Capítulo III

Algunas de las cosas que se rompen se pueden arreglar. Otras hay que reunirlas con cuidado, pieza a pieza, todas frágiles, y esperar hasta que el último trozo se haya fortalecido lo suficiente para intentarlo con el siguiente. Requiere mucha paciencia.

Así era con Simon. La visita de Finbar nos había hecho retroceder un montón, y primero había que reparar ese daño antes de volver a empezar con el largo proceso de cura. Simon había hecho un trato conmigo y parecía un hombre de palabra. Por lo tanto, aunque a menudo estaba de un humor de perros y poca voluntad de sobrevivir quedaba en su maltrecho cuerpo, siempre rechinaba los dientes y cumplía mis órdenes.

Pasaron seis o siete días, y avanzábamos con dolorosa lentitud. Por las noches era lo peor. Como Simon no toleraba la ayuda del padre Brien, era yo quien tenía que atenderlo en todas sus necesidades, aunque el buen padre me ayudaba tan sutilmente como podía asegurándose de que todo estuviera a mano, tanto bálsamos como paños, lavando sábanas y encargándose de la comida y la bebida, como por arte de magia, cada vez que yo encontrara un momento para compartirla. Aun así, estaba cansada, tenía el cansancio metido en los huesos y jamás me había sentido de ese modo. Usaba la madera dorada tan poco como podía. Con su ayuda, Simon dormía un rato antes de que empezaran las pesadillas, y aprendí a quedarme dormida en el instante en que él lo hacía, pues era el único momento que tenía de descanso.

Había una especie de pauta en aquellas noches. Simon gritaba, yo me despertaba sobresaltada para encontrármelo completamente incorporado, con las manos en la cara, temblando y jadeando. Nunca me dijo lo que veía, pero me lo podía imaginar. Entonces encendía una vela y le daba un paño para que se secara el sudor del cuerpo, mientras la perra se alejaba hacia la puerta, entre sollozos. En esos momentos oscuros le conté muchísimas historias y canciones, la garganta se me quedaba seca y ronca de tanto hablar. Simon escuchaba algunas, y otras pasaban por él como hojas en el viento. Cuando tenía más miedo que nunca, me dejaba que lo abrazara y le cantara nanas y que le acariciara el pelo como si fuera un niño asustado. Al final acababa quedándose dormido otra vez y el cansancio se apoderaba de mí, sentada en su cama, así que dormía donde estaba, mi cabeza sobre el jergón, mi mano en la suya. Dichos momentos eran breves. Podía llegar a despertarse cuatro, cinco veces en una noche; la tentación de administrarle algo fuerte para que nos permitieran una noche entera de descanso era fuerte, pero sabía que el camino hacia su recuperación pasaba por limpiar el cuerpo y aprender a vivir con el miedo, pues los recuerdos estarían siempre con él, de una forma u otra.

No consentía en que se le acercara el padre Brien. Era yo y sólo yo quien tenía que hacerlo todo, despertarme al instante, tranquilizarlo y consolarlo, limpiarle y vendarle las heridas, estar allí para lidiar con todas y cada una de las necesidades de Simon. Era duro, pero también el trato que habíamos hecho. Con todo, por la noche, el padre Brien no nos dejaba solos nunca. Se sentaba en la cámara exterior, con una vela al lado, y esperaba hasta que la bendición del sueño llegara de nuevo. Su silenciosa presencia era reconfortante, pues, para mí, los demonios nocturnos eran un desafío formidable.

Había momentos en los que odiaba a Simon, aunque no habría sabido decir por qué. Supongo que sabía que después de aquello, las cosas ya no volverían nunca a ser iguales para mí. Y, después de todo, aún no había cumplido los trece y mi mente seguía vagando por lo estupendo que sería estar en casa, montando ponis con Padriac o plantando bulbos de azafrán para que florecieran en primavera. Echaba de menos trabajar en mi pequeño jardín, tan tranquilo y ordenado, lleno de aromas frescos y saludables de cosas que crecían.

Después de ocho o nueve noches como aquéllas, el padre Brien y yo parecíamos fantasmas, pálidos y agotados. Y entonces llegó un día en que el sol salió pronto, el aire fue un poco menos frío e hice que Simon se levantara y saliera fuera a caminar, más lejos de lo normal, de manera que estuviéramos lo suficientemente altos para ver por encima de los árboles el agua argentada del lago recogida en las profundas sombras verdes del bosque.

—Nuestra casa está por allí —le dije—, bastante cerca de la orilla del lago, pero está escondida detrás de los árboles. A este lado, el bosque llega justo hasta la orilla. En la nuestra hay rocas en el agua y te puedes tumbar encima a ver los peces. Y hay caminos a través del bosque, todos distintos del anterior.

—Debe de ser fácil perderse.

—Nosotros no nos perdemos —dije—. Pero pasa, cuando la gente no conoce el camino. —Pensé en esto por primera vez. ¿Cómo era posible que siempre supiéramos el camino?

Simon se recostó sobre el tronco de un fresno deshojado, cerró los ojos.

—Tengo una historia para ti —dijo, y me sorprendió una barbaridad—. No tengo tu pericia para narrar, pero no es muy complicada.

—Vale —dije con prudencia, pues no sabía qué esperarme.

—Había dos hermanos —comenzó Simon, y su voz era plana y carecía de expresión—. Eran bastante parecidos en aspecto, fuerza e inteligencia, pero uno de ellos era algo mayor que el otro. Es curioso lo que una diferencia de unos cuantos años puede hacer: el hermano mayor heredó toda la hacienda. ¿Y el otro? Pues sólo le quedó una pequeña parcela de tierra que nadie quería, eso obtuvo. Al mayor todos le querían; había tenido aquellos años de más para establecerse en sus corazones y ganarse su lealtad, y siempre lo hizo sin pensar en su hermano. ¿Y el pequeño? Por algún motivo, aunque era tan bueno, tan fuerte y capaz como su hermano, jamás nadie pareció apreciarlo.

»El mayor era un jefe, sus hombres lo protegían y lo respetaban. Era un hombre incapaz del error y mandaba con total lealtad a cualquier lugar que iba, sin esfuerzo. ¿El pequeño? Hacía lo que podía, pero nunca era suficientemente bueno. —Simon se calló, como si no quisiera seguir.

—¿Y qué pasó? —acabé preguntando.

Simon estiró la boca en algo que podría haber pasado por una sonrisa, de no ser por la frialdad de sus ojos azules.

—El pequeño obtuvo una oportunidad para probar su valía. Para hacer algo que alguien, incluso su hermano, no tendría más remedio que reconocer. Después de eso, pensó, seré como él, tan bueno como él, mejor incluso. Aprovechó la oportunidad y fracasó.

—¿Y entonces qué?

—No lo sé, brujita. Esta historia no parece tener final. ¿Cómo la terminarías? —Se recostó en el suelo con cuidado.

Yo me hice a un lado para hacerle sitio en una rama caída. Linn estaba en su elemento, olisqueaba entre las hojas de otoño, salía disparada de acá para allá, regresaba corriendo de vez en cuando para ver si estábamos bien y después volvía a desaparecer de nuestra vista tras un nuevo rastro.

Elegí mis palabras con cuidado.

—Tiene la pinta de un cuento para aprender, aunque normalmente son tres hermanos y no dos. Creo que el más joven saldrá a buscar fortuna por el mundo y dejará al mayor detrás. Por el camino conocerá a tres personas, o a tres criaturas… normalmente son tres.

—Tienes respuesta para todo —dijo Simon con tono funesto—. Cuéntame el resto.

—Bueno, se puede terminar la historia de varias maneras —dije, mientras me preparaba para la tarea—. Digamos que el hermano pequeño conoce a una anciana. Tiene hambre y sólo tiene un pastel de avena, pero se lo da a ella. Ella se lo agradece y él prosigue. Puede que después vea un conejo dentro de una trampa y lo libere.

—Es más probable que lo desuelle y se lo coma para cenar —dijo Simon—. Sobre todo después de lo del pastel.

—Pero ese conejo lo mira con unos ojitos verdes preciosos —repliqué—. No tiene más remedio que soltarlo. Por último se encuentra a un gigante. El gigante lo desafía a una pelea con vara. El joven acepta porque piensa que no tiene nada que perder. Pelean durante un rato, y se lleva unos cuantos buenos varazos antes de que el gigante lo tumbe. Cuando recupera el conocimiento, el gigante le agradece con mucha educación el decente combate; de todos los viajeros que habían pasado por allí, él era el primero que se había atrevido a parar y proporcionar al gigante algo de diversión. Después de aquello, el gigante decide acompañarlo, a modo de guardaespaldas.

—Eso está bien —dijo Simon—. ¿Después qué?

—Un castillo, y dentro del castillo una dama —respondí, mientras recogía una puñado de hojas y bayas caídas y empezaba a trenzarlas—. La verá desde muy lejos, a lo mejor cabalgando con sus mejores galas mientras él y su amigo el gigante avanzan por el camino, y en el momento en que la ve, se enamora de ella y la quiere para sí. Pero hay un problema. Para conseguirla tiene que superar una prueba.

—O mejor tres.

Asentí.

—Es lo más común. Y aquí es donde sus buenas obras del pasado le ayudan. A lo mejor tiene que limpiar un enorme establo antes de la salida del sol, y aparece la anciana con una escoba mágica y lo hace en un plisplás. Después igual tiene que conseguir algún objeto, una pelota de oro de un lugar muy estrecho, al final de un largo túnel bajo el suelo. El conejo le podría hacer eso. Lo último sería una gesta de fuerza, ahí es donde intervendría el gigante. Así que nuestro héroe gana a la dama y vive feliz para siempre.

—¿Qué pasa con su hermano?

—¿Con el hermano? Bueno, mira, para cuando el pequeño ha terminado sus aventuras y ha ganado el corazón de la dama, ya se le ha olvidado todo lo de su hermano mayor y lo celoso que estaba. Tiene su propia vida.

—No me gusta ese final —dijo Simon—. Inténtalo con otro.

Pensé un momento.

—¿Qué tal si se va a la guerra y cuando vuelve descubre que su hermano ha muerto y que las tierras son suyas?

Simon se rió y a mí no me gustó la dureza de esa risa.

—¿Cómo crees que se sentiría si ocurriera eso?

—Confundido, diría yo. Consigue el deseo de su corazón, que es ocupar el lugar de su hermano. Pero siempre pensará en todos los años que desperdició envidiando a su hermano en lugar de intentando conocerlo.

—A su hermano no le interesaba —dijo Simon sin más, y pensé que ya me estaba acercando demasiado al límite.

Me concentré en la corona que estaba haciendo. Hojas rojizas, marrón oscuro, amarillo dorado. Algunas ya eran frágiles, el último resto del verano desaparecía de sus cuerpos esqueléticos. Bayas rojas como la sangre. Me observó.

—Sorcha —dijo después de un rato, y era la primera vez que empleaba mi nombre en lugar de bruja o niña o algo peor—. ¿Cómo puedes creer en esos cuentos? Gigantes, hadas, monstruos. Son fantasías de niños.

—Algunos puede que sean verdad y otros no —dije, mientras trenzaba una larga hoja afilada por debajo, a través y alrededor de sí misma—. ¿Importa?

Se levantó y oí el cambio en su respiración al tragar saliva por el dolor; el silencio significaba control.

—En la vida nada es como en tus cuentos —dijo—. Vives aquí en tu pequeño mundo, no tienes ni idea de lo que existe fuera. Ojalá… —Se interrumpió.

—¿Ojalá qué? —pregunté cuando él no continuó.

—Ojalá no lo descubras jamás —dijo dándome la espalda.

—¿No crees que ya he empezado? —Me puse en pie, con la pequeña corona en una mano—. He visto lo que te han hecho. Te he escuchado pidiendo ayuda. Y tú me has contado historias de tal crueldad que no tengo más remedio que creerlas. Poco has pensado en ahorrármelo.

—Tú te cierras a ese mundo, con tus cuentos.

—No del todo —dije mientras empezábamos el lento paseo a casa—. Ni para ti, ni para mí. Los cuentos lo hacen un poco más fácil, eso es todo. Pero al final tendrás que acabar hablando de ello, si quieres curarte y volver a casa.

El padre Brien le había dado una larga vara de fresno, que él empleaba para ayudarse a caminar; aún vacilaba debido al dolor, pero ahora avanzaba con mi apoyo. En aquel lugar, el camino estaba cubierto por una espesa capa de hojas caídas y la red enmarañada de ramas permitía que la fría luz las volviera de oro y plata. Linn estaba fascinada, cavaba y olisqueaba por todas partes. Un pájaro llamó, respondió otro.

—¿Volveré a dormir alguna vez? —me preguntó de repente, cogiéndome por sorpresa. Mi respuesta fue cautelosa; había visto a aquellos que se habían llevado las hadas, cómo la locura no les abandonaba nunca completamente, ni de día ni de noche, la manera en que el torbellino de recuerdos les impedía la paz.

