Capítulo I

Tres niños descansan en las rocas junto al borde del agua. Una chiquilla morena. Dos chicos algo mayores. Esta imagen ha quedado grabada para siempre en mi recuerdo, como una frágil criatura conservada en ámbar. Mis hermanos, yo. Recuerdo la manera en que el agua formaba ondas cuando acariciaba con los dedos la superficie brillante.

—No te arrimes tanto, Sorcha —dijo Padriac—. Te puedes caer.

Era un año mayor que yo y aprovechaba al máximo la poca autoridad que eso le otorgaba. Era comprensible, supongo. Después de todo, tenía seis hermanos en total, y cinco eran mayores que él.

No le hice caso, alargué el brazo hasta las misteriosas profundidades.

—Se va a caer, ¿verdad, Finbar?

Un largo silencio. Mientras se prolongaba, ambos miramos a Finbar, tumbado todo lo largo que era sobre una cálida roca. No dormía; sus ojos reflejaban el gris despejado del cielo otoñal. Sus cabellos se extendían por la roca en una maraña negra y salvaje. Tenía un agujero en la manga de la chaqueta.

—Llegan los cisnes —dijo Finbar por fin. Se incorporó lentamente hasta descansar la barbilla sobre las rodillas levantadas—. Llegan esta noche.

Detrás de él, una brisa sacudió las ramas de roble y olmo, fresno y saúco, y desperdigó una ventisca de hojas doradas, color bronce y marrón.

El lago estaba entre un círculo de colinas vestidas de árboles, resguardado como dentro de un gran cáliz.

—¿Cómo lo sabes? —inquirió Padriac—. ¿Cómo puedes estar tan seguro? Podrían llegar mañana, o al día siguiente. O podrían ir a cualquier otro sitio. Siempre estás muy seguro de todo.

No recuerdo que Finbar respondiera, pero aquel día, más tarde, durante el ocaso, me llevó otra vez a la orilla del lago. A media luz sobre el agua, vimos a los cisnes llegar a casa. Los últimos restos de sol atraparon un movimiento blanco en el cielo que se oscurecía. Después ya estaban lo suficientemente cerca para que adivináramos el dibujo de su vuelo, la formación ordenada que descendía a través del aire frío mientras la luz se atenuaba. El aleteo, la vibración del aire. El deslizarse final sobre el agua, los destellos argentados cuando se abrió en dos para recibirlos. Mientras aterrizaban, el sonido era como mi nombre, una y otra vez: Sorcha, Sorcha. Mi mano se deslizó entre la de Finbar; nos quedamos inmóviles hasta que oscureció, y después mi hermano me llevó a casa.

Si tenéis la inmensa suerte de crecer como yo lo hice, poseeréis gran cantidad de buenos recuerdos. Y algunos no tan buenos. Una primavera, mientras buscábamos las ranitas verdes que aparecían en cuanto llegaba el primer viento cálido, mis hermanos y yo chapoteábamos metidos en el riachuelo hasta la rodilla, haciendo el suficiente ruido como para asustar a cualquier criatura. Tres de mis seis hermanos estaban allí, Conor silbaba alguna vieja melodía; Cormack, su gemelo, se le acercaba por detrás para meterle por el cuello unos hierbajos. Los dos rodaban por la orilla, peleaban y reían. Y Finbar. Finbar estaba un poco más allá, corriente arriba, quieto junto a un estanque de rocas. No levantaba piedras para buscar ranas; esperaba, las encantaba con su silencio para que salieran.

Yo confeccionaba un ramito de flores salvajes, violetas, reinas de los prados y ésas pequeñas de color rosa que nosotros llamamos flores de cuco. Abajo, al borde del agua, había una nueva con preciosas flores en forma de estrella de un delicado verde pálido y hojas que parecían plumas grises. Trepé hasta allí y alargué la mano para coger una.

—¡Sorcha! ¡No toques eso! —espetó Finbar.

