer se volvió noche, hubo un movimiento en el agua, y ellos llegaron a la orilla, uno a uno. El momento de la transformación me fue velado por la oscuridad, pues la luna aún tenía que mostrarse entre las nubes. Vi la tenue silueta de una gran ala, arquearse un cuello fuerte. Y después allí estaban, mis hermanos, mis seres queridos, en la arena frente a mí, aturdidos y mojados, medio vestidos con las mismas ropas que llevaban antes, y entonces, el mejor bálsamo para el espíritu que imaginarse pueda, llegó el saludo silencioso entre mentes, a trompicones e incoherente al principio, pero que me llenó el corazón de la alegría más inmensa.
Sorcha. Sorcha, estamos aquí.
Me adelanté, los toqué uno a uno, sólo viendo a medias, a la luz de mi pequeño farol, la confusión y lo salvaje de sus ojos, escuché sus voces entrecortadas y vacilantes. No estaban bien. Si había esperado que me los devolvieran enteros y sin cambios, valerosos, sinceros y sonrientes como los recordaba, había malinterpretado la naturaleza de los encantamientos.
No es tan malo. —Conor me rodeó con el brazo cuando oí su voz interior—. ¿Recuerdas el cuento de los cuatro hijos de Lir? Novecientos años pasaron convertidos en cisnes y cuando por fin recuperaron la forma humana, eran hombrecitos y mujercitas encorvados y deformes. Hemos regresado incólumes, en cuerpo al menos, y algo más pronto que ellos.
Eso poco me reconfortó. ¿Es que mis hermanos no sabían nada del hechizo y el contrahechizo? ¿Nada de la duración del encantamiento y del método para deshacerlo? ¿Cómo iba a explicárselo, sin el poder de la palabra y obligada a mantener silencio sobre mi historia? Y algo más iba mal.
¿Dónde está Finbar? Pues a mi mente le faltaba un hermano y mis manos sólo tocaban cinco.
—Viene. Dale tiempo —dijo Conor en voz alta, y me reconfortó escuchar que su voz sonaba como siempre.
Y ahora los demás empezaban a despertarse, gruñían ligeramente como si hubieran tomado demasiada cerveza o se hubieran pegado una paliza en el patio de prácticas, y a medida que recuperaron poco a poco la conciencia humana se reunieron a mi alrededor y me abrazaron, y se cogieron de las manos y por los hombros como para asegurarse de que aquello no era otra visión, truco o hechicería. La perra se acercó a Cormack, aún cautelosa. Él se agachó para rascarle las orejas y acariciarle la cara marcada con dedos delicados. Entonces lo reconoció, saltó y le plantó las patorras en el pecho, ladrando extasiada. Lo vi retroceder por un instante, me pareció que algo muy parecido al miedo le cruzó el rostro, pero al instante despareció y sonreía de oreja a oreja mientras le rascaba con fuerza el lomo.
Cogí a Conor por la chaqueta, y lo aparté de la orilla. En la otra mano sostenía el farol. Mis hermanos me siguieron colina arriba hasta la cueva, pero aún les costaba volver a reconocerlo todo y estuvieron callados casi todo el tiempo, me seguían sin protestar. Llegamos a la cueva y yo avivé el fuego y encendí otro farol. No debería suponer un peligro. Aquella noche toda alma viviente estaría reunida alrededor de las hogueras del solsticio, y sólo los más temerarios o ignorantes de los mortales se aventurarían en las profundidades del bosque en dicho momento.
Mis hermanos se sentaron alrededor de la pequeña hoguera como espíritus perdidos que vagaran lejos del camino que habían elegido. Al principio hablaron poco; parecían aturdidos, aunque de vez en cuando alguno alargaba el brazo para tocar la mano de otro, como para asegurarse de que habían recuperado en verdad la forma humana. Al cabo del rato, cobré conciencia de que también Finbar estaba allí, que había llegado en silencio desde el agua para unirse a nuestro pequeño círculo. Cuando me estiré para echar otro trozo de madera de fresno a la hoguera, su mano agarró la mía; sus ojos siempre habían sido severos.
—Tus manos —dijo sombrío—, ¿qué te ha pasado en las manos? —Y sus largos dedos me acariciaron con dulzura los míos, sintiendo las durezas, la hinchazón y el endurecimiento de las articulaciones—. Sorcha, ¿qué ha pasado? ¿Por qué no nos hablas?