—Puede que te cueste un tiempo —dije con dulzura—. Has mejorado algo, pero no te puedo mentir. Un daño como el tuyo no sana fácilmente. Tú eres quien mejor te puede ayudar si escoges el camino correcto.

* * *

El cuerpo de Simon estaba curado. Era joven, fuerte y resistente, y estaba ganando la batalla contra el daño y las invasiones de aquella noche y los humores malignos que le sucedieron. Después de un tiempo empezó a andar sin la vara e intercambió las primeras palabras con el padre Brien, casi sin darse cuenta. Yo acogía cada pequeña victoria con alegría. Una palabra amable, un intento de hacer algo por sí solo, una sonrisa espontánea, para mí no tenían precio. En cuanto el proceso de curación se asentó, cobró velocidad, y empecé a pensar que podríamos enviarlo de vuelta con su gente.

Aunque estaba claro que aún no podía prescindir de nuestros cuidados. Se acercaba el clima de finales de otoño, y las noches eran más largas y más frías. Y Simon aún no podía sacudirse los demonios que lo acosaban en las horas oscuras. Una y otra vez, sus torturadores lo visitaban y lo atormentaban, y él se resistía, huía de ellos o quedaba a su merced. Una noche, me llevé un ojo morado, cuando se levantó de la cama medio en sueños e intentó escapar. Entre los dos, el padre Brien y yo, lo detuvimos, pero yo paré toda la fuerza de su brazo con la cara. A la mañana siguiente no se creía que me lo había hecho él. Otra vez me cogió con la guardia baja, se despertó antes que yo, de repente y aterrorizado, pero por una vez en silencio; tenía el cuchillo en la mano y se lo iba a clavar antes de que reparara en ello. Jamás sabré cómo me moví con la suficiente rapidez para agarrarle la muñeca y llamar a gritos al padre Brien. Entre los dos intentamos calmarlo, mientras él lloraba, se revolvía y suplicaba que acabáramos de una vez con aquello. Y poquito a poco, muy poquito a poco le hablé y le canté hasta que se calló y casi se durmió, aunque no del todo. Había dejado de pronunciar palabras, pero sus ojos me hablaban y su mensaje era claro. Entendía demasiado bien qué futuro le esperaba y me preguntaba por qué no acababa con su dolor. ¿Qué derecho tenía a negárselo?

Le contaba muchos relatos. Pero no podía decirle por qué creía que debía seguir viviendo, creciendo y tirando adelante. Si se burlaba de las historias de Culhan y los antiguos héroes, de las sagas de las gentes del oeste, si encontraba raros los cuentos de los duendes y las gentes de los árboles, aunque yo misma había sido testigo de su obra con mis propios ojos, ¿cómo esperaba que creyera que su destino y el mío estaban ligados de algún modo en lo que la Dama del Bosque me había dicho? Jamás creería que la había visto, allí mismo en el claro, con su capa de medianoche y sus joyas relucientes en el pelo. Simon era de otra especie totalmente distinta, gente práctica y con los pies en la tierra que sólo creían lo que veían con sus propios ojos. Y aun así, si alguna vez he conocido a alguien que necesitara que la magia y el misterio de las antiguas costumbres fluyera en su espíritu, era él. Los usaba para curarlos, lo supiera o no, pero sin su fe en sí mismo de poco servirían. Hasta que lograra convencerlo de tener una razón para vivir, no podíamos dejarlo ir con seguridad, aunque su cuerpo hubiera sanado casi por completo, pues no duraría ni una noche sin nosotros.

Intenté hablar con él de esto, pero se me cerraba cada vez que intentaba hablar de su casa, su familia o lo que fuera que lo motivaba. Al principio, creo, se adhería estrictamente a su entrenamiento de soldado, que le había hecho callar durante la tortura y que nacía de la disputa entre nuestros pueblos. Yo era el enemigo: no debía saber nada que pudiera darme una ventaja o pusiera a los suyos en peligro. Con todo, aquellas noches de tormento, que soportamos juntos nos gustara o no, nos cambió a ambos. Hacia el final me reconocía, de alguna manera, como parte de su mundo y, al mismo tiempo, sabía que no estaba ni a un lado ni a otro de aquella larga refriega. Con mis hierbas y mis cuentos, era para Simon una especie de ser extraño y ajeno, pero poco a poco empezó a confiar en mí, aun a su pesar.

El padre Brien organizaba planes lo mejor que podía. El tiempo pasaba y persistían los terrores nocturnos. Había llegado la temporada de lluvia y no pude mantener los paseos de Simon; entonces estaba desasosegado, recluido en la cueva incluso de día, y aireaba sus frustraciones sobre mí, discutiéndome cada cosa. ¿Por qué tenía que beber y comer cuando yo se lo decía, para qué? Y, con frecuencia, ¿por qué no me volvía a casa a jugar con mis muñecas en vez de hacer experimentos con él? ¿Por qué me molestaba en remendarle la ropa de calle, cuando nunca sería capaz de hacer otra cosa que estar tumbado mientras una niña loca y un viejo chalado y chupacirios lo torturaban? Después de un rato nos había sacado a los dos de quicio, pero al menos el padre Brien tenía el lujo de poder retirarse a la granja a escribir o meditar. Yo le había hecho una promesa a Simon y me quedaba con él.

Intentaba coser, y mantenía los ojos en la labor mientras Simon paseaba a mi alrededor.

—¿Qué haces, de todas maneras? —exigió saber, y se acercó a mirar la sobretúnica que tenía en las manos—. ¿Qué es eso?

Se lo enseñé.

—Casi ni lo vas a notar —dije—, pero ayudará a protegerte. El serbal es uno de los árboles más sagrados; a las ropas de mis hermanos les cosemos cruces como ésta siempre que van a la guerra. —El hilo rojo con el que había enrollado la crucecita de serbal parecía una gota de sangre contra la lana crema del tejido. Mordí el hilo y doblé la túnica, y parecía cualquier otra prenda.

—No voy a ir a la guerra —dijo Simon—. Difícilmente serviría. Y puede que no sirviera ni antes —añadió en un tono de voz más bajo, apartándose de mí.

Volví a meter con cuidado las agujas y el hilo en su caja.

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

—Yo… nada —dijo y se sentó al borde de la cama y se puso a mirar el suelo. Yo me quedé quieta esperando. Después de un rato, levantó la mirada y estaba pálido—. El problema es no saber. No saber si… fui lo bastante fuerte.

—¿Lo bastante fuerte para qué? —Pero me lo podía imaginar.

—El problema es… que no me acuerdo. No de todo. —Entonces se echó a temblar porque los recuerdos se le agolparon, no en las visitas inconscientes por la noche, sino en su totalidad, a la luz del día—. No de todo. Estoy casi seguro de que aguanté. Aguanté mucho, eso lo sé, porque estaban muy enfadados, tan furiosos…

—No pasa nada, Simon —dije y me arrodillé rápidamente junto a él y le cogí de las manos—. Me lo puedes contar. —Me agarró las manos con fuerza, hasta hacerme daño, como si estuviera salvándolo.

—Pero al final, cuando…, cuando… —Parecía incapaz de completar el pensamiento, como si encontrar las palabras estuviera más allá de su resistencia.

—¿Crees que les contaste algún secreto, algo que no les tendrías que haber dicho?

Asintió con tristeza.

—Te digo que fracasó. Traicionó su confianza, entregó a sus propios hombres al enemigo. ¿Cómo iba a volver, después de eso? —Me apartó las manos con brusquedad—. ¿Quién querría su amistad, tras semejante obra? Mejor que hubiese muerto.

—Eso no lo sabes seguro —repuse con tiento—. Creo que tú…, que él…

—Su hermano —continuó Simon—. ¿Te acuerdas de la historia? Su hermano espera que la tropa regrese, pero no lo hace. Espera un poco más, y después envía un explorador en su busca. Es un largo camino, hay que cruzar el agua. Encuentra el lugar en el que acamparon. Pero están todos muertos; extremidades mutiladas, cuencas vacías de ojos a merced de los cuervos. Traicionado por uno de los suyos. Después de aquello, su hermano lo maldice, que jamás regrese con aquellos a quienes ha fallado tan estrepitosamente. Pero para el hermano pequeño no es nada nuevo. Jamás fue querido; tendría que haber sabido que la pauta de su vida jamás cambiaría. Su hermano es el héroe de todos los cuentos, pero él está condenado al fracaso.

—¡Tonterías! —repliqué, y estaba tan enfadada con él que le agarré de los hombros y le di una buena sacudida—. Tú decides el final de la historia, nadie más. Puedes hacer con ella lo que quieras. Hay tantos caminos abiertos ante tu héroe como ramas en un gran árbol. Son hermosos y terribles, y llanos y enrevesados. Se tocan, se separan y se cruzan, y puedes seguirlos como quieras. Mírame, Simon.

Parpadeó una vez, dos; la luz de las velas mostró sus ojos del azul claro del cielo matutino. Y fríos de tanto detestarse.

—Creo en ti —dije en voz baja—. Eres un hombre valiente y honesto, sé en mi corazón que guardaste tus secretos aquella noche. Confío yo más en ti de lo que confías tú mismo. Podrías haberme hecho daño en muchísimas ocasiones, y también al padre Brien, pero no lo has hecho. Tienes futuro. No me tires a la cara mi regalo, tu curación, Simon. Hemos llegado hasta aquí, continuemos.

Se quedó largo tiempo callado, tanto que empecé a arreglarme, coger agua y preparar los paños y los bálsamos para cambiarle las heridas. Al final habló.

—Haces difícil decir no.

—Hiciste una promesa —dije—. ¿Te acuerdas? No puedes decir que no.

—¿Cuánto tiempo tengo que obedecer tus órdenes? —preguntó, medio en broma—. ¿Años?

—Bueno —dije—. Llevo manteniendo a raya a mis hermanos mayores desde que era bastante pequeña. Tendrás que acostumbrarte. Por lo menos hasta que estés bien. —Y empezamos, de nuevo, la cruel tarea de lavar, aplicar pomadas y vendar.

Mientras fuera oscurecía, le conté el cuento de la reina guerrera que tenía tras ella a los hombres como moscas, pero nunca se quedaba ninguno durante demasiado tiempo; y Simon, que ya lo había escuchado unas cuantas veces, comentó con amargura las partes más sosas de la acción. Y al final, el trabajo había terminado, retiré las sábanas y el padre Brien llegó con una sopa y vino de flor de saúco. Reinaba una especie de paz alrededor de los tres cuando nos sentamos aquella noche a tomar nuestra austera comida, y más tarde, Simon durmió como un niño, con la mano en la mejilla.

—Mañana tendré que dejaros —dijo el padre Brien—. Tengo que llegarme a la aldea del oeste, pues uno de mis hermanos estará allí para recoger mis papeles y necesitamos provisiones. No te pregunto si te las apañarás sin mí porque lo has hecho todo el tiempo. Pero intentaré asegurarme de estar de vuelta para la noche. No te dejaré sola de noche.

—Va mejor —dije—. Un par de lunas más y puede que esté listo para irse, ¿pero adónde?

—Lo prepararé mañana —dijo el padre Brien—. Los hermanos del oeste cuidarán de él, creo. Podrá quedarse allí un tiempo y, cuando esté listo, lo devolveremos con seguridad a su hogar. Dondequiera que sea.

—¿Cómo?

—Puede arreglarse. Pero tienes razón, no puede marcharse mientras siga siendo un peligro para sí mismo. Y tampoco puede cabalgar; para cuando dices es posible que soporte el traqueteo de un carro. Mañana por la noche sabré más.

Fiel a su palabra, al día siguiente al alba había emprendido la marcha, aprovechando un receso en la persistente lluvia. Simon y yo dormimos mejor, pues sólo se había despertado dos veces y tenía algo más de color en las mejillas. Observamos el carro desaparecer entre los árboles.

La mañana era tranquila. Caía una fina llovizna, que iba y venía, y en el intervalo lucía un sol bajo e inclinado, como si el día no supiera decidirse entre ser malo o bueno. Me até el pelo y me puse a trabajar en unos bálsamos de lavanda seca. Medí aceite y cera de abejas; Simon me observó. Más tarde compartimos unas manzanas verdes y después una hogaza dura. Desde luego había que reponer provisiones. Me pregunté si quedaría suficiente harina para hacer unos cuantos bollos.

* * *

Linn lo oyó antes que nosotros. Cuando le picaban los oídos, ladraba con todas sus fuerzas. La miré, no oía ningún ruido fuera. Entonces, un instante más tarde, llegó el mensaje silencioso a mi mente con claridad y urgencia.

Sorcha, escóndelo. Corre, ahora.

No había tiempo para preguntar. Cogí a Simon del brazo.

—Viene alguien —dije—. Métete en la granja, rápido. Métete dentro y cierra la puerta.

—Pero…

—No me repliques. Haz lo que te digo. ¡Y que no te vean! ¡Venga, Simon!