Sorprendida, levanté la mirada. Finbar nunca me daba órdenes. Si hubiera sido Liam, que era el mayor, o Diarmid, que era el siguiente, me lo habría esperado. Finbar se acercó a mí corriendo, abandonadas las ranas. Pero ¿por qué tenía yo que hacerle caso? Tampoco era mucho mayor, y sólo era una flor. Le oí decir Sorcha, no… cuando mis deditos arrancaban uno de los tallos que tan suaves parecían.

Sentí fuego en mi mano: una agonía de calor intenso que me hizo retorcer de dolor el rostro y aullar mientras me tambaleaba por el camino, el ramillete desperdigado a mis pies. Finbar me detuvo sin demasiadas contemplaciones, me puso las manos sobre los hombros y me detuvo en seco.

—Estrellada —dijo, mientras me examinaba la mano, que se estaba hinchando y enrojeciendo de manera alarmante.

Para entonces mis gritos habían atraído corriendo a los gemelos. Cormack me sostuvo, pues era fuerte, y yo berreaba y me retorcía de dolor. Conor se arrancó una tira de su mugrienta camisa. Finbar había encontrado un par de ramitas afiladas, y empezó a extraer, delicadamente, una a una las pequeñas espinas que la estrellada me había clavado en la blanda piel. Recuerdo la presión de las manos de Cormack en mis brazos mientras aspiraba bocanadas entre sollozos, y aún puedo oír las palabras de Conor, hablando, hablando con voz queda mientras los dedos largos y hábiles de Finbar proseguían con su tarea.

—… y se llamaba Deirdre, la Dama del Bosque, pero nadie la había visto nunca, sólo bien entrada la noche, si se recorrían los caminos bajo los abedules, se podía apreciar por un momento su esbelta figura bajo una capa del azul de la medianoche, su larga melena, salvaje y oscura, flotando tras ella, y su pequeña corona de estrellas…

Cuando terminaron, me cubrieron la mano con el vendaje provisional de Conor y unos cuantos pétalos machacados de caléndula, y por la mañana ya estaba mejor. Y jamás dijeron a mis hermanos mayores, cuando llegaron a casa, qué tonta había sido.

A partir de entonces aprendí qué era la estrellada y empecé a aprender yo sola sobre otras plantas que podían dañar o curar. Una niña que se cría medio salvaje en el bosque aprende los secretos que allí crecen sirviéndose sólo del sentido común.

Entre setas comestibles y venenosas. Entre líquenes, musgo y enredadera. Entre hojas, flores, raíces y cortezas. Por todos los dominios infinitos del bosque, grandes robles, fuertes fresnos y dulces abedules daban cobijo a una miríada de seres que crecían. Aprendí a encontrarlos, cuándo cortarlos, cómo utilizarlos en bálsamo, ungüento o infusión. Pero todavía quería saber más. Hablaba con las ancianas de las granjas hasta que se cansaban de mí, estudié todos los manuscritos que cayeron en mis manos y experimenté por mi cuenta. Siempre había más que aprender, y no poco trabajo por hacer.

¿Cuándo empezó todo? ¿Cuando mi padre conoció a mi madre, ella le robó el corazón y decidió casarse por amor? ¿O fue cuando yo nací? Debería haber sido el séptimo hijo de un séptimo hijo, pero la diosa tenía ganas de hacer de las suyas, y fui una chica. Y después de darme a luz, mi madre murió.

No puede decirse que mi padre se dejara arrastrar por la pena. Era demasiado fuerte para eso, pero cuando la perdió, se apagó un poco. Todo eran consejos, juegos de poder y negociaciones a puerta cerrada. Eso era todo lo que veía y todo lo que le importaba. Así que mis hermanos crecieron salvajes en el bosque, alrededor de la fortaleza de Sieteaguas. Puede que no fuera el séptimo hijo de los viejos cuentos, aquél de poderes mágicos y la suerte de las hadas, pero yo les seguía a todas partes y ellos me querían y me criaron tan bien como podía hacerlo un grupo de críos.

