La dama Oonagh me había ordenado suspender las visitas a la aldea; no era apropiado, había dicho, que la hija de lord Colum se paseara por el pueblo como si fuera la hija de un hojalatero, manchándose los pies de barro y mezclándose con toda clase de gentuza. Tenía que dejarme de todas esas tonterías y empezar a aprender a comportarme como una dama. La música, eso sí era apropiado. Pasé una mañana tocando la flauta para ella y, a regañadientes, el arpa, pues ordenó que nuestro pequeño instrumento fuera bajado al salón. Afortunadamente, mi padre estaba ocupado con otra cosa aquel día. Pronto le quedó claro que poco más podía aprender. A coser, entonces. Me pidió ver mi labor, y me vi obligada a confesar que no tenía. Bueno, sabía remendar y coser el dobladillo de una túnica o un vestido. Pero nunca se había requerido bordar en aquella casa llena de hombres. Oonagh me mostró un velo de fina hierba, moteado con una miríada de pajaritos y flores. Era precioso, alrededor de su brillante melena parecía una reina. Me enseñaría las técnicas que precisaba para dicha tarea. Costaría muchísimo tiempo y tesón, así que se habían acabado las visitas a los enfermos con una cesta de lociones y pociones. Que otro lo hiciera.
—Nadie más posee los conocimientos —dije sin pensar. Era la pura verdad. Los ojos de Oonagh se achinaron y sus finas y arqueadas cejas se tensaron, estaba contrariada.
—Qué desgracia —dijo—. Pues esta gente tendrá que apañárselas como hacían antes de que aparecieras, querida. Mañana te quiero aquí con agujas e hilo justo después del desayuno. Tenemos mucho tiempo perdido que recuperar.
No duré demasiado. Mis dedos, tan diestros para vendar, mezclar y medir, eran torpes y negados para la aguja y la fina seda. Bajo su escrutinio rompí el hilo, dejé caer la aguja y manché el delicado tejido con sangre al pincharme. Deseaba que alguno de mis hermanos me interrumpiera y me rescatara, pero no lo hicieron. Estaban planeando una nueva incursión más allá de nuestras fronteras y pasaban el tiempo consultando mapas, practicando con los caballos o puliendo y afilando hasta la saciedad sus armas.
Incluso mi padre parecía ensimismado en presencia de la dama Oonagh, y eso a ella no le gustaba. Algo lo turbaba. Pero yo seguí aplicándome a la aguja bajo su observación. A veces hacía preguntas, a veces se quedaba callada, que era peor, pues sentía su mente alargarse hasta la mía, como si pudiera entrar en mis más secretos pensamientos. Intenté protegerme de ella, del mismo modo que Finbar había aprendido a ocultarme su mente. Pero era muy fuerte y, si no podía leerme directamente, sabía usar las palabras y cómo tender trampas.
—Tu padre está ocupado estos días —dijo una mañana con tono bastante afable, mientras me observaba dar puntadas a un largo tallo en tonos verdes—. Planea otra incursión, me dice. Confiaba en que se quedara más tiempo en casa, pero los hombres son inquietos. —Dejó escapar una risa jovial al tiempo que se encogía de hombros en su elegante túnica azul—. Supongo que sus mujeres acaban acostumbrándose, al final.
Detestaba más sus intentos por mostrarse dicharachera que su hostilidad.
—Es lo que hacen —repuse arrugando la frente por la concentración.
—Con todo, no hace ni una temporada de la última campaña —repuso Oonagh, mientras paseaba hasta la estrecha ventana que daba al patio, por donde Liam y Diarmid pasaban una y otra vez a caballo, mientras practicaban cómo dejarse caer a un lado y recuperar de nuevo la posición con la espada en la mano, un feo truco que empleaban de vez en cuando en el combate cuerpo a cuerpo, si debía creer lo que me decían. Tiene un efecto sorprendente en el enemigo, decían—. No puedo evitar preguntarme qué los llamará otra vez tan pronto. ¿Más intrusos en nuestras fronteras?
—No sabría decir —repuse mientras deshacía un par de puntadas.
—O puede que busquen prisioneros huidos —dijo como quien no quiere la cosa—. Mi señor me informa de que tiene intención de destituir a su maestro de armas, pues parece que ha descuidado en algo sus tareas. Curioso. Con lo que se esfuerzan. Y aun así los cautivos siguen desapareciendo misteriosamente en la noche. ¿Cómo pueden ocurrir esas cosas?
Me quedé helada. Lo sabía. Lo acababa de decir. Me quedé callada mientras se daba la vuelta, sonriente.
—Pobre Sorcha, te estoy aburriendo, niña. ¿Qué interés puede tener todo esto para una niñita, después de todo? ¿Disputas entre clanes y rehenes desaparecidos? Desde luego has tenido una infancia extraña, creciendo en una casa como ésta. Qué bien que esté aquí para atender a tu educación. A ver, enséñame lo que has hecho. Madre mía, qué torcido. Me temo que vas a tener que repetirlo.
Por fin me dejó marchar y pude ir a buscar a Finbar, pues estaba segura de que padre no pretendía deshacerse de Donal, que había formado parte de su guarnición más tiempo del que podía recordar, que había supervisado cada una de las fases de la formación de mis hermanos desde que eran pequeños, sus rasgos sombríos y su estructura robusta eran tan constitutiva de nuestra casa como los muros de piedra mismos. Pero Finbar no estaba por ningún sitio; en cambio, me abordó una niña de las granjas, que había venido a buscarme para que ayudara a su abuela, a la que no le bajaba la fiebre. ¿Cómo iba a decirle que me habían prohibido ayudar? Aquella gente confiaba en mí. Así que recogí mi capazo, me eché encima una capa vieja, me puse mis botarras y salí.
En cuanto me vieron, aparecieron otros en busca de ayuda. Después de la mujer con fiebre me acerqué hasta casa del viejo Tom, para tranquilizarlo a propósito de un forúnculo que le había salido en un lugar muy embarazoso. Lo traté, me colmó de agradecimientos y alabó a mi hermano Conor, que había empleado a sus nietos en los establos, y así, dijo Tom, los había sacado de las faldas de su hija y de paso les había enseñado a los muchachos algo de provecho. Después me llamaron para que viera a un bebé pequeñito y enfermo. Le dejé a la preocupada y joven madre unas hierbas para una infusión que estimularía la leche, y le prometí llevarle hierbas frescas de mi jardín.
Para cuando hube terminado, ya era media tarde y volví a casa tan rápido como pude. Había pasado mucho tiempo desde el desayuno y casi podía saborear las galletas de avena de Janis en el aire crujiente del invierno. Empezaba a extenderse una neblina alrededor de los arbustos de espinos mientras subía por el camino hacia el jardín de la cocina. Estaba ensimismada en mis pensamientos y a punto estuve de tropezar con padre y Donal al girar una esquina del seto. Estaban enfrascados en una conversación y no me vieron. Me detuve en seco y retrocedí para ocultarme tras los arbustos, pues la queda intensidad de la voz de Donal me reveló que se trataba de un intercambio profundamente íntimo.
—… no era mi intención desafiar vuestra decisión, mi señor. Pero al menos escuchadme antes de marcharme. —La voz de Donal estaba bajo el mismo control férreo que ejercía sobre sus monturas, su espada y sus hombres de armas.
—¿Qué tienes que decirme? —replicó padre fríamente—. La decisión está tomada. ¿Qué más hay?
Se habían detenido justo enfrente de mí y no me podía mover sin que me detectaran. Padre estaba de espaldas a mí. Donal estaba tan erguido como de costumbre, pero los profundos surcos alrededor de su boca y su nariz traicionaban sus emociones.
—Asumo toda la responsabilidad de lo sucedido. No hay excusa para un error de ese calibre. Mis hombres han sido convenientemente disciplinados y yo he recibido vuestra reprimenda. El pasado no puede deshacerse. Pero este grado de castigo es injustificado, mi señor Colum.