Era consciente de que no podía contar mi historia, ni siquiera a mis hermanos. Así que me toqué los labios sellados con los dedos, junté las manos e hice un gesto de basta, mientras sacudía la cabeza. No voy a hablar. No diré nada. No os lo puedo contar. Había levantado un escudo poderoso alrededor de mis pensamientos, pero no contaba con la intuición de Conor.
—A ti te ha lanzado esta maldición —dijo Conor—. Eso está claro. ¿Con qué fin? ¿Hay un fin?
Sacudí la cabeza con tristeza, haciéndole ver de nuevo con un dedo sobre los labios que no podía decírselo.
—¿No puedes decir nada? —preguntó Diarmid, su rostro la imagen de la frustración—. Pero entonces, ¿cómo sabremos… cómo sabremos…?
—¿No tienes recuerdos del tiempo que hemos pasado fuera? —le preguntó Conor con cautela.
—¿Recuerdos? No exactamente. Es más como…
—Sentimientos, no pensamientos —intervino Padriac que, de todos ellos, parecía el menos afectado, aunque algo más tranquilo—. Hambre, miedo, calor, frío, peligro, refugio. Eso es lo que un cisne conoce. Era… diferente. Muy diferente. —Lo vi mirar sus brazos un instante y sospeché que deseaba seguir volando como hombre.
—Tienes que entender, Sorcha —dijo Conor con su tono pausado—, que la mente de una criatura salvaje no es como la del hombre o la mujer. Creo que muy poco traspasa los límites con nosotros, cuando cambiamos. Como cisnes vemos las cosas que les ocurren a los hombres, pero no podemos entenderlas como tú lo haces y, una vez transformados de nuevo en humanos, sólo recordamos la otra vida vagamente, como enturbiada por una neblina otoñal. Padriac lo ha resumido bien. Una criatura salvaje conoce la necesidad de ocultarse, de proteger, de huir, de buscar comida y refugio. Pero la conciencia, la justicia, la razón… están fuera del alcance de su mente. Finbar encuentra este castigo muy duro, pues valora estas cosas por encima de todas las demás. Puede que la dama Oonagh eligiera esta maldición especialmente para él, para el resto ya es bastante duro. —Miró al otro lado del círculo de luz a Finbar, que nos observaba en silencio, con el rostro en sombras.
—El castigo de Sorcha es peor —dijo Cormack con seriedad—. Sola en el bosque, tan lejos de todo y sin poder hablar. —Me miró con atención.
—Por lo menos hemos vuelto y podemos arreglar las cosas —dijo Liam, que estiraba sus largas piernas con cuidado, como para comprobar que aún funcionaban bien—. ¿O es esto una visión que desaparecerá antes de que tengamos tiempo de pensar o actuar? ¿Durante cuánto tiempo recobraremos nuestra forma humana?
Pero no podía responder. Contárselo era contar parte de la historia, y eso estaba prohibido.
—No mucho, sospecho, a juzgar por la congoja en la mirada de Sorcha —dijo Diarmid con amargura.
—Yo sospecho que sólo esta noche —intervino Conor—. En los antiguos cuentos, son el atardecer y el alba los momentos de transformación. Tenemos que prepararnos para lo peor.
—¿Una sola noche? —Diarmid estaba indignado—. ¿Qué podemos hacer en una sola noche? Yo me vengaría, desharía el mal que ayudé a crear. Pero estamos lejos de casa, demasiado lejos para volver. ¿Por qué estás aquí, Sorcha? ¿Y el padre Brien, que tenía que ayudarte?
Ésa era otra historia, y podía contarse. Les hice gestos. Una cruz cristiana, monedas en los ojos. Un vuelo, arriba en el cielo lejano y hacia el oeste. Me entendieron con toda claridad.
—Así que nuestro anciano amigo ha muerto —dijo Liam.
—Y no de causa natural, me juego lo que sea —añadió Cormack—. Aquel hombre era un roble, por menudo que fuera; tenía más fuerza que muchos guerreros.
—La mano de la dama Oonagh llega lejos —dijo Diarmid.
Conor lo miró.