Nuestro hogar recibía su nombre de los siete arroyos que confluían desde las colinas en el enorme lago rodeado de árboles. Era un lugar remoto, tranquilo, extraño, bien protegido por hombres silenciosos que patrullaban los bosques camuflados de gris y mantenían afiladas sus armas. Mi padre no dejaba cabos sueltos. Mi padre era lord Colum de Sieteaguas, y su túath era la más segura y la más secreta a este lado de Tara. Todos lo respetaban. Muchos lo temían. Fuera del bosque nadie estaba realmente seguro. Guerreaban entre sí, jefe contra jefe, rey contra rey. Y también se sucedían los asaltos desde el otro lado del mar. Fueron saqueadas casas cristianas de sabiduría y contemplación, cuyos pacíficos moradores fueron asesinados o huyeron. Más de una vez, en la desesperación, hasta los hermanos tomaron las armas. La antigua fe se convirtió en clandestina. Los noruegos reclamaron nuestras orillas, y en Dublín instalaron un campamento junto al mar, donde pasaron los inviernos, de modo que ninguna época del año era segura. Hasta yo había contemplado su obra, pues había unas ruinas en Killevy en donde los asaltantes habían asesinado a las mujeres sagradas y destruido su santuario. Sólo fui una vez. Se presentía una sombra sobre aquel lugar. Mientras caminaba por entre las piedras derruidas, oía el eco de sus gritos.

Pero mi padre era distinto. La autoridad de lord Colum era absoluta. Dentro del anillo de colinas, cubierto por un manto de antiguos árboles, las fronteras eran tan seguras como podían serlo en aquellos tiempos de agitación. Para aquellos que no lo respetaban, que no lo comprendían, el bosque era impenetrable. Un hombre o una compañía de hombres que no conocieran el camino se perderían irremediablemente, presas de las nieblas repentinas, del enramado, de los senderos engañosos y de otras cosas, mucho más antiguas, cosas que un vikingo o un britano no podrían ni aspirar a entender. El bosque nos protegía. Nuestras tierras estaban a salvo de merodeadores, fueran asaltantes del otro lado del mar o vecinos enfrascados en añadir unos cuantos acres más de tierra de pastoreo o algún estupendo rebaño a sus posesiones. Contemplaban Sieteaguas con temor y nos eludían siempre que podían.

Pero padre tenía poco tiempo para hablarnos de los noruegos o de los pictos, pues manteníamos nuestra propia guerra. Nuestra guerra era con los britanos. En concreto con una familia de britanos, conocida como Northwoods. Esta contienda se remontaba a muchos años atrás. A mí no me preocupaba en exceso. Después de todo, yo era una niña y tenía cosas mejores en que emplear mi tiempo. Por otro lado, en mi vida había visto a un britano, noruego o picto. Para mí eran menos reales que las criaturas de los cuentos de antaño, dragones y gigantes.

Padre estaba fuera la mayor parte del tiempo, forjando alianzas con los vecinos, comprobando sus puestos y torres de vigía, reclutando hombres. Yo prefería esas temporadas, cuando podíamos pasar el día haciendo lo que queríamos, explorando el bosque, trepando por los altos robles, organizando expediciones al lago, pasando fuera toda la noche si nos apetecía. Aprendí dónde encontrar moras, nueces y manzanas silvestres. Aprendí cómo encender una hoguera aunque la madera estuviera húmeda y a cocer entre las brasas calabazas y cebollas. Sabía construir un refugio con helechos y conducir una balsa por un curso recto.

