Nuestra historia no puede ser contada sin hacer mención al padre Brien. He dicho que era un ermitaño y que intercambiaba un poco de conocimiento por una hogaza o una bolsa de manzanas. Eso era cierto, pero en el padre Brien había mucho más de lo que parecía a simple vista. Se decía que una vez había sido guerrero y se le atribuían unos cuantos cráneos vikingos; se decía que había venido del otro lado del mar, desde Armórica, para poner sus habilidades con la pluma y la tinta al servicio de la casa cristiana de oración en Kells; pero llevaba mucho tiempo viviendo solo y era viejo, por lo menos tenía cincuenta años. Era un hombre pequeño, enjuto, de pelo cano, cuyo rostro poseía la aceptación calmada de aquellos cuyo espíritu ha permanecido entero tras una vida de pruebas.
Las visitas al padre Brien eran una aventura en sí mismas. Vivía en la ladera sur del lago y nos llevaba nuestro tiempo llegar allí, pero eso era parte de la diversión. Había un tramo en el que teníamos que cruzar un arroyo con una cuerda, columpiándonos a lo bestia entre los grandes robles. Cormack se cayó dentro una vez; por suerte, era verano. Había otro tramo en el que había que trepar por una chimenea de roca, que se cobraba peaje en rodillas y codos, por no hablar de los agujeros que nos hacía en la ropa. Teníamos elaborados juegos del escondite. De hecho, se podía llegar allí en la mitad de tiempo por una pista para carretas, pero nuestra manera era mejor. A veces el padre Brien no estaba en casa, el hogar estaba frío, el suelo barrido y desnudo. Según Finbar, que por algún motivo sabía de estas cosas, el buen hombre subía a la cumbre del pico Ogma, un buen trecho para un anciano, y se quedaba allí como una piedra, mirando hacia el este, al mar y más allá, a la tierra de los britanos, o hacia las islas. Desde allí no se veían las islas, pero si le preguntabas a cualquier hombre o a cualquier mujer dónde estaban, los veías señalar con una confianza total hacia el este y un poco hacia el sur. Era como si tuvieran un mapa grabado en su espíritu que ni la distancia ni el tiempo podían borrar.
Cuando el ermitaño estaba en casa, le gustaba hablarnos de aquella manera comedida y tranquila y trocaba conocimiento por las necesidades básicas de la vida; sabía muchas lenguas, sus conocimientos sobre plantas también eran notables y colocaba huesos en su sitio con pericia. De él aprendí la mayoría de los rudimentos de mi arte, pero mi obsesión por las propiedades curativas de las plantas me llevó más lejos, y pronto lo superé en ese aspecto.
Había ocasiones en las que nos ayudábamos mutuamente a atender a los enfermos: él tenía la fuerza para colocar una articulación en su sitio o entablillar una extremidad rota; yo, la habilidad para cocer una poción o preparar una loción para un cometido concreto. Entre ambos ayudamos a muchas personas, y la gente empezó a acostumbrarse a mí, aún una niña, mirándoles las gargantas y prescribiendo remedios. Funcionaban, y eso era lo único que les importaba.
Había algunos a quienes era muy difícil ayudar. Cuando las hadas se te llevaban, poco se podía hacer. Una vez hubo una chica que perdió a su enamorado a manos de la reina bajo la colina. Salieron a festejar por la noche al bosque, los muy tontos, y se metieron en un círculo de setas pensando en otra cosa. La reina se lo llevó a él, pero no a ella. Todo lo que llegó a ver fue la pluma roja de su sombrero desaparecer por una grieta en las rocas, y sus voces agudas riendo. Cuando la chica llegó a nosotros, había perdido la mitad de la cabeza, y ni las oraciones del padre Brien ni mis pociones para dormir le proporcionaron demasiada paz. El padre hizo lo que estuvo en sus manos, pues trataba a una amante hechizada y a un vagabundo desorientado con la misma entrega que a los granjeros y herreros heridos y quemados. Era de manos fuertes, voz delicada, todo en él eminentemente práctico. Escuchaba mucho y hablaba poco.
No hizo ningún intento de imponernos su religión, aunque tuvo numerosas oportunidades. Entendía que nuestra casa seguía las viejas costumbres, si bien la observancia de ellas dejó algo que desear desde la muerte de nuestra madre. De vez en cuando le escuchaba discutir con Conor los puntos en los que se diferenciaban las dos fes y qué base común compartían, pues amaba tanto como Conor el debate. En ocasiones me preguntaba si la tolerancia del padre Brien habría sido la causa de su marcha de la casa de oración en Kells, pues se decía en otras partes de Erin que la expansión de la fe cristiana se había acelerado a sangre y fuego y que las antiguas creencias eran apenas ya un recuerdo. Sin duda, el padre Brien jamás intentó convertirnos, pero sí le gustaba dirigir unas oraciones antes de cada campaña, porque pensara lo que pensara de los objetivos de mi padre, no podía hacerles daño enviar a los hombres a su tarea con una bendición.
Un estrépito metálico me despertó. Me levanté aún adormilada, tuve que quitarme briznas de paja del pelo. La burra tenía el hocico bien metido en el comedero.
—Te lo has perdido todo —comentó Padriac, enfaenado en reponer paja fresca con una horquilla—. Finbar se la va a cargar otra vez. No había manera de encontrarlo esta mañana. Padre estaba de lo más disgustado. Se ha llevado a Cormack en vez de a Finbar. Tendrías que haberle visto la sonrisa. A Cormack, claro, no a padre. No volverá a sonreír hasta que las ranas críen pelo, mira lo que te digo. De todos modos, han acabado marchándose, después de que el viejo les dijera sus paternósters y sus amenes, y podemos volver a la vida normal. Hasta la próxima. No me gustaría estar en la piel de Finbar cuando padre lo pille.
Dejó la horquilla a un lado y fue a echarle un vistazo a la lechuza, agarrada a una percha en un rincón oscuro del granero. Ya tenía el ala casi sana y Padriac confiaba en poder soltarla pronto. Yo admiraba su persistencia y paciencia, aunque apartaba los ojos de los ratones vivos que ya le había preparado para la comida.
Finbar había desaparecido. Pero no era infrecuente en él salir al bosque, o al lago, y nadie comentó su ausencia. Yo no tenía idea de dónde había ido y no saqué el tema por miedo a llamar la atención, sobre mí, sobre él o nuestras actividades nocturnas. También estaba preocupada por mi veneno, y lo cierto es que observé con cierto alivio salir a los cuatro guardias, aquella primera tarde, para sentarse en el patio, agarrándose la cabeza, bostezando con ganas y en general con aspecto lastimoso. A la hora de la cena ya había corrido la voz de que el prisionero había escapado, que había conseguido escabullirse de algún modo entre la partida de Colum y el cambio de guardia, y existían diversas y variadas teorías sobre cómo había podido suceder tal cosa. Se envió un hombre a lord Colum, para darle las malas noticias.
—El britano no irá lejos —dijo Donal con amargura—. No en el estado en que se encontraba. No en este bosque. Casi ni vale la pena salir tras él.
* * *
El segundo día, Eilis y su comitiva se marcharon de casa, con sus seis hombres y dos de los nuestros como escolta. El clima estaba cambiando; ráfagas de viento frío azotaban las faldas de las damas y las capas de sus hombres de armas, y las nubes se deslizaban a toda velocidad por delante del sol. Conor, como el hijo mayor aún en el hogar y señor de la casa de facto, despidió formalmente a Eilis y la invitó a regresar cuando las cosas se calmaran. Eilis le agradeció con donosura la hospitalidad, aunque a mis ojos resultó algo insuficiente. Me pregunté cuánto habría de esperar para volver a ver a Liam y si le importaría demasiado. Después me olvidé de ella, pues Finbar apareció a cenar la noche siguiente, como si nunca se hubiera marchado. Padriac, absorto en sus propios asuntos, apenas había reparado en la ausencia de su hermano; Conor no hizo comentario alguno. Miré fijamente a Finbar desde el otro lado de la mesa, pero sus pensamientos me estaban velados y tenía la mirada fija en el plato. Las manos, que partían el pan, alzaban una copa, eran firmes y controladas. Esperé desasosegada a que terminara la cena y Conor se levantara y diera permiso para marcharnos. Seguí a Finbar fuera, escabulléndome tras él como una sombra más pequeña, y lo interrogué en el largo paseo bajo los sauces.
—¿Qué ha pasado? ¿Dónde estabas?
—¿Dónde crees?
—Llevando al chico a alguna parte, eso es lo que creo. Pero ¿adónde?
Por un instante se quedó callado, probablemente calculando cómo librarse de mí sin decirme demasiado.
—A un lugar seguro. Es mejor que no lo sepas.
—¿Qué quieres decir?
—Piénsalo, Sorcha. Ahora tú también corres un riesgo. Si padre o Liam descubren lo que hemos hecho, se pondrán… Bueno, hechos una furia es quedarse cortos.
—Lo único que hemos hecho es evitar que hagan daño a alguien —dije, consciente de que había más que eso.
—Van a considerarlo una traición. Una puñalada por la espalda a tu familia. Liberar a un espía. Para ellos todo es blanco o negro, Sorcha.
—¿De qué lado estás tú, de todos modos?
—No hay lados, en realidad no. Es más una cuestión sobre de dónde vienes. ¿No vienen aquí los britanos a hacerse con nuestras tierras, aprender nuestros secretos, destruir nuestra manera de vivir? Ayudarlos significa ir contra tu familia, tus hermanos y todo lo que es sagrado. Así es como lo ve la mayoría de la gente. Puede que sea la manera en que debiéramos verlo nosotros.
Después de un buen rato dije:
—Pero la vida es sagrada, ¿no?
Finbar dejó escapar una risita.
—Tendrías que haber sido brithem, Sorcha. Siempre encuentras alguna pregunta que no puedo responder.
Alcé las cejas. ¿Yo, con los pies descalzos y el pelo hecho una maraña, emitir juicios? ¡Si a veces aún me costaba distinguir entre bien y mal!
Nos callamos los dos. Finbar se recostó contra un árbol, descansó la cabeza en la rugosa corteza, con los ojos cerrados. Su oscura figura se difuminaba en las sombras como si formara parte de ellas.
—¿Y por qué lo hiciste? —le pregunté después de un rato. Le llevó un tiempo contestar. Empezaba a hacer frío y se sentía el relente de la noche. Me estremecí.
—Toma —dijo Finbar al tiempo que abría los ojos y me ponía su chaqueta por los hombros. Aún llevaba la misma camisa de aquella noche. ¿Habían pasado en serio tres días?—. Es como si todo formara parte de una pauta —dijo al final—. Casi como si no hubiera tenido elección, como si hubiera estado dispuesto para mí, en una especie de mapa de mi vida. Creo que madre vio lo que nos deparaba el futuro a cada uno de nosotros, puede que no con exactitud, pero tenía cierta idea de hacia dónde nos dirigíamos. —Se tocó el amuleto que siempre le colgaba del cuello—. Y con todo, al mismo tiempo, se trata de una cuestión de elecciones. ¿No sería más fácil para mí ser uno de los chicos, ganarme el amor de padre con la espada y el arco, pues puedo hacerlo, ocupar mi lugar a su lado y defender nuestras tierras con honor? Estaría muy bien obtener reconocimiento, camaradería y una especie de orgullo. Pero, en cambio, yo elijo este camino. O me ha sido escogido.
—¿Y dónde está el chico? ¿Ha conseguido escaparse?