Me miró por un momento; debía de tener la cara pálida, pues el mensaje de Finbar sonaba con extrema urgencia. Linn volvió a ladrar, dos veces, después salió por la puerta y al camino, coleando como si el rabo fuera un estandarte.

—¡Date prisa! —Casi arrastré al reacio Simon por el claro hasta la granja y lo empujé dentro. Y ahora los dos lo oíamos: sonidos de cascos de caballos, más de un jinete se acercaba a paso ligero por el sendero—. ¡Que no te vean! Aquí estarás seguro hasta que se hayan ido.

—¿Pero qué…?

—¡Cierra la puerta! ¡Rápido! —Con la esperanza de que tuviera el buen juicio de obedecerme, lo dejé y corrí de vuelta a la cueva, intentando emborronar las dos huellas distintas que habíamos dejado en el barro.

Me metí dentro, con el corazón acelerado, y sólo justo a tiempo, pues se oían voces, ruidos de cascos y ladridos mezclados, y tres hombres entraron en el claro: Finbar el primero, el rostro tenso por la ansiedad, y dos soldados con armadura de batalla, espadas en los costados; mi hermano Liam, alto y serio, y Cormack, que parecía haber crecido una barbaridad.

La perra estaba fuera de sí y, cuando Cormack bajó del caballo, sus ladridos alcanzaron el éxtasis. Se le subió encima, le colocó las patazas sobre el pecho y le chupó la cara encantada. Cormack sonrió y la rascó detrás de las orejas. Pero las caras de los otros no reflejaban ninguna señal de buen humor.

Finbar me interrogó con la mirada mientras se acercaba a la entrada de la cueva, en donde yo estaba. ¿Dónde está? Pero no tuve tiempo de responder.

—Pasad —dije hospitalaria—. El padre Brien ha bajado a la aldea, la granja está cerrada. Me sorprende veros a todos, ¿ha vuelto padre tan pronto, entonces? —Estaba bastante orgullosa de este discursito; por desgracia, me temblaban las manos de los nervios, así que me las metí en el bolsillo del delantal.

—Tenemos noticias, Sorcha —dijo Liam, y se agachó para entrar al tiempo que se quitaba la capa mojada. Encima de la armadura aún llevaba la túnica de batalla, con el símbolo de Sieteaguas en el pecho. Dos torques entrelazados: el mundo exterior y el interior. Este mundo y el mundo de las hadas. Pues en la vida del lago y el bosque los dos estaban inextricablemente entrelazados—. Tienes que volver a casa con nosotros directamente —prosiguió—. Se avecinan cambios y padre requiere tu presencia. Le contrarió saber que llevabas tanto tiempo fuera, cualesquiera que fueran las habilidades con las hierbas por las que se te precisaba.

—¿Padre? —pregunté con escepticismo—. Me sorprende que mostrara el menor interés acerca de mi paradero. ¿No tiene cosas mejores en que ocupar su atención?

Cormack hablaba con la perra, intentaba calmarla, meterla dentro. Todo su cuerpo se estremecía y emitía gemidos de entusiasmo, como si no pudiera contenerse.

—No puso objeciones a que pasaras un tiempo aprendiendo con el padre Brien —señaló Finbar—, ni a que compartieras tus conocimientos con él. Puede que contemple tus perspectivas de matrimonio; es un arte útil en una mujer. Pero ahora… —Se interrumpió, y detecté una nota de profunda incomodidad en su voz.

—¿Ahora qué? —Había algo que ninguno de ellos me estaba contando.

Liam cogió una vela de cera de abeja de la mesa y la hizo rodar entre sus dedos. Cormack se sentó al borde de la cama y la perra saltó a su lado, olisqueando las mantas. La observé, tenía los ojos puestos en la entrada, expectante. ¿Había algo que pudiera delatarnos, un par de botas, un vendaje ensangrentado? Había tenido muy poco tiempo. Miré a Finbar: aparte del peligro de que encontraran a Simon, le turbaba algo más.

—Padre ha regresado —soltó Liam— y trae una prometida. Viene del norte y se casará con ella de aquí a unos días. Fue repentino e inesperado. Quiere que todos sus hijos acudan a la celebración.

—¿Una prometida? —Después de lo que nos había contado el padre Brien, aquello rozaba lo imposible.

—Es cierto —dijo Cormack—. ¿Quién lo habría dicho? Y lo que es más, es joven, bella y encantadora. Nueva vida para el viejo. Tendrías que ver a Diarmid. La sigue todo el día con ojitos de becerro.

Liam le puso ceño.

—No es tan simple —dijo—. No sabemos casi nada de esa mujer, dama Oonagh la llaman, excepto que la conoció cuando acampó con lord Eamonn de los Pantanos, en cuya casa estaba invitada. De los suyos ha hablado poco, creo, o ha decidido no compartirlo con nosotros.

—No me puedo creer que se vuelva a casar —dije, y el alivio de que no hubieran venido a por Simon se me mezcló con la incredulidad—, es tan… tan…

—¿Impermeable? —dijo Finbar—. Con ella no. Ella es… diferente, tan brillante y peligrosa como una serpiente exótica. Comprenderás cuando la veas por qué lo ha hecho.

—A Conor no le gusta —dijo Cormack.

Liam se puso en pie.

—Tenemos que volver, Sorcha —dijo—. Siento que el padre Brien no esté, pues quería hablar con él en privado de este asunto. Sin duda, padre lo hará llamar, para que oficie la ceremonia. Mientras tanto, la casa está patas para arriba y te necesitan. Recoge tus cosas, puedes montar conmigo.

¿Marcharme en ese momento, de repente? ¿Dejar a Simon solo, sin siquiera decirle adiós, sin contarle qué estaba pasando? Le envié a Finbar un mensaje desesperado. No me puedo ir ahora, así no, no está preparado aún, por lo menos déjame

—Ve tú delante, Liam —dijo Finbar—. Ayudaré a Sorcha a recoger y vendrá conmigo.

—¿Seguro? —Liam estaba ansioso por marcharse, ya poniéndose la capa—. Pues no tardéis mucho, entonces. Hay mucho que hacer. Venga, Cormack, esa perra tonta que tienes seguro que tendrá ganas de volver a casa.

Pero no tenía. Montaron los dos, y al principio empezó a dar vueltas alrededor del caballo de Cormack, venga la alegría. Pero cuando empezaron a bajar por el sendero, comprendió su finalidad y se detuvo, después se dio la vuelta y vino hacia nosotros. Miró a su alrededor, olisqueando, dubitativa. La lluvia empezó a caer con fuerza.

—¡Linn! ¡Ven! —la llamó Cormack, y su caballo se detuvo a esperarla en el lugar en que el sendero se adentraba en el bosque—. ¡Ven aquí!

Se dio la vuelta y caminó poco a poco hacia él; se detuvo y volvió a mirar atrás.

—¡Venga, Linn! —dije tragándome las lágrimas de la pena, por ella, por mí, por Simon—. ¡Vete a casa!

Cormack silbó, y esta vez sí fue hacia él, pero su paso había perdido el entusiasmo. Desaparecieron bajo los árboles.

—Date prisa —me dijo Finbar—. ¿Dónde tienes tus cosas? Yo recogeré, tú habla con él, después nos vamos. —No le pregunté cuándo podría regresar, parecía pesar un temible final sobre todo. En silencio indiqué mi hatillo, mi capa, mis botecitos y jarras; después salí disparada bajo la lluvia hasta la puerta de la granja, pero estaba cerrada por dentro. Fiel a su palabra, había hecho lo que le había dicho.

—¡Simon! —grité por encima del rugido del chaparrón—. ¡Soy yo, déjame entrar!

Debí de traslucir mi urgencia porque conquisté su desconfianza y abrió el pestillo con rapidez. Tenía el cuchillo en la mano, pero no hizo ninguna señal de tocarme, de hecho se retiró a la pared más lejana cuando entré y cerré de un portazo.

No había manera de hacer aquello de una manera suave.

—Me tengo que ir, ahora, enseguida. Lo siento, no quería que fuera así. Pero mis hermanos me esperan.

Me miraba con los ojos vacíos.

—Es demasiado pronto, ya lo sé, pero no tengo elección. El padre Brien volverá esta noche, cuidará de ti tan bien como yo. —Balbuceaba, mi angustia era evidente.

Simon dejó el cuchillo encima de la mesa. Su voz no era ni la sombra de un sonido.

—Lo prometiste —dijo.

No podía mirarlo.

—No tengo elección —repetí; esta vez empezaron a derramárseme las lágrimas y me las sequé con rabia. Esto no nos ayudaba a ninguno de los dos. Pero veía las largas noches que se le avecinaban y no pude mirar cómo le volvía el vacío a los ojos.

Nos quedamos en silencio, él no se movía y, al cabo de un rato, Finbar llamó desde fuera.

—¡Sorcha! ¿Estás lista?

La mano de Simon fue a coger el cuchillo y, rápida como el rayo, la mía lo atrapó por la muñeca.

—Yo no puedo cumplir mi promesa —dije—, pero te conmino a que tú sí cumplas la tuya. Aguanta hoy, después deja que el padre Brien te ayude. Termina la historia de la manera que yo te habría hecho hacerlo. Sólo me debes eso. Confío en ti, Simon. No me falles.

Solté su muñeca y él cogió el cuchillo y me lo acercó a la cara de manera que tuve que mirar hacia arriba. Los ojos de aciano me miraron directamente, y había en ellos algo salvaje que me indicó que tenía su pesadilla enfrente. Estaba blanco como la tiza.

—No me dejes —susurró como un niño pequeño asustado por la oscuridad. Un rápido movimiento de la hoja, y Simon tenía un mechón rizado de mi pelo entre sus dedos. Con la otra mano me ofreció el cuchillo, la empuñadura hacia mí—. Ten —me dijo. Después me dio la espalda, me esperaban. Y yo abrí la puerta y salí bajo la lluvia.

* * *

La dama Oonagh. Sentí su presencia incluso antes de verla. La presentí en el silencio de Finbar mientras volvíamos a casa bajo el cielo atronador. Supe de ella por el viento frío que azotaba las ramas de los árboles hasta que se postraban rendidas a nuestro paso, por las aguas del lago revueltas, por el graznido de una gaviota hostigada en pleno vuelo por agujas de aguanieve helada. La sentí en la pesadez de mi propio corazón, a cada paso del camino. Estaba allí y su mano se había apoderado de todos nosotros. Sabía que había peligro. Pero este conocimiento previo no sirvió para prepararme.

Finbar me dejó en el patio y él llevó el caballo a los establos para atenderlo, pues era ésta una tarea que los chicos siempre hacían personalmente. Qué bien haber vuelto a casa por fin. Anhelaba escabullirme con discreción hasta mis aposentos o a la cocina: un poco de agua caliente, una hoguera y ropa seca era todo lo que quería en ese momento, y tiempo para mí misma. Pero se abrieron las puertas de repente y en un momento allí estaba yo en el gran salón, con la capa goteando, un rastro de huellas de barro de las botas, y aunque mi padre estaba allí, todo lo que vi fue a ella, la novia, la dama Oonagh.

Era bella. Cormack tenía razón. Su melena era una cortina de fuego oscuro, y su piel, blanca como la leche fresca. Sólo los ojos la delataban. Cuando miraba a mi padre, todo dulzura y alegría, eran inocentes y cariñosos. Pero si mirabas directamente sus profundidades moradas, como yo hacía, te echabas a temblar de lo que veías. Su mensaje era claro: yo estoy aquí ahora. No hay sitio para ti.

Su voz tintineaba como campanillas.

—¿Tu hija, Colum? ¡Oh, pero qué dulce! ¿Y cómo te llamas, querida? —La observé en silencio mientras el vapor empezaba a surgir de mi ropa.

—¡Sorcha, no estás presentable! —dijo padre sin más, y de hecho tenía razón—. Me avergüenzas, presentándote ante tu madre en tal estado de desaliño. Vete, arréglate y vuelve aquí. Me dejas en mal lugar.

Lo miré. ¿Madre?

La dama Oonagh rompió el incómodo silencio con una carcajada.

—Venga, Colum, tonterías, ¡eres muy duro con la niña! ¡Mira, la has herido en sus sentimientos! Ven, querida, vamos a quitarte esta capa mojada, tienes que calentarte junto al fuego. Caray, ¿dónde has estado? Colum, no me puedo creer que la dejaras salir sola así; podría haberse muerto de frío. Mejor así, pequeña, pero si estás temblando. Después hablaremos, tú y yo solas: he traído cosas muy bonitas conmigo, será divertido escoger algo para que lleves en la boda. Verde, me parece a mí. Me temo que por desgracia tu guardarropa esté algo descuidado. —Me repasó de arriba abajo el vestido casero, la sobretúnica gastada con tantas manchas: tintura de bayas de saúco, aceite de romero. Y sangre.

Abrí la boca para hablar, pero las palabras se negaron a formarse y, en cambio, sentí que un gran cansancio se apoderaba de mí. Bostecé con ganas y se me volvieron las piernas de gelatina.