Me encantaba pasar tiempo fuera y sentir el viento en el rostro. Con todo, seguía estudiando el arte de las curanderas, pues mi corazón me decía que ése sería mi auténtico trabajo. Todos sabíamos leer, aunque Conor era con mucho el mejor, y había antiguos manuscritos y rollos almacenados en el piso de arriba de la fortaleza de piedra que nos servía de hogar. Yo los devoraba ansiosa de conocimiento y no me parecía nada extraño, pues era el único mundo que había conocido. No sabía que las demás chicas de doce años aprendían a bordar con primor y a trenzarse el cabello en intrincadas diademas, a bailar y cantar. Desconocía que pocas sabían leer, y que los libros y pergaminos que se amontonaban en nuestra tranquila habitación del piso de arriba eran un tesoro muy preciado en una época de destrucción y pillaje. Un nido seguro entre árboles guardianes, oculto al mundo por fuerzas más antiguas que el tiempo, nuestro hogar era sin duda un lugar aparte.

Cuando mi padre estaba allí, las cosas eran diferentes. No es que se interesara demasiado por nosotros; sus visitas eran breves y se le iba todo el tiempo en consejos y reuniones. Pero observaba a los chicos practicar con la espada y la vara o lanzando el hacha al galope y dando la vuelta. Nunca se podía saber qué pensaba padre, pues sus ojos no delataban nada. Era un hombre de constitución robusta y apariencia severa, y todo en él inspiraba disciplina. Vestía con sencillez; aun así, había algo en él que indicaba, al instante, que era un cabecilla. Se recogía la melena castaña en una cola bien tirante a la espalda. Dondequiera que iba, del salón al patio, de los aposentos a los establos, sus dos enormes perros lobo lo seguían en silencio. Aquél, supongo, era su único capricho. Pero también ellos cumplían un cometido.

Cada vez que volvía a casa, se entregaba a las tareas de saludarnos y controlar nuestros progresos, como si fuéramos una cosecha que en cualquier momento podría recogerse. Detestábamos ese desfile ritual de identidad familiar, aunque a los chicos les resultó más fácil a medida que fueron alcanzando la juventud y padre empezó a verlos como algo útil. Éramos llamados al gran salón, después de haber sido aseados por el sirviente que en ese momento se encargara de la desagradecida tarea de cuidarnos. Padre se sentaba en su imponente silla de roble, rodeado por sus hombres a una distancia respetuosa, sus perros a los pies, relajados pero atentos.

Llamaba a los chicos uno a uno, los saludaba con suficiente cariño, empezaba por Liam e iba bajando. Indagaba brevemente sobre los progresos y actividades de todos desde la última vez. Esto llevaba un tiempo; después de todo, eran seis, y también estaba yo. Como no conocía ninguna otra forma de guía paterna, lo aceptaba como si fuera lo normal. Si mis hermanos recordaban una época en la que las cosas eran diferentes, no hablaban de ello.

Los chicos crecieron rápido. A los doce años, Liam ya seguía un entrenamiento intensivo en las artes de la guerra, y pasaba cada vez menos y menos tiempo en nuestro alegre e indisciplinado mundo. No mucho después, la especial habilidad de Diarmid con la lanza le ganó un puesto junto a su hermano, y bien pronto, demasiado, empezaron ambos a patrullar con las partidas de guerreros de padre. Cormack apenas si podía esperar el día en que alcanzara la edad para unirse a estas persecuciones; el entrenamiento que todos los chicos recibían del maestro de armas de nuestro padre no parecía satisfacer su sed de destacar. Padriac, el más joven de los chicos, tenía talento con los animales y un don para reparar cosas. También él aprendió a cabalgar y a empuñar una espada, pero con mucha frecuencia se le veía ayudando a parir un ternero o atendiendo a un toro semental que hubiera herido un rival.

Los demás éramos diferentes. Conor era el gemelo de Cormack, pero difícilmente podía ser más distinto en temperamento. A Conor siempre le había encantado aprender, y ya de muy pequeño había hecho un trato con un ermitaño cristiano que vivía en una cueva de la colina encima de la orilla sur del lago. Mi hermano le llevaba al padre Brien pescado fresco y hierbas medicinales del huerto, y a lo mejor una o dos rebanadas sacadas de la cocina, y a cambio le enseñaba a leer. Recuerdo aquella época muy claramente. Allí estaba Conor, sentado en un banco junto al ermitaño, metido de lleno en alguna discusión sobre algún matiz del lenguaje o la filosofía, y en la esquina Finbar y yo, con las piernas cruzadas sobre el suelo de tierra, tan callados como ratones de campo. Los tres nos empapábamos de saber como esponjas y creíamos, en nuestro aislamiento, que eso era lo normal. Aprendimos, por ejemplo, la lengua de los britanos, un habla dura y entrecortada sin musicalidad alguna. Mientras aprendíamos la lengua de nuestros enemigos, escuchábamos también su historia.