—Habrá venganza —dijo—. Una venganza total y terrible. Sus asesinos serán descuartizados y los cuervos dejarán sus huesos blancos.
Todos lo miramos. El tono ni le había cambiado.
—Te creemos —dijo Diarmid alzando una ceja.
—Era cristiano —intervino Padriac—. Quizá deseara el perdón, no el castigo.
Conor miró la hoguera.
—El bosque protege a los suyos —dijo.
—Para ti fue una gran pérdida, Sorcha —dijo Liam—. ¿No tienes compañeros aparte de la soledad?
—No te lo puede decir —aclaró Conor—. Pero esto tiene un objetivo, no albergo dudas. Sorcha, ¿sabes cuánto durará este encantamiento? ¿Tiene un final? ¿Cuándo podemos volver?
Sacudí la cabeza y me puse ambas manos sobre la boca. ¿Por qué no dejaban de hacerme preguntas? Noté una lágrima resbalarme por la mejilla.
—Durará mucho tiempo, creo. —La voz de Finbar era muy suave—. Un tiempo que se medirá más en años que en lunas. No hostigues a Sorcha en busca de respuestas.
Ni uno solo se lo discutió. Cuando Finbar hablaba así, siempre era la verdad.
—¡Años! —exclamó Liam.
—No podemos dejarla aquí sola durante tanto tiempo —dijo Diarmid—. No es seguro, ni correcto.
—No tenemos alternativa —repuso Conor—. Además, tú conoces nuestros cuentos antiguos tan bien como el resto. Esto tiene que tener un objetivo, pero le han prohibido contarlo. ¿Verdad, Sorcha?
—Tareas —añadió Cormack en voz baja desde donde abrazaba a la perra—. Antes de que termine hay que completar unas tareas. —Vio cómo yo asentía—. ¿Qué podemos hacer, Sorcha?
Sacudí la cabeza, abrí las manos. Nada. Nada salvo manteneros a salvo. Manteneros con vida durante el tiempo suficiente.
—Es algo que tiene que ver con sus manos —prosiguió Conor lentamente, y su voz quedó oscurecida por un sentimiento que no pude comprender del todo—. No te someterías a un daño así por nada. Algo malvado está obrando aquí, estoy seguro.
Sacudí la cabeza, pues sólo tenía parte de razón.
No. Malvado no. Es la manera. Tenéis que dejarme hacerlo. Os puedo salvar.
—Mirad —dijo Padriac desde detrás de mí. No había reparado en que se había metido en la cueva, pero ahora salía con el huso en una mano y un pabilón del hilo acusador colgando, punzante y quebradizo. La luz brillaba sobre los mechones engañosamente delicados. Todos inspiraron a la vez y Padriac se sentó entre los otros, sosteniendo el huso entre sus hábiles manos.
—¿Qué es eso? —preguntó Liam, escandalizado, cuando sus dedos tocaron la fibra—. Este hilo está lleno de espinas. No me extraña que tenga las manos destrozadas. Este hilo es…
—Es estrellada —dijo Padriac—. Sorcha ha preparado la fibra para hilarla, y ha empezado a tejer un recuadro.
—¡Hilar estrellada! —exclamó Cormack—. ¿Dónde se ha oído tal cosa?
—Tú mismo has mencionado las tareas —le recordó Conor a su gemelo—. Parece que tienes razón.
—No hace falta que te hagas el sorprendido —comentó Cormack con un rastro de su antigua sonrisa.
—Seis hermanos. —Finbar había estado muy callado, y forzó la voz, como si hablara sólo porque debía—. ¿Seis hermanos, seis prendas, a lo mejor?
—¿Prendas de estrellada? Gustoso prescindiría de tan ruda vestimenta —comentó Diarmid.
La mirada desapasionada de Conor los repasó, evaluando.
—Gustoso la llevarías —repuso lentamente—, si tuvieran el poder para deshacer el hechizo. —No le había costado demasiado adivinarlo.
Por un momento se miraron unos a otros por encima de la hoguera, me parecía que entre mis hermanos tenía lugar una comunicación que no necesitaba palabras, y que esta vez me dejaban fuera. Miré alrededor del círculo, y sentí que estaban más unidos ahora que nunca, y entonces crucé la mirada con Finbar, sentado algo aparte, que me miraba. Había en su expresión una cautela que no conocía, una incertidumbre que me preocupaba, pues, de todos, era el que más seguro había estado de su manera de obrar. Intenté alcanzarlo con la mente.