—Ha escapado un prisionero. No es el primero. Un prisionero importante, esta vez. ¿Cómo puedo tolerar ese error? Me voy de aquí y lo dejo seguro y en custodia, no sólo bien guardado sino inconsciente, casi incapaz de caminar, no digamos de salir de aquí. Al día siguiente recibo un mensaje anunciando que no hay rastro del cautivo. Tus hombres drogados. Tiene que haber habido ayuda desde dentro. Como resultado de tu negligencia, tu posición se ha debilitado mucho. ¿Quién sabe qué ventaja puede habernos sacado un rehén como aquél? No puedo permitir otro error así. Si no puedes mantener un nivel adecuado de control entre tus hombres no hay sitio para ti aquí. Tendrías que considerarte afortunado por haberte permitido seguir a mi servicio durante la investigación del asunto. Tendría que haberte destituido el mismo día que llegué a casa.
—Padre. —Hasta que habló no reparé en que Liam estaba allí, fuera de mi campo de visión, en el camino. Sus botas crujieron en las piedras—. Escuchad a Donal, por favor. ¿No ha sido nuestro guía y nuestro tutor estos catorce años y más? Todas nuestras habilidades se las debemos a él y su paciencia. ¿No es la destitución un castigo muy duro por un desliz?
—Es mi decisión, no la tuya —espetó padre—. Eres demasiado joven para mezclarte en estos asuntos. Quizá no aprecies la importancia de este desliz concreto. Debido a tan inepta actuación y al retraso en informarme de lo sucedido, nuestro cautivo britano podría estar perfectamente dando a conocer a los suyos lo que sepa de nuestras tropas, nuestro terreno y nuestras posiciones. Su grupo no era una partida de expedición corriente. No podemos permitirnos exponernos así otra vez.
—Estaba al borde de la muerte, aquella noche —dijo Donal—. No pudo ir demasiado lejos. Además, ya hemos convenido en que de poco podría informar. Creo que valoráis en exceso su importancia.
—¿En exceso? ¿Yo? —La voz de padre se alzó—. No estás en posición de cuestionar mi juicio.
—Tal vez no —dijo Donal—, pero sí hay una cuestión de lealtad. Os he servido bien, como dice vuestro hijo, estos catorce años. Desde los tiempos de vuestra señora, cuando esta casa era un hogar de alegría.
He convertido a vuestros hijos en buenos y jóvenes guerreros, bien preparados para pelear a vuestro lado por vuestras islas perdidas; están bien entrenados en las artes de la guerra, para defender vuestras tierras y llevar honor a vuestro nombre. Yo he pasado con ellos el tiempo que vos no teníais. He visto crecer a vuestra hija a imagen de su madre, la niña más dulce y mágica que vieron nacer estos bosques. He instruido a vuestros hombres en cuerpo y espíritu, y su lealtad hacia vos está fuera de toda duda. Pero ahora… ¡por la dama, Colum, debo hablar, pues está visto que poco más he de perder por ser honesto!
—No voy a escucharlo —dijo padre sombrío, y su capa giró al volverse sobre sus talones.
—Sí vais a escucharlo, padre. —Liam le puso las manos sobre los hombros y lo detuvo, y vi el puño apretado de padre levantarse como para golpearle y después volver a bajar poco a poco.
—Os cuesta mirarme y escuchar mis palabras. —Donal hablaba con dificultad—. Escuchadme, para mí es aún más difícil hablaros así, y lo hago sólo porque debo abandonar este lugar que se había convertido en mi casa. Mi señor, jamás pedí demasiado, aparte de mi paga y la oportunidad de hacer un buen trabajo. Pero ahora os ruego que escuchéis.
Hubo un silencio. Al final mi padre dijo:
—¿Bien?
—Seré directo, mi señor. Os conozco bien, a veces mejor que vos mismo. En todos estos años siempre os he visto juicioso. Como vuestros hombres dicen, podéis ser duro en ocasiones, pero siempre sois justo. Por eso os siguen, incluso a la muerte. Por eso sois amo de extensas tierras desde el gran bosque a los pantanos, temido y respetado en todo el norte. No cometéis errores. Hasta ahora. Hasta…
—Sigue —dijo padre con el tono helado que normalmente reservaba a Finbar.
—Hasta que conocisteis a mi señora Oonagh —respondió Donal con contundencia—. Desde entonces, no sois el de siempre. Su voluntad está detrás de cada una de las decisiones que tomáis y su influencia os ha cegado…
—¡Basta! —El puño de mi padre cortó el aire y se estrelló repentinamente contra la mejilla de Donal. El maestro de armas se mantuvo en pie mientras florecía una furiosa marca roja en su rostro.
—Digo la verdad, y en vuestro corazón lo sabéis —dijo con mucha calma—. Jamás me habéis golpeado antes con ira. Lo hacéis ahora por ella. Ha envenenado vuestros pensamientos, ahora perdéis el juicio. Tened cuidado, mi señor, pues si vuestros hombres pierden la fe en vos, vuestras tierras corren peligro.
—¡Cállate! —La ira de mi padre era evidente—. No pronuncies el nombre de mi dama, pues tus palabras mancillan lo inmaculado. ¿Así me pagas mi confianza? ¡Apártate de mi vista!
—Padre, sólo os ruega que le escuchéis. —La voz de Liam temblaba ligeramente—. Donal no es el único que piensa así. La dama Oonagh tiene un poder que… que nos afecta a todos. Vuestros hombres están incómodos, vuestra casa temerosa. Eilis y su padre se vieron obligados a marcharse. Vuestra dama intenta separar al hermano del hermano, al padre del hijo, al amigo del amigo, hasta que estemos todos solos. Destrozará esta casa si se lo permitís.
Hubo un largo silencio esta vez, oía la respiración de padre y veía el rostro blanco, nervioso de Liam. Había corrido un gran riesgo. Al cabo de un rato padre dijo lentamente:
—¿Qué quieres decir con obligados a marcharse? La chica tenía el estómago revuelto, eso es todo. ¿Qué puede eso tener que ver con mi dama?
—Había veneno en la comida —dijo Liam en voz baja—. Un veneno muy concreto. Intentamos decíroslo. Sorcha sabe mucho de esas cosas, por suerte para Eilis, que de otro modo habría muerto. No hay pruebas de quién se lo puso, pero los rumores corren rápido.
—Culpar a mi dama es tan insensato como culpar a mi propia hija —dijo padre, pero su tono había cambiado, como si por fin estuviera escuchando lo que le decían—. ¿Por qué querría hacer algo así?
Para separar a padre e hijo, pensé, para que sus propios hijos puedan heredar. O puede que su plan sea aún más ambicioso.
—También había habido veneno antes —dijo padre. Miró a Donal directamente a los ojos—. Has dicho que tus hombres tomaron una poción para dormir el día que escapó el cautivo. Y eso fue antes de que la dama Oonagh llegara. Esas teorías no son sino invenciones, fantasías para satisfacer tu orgullo, una artimaña para que cambie de idea y te mantenga un poco más de tiempo en tu puesto.
—No es así —dijo Donal, y recogió el pequeño petate que llevaba con él. Entonces reparé en la espada al cinto y el arco al hombro—. Mi corazón está aquí, y el trabajo de mi vida, pero me marcho porque así se me ordena. Sólo pido que escuchéis mis palabras y las de vuestro hijo. Ya estáis avisado, estad también atento. —Se acercó a Liam para agarrarlo por el hombro y las lágrimas inundaron los ojos de mi hermano mayor. Y entonces Donal desapareció en el camino, donde no lo veía. Oí el tintineo de los arreos al montar en el caballo y el ruido de los cascos desaparecer en la distancia. Padre lo miró con los ojos entornados.
—Primero Eilis y su padre, ahora Donal —dijo Liam—. Si no os despertáis pronto nos perderéis a todos, uno a uno.
Padre lo miró.
—Más te vale explicarme qué quieres decir —dijo. Liam se le acercó, puso una mano en el hombro de padre y empezó a hablar en voz muy baja. Un momento después, se oyó una carcajada, sonido de pies ligeros y allí estaba la dama Oonagh, una visión vestida de seda corriendo por el camino con primorosas zapatillas. La nube de pelo rojo se arremolinaba alrededor de sus mejillas sonrosadas y el apretado corpiño del vestido azul apenas le contenía los pechos. Se apreciaba una tracería de finas venas sobre su piel nacarada y, de repente, supe, puede que antes que ella misma, que llevaba en su vientre a su hijo. Detrás de ella mi hermano Diarmid trotaba en su persecución, todo él fervor y hoyuelos.