Habían sido en un tiempo un pueblo muy parecido al nuestro, fiero, orgulloso, rico en canciones y relatos, pero su tierra era abierta y vulnerable, y los habían invadido una y otra vez, hasta que su sangre se mezcló con la romana y la sajona, y cuando al final llegó algo parecido a la paz, la antigua raza de aquella tierra había desaparecido, y en su lugar había llegado nueva gente procedente del mar. Todo esto nos contó el bendito del padre Brien.

Todos tenían una historia sobre los britanos. Se les reconocía por el pelo claro, su elevada estatura y su carencia absoluta de todo sentido de la decencia; habían empezado la disputa al apropiarse de algo tan intocable, tan profundamente sagrado para nuestra gente, que el hurto fue sentido como si nos arrancaran el corazón. Ése era el motivo de nuestra guerra. La Pequeña Isla, la Gran Isla y la Aguja. Lugares misteriosos. Lugares de secreto inmenso; el corazón de la antigua fe. Jamás britano alguno tendría que haber puesto el pie sobre las islas. Nada volvería a estar bien a menos que los expulsáramos. Así es como lo contaba todo el mundo.

***

Estaba claro que Conor no iba a ser guerrero. Mi padre, rico en hijos, lo aceptó a regañadientes. Quizá viera que un estudioso en la familia podría resultar de alguna utilidad. Siempre había eventos que reseñar, cuentas que realizar y mapas que confeccionar, y el escribano de mi padre era mayor. Conor, por lo tanto, encontró su lugar en la casa y se adaptó a él satisfecho. Sus días estaban completos, pero siempre encontraba tiempo para Finbar y para mí, y creció entre nosotros la intimidad, unidos por la sed de conocimiento y un entendimiento mutuo tan profundo que no necesitaba de palabras.

En cuanto a Padriac, valía para todo, pero su gran afición consistía en examinar las cosas y averiguar cómo funcionaban; hacía preguntas hasta que te sacaba de tus casillas. Padriac era el único capaz de pillar a padre con la guardia baja; en ocasiones se podía sorprender el fantasma de una sonrisa en las adustas facciones de Colum cuando miraba a su hijo pequeño. A mí no me sonreía. Ni a Finbar. Finbar decía que era porque le recordábamos a nuestra madre, que había muerto. Nosotros dos habíamos heredado su pelo rizado y salvaje. Yo tenía sus ojos verdes, y Finbar, su don de la quietud. Además, al nacer, yo la había matado. No es de extrañar que a padre le costara mirarme. Pero cuando hablaba con Finbar sus ojos eran como el invierno. En una ocasión en concreto. No faltaba tanto para que ella llegara y nuestras vidas cambiaran para siempre. Finbar tenía quince años; aún no era un hombre, pero ya no era un niño.

Padre nos había convocado y estábamos todos reunidos en el gran salón. Finbar estaba en pie ante el sillón de lord Colum, con la espalda tiesa como una lanza, esperando el interrogatorio ritual. Liam y Diarmid ya eran hombres, así que se les ahorraba este suplicio. Pero se hallaban presentes a los lados, conscientes de que el gesto nos daba confianza a los demás.