¿Qué pasa, Finbar?
Pero fue Conor quien respondió.
—Es difícil regresar, Sorcha, y más difícil para unos que para otros.
—Puede que tengamos poco tiempo —dijo Liam poniéndose en pie—. Si lo que Conor sugiere es cierto, puede que sólo tengamos hasta el alba. Tenemos que hacer lo que podamos para aprovisionar a nuestra hermana.
—Sólo una noche y aquí atrapados en el bosque —comentó Diarmid con amargura—. ¿Por dónde empezamos cuando hay tanto que hacer?
—Algo se puede hacer —dijo Liam, tomando el control—. Pequeñas cosas, quizá, pero útiles. Créeme, Sorcha, nos duele y nos avergüenza a todos tener que dejarte aquí sola. Pero al menos podemos intentar asegurarte algo de comodidad. Hay que cortar madera, adecuar este lugar para el invierno, pues me temo que no volveremos hasta que las nieves cuajen; podemos hacerlo a la luz de un farol. ¿Tienes un hacha?
Asentí.
—Al oeste hay tierras de pasto y grano almacenado —añadió Conor.
—¿Muy lejos? —preguntó Cormack.
—Vas y vuelves antes de que rompa el alba —respondió su gemelo—. Llévate a Linn. Está oscuro y los caminos son traicioneros. Te guiará. Sospecho que en cualquier caso no consentirá en quedarse atrás.
—Iré contigo —dijo Padriac—. O iría, pero estas botas me están matando. Ése es el problema de las transformaciones. Tú sigues creciendo pero tu ropa se queda del mismo tamaño. A lo mejor me van bien las tuyas, Finbar. —Le iban bastante bien, pues mi hermano más pequeño había crecido media cabeza desde la última vez que lo vi. Las que él dejaba podrían servirme a mí algún día, si ese día llegaba. Padriac y Cormack desaparecieron bajo los árboles, con un farolillo en la mano y cuchillos en los cintos, pues también eso habían encontrado. Confiaba en que no necesitaran las armas. Pensé que podrían pasar desapercibidos entre los juerguistas del solsticio, fuera cual fuera su menester. Linn los siguió, nadie hubiera podido detenerla. Por lo menos ella se sabía el camino.
* * *
Liam y Diarmid la emprendieron con el hacha, cercenaban ramas del fresno caído y las almacenaban bajo un saliente. Trabajaban con una velocidad y precisión que me sorprendió, y no pararon para comer ni para beber. Se llevaron la segunda lámpara a trabajar con ellos, y nos dejaron al resto en la semioscuridad de la hoguera.
—A ver —dijo Conor—. Quiero ver esas manos. ¿Tienes bálsamos suficientes? ¿Cera de abejas?
Le mostré mis reservas menguantes, almacenadas en un nicho de la cueva.
—Eso no va a durar mucho —dijo con seriedad—. ¿Qué harás entonces? ¿No hay otra manera de realizar esa tarea?
Sacudí la cabeza.
—Bueno, por lo menos te puedo atender esta noche, y puede que consiga ayuda para ti. Tienes que entender, lechucita, que esto es lo peor para nosotros. No estar aquí contigo, tener que verte sufrir por nuestra culpa, ver que sacrificas tu vida por nosotros… nos parte el alma. Para Finbar es aún más duro. Él, de todos nosotros, necesita seguir el camino recto, por obstáculos que haya en medio. Que se lo hayan arrebatado, en lo que pareció menos de un suspiro, lo destroza. Y ahora debe hacer daño a aquello que más ama.