Como he dicho, Finbar y yo siempre teníamos dos maneras de hablar. Una era con palabras, como todos los demás. La segunda era sólo para nosotros; una habilidad silenciosa, la transmisión de imágenes, pensamientos y sentimientos directamente de una mente a la otra. Entonces la utilizamos y me mostró el carromato del padre Brien, cargado con bultos y cajas, abriéndose camino a paso lento por la pista que conducía a la cueva del ermitaño. Sentí dolor a cada bache del carro, aunque el padre Brien mantenía al viejo caballo a un paso majestuoso. Se le atascó una llanta; el joven ayudante del buen padre bajó de un salto para colocarla de nuevo en el camino. El joven imprimía a su paso un impulso característico que lo delataba como mi hermano incluso aunque su rostro estuviera cubierto con una capucha, pues Finbar siempre caminaba así, rebotando de puntillas. Después una imagen de los dos fuera de la cueva, levantando un bulto largo con mucho cuidado del carro. Un destello dorado entre el sucio envoltorio. Eso fue todo; fin.
—No estaba en situación de ir mucho más lejos —dijo Finbar sin más—. Pero está en buenas manos. Eso es todo lo que necesitas saber, no… —cuando intenté interrumpirlo—, no te pienso implicar más. Ya he puesto en peligro a demasiada gente. Se ha terminado, por lo menos para ti.
Y eso fue, de hecho, todo lo que conseguí sacarle aquella noche. Se estaba acostumbrando alarmantemente a cerrarme su mente y, ni suplicando ni intentando leerlo cuando bajaba la guardia, obtuve más datos. Con todo, su predicción resultó totalmente equivocada.
* * *
A este episodio siguió un período más tranquilo. Con padre y los mayores fuera, volvimos a la vieja rutina, aunque la guardia se había incrementado en la fortaleza y el interior del recinto. Conor controlaba los asuntos de la casa con una competencia pausada, arbitraba entre los granjeros cuando llegaban a las manos por una oveja o un ganso perdido, supervisaba la fabricación de cerveza y el horneado de otoño, la matanza de los añojos, la salazón de carne para el invierno. Para Finbar, Padriac y yo, fue una buena época. Donal aún seguía entrenando a los chicos en el arco y la espada, y seguían pasando tiempo con Conor, en pos de logros más doctos. A menudo me colaba en esas lecciones, convencida de que un poco de cultura no podría hacerme daño y de que algo interesante podría aprender. Todos sabíamos leer y escribir gracias a la amabilidad y paciencia del padre Brien. Hasta mucho más tarde no reparé en lo poco común que era eso, pues la mayoría de los señoríos, suerte tenían si contaban con un escribano que supiera suficiente de las letras básicas para confeccionar un inventario simple. Para tareas más complejas, como redactar contratos entre vecinos, uno tenía que buscar un monje o un druida, según sus convicciones. Los druidas eran difíciles de encontrar, y aún más difíciles de mantener en un lugar. Le debíamos mucho a la apertura de miras del padre Brien. Conocíamos las runas y sabíamos calcular, hacer un mapa y relatar un estupendo repertorio de historias, antiguas y modernas. Además, sabíamos cantar, tocar el caramillo y, algunos, el arpa pequeña. Una vez tuvimos un bardo, que pasó con nosotros el invierno; hacía mucho tiempo, pero nos enseñó los rudimentos, y poseíamos un instrumento que había sido de madre, una hermosa y pequeña arpa con motivos de pájaros labrados. Padriac, con su ingenio para encontrar piezas y reparar instrumentos, reemplazó las clavijas y le cambió las cuerdas, y la tocábamos en la habitación de arriba, donde padre no podía oírnos. Sin preguntar, sabíamos que ese recuerdo de ella no sería bienvenido.
La lechuza de Padriac mejoró y se mostró ansiosa por marcharse. Padriac esperó hasta que el ala estuvo totalmente restablecida y un anochecer salimos al bosque para liberarla. Una sonrisa de pura satisfacción se dibujó en el rostro de mi hermano cuando levantó el guante por última vez y la observó extender sus enormes alas grises y subir en espiral arriba y arriba hasta las copas de los árboles. No le dije que había visto lágrimas en sus ojos.
Finbar estaba silencioso. Sentía que tenía planes, pero que prefería no compartirlos conmigo. Por el contrario, entre sus rondas de arquería y equitación, sus clases de escritura y cálculo, salía a dar largos y solitarios paseos, se le veía sentado en su árbol favorito o encima del tejado abstraído en pensamientos impenetrables. Lo dejé solo; cuando quisiera hablar, me encontraría. Yo me mantenía ocupada recogiendo bayas y hojas, destilando y cociendo, secando, machacando y almacenando, preparándome para las enfermedades invernales.
He hablado de la fortaleza que habitaba mi familia, una torre de piedra desnuda en el centro del bosque, con murallas perforadas aquí y allá por estrechas troneras. El patio, los setos y el jardín medicinal poco hacían por dulcificar su lúgubre silueta. Pero Sieteaguas poseía mucho más que eso. Sin los campos amurallados, los graneros de techos de paja para alojar el ganado durante el invierno, los huertos de hileras de zanahorias, chirivías y judías, sin el molino y los graneros de paja, no podríamos sobrevivir tan aislados. Así que, aunque talábamos tan pocos árboles como era posible, y siempre con el mayor respeto, tras la fortaleza y en la zona norte habíamos abierto un claro para hacer sitio a las granjas y una pequeña aldea. Allí no había necesidad de foso o muralla para mantener alejados a los merodeadores. No había necesidad de un túnel de huida o una cámara secreta, aunque sí utilizábamos las cuevas para proteger la mantequilla y el queso del invierno, cuando las vacas no daban leche. Aquí y allí, y en otros lugares de la vasta extensión de bosque, existían pequeñas aldeas, todas dentro de la túath de mi padre. Pagaban tributo y recibían protección. Eran todos gentes de Sieteaguas, cuyos padres y abuelos habían morado allí antes que ellos. En ocasiones podían aventurarse fuera de sus fronteras, para vender en el mercado o para acompañar a mi padre en sus campañas, cuando se requerían los servicios de un buen herrero o herrador. Eso no importaba, pues eran gentes del bosque y lo conocían. Pero ningún extraño había venido jamás sin escolta y los ojos vendados. Aquellos tan insensatos como para intentarlo sencillamente desaparecían. El bosque se protegía a sí mismo mejor que ninguna muralla.
La gente de nuestra aldea, los que trabajaban en la granja familiar de lord Colum y atendían a sus animales, tenía sus pequeñas moradas al borde del claro, por donde pasaba un riachuelo que salpicaba cuando giraba la rueda del molino. Todos los días recorría el sendero hacia esas granjas para atender a los enfermos. La perra lobo cruzada, Linn, era mi compañera constante, pues con la partida de Cormack se me había pegado y me seguía con paso almohadillado a dondequiera que iba. Ante cualquier posible amenaza, una voz enfurecida, un cerdo que cruzaba el sendero en busca de bellotas, se colocaba al instante entre el peligro y yo y gruñía con fiereza. El otoño se acercaba veloz, y el cielo se había vuelto gris. La lluvia resbalaba por los techos de paja y convertía el sendero en un cenagal. Conor se había encargado de algunas reparaciones en la granja más vieja, una estructura precaria de adobe y arcilla, y el viejo Tom, que vivía allí con su tribu de hijos y nietos, había salido para estrujarme la mano con gratitud al pasar yo por allí.
—Que la mano de la diosa descanse sobre vuestro hermano —medio lloriqueó—, y en vos también, muchacha. Uno de los sabios, como podría haber sido vuestro padre, es el joven Conor. No ha quedado ni un agujero, y tengo turba cortada y seca para cuando lleguen los malos tiempos.
—¿A qué te refieres —pregunté intrigada— con los sabios? ¿Qué sabios?
Pero ya se metía de nuevo arrastrando los pies, ansioso sin duda por calentar sus rígidas articulaciones junto al pequeño brasero que dejaba salir el humo por la abertura de la chimenea.
Visité a una joven que había dado a luz recientemente, con gran dificultad, unas gemelas. Había ayudado a las mujeres de la aldea durante toda la larga noche en ese parto y cuidaba de cerca de la madre, asegurándome de que se tomaba los tés de hierbas que le había dado para endurecer la matriz y producir leche. Escogí un mal momento para partir, pues las nubes se abrieron a mitad de mi regreso a casa, me empaparon completamente y pronto tuve los pies cubiertos de fango. Me abrí camino como pude; el rugir del trueno me impidió oír el chirrido de las ruedas del carro al aproximarse, y de repente encontré al padre Brien a mi lado, con un viejo saco sobre su cabeza y hombros. El caballo permanecía impasible bajo la lluvia, con las orejas hacia atrás.
—Sube —gritó el padre por encima del estruendo de la tormenta, y me tendió una mano para ayudarme a subir y sentarme junto a él.
—Gracias —conseguí articular. No tenía demasiado sentido intentar hablar contra el bramido de los elementos, así que me senté en silencio y me arrebujé dentro de la capa.
En un determinado lugar, el sendero pasaba brevemente bajo un vetusto pinar, cuyas ramas más bajas habían sido podadas. En cuanto alcanzamos el semirrefugio, el padre Brien detuvo el carruaje al instante; el dosel de agujas nos evitaba lo peor de la lluvia y el ruido se había amortiguado hasta un retumbar apagado y distante.
—Necesito tu ayuda, Sorcha —dijo el padre Brien, al tiempo que soltaba las riendas y dejaba que el caballo agachara la cabeza para buscar algo que pastar.
Lo miré sorprendida.
—¿Habéis venido hasta aquí a buscarme?
—Desde luego, y tengo que regresar hoy a casa. No me aventuraría con este tiempo sin una buena razón. Tengo un paciente cuya sanación está más allá de mis poderes; Dios sabe que lo he intentado y algo he conseguido. Pero ahora necesita algo que yo no puedo darle.
—¿Queréis que os ayude? ¿Que haga una infusión, alguna cocción?
El padre Brien suspiró, mientras se miraba las manos.
—Ojalá fuera tan sencillo —dijo—. Ya lo he intentado con pócimas y pociones, y algunas han servido de algo. He utilizado muchos procedimientos que tú me has enseñado, y algunos propios. He rezado, hablado y aconsejado. No puedo hacer más, y se me está escapando.
No tenía que preguntar quién era el paciente.
—Os ayudaré, por descontado. Pero no sé si serviré de algo. Mis habilidades conciernen sobre todo a las medicinas. Ha sonado como si se necesitara algo más.
Bajo ningún concepto pensaba preguntarle directamente qué le pasaba al chico; era terreno peligroso. No tenía ni idea de cuánto sabía, o qué se suponía que tenía que decirle.
—Ya lo verás por ti misma —dijo, y se hizo con las riendas—. En cualquier caso, tenemos que volver directamente en cuanto recojas tus cosas. Le he dado una poción del sueño y eso lo mantendrá tranquilo la mayor parte del día, pero tenemos que llegar para cuando se despierte, o puede hacerse daño.
—No estoy segura de que Conor me deje ir —intervine.
—¿Por qué no se lo preguntamos? —repuso el padre Brien.
Lo encontramos a solas, escribiendo. No se hizo mención a los britanos, ni a prisioneros huidos; el padre Brien explicó sencillamente que necesitaba consultarme acerca de un paciente y Conor mostró una significativa falta de curiosidad por los detalles. Casi parecía que hubiera estado esperando la petición, y dio su permiso con la condición de que no estuviera fuera muchos días y de que regresara a casa en el momento en que enviara a Finbar a recogerme. Dejé a los dos hablando y fui a recoger mi hatillo; me pregunté, mientras repasaba las estanterías de la destilería, a qué me tendría que enfrentar: ¿quemaduras, moratones, fiebre, conmoción? El padre Brien no había sido demasiado concreto. Cogí algo de ropa para mí y lo imprescindible, suficiente para unos cuantos días. Dejé mi capa mojada humeando ligeramente junto a los fogones de la cocina. Cogí una más grande de los chicos. A regañadientes, me vi obligada a admitir que la llegada del otoño requería que saliera fuera calzada y me enfundé los fríos pies en unas botas algo grandes. Era útil ser la más pequeña, en edad y tamaño.