—Finbar, he hablado con tus instructores. —Silencio. Los inmensos ojos grises de Finbar parecían mirar directamente a través de padre—. Me cuentan que tus aptitudes se desarrollan bien. Eso me satisface. —A pesar de las alabanzas, la mirada de padre era de hielo, su tono, remoto. Liam miró a Diarmid y éste le devolvió una mueca, como para decir: allá va—. Tu actitud, no obstante, al parecer deja bastante que desear. Me cuentan que has obtenido estos resultados sin emplear demasiado esfuerzo ni interés y, en concreto, que con frecuencia y sin motivo te ausentas de tu entrenamiento. —Otra pausa. En ese momento, desde luego lo más conveniente habría sido decir algo, sólo para evitarse problemas: Sí, padre habría bastado. El silencio absoluto de Finbar era un insulto en sí mismo—. ¿Qué explicación tienes, muchacho? ¡Y no seas insolente, quiero una respuesta!

Padre se inclinó hacia delante, acercó el rostro al de Finbar y la expresión de su cara me hizo estremecer y acercarme más a Conor. Era una mirada que habría aterrorizado a cualquiera.

—Ya estás en edad de unirte con tus hermanos a mi lado, al menos mientras yo esté aquí; y a no mucho tardar, en el campo de batalla. Pero no hay espacio para la insolencia estúpida en una campaña. Un hombre tiene que aprender a obedecer sin cuestionarse nada. ¡Bueno, habla! ¿Cómo explicas tu actitud?

Pero Finbar no pensaba responder. No tengo nada que decirte, no voy a hablar. Sabía que tenía las palabras en la cabeza. Apreté la mano de Conor. Ya habíamos visto antes la ira de padre. Era una insensatez provocarla.

—Padre. —Liam se había adelantado un paso diplomáticamente—. A lo mejor…

—¡Basta! —ordenó padre—. Tu hermano no necesita que hables por él. Tiene lengua y mente propias, déjale que las use.

Finbar parecía mantener intacta la compostura. Por fuera, tenía un aspecto bastante calmado. Sólo yo, que compartía su respiración y sabía de todos sus momentos de dolor y alegría como si fueran los míos, sentí su tensión y comprendí el valor que empleó para tomar la palabra.

—Os daré una respuesta —dijo. Su tono era tranquilo—. Aprender a manejar un caballo y a usar espada y arco es bastante útil. Esas habilidades me servirán para defenderme a mí o a mi hermana, o para ayudar a mis hermanos en tiempos de peligro. Pero tenéis que evitarme las campañas. No pienso ir.

Mi padre no se lo podía ni creer; estaba demasiado sorprendido para enfadarse, por el momento, pero se le helaron los ojos. Fuera lo que fuese lo que esperaba, no se trataba de una confrontación de aquel tipo. Liam abrió la boca para volver a hablar, pero padre lo silenció con una mirada brutal.

—Sigue ilustrándonos —le invitó con amabilidad, como un depredador que animara a su almuerzo a entrar en una trampa de miel—. ¿Tan poco consciente eres de la amenaza que se cierne sobre nuestras tierras, el mismísimo tejido de nuestras vidas? Has sido instruido en todas estas materias, has visto a mis hombres volver ensangrentados de la batalla, has visto los estragos que esos britanos siembran en nuestras vidas y nuestra tierra. Tus propios hermanos consideran honorable luchar junto a su padre para que el resto podáis gozar de paz y prosperidad. Arriesgan sus vidas para recuperar nuestras preciosas islas, arrebatadas a nuestro pueblo por esa chusma hace ya años. ¿Tan poca fe tienes en su juicio? ¿Dónde has aprendido esa sarta de estupideces? ¿De campaña?

—De lo que veo —respondió simplemente Finbar—. Mientras vos pasáis estación tras estación persiguiendo a ese tal enemigo por mar y por tierra, vuestros aldeanos enferman y mueren, y no tienen señor al que dirigirse para pedir ayuda. Los que no tienen escrúpulos explotan a los débiles. Las cosechas están mal atendidas, los rebaños descuidados. El bosque nos protege. Y menos mal, porque de otro modo hace años que habríais perdido hogares y gente a manos de los finn-ghaill.

Padre inspiró hondo. Sus hombres dieron un paso atrás.