—¡Sorcha! —me riñó padre—. ¡Esto es demasiado! ¿Es que no puedes…? —Pero ella volvió a anularlo, toda solicitud.

—Pobrecita, ¿pero qué has estado haciendo? —El brazo con el que me rodeaba era un grillete helado—. Vamos, tienes que descansar, ya tendremos tiempo de hablar después. Tu hermano te acompañará a tu cuarto, que estás que no te tienes en pie; ¿Diarmid, querido?

Y sólo entonces reparé en que mi segundo hermano había estado allí todo el tiempo, en las sombras tras el sillón de la dama Oonagh. Se adelantó, ansioso por ayudar, y se le marcaron los hoyuelos mientras la miraba de refilón, después me cogió del brazo para escoltarme. Ella lo miraba amparada en sus pestañas.

Diarmid no paró de parlotear todo el camino hasta mis aposentos. Qué estupenda era, qué vibrante y joven, qué increíble que tan hermosa criatura hubiera aceptado casarse con padre que, después de todo, estaba empezando a tener una edad y ya no era tan viril.

—A lo mejor las riquezas y el poder han tenido algo que ver —me atreví a sugerir para interrumpir el flujo de palabras de mi hermano.

—Venga, venga, Sorcha —me reprendió Diarmid mientras subíamos por los amplios escalones de piedra—. ¿Detecto una nota de celos? Si no recuerdo mal, no te gustó el compromiso de Liam. ¿Es que prefieres seguir siendo la única mujer de la casa, es eso?

Me di la vuelta enfurecida.

—¿Tan poco me conoces? Por lo menos Eilis es… es inofensiva. Esta mujer es peligrosa, no sé por qué está aquí, pero destruirá nuestra familia si la dejamos. Tú estás cautivado por ella, como padre. No la ves, sólo ves una especie de… de ideal, un fantasma.

Diarmid se rió de mí.

—¿Pero qué sabrás tú? Sólo eres una niña. Y además, casi no la conoces. Es una mujer maravillosa, hermanita. Puede que ahora que está aquí, aprendas a crecer como una dama.

Lo miré, profundamente herida por sus palabras. La pauta de nuestra existencia empezaba a desplegarse a mi alrededor. Todos nos hacíamos rabiar interminablemente, nos gastábamos bromas y peleábamos como los hermanos y las hermanas hacen. Pero nunca habíamos sido crueles unos con otros. El hecho de que no lo viera sólo empeoraba las cosas. Y yo no podía hablar con él, porque ya no me escuchaba. Llegamos a mi habitación, y Diarmid se marchó rápidamente, todo solicitud por atender a su recién hallada diosa.

Despedí a la sirvienta que rondaba por allí y me desvestí sola. Me habían encendido un fuego y me senté delante con una manta alrededor a contemplar las llamas. A pesar del cansancio, me costó dormirme, pues mi mente estaba plagada de pensamientos e imágenes. A lo mejor estaba comportándome como una tonta, y era una mujer amable y bienintencionada que se había quedado prendada de los supuestos encantos de mi padre. Pero algo olía a chamusquina. Pensé en lo que había dicho Cormack. A Conor no le gusta. Y yo había visto el mensaje en los ojos de la dama Oonagh, por zalameras que fueran sus palabras. Había algo profundamente perturbador en la admiración lisonjera de Diarmid y en la disposición de mi padre a ser gobernado por su dama. Y en la manera que los sirvientes se escabullían nerviosos, como preocupados por hacer algo mal.

¿Y qué pasaba con Simon? Aún era por la tarde, estaría esperando al padre Brien a solas. Sin cuentacuentos para llenar su silencioso día, para borrar sus visiones. Sin amiga con quien bromear, ni siquiera la fiel perra, compañera incuestionable de los momentos más negros. Lo imaginé observando mientras el sol bajaba tras los árboles, esperando el sonido de una carreta por el camino. Por lo menos, no estaría solo por la noche.

Al final me tumbé y dormí. El fuego se quedó en brasas, pero mi vela siguió titilando, así que cuando me desperté de repente algún tiempo más tarde, la habitación estaba llena de sombras vivas. Por un momento había regresado a la cueva y me sobresalté con los ojos como platos, lista para enfrentarme a la pesadilla.

Pero esta vez no había grito: las paredes de piedra estaban en silencio, el unicornio y la lechuza en mi único tapiz se movieron ligeramente con la corriente. Volví a tumbarme, pero Simon estaba en mis pensamientos, puede que incluso entonces luchando con sus demonios, y me conté un viejo relato en silencio hasta que me quedé otra vez dormida.

Pasarían muchas noches antes de conseguir romper esa rutina: el sobresalto al despertarme, el corazón desbocado, la lenta toma de conciencia de dónde estaba y el abrumador sentimiento de que lo había abandonado. Nunca dormía demasiado tiempo sin despertarme y mi cansancio se sumaba a la confusión y el desasosiego del día. Liam tenía razón. Se avecinaban cambios, quisiéramos o no.

El cambio que menos me gustaba era el de Diarmid, que había caído de lleno bajo el embrujo de la dama Oonagh. No estaba dispuesto a escuchar nada en su contra y se pasaba el día pendiente de sus necesidades o, por lo menos, todo el tiempo que ella se lo permitía. Era imposible mantener con él una conversación razonable. Estaba, le dije a Finbar, como los enloquecidos por los duendes.

—No —repuso Finbar—, tanto no, pero bastante cerca. Es más como el encantamiento que se produce en el hombre cuando ve a la reina bajo la colina, y la anhela, aunque jamás podrá tenerla si ella no lo consiente. Puede mantener oscilando así a un hombre durante mucho tiempo, hasta que su rostro pierde la juventud y su paso el garbo.

—He oído esas historias —dije—. Lo escupirá como un trozo de piel de manzana en el momento en que pierda sabor.

Cormack y Padriac evitaban problemas apartándose de su camino. Cuando los llamaban, uno estaba siempre fuera cabalgando o practicando tiro, y el otro ocupado en el granero o en alguna parte de los campos. Finbar no se excusaba. Sencillamente no estaba. La dama Oonagh tenía cierta tendencia a convocarnos cuando le apetecía y, aunque sus modos eran siempre cordiales y dulces, quedaba claro que la desobediencia recibía malas caras. Padre se encargaba de aplicar esta regla para ella, como también parecía seguir cualquiera de sus antojos. Con él, de todos modos, se andaba con más cuidado que con el desgraciado y sonriente Diarmid. Podría ser muchas cosas, pero lord Colum no era un hombre débil y, después de todo, aún no estaban casados.

Sólo faltaban unos días para la boda. Seamus Barbarroja y su hija venían; oí a Liam cambiar los aposentos para colocar a Eilis y su dama de compañía tan lejos como fuera posible de la estancia de la dama Oonagh. En lugar de parecer feliz por volver a ver a su prometida tan pronto, mi hermano mayor se mostraba taciturno y silencioso. Intentó hablar varias veces con padre en privado, pero Oonagh lo rechazaba siempre con su risa tintineante, y padre declaraba con brusquedad que Liam podía decir lo que quisiera ante su dama, pues entre ellos no había secretos.

Quería hablar con Conor, pero estaba ocupado. Gran parte de los preparativos habían recaído sobre él y tenía poco tiempo libre entre la supervisión de la cocina, el aireo de sábanas y el arreglo a última hora de los establos y el patio. Coincidí con él un momento la segunda noche, entre la cena y la hora de acostarse, en una esquina oscura de las grandes escaleras. Era un buen punto de observación sin demasiado eco y por una vez no había nadie más. Vi a mi hermano desde una perspectiva nueva, lo imaginé con el hábito blanco de los druidas, su pelo castaño trenzado y atado con cuerdas de colores como lo llevan los sabios. Tenía serenidad en la mirada, un aspecto de ver a lo lejos que jamás se apreciaba en el rostro de su gemelo, pues Cormack era un hombre de acción que vivía el momento.

—Voy a enviar a alguien a por el padre Brien, Sorcha —dijo con gravedad—. ¿Crees que vendrá?

Asentí.

—Si es sólo por un día, para la ceremonia de la boda, vendrá. ¿A quién vas a enviar?

Me miró, leyendo la pregunta no pronunciada en mis ojos.

—Tendrá que ser Finbar, si lo encuentro. Desde luego no hay ninguna posibilidad de que tú vuelvas, Sorcha. Te vigila de cerca. Tienes que tener cuidado.

—¿También tú lo has notado? —De repente sentí frío al mirar el rostro pálido de mi hermano.

Estaba tan tranquilo como siempre, pero su incomodidad era palpable. Asintió.

—Vigila a quienes suponemos la mayor amenaza, y sabe leer en nosotros con precisión. Diarmid y Cormack no son nada para ella, pobres inocentes, y no ve amenaza alguna en Padriac, tan joven como es. Pero tú, Finbar y yo mismo, puede que tengamos suficiente fuerza para resistirnos a ella si nos mantenemos unidos. Eso la incomoda.

—¿Liam?

Conor suspiró.

—También ha intentado ejercer sus encantos sobre él, no tengas duda. Pronto descubrió que estaba hecho de otra pasta. Liam lucha con ella a su manera. Si pudiera acercarse al oído de padre, quizá consiguiera avisarlo y ser escuchado. Pero también él tiene su punto débil. No me gusta el cariz que está tomando esto, Sorcha. Ojalá te hubieras podido quedar fuera.

—Ojalá —dije pensando en el trabajo que había abandonado. De todos modos, por lo menos venía el padre Brien y me traería noticias.

—Sorcha.

Volví a mirar a Conor. Debía de estar debatiéndose consigo mismo, sin saber cuánto contarme para no asustarme demasiado.

—¿Qué?

—Tienes que estar muy atenta —dijo con cuidado—. Van a casarse, no tengo duda de eso. Tanto si hablamos con padre a solas antes de ese día como si no, el resultado no variaría. ¿Qué podemos decir? La dama Oonagh no da un paso en falso; nuestros miedos están basados en la fantasía, nos dirá, en el deseo de resistirnos al cambio, en la ignorancia. Pues en cuanto te atrapa, ya no eres capaz de ver su auténtica naturaleza. Se envuelve en una niebla mágica que la oculta; los débiles y los vulnerables no tienen ninguna posibilidad.

—¿Y después de la boda?

Los labios de Conor se volvieron una fina línea.

—Puede que entonces seamos capaces de ver algo de la verdad. Créeme, si pudiera enviarte lejos antes de entonces, lo haría. Pero padre es aún señor de la casa y dicha petición, tan cerca del día de su boda, resultaría extraña. Velaré por ti tan bien como pueda, y también Liam; pero tienes que tener cuidado. En cuanto a Finbar…

—¿Quién es, Conor? ¿Qué es? —Los nuevos datos que poseía sobre Conor me hicieron pensar que sería el más indicado para contestar a mi pregunta.

—No sabría decirlo. Ni tampoco estoy seguro de sus motivos para hacer esto. No tenemos más remedio que esperar, por duro que sea. Puede que haya tras esto una pauta tan compleja y extensa que sólo se aclare con el tiempo. Pero ahora es tarde para impedir el matrimonio. Venga, ahora vete, lechucita; tienes cara de necesitar sueño. ¿Cómo estaba?

Sabía de qué hablaba, a pesar del repentino cambio de tema.

—Se recuperaba más o menos bien hasta que me tuve que marchar. ¿Formaría eso también parte de su plan?

—Oonagh no podía saberlo. Mejor que no lo sumes a tus preocupaciones. Parece que algo de bien has hecho, quizás ahora pueda sanar solo con la ayuda del padre Brien. Y hay otros que pueden conducirlo a un lugar seguro. A lo mejor es hora de dejar de pensar en ello y concentrarte en ti. Venga, lárgate a la cama.

Al día siguiente salió un poquito de sol, que se filtraba débilmente entre las eternas nubes, y me puse a trabajar en mi jardín, determinada a enmendarme por lo descuidado que lo había tenido. Me até el pelo con un trozo de tela, me puse un delantal viejo y deforme y me armé con un cuchillo y una pala. Le pegué una buena podada a la lavanda desbocada y al ajenjo, que se había extendido más de la cuenta; arranqué hierbajos y limpié los caminos. A medida que cogí el ritmo del trabajo, mi mente empezó a liberar la confusión de miedos y preocupaciones que la asolaba, y la tarea se convirtió en lo único que importaba.

En general, quedó tolerablemente aseado, y yo recogí el surtido de bulbos que había secado la temporada anterior para plantar ese año. Los narcisos en el capazo grande; después azafrán, lirios y azucenas de cinco clases distintas. Algunos, también, que crecerían tanto en las profundidades del bosque como en mis lechos protegidos: orejas de cerdo, o campanillas de hada, y los delgados y pálidos bulbos de calmamentes. Si se tira un puñado de sus hojas sobre el fuego por la noche, duermes tan bien que nunca te despertarías.