—Ojo, sólo unos días —me decía Conor mientras llegaba al carro—. Enviaré a Finbar para que vaya a buscarla. Y cuidado en el camino; estará resbaladizo en la última colina.
El padre Brien ya estaba sentado y, a pesar de la brevedad de la parada, había un capazo de nuestras cocinas lleno de pan, queso y verduras, colocado debajo de él. Asintió a mi hermano con gravedad. Conor me ayudó a subir, sin pasarse de cuidadoso, y ya estábamos en marcha antes de que dijera una palabra.
La lluvia pronto se aplacó y se convirtió en llovizna. Nos abrimos camino bajo los sauces desnudos, entre los primeros afloramientos de roca, junto a las aguas grises y desvaídas del lago, donde no se veía ni un pájaro.
—Supongo que sabes quién es el chico —dijo el padre Brien como quien no quiere la cosa, sin apartar ni un momento la mirada del camino.
—Sé lo que es —corregí con cuidado—. No quién es. Tengo una ligera idea de lo que le ocurrió. Lo que no sé es qué se supone que tengo que hacer por él. Mejor que me lo digáis antes de que lleguemos, si tengo que servir para algo.
Me miró de reojo, parecía divertido.
—Me parece justo —repuso—. El chico tenía unas cuantas heridas graves. Es probable que hubiera muerto de no liberarlo tu hermano.
—Con algo de mi ayuda —apunté, algo molesta porque mi parte en el rescate ya hubiera sido olvidada.
—Sí, eso he oído decir —comentó el docto padre—. Te arriesgaste un poquito, ¿no?
—Conozco mis dosis —repuse.
—Vaya que sí, mucho mejor que la mayoría, Sorcha. Pero como iba diciendo, a este paciente se le han administrado medicinas, y ungüentos; he rezado por él. Estaba… tenía una serie de dolencias, y han sido atendidas tan bien como he podido. Aunque nunca volverá a ser como antes, su cuerpo está sanando considerablemente bien. Su mente es otra cuestión.
—¿Queréis decir que se ha vuelto loco por lo que le hicieron? ¿Como aquel hombre que trabajaba en el molino, Fergal se llamaba, aquel que volvió tan raro cuando los duendes se lo llevaron una noche? ¿Es eso lo que queréis decir? —Recordé al molinero, con la boca descolgada, temblando, acurrucado junto al hogar y todo sucio.
El padre Brien suspiró.
—Loco no, no exactamente loco. Éste está hecho de pasta más fuerte que todos los Fergals de este mundo. Puede que sea joven, pero es un guerrero y está en su naturaleza contraatacar. Se resistió a sus torturadores durante toda la noche y no dudo de que no salió ni una palabra de sus labios. Ha estado muy enfermo. Tuvo una fiebre altísima y algunas de sus heridas habrían matado por sí solas a un hombre más débil. Combatió a la muerte con fuerza, y durante un tiempo pensé que había vencido. Pero la próxima batalla es la más dura: la batalla contra sí mismo. Es, después de todo, no mucho mayor que un muchacho, y el más fuerte de los hombres sufre daño cuando los de su especie se vuelven contra él para hacer el mal. El muchacho no admitirá que está herido y asustado, así que vuelve su angustia hacia su interior y se atormenta a sí mismo.
Intenté integrarlo en mi mente.
—¿Queréis decir que desea morir?
—No creo que sepa lo que quiere. Lo que necesita es poner su mente en paz, un espacio de tiempo sin odio, para unir de nuevo cuerpo y espíritu. Pensé en enviarlo a los hermanos del oeste, pero está demasiado débil para trasladarse y aún no podemos encomendárselo a otras personas.
Durante un rato sólo se oyó el suave repicar de cascos y el suspiro del viento entre las rocas. Ya estábamos cerca. El sendero se volvió estrecho y empinado, y los árboles eran cada vez más espesos. Allí arriba había enormes robles cuyas ramas más altas carecían de hojas pero estaban arropadas por madera dorada, y las profundidades del bosque que crecían desde antaño eran oscuras. El viejo caballo conocía el camino y avanzaba con paso constante.
—Padre, si vos no habéis podido sanar al chico, estoy convencida de que tampoco voy a poder yo. Como mis hermanos no paran de repetir, soy sólo una niña. A lo mejor puedo arreglar un resfriado o una rozadura de ortiga, pero esto… Casi no sé ni por dónde empezar.
—Aun así —contestó con su tono de voz mesurado—, si tú no puedes, no puede nadie. Conor estaba seguro de que eras la persona adecuada para ayudarme. Creo que sabrás qué hacer en cuanto lo veas. También creo que no te temerá como a mí. Y el miedo es una gran barrera para sanar.
—¿Conor estaba seguro? —pregunté descompuesta—. ¿Conor sabe lo del chico? Pero…
—No te preocupes por Conor —dijo el padre Brien—. No te traicionará.
Giramos bajo una pared de piedra y detuvo al caballo con brusquedad. Bajó con un movimiento ágil y se acercó a ayudarme.
—Espero, mientras estés aquí, que podamos hablar de unas cuantas cosas. Pero primero de todo, vamos a atender al chico. Y así decidirás por ti misma lo que puedes y no puedes hacer.
El ambiente de la cueva estaba cargado con el aroma de hierbas curativas. Mi nariz me decía que había estado cociendo una mezcla para mantener al muchacho en la paz de un sueño profundo: calamento para protegerlo e infundirle valor, tomillo para alejar las pesadillas. También, más difícil de detectar, las esporas de una planta que nosotros llamamos la garra del lobo, y me pregunté cómo habría sabido de ésa, pues era peligrosísima. No podía someterse a una persona demasiado tiempo a su influencia. Había que despertar la obligación del durmiente, y enfrentarlo a sus miedos, o arriesgarse a perderlo en la oscuridad de la mente para siempre. La cueva externa estaba fresca y seca, y tenía aberturas elevadas en las paredes de roca. Éste era el sanatorio del padre Brien. Había muchas estanterías, apiñadas con hierbas secas y especias, cuencos y jarras, y ordenadas pilas de trapos doblados. Un par de voluminosas planchas de roble, sostenidas por grandes piedras, hacían las veces de superficie de trabajo. Una cámara interior daba a este espacio ordenado, y en ella yacía sobre un jergón de paja el muchacho a su cuidado, bien envuelto en una manta y encogido para protegerse. El padre Brien comía y dormía en la pequeña granja de piedra, poco más que una celda, al abrigo de unos serbales, no lejos de la entrada de la cueva. Tenía aspecto de no haber dormido mucho últimamente; lucía unas profundas ojeras.
—Las quemaduras están sanando bien —dijo el padre Brien en voz baja—. Tenía algunas heridas internas, he hecho lo que he podido. Se curarán con el tiempo. Tenía mucha fiebre, pero se la he bajado con paños húmedos e infusiones de roble blanco. En el pico máximo, habló mucho, y reveló más de sí mismo de lo que quizás habría deseado. Pero sabe dónde está y mantiene la boca cerrada la mayoría del tiempo, incluso cuando le hablo en su lengua. No acepta con gusto mis oraciones, ni mis buenos consejos. Y en dos ocasiones he impedido que buscara algún instrumento para terminar con él mismo o conmigo. Aún está muy débil, pero no tanto como para no ser capaz de hacer daño, si se le da la oportunidad. —Contuvo un gran bostezo—. Quizá quieras descansar hasta que se despierte, después ya veremos.
Examiné el sereno rostro del ermitaño, ahora pálido por el cansancio.
—Aún tardará en despertarse —dije mirando el capullo de mantas—. Yo me sentaré aquí con él y vos podéis ir a dormir un poco.
—No deberías quedarte sola con él —dijo—. Es impredecible y, aunque necesito tu ayuda, tengo órdenes estrictas de no hacerte correr ningún riesgo, Sorcha.
—Tonterías —respondí, y me senté en el taburete de tres patas al final de la cámara—. Ahí está vuestra campanita y grito fuerte. Además, ¿no tengo seis hermanos que mantener a raya? Marchaos, por lo menos dormid un ratito, o no serviréis de nada a nadie.
El padre Brien sonrió resignado, pues de hecho se estaba cayendo a pedazos del cansancio.
—Muy bien —dijo—, pero llámame en cuanto se despierte. Esos hermanos tuyos hablaban muy en serio.
Había dicho que sabría qué hacer en cuanto lo viera. Bueno, pues ahí lo tenía y, desde luego, era un espectáculo lamentable, enroscado como un perro castigado, durmiendo el sueño de muerto de quienes han sido atormentados hasta el límite de sus fuerzas. Tenía los ojos bien cerrados, y poco volumen les quedaba a sus rizos. Intenté imaginarlo despertando; a lo mejor me miraría con los ojos ausentes de un idiota o los enfurecidos de una criatura arrinconada, pero todo lo que me venía a la mente era una de las viejas historias y el dibujo del héroe, Culhan el Aventurero, desplazándose por el bosque silencioso como un ciervo. Me recosté contra el muro de roca y me repetí la historia en voz baja. Era una historia popular, de las que tienden a crecer y cambiar de una narración a la siguiente. Culhan tenía muchísimas aventuras; había soportado numerosas pruebas para ganar su dama y recuperar su honor. Llevaba un tiempo contarlas todas, y el chico seguía durmiendo.
Me levanté en la parte en que Culhan tiene que cruzar el puente de lanzas para llegar a la isla mágica en la que está encerrada su amor. Mientras tenga fe en su habilidad, sus pies podrán pisar el punzante y afilado puente sin sufrir daño. Pero si alguna semilla de duda arraiga en su corazón, las lanzas le rebanarán los pies en dos.
—Así que Culhan dio un paso, y después otro. Sus ojos eran como el fuego azul y los fijó en la otra y lejana orilla. Ante él, el puente se alzaba en un solo y brillante arco, y los rayos del sol se reflejaban en las puntas de lanza y lo deslumbraban.
Yo misma estaba algo adormilada por los humos que salían del braserito del padre Brien; en el compartimiento con tapa, la pequeña cantidad de hierbas soporíferas debía de estar a punto de terminarse y el ambiente empezaba a aclararse.
—Desde su alta ventana, la dama Edan observaba los pies desnudos de su amado mientras avanzaba con paso seguro y donosura por encima del puente. Entonces el sol se oscureció, y un enorme pájaro de presa se desplomó en picado hacia el héroe.
No estaba tan absorta en mi historia como para no reparar en los levísimos movimientos en el jergón, junto a mí. Tenía los ojos bien cerrados, pero estaba despierto. Seguí con la historia, consciente sólo entonces de la lengua que había estado utilizando.
—Entre graznidos de furia, el encantador Brieden, en forma de pájaro, golpeó a Culhan una y otra vez con garras de hierro, pico cruel e intenciones venenosas. Sólo por un instante, sucumbió el héroe y tres gotas de sangre roja cayeron de su pie a las olas del lago. De inmediato se transformaron en tres peces rojos, que salieron disparados como dardos entre los juncos. El pájaro lanzó un grito de triunfo. Pero Culhan tomó aire y, sin mirar abajo, siguió avanzando, y el enorme pájaro, entre berridos de desesperación, se lanzó él mismo al agua. Qué fue del encantador Brieden es algo que nadie sabe, pero se rumorea que en ese lago vive un pez enorme, de aspecto especialmente horrendo y fuerza excepcional. Así que Culhan cruzó el puente de lanzas y recuperó a la dama Edan. Pero por siempre llevaría en su pie derecho la cicatriz, que lo cruzaba entero, de su momento de duda. Y en sus hijos y en los hijos de sus hijos puede aún hallarse dicha marca.