Regresamos a la hoguera, donde Finbar seguía sentado en silencio. Conor me tomó la manita y empezó a extenderme el ungüento con cuidado, dándome masajes en los dedos. Dejó de hablar y empezó a tararear con suavidad, una melodía monótona que empezaba igual que acababa, de manera que proseguía y proseguía, encajando perfectamente con la extraña quietud de la noche. Más allá, los golpes sordos del hacha sobre la madera acompañaban la canción. Empecé a relajarme. Al principio me estremecí, pues me dolía que me tocaran las manos, pero al cabo de un rato, la canción me adormeció y oí a las lechuzas en los árboles de alrededor y el canto de las ranas en los numerosos cursos alrededor del lago. Y entonces Finbar se sentó a mi lado y me tomó la otra mano. La mano de Conor estaba caliente y llena de vida; la de Finbar, helada como el hielo. Así estuvimos sentados durante un tiempo, y yo rendí mis dedos dañados a los cuidados de mis hermanos, almacenando imágenes y sentimientos que me duraran durante el largo y agotador período hasta el solsticio de invierno. Tendrían que bastar. Conor aún tarareaba retazos de canción en voz baja, proyectando su fuerza en mis manos y a través de ellas a mí. Al final Finbar habló.
—Lo siento, Sorcha. Casi no sé ni qué palabras elegir. Una noche. Es demasiado poco tiempo para despertar nuestros recuerdos de este mundo. Mi mente aguanta demasiado y he visto… he… no, algunas cosas es mejor no decirlas.
Me di la vuelta para estar frente a él y esta vez me miró directamente a los ojos. Vi la hoguera oscilar en sus ojos grises, y en ellos había duda.
¿Qué es esto? ¡No puedes desistir! Tú, de todas las personas. ¿Qué ocurre?
Seguía bloqueando su mente.
—Puedes hablar con nosotros, Finbar —susurró Conor—. Aquí nos unen nuestras manos. Te conocemos. Conocemos tu valor. Cuéntanos qué te preocupa, si no quieres abrirnos tu mente. —Se lo decía con amabilidad, pero había una autoridad en sus palabras que no le dejaba a Finbar elección.
—¿Por qué Sorcha? —dijo—. ¿Por qué elegirla a ella para un sufrimiento tal? No ha cometido ningún desmán, es inocente, incapaz de un mal pensamiento. ¿Por qué debe hacer este sacrificio por nosotros?
—Porque es la más fuerte —repuso Conor simplemente—. Porque puede doblarse con el viento y no romperse. Sorcha es el hilo que nos une a todos. Sin ella somos hojas en el viento, volando de aquí para allá sin ton ni son.
—Somos fuertes. Todos somos fuertes.
—A nuestra manera, sí. Pero cada uno de vosotros se rompería ante esta tormenta. Incluso tú, pues llega un momento en que el camino recto se derrumba bajo los pies o se lo llevan las riadas, y entonces si no tomas otro, estás perdido. Sólo Sorcha puede conducirnos a casa.
—Hablas con acertijos —repuso Finbar con impaciencia—. ¿Y tú? ¿Cómo puedes estar tan tranquilo, aceptarlo con tanta calma, cuando ves a nuestra hermana tan delgada como un espectro, vestida con harapos y con la piel supurando por las heridas? Prefiero morir o seguir maldito para siempre a que sufra por mí de este modo. ¿Cómo puedes soportarlo y aceptarlo?
Conor lo observó con seriedad.
—No me juzgues mal. Siento el dolor de Sorcha profundamente, ella lo sabe. Pero ya he recorrido antes este camino y he estado en el umbral entre este mundo y el otro. Puede que eso lo haga más fácil, pues a diferencia del resto de vosotros, yo llevo ambos en mi interior. Para ti la transformación será cada vez más dura. Pero tus dudas no harán nada por facilitar la tarea de Sorcha. Necesita nuestra fuerza, mientras estemos aquí. Necesita tocarnos mientras pueda.
Nos quedamos callados un rato. Me di cuenta de que Conor en realidad no había respondido a la pregunta de su hermano. Era tarde, y el bosque estaba en silencio excepto por los golpes del hacha que resonaban en la oscuridad. Recordé otra época, en la que vi las imágenes mentales de Finbar a pesar de sus esfuerzos por expulsarme: el frío, la caída, el vuelo… ¿Era eso lo que temía, las visiones fugaces que le mostraban el porvenir? ¿Cuánto veía? ¿Y era tan negro el futuro que no se atrevía a compartirlas?
Mi mente estaba bien resguardada, pero Finbar habló como si conociera mis pensamientos.