Padriac me había fabricado una pequeña herramienta de abedul para hacer hoyos. Mientras me desplazaba por el jardín, cavaba, colocaba cada bulbo en su lugar con cuidado, nivelaba otra vez el rico suelo por encima de ellos y los resguardaba del invierno; recordé las palabras de Conor el día que Padriac se ofreció a hacerme la herramienta. No cortes la madera viva, había dicho. Busca una extremidad que haya arrancado el viento o el rayo, o un abedul que haya caído tras una tormenta. Saca de ahí la madera, si puedes. Si tienes que cortar madera nueva, asegúrate de avisar. Los dones del bosque no deben cogerse sin pedir permiso. Todos conocíamos esta lección. Se avisaba, si al árbol mismo o al espíritu que viviera dentro probablemente daba igual. Y a veces se dejaba algún regalo, nada muy valioso, pero siempre de importancia para el que lo entregaba: una piedra favorita, una pluma especial, una cuenta brillante de cristal. El bosque siempre se había mostrado generoso en sus favores a nosotros siete, y jamás lo olvidamos.

Ahora tenía sentido que hubiera sido Conor el que nos enseñó aquella lección.

Ya casi había terminado, me arrodillé para plantar los últimos azafranes entre las rocas musgosas que los protegerían, más adelante, de las brisas heladas de la primavera. Los azafranes brotan temprano. La puerta de la destilería se abrió con un chirrido.

—¿Mi señora? —Era una niña sirvienta, nerviosa e incómoda—. La dama Oonagh os quiere ver, por favor. Inmediatamente, ha dicho. —Hizo una reverencia para disculparse y se marchó disparada.

Casi me había sentido feliz. Ahora, allí arrodillada con las manos llenas de tierra y el pelo deshecho, se me volvió a helar el corazón, incluso en el centro de mi propio lugar tranquilo. Ni siquiera aquí podía dejarla fuera.

Regresé entre los lechos de lavanda. Habían florecido bien este año y las espigadas flores que quedaban aún desprendieron un recuerdo del verano cuando las rocé al pasar. Dentro, me lavé las manos, pero las uñas seguían sucias. Me arreglé el pelo como mejor pude y colgué el delantal en una clavija. Bueno, eso tendría que bastar. Había un límite a la cantidad de molestias que iba a tomarme por la dama Oonagh.

Le habían dado la mejor estancia, una cuyas estrechas ventanas daban al lago y recibían todo el sol de la tarde. Me estaba esperando, de pie y recatada junto a la cama, y había rollos de tela, encaje y cinta desplegados a su alrededor. Su pelo caoba deslumbraba cualquiera de aquellos adornos, atrapaba la luz en los zarcillos oscuros. Estaba sola.

—¡Sorcha, querida! ¿Cómo has tardado tanto? —Aunque reprimenda, era suave. Avancé con cuidado por el suelo de piedra.

—Estaba trabajando en mi jardín, mi señora —dije—. No esperaba que me llamarais.

—Mmm —profirió, y su mirada me pegó un repaso desde el nido de la cabeza hasta los pies llenos de barro—. Y ya casi tienes trece años. Supongo que es por haber vivido en una casa llena de chicos. Pero eso vamos a cambiarlo, querida. Qué decepcionada estaría tu madre de verte tan desbocada y en el umbral mismo de la madurez. Mejor que no esté aquí para ver cómo han descuidado tu educación.

Me indignó profundamente.

—¡No estaría decepcionada! —contesté furiosa—. Nuestra madre nos quería y confiaba en nosotros. Les dijo a mis hermanos que cuidaran de mí y lo han hecho. A lo mejor no me ajusto a vuestra idea de una dama, pero…

Me interrumpió con una cascada de risas y me pasó un brazo por los hombros. Me tensé cuando me tocó.

—Oh, querida —ronroneó—, qué joven eres. Por supuesto defiendes a tus hermanos y supongo que lo harían lo mejor que sabían. Pero sólo son chicos, después de todo, y no hay nada como un toque femenino, ¿no crees? Y nunca es tarde para empezar. Tenemos un año o dos antes de que empecemos a pensar en un compromiso, tiempo suficiente. Sorcha, tu padre quiere un buen partido para ti. Tenemos que pulir tus maneras y tu apariencia, para entonces.

Me alejé de ella.

—¿Por qué tengo que ser pulida y mejorada como una mercancía? ¡Puede que no quiera casarme! Y además, poseo muchas habilidades, sé leer, escribir, tocar la flauta y el arpa. ¿Por qué tengo que cambiar para agradar a un hombre? Si no le gusta como soy, que se busque a otra chica como esposa.

Volvió a reír, pero era una risa cortante, al igual que su mirada.

—Vaya, no tienes miedo a expresar lo que piensas. Un rasgo que compartes con algunos de tus hermanos, por lo que veo. Bueno, ya hablaremos de eso más adelante. Espero que aprendas a confiar en mí, Sorcha.

No dije nada.

Oonagh se acercó a la cama, donde había tirado gran cantidad de tejidos. Levantó una esquina de tela de gasa verde.

—Había pensado en éste para la boda. Hay una costurera excelente en la aldea, me han dicho, que podría hacértelo en un día. Ven aquí, querida.

No podía negarme. Me colocó delante de un espejo que yo nunca había visto antes. Su superficie calma estaba rodeada de criaturas enroscadas. Unos ojos de piedras rojas se clavaban en mí cuando miraba mi reflejo. Pequeña, delgada, pálida. Una mata desordenada de rizos oscuros, mal atados detrás. Nariz recta, boca ancha, ojos verdes desafiantes. Mi versión de la cara de la familia no tenía la serenidad con perspectiva de Conor ni la pálida intensidad de Finbar. Era más delicada que la de Liam y tenía los huesos más finos que Padriac. Los hoyuelos que volvían tan encantadoras las sonrisas de Cormack y Diarmid no existían en mis finas mejillas. Aun así, vi las imágenes de mis hermanos en la mía.

La dama Oonagh había cogido un cepillo de hueso y me había deshecho la basta coleta que me apartaba los rizos de la cara, y empezó a desenredarme los nudos. Yo cerré los puños y me quedé quieta. Algo en el movimiento constante del cepillo y en la manera en que me miraba en el bronce pulido del espejo me dio un escalofrío. Una vocecita cobró vida en mi interior, un poco de calor; me concentré en las palabras: Te las apañarás, hija del bosque. Tus pies seguirán un camino recto.

—Tienes el pelo bonito —dijo. El cepillo se movía rítmicamente—. Despeinado pero bonito. Deberías dejar que te lo cortara. Sólo para arreglarlo un poquito… así te quedará mejor debajo del velo. ¡Oh! ¿Y aquí qué ha pasado? —Sus dedos depredadores toqueteaban el trasquilón encima de mi frente, el rizo que me había cortado Simon.

—Yo… —Me estaba inventando una excusa cuando nuestras miradas se cruzaron en el espejo. Su rostro era frío, tan frío que no parecía humano. El cepillo se cayó al suelo; sus dedos aún entre mi pelo, fue como si pudiera ver a través de mí, como si pudiera leerme la mente, saber exactamente qué había estado haciendo. Me aparté de ella bruscamente.

Fue sólo un momento. Después sonrió y le volvió a cambiar la mirada. Pero yo había visto y ella había visto. Nos reconocimos como enemigas. Fuera lo que fuera ella o lo que quería, se me ponían los pelos de punta. Con todo, creo que le sorprendió la fuerza que vio en mí.

—Te voy a enseñar cómo te peinaremos para la boda —dijo como si no hubiera sucedido nada—. Trenzado a los lados y recogido por detrás.

—No —dije, y le di la espalda arrancando mi pelo de sus manos—. Quiero decir no, gracias. Ya me peinaré yo, o Eilis. Y encontraré algo para ponerme. —Miré hacia la puerta deseosa de salir.

—Ahora soy tu madre, Sorcha —dijo Oonagh con una contundencia que helaba—. Tu padre espera de ti que me obedezcas. A partir de ahora, tu educación está en mis manos y vas a aprender a hacer lo que te digan. Así que te pondrás el verde. La mujer vendrá mañana para tomarte las medidas. Mientras tanto, intenta mantenerte limpia. Hay sirvientes que pueden excavar zanahorias y remover el estiércol; a partir de ahora, emplearás mejor tu tiempo.

Salí disparada, pero sabía que no podía escapar a su voluntad. Vestiría de verde para la boda, me gustara o no, y asistiría junto a mis hermanos a la boda de lord Colum con una… ¿qué era? ¿Una bruja? ¿Una hechicera como las de los antiguos cuentos, con bello rostro y corazón malvado? Tenía poder, de eso no había duda, pero no era una de Ellos. La Dama del Bosque, a quien yo creía haber visto con su capa azul, inspiraba más estupefacción, pero era benigna, aunque terrible. Pensé que Oonagh era de otra especie, al mismo tiempo menos poderosa pero con más maldad.

* * *

Me planté frente al espejo con el vestido verde, mientras me trenzaba cintas en el pelo y me interrogaba sobre mis hermanos. De nuevo las extrañas criaturas me observaban con sus ojos de rubí y yo respondía a mi pesar.

—Seis hermanos —murmuró—. Menuda suerte tienes, chiquilla, ¡haber crecido en una casa llena de hombres guapos! No me extraña que seas distinta a las otras chicas de tu edad. Mira la pequeña Eilis, por ejemplo. Tan dulce. Una buena cabeza para lucir pelo. Será buena madre y perderá pronto su belleza. —Se cargó a la pobre Eilis con un chasquear de dedos mientras anudaba la cinta verde y retorcía bien el final—. Tu hermano podía haber encontrado algo mejor. Mucho mejor. Muy serio, ¿no? Qué intenso es.

—¡La quiere! —estallé insensatamente, apresurándome a defender a Liam sin pensar. Puede que me sentara mal su amor por Eilis, pero no pensaba aguantar a aquella mujer criticando la elección de mi hermano—. ¿Qué mejor manera de casarse que por amor?

Esta salida fue recibida con una cascada de carcajadas, incluso nuestra adusta doncella sonrió por mi ingenuidad.

—Sí señor, ¿qué mejor manera? —dijo Oonagh a la ligera, mientras me colocaba un velo corto sobre el pelo trenzado. La figura del espejo era irreconocible, una chica pálida y distante con los ojos sombríos, su elegante vestido chocaba con la expresión adusta—. Oh, mucho mejor, Sorcha. ¿Ves como suaviza la línea de la mejilla? Aún acabaré orgullosa de ti, querida. Ahora dime, parece que los gemelos vienen de familia, pero en mi vida he visto una pareja de caracteres tan distintos como los jóvenes Cormack y Conor. Por supuesto, físicamente son como dos gotas de agua. Todos os parecéis, esas caras largas y ojos grandotes. Cormack es un encanto, y tu padre me cuenta que se está formando como un prometedor guerrero. Su gemelo es muy… reservado. En algunos aspectos, parece un anciano.

No hice comentarios. La doncella estaba enrollando la cinta con los labios apretados. Detrás de mí, la costurera de la aldea aún trabajaba en la caída de la falda. Era un vestido muy bonito; cualquier otra chica lo hubiera llevado con orgullo.

—Me parece que Conor no me aprueba —dijo Oonagh—. Parece enfrascarse en los asuntos de la casa con una determinación desacostumbrada en alguien tan joven. ¿No crees que quizás esté celoso de que su gemelo sea tan brillante? ¿No querrá ser guerrero y sobresalir a los ojos de su padre?

La miré. Veía mucho y aun así muy poco.

—¿Conor? Me extrañaría. Sigue su propio camino, siempre.

—¿Y qué camino es ése, Sorcha? ¿Realmente un joven viril anhela una vida como escribano, como administrador de la casa de su padre? ¿Un intendente glorificado? ¿Qué muchacho no preferiría cabalgar y pelear, vivir su vida al máximo?

Nuestros ojos se encontraron en el espejo; las criaturas de bronce cobraron poder con su mirada y fijaron sus siniestros ojos en mí. Era incapaz de mantenerme en silencio.

—Hay una vida interior —susurré—. Lo que veis es la superficie de Conor. Una pequeña parte de lo que hay allí. Jamás conoceréis a Conor si sólo observáis lo que hace. Tenéis que descubrir lo que es.

Por un momento hubo silencio, sólo roto por el frufrú de la falda de Oonagh que se movía detrás de mí.

—Interesante. Eres una chica extraña, Sorcha. A veces pareces una niña y, de repente, sales con cosas que te hacen sonar como una vieja bruja.

—¿Puedo… puedo marcharme? ¿Está ya terminado? —Me sentía fatal. ¿Qué más me iba a hacer decir? ¿Por qué no podía controlar mi lengua con ella? Sus últimas palabras me habían recordado a Simon y no podía permitirle que se metiera en mis pensamientos sobre él, pues si descubría la verdad, no dudaría en contárselo a padre, y entonces no sólo Simon estaría en peligro, sino también Finbar, Conor y yo.

Parecía que habíamos terminado de tomar medidas. La costurera empezó a quitar agujas, una a una. Había un montón de agujas.