—¡Mi señor! —Se abanicó con la mano, fingiéndose exhausta—. ¡Qué serio, qué solemne! ¡Vamos, déjame animarte! ¡Es un día demasiado bonito para tanta seriedad! —Se puso de puntillas, ambas manos le agarraban la pechera de su túnica y le besó directamente en los labios. La oportunidad de Liam se había perdido para siempre. El brazo de mi padre rodeó a su esposa posesivamente y ella se le colgó como una enredadera a un árbol mientras regresaban a la casa. Observé a Diarmid seguirlos, alicaído y confuso. Observé cómo Liam recogía un puñado de piedras del camino y las lanzaba, con fuerza, otra vez al suelo. Lo vi dirigirse al establo a grandes zancadas, con la frustración escrita con claridad en la cara. Entonces, sólo entonces, salí de mi escondite.
Me tomé un par de minutos, después fui a la casa y me dirigí a la destilería, allí reparé en que algo no estaba bien. Cuando un lugar es tan familiar, tan tuyo, lo das por sentado, no ves los colores y las formas a tu alrededor sino como una extensión de ti misma. Así que fue en uno o dos segundos. Me quité la capa y la colgué en la percha. Me di la vuelta para colocar la cesta encima de la mesa. Entonces lo vi. Las estanterías estaban vacías, las hierbas colgadas, las trenzas de cebolla y ajo, las plantas secas habían desaparecido. Todos los tarros y botellas, todos los cuchillos y cuencos. Mis especias, mis ungüentos, mis paños, vasijas y hatillos, todas las herramientas de mi quehacer habían desaparecido. Había algo de lavanda seca desperdigada por las losas y la puerta de fuera estaba entreabierta. Con el corazón en la mano, salí al jardín.
Justo al fondo, junto al muro, ardía una pequeña hoguera y su aromático humo extendía una suave neblina sobre la devastación ante mí. A cada lado del camino central, habían destrozado todos los caballones, habían arrancado todas las plantas y una confusión de tallos rotos, blanquecinas raíces expuestas y terrones desperdigados cubrían toda la zona. Me tambaleé aturdida. Lavanda, ajenjo, hierba lombriguera y manzanilla. Malva y romero. Caminé por entre sus restos caídos y el dulce aroma de sus hojas machacadas se esparció en el aire en despedida. Las ramas más grandes desparramadas por el suelo o apiladas para leña. Me habían talado el lilo. Nunca cortes madera viva —me había dicho Conor—, a menos que debas. Y jamás sin avisar al espíritu que vive dentro. No destruyas su hogar sin una buena razón. Seguía en silencio, me agitaba, iba sin rumbo de una víctima a otra. Los bulbos tempranos cuya vida secreta yacía profundamente oculta dentro de la capa protectora; los azafranes que tan primorosamente había plantado al abrigo del frío invernal.
Despedazados, aplastados, expuestos en el suelo devastado. Mi tierna enredadera, arrancada del muro y despedazada en mil partes; jamás abriría sus delicadas campanillas blancas para recibir al sol primaveral de nuevo. Seguí caminando. El pequeño roble, el más querido de todos, que apenas me llegaba al hombro, cuidado y velado desde que tenía ocho años; esperaba verlo crecer, año a año, para proporcionar sombra y proteger mis dominios. Lo habían talado por la base y sus brotes ya no acompañarían la vida de la nueva estación. Caí de rodillas, escarbando enloquecida en el suelo, en un vano intento por salvar algo, lo que fuera, pero no podía llorar. Aquello estaba más allá de las lágrimas, más allá del pensamiento. En mi corazón, lancé un estremecedor grito de angustia sin palabras.
No llamé a mis hermanos en voz alta, pero dos de ellos me oyeron. Finbar llegó primero y me rodeó con los brazos, me acarició el pelo, maldiciendo entre dientes. Un momento más tarde, allí estaba Conor, llegaba a grandes zancadas por el camino con el trueno dibujado en el rostro, rugiendo los nombres de los jardineros, volviendo su ira hacia dos hombres en los que no había reparado, que ahora se ocultaban tras la hoguera, con la pala y el rastrillo en la mano, marchitándose en ese momento bajo el feroz interrogatorio de mi hermano.
Agarré a Finbar por la chaqueta y luché para mantener mi respiración bajo control. Me iba a explotar la cabeza por la rabia, la pena y la conmoción. Un instante o dos después dejó de hablar e intentó calmarme con su mente.
Llora, Sorcha. Desahógate. Lo hecho no se puede deshacer.
¡Hasta las violetas! ¡Hasta mi roble! ¡Podían haber dejado el roble!
Has sobrevivido. Somos fuertes. Y todo esto puede crecer otra vez.
¿Cómo van a crecer, con tanto mal como hay aquí? ¿Puede crecer algo? Mis hierbas, mis hierbas no están, todas mis cosas… ¿Cómo voy a trabajar sin mis cosas?
Llora, Sorcha. Desahógate. Aquí estamos todos para ayudarte. Desahógate, hermanita. La tierra acoge tu jardincito en su corazón. Llora contigo.
Era fuerte pero al final me derrumbé entre sollozos de ira y le empapé la pechera de la camisa, después vino Conor.
—Han sido órdenes de mi señora —dijo con sequedad—. Ordenes muy específicas, que no omitían ningún detalle. No puede culpárseles, no tenían elección; saben que a partir de ahora tendrán que consultarlo conmigo. Pero para ti es demasiado tarde, lechucita. Lo siento. Sé cómo habías trabajado en este remanso de paz y que amabas a sus habitantes. Sé lo que significa para ti y para aquellos a los que atiendes.
—Sólo porque…, sólo porque… —Hipé.
—¿La has molestado en algo? —preguntó Conor con amabilidad.
—No hacen falta razones. —Nunca antes había oído la voz de Finbar tan fría, sonaba como padre—. La dama Oonagh no necesita provocaciones para tomar una decisión así. Nos destruirá uno a uno si no la detenemos.
—Me… me dijo que no fuera a la aldea —conseguí articular, mientras me sonaba la nariz en el paño que Conor me había tendido—. Pero me mandaron llamar y jamás pensé… sólo quería… y ella… ella…
Mis hermanos intercambiaron miradas.
—Sorcha, respira hondo —dijo Conor, mientras me conducía hacia el banco de piedra único superviviente de aquel páramo—. Ahora siéntate. Eso está mejor.
Se arrodillaron cada uno a un lado de mí y Conor me tomó de las manos.
—Venga, niña. —Más abajo, junto a la hoguera, los dos jardineros rastrillaban restos, arrojaban más ramas rotas a la pila. Dirigían miradas nerviosas en nuestra dirección—. Bien, Sorcha. Quiero que vayas a mis aposentos y que te quedes allí esta noche. No intentes verla, ni a padre, hasta que hayamos hablado todos juntos y decidido qué hacer. Sé que estás triste, pero Finbar tiene razón. Las plantas crecen otra vez, y con tu habilidad y tu amor, florecerán en los lugares más inhóspitos. Tú estás bien. Eso es lo más importante.
No podía hablar. El dolor de mi corazón era aún abrumador y el llanto fluía implacable por mis mejillas. Ahora que había empezado a llorar parecía imposible parar.
—Tenemos que hablar, todos —dijo Conor—. Creo que tienes la clave para esto, Sorcha. Pero primero, tienes que entrar y necesitas tiempo para recomponerte.
—Aquí no está segura —dijo Finbar sin rodeos—. La ataca en su esencia y, a través de ella, a todos nosotros. Ha sido un golpe bien calculado, planeado con precisión. No podemos apartarnos y permitir que nuestra hermana soporte cosas así. Tendríamos que enviarla lejos antes de que sea demasiado tarde.