—Sorcha —dijo con suavidad—. Créeme cuando te digo que no tendrías que hacer esto, sería mejor para ti que te marcharas bien lejos y nos olvidaras. Abandona el bosque y busca protección en la hermandad religiosa del oeste. Aquí no estarás nunca segura. —Se enroscaba el pelo entre los dedos sin descanso.
—¿Así que vamos a perecer todos? —preguntó Conor con cuidado—. Desde luego eso le encantaría a la dama Oonagh. Ofendes a tu hermana con una sugerencia tal, Finbar. Somos sus hermanos, nos quiere como nosotros la queremos a ella. No podría tomar esa decisión.
—No debe quedarse aquí —replicó Finbar. El bloqueo de su mente era firme; fueran los que fueran sus oscuros pensamientos, no pensaba mostrárnoslos.
—Esas imágenes mentales —prosiguió Conor mientras atizaba las brasas con un palo largo— pueden ser acertijos en sí mismas. Lo que ves puede que sea la verdad, una media verdad o una pesadilla de tu invención, nacida de tus miedos y deseos. Puede incluso que el hechizo de la dama Oonagh te esté afectando ahora mismo. A lo mejor se entromete en tus voces interiores del mismo modo que transforma tu apariencia externa. No puedes confiar en esas visiones.
—¿En qué otra cosa puedo confiar? —respondió Finbar—. No tengo conciencia del tiempo que ha transcurrido desde que nos fuimos, ¿qué otro mapa me queda para guiar nuestras decisiones? Poco tiempo tenemos para recordar quiénes somos antes de que nos lo vuelvan a borrar. Nuestro padre podría estar muerto o peor.
—Sigue vivo —repuso Conor en voz baja—. Profundamente afligido por la pérdida de sus hijos y bien sometido al embrujo de su esposa, pero no totalmente rendido a sus deseos. Sobrevive, hasta el momento.
¿Cómo lo sabes? Sus palabras nos habían sorprendido a ambos; le hicimos los dos la misma pregunta, yo interiormente, Finbar en voz alta. Teníamos los ojos fijos en Conor. Nuestra expresión, creo, era la misma.
Conor miró nuestras manos unidas, sonrió algo arrepentido.
—Tienes razón, por supuesto —dijo—. No se puede ser hombre y ave al mismo tiempo. Al entrar en el nuevo estado de conciencia, pierdes los recuerdos del viejo. No eres un hombre con plumas de cisne, no es tan sencillo. Cambias por completo y tu visión del mundo es la de una criatura salvaje: huida, seguridad, peligro, supervivencia. El lago, el cielo. Poco más hay. En ese tiempo, puedes sobrevolar el señorío de lord Colum o nadar por la orilla en la que Eilis y sus damas juegan a la pelota, pero no los ves, no como un hombre los vería. Tú no puedes, pero yo sí.
Finbar inspiró con brusquedad.
—Tendría que haberlo sabido —dijo lentamente—. Estás más avanzado en el camino de lo que suponía. Lo siento, al mismo tiempo que me alegra; tu carga es peor que la mía, a su manera.
La dama Oonagh. ¿Qué pasa con ella?
—Sigue gobernando allí, Sorcha. Y dará a luz un niño en la época de la cosecha. Su influencia es fuerte. Sigue buscándote, pero sin éxito, pues los moradores del bosque te protegen.
—Padre. Has dicho que no estaba totalmente bajo su hechizo. ¿Qué querías decir? —preguntó Finbar con firmeza. Lo miré sorprendida. A lo mejor no lo conocía tan bien como pensaba. Captó mi expresión—. El poder del encantamiento es grande, Sorcha —respondió con más calma—. El poder de la pérdida también es fuerte. Empiezo a comprender, ahora, por qué ha actuado de la manera en que lo ha hecho. Así que me importa que él sobreviva. Importa que alguien la detenga. Pero hay un límite al precio que pagaré por ello. Hay un límite al precio que cualquiera de nosotros tendría que pagar.
—Te puedo hablar de padre —dijo Conor. El sonido del hacha sobre la madera había parado; en ese momento mis dos hermanos mayores bajaron de la colina, con la respiración fatigada, y se acuclillaron junto a nosotros—. Podría contarte muchas cosas, pero a veces es mejor no saber.
—¿No saber qué? —preguntó Liam, acomodándose entre Conor y yo y rodeándome con un brazo.