—He visto muy poco a tu hermano pequeño —dijo Oonagh con una sonrisa. Se había retirado para apoyarse en el borde de la cama, balanceaba un pie ligeramente. Con el vestido blanco y el pelo suelto por los hombros parecía tener dieciséis años. Hasta que la mirabas a los ojos—. Siempre fuera haciendo cosas, está este Padriac. Cualquiera diría que intenta evitarme. ¿Qué lo mantiene fuera desde que rompe el alba hasta después de la cena?

Parecía un terreno seguro.

—Le encantan los animales y arreglar cosas —dije. La costurera me aflojó el corpiño. Hacía frío en la cámara, a pesar del fuego—. Los tiene en el viejo granero. Si a un pájaro se le rompe un ala o un perro sufre una herida, Padriac los cura. Y es capaz de construir cualquier cosa.

—Mmm —dijo—. Así que hay otro que no será guerrero. —Su tono era helado.

—Mis hermanos son todos hábiles con la espada y el arco —dije a la defensiva—. Puede que no todos elijan el camino de padre, pero no carecen de entrenamiento militar.

—¿Incluso Finbar?

Los ojos de las criaturas brillaron. Yo les devolví la mirada y, haciendo acopio de toda mi voluntad, mantuve la boca firmemente cerrada. Ya estaba detrás de mí otra vez, de repente, y con el cepillo en la mano. Esperó hasta que la doncella empezó, con mala cara, a soltar la red de cintas verdes que amansaban mi pelo.

—Te niegas a hablar. Pero ¿cómo voy a ser una buena madre para estos chicos, si no los conozco? —Suspiró con afectación, su expresión era dulce y atribulada—. Me temo que Colum ha favorecido a algunos de sus hijos y descuidado a otros. Detecto una atmósfera helada en lo que al joven Finbar concierne. ¿Qué habrá hecho para ganarse esa censura? ¿Es sólo su renuencia a participar en las campañas? ¿O es que nunca ha perdonado a su madre por morir y dejarlo solo?

—¡Eso no es justo! —Me puse en pie y me di la vuelta para encararme a ella, con lo que arranqué de un tirón mi pelo de las manos de la sirvienta. No noté el dolor—. ¡Mi madre no eligió morir! Claro que la echa de menos… todos la echamos de menos, nada podrá llenar jamás el vacío que dejó. Pero no estamos solos, ni lo hemos estado nunca, nos tenemos unos a otros. ¿No lo podéis entender? Somos amigos, y familia, y parte los unos de los otros, como hojas de una misma rama o estanques en un mismo arroyo. La misma vida fluye en todos nosotros. Hablar de celos es absurdo.

—Siéntate, querida. —La voz de Oonagh sonaba bastante calmada, no reaccionó a mi arrebato—. Saltas en defensa de tu hermano; es natural, dado que no has tenido otra compañía durante todos estos años. ¿Qué base tienes para comparar, siendo tu mundo tan estrecho? No es sorprendente, por lo tanto, que no puedas ver sus limitaciones.

Conseguí escapar, finalmente, pero no había manera de borrar sus palabras, y volví a preguntarme qué querría de mí, de nosotros. Sentí un fuerte deseo de tener conmigo a todos mis hermanos, de tocarlos y hablar con ellos, de sentir su fuerza y su reconfortante similitud. Así que los busqué, pero Cormack estaba enzarzado en un combate con vara y sonreía con fiereza mientras desafiaba a Donal a que encontrara una manera de pasar entre su arma giratoria y su velocísimo juego de pies. Y Padriac estaba totalmente inmerso en la construcción de algún artilugio. Un cuervo estaba apoyado sobre una barra encima de él y movía la cabeza arriba y abajo según sus dedos desarrollaban la delicada tarea.

—¿Qué es? —le pregunté al menor de mis hermanos, mientras observaba la complicada estructura de placas de madera y tejido tenso.

—No exactamente un ala, ni exactamente una vela —murmuró Padriac mientras sus diestros dedos aseguraban otra pequeña articulación—. Con esto, un bote pequeño viajará muy deprisa por el agua, incluso con poco viento. ¿Ves cómo giran los paneles cuando tiro de este hilo? —Desde luego era ingenioso, y se lo dije. Le di una palmadita a la vieja burra y eché un vistazo en los establos, donde descansaba una camada de gatitos manchados en una esquina de la paja caliente. El cuervo me siguió, aún cojeando un poco por su herida (ataque de otros pájaros, pensaba Padriac, pero se recuperaba bien). Miró un buen rato a los gatitos.

Había un largo paseo, recto entre los sauces y bordeado por una planta de floración tardía que de niña llamaba ojos de ángel, porque sus flores azules y redondas parecían repetir el color del cielo de primavera. Estaba llena de flores, pero el cielo era plomizo aquel día; ningún ángel sonreiría en aquella boda. Abajo en el lago, Liam paseaba con Eilis. Le cubría con su capa los hombros y la abrazaba, sin importarles quién estuviera mirando, y tenía la cabeza inclinada mientras le hablaba con solemnidad. Eilis lo miraba desde abajo, como si dejara fuera al resto del mundo. Por un momento, sentí una oscura premonición, una sombra sobre ambos que extendía su manto helado hasta mí. Se metieron bajo los árboles y yo seguí hasta la casa.

En la cocina había mucha actividad, carros que iban y venían, barriles de cerveza, piezas de carne que eran transportadas a hombros y almacenadas. Olores de masa y carne al horno vagaban por el aire frío, y los caballos piafaban y bufaban. Linn me dio la bienvenida en la puerta, metió su nariz húmeda en mi mano, pero no entró. Fue entonces cuando reparé, entre los carros del patio, en un vehículo familiar sencillo y utilitario, que esperaba su turno para que le quitaran las bridas y lo llevaran al establo a descansar un viejo caballo. Y eso era extraño.

¿Por qué el padre Brien estaba ya aquí, si aún quedaba una noche para la boda? Estaba convencida de que vendría temprano por la mañana y estaría de vuelta antes de la noche, pues, ¿cómo iba a dejar a Simon solo después de que oscureciera?

Entré, pero no estaban ninguno de mis hermanos, y Janis la Gorda me echó automáticamente, decía que bastante tenía ya de qué preocuparse, con todas aquellas hornadas de bollería fina y los hombres que no paraban de entrar a servirse a placer, para tener encima críos revoloteando. Mientras me expulsaba me metió en la mano un pastelito de miel con un guiño.

Al final acabé encontrándolos donde había empezado, en mi propio jardín medicinal. Era probablemente el lugar más privado que había, con los muros de piedra altos y la única puerta que daba a la destilería; bloqueaba el tejado, eso es verdad, pero sólo Finbar y yo subíamos de vez en cuando allí. El padre Brien estaba en el banco de piedra cubierto de musgo y Conor, inclinado junto a él, hablaba con seriedad; Finbar estaba sentado con las piernas cruzadas sobre la hierba. Cuando abrí más la puerta de la destilería, se callaron y los tres volvieron la cabeza al unísono para mirarme. Parecía que estaban esperándome y que había pasado algo realmente malo.

—¿Qué pasa? —dije—. ¿Qué ha ocurrido? —Mis dos hermanos miraron al padre Brien y él suspiró, se puso en pie y me cogió de las manos cuando me acerqué corriendo.

—No te van a gustar las noticias, Sorcha —dijo con seriedad—. Ojalá tuviera algo mejor que contarte.

—¿Qué? —exigí, sin permitirme siquiera pensar.

—Tu paciente se ha ido —dijo el padre Brien sin más—. El día que me fui, me apresuré para regresar a la caída de la noche, como habíamos planeado. Cuando llegué a casa, estaba todo a oscuras. Al principio me temí lo peor para los dos, pero vi que tus pertenencias habían desaparecido, no había señales de violencia y la perra ni se había quedado ni, parecía, estaba herida. Sabía que Linn no habría dejado que se te llevaran sin derramamiento de sangre. Y estaba claro que los caballos que habían dejado las huellas en el suelo eran los de tus hermanos.

—Pero Simon, lo dejé a salvo… dijo que os esperaría…

—No había ni rastro de él, niña —explicó el padre Brien con delicadeza—. Su ropa había desaparecido, también la vara de fresno, aunque al parecer no cogió ni comida ni agua, ni una capa contra el frío y dejó atrás sus botas. Se me ocurren cuáles son sus intenciones.

No le importaba si vivir o morir, pero me lo había prometido.

—¿Ni siquiera salisteis a buscarlo? ¿Por qué no nos hicisteis llamar? —Me acosaban las visiones de Simon solo en el bosque por la noche, rodeado de sus demonios personales, debilitándose poco a poco por el dolor y el frío. A lo mejor ya yacía quieto y en silencio bajo los robles, mientras el musgo crecía sobre su cuerpo sin vida.

—Calla, hija. Claro que lo he buscado, pero es un guerrero y, aunque impedido por las heridas, sabe cómo desaparecer cuando quiere. ¿Y cómo iba a llamaros a ti o a tus hermanos? Pensé que era más probable que lo hubieran vuelto a apresar y que lo volviera a traer quienquiera que fuera a buscaros. Me ha contado Finbar que eso casi sucedió.

—Así es —dijo Finbar—. Puede que cuando viera lo fácil que era que lo volvieran a apresar, tomara esa decisión, Sorcha. Hay una raza de hombre que prefiere morir a estar cautivo. Y éste era cabezón como hay pocos.

—Pero me lo prometió —dije como una niña, tragándome las lágrimas—. ¿Cómo ha podido llegar tan lejos y después tirarlo todo por la borda? —No podía olvidar que también yo había roto mi promesa. Ahora sabía qué se sentía.

Conor me abrazó consolador.

—¿Qué te prometió exactamente, lechucita?

Yo hipé.

—Que viviría si podía.

—No puedes saber si ha roto su promesa o no —dijo Conor—. Probablemente nunca lo sepas. Por duro que sea, tienes que dejar esto atrás, pues no tienes manera posible de seguir ayudando al britano. Descansa tranquila porque hiciste por él todo lo que podías, y piensa en mañana, a todos nos esperan duras pruebas.

—Tu hermano dice la verdad —dijo el padre Brien—. No tenemos más remedio que seguir adelante. Hay un matrimonio que celebrar; no me produce ningún placer hacerlo, pero estoy en deuda con tu padre y no tengo motivos para negarme. ¿Creéis que hablará conmigo a solas?

—Podéis intentarlo —dijo Conor—. Lo último que quiere justo ahora son buenos consejos, pero viniendo de vos, es posible que sean algo mejor recibidos. Tanto Liam como yo intentamos hablar con él a solas y nos lo negó.

—¿Para qué? —intervino Finbar—. Está condenado. Mejor intentad invertir las mareas del oeste o detener la danza de las estrellas que interponeros en su camino. La dama Oonagh lo tiene en su poder, en cuerpo y alma. Jamás pensé verlo así debilitado y, aun así, cosa curiosa, no me sorprende. Durante casi trece años se ha purgado de cualquier sentimiento humano, se ha cerrado a cualquier calor del espíritu. No es de extrañar que fuera tan fácil presa para alguien como ella. —Su tono era amargo.

—Lo juzgas con demasiada severidad —dijo el padre Brien mientras examinaba el rostro de mi hermano—. Su decisión no es sabia, desde luego, pero la ha tomado con buenas intenciones. Pues seguro que ve a su nueva esposa como guía y mentora de sus hijos más pequeños, alguien que controle sus maneras desbocadas y les lleve algo de calor a sus vidas. Él es consciente de sus deficiencias como padre. Si él no puede acercarse a vosotros, quizá crea que ella sí va a poder.

Finbar se rió.

—Está claro que aún no conocéis a la dama Oonagh, padre.

—Me han hablado de ella Conor y vuestro hermano mayor, que me ha dado la bienvenida. Sé a qué os enfrentáis, creedme, y rezo por todos vosotros. Es una tragedia, sin duda, que vuestro padre sea ciego a su auténtico carácter. Sólo intento evitar que lo juzguéis con demasiada rapidez. De nuevo.

—¿Hablaréis con él por lo menos?

—Lo intentaré. —El padre Brien se levantó lentamente—. Tal vez lo encontremos a solas ahora. Conor, ¿me acompañas? Ah, por cierto —se palpó un bolsillo profundo de su hábito, del que sacó algo—, tu amigo no se desvaneció por completo sin dejar una prenda, Sorcha. La dejó de manera que la fuera a ver seguro, así que sólo se me ocurre que debe de ser para ti. Yo no entiendo su significado.

Me colocó el pequeño objeto en la mano y los dos se marcharon en silencio. Finbar me observó sin decir nada mientras le daba vueltas para intentar descifrar su mensaje. El pequeño bloque de madera de abedul era, pensé, de la reserva especial del padre Brien, que secaba para fabricar cuentas santas y otros artículos de naturaleza más secreta. Había sido pulida y conformada para que cupiera cómodamente en una mano pequeña como la mía. La talla no había sido, con seguridad, tarea de una sola tarde; era precisa e intrincada, mostraba un grado de habilidad que me sorprendió. No podía hacerme una idea de lo que significaba. Representaba un círculo con un arbolito dentro. Por la forma pensé que era un roble. Al pie tenía dos líneas onduladas, ¿un río, quizá? Sin mediar palabra se lo pasé a Finbar, que lo estudió en silencio.