El relato había terminado, hasta la siguiente historia. Me levanté para coger la jarra de agua de la mesa y lo vi observarme con ojos entornados, de un azul profundo y hostil. Aún quedaba una débil sombra de la furia desafiante que había mostrado en el salón de mi padre, pero tenía la piel pálida y los ojos hundidos. No me gustó demasiado el aspecto que tenía.
—Bebe —le dije en su lengua, arrodillándome junto al jergón y sosteniéndole la copa que había llenado.
Era sólo agua; él tendría que vivir con las consecuencias, pues yo conocía las señales de aquellos que llevan demasiado tiempo bajo la influencia perturbadora de ciertas hierbas, al menos, debía disminuir las dosis. Me miró, en silencio.
—Bébetelo —repetí—. Llevas dormido demasiado tiempo, tu cuerpo lo necesita. Es sólo agua.
Bebí un sorbito para darle confianza. Debía de tener muchísima sed, no había duda, después de haber pasado todo el día dormido con el brasero ardiendo; pero sólo se movió para alejarse más de mí, sin apartar jamás los ojos de mi cara. Le tendí la copa hacia los labios y le rocé un hombro con la mano al acercarme. Dio un respingo violento, se agarró con fuerza a la manta y pegó la espalda al muro, tan lejos de mí como era posible. Olía el miedo y sentí la tenue vibración que le recorría todo el cuerpo. Era como el temblor de un caballo de raza cuando ha sido maltratado.
Mi mano seguía firme; no había derramado ni una gota, aunque el corazón me latía desbocado. Deposité la copa junto a la cama y me retiré al taburete.
—Bueno, pues bébetela cuando estés listo —dije mientras me acomodaba y cruzaba los brazos en mi regazo—. ¿Has oído alguna vez la historia de la copa de Isha? Era bien extraña, pues cuando Bryn la encontró, después de derrotar al gigante de tres cabezas y entrar en el castillo de fuego, le habló al acercarse a cogerla, deslumbrado como estaba por sus esmeraldas y ornamentos de plata. Aquél, puro de corazón, podrá beber de mí, dijo en una voz menuda pero terrible. Y a Bryn le asustó cogerla, pero la voz se calló, y él agarró la copa y la ocultó bajo su capa.
Lo observé con atención mientras hablaba; seguía encorvado, medio sentado, contra la pared del fondo, abrazando la manta a su alrededor.
—No fue hasta mucho más tarde cuando Bryn llegó a un pequeño arroyo y, al recordar la copa, la sacó para beber. Pero, cosa curiosa, cuando la sacó de su capa, estaba ya llena de agua clara. La dejó en el suelo, en medio de una diatriba, y antes de que pudiera detenerlo, su caballo agachó el cuello y dio un largo sorbo. Cosa más curiosa aún, no importaba cuánto bebiera la bestia, la copa de Isha siempre permanecía llena hasta el borde. No parecía tener efectos nocivos en el caballo, pero aun así, Bryn no usó la copa, sino que bebió del arroyo usando sus manos. Pues, razonó, un animal sin juicio tiene que ser por fuerza puro de corazón, pues no distingue, pero está claro que esta copa está encantada y debe de estar destinada al mayor hombre de la tierra, y yo no soy sino un humilde viajero. ¿Cómo podría ser digno de beber en un recipiente tan mágico?
El chico movió una mano; sus dedos, una débil pantomima del signo para alejar el mal. Lo había visto alguna vez, cuando pasaban los viajeros, pero nunca dirigido a mi persona.
—No soy una hechicera —dije—. Soy curandera y estoy aquí para ayudarte a que te recuperes. Puede que te cueste de creer, pero es la verdad. Yo no miento. No tienes ningún motivo para tenernos miedo a mí o al padre Brien. No queremos hacerte daño.
El chico tosió e intentó humedecerse los labios con una lengua de esparto.
—Estáis jugando —consiguió decir, y la amargura de sus palabras arrastradas era impresionante—. Al gato y al ratón. ¿Por qué no acabáis conmigo de una vez?
Se esforzaba para pronunciar las palabras, yo apenas lo entendía. Con todo, el hecho de que hablara ya era algo.
—¿Tanto cuesta entender que no voy a hablar? ¡Acabad conmigo y punto, malditos seáis!
Esto pareció agotarlo, y se recostó en la cama, mirando a nada en particular, con la manta aún bien enrollada a su alrededor. Escogí mis palabras con cuidado.
—Son los hombres los que juegan —dije— y los que te hicieron esto. Pero yo no te pido que me cuentes ningún secreto o que hagas nada excepto ponerte bien. Ésta no es la copa de Isha; bébetela y obtendrás sólo lo que tu cuerpo necesita. En cualquier caso, fue uno de mis hermanos el que te rescató, y yo lo ayudé. ¿Por qué querríamos hacerte daño después de eso?
Entonces volvió la cara ligeramente, y su mirada era desdeñosa.
—¿Uno de tus hermanos? —dijo—. ¿Cuántos tienes?
—Seis.
—Seis —repitió burlándose—. Seis asesinos. Seis demonios del infierno. Pero ¿cómo lo vas a entender? Eres una chica.
Su tono albergaba tanto veneno como miedo. Me pregunté cómo se las había apañado el padre Brien hasta entonces; puede que las hierbas hubieran mantenido al muchacho dócil y cooperador, permitiéndole así hacer lo que precisaba sin problemas.
—Mi hermano se arriesgó mucho para ayudarte —respondí—. Y yo. —Aunque te torturaron en mi casa, mi gente—. Mi hermano siempre hace lo correcto. Jamás traiciona un secreto. Y yo podré parecerte una niña, pero sé lo que hago, por eso me han venido a buscar. No sé qué planes tienen para ti, pero te aseguro que te ayudarán a llegar a un refugio y después regresar a casa.
Lanzó una carcajada áspera, tan repentina que me sobresaltó.
—¡A casa! —replicó con amargura—. Me parece que no. —Había soltado la manta y entrecruzado los dedos—. No hay lugar para mí allí, ni en ningún otro lado. ¿Por qué tendrías que preocuparte por mí? Vuelve a tus muñecas y tus bordados. Ha sido una estupidez enviarte. ¿Cuánto crees que tardaría en matarte? Te agarro por el pelo, te retuerzo un poquito el cuello… podría hacerlo. ¿En qué estaba pensando ese hermano tuyo?
Estiró los dedos.
—Bien —dije con tono aprobador, intentando mantener firme la voz—. Por lo menos empiezas a pensar, mira a tu alrededor. A lo mejor mi hermano estaba equivocado, y el padre Brien, por esperar que un guerrero como tú pagara su deuda con gratitud. Puede que pensaran que había un código de honor entre tu gente, como entre la mía.
—¿Honor? ¡Ja! —Me miró directamente y vi que su rostro podía ser atractivo a la manera de los britanos de no ser por las marcas del dolor y el cansancio. La nariz era larga y recta, los pómulos de la cara fuertes y bien cincelados—. No sabes nada, niña. Dile a tu hermano que te lleve a alguna aldea después de que él y sus hombres hayan acabado con ella. Que te enseñe lo que queda. Pregúntale si alguna vez ha ensartado a una embarazada como a un lechón. Recuérdale la costumbre de tu gente de rebanar las extremidades de sus víctimas mientras suplican por una muerte rápida. —Había levantado la voz—. Interrógale sobre los usos creativos del hierro candente. Y después ven aquí a hablarme de códigos de honor.
Se calló y empezó a toser, yo me acerqué sin pensarlo y le tendí la copa de agua a los labios. Entre el paroxismo de la tos, sus intentos de respirar y mi mano temblorosa, la mayoría del agua se cayó encima de la cama, pero sí tragó un par de gotas a su pesar. Al final tomó aire, respirando dolorosamente, y me miró por encima del borde de la copa. Era la primera vez que me veía.
—Maldita seas —dijo en voz baja, y me arrancó la copa de la mano y se bebió lo poco que quedaba—. Malditos seáis todos.
El padre Brien escogió ese instante para aparecer por el umbral, me echó un vistazo y me ordenó que saliera. Sentada bajo los serbales, escuché los sonidos cotidianos de un pájaro y un insecto, lloré por mi padre, por mis hermanos y por mí.
El padre Brien se quedó dentro un buen rato. Después de un tiempo, mis lágrimas acabaron en un ligero hipo o dos, me soné la nariz e intenté sobreponerme al dolor de lo que el chico había dicho, concentrarme en el motivo por el que estaba allí. Pero era duro, tenía que discutir conmigo misma a cada paso del camino.
Finbar es bueno. Lo conozco como a mí misma.
Pero ¿por qué no habló, entonces? ¿Por qué esperó hasta que el daño estaba hecho para rescatarlo? ¿Y qué pasa con los otros? No hicieron nada.
Liam es mi hermano mayor. Nuestro guía y protector. Nuestra madre le encomendó esa tarea. No haría nada malo.
Liam es un asesino como su padre. Como el sonriente Diarmid. Contigo tiene una cara resplandeciente, pero en realidad sólo quiere ser como ellos dos.
¿Y qué pasa con Conor, eh? Él no va a la guerra. Es sólo… es un pensador.
También podría haber dicho algo, y se quedó callado.
Pero nos ayudó. O por lo menos eso creo, sabía del chico y no me detuvo.
Conor es buen jugador.
Cormack aún no sabe nada de la guerra; para él es todo diversión y deporte, desafío. No aprobaría la tortura.
Pronto aprenderá. Está sediento del sabor de la sangre.
¿Y qué pasa con Padriac? No tiene que ver nada con todo esto, es inocente, está absorto en sus criaturas y experimentos.
Desde luego, pero ¿hasta cuándo? ¿Y tú, Sorcha? Porque tú ya no eres inocente.
Así que peleé conmigo misma y no fui capaz de hacer caso omiso a la otra voz. Aun así, era una agonía creerlo: ¿podían los hermanos que habían curado mis rodillas magulladas y me habían llevado con ellos, con una paciencia razonable, en tantas aventuras de la infancia ser los salvajes crueles y sin escrúpulos que el muchacho había retratado? Y si era así, ¿dónde nos dejaba eso a Finbar y a mí? No era tan inocente, incluso con doce años, como para creer que sólo una parte del conflicto era capaz de torturar y hacer daño. ¿Habíamos salvado al auténtico enemigo? ¿Había alguien en quien se pudiera confiar?
El padre Brien se tomó su tiempo. Yo me quedé donde estaba mientras la lucha en mi interior iba mitigándose poco a poco y mi mente alcanzaba la quietud que emanaba de los vetustos árboles, y del suelo que los nutría. Era un sentimiento familiar, pues había muchos lugares en el gran bosque en los que beber de su energía, unirse con su antiguo corazón. Cuando tenías problemas, encontrabas solución en estos lugares. Yo los conocía, Finbar también; los demás no estoy tan segura, pues a menudo, cuando alguno de nosotros dos se sentaba tranquilo en la bifurcación de un gran roble o se tumbaba sobre las rocas que daban al agua, los demás corrían o trepaban o nadaban en el lago. Aun así, empezaba a darme cuenta de lo poco que sabía de mis propios hermanos.
La lluvia se había detenido por completo, y en el refugio de la arboleda el aire era fresco y húmedo. Los pájaros salían de los escondites; su canción flotaba por encima, de un lado para otro, muy aguda. En dichos momentos de quietud, muchas veces me habían hablado las voces, yo creía que eran los espíritus del bosque o las almas de los árboles. A veces tenía la sensación de que hablaba la voz de mi madre. Ese día, los árboles estaban tranquilos y yo me encontraba en algún lugar distante de la mente, cuando un leve movimiento al otro lado del claro me sobresaltó en mi trance.