—No ahora —dijo Conor—. Sorcha tiene que descansar. Y tú, hermano, contrólate, pues las palabras precipitadas son ahora más peligrosas que nunca. No intentes arreglar esto con la dama Oonagh, ni con nuestro padre. Ésa no es la manera.
—¿Cuánto? ¿Cuánto vamos a tener que esperar para entrar en acción? ¿Cuánto antes de hacerle ver lo que es o de lo que es capaz?
—No mucho —repuso Conor mientras me ayudaba a ponerme en pie. Su brazo alrededor de mis hombros era fuerte, duro y consolador—. Mañana actuaremos, pues como tú, también yo creo que ha llegado el momento. Mientras tanto, cuéntales a los demás qué ha ocurrido y convócalos en mis aposentos después de que oscurezca. Pero mantén la boca cerrada, hermano, y vigila el mensaje de tus ojos. La dama Oonagh te lee mejor de lo que piensas.
Como tú, pensé. Me había dado cuenta poco a poco y aún no lo tenía claro. Pero había venido en mi ayuda justo detrás de Finbar, y algo que había dicho me lo había confirmado. Creía que el encuentro de mentes sin palabras era algo sólo para Finbar y para mí. Me preguntaba cuánto hacía que Conor podía leer nuestros pensamientos y emociones, y por qué no nos lo había hecho saber. Encajaba, de algún modo, en lo que nos había explicado el padre Brien. Suponía que si la gente te veía como una suerte de guía espiritual, podría significar que tenías ciertos poderes fuera de lo común, quizás algunos de los que nadie sabía nada.
—Conor —le dije al subir por la escalera de atrás, con cuidado de que no nos vieran.
—No te preocupes —dijo Conor mientras abría la puerta para que pasara—. Tus pensamientos están seguros conmigo. Utilizo esta habilidad muy de vez en cuando y sólo cuando debo hacerlo. Tu dolor en ocasiones rebosa, como el de Finbar. Estoy aquí para ayudaros.
Llegamos a la estancia compartida por Conor y Cormack. No mucho después de nosotros, entró Cormack, con el rostro adusto, Linn, tras él, saltó a la estrecha cama y se sentó a mi lado. Detrás llegaron Padriac y Liam, el primero con un tazón de vino caliente que me convencieron de que bebiera, el otro me cogió de la mano, me besó en la mejilla y reunió a sus hermanos en un aparte justo para que yo no lo escuchara. Al final se fueron todos menos Cormack, que se quedó al lado de la puerta con un cuchillo en la mano. Finbar no volvió a aparecer. Después de correr la voz, al parecer se fue a resolver algún asunto propio. Me sentía magullada y vacía y me quedé allí tumbada un rato, mientras observaba disminuir la luz y dejaba que la perra me lamiera los dedos. Y al cabo del rato, el vino hizo efecto y caí en un sueño agitado.
Tarde, mucho más tarde, estaban allí todos, todos menos Diarmid. Yo estaba despierta; me habían traído pan de cebada con miel, pero no podía comer y se lo di a la perra. A lo mejor a esto se referían los cuentos cuando decían que alguien tenía dolor de corazón. El corazón, el estómago y las entrañas al completo me parecían vacías, huecas y doloridas.
—Piensa en los buenos tiempos —dijo Conor, pero no podía.
Cuando Finbar entró, colocó un hatillo pequeño y húmedo junto a mí en la cama. Linn lo olisqueó esperanzada. Yo lo desenvolví. Allí estaba mi jardín en embrión: brotes esbeltos de lavanda, hierba lombriguera, ruda y ajenjo; una astilla de madera de lilo que podía injertarse; una piedra blanca y redonda del camino roto; una bellota solitaria. Los volví a envolver con cuidado. A lo mejor, sólo a lo mejor, podía volver a empezar. Mi hermano estaba de espaldas a mí. Sentía en él su amor y su ira.
—Ahora —dijo Conor—, tengo que preguntarte, Sorcha, si compartirás un secreto con tus hermanos. Con todos nosotros.
—¿Qué secreto? —Temía qué iba a decir. La dama Oonagh había dado con todos mis secretos menos con el más peligroso, el que sin duda dividiría a los hermanos. Pues tres de ellos eran guerreros, comprometidos con la causa, prontos a perseguir la venganza sangrienta; y los otros tres siempre intentarían arbitrar, solucionar, luchar sus batallas con palabras, no con golpes.
—Se refiere a la visión, o al espíritu, que viste en el bosque, Sorcha —dijo Finbar desde su esquina oscura—. Conor cree que podría ayudarnos. Puedes contárselo.
—Vino a mí —dije—. La Dama del Bosque. Como en los cuentos. Me…, me habló, sobre lo que debía hacer. Me dijo que sería difícil y que debía seguir el camino. Eso fue todo.
No exactamente todo. Pero no iba a contar el resto.
—¿Volvería a aparecer esa visión si la conminaras? —preguntó Liam. La habitación estaba oscura, sólo iluminaba una vela, y mis hermanos parecían altos y adustos en las sombras, tres de ellos alrededor de la cama, Finbar en la esquina más alejada y Padriac junto a la puerta, su turno.
—No puedo llamarla a voluntad —aclaré al recordar cuánto había deseado guía en mis intentos desesperados para ayudar a Simon—. Sólo aparece cuando lo considera oportuno.
—La dama Oonagh extiende sus alas cada día un poquito más —intervino Conor—. Su poder crece. Creo que debemos hacer acopio de más fuerzas para combatirla. Podrías intentarlo. En el lugar correcto, en un momento de necesidad, con nosotros a tu alrededor. Podrías intentarlo.
—¿Lo harás por nosotros, Sorcha? —Cormack había tardado en darse cuenta de contra qué luchábamos. Linn levantó la vista al oír su voz. Su herida cicatrizaba bien.
—¿Cómo? —pregunté—. ¿Cuándo?
Todos miraron a Conor. De repente, parecía mucho mayor de sus dieciséis años, como si la sombra de otro ente sobrevolara por encima de él.
—Mañana —dijo—. Junto al árbol de nuestra madre, al alba. Dispondré lo necesario y Sorcha vendrá conmigo. Tú, Liam, debes asegurarte de que venga Diarmid. No me importa cómo lo hagas, pero tráelo. Tenemos que estar todos presentes. Nada de caballos, venid a pie. Sorcha, coge un hatillo con lo necesario para una o dos noches, pues vas a tardar en volver. Tú también, Padriac. No voy a enviar a Sorcha sola. Cuando terminemos, los dos iréis con el padre Brien que os llevará a un lugar seguro. Creo que su próximo paso será matar, a lo mejor volviéndonos a uno contra los demás. Somos unos desgraciados si no podemos proteger a nuestra hermana de un mal como ése.
—¿Qué planeas, Conor? —preguntó Cormack mirando atentamente a su gemelo.
—No preguntes —contestó Conor—. Cuanto menos se diga, mejor. No debemos levantar sospechas. ¿Por qué crees que he pedido a Sorcha y a Finbar que no asistan a la cena? Son como libros abiertos, dicen la verdad aun a riesgo de sus vidas y, cuando están callados, sus pensamientos brillan como faros en sus ojos. Admirable, pero peligroso. Ya es bastante difícil con aquí el primogénito poniéndole morros a las preguntas corteses de mi señora.
—Está enfadada, por buenas maneras que muestre —dijo Liam—. Esta tarde me ha detenido, antes de que pudiera hablar con padre. Pero no antes de que le insinuara algo, no antes de plantar una pequeña semilla de duda. Debe actuar pronto, leo la resolución en sus ojos.
—Yo también —añadió Conor con seriedad—. Así que desapareced esta noche. Cuando el sol descienda sobre el lago, nos encontraremos en la orilla donde crece el árbol de nuestra madre. Estoy convencido de que podemos invocar un poder ante el que hasta la dama Oonagh deberá retirarse.