—¿Por qué dejaría un britano algo así? —dijo al final—. ¿Quiere ponerte en peligro si lo encuentran? ¿Qué intención tendría? Estoy convencido de que revela su identidad, de algún modo que nos es desconocido. Tendrías que destruirlo.

Le arrebaté el pequeño regalo.

—No pienso hacerlo.

Finbar me observó desapasionadamente.

—No te pongas sentimental, Sorcha. Esto es la guerra, recuérdalo, y tú y yo hemos roto las reglas totalmente. Puede que le hayamos salvado la vida al muchacho y puede que no. Pero no esperes que nos lo agradezca. Los combatientes no dejan pistas tras ellos a menos que quieran que los encuentren. O a menos que ya haya una emboscada preparada.

—La guardaré a buen recaudo —dije—. Puedo esconderla. Y conozco los riesgos.

—No estoy seguro, Sorcha —dijo mi hermano—. La dama Oonagh está esperando, se limita a esperar, para encontrar cualquier debilidad. Entonces, como el lobo en la noche, se acercará para matar. No eres demasiado buena ocultando tus sentimientos ni ocultando la verdad. No tendrá piedad contigo, y padre, en cuanto sea informado, nos las hará pagar todas juntas. Y piensa en lo que le pasará a Conor si se descubre su parte en esto. Ya me arrepiento de haberte contado toda la historia. Mejor habría sido que me ayudaras aquella noche y no saber nada más.

Apenas valía la pena comentar esta perorata fraterna. Además, tenía la cabeza en otras cosas.

—No tiene posibilidades, ¿verdad? —pregunté a bocajarro.

—Las conoces tú mejor que yo —repuso Finbar con ceño—. Un hombre sano, en estas condiciones, con medios para encender fuego y cazar, podría abrirse camino por la maleza y mantenerse oculto. Tendría que saber adónde se dirige.

—¡Qué desperdicio! —No podía expresar en realidad cómo me sentía, pero Finbar leía mis pensamientos con la suficiente claridad, siempre había sido bueno derribando mis escudos.

—Déjalo, Sorcha —me dijo—. El padre Brien tenía razón, no hay nada que podamos hacer. Si se ha marchado, ya está. Parece que sus posibilidades de volver a un lugar seguro nunca fueron muchísimas.

—¿Y por qué lo hizo? ¿Por qué correr ese riesgo?

—¿No preferirías tú morir libre? —respondió.

* * *

Pasé algún tiempo a solas en la destilería, sobre todo pensando; el liviano peso de la talla de Simon era un recordatorio constante de las malas nuevas; estaba bastante bien oculto en la pequeña bolsa que llevaba al cinto, aunque debería encontrar en breve un escondite más seguro. Hice un ungüento de bayas de saúco y barrí. Más tarde salí fuera, después de todo estaba hambrienta. El pastel de miel de Janis la Gorda no había durado demasiado. La cena no resultaba una agradable perspectiva, pues en aquel importante día se esperaba la presencia de la familia al completo. Quizá sucediera un milagro y el padre Brien pudiera convencer al mío de suspender la boda. Quizá.

Fuera de mi puerta, agachada en una esquina del ventoso pasadizo, estaba Linn. Por poco no la veo, pues estaba encogida en las sombras, pero capté el leve gimoteo.

—¿Qué pasa, Linn? ¿Qué ha pasado?

La miré con más atención y ahogué un gemido al ver el azote supurante que le cruzaba el hocico desde encima del ojo hasta la comisura de la boca. Sus dientes brillaban bajo un morro cortado y sangrante.

Conseguí que saliera; temblaba y se estremecía incluso ante mi mano amiga, pero le hablé con tranquilidad, acariciándola suavemente y al final conseguí llevarla hasta los antiguos establos donde Padriac me saludó con la indignación que esperaba. Rezongando a propósito de cierta gente y por qué no deberían dejarlos cerca de los animales, y sobre lo que les haría cuando descubriera quién había sido, el más pequeño de mis hermanos limpió y cosió la herida con primor mientras yo sostenía quieta a la pobre Linn y le hablaba de prados verdes y huesos. Padriac fue muy eficiente, pero aun así le llevó mucho tiempo. Cuando terminó, la perra dejó escapar un largo suspiro, se bebió medio cuenco de agua y se acomodó en la paja junto a la burra.

Ya había oscurecido y le recordé a Padriac que más nos valía ir arreglándonos para la cena; la dama Oonagh desaprobaba la tardanza. Cuando nos volvimos para marcharnos, nos encontramos a Cormack, de pie entre las sombras, con la cara blanca como papel.

—¿Cuánto hace que estás ahí? —le pregunté sorprendida.

—Está bien —dijo Padriac, y sus palabras sonaron con un tono afilado y extraño—. ¿Por qué no vas a acariciar a tu perra, a hacerle saber que has venido a verla? ¿Por qué no, hermano?

Un silencio incómodo. Y entonces:

—No puedo —respondió Cormack con la voz tensa.

Miré a uno y a otro.

—¿Qué pasa aquí? —pregunté desconcertada.

—Pregúntale —repuso Padriac con furia—. Pregúntale por qué no se acerca a tocar a su propia perra. Tiene la culpa escrita en la cara, está clarísimo. Esto lo ha hecho él. Perdona que no me quede a charlar. —Y se marchó dejando atrás a su hermano mayor como si no estuviera allí.

—¿Es verdad? —dije horrorizada y sin poder creerlo—. ¿Lo has hecho tú, Cormack? —Seguro que Padriac estaba equivocado. Cormack la había salvado de morir ahogada, Cormack la había criado desde que era una cachorra, eran los pasos de Cormack los que ella seguía con devoción esclava. Mis hermanos podrían mostrar poca misericordia con sus enemigos en el campo de batalla, pero jamás harían daño voluntariamente a una criatura a su cargo.

Observé en silencio cómo Cormack se acercaba hasta la paja y miraba desde arriba a su perra herida. Se abrazaba como si no fuera capaz de entrar en calor y, cuando me acerqué, vi que tenía las mejillas húmedas.

—Sí que lo has hecho —susurré—. Cormack, ¿cómo has podido? Es una buena perra, fiel y recta y tiene un buen carácter. ¿Qué te ha dado para que le hicieras daño?

No podía mirarme.

—No lo sé —respondió al fin, su voz salía espesa por las lágrimas—. Estaba en el patio, practicando, ella vino por detrás y yo… no sé qué me cogió. Era como si lo hiciera otra persona. —Abrí la boca para hablar, después me lo pensé mejor—. Ni siquiera estaba en medio, Sorcha. Fue sólo que de repente… de repente estaba furioso y la golpeé.

—Habla con ella —dije—. Te perdona, mira.

Al oír su voz Linn había levantado su cabeza herida de la paja y movía un poquito la cola. La burra gruñó en sueños.

—No puedo —dijo Cormack sombrío—. ¿Cómo sé que no voy a volver a hacerlo? No soy digno de compañía, hombre o bestia.

—Has cometido una crueldad —dije despacio—. Eso no hay modo de deshacerlo. Tienes suerte de que tu hermano posea la habilidad para reparar el daño. Pero también necesita tu cariño para recuperarse. Un perro no te juzga. Te quiere, no importa lo que hagas. —Linn gimoteó—. Venga —dije—. Acaríciala, háblale. Así dormirá bien.

—Pero y si…

—No vas a volver a hacerlo —dije con tono sombrío—. Confía en ti mismo, Cormack.

Al final se arrodilló y tendió una mano insegura para acariciarle el cuello, sin apartar los ojos ni un momento de la horrenda y desfiguradora herida. Linn volvió la cabeza con algo de dificultad y le lamió la mano. Así los dejé.

* * *

Avanzo con renuencia hacia una parte de nuestra historia que resulta difícil de contar, aunque no es la más difícil. Así que cenamos; Cormack no se presentó, y tampoco Finbar. Padre hizo un comentario al respecto y fue recibido con un muro de silencio por el resto de sus hijos. El padre Brien estaba sentado callado cerca del extremo de la mesa. Comió poco y se excusó temprano. Eilis miraba nerviosa a la dama Oonagh, como un animal asustado. Liam la cogía de la mano bajo la mesa, pero su rostro parecía de piedra. Nadie tenía que decirme que la conversación del padre Brien con padre no había cambiado nada.

Después, ya entrada la noche, cuando gran parte de la casa dormía, mis hermanos y yo nos reunimos en mis aposentos. Como única chica, gozaba del lujo de mi propia estancia para dormir. Estábamos todos menos Diarmid. Cormack tenía los ojos rojos y no se sentó junto a su hermano pequeño. Finbar apareció de la nada, como una sombra. Encendimos siete velas blancas y quemamos bayas de enebro. Nos sentamos allí en silencio un rato, pensando en nuestra madre e intentando compartir la fuerza que tuviéramos. No habíamos tenido la oportunidad de visitar juntos el abedul, así que intentamos entrar en comunión con ella como mejor pudimos. Del fuego quedaban las brasas, las velas iluminaban con luz constante rostros solemnes y manos entrelazadas.

En momentos como aquél, hablábamos si llegaban las palabras, pero nos bastaba con extraer fuerza del contacto físico con los otros y de nuestros pensamientos compartidos. No todos podíamos comunicarnos mentalmente, como hacíamos Finbar y yo. Ésa era una habilidad reservada a pocos, y era un misterio cómo la poseíamos. Pero aun así, los siete estábamos bien sintonizados unos con otros y sentíamos sin palabras el dolor, la alegría y el miedo de nuestros hermanos. Aquella noche sentimos la ausencia de Diarmid como la pérdida de una extremidad, pues estábamos unidos en nuestra sensación de condena inminente y nuestra red de protección estaba incompleta sin él. Nadie tenía idea de por dónde andaba.

Liam se desplazó un poco y una vela titiló al tiempo que enviaba sombras danzarinas a lo alto de los muros.

—Extraemos nuestra fuerza de los grandes robles del bosque —dijo en voz baja—. Como ellos obtienen sus nutrientes del suelo y de las lluvias que alimentan el suelo, así nosotros hallamos nuestro valor en la pauta de los seres vivientes a nuestro alrededor. Se mantienen en pie bajo la tormenta y la tempestad, crecen y se renuevan. Como un robledal de árboles jóvenes, nos mantenemos fuertes.

Conor, sentado a su izquierda, lo reemplazó.

—La luz de estas velas no es sino el reflejo de una luz aún mayor. Brilla desde las islas más allá del mar Occidental. Baña de luz el lago y el rocío, las estrellas del cielo nocturno, cada reflejo del mundo espiritual. Esta luz está siempre en nuestros corazones, nos guía. Y si alguno de nosotros la perdiera, otro hermano o hermana lo guiaría, pues somos los siete uno.

El siguiente era el turno de Cormack, pero estuvo callado tanto tiempo que pensé que había decidido no hablar. Al final, lo sacó.

—Hoy he hecho algo malo. Tan malo que no debería estar aquí. Cuéntaselo, Sorcha. Cuéntaselo, Padriac. Ya ha empezado la vergüenza, la ruina. No creo que pueda hacer esto nunca más, no soy digno.

Liam, Conor y Finbar lo miraron. Padriac abrió la boca, pero yo intervine primero.

—Le ha hecho daño a su perra —dije—. Bastante y sin motivo. Se recuperará, gracias a las habilidades de Padriac. Se culpa, erróneamente, en mi opinión.

—¿Cómo que erróneamente? —escupió Padriac—. Lo hizo él. Lo acaba de decir.

—Lo que dijo fue que era como si lo hiciera otra persona —dije—. ¿Y si lo estaba haciendo otra persona?

—Quieres decir…

—Yo lo he sentido también —proseguí con tristeza—. Delante de su espejo. No sé cómo lo hizo, mientras me peinaba, con la mente, con la voz. Intentaba arrebatarme la voluntad, dije e hice cosas que no quería. Y era muy fuerte. No conseguí mantenerla a raya.

—Estaba allí —dijo Cormack lentamente, sin poder creérselo—. En la escalinata del patio de prácticas. Estaba con padre, observándome. Estaba allí. ¿Podría haber…? No, seguro que no.

—Pero ¿por qué? —preguntó Padriac furioso—. ¿Por qué querría hacer tal cosa? No hay ninguna razón, no es más que un truco mezquino. Se va a casar con él, ¿no tiene ya lo que quiere? Y Linn es inocente. ¿Le causaría sufrimiento por nada?

La mente de Conor iba por otro camino.

—¿Qué intentó sacarte a ti, Sorcha? ¿Qué quería saber?