No tenía la menor duda de que la mujer que se encontraba allí en pie no era de nuestro mundo: era excepcionalmente alta y delgada, su rostro blanco como la leche, la melena negra le llegaba a las rodillas y su capa era del azul intenso del cielo del oeste entre el ocaso y la oscuridad. Me puse en pie lentamente.
—Sorcha —dijo, y su voz parecía una música terrible—. Tienes ante ti un largo viaje. No tendrás tiempo para llorar.
Parecía de importancia crucial hacer las preguntas correctas, mientras tuviera la oportunidad. El asombro me impedía hablar, pero me obligué a hacer salir las palabras.
—¿Son mis hermanos malvados, como dice el chico? ¿Estamos todos condenados?
Se rió; era un sonido suave pero tenía una fuerza sobrehumana.
—Ningún hombre es totalmente malvado —dijo—. Ya lo descubrirás por ti misma. Y la mayoría de ellos mentirá parte del tiempo o contará las medias verdades que le convengan. Tenlo presente, Sorcha la Curandera.
—Dices un largo viaje. ¿Qué tengo que hacer antes?
—Un viaje más largo de lo que puedas imaginarte. Ya estás en el camino que te ha sido trazado, y el chico, Simon, es uno de los hitos. Esta noche, corta madera dorada. Puedes usar esa hierba para tranquilizar su mente.
—¿Qué más?
—Te las apañarás, hija del bosque. Superarás penas y dolores, numerosas pruebas, traición y pérdida, pero tus pies seguirán un camino recto.
Empezó a desvanecerse ante mis ojos, el azul oscuro de su capa se fundió con la oscuridad del follaje, a su espalda.
—Espera. —Y me lancé corriendo al otro lado del claro.
—¿Sorcha? —Era la voz del padre Brien, que me llamaba desde dentro de la cueva.
Y había desaparecido al instante, como si no hubiera habido nada salvo las sombras de la tarde mecidas por la brisa. El padre Brien surgió de la cueva, mientras se secaba las manos en un paño.
—Veo que tenemos una visitante —dijo con suavidad.
Lo enfoqué con atención, después a las sombras. Saliendo cuidadosamente al claro, como si no estuviera segura de su bienvenida, estaba la perra, Linn. Parecía que me había seguido hasta allí arriba. Le dediqué palabras cariñosas y corrió hacia mí entusiasmada, las sacudidas de su cuerpo indicaban reconocimiento tardío y necesidad urgente de afecto.
—Pasa dentro —dijo el padre Brien—. Trae la perra, no creo que haga ningún daño. Tenemos que hablar sobre este chico, deprisa. Los efectos de mi poción han desaparecido y dudo si darle más. Pero si no podemos convencerlo para que coopere, no podré atenderle las heridas. —Se volvió para entrar otra vez—. ¿Te has recuperado? —añadió con amabilidad—. Sabe dónde apuntar para que sus palabras duelan. Puede que sea la única arma que le queda.
—Estoy bien —dije, con la cabeza aún turbada por la visión. Bajé una mano para tocar el pelo áspero de la perra, y sentir su lengua rasposa en mis dedos me aseguró que el mundo real aún seguía allí, como el otro—. No pasa nada.
El chico se sentó encorvado sobre el jergón, con la espalda hacia nosotros. A pesar de todas sus palabras desafiantes y sus miradas furiosas, la manera en que colocaba los hombros me recordaba a una pequeña criatura castigada con demasiada dureza, que se encierra en sí misma desconcertada cuando el mundo se vuelve en su contra.
—Hay que limpiarle y cambiarle las heridas —dijo el padre Brien en nuestra propia lengua—. Yo me las he apañado bastante bien mientras estaba medio dormido, a pesar de su miedo a que lo toque. Pero ahora…
—Tenemos que quitarle esas hierbas —dije—, si queremos alguna oportunidad de devolverlo a su casa en su sano juicio. Tendríamos que airear por completo el ambiente y habría que sacarlo fuera al calor del día, si podemos. ¿Es capaz de andar?
Una expresión cruzó por un instante el plácido rostro del padre Brien, una expresión helada que mezclaba asco y piedad.
—No me he atrevido a moverlo, excepto para limpiarle las heridas —dijo con cuidado—. Aún le duele todo mucho y, si le quitamos demasiado rápido los soporíferos, le va a costar soportarlo. Sin ellos, será difícil que duerma, pues teme sus sueños.
Mi visión seguía vivida ante mí, sentí un fuerte sentimiento de lo que había que hacer aunque, a decir verdad, la Dama pocos datos me había dado en forma de instrucciones prácticas. Pero algo en mi interior conocía el camino.
—Mañana —dije—. Mañana tenemos que enseñarle el sol y el cielo abierto. Por el momento, sólo vamos a darle una hierba, sólo madera dorada, y debemos cortarla por la noche. Yo lo haré. Ahora, ¿qué pasa con esas heridas?
Me acerqué al jergón. Linn se me adelantó y palpó con sus patazas al chico. Sabía que no era Cormack, pero se le parecía lo suficiente. Dio un empujón y le metió el hocico dentro de la mano.
—Tranquila, Linn —dije en el idioma que el chico conocía. Tras el primer instinto de apretar el puño, dejó que los dedos se le relajaran y la perra los chupó con entusiasmo. La miraba con los ojos entornados, sin dejar traslucir nada.
El padre Brien había preparado un cuenco de agua caliente con manzanilla y raíz de malva, y paños suaves. Es posible que hubiera habido un intento previo de empezar la tarea mientras yo estaba fuera, pues la cama estaba deshecha y había más agua derramada. Se dirigió hacia la cama.
—He dicho que no. —El chico era contundente.
—Debes de saber —replicó el padre Brien sin perturbarse—, como soldado, lo que ocurre a heridas como ésas cuando no se curan; cómo atraen los humores malignos y se pudren, y cómo las fiebres se apoderan del hombre hasta que ve apariciones y, ardiendo, muere. ¿Buscas ese fin para ti? —Su tono era pausado mientras se lavaba las manos con cuidado y se las secaba en el paño.
—Que lo haga ella. —El chico me lanzó una mirada sin volver la cabeza—. Que vea lo que su gente ha hecho y que pague por ello. Sólo digo la verdad. Mi cuerpo es testigo.
—Me parece que no será así —repuso con rapidez el padre Brien, y por primera vez noté un pico afilado en su tono—. Sorcha es una niña; esas heridas no están hechas para los ojos de una cría y te deshonra la sugerencia. Es obra de un hombre y lo haré yo.
—Tócame otra vez y os mato a los dos. —Lo decía en serio, y podría tener fuerza suficiente para intentarlo—. Que lo haga la chica o déjame pudrir. Más bajo no puedo caer, seguro.
—Dudo mucho de que puedas siquiera intentar lo que dices, por mucho que lo desees —dije—. Pero curaré tus heridas. Con una condición.
—¿Condición? —espetó el britano—. ¿Qué condición?
—Haré todo lo que haya que hacer —le dije con firmeza—. Pero sólo si cooperas. Tienes que escucharme cuando te hable y hacer lo que te diga, pues tengo poder para curarte.
Se rió de mí. No era un sonido agradable.
—Una pequeña bruja arrogante, eso es lo que eres. No estoy seguro de si prefiero pudrirme y consumirme por la fiebre. Al final, el resultado será el mismo. ¿Tú qué opinas, viejo?
—No me gusta, y a tus hermanos tampoco les gustaría, Sorcha. Tendrías que dejarme esto a mí.
—¿Y para qué me habéis traído aquí? —pregunté simplemente. Y como no tenía respuesta, se calló.
—Fuera —dijo el chico, pues reconocía una victoria en cuanto la veía, y el padre Brien salió, sometiéndose a regañadientes a lo inevitable.
—Estaré fuera, Sorcha —dijo en nuestra lengua, que parecía que el chico no entendía—, y esta vez no tardes tanto tiempo en llamarme. Lo que vas a ver te angustiará, y en eso no puedo ayudarte. Trátalo como lo harías con un animal enfermo e intenta no culpabilizarte por lo que se ha hecho, niña.
—Estaré bien —dije, pues el espíritu de la Dama del Bosque seguía en mí y mi determinación era fuerte.
No me demoraré en lo que ocurrió después. Desnudarse y someterse a mis cuidados le resultó doloroso, en cuerpo y alma. Presenciar sus heridas, para comprender la vil naturaleza de la imaginación del hombre, fue una experiencia que me laceró tan profundamente el corazón como los instrumentos de tortura empleados en su cuerpo. Jamás volvería a estar completo, ni conocería la alegría despreocupada de la hombría que yo había visto en mis hermanos cuando peleaban para hacer ejercicio o coqueteaban con chicas de su edad. Me parecía impensable que otro hombre le hubiera hecho aquello. Mientras trabajaba, le conté el resto del cuento de Isha, pues apartaría ambas mentes de la terrible tarea; y Linn se sentó nerviosa junto a la cama, chupando con delicadeza el puño firmemente cerrado del britano. Con todo, seguía encogiéndose cuando lo tocaba, pero como había aceptado el acuerdo, se mostró estoico bajo el dolor y sólo gritó una vez.
Por fin terminé mi trabajo y casi también el cuento. Con el cuerpo empapado por el sudor y el rostro bañado en lágrimas, coloqué al paciente en la posición más cómoda que su estado permitía y le tendí por encima del cuerpo recién vendado con apósitos limpios una manta recién lavada. En los breves instantes que me costó coger la jarra de agua, la perra se había subido a la cama y se había tendido junto a él, moviendo la cola con suavidad. La expresión del animal me indicaba que confiaba en que hiciera como si no me hubiera dado cuenta.
—Muy bien, Simon —dije mientras le tendía una copa de agua para que bebiera, y esta vez lo hizo; estaba demasiado agotado para protestar, más allá del miedo—. A lo mejor ahora puedes dormir, uno de nosotros estará aquí por si nos necesitas. ¡Linn! —Chasqueé los dedos—. ¡Baja!
—No… —Su voz era un hilillo—. Déjala. —Enroscó la mano en el lomo peludo y gris de la perra.
Me moví, con la idea de ir a buscar al padre Brien. Estaba demasiado cansada para tener hambre, pero mi trabajo aún no había terminado.
—No. —Lo miré desde donde estaba—. Quédate.
—Yo no soy un perro que hace lo que tú quieres —dije—. Tengo que comer, y tú también.
—El cuento —dijo con voz débil, y me sorprendió—. Termina el cuento. ¿Acabó bebiendo Bryn de la copa o dudó de sí mismo siempre?
Me volví a sentar pausadamente.
—Bebió —dije, encontrando las ganas de seguir en algún lugar muy profundo de mi interior, aunque supuso un gran esfuerzo—. Fue mucho, mucho tiempo después y llegó de una manera inadvertida, pues tras todas sus aventuras y tantas desgracias que acontecieron a todos los que intentaron utilizar la copa de Isha, no se le ocurrió nada mejor que colocarla en una estantería de su granja y olvidarse de ella. Allí se quedó, con sus esmeraldas y rubíes, entre los viejos cacharros de arcilla y piedra, y durante años ni siquiera un alma reparó en ella. Pues Bryn se quedó en su granja, junto al bosque encantado de espinos y se hizo viejo allí; y aún seguía guardando su única entrada y no dejaba pasar a nadie, hombre o bestia. Gustosas, numerosas muchachas lo habrían apartado de allí, si se hubiera dejado, pero las rechazó a todas con suma cortesía. Sólo soy un hombre humilde, decía, no lo suficientemente bueno para vuestros gustos, bellas damas. Y además, mi corazón está preso.