Cormack me dejó a su perra para que me hiciera compañía y fue a dormir a otra parte, y fue el propio Conor quien montó guardia aquella noche con un arma en el costado. Yo dormí a trompicones, a menudo me despertaba con un sobresalto, como en las largas noches en la cueva del padre Brien, y cada vez mi hermano estaba allí con la mirada en alguna visión distante, cantando en voz baja en alguna lengua desconocida para mí. Pudiera ser que la media luz me engañara y pudiera ser que no, pero me dio la impresión de que tenía un pie algo levantado del suelo, un brazo a la espalda y un ojo abierto y el otro cerrado. Estaba quieto como una piedra. La única vela arrojaba sombras sobre el muro y por un momento vi un ave de alas blancas planear y un enorme árbol. Volví a dormirme.
* * *
La mañana siguiente se levantó cubierta por un copioso rocío y una niebla pegajosa cubría la orilla del lago. Partimos antes del alba, y el dobladillo de mi túnica pronto quedó empapado. Agarraba con fuerza el pequeño hatillo que había llevado conmigo. No tenía demasiados tesoros. Nos abrimos camino por los senderos del bosque en silencio total, sin luz. Conor iba vestido de blanco y yo lo seguía como una pequeña y fiel sombra. Detrás de mí, Linn me pisaba los talones. Presentía la necesidad de discreción, aplacaba el instinto de perseguir cualquier ruidillo entre la hierba y se mantenía en silencio.
Fuimos los primeros en alcanzar nuestro destino. Y aun así, otros habían estado allí antes que nosotros, pues en el césped junto al abedul, donde tantas veces nos habíamos reunido antes, estaban dispuestos con precisión unos objetos, esperando nuestra llegada. Las primeras luces mostraron margaritas blancas y amarillas desperdigadas en la hierba al este del árbol, donde el terreno se elevaba hacia el bosque. Entre ellos se contaba un cuchillo, desenvainado, con empuñadura de hueso. En el lado oeste, donde la pendiente de la orilla bajaba hasta el lago, un cuenco poco profundo de arcilla descansaba junto al árbol y, como la copa de Isha, estaba lleno hasta el borde de agua clara. Sur y norte, una varita de madera de abedul y una piedra musgosa del corazón del bosque. El material para nuestra ceremonia. No sabía quién había dejado allí los objetos rituales, ni se lo iba a preguntar a Conor, pues sentía la necesidad de mantener el silencio, el inmenso secreto e importancia del momento. Aunque me pregunté quién los habría llevado hasta allí, pues mi hermano había pasado conmigo toda la noche.
Llegaron poco a poco. Cormack, una figura alta que surgió de entre la niebla. Poco detrás de él, Padriac, con un pequeño hatillo como el mío. Conor estaba de pie junto al árbol, esperando. Uno a uno ocupamos nuestros puestos junto a él sin mediar palabra. De repente Finbar apareció a mi lado, aunque no lo había visto ni oído llegar. Su susurro apremiante rompió el silencio.
—Sorcha. Mira esto. Dime qué es. —Una botella pequeña, con tapón de cristal. Un pequeño y elegante recipiente, adecuado para el perfume de una dama. Le quité el tapón y lo olí, después vertí algo de polvo negro sobre mi mano. Ya había suficiente luz para confirmar con la vista la conclusión de mi nariz. Era uno de los venenos más mortales. Miré a Finbar y leyó su respuesta en mis ojos.
—Es acónito —contesté en voz baja—. ¿Dónde lo has encontrado?
—En sus aposentos, entre sus cosas. Por lo menos demuestra su intervención en lo de Eilis.
—Callad —dijo Conor—. Esperad a los otros. Aún no ha llegado el alba.
Así que allí nos quedamos, en pie, y yo intenté vaciar mi mente de los turbulentos pensamientos que rugían en ella y concentrarme en nuestro objetivo. El bosque estaba bastante tranquilo, aún no era hora de que los moradores de los árboles empezaran sus canciones al alba. Era un momento de verdad y debíamos hacerlo nuestro. Pero aún no estábamos todos reunidos. Y sin los siete, no lograríamos nuestro objetivo.
Pareció una eternidad, pero probablemente no pasó demasiado tiempo, hasta que oímos un ligero y rítmico chapoteo, y un pequeño bote llegó a la orilla. Liam remaba, Diarmid estaba desplomado en la proa, con una capa gris por encima, como un chal. Cormack bajó hasta la orilla para ayudarlos a desembarcar, tuvieron que arrastrar a Diarmid hasta el césped entre los dos. Un olor embriagador a cerveza fuerte flotaba en el ambiente. Diarmid se tambaleaba entre sus hermanos, medio consciente, con los ojos rojos. Liam no tenía mucho mejor aspecto. Parecía haberle seguido el ritmo jarra a jarra en su intento por arrullarlo hasta la docilidad.
—Estamos reunidos y no quedan sino unos minutos para que rompa el día —dijo Conor.
Sentí de nuevo la presencia de otros, más sabios, más fuertes, más viejos, que se situaban a su alrededor como un manto. En lugar de un joven moreno con un hábito blanco, parecía que algún antiguo sabio se irguiera frente a nosotros, y el claro pareció, en cierto modo, abrirse a su alrededor.
—Pronto comenzaremos. Pero os aviso a todos. Estamos juntos, nosotros siete; aquella que intenta cercenar los lazos entre nosotros, obra así por su cuenta y riesgo. Éste es un gran misterio, y puede que consiga nuestro final. Pero en todas las cosas, extraemos del mundo espiritual sólo tanta ayuda y tanta fuerza como sus moradores están dispuestos a entregarnos. Más allá de eso debemos confiar en nuestro propio ingenio, valor y resolución. Ahora empezaremos la ceremonia. Y cuando termine, nos separaremos durante un tiempo. Tú, Sorcha, y tú, Padriac, debéis ocultaros. El padre Brien os cobijará y os acompañará a lugar seguro. Cuando terminemos aquí, iremos a buscaros. Y tanto si lo que hagamos esta mañana nos proporciona ayuda como si no, el resto de nosotros actuaremos para bien o para mal. Tenemos la prueba, nuestro padre debe enfrentarse a la verdad y hacer una elección.
Formamos un círculo alrededor del pequeño árbol como tantas veces habíamos hecho antes, suficientemente cerca para que, si extendíamos los brazos, pudiéramos cogernos de las manos. Pero no había necesidad de tocarse. Era nuestro lugar ritual, de unicidad; los viejos robles y hayas de aquel sitio habían oído nuestras cancioncillas infantiles, nuestros secretos más tiernos, habían sido testigos de la comunión con el espíritu de nuestra madre. A veces nos habíamos mostrado solemnes y serios, a veces habíamos bromeado y reído. Los árboles guardaban en sus corazones la historia de nuestros primeros años, y en aquel momento estaban allí para presenciar un misterio mayor que cualquiera de los de nuestra experiencia.
El primer rayo de sol iluminó el borde del cielo. Conor miraba al sur, y sostenía la varita de abedul ante él.
—¡Criaturas de fuego, veloces salamandras —dijo Conor—, hijas de la llama purificadora, firmes en vuestro objetivos, os saludamos! —Pareció que llegara un golpe de viento, una luz que parpadeara por un momento, pero el claro estaba envuelto en niebla y quieto.
Liam estaba en el lado oeste y miraba hacia las aguas del lago. Diarmid no era capaz de ocupar su lugar en el círculo, estaba apoyado contra el hombro de Cormack y parpadeaba con la luz cada vez más intensa. Cormack sujetaba con fuerza el brazo muerto de su hermano. Liam levantó el cuenco para que reflejara el pálido amanecer.
—Espíritus del agua, cambiantes y movedizos, de profundos corazones, sabios, guardianes de misterios, os saludamos —dijo y volvió a bajar el cuenco.
Finbar estaba encarado al norte, donde dos enormes rocas tumbadas parecían formar una especie de camino de gigantes entre los grandes árboles. Sus largas manos sostenían la piedra musgosa, la luz recién levantada mostró que su superficie estaba grabada con pequeñas marcas y símbolos.
—Moradores de la tierra, custodios de secretos, contadores de verdades, dignos sabios, honramos vuestra presencia —dijo. Se dio la vuelta y depositó la piedra con cuidado sobre la hierba.
—Ahora, Sorcha —dijo Conor en voz baja.