—Lo que pasa, lo que cambia en el mundo mientras estamos en el otro estado —respondió Conor. Liam lo miró con severidad—. Así que tú lo sabes —dijo, con un tono no demasiado aprobador.
—Algunas cosas sí, otras no. No puedo estar en todas partes a todas horas; mi forma corporal es la misma que la tuya. Lo veo de manera diferente, eso es todo. Es seguro que tu padre sigue vivo y que no está completamente perdido, aunque su pena es espantosa. A quien más añora ver es a su hija, en cuyo rostro perdura el último recuerdo de aquella a quien amaba y perdió. La dama Oonagh detesta eso —dijo Conor.
Me quedé con la boca abierta. ¿A mí? Pero si apenas reparaba en mí cuando estaba allí.
—¿Qué cuento le contó para que aceptara su inocencia en esto? —preguntó Diarmid con una amargura terrorífica.
—Eso no te lo puedo decir —repuso Conor—. Además, ¿para qué ahondar tu pena y frustración? No podemos hacer nada por él, o contra ella, hasta que rompamos el encantamiento. Así que debemos hacer lo que Sorcha desea y dejarla que complete su tarea, aunque nos rompa el corazón.
Fue horrible lo rápido que transcurrió el resto de aquella noche. Nos sentamos junto al fuego, hablamos de esto y aquello intentando no mirar el cielo con demasiada frecuencia en busca de los indicios del alba. Más tarde, mucho más tarde, los chicos y Linn regresaron de su expedición. Habían escapado a la peor tristeza de la noche llenándola de actividad. Sería una noche largo tiempo recordada por la gente local, un Meán Samhraidh en el que la gente menuda había estado más activa de lo habitual: de varias cuerdas de tender desaparecieron prendas y unas cuantas despensas y bodegas presentaron vacíos inesperados en sus estanterías. Padriac me dio una túnica de lana calentita de un rojo vivo, varias tallas más grande, un mantón con mucha cabida y unas medias tejidas a mano, bien reparadas. Me irían bien en invierno. Cormack traía un enorme saco de comida y un manojo de nabos, un queso redondo curado y unos cuantos metros de soga. Ambos tenían los bolsillos llenos de tesoros. Linn se relamía el hocico.
—Espero que hayáis puesto cuidado en que no os vieran —dijo Liam con ceño—. No quiero que corra la voz del paradero de Sorcha entre aquella gente: ya sabéis cómo corren las lenguas. Con un viajero que oiga un chisme aislado, la historia empieza a viajar por los caminos y llega a oídos de la dama Oonagh en menos que canta un gallo.
—No te preocupes, hermano mayor —se rió Cormack—. Puede que no tengamos muy claro si somos hombre o pájaro, pero no hemos perdido todas nuestras habilidades. Te aseguro que no hemos dejado ningún indicio. Hasta la perra ha colaborado, ¿verdad, Linn?
Bailaba a su alrededor encantada: había vuelto y su mundo volvía a estar en su sitio. Me habría echado a llorar por ella, pues sabía qué poco se iba a quedar.
—Tendremos que compensar a esta gente cuando seamos nosotros mismos otra vez —dijo Diarmid—. Robar está mal; además, son pobres y difícilmente pueden prescindir de estas cosas. Con todo, creo que la necesidad de Sorcha es mayor, justo ahora.
—No te preocupes —dijo Padriac con suavidad, pues se daba cuenta de que el sermoncito iba destinado a él—. No nos olvidaremos. Alguna víspera del solsticio, en años venideros, la gente menuda les dejará una pila de leña, una jarra de cerveza y algunos caprichitos para ellos. Volveremos.
—A lo mejor —intervino Finbar.
—¡Ya basta! —La voz de Liam era cortante—. Para finalizar su tarea, Sorcha necesita nuestro apoyo, necesita nuestra confianza. ¿No has dicho tú siempre que los siete debemos estar para los demás, que nuestra fuerza reside en nuestra unidad? Por supuesto que Sorcha finalizará su tarea y por supuesto que volveremos. No lo dudo ni por un instante.
—Tan seguro como que el sol sigue a la luna —dijo Conor en voz baja—. Tan seguro como que siete arroyos se convierten en un gran río que fluye y se arremolina sobre las rocas bajo un enorme acantilado, sin interrumpir nunca su viaje al mar.