Con los años, surgieron cientos de oportunidades de marcharse: a la guerra con los soldados o a hacer fortuna con los viajeros, pero nada de todo aquello quiso. Éste es mi puesto, les dijo, y aquí me quedo, aunque muera en mi empeño. Y cuando hubieron transcurrido las tres veintenas de años, y Bryn era un hombre viejo, cuya barba llegaba hasta el borde de sus botas, la maldición se deshizo y el muro de espinos se disolvió; y de dentro salió una dama vieja, con un vestido blanco ajado, el rostro arrugado como una ciruela seca. Pero Bryn la reconoció al instante como su amada y cayó de rodillas ante ella, al tiempo que daba gracias porque hubiera sido liberada.
«Estoy sedienta», dijo la anciana, con voz quebrada (aunque a Bryn le pareció el sonido más celestial que hubiera escuchado jamás). «Traedme algo de beber, por favor, soldado», y como sólo había una copa en su humilde morada acorde a tan distinguida dama, el anciano cogió la copa de Isha de sus polvorientas estanterías y, efectivamente, estaba llena hasta el borde con agua fresca y clara. Con manos temblorosas se la ofreció a la dama. «Vos debéis beber primero», dijo ella, y no tenía fuerza para oponerse a sus deseos. Así que bebió un sorbo, y ella bebió otro sorbo, y las piedras preciosas de la copa brillaron como estrellas. Y cuando Bryn alzó la mirada, delante tenía al amor de su vida, tan joven y encantadora como el día en que la perdió. Y cuando se miró en la copa de Isha, su reflejo le mostró unos rizos negros como los cuervos y una sonrisa deslumbrante.
«Pero… pero yo pensaba…», apenas podía articular palabra, pues su corazón latía como un tambor. El amor de su vida sonrió y lo tomó de la mano.
«Podríais haber bebido de ella todo el tiempo», le dijo, «pues quién sino un hombre puro de corazón habría esperado a su amada durante tres veintenas de años». Dejó la copa sobre una piedra junto a la carretera, y después se metieron dentro de la granja juntos y allí vivieron durante el resto de sus días. ¿Y la copa de Isha? Pues allí está, entre los helechos y las margaritas, esperando al siguiente viajero que la encuentre.
El chico estaba casi dormido, su rostro más cerca del reposo de lo que lo había visto hasta el momento, pero aún se mostraba cauteloso. Habló en un susurro.
—Si no eres una bruja —dijo—, ¿cómo sabes mi nombre?
Me lo ha dicho un hada. Era la verdad, pero no podía esperar que me creyese. Pensé en algo rápidamente. Como he dicho antes, mentir no es una habilidad que acabara de dominar, era tan mala en eso como mi hermano Finbar.
—Te responderé a eso cuando te vea en pie y fuera de la cueva. —Fue lo mejor que conseguí—. Ahora debes descansar mientras yo voy a ver qué nos ha preparado el padre Brien. La perra debe de estar también hambrienta.
Pero cuando llamé a Linn para que me siguiera, agachó el bigotudo hocico entre las patas y me miró con ojos líquidos y carita de perro. La mano de Simon descansaba sobre su espalda, la acariciaba a contrapelo. Así que los dejé a los dos, un ratito.
A ese episodio siguió la época más extraña de mi infancia, por lo menos hasta entonces, pues lo que aconteció después no es que fuera sólo extraño, sino que escapaba casi al entendimiento de los mortales. Aquella primera noche, hice como me había ordenado la Dama, salí sola bajo los grandes robles y subí bien alto hasta donde colgaba la delicada red de madera dorada, como una constelación de estrellas entre las inmensas ramas del bosque gigante. Utilicé una pequeña hoz para cortar lo que necesitaba. El padre Brien estaba algo preocupado por si me caía o me cortaba yo en lugar de a la planta. Pero le expliqué las connotaciones sagradas de esta hierba para la antigua fe. De hecho, es tan mística y poderosa que su auténtico nombre es secreto, y no se puede decir en voz alta ni revelar por escrito. La llamamos madera dorada, o liga, o algún otro nombre en lugar del suyo auténtico. Es una hierba extraña, fuera de las leyes de la naturaleza, pues no crece hacia la luz, como hacen otras plantas, sino en la dirección que le apetece, arriba, abajo, hacia el este o el oeste, según le dé. Ni arraiga en el suelo, sino que crece en las ramas más altas de los robles, manzanos, pinos y álamos, se enrosca alrededor de sus extremidades, descansa en sus copas. No le importan las estaciones, pues puede lucir al mismo tiempo bayas verdes y maduras, flores y hojas nuevas. Hay reglas estrictas para cortarla y yo las seguí tan escrupulosamente como pude, dado que parecía que había recibido permiso.
La madera dorada tenía muchas propiedades, yo las empleé casi todas para intentar ayudar al britano. Una corona colgada encima de su jergón tenía cierta eficacia para mantener a raya sus terrores nocturnos. Hice una infusión, que bebimos todos, pero con moderación. Mi cura estaba en parte basada en limpiar el cuerpo de Simon de las influencias de las hierbas que tan fundamentales habían sido hasta ese momento; pero este remedio, el más poderoso de todos, aún era necesario. Mientras lo recogía bajo la luna creciente, había visto una lechuza volar por encima de mi cabeza, hundiéndose y elevándose en el frío silencio del cielo nocturno. A lo mejor era la que conocía, de nuevo, parte del tejido de la oscuridad.
Llegó el fin de los pocos días que Conor me había concedido, y con él, Finbar. Subió con un recio poni de las colinas cuyo amplio lomo fácilmente podía llevarnos a los dos de vuelta a casa. El padre Brien estaba en su granja, entregado a preciosistas obras de pluma y tinta, mientras Simon y yo estábamos sentados (o tumbados, en su caso) en la hierba, un poco más abajo de la colina. Moverlo había sido una pesadilla la primera vez. Cada paso era para él una agonía, pero se negaba a ser transportado por un viejo y una niñata enclenque que hablaba demasiado, en sus propias palabras. Así que caminó y se mordió los labios para no gritar, mientras yo sentía su dolor perforándome el cuerpo al sostenerle la mano y caminar a su lado.
—Espero que sepas lo que estás haciendo, Sorcha —dijo el padre Brien. Parecía nervioso, pero había dejado el tratamiento en mis manos.
Al otro lado de Simon, la perra caminaba junto a él con paso constante, refrenaba su por lo general animoso espíritu y se inclinaba ligeramente para ayudarlo a mantenerse recto. La mano le cogía el collar.
—Lo sé —repuse, y el padre Brien me tomó la palabra.
Así que el día en que Finbar llegó, allí estábamos los tres, Simon, la perra y yo, pero la perra se había alejado de nosotros para olisquear bajo los árboles, moviendo la cola de lado a lado cuando detectaba algún conejo. Para entonces hablábamos mucho, o más bien yo hablaba y Simon escuchaba, pues tampoco tenía otra elección. Yo no le preguntaba nada y él no decía nada tampoco, así que confiaba en las viejas historias y fragmentos de canciones y, de vez en cuando, le hablaba de mi bosque y de las extrañas cosas que allí sucedían. Él podía comportarse muy maleducadamente, con mucha crueldad, y si le convenía, de ambas maneras. Había oído demasiado sobre la naturaleza de mi gente y sobre todo lo que le habían hecho a la suya durante años; y era muy imaginativo para insultarnos a mí y al padre Brien. Con eso podía; las historias de la guerra me resultaban más duras, motivo por el que probablemente hablaba yo la mayoría del tiempo; así, por lo menos, él estaba callado. Su estado de ánimo era muy voluble; podía dispararse desde una tolerancia agotada a la furia o el terror sin que te dieras cuenta, y atenderlo me absorbía más energía que cualquier otro paciente que hubiera tenido nunca. Le cambiaba los vendajes dos veces al día, pues no consentía que el padre Brien se le acercara para nada. Ésa era una tarea a la que jamás conseguí acostumbrarme.
Para entonces, ya existía entre nosotros cierta aceptación. Aunque se burlaba de lo improbable que era todo, sabía que le gustaban mis cuentos. El aire fresco y el paseo, por duro que le resultara, le había proporcionado mejor color, y los ojos del anciano ya no parecían tan sin vida. Le peinaba; se quejaba más cuando le deshacía los nudos y los enredos que por el dolor cruel de sus heridas. Interpreté su mal humor generalizado como una buena señal; pues cualquier cosa era mejor que aquella desesperación con que esperaba que el interminable día acabara y aquellos ojos en blanco, que el rostro ceniciento por el terror con el que se despertaba en sueños.
Y entonces llegó Finbar. Su poni iba al paso durante el último tramo del senderucho; lo dejó a cierta distancia y llegó a pie. La costumbre le hacía caminar sin hacer ruido, así que su aparición fue bastante repentina allí, al borde de la arboleda. Y Simon se puso en pie en un visto y no visto, lo único que indicó lo que le había costado el movimiento fue la inspiración bronca que dio, y entonces sentí, que me agarraban por el pelo y el frío metal en mi cuello.
—Un paso más y le rebano el cuello —dijo, y Finbar se quedó de piedra, sin color en el rostro.
No se oía ni un sonido, excepto la nota única de un pájaro en la lejanía que llamaba a su rival y la respiración fatigada de Simon en algún lugar detrás de mí. Finbar estiró las manos muy lentamente, se las mostró relajadas y vacías, y después se agachó hasta el suelo, con la espalda recta como un árbol joven, atento. Le destacaban las pecas con la palidez y su boca era tan fina como una línea. Oía al padre Brien tarareando para sí dentro de la granja. El cuchillo aflojó un poco, sólo un poco.
—¿Éste es tu hermano?
—Uno de ellos —conseguí decir, mi voz era más bien un chirlido. Simon aflojó un poco más—. Finbar te salvó. Te trajo aquí.
—¿Por qué? —Su voz no dejaba traslucir nada.
—Creo en la libertad —dijo Finbar con una firmeza admirable—. Intento enmendar entuertos donde se puede. No eres el primero que he ayudado así, aunque tampoco sé qué fue de ellos después. ¿Soltarás a mi hermana?
—¿Por qué tendría que creerte? ¿Quién en su sano juicio enviaría a una niña a manos del enemigo con un clérigo tembloroso como única compañía? ¿Quién traicionaría a su propia familia? ¿Qué tipo de hombre hace algo así? Puede que tengas una tropa de guerreros, ahí, entre el bosque, listos para terminar lo que empezaron. —Controlaba su voz, pero yo sentía la tensión en su cuerpo, y sabía que mantenerse en pie mientras me agarraba tenía que resultar una agonía para él.
Hablé con Finbar directamente, sin palabras, de mente a mente.
Déjamelo. Confía en mí.
Finbar parpadeó, relajó la guardia por un momento. Leí en sus pensamientos una ira y una confusión que jamás había visto antes en él.
De quien no me fio es de él, no de ti.
Jamás he sido propensa a las debilidades propias de una mujer; de hecho, a pesar de mi pequeño tamaño y aparente delicadeza, soy una persona muy fuerte y capaz de resistir mucho. Jamás me habría considerado capaz de un engaño tal, y me arriesgaba mucho suponiendo lo que haría Simon. Pero en aquel momento, era lo único que se me ocurrió. Así que dejé escapar un leve gemido, aflojé las rodillas y hay que decir en favor de Simon que dejó caer el cuchillo y consiguió cogerme antes de que acabara en el suelo. Mantuve los ojos bien cerrados, mientras oía que Finbar emitía sonidos de preocupación fraterna y Simon recuperaba el arma y alejaba de nuevo a mi hermano. Después la voz del padre Brien, alertada por el ruido, que en un segundo se plantó a mi lado y empezó a limpiarme la cara con un paño húmedo con esencia de lavanda. Abrí los ojos lentamente y me encontré con la expresión sardónica del buen padre. No se le escapaba nada.