Miré los enormes árboles, que se extendían ante mí hacia el este. Una alondra rompió a cantar en las alturas, y Padriac, junto a mí, sonrió de puro placer. El cielo se iba iluminando y mostró el alba frente a nosotros, aunque el bosque ocultó el momento exacto de la salida del sol.
Tenía el cuchillo en las manos y flores junto a mis pies.
—Silfos del bosque —susurré—. Espíritus del roble, el abedul y el fresno, dríadas del serbal y del castaño, escuchadnos. Vosotros que nos habéis guiado y habéis velado por cada uno de nuestros pasos, vosotros cuyas copas nos han resguardado durante nuestra infancia, os honramos. Dama del Bosque, dama del manto azul, escúchame ahora. Ven a nosotros en nuestra hora de necesidad, ven a nosotros en nuestra hora de oscuridad. Ven a nosotros si ésa es tu voluntad.
Bajé el cuchillo y me di la vuelta para completar el círculo. El canto de los pájaros recorría el claro, llenaba el aire con sonido de flautas. Alrededor de nuestros pies y sobre la superficie del lago, la niebla empezaba a disiparse con el sol naciente. Permanecimos en silencio, con las cabezas gachas. El círculo no debía romperse. Esperamos mientras el cielo pasaba de gris a azul, y los destellos del agua del lago irrumpían entre zarcillos de vapor.
Y entonces vino. Fue como si hubiera estado con nosotros todo el tiempo, una figura encapuchada sola justo donde el borde del lago tocaba la arena y, detrás de ella, un bote oscuro y bajo atado junto al otro. Me había oído y había venido. Dio un paso hacia nosotros, y otro. La niebla se enroscaba en sus faldas. Pero algo no iba bien. Linn gruñó, con voz muy ronca. Y entonces, de repente, un aviso silencioso y veloz de Finbar, de Conor.
¡Corre, Sorcha, corre!
Al bosque. Ahora. ¡Corre!
Vi los primeros dedos depredadores de niebla extenderse y envolver los cuerpos de mis hermanos, sujetarlos con fuerza y después intentar alcanzarme al otro extremo del árbol, entonces vi sus ojos, dos moras oscuras bajo cejas puntiagudas, y un rizo de pelo caoba bajo la capucha. Alzó una mano blanca para descubrirse y el triunfo estaba escrito en mayúscula en el rostro de la dama Oonagh. Me di la vuelta y huí, el terror me dio alas, por encima de piedras y rocas, salvando en desesperación, barro, grava, y arriba, arriba por la colina hasta que el bosque me ocultó en sus sombras tranquilas. Delante de mí corría Linn, con el rabo entre las piernas.
Cuando llegué tan lejos como pude, trepé por el interior de un enorme roble que me acunó en sus gigantescas extremidades mientras recuperaba el aliento y mi corazón volvía a un ritmo normal. Linn se encogía de miedo en la maleza, gimoteando de intranquilidad. No necesitaba ver la orilla del lago, pues veía a través de los ojos de Finbar y sentí con mi hermano, minuto a minuto, en toda su crueldad, el inevitable desarrollo de la historia.
* * *
«¡Corre, Sorcha, corre!». Nuestra hermana se da la vuelta y sale huyendo del claro como una lechucita blanca, y algún poder desconocido la resguarda en la seguridad de los árboles. Pero nosotros, nosotros seis, nos mantenemos inmóviles cuando los pegajosos jirones de niebla suben por nuestros cuerpos como una criatura viva con un objetivo inexorable. Nuestras piernas están clavadas al suelo, nuestros brazos inmóviles, nuestras lenguas acalladas. Sólo nuestras mentes aún se debaten, sin poder hacer nada para liberarse.
Se quita la capa y la luz matinal baila entre los rizos de su pelo. Echa la cabeza atrás con una carcajada de triunfo.
«¡Ay, si pudierais veros, hermanitos! ¡Tan cómicos, tan graciosos!». Su voz se oscurece. «¿Os creíais más listos que yo, con esta mísera farsa, este triste intento de brujería? ¡Debería daros vergüenza! Más os valdría haberos quedado jugando a soldaditos y no meteros en asuntos más allá de vuestro entendimiento. Bueno, éste es vuestro premio, chicos; vamos a ver qué tal os las apañáis cuando termine con vosotros. Pues me temo que me habéis subestimado muchísimo». Pasea alrededor del círculo que formamos sin poder evitarlo. Delante de cada uno, se detiene y habla. «Liam, protector y cabecilla, ¿no es ése el papel que tu infortunada madre dispuso para ti? Qué mal lo has hecho hoy, primogénito. Pero no importa. Tu padre puede tener tantos hijos como quiera. Estas tierras nunca serán tuyas. Bueno, Colum lamentará tu pérdida, sin duda, pero sólo durante un tiempo. Yo lo consolaré. Y ya ha olvidado tus advertencias».
Llega hasta Diarmid, que aún se apoya en el hombro de su hermano, sin entender apenas nada.
«Bueno, mi dulce amante. ¿Pensabas que podías ocupar el lugar de tu padre, verdad? Pero no eres nada, nada», refuerza el insulto chasqueando los dedos debajo de su nariz. Diarmid parpadea. «¿Por qué iba a tener un escarceo con un niño como tú cuando puedo tener un hombre de verdad en mi cama?», se vuelve hacia Cormack. «¿Te gustó clavar el cuchillo en carne viva, guerrero bonito? Quizá te interese saber qué hace tu hermana cuando tú no estás en casa. Pues me temo que no todos compartís enemigo. Has aprendido bien la lección de tu padre: golpea primero, pregunta después. Tendrías que haber intentado esa técnica conmigo».
Veo los ojos de Conor, pues está justo enfrente de mí. Brillan con valor. Invoca cada pedazo de voluntad para resistirse a ella. Pero aún es joven y no basta.
«Les has fallado, druidita. Les has fallado a todos. Y no hay segunda oportunidad para aquellos que se cruzan en mi camino. ¿En verdad pensabas que su poder era mayor que el mío? Qué poco sabes y aun así qué sabio te crees. Somos una y la misma».
Sigue dando vueltas y ahora se encara a mí. No tendré miedo. Vuelve a mí otra vez, el frío, la extrañeza, el gran batir de alas. Veo el rostro de la muerte.
«Me habrías desafiado delante de tu padre», dice. Se me hiela el espinazo. «Habrías salvado a tu hermana a cualquier precio. Pero te tengo tomadas las medidas y te veo por lo que eres, mi viejo enemigo. Tu hermana jamás estará a salvo de mí, la encontraré y sufrirá hasta que suplique la muerte. Y a ti voy a enviarte donde no hay valerosos ideales, no hay altura moral, ni bien ni mal. Sólo la supervivencia. ¿De qué servirá tu heroísmo entonces, me pregunto?». Por último, a Padriac, con la boca desencajada por la impresión.
«Querías saberlo todo. Los secretos del vuelo, los giros y vueltas de todo lo que se mueve y es, las pautas de todas las criaturas vivientes. Sabrás lo que es volar y sentirás el terror y el dolor de una bestia salvaje. Lo vivirás hasta que supliques volver al mundo de los humanos. Sufrirás y morirás de ese modo; y no habrá remedio».
Yo me quedé acurrucada en el enorme árbol, con los ojos apretados, las manos en los oídos. Las imágenes se proyectaban en mi mente y no podía sacarme a Finbar aunque lo intentara. Su angustia anulaba cualquier control que pudiera tener sobre sus pensamientos y yo estaba unida a él mientras se desarrollaba la terrible historia.
«Alza las manos lentamente. La capa oscura cae y muestra su vestido azul, el vaporoso velo con delicados bordados de pétalos y mariposas. Sus manos señalan al cielo y sus ojos oscuros parecen proyectar sombras. Empieza a cantar, con voz aguda, espeluznante, en una lengua desconocida, oscura y amenazante. De repente, una luz cegadora empieza a parpadear alrededor de nuestros cuerpos mientras permanecemos inmóviles. El claro al completo está lleno de chispas y bengalas. Los pájaros se han callado acobardados. El canto alcanza su cumbre y cesa. Y entonces ocurre. El frío, la agitación, el cambio. Donde había recias botas, las patas palmípedas de una enorme ave acuática. Donde las capas protegían brazos jóvenes y musculosos, un ala blanca que se extiende y se arquea. Lo último que se va, la mente, el espíritu».