—La próxima vez, Sorcha —dijo Padriac—, te construiré un telar mejor. Hay buenas piezas de fresno, las he puesto a secar bajo el saliente al final de la cueva. Tendrían que estar listas para el solsticio de invierno si las mantienes al resguardo de la lluvia. Y guarda esa cuerda, la voy a necesitar.
Le sonreí, tan ansioso por ayudar y aún tan joven. No le cabrían los pies en las botas, pero en esencia no había cambiado en absoluto. No, no era mi hermano pequeño el que me preocupaba.
—Me pregunto —dijo Finbar con una nota tozuda en su voz que todos reconocíamos— por qué tiene que pasar esto. ¿Por qué Sorcha debe soportar lo que va a suceder, por qué sacrificarse así cuando podría estar a salvo y protegida, y seguir con su propia vida en paz? ¿Por qué no dejarnos como estamos? Por lo que sabemos, para cuando esté hecha la tarea, si puede realizarse, nuestro padre podría estar muerto o cambiado para siempre: ¿para qué entonces habría que salvarnos y arruinar así la vida de nuestra hermana?
Todos lo miramos. Hubo una leve pausa. El primero en hablar fue Conor.
—Porque no se debe consentir que reine el mal —repuso.
—Porque debemos reclamar lo que nos pertenece —añadió Liam.
—Y salvar a nuestro padre si podemos —dijo Cormack—. Es un buen hombre, con todos sus defectos, y sin su liderazgo nuestras tierras están perdidas. Britanos, vikingos y pictos acudirán en masa a las islas y hasta nuestra propia puerta.
—Porque Sorcha cree que es lo correcto —repuso Padriac con una simplicidad devastadora.
—No puedo permitir que la obra de la dama Oonagh quede sin castigo —añadió Diarmid—. De no ser por mi estupidez, habríamos podido detenerla. Mi honor requiere que la busque, que le ponga fin.
—Escuchad —dijo Padriac—. Es casi el alba.
Estaban en silencio. Un pájaro solitario había empezado a chirlear entre los olmos. Y el cielo empezaba a aclararse con el primer gris pálido de la mañana.
Nos acercamos a la orilla. Liam iba el primero, con el farol. Yo caminaba junto a Finbar e intentaba hacerle saber cómo me sentía, pero no sabía si me oía.
Estaré bien. Cree en mí. Aguanta y sobrevive. Por todos nosotros. Era como enviar pensamientos al aire, que se llevaba una brisa que pasara.
Esperamos la luz, cogidos de las manos en nuestro círculo, sin decir nada, transmitiéndonos fuerza y amor unos a otros. Finbar entre Conor y yo, nos dejó cogerlo de las manos, pero seguían heladas, como si nada pudiera volver a darle calor. Justo antes del alba, Conor me pidió que volviera a la cueva, pues, dijo, era mejor que no los viera marchar. Me abrazaron uno a uno; Conor el primero, después los otros, hasta que sólo quedó Finbar. Pensé que se marcharía sin una palabra, pero me tocó en la mejilla y por un momento me dejó entrar.
Mantente a salvo, Sorcha. Hasta la próxima vez. Sigo aquí por ti.
El coro de pájaros se hinchó. Fue como aquella otra mañana, la mañana que la niebla se alzó desde el lago y me los arrebató. De repente fue demasiado para soportarlo, sentí los labios temblando y las lágrimas inundándome los ojos.
—Ahora vuelve dentro, lechucita —dijo Conor con suavidad y su voz llegó a mí como por un largo y estrecho túnel.
—Hasta que volvamos —añadió Cormack o puede que fuera otro, y de repente llegó el alba, se oyó el ruido de un golpe de viento, de aguas revueltas, de batir de alas y yo corrí cegada por las lágrimas de vuelta a mi cueva y allí me quedé, bocabajo, llorando, pues perderlos entonces no era más fácil que la última vez y no quería ver, ni siquiera imaginar, cómo sus mentes se escapaban y sus cuerpos se convertían en criaturas salvajes.
Fuera, Linn empezó a aullar lastimeramente, aulló y aulló, y resonó en el bosque y sobre las aguas, en el cielo rosáceo y anaranjado, después azul a medida que el alba dio paso al día.