Volví la cabeza a un lado. Finbar estaba sentado exactamente igual que antes, con las piernas cruzadas, clavado en el suelo, bien recto, una expresión estudiada. Volví la cabeza al otro lado. Simon estaba muy cerca, tenía la espalda apoyada en una gran piedra, sostenía el cuchillo con desgana. Sentí que había estado mirándome, pero en ese momento había apartado los ojos, observaba los árboles. No me gustó el aspecto de su piel, que mostraba esa palidez sudorosa que confiaba en que hubiera desaparecido para siempre.
Al parecer, ninguno de los cuatro sabía qué hacer. El problema quedó resuelto inesperadamente gracias a la perra lobo, Linn, que se había cansado de la caza del conejo y llegaba a todo correr desde el bosque, encantada de ver a tantos amigos de golpe. Primero saltó sobre Finbar, le colocó las patazas en los hombros y le lavó la cara con cierto vigor. Después giró en redondo hacia mí, sin importarle mi aparente estado de salud delicado, y me plantó las patas en el estómago al pasar. Le dio una vuelta a Simon, temblando de la emoción pero con cuidado, aun así, de no hacerle daño.
—Bueno, niños —dijo el padre Brien con total naturalidad—. Voy a buscar una jarra de aguamiel, porque me parece que todos la necesitamos. Después hablaremos. Procurad no haceros daño un rato, os lo ruego.
Se levantó, Simon lo dejó marchar. Aunque estaba claro que yo aún no podía hacer lo propio, pues en cuanto conseguí incorporarme ya tenía su mano alrededor de mi brazo otra vez y seguía sujetándome con determinación fiera. No había duda de que conservaba ciertas reservas de fuerza que yo no había ni imaginado.
Allí seguimos, en un incómodo silencio hasta que el padre Brien volvió, con una jarra y unas cuantas copas, y entonces Finbar empezó a hablar en nuestra lengua.
—¡No! —corté de golpe—. Habla de manera que Simon pueda entenderte. Ya ha habido bastantes secretos. Seremos enemigos, pero al menos podemos comportarnos civilizadamente.
—¿Eso crees? —preguntó Finbar con las cejas levantadas—. Aquí el amigo britano poco civismo ha mostrado.
—Venga —dijo el padre Brien mientras nos repartía una copa a cada uno—. Vamos a simular una tregua, por lo menos, e intentemos solucionarlo. Estoy convencido de que Finbar está aquí por motivos pacíficos, joven; viene a recoger a su hermana y escoltarla hasta su hogar.
—Como puedes ver, no voy armado —dijo Finbar, y tenía las manos sobre las rodillas. Un mechón de cabello le cayó frente a los ojos, pero no hizo ningún intento por apartarlo. Entonces me miró a mí—. He venido a buscar a Sorcha, eso es todo. Estaba pensando en preguntar por tu salud, para ver si salvarte ha valido la pena; pero ya no me voy a molestar.
No tiene ninguna intención de hacerme daño. ¿No lo ves?
Finbar alzó las cejas en señal de incredulidad. Simon no decía nada, su copa estaba intacta sobre la hierba. Noté en la piel, a través del tejido de mi vestido, que su mano ardía. El perro olisqueó el aguamiel.
—¿Hay noticias de tu padre, Finbar? —preguntó el padre Brien como quien no quiere la cosa.
—Aún no. Creo que tardará. Vuestro paciente estará seguro hasta que pueda viajar. Sería magnífico poder decir lo mismo de mi hermana. Para alguien llamada aquí para curar, no parece haber recibido un trato muy agradecido. Me parece que he llegado tarde.
La voz de Simon era cruel.
—¿Y qué esperabas? ¿Una bienvenida apoteósica? ¿Gratitud lisonjera? ¡Dame una sola razón por la que tendría que agradecerte haber recobrado la vida!
Hubo un silencio.
—Hijo —acabó diciendo el padre Brien—, el futuro se te presenta oscuro ahora, y no hay manera de decir adónde te llevará. Pero hay luz en todos los caminos. Con el tiempo la encontrarás.
—Ahórrame tu fe popular —replicó Simon cansino—. La desprecio, y a ti también.
—No estás en situación de echárselo en cara —repuso Finbar con suavidad—. Se preocupa por ti y los tuyos precisamente gracias a esa misma fe. Sin ella, podría ser un asesino como mi familia. Y puede que también como tú.
—Y de hecho fui uno de esos hombres. Conozco el poder de una causa y cómo puede cegar e impedir ver la realidad. Finbar ya lo ve. Puede que tu misión en la vida sea aprenderlo —dijo el padre Brien con tono de reflexión.
—¡Qué me importan a mí vuestras misiones! Ya no sirvo para nada. Me deshago y apesto a podredumbre con tanta rapidez como ella me recompone. Habríais hecho mejor no entrometiéndoos y dejándome donde estaba. El final habría sido más rápido. —Simon seguía controlando su voz, pero un temblor convulsivo le sacudió el cuerpo.
Yo abrí la boca para hablar, pero Finbar intervino primero.
—Me voy a llevar a mi hermana a casa —dijo—. Pensé que te ayudaría, y lo ha hecho. Pero no voy a consentir que corra peligro o que sea amenazada. Hemos hecho lo que hemos podido y, por lo que parece, ya no nos necesitas.
Simon se rió con sorna.
—No tan deprisa, hermanito mayor —dijo—. Sigo teniendo un cuchillo y no soy del todo inútil. La brujita se queda conmigo. La enviaste aquí para curarme, pues que me cure. Ya que parece pensar que lo imposible puede suceder, aunque nosotros no.
—Te olvidas de que es sólo una niña —dijo el padre Brien.
—¿Una niña? ¡Ja! —Simon dejó escapar una risita amarga—. Por fuera, a lo mejor. Pero no es como ninguna niña que haya conocido. ¿Qué niña conoce las propiedades de las hierbas, mil historias cada cual más extraña que la anterior y cómo…? —Le falló la voz.
Finbar miró al padre Brien, que le devolvió una expresión pensativa. Empezaba a dolerme mucho el brazo, donde Simon me agarraba.
—No te corresponde decidir a ti —le dije con tanta firmeza como pude reunir. Los miré a los dos: los ojos claros y grises de Finbar en su rostro ceniciento, la mirada serena y penetrante del padre Brien. El tacto de Simon me comunicaba su dolor y desesperación—. Aquí tengo trabajo que hacer y no he terminado. Entre vosotros dos, habéis deshecho en una tarde casi todo lo que había conseguido. Finbar, vuelve a casa y déjame a mí con mi trabajo. Aquí voy a estar segura y es mejor que me dejéis sola. Te llamaré cuando esté lista.
Me necesita, Finbar.
No te voy a dejar aquí.
Intentaba sacarme de sus pensamientos, pero no consiguió ocultar su culpabilidad y confusión. Eso me preocupó. ¿No era Finbar el hermano que siempre estaba tan seguro, que siempre sabía qué hacer?
Tienes que dejarme. Es mi elección.
Y así lo hizo, al final. Fue una suerte que el padre Brien confiara en mí y creyera en lo que hacía, pues fue él quien convenció a mi hermano de entrar en la granja y dejarme a mí con mi paciente. Simon les dejó ir, en silencio. Sólo cuando los perdimos de vista y la puerta de la granja se hubo cerrado de un portazo, pasé de rehén a apoyo y él dejó de contener el aliento con un jadeo entrecortado. Entre la perra y yo lo metimos otra vez en la cueva y lo acostamos, y yo rompí mis normas y le hice una poción que le garantizaría un sueño razonable. Después me senté a su lado, sin hablar demasiado, mientras lo observaba forcejear con el dolor y luchar por no decir nada. Al cabo del rato, los efectos de la infusión de hierbas se apoderaron de él y sus rasgos empezaron a relajarse, sus ojos a enturbiarse. Me dolía bastante el brazo y me acerqué en silencio a las estanterías del padre Brien en busca de algún ungüento, quizá raíces de malva o flores de saúco. Encontré lo que buscaba en un cuenco con tapa poco profundo y regresé a mi taburete para untármelo en los moratones. Tenía un anillo de carne enrojecida alrededor del brazo. El masaje con el bálsamo me alivió un poco el dolor.
Algo me hizo levantar la mirada cuando volví a tapar el cuenco. Simon seguía despierto, a punto de caer, los párpados entornados no conseguían enmascarar el deslumbrante azul de sus ojos.
—Te salen moratones por nada —dijo casi sin entendérsele—. No quería hacerte daño. —Después se le cerraron los párpados y se quedó dormido.
La perra se le acercó y consiguió hacerse un hueco junto a él en el estrecho jergón.
Tuvo lugar entonces un breve intervalo en el que dar explicaciones y tomar decisiones. Fui a la granja y me quedé allí, pero con la puerta abierta, pues les había dicho que Linn me avisaría si Simon se despertaba. El padre Brien insistió en que tanto Finbar como yo comiéramos y bebiéramos, aunque ninguno de los dos tenía estómago para nada.
Llevó un tiempo convencer a Finbar de que volviera a casa. Todavía creía que estaba en peligro y juró que Conor no estaría de acuerdo en que me quedara. Utilicé su viejo argumento contra él: no debes presuponer que el britano es malo sólo porque es rubio, mide lo que mide y habla raro. Es un ser humano con fuerzas y debilidades, exactamente como nosotros. ¿No me lo había dicho Finbar cientos de veces, incluso a nuestro padre?
—Pero amenazó con matarte —dijo Finbar exasperado conmigo—, te puso un cuchillo al cuello. ¿Es que no te importa?
—Está enfermo —dije—. Y asustado. Y yo estoy aquí para ayudarlo. Además, me dijeron… —Me detuve.
La mirada de Finbar se aguzó.
—¿Te dijeron qué?
No podía mentir.
—Me dijeron que esto era algo que tenía que hacer. Sólo el primer paso de un largo y difícil camino. Sé que tengo que hacerlo.
—¿Quién te lo dijo, Sorcha? —preguntó el padre Brien con amabilidad.
Los dos me miraban atentamente. Escogí mis palabras con cuidado.
—¿Te acuerdas de aquella historia de Conor, la de Deirdre, la Dama del Bosque? Creo que era ella.
El padre Brien dio un respingo.
—¿Los has visto?
—Eso creo —dije sorprendida. Desde luego, no me esperaba esta reacción de él—. Me dijo que era mi camino y que debía seguir en él. Lo siento, Finbar.
—Este britano —dijo Finbar pausadamente— no es el primero que conozco o con el que he hablado. De todos modos, los otros eran hombres mayores, más endurecidos y, al mismo tiempo, más sencillos. Estaban agradecidos de recuperar su libertad y después se marchaban. Éste juega con nosotros, nos utiliza y disfruta con nuestra confusión. Si has recibido instrucciones, no tienes más remedio que obedecerlas; pero no me creo que el chico no te quiera hacer daño. No me gusta dejarte aquí y creo que Conor estará de acuerdo. —Se retorció un mechón de pelo entre los dedos. Le había vuelto el color a la cara, pero la expresión de su boca era sombría.
Lo miré.
—¿Por qué tiene que decidir Conor? —le pregunté—. Puede que esté al mando, por ahora, pero sólo tiene dieciséis años.
—La edad de Conor sobrepasa sus años —intervino el padre Brien, tan comedido como siempre—. En eso se os parece. También él tiene un camino por delante. Puede que no sepas valorar a ese hermano tuyo, el callado, en el que siempre se puede confiar, su bondad y sentido de la justicia, su amor por el saber. Pero lo conoces menos de lo que piensas.
—Sí que parece saber un montón de cosas extrañísimas —dije—. Cosas que sorprenden.
—Como el Ogham —dijo Finbar en voz baja—. Los signos, dónde encontrarlos y cómo leer su significado. Lo que sabemos de eso lo aprendimos de Conor.