«Adiós, Sorcha. Adiós, lechucita. La ligereza, la mañana, el agua. Somos cisnes. Somos uno con el lago. Somos…».
Habían desaparecido. Mis hermanos habían desaparecido. Pero su voz seguía sonando en mi cabeza. No te he olvidado, Sorcha, la hermanita pequeña. Cuando estés cansada y hambrienta, cuando ya no encuentres refugio en el bosque, te encontraré. Cuando menos te lo esperes, allí estaré yo. Pues sin tus hermanos no eres nada. Primero me encargaré de tu padre y después iré a por ti.
Mi paso por el bosque aquel día hasta la cueva del padre Brien es un borrón en mi recuerdo. Rompí mi ropa, me hice rasguños en las rodillas y llené mi cuerpo de moratones trepando de roca en roca, de árbol en árbol. Linn seguía mi paso, me observaba nerviosa, me esperaba cuando me costaba cruzar el río, cuando escalaba por un risco. Tenía la cabeza vacía, la vista nublada por las lágrimas, que no podía parar, la garganta hinchada y seca por la angustia. Trepé y lloré y lloré y volví a trepar, y al final, llegué a la cueva del ermitaño.
El sol no se había ocultado y el día era cálido. Era media tarde, mi viaje a trompicones había sido rápido y había salido algo caro, pues estaba aturdida y agotada y me dolía todo el cuerpo. Fue Linn la que vio primero a la figura oscura, la figura de una mujer alta sentada en silencio en el banco bajo los serbales, le caía por la espalda la melena negra. La larga capa era del azul de las lejanas montañas al atardecer. La perra se detuvo, después se acercó lentamente, moviendo la cola dubitativa. La mujer extendió una mano.
—Ven aquí, hija del bosque. —Su voz era profunda y vibrante. No me moví. Linn se sometió a las caricias, también ella estaba cansada de nuestra huida precipitada y le dio un lametón a la mujer en la mano antes de dirigirse hacia el agua y beber en sorbos largos y sedientos—. Ven aquí, Sorcha. ¿No me conoces? —No hizo ademán de moverse hacia mí. Yo me sorbí los mocos y levanté una mano para limpiarme la nariz. ¿Dónde estaba el padre Brien?—. Ven, niña. Me llamaste en tu hora de necesidad. Aquí estoy y voy a ayudarte.
Entonces estalló en mí la ira y, por fin, me acerqué para plantarme delante de ella y mirarla a sus profundos ojos azules.
—¡No vinisteis! Os llamamos, todos… y ahora mis hermanos…, mis hermanos se han ido…, y dijo, dijo que erais una y la misma, la llamamos a ella. —No podía borrar la imagen de cada uno de ellos, por turnos, transformándose, transformándose de hombre a cisne, y el terrible vacío cuando sus mentes se me escaparon y los perdí para siempre—. ¿Cómo voy a saber a quién creer de las dos?
Su mirada era dura.
—Los de su especie te dirán que no hay blanco ni negro, sólo sombras. Que todas las maneras de actuar pueden ser correctas o incorrectas, que el bien y el mal son dos caras de la misma moneda. Créela a ella si prefieres. Puede que ella diga la verdad y yo una mentira. Tú debes decidir eso y debes elegir tu propio camino. Debes elegirlo ahora.
—No hay elección —aullé—. Se los ha llevado, los ha transformado y ¡han desaparecido! ¿Qué otra cosa puedo hacer aparte de correr, esconderme y seguir sola? Dijo que vendría a por mí, no puedo quedarme aquí, debo encontrar al padre Brien…
—Detente —dijo con un ademán de la mano, y yo lo hice, cogiendo aire entrecortadamente—. Esta vez no puede ayudarte. Escucha.
Escuché, y de repente me sorprendió la ausencia de sonido. Incluso los insectos habían dejado de zumbar. La arboleda estaba totalmente en silencio.
—Puede que te preguntes por qué es tan silencioso este lugar. Es el silencio del sueño, del adiós. Él está aquí, pero no está aquí.
—¿Qué queréis decir? —Creía que ya no podía sentir nada más, pero sus palabras me helaron.
—Queda poco tiempo —dijo poniéndose en pie y yo sentí entonces el poder de su presencia como ya antes lo había hecho, como si el corazón del gran bosque estuviera allí localizado—. Tienes que escucharme, y escucharme bien. Pues sí hay una elección. Puedes huir y esconderte, y esperar a que te encuentre. Puedes vivir tus días aterrorizada, sin sentido. O puedes tomar la elección difícil, y salvarlos.
La miré. Linn se había bebido el agua y ahora se tumbaba al sol, con la lengua fuera. Hubo un corto silencio.
—¿Salvarlos? —susurré un poco después—. ¿Queréis decir que se puede romper el hechizo de algún modo?
—Sí —dijo la Dama—, pero no va a ser fácil. Eres la única que puede lograrlo y, por ello, debes ser extremadamente cuidadosa, pues lo sospecha y te buscará hasta encontrarte, para detenerte. El aviso de tus hermanos te ha salvado, pero ellos no se pudieron salvar. Sólo tú puedes hacerlo.
—Pero les dijo… dijo que no había remedio. —Aún oía las palabras, como si doblaran a muerto.
—Quería arrebatarles la esperanza, que pensaran que habían fracasado, no sólo en salvarse ellos, sino también en protegerte a ti y en redimir a su padre. Sin esperanza serán vulnerables, menos capaces de sobrevivir. O eso cree.
—Eso es cruel —dije—. ¿Por qué lo hace?
—Es su naturaleza —respondió la Dama con calma—. Según se le antoja causa daño de un tipo o de otro; a veces es inofensivo, a veces insignificante. Esto forma parte de un gran plan, pero aún no ha aprendido que hay otras pautas, más antiguas y más poderosas que la suya propia. Esta vez puedes deshacer su obra, si tienes voluntad.
Sentí un débil destello de esperanza en mi interior.
—¿Qué tengo que hacer?
—Será largo, arduo y doloroso, Sorcha. ¿Eres lo bastante fuerte?
—¡Sí! ¡Sí! Decidme qué tengo que hacer.
Sus ojos estaban llenos de compasión cuando volvió a sentarse en el banco.
—Siéntate a mi lado, hija. Eso está mejor. Ahora escucha con atención. Tienes que confeccionar una camisa para cada uno de tus hermanos. El hilo, la madeja, cada puntada de dicha prenda tiene que ser obra tuya.
—Puedo hacerlo, puedo…
—Calla. Eso sería muy fácil, incluso para una pequeña salvaje como tú. Pero hay más. Desde el momento en que abandones este lugar hasta el momento en que tus hermanos vuelvan finalmente al mundo de los humanos, tus labios no podrán proferir ni una palabra, ni un llanto, ni una canción, ni un susurro. Ni contarás tu historia con dibujos, con letras ni de cualquier otro modo a ninguna criatura viviente. Estarás callada, muda como los mismos cisnes. Rompe ese silencio y la maldición se mantendrá para siempre.
—Comprendo —dije en silencio—. ¿Y qué más? ¿Cómo encuentro a mis hermanos, para vestirlos con las camisas?
—No tan rápido —dijo, y tomó mi mano entre las suyas—. Sería muy fácil. Esas camisas no pueden ser confeccionadas con lana, ni lino, ni pieles. Tienen que ser hiladas y tejidas con las fibras de la estrellada. Te cortarás con los tallos espinosos, las púas te rasgarán la carne. Ningún hermano podrá consolarte ni lavar tus manos destrozadas. Llorarás en silencio, mordiéndote los labios para no gritar de dolor. ¿Podrás hacerlo?
—Sí —susurré. Linn se me acercó y me metió el frío hocico en la mano. Yo enterré los dedos en su suave pelo—. ¿Veré a mis hermanos?