—Sólo… cosas. Sobre mí y sobre todos vosotros, preguntó sobre cada uno de vosotros. Pequeñas cosas. Pero era desagradable, no sólo como si quisiera conocernos, sino… —Me estremecí—. No lo sé. Como si fuera a almacenar la información y usarla de algún modo. Usarla contra nosotros.

Conor se volvió hacia su gemelo.

—Adoras a esa perra —le dijo mirando a Cormack directamente a los ojos—. Es parte de ti. Te debe la vida. No vas a hacerle daño.

—Pero se lo hice. No importa quién me lo hizo hacer, quién me metió el pensamiento en la cabeza, fue mi mano la que desencadenó el golpe.

—Lo hecho, hecho está —dijo Conor—. No puedes cambiarlo. Pero puedes mejorarlo y sabes cómo. Sé la perra, siente su dolor, siente el sentimiento de traición. Siente también su simplicidad, su perdón, su amor y su confianza por ti. Los dos sanaréis juntos. —Dejó mi mano y tomó la de Cormack, tirando de él hasta el círculo. Al cabo de un rato, Padriac se acercó, le cogió la otra mano y nos volvimos a sentar en silencio.

—Pedimos guía —dijo Finbar—. Llevamos dentro nuestras luces, y a veces el camino está despejado. Pero con frecuencia mal iluminado, y no podemos ni siquiera confiar en los nuestros. Espíritus de los bosques, espíritus del agua, fantasmas del aire, seres de los lugares profundos y secretos, ayudadnos en nuestra hora de necesidad. Pues se avecinan oscuridad y confusión.

Sus palabras me hicieron estremecer. ¿Había visto algo de nuestro futuro?

—Una vez oí contar un relato —dije— de un héroe que cayó en desgracia, tras largos viajes y fabulosas gestas, cuando se encontró con una monstruosa criatura de mandíbulas de hierro y la fuerza de tres gigantes. El héroe fue descuartizado extremidad a extremidad y, cuando el monstruo terminó con él, las partes fueron esparcidas a lo largo y ancho del lugar. Así que le quedó una espinilla en una profunda cueva donde el agua goteaba constantemente por las paredes; el viento del este se llevó su pelo hasta que quedó enmarañado en un castaño en un rincón lejano de la tierra; su cráneo fue utilizado como copa para beber durante un tiempo, después abandonado en un arroyo, que lo llevó hasta las mismas orillas del mar Occidental. Una perra salvaje recogió los huesos de sus dedos para alimentar a sus cachorros. Y después de un tiempo pareció que ya nada quedaba de él. Pasaron los años, donde descansaba el hueso de su pierna crecieron unas pequeñas setas, y las hojas del castaño brotaron alrededor de su rubia cabellera. En la orilla del mar, se llenó su cráneo de tierra, y de él surgió perejil silvestre y, de entre los huesos de sus dedos, donde los perrillos los habían dejado, bien blancos y limpios, crecieron ramas de azafrán. Y dicen que si un viajero arranca el perejil, recoge la corteza del castaño, las setas secretas y las mezcla con el azafrán del pequeño escudaño del bosque donde descansan los últimos huesos del héroe, cobrará vida un poderoso hechizo. El héroe renacerá, no como era antes de su destrucción, sino muchísimo más fuerte en cuerpo y alma, pues se llenará de la fuerza de la tierra, el mar y el aire. Y creo que nosotros siete somos las partes de un solo cuerpo. Podrán despedazarnos y puede que parezca que ya no hay mañana para nosotros. Puede que cada uno siga su propio camino y puede que caigamos, nos rompamos y volvamos a repararnos. Pero al final, tan seguro como el sol y la luna se abren paso por el arco celeste, la fuerza de uno es la fuerza de los siete. No olvidéis lo que dijo nuestra madre en el momento de morir. Debemos tocar la tierra, mirar al cielo y sentir el viento. Como charcas de un mismo arroyo, debemos encontrarnos, separarnos y volvernos a encontrar. Pertenecemos a las corrientes del lago y al corazón latiente del bosque.

—Gracias —dijo Cormack.

Finbar se quedó después de que los demás se hubieran marchado. Estaba sentado mirando el fuego. Tenía el ánimo apagado. A pesar de sus valerosas palabras, nos abocábamos al abismo.

—¿Qué piensas, Finbar?

—Algo que no puedo compartir.

Me acerqué más al fuego, con las manos en los bolsillos para calentarme. La suave superficie de la talla de Simon encajaba perfectamente en mi palma.

Cuéntamelo. Cuéntame qué ves.

Intenté buscar en su mente, pero había una barrera, un muro oscuro envolviendo sus pensamientos.

No puedo compartir esto contigo. No voy a asustarte.

Vi una imagen de mí misma cuando era niña corriendo descalza por el bosque bajo una luz veteada.

¿Tienes miedo?

Un sentimiento de frío intenso. Agua. El silbido del aire atravesar el cuerpo, la extraña sensación de caída, de volar, de caer. Eso es todo lo que me fue revelado. Después la cerró abruptamente. No puedo compartirlo contigo.

—No puedes cerrarte al mundo —dije en voz alta, ya cansada por haber intentado penetrar en sus imágenes mentales—. ¿Cómo vamos a ayudarnos uno al otro si tenemos secretos?

—Compartir mi último secreto no te ayudó demasiado —dijo sin más—. Ni a ti ni al britano. Me pregunto ahora si valieron la pena mis esfuerzos para deshacer la obra de mi padre. Tú estás herida, y el chico… en poco arregló su destino mi interferencia. A lo mejor debería dejar de entrometerme. Puede que deba aceptar que los de nuestra estirpe somos todos asesinos bajo la piel. Si la dama Oonagh quiere que seamos sus juguetes, ¿cuál es la diferencia? —Me dedicó una sonrisa torcida.

—¡Finbar, tú no crees eso! —Estaba escandalizada, ¿cómo podía haber cambiado tan rápidamente?—. Mírame a los ojos y vuélvelo a decir. —Tomé su rostro entre mis manos con firmeza. Y cuando nuestras miradas se cruzaron, sus ojos eran tan límpidos y clarividentes como siempre.

—Tienes razón, Sorcha —dijo con dulzura—. He estado pensando demasiado, eso es todo. No he cambiado tanto. Pero mi mente me dice que se avecina una gran desgracia sobre nosotros y me pregunto si nuestra fuerza conjunta será suficiente para soportarla. Ojalá estuvieras a salvo en alguna otra parte, no aquí en medio de todo. Y necesito contar con mis hermanos, tengo que ser capaz de confiar en ellos, en todos ellos.

—Puedes confiar en ellos —repuse—. Ya has oído lo que han dicho. Todos pensamos lo mismo, siempre lo haremos. Cuando uno está en apuros, siempre habrá seis para ayudar.

—Se dedican a matar y torturar. ¿Cómo van a pensar lo mismo que tú, Conor o yo mismo?

—No puedo responder a eso. Sólo… sólo que, si crees en los relatos, está en la naturaleza de nuestras gentes guerrear y matar, como lo está cantar y jugar y contar historias. Puede que sean las dos caras de una misma moneda. Sé que los siete pertenecemos a la misma familia, y que sólo nos tenemos a nosotros. Tiene que bastar.

Pero había faltado un hermano y, cuando abrí la puerta para que Finbar se marchara, lo vimos, al otro extremo del largo pasillo, mientras se escabullía en silencio de una habitación que no era la suya. Ella estaba oculta tras la puerta, desde donde se despedía, pero vimos el níveo brazo estirarse y acariciarle con los dedos suavemente la mejilla. Después Diarmid se marchó descalzo, sin hacer ruido, con el rostro tan absorto y fascinado como el de un muchacho encantado por las hadas. Finbar me miró y yo le devolví la mirada, pero jamás cruzamos palabra.

* * *

Así que se casaron, ella con una túnica larga de un rojo intenso, y mi padre mirándola como si no hubiera más almas en el mundo aparte de él y ella, mientras a su alrededor la familia, los invitados, los hombres de la guarnición los sirvientes y los granjeros murmuraban e intercambiaban miradas de reojo. Yo asistí con el vestido verde y el pelo lleno de cintas, y junto a mí, mis seis hermanos en fila. A mí no me pareció en absoluto una ceremonia como tenía que ser. En los cuentos, dichos acontecimientos se celebraban en el exterior, bajo un roble enorme, y había representaciones teatrales, de batallas y acertijos, y los druidas salían del bosque para llevar a cabo el ritual de cogernos de las manos. Ninguno de los antiguos apareció en la boda de mi padre y no hubo concesión alguna a las viejas tradiciones. Puede que la dama Oonagh proviniera de un hogar cristiano, pero no había manera de decirlo, pues no se presentó nadie de su gente. El padre Brien pronunció las palabras con tranquilidad, como tenía por costumbre, pero tuve la sensación de que su rostro estaba demacrado y su tono era remoto. Tan pronto como terminaron las formalidades, cargó el carro y se marchó. A la celebración siguió un banquete: una mesa repleta y ríos de cerveza. Y al día siguiente empezaron a ocurrir cosas.

Eilis se puso enferma, algo que había comido, pensaban, pero se prolongó demasiado y acabaron llamándome. Su rostro había perdido su rolliza lozanía, estaba descompuesta y vomitaba sangre. Envié a un muchacho a por el padre Brien, pero no vino, así que le sostuve la cabeza, le hablé, caminé con ella arriba y abajo por la habitación y, cuando estuvo lista, le preparé una poción y me senté junto a su cama hasta que cayó en un sueño intranquilo. Liam merodeaba fuera, como el padre de Eilis, murmurando en voz baja.

Pasé la noche con ella e hice lo que tenía que hacer. Al día siguiente seguía débil pero parecía algo más espabilada. Necesitaba descansar y cuidados atentos. Era algo que había comido, eso desde luego. Reconocí los síntomas de la intoxicación por acónito y supe que no había sido ningún accidente. La cantidad tenía que haber sido calculada con precisión, pues a tan letal sustancia sólo se puede sobrevivir si la dosis es pequeña. Se quería hacer daño, no matar. No sabía decir cómo había llegado la raíz de aquella hierba hasta el banquete de bodas, ni tan concretamente al plato de una persona. Y no pensaba acusar a mi madrastra en voz alta, aunque sus ojos estaban puestos en mí mientras Seamus Barbarroja se despedía a toda prisa. Hizo preparar una litera cubierta y se llevó a su hija de vuelta a su hogar en Glencarnagh. Liam me interrogó exhaustivamente, con una rabia contenida que nunca había visto en él; pero le aconsejé cautela, pues leía con más precisión a la dama Oonagh que él. Sabía lo suficiente de mis habilidades para percatarse de que la misteriosa enfermedad de Eilis no pasaría desapercibida durante demasiado tiempo. Esperaba una acusación pues, ¿qué mejor para abrir una brecha entre padre e hijo? Además, le dije a Liam, Eilis ya estaba a salvo. Era una chica fuerte y yo había detectado el veneno pronto. Mejor que regresara a casa, al menos por un tiempo.

Diarmid tenía un ojo morado, y Cormack, un arañazo feísimo en la mejilla. Era probable que, después de todo, determinada información no se hubiera mantenido en secreto. No pensaba interferir en ese asunto, pero veía a Diarmid observándola, observándola y volviéndose cada día más delgado y más pálido, como el hombre que prueba una sola vez los frutos de las hadas y se consume anhelándolos. Una sombra similar oscurecía el rostro de mi padre, aunque seguía atendiendo sus asuntos más o menos como de costumbre. Oonagh se sentaba a la mesa, con sonrisa serena y mirada autoritaria. Todos se apresuraban para obedecerla. Dondequiera que miraras, parecía estar siempre allí, observando. Los hombres de armas la rehuían.

Entonces los animales de Padriac empezaron a enfermar y a morirse. Primero fue la vieja burra, que encontró una mañana fría y tiesa en el establo. Nos entristeció, pero había vivido todo lo que tenía que vivir, más o menos, y aceptamos el rincón vacío con pesar. Después desapareció la gata, dejando atrás su camada. Padriac intentó alimentar a los gatitos, y yo le ayudé, pero uno a uno se fueron debilitando y sus minúsculas vidas se desvanecieron. Lloré cuando el último murió en mis manos, cuando sus ojos perdieron el brillo y fueron cubiertos por una película gris. Dos días más tarde, encontré a Padriac dando golpes contra la pared del granero, con los nudillos ensangrentados, los ojos hinchados por el llanto. Y a sus pies, el cuervo cuya pata rota había conseguido casi arreglar, cuyo hermoso plumaje había recuperado el brillo y la salud; el ave, una hembra, estaba ahora quieta, con la cabeza torcida de manera extraña, los ojos fijos y sin vida posados en la vasta extensión de cielo invernal. El viejo granero se había quedado vacío. La pena y la rabia muda de Padriac me revolvían las entrañas. Lo consumía la furia y no podíamos consolarlo. Para mí, lo peor estaba por llegar. Tendría que haber estado preparada, pero no lo estaba.