—Pero ¿dónde lo aprendió él? —dije—. Desde luego, no de un libro, hasta ahí llego.
—Conor es experto en unas cuantas materias —dijo el padre Brien, mientras miraba por su pequeña ventana. El sol del atardecer se reflejó en los mechones canos que enmarcaban su frente calma y los convirtió en una aureola en llamas—. Algo lo aprendió de mí, como el resto de vosotros. Otro poco se lo enseñó a sí mismo gracias a los manuscritos polvorientos de la librería de su padre; como tú hiciste, Sorcha, con tus curas y tu conocimiento de las hierbas. Descubrirás, cuando crezcas, que además de este conocimiento Conor posee otras habilidades más sutiles; posee artes que pertenecen a tu estirpe, pero que hace mucho que se olvidaron en el mundo de hoy. Ya has visto a la gente de la aldea, cuánta reverencia le tiene. Es cierto que en ausencia de tu padre, Conor es un buen administrador y que se lo reconocen y agradecen. Pero el reconocimiento que le tienen va más lejos.
Entonces recordé algo.
—El viejo de la aldea, el viejo Tom, que antes era el techador, me dijo algo… me dijo que Conor era uno de los sabios, como padre, o como padre debería haber sido. No lo comprendí.
—La familia de Sieteaguas se remonta lejos, es una de las más antiguas de esta tierra —dijo el padre Brien—. Este lago y este bosque son lugares en los que ocurren cosas extrañas, donde lo inesperado es el pan de cada día. La llegada de mis semejantes, y de nuestra fe, puede haber cambiado las cosas aparentemente. Pero por debajo, aquí y allí, la magia sigue fluyendo con tanta fuerza y está tan arraigada como en los días en que el pueblo de las hadas llegó desde el oeste. Las tramas de varias creencias pueden coexistir, de vez en cuando se cruzan y se combinan en una soga más fuerte. Ya lo has visto por ti misma, Sorcha; y tú, Finbar, sientes que su poder te incita a la acción.
—¿Y Conor? —preguntó Finbar.
—Tu hermano ha heredado un pesado legado —dijo Brien—. Escoge a quien quiere y por eso no recayó sobre el mayor, ni sobre el segundo, sino sobre el más capacitado para sobrellevarlo. Vuestro padre poseía esa fuerza, pero dejó que la carga lo sobrepasara. Conor será el dirigente de la antigua fe, para esta gente, y lo hará en silencio y con discreción, para que los antiguos ritos aún puedan medrar y ofrecer guía desde la profundidad del bosque.
—¿Quieres decir que Conor es… que es un druida? ¿Cómo ha podido aprenderlo de los libros? —pregunté confundida. ¿Cómo podía conocer tan poco a mi hermano?
El padre Brien dejó escapar una risita.
—No fue así —respondió irónico—. Ese saber no se consigna en páginas; la inscripción de los árboles que os enseñó es su única forma escrita. Ha aprendido, y sigue aprendiendo, de otros como él. Aún no se muestran, pues les ha costado mucho mantenerse. Cada día son menos. Tu hermano aún tiene un largo camino que recorrer, apenas ha iniciado el viaje. Diecinueve años es lo que dura el período de aprendizaje de esa sabiduría. Y no hace falta decir que fuera no puede correr la voz.
—A veces me lo preguntaba —dijo Finbar—. No se puede escuchar e ir de una aldea a otra sin enterarte de en quién confía la gente y por qué. Eso explica por qué nos deja hacer lo que queremos.
—¿Qué queréis decir —pregunté aún asimilándolo todo— con que mi padre había sido escogido y lo dejó? —pues no me podía imaginar a padre, con su expresión cerrada y severa y su obsesión por la guerra, como el canal de ningún mensaje espiritual.
—Tienes que entender —dijo el padre Brien con dulzura—, que tu padre no siempre ha sido como es ahora. De joven era una criatura totalmente diferente, atractivo y feliz, un hombre que cantaba, bailaba y contaba historias como el mejor, así como el que vencía a todo el mundo a caballo, con el arco o en combates tanto de espada como a manos desnudas. Era, se habría dicho, alguien favorecido por el cielo con todas las bendiciones posibles.
—¿Y qué lo cambió? —preguntó Finbar sombrío.
—Cuando murió su padre, lord Colum se convirtió en señor de Sieteaguas. Por entonces, aún no se le requería para nada más, pues había alguien mucho más mayor y sabio que mantenía las antiguas costumbres por estas partes. Vuestro padre conoció a vuestra madre y, como a menudo sucede con los de vuestra familia, se enamoró al instante y apasionadamente, hasta el punto de que vivir sin ella era para él como la muerte. Durante ocho años fueron inmensamente felices, después ella murió.
Su rostro cambió; vi la luz jugar sobre sus tranquilos rasgos y me pareció detectar una profunda pena, enterrada en algún lugar de su interior.
—¿La conocíais? —pregunté.
El padre Brien se volvió hacia mí, sus ojos no mostraban más que una ligera tristeza. Igual lo había imaginado.
—Sí, sí que la conocía —dijo—. Me dieron a elegir. En el monasterio de Kells valoraban mi habilidad con la pluma, pero mis ideas provocaban… desasosiego. Adáptate, me dijeron, o vete a vivir solo. Conocía a vuestro padre desde antes de tomar los votos, hace mucho, cuando aún era un guerrero. Cuando dejé la sala capitular, me ofreció un puesto aquí, en un acto de cierta generosidad, considerando nuestras diferencias. Conocí a tu madre. Vi lo felices que eran el uno con el otro, y cómo su muerte le arrebató a él toda la luz.
—Nos tenía a nosotros —repuso Finbar con amargura—. A otro hombre le habría parecido motivo suficiente para vivir, y para vivir bien.
—Creo que eres demasiado duro —dijo el padre Brien, pero lo decía con comprensión—. Puede que aún no conozcáis el tipo de amor que te golpea como un rayo, que te agarra por el corazón, tan irrevocablemente como la muerte, que se convierte en la estrella polar por la que te guías el resto de tu vida. No le deseo ese amor a nadie, ni hombre ni mujer, pues puede convertir tu vida en un paraíso o destruirte completamente. Pero está en la naturaleza de vuestra familia amar de ese modo. Cuando vuestra madre murió, Colum necesitó de mucha fuerza de voluntad para soportar su pérdida. Sobrevivió, pero pagó un alto precio. Poco le queda para vosotros, ni para nadie.
—Pero tenía elección, ¿no? —preguntó Finbar pausadamente—. Podía haber elegido otro camino cuando ella murió, tomar otra vía, convertirse en el tipo de líder que dices que será Conor.
—Podía, pues el Anciano estaba casi al fin de sus días, y los sabios llegaron buscando a Colum, pues querían que un hombre de su linaje ingresara en su orden. Debían de estar especialmente interesados, para hacer un acercamiento tal. Era mucho mejor empezar los largos años de aprendizaje de niño o de muchacho. Con todo, se lo pidieron a él. Pero Colum estaba sumido en la desesperación. De no ser por sus obligaciones para con su túath, y sus hijos, habría acabado con su vida. Así que los rechazó.
—¿Y así es como eligieron a Conor?
—No fue entonces. Conor no era más que un niño; esperaron, primero, y os observaron crecer, a los siete. Y el Anciano retrasó su marcha. Observaron a Conor mientras aprendía a leer y a escribir, mientras practicaba sus versos y sus relatos, mientras os enseñaba a los demás la sabiduría de los árboles y a cuidar unos de otros. Con el tiempo, se hizo evidente que era el elegido y se lo comunicaron.
Allí nos quedamos callados un rato, asimilando la información, mientras los rayos del sol se inclinaban por la ventana y la temprana noche enfriaba el aire. No llegaban ruidos de la cueva. Confié en que Simon no tuviera pesadillas.
—Ya veis —dijo al final el padre Brien—, qué impulsa a vuestro padre con tanto ímpetu. Mantenerse en sus tierras y recuperar las islas que se perdieron hace tanto ha ocupado el lugar de vuestra madre como único objetivo de su existencia. Con esa prioridad en mente, mantiene alejados a los lobos del recuerdo. Cuando lo rodean, regresa a la guerra y silencia sus aullidos con sangre. Ese camino se cobra un cuantioso peaje, pero aun así, ha conseguido asegurar sus tierras y las de sus vecinos, y se ha ganado mucho respeto en todo el norte del país con sus campañas. No ha recuperado las islas, aún no; planea hacerlo, probablemente, cuando crezcan todos sus hijos.
—Lo hará sin mí —replicó Finbar—. Sé que las islas son misteriosas más allá del entendimiento, un lugar del espíritu, y anhelo visitar las cuevas de la verdad. Pero no mataré por ese privilegio. Eso es fe convertida en locura.
—Como he dicho, una causa puede cegarte ante la realidad —dijo el padre Brien—. Los hombres han luchado por esas islas desde los días del tatarabuelo de Colum, desde que el primer britano caminó sobre aquel suelo, sin saber que era el corazón místico de las antiguas creencias de vuestra gente. Así nació la disputa y le sucedieron una enorme pérdida de vidas y fortunas. ¿Por qué si no lord Colum, el último de siete hijos, fue el heredero? Sus hermanos cayeron todos, en el campo de batalla, luchando por la causa. Y su padre los dejó ir, uno tras otro.
—Y ahora traza para sus propios hijos el mismo camino —añadió Finbar sombrío.
—Es posible —replicó Brien—, pero tus hermanos no comparten la obsesión de lord Colum y, además, está Conor y vosotros. Puede que por fin haya llegado el momento de romper esa pauta.
Yo no dejaba de cavilar. Después de un rato, sugerí:
—¿Estáis diciendo que Conor me dejará quedarme e intentará ayudar a Simon, que entiende lo que me dijo la Dama sobre que formaba parte de un gran plan dispuesto para nosotros?
El padre Brien sonrió.
—Si alguien puede apartarse de un camino dispuesto, ésa eres tú, niña. Pero tienes razón sobre Conor. Sabía perfectamente a qué venías. Es una medida de su fuerza, y su estatura, el hecho de saber reconciliar lo que conoce con la administración de los asuntos de tu padre.
Fruncí el ceño.
—Lo decís como si Conor fuera a ser algún día el cabeza de familia —dije—. ¿Qué va a pasar con Liam? Siempre ha sido nuestro cabecilla, desde que madre se lo dijo, y es el mayor.
—Hay cabecillas y cabecillas. No infravalores a ninguno de tus hermanos, Sorcha —dijo el padre Brien—. Y ahora comed, los dos, que el trabajo de hoy ni mucho menos ha terminado.
Pero no teníamos apetito, y el pan y el queso se quedaron prácticamente intactos cuando Finbar se despidió y con cierta renuencia volvió su poni en dirección a casa. Su último dardo no eran palabras.
Aún no me fío de tu britano. Más te vale darle un mensaje de mi parte. Dile que como te vuelva a poner un dedo encima, va a tener que responder ante seis como yo. Asegúrate de decírselo.
Me negué a tomármelo en serio. ¿Finbar amenazando con violencia? Venga.
No pienso decirle nada. Empiezas a sonar como tus hermanos mayores. Anda, lárgate, y déjame a mí con esto. Y no te preocupes por mí, Finbar. Estaré bien.
—Mmm —dijo en voz alta y con un tono muy de hermano—. ¿Cuándo he oído eso antes? ¿No sería cuando te subiste a la valla para acariciar al toro bravo? ¿O fue cuando estabas tan y tan segura de que podías saltar el arroyo como Padriac, con esas patitas tan cortas? ¿Te acuerdas de lo que pasó entonces?
—¡Anda y lárgate! —repliqué, le pegué al poni una palmada fuerte en la grupa y se marchó.
En la cueva, la perra empezó a ladrar. Ya era hora de volver al trabajo.