—Los verás. El año próximo, la víspera del solsticio de verano, y después dos veces al año en los solsticios de verano y de invierno, entre el anochecer y el alba recuperarán su forma humana e irán a ti si pueden. Pero recuerda, no debes proferir sonido alguno, no debes contar tu historia, ni siquiera a ellos, o serán cisnes para siempre. La tarea será larga, Sorcha. Debes abandonar este lugar y viajar a un sitio seguro como planearon tus hermanos. Toma el sendero para carros hacia el oeste. Justo antes del cruce de caminos hay una pista muy vieja a la derecha. Conduce de vuelta al bosque. Ve con cuidado, o te la pasarás, pues está bien escondida. Sigue ese camino bordeando la orilla del lago. Te conducirá a un lugar seguro, donde el bosque te ocultará por lo menos durante un tiempo. Coge de aquí lo que necesites. Elige con cuidado.
Hablé con reparos.
—A veces mis hermanos… a veces hablamos sin palabras. A través de imágenes de la mente. ¿También eso está prohibido? —¿Cómo sobreviviría si rompía también ese vínculo? Levanté la cabeza para mirarla. Sus rasgos eran muy severos. Pensé que estaba evaluándome, preguntándose si era en realidad tan fuerte como pensaba. Abrió la boca para hablar, después dudó. Inspiré hondo—. Haré lo que tengo que hacer —dije—. Pero mis hermanos son parte de mí y… —No podía pedirle ningún favor.
La Dama me sonrió un poco, como si me comprendiera a la perfección.
—Yo no he hecho el hechizo, sólo intento contrarrestarlo. Creo que el habla silenciosa es posible. La dama Oonagh juega con fuerzas que no comprende a la perfección. Los lazos entre tus hermanos y tú son mucho más fuertes de lo que podría imaginarse. No llegarás a ellos de ese modo mientras sean cisnes. Pero puedes usarla cuando regresen. Corres un riesgo. Recuerda, no debes contarles tu historia, pues si lo haces no romperás el hechizo. Debes aprender a guardar tu mente, incluso de ellos.
—Pero y si…
—Calla, niña. Así funcionan los hechizos y los encantamientos, para imponernos estas tareas. Puedes elegir entre hacer lo que te digo o no. Recuerda, cuando las camisas estén confeccionadas tienes que ponérselas por el cuello a los cisnes, a los seis en el mismo sitio, uno detrás de otro, y si te has mantenido en silencio, tus hermanos volverán a ser hombres.
Una brisa repentina trajo ruido de follaje de los arbustos vecinos y en un abrir y cerrar de ojos, había desaparecido.
* * *
Ya había visto muertos antes. La naturaleza de mis habilidades lo convertía en algo inevitable. Pero nunca, hasta aquel momento, a nadie que me fuera cercano. El padre Brien yacía en el suelo de la cueva, donde había caído. No tenía tiempo para el duelo. De haberlo tenido, habría llorado por él y hasta habría averiguado la causa de su muerte. A lo mejor había sido natural, un espasmo del corazón o malos humores en la sangre. Exactamente del mismo modo, podría haber sido veneno o un pulgar en el sitio justo del cuello. Le cerré los ojos sin vida y le toqué la mejilla. Fuera lo que fuera lo que había ocurrido, su rostro mostraba ahora la tranquilidad del sueño, una aceptación duradera. Estaba en paz consigo mismo y con la gran rueda de la vida. Dicen que el espíritu no abandona el cuerpo, no del todo, hasta la tercera mañana después de la muerte. Mi viejo amigo no llevaba tanto tiempo muerto, pero su yo interior había volado, a la enorme cúpula celestial que solía observar desde la cumbre del pico Ogma, justo por encima de las copas oscuras de los árboles y las extensas aguas del lago, y hacia el oeste. Coloqué una cruz de madera entre sus manos y en mi mente dije una oración cristiana, pero sólo en mi mente. ¿Quién sabía adónde volaría su espíritu? Siempre había estado abierto a los dos caminos; en la muerte, se le abrirían muchas puertas.
Yo no sentía ningún deseo de abandonar su cuerpo, incluso desocupado como estaba, sin más ceremonias. Tendría que haber encendido una pira, pero una hoguera era arriesgarse a que me descubrieran. Además, tenía que recoger y marcharme mientras aún era de día. Sólo tuve tiempo de coger ruda y hojas de hierba lombriguera, y algo de su reserva de acónito. Linn rondaba la puerta, no iba a entrar. No lloré por él. Lo que sentí en cambio fue una fría determinación. La pena aún estaba allí, y el vacío. Pero era capaz de centrarme en lo que había que hacer y me di brío para completar lo necesario.
Más de una vez bendije al buen padre por su sentido práctico. Allí estaba su viejo caballo, atado bajo los árboles. Como tenía que ir rápido y ocultarme, no me llevaría el carro, pero el animal podía cargar y ayudarme bastante. Pues no tenía dudas de que tendría que vivir y arreglármelas yo sola durante algún tiempo. Si hubiera sabido entonces durante cuánto, es posible que me hubiera fallado el valor entonces. Seis camisas, pensé. Eso me llevaría por lo menos hasta el solsticio de verano. Y no iba a ver a nadie durante aquel tiempo, así que necesitaría comida, semillas, medicinas y lo necesario para encender fuego, coser, hilar y tejer. El padre Brien no había previsto esa parte, pero aun así se había preparado bien, pues contaba con aprovisionarnos a mi hermano y a mí para un viaje mucho más allá de los límites del bosque. Había abandonado mi hatillo en la orilla del lago cuando salí huyendo. No contaría con mi ropa, ni mis ungüentos y remedios especiales, o los restos de mi jardín en ruinas que Finbar había recogido con tanto cuidado para mí. Palpé el bolsillo de mi falda. La pequeña y suave pieza de madera seguía allí con los símbolos labrados.
El padre Brien almacenaba sus provisiones en la parte de atrás de la granja y cogí todo lo que pudiera ser útil. Una bolsa de cebada, un saco de judías secas, un tarro pequeño de miel. El tiempo ya era helado. Me agencié una vieja capa y una túnica casera. Un cuchillo afilado, una hoz, una olla. Iba a ser difícil dar de comer a la perra. Confiaba en que desarrollara una repentina habilidad cazadora. El padre Brien no tenía rueca ni huso, ni tampoco telar. Pero incluso las ropas de los padres necesitaban arreglos de vez en cuando, así que encontré agujas de hueso y un carrete de hilo y las metí en el pequeño equipaje. Una botella de agua, una pala. El caballo me miraba lastimero, sacudía las orejas. Le coloqué unas mantas enrolladas encima de la carga y las até con firmeza. El pequeño paquete, que contenía artículos seleccionados de las reservas de hierbas y especias del padre Brien, lo llevaba yo misma. Y utilizaría su vara de roble para ayudarme a caminar.
Me puse en pie un momento antes de despedirme. El claro estaba lleno de recuerdos. La llegada del padre Brien, la oración, la lectura, la curación, su vida solitaria en el bosque y sus enseñanzas. Sus jóvenes visitantes: el solemne Liam y el alegre Diarmid, los gemelos como imágenes especulares. Cormack, temerario y arrojado, y Conor, profundo y sutil. Finbar y su integridad apasionada. Padriac y su sed de conocimiento. Y su hermana pequeña, que no era el séptimo hijo de un séptimo hijo, pero que igualmente iba detrás de ellos. Nos había enseñado mucho a lo largo de los años, y se había ido. En aquel momento la parte humana de mis hermanos no era más que eso, un recuerdo, hasta que los trajera de vuelta. Allí estaba el serbal en el que había visto a la Dama del Bosque por primera vez. Aquí, el lugar en el que Simon me había amenazado con un cuchillo y nos había preguntado por qué no terminábamos con su triste vida. Los árboles susurraban los recuerdos de mis cuentos y el aire aún contenía un resto de su voz: no me dejes, suspiraba, no me dejes solo.
Me froté las mejillas con fuerza y chasqueé los dedos para llamar a Linn. Pronto aprendería que no podía hablarle, ni alabarla con palabras amables. Después cogí la cuerda que tiraba del caballo, volví la cara hacia el bosque y caminé firmemente hacia el oeste.