—Por favor, sigue —dijo con una voz como la muerte—. Por lo que veo, eres un experto en noruegos.

—A lo mejor… —intervino Liam.

—¡Silencio! —El rugido detuvo a Liam en seco casi antes de que abriera la boca—. Este asunto es entre tu hermano y yo. ¡Venga, chico, suéltalo! ¿Qué otros aspectos de mi administración encuentras deficientes, en tu gran sabiduría? ¡No escatimes, ya que eres tan franco!

—¿No os parece suficiente? —Detecté, por fin, un deje de inseguridad en la voz de Finbar; después de todo, aún era un muchacho—. Valoráis perseguir a un enemigo lejano por encima del orden en vuestro propio hogar. Habláis de los britanos como si fueran monstruos, pero ¿no son hombres como nosotros?

—Difícilmente los dignificaría con el título de hombres —respondió nuestro padre, al fin acicateado por la respuesta directa. Su ira crecía en forma de voz ronca—. Llegan con malos pensamientos y modos bárbaros a arrebatarnos lo que es legítimamente nuestro. ¿Te gustaría ver a tu hermana sometida a sus salvajadas? ¿Tu hogar invadido por su escoria? Tus argumentos demuestran tu ignorancia de los hechos, los lamentables vacíos en tu educación. ¿De qué vale tu preciosa filosofía cuando te yergues con una espada desnuda en las manos ante un enemigo listo para embestir? Despierta, chico. Ahí fuera está el mundo real, y los britanos se alzan sobre él con las manos manchadas de la sangre de nuestros compatriotas. Es mi deber, y el tuyo, vengarlos y reclamar lo que nos corresponde por derecho.

La mirada fija de Finbar no había abandonado en ningún momento el rostro de padre.

—No desconozco estos hechos —respondió, aún calmado—. Tanto los pictos como los vikingos han perturbado nuestras costas. Han marcado nuestros espíritus, aunque no puedan destruirnos. Eso lo reconozco. Pero los britanos también sufrieron la pérdida de tierras y vidas por esas incursiones. No acabamos de comprender su objetivo al hacerse con nuestras islas, al mantener esta contienda. Quizá sería mejor unirnos a ellos contra nuestros enemigos comunes. Pero no: vuestra estrategia, como la suya, es matar y mutilar sin buscar respuestas. Con el tiempo, perderéis a vuestros hijos como habéis perdido a vuestros hermanos, en una búsqueda ciega de un objetivo mal definido. Para ganar esta guerra, tenéis que hablar con vuestro enemigo. Aprender a comprenderlo. Si os cerráis, siempre acabará burlándoos. Habrá muerte, sufrimiento y muchos años de arrepentimiento en vuestro futuro, si seguís ese camino. Muchos irán con vos, pero yo no me contaré entre ellos.

Sus palabras sonaron extrañas, su tono me heló. Sabía que decía la verdad.

—¡No pienso seguir escuchando nada de esto! —rugió padre, alzándose de puntillas—. Hablas como un idiota sobre asuntos que no puedes comprender. Me estremezco al pensar que un hijo mío puede estar tan mal informado y ser tan presuntuoso. ¡Liam!

—¿Sí, padre?

—Quiero a este hermano tuyo equipado para cabalgar con nosotros la próxima vez que viajemos al norte. Encárgate. Expresa un deseo de entender al enemigo. Puede que lo haga cuando contemple el derramamiento de sangre de primera mano.

—Sí, padre. —La expresión y el tono de Liam eran de una adiestrada neutralidad. Aunque la mirada hacia Finbar era comprensiva. Le bastó con asegurarse de que padre no estaba mirando.

—Y ahora, ¿dónde está mi hija?

Di un paso al frente a regañadientes y cuando pasé junto Finbar rocé su mano. Su rostro palidecido albergaba unos ojos llenos de furia. Me erguí ante padre, desgarrada por sentimientos que apenas comprendía. ¿No se suponía que padre tenía que querer a sus hijos? ¿No sabía cuánto valor había tenido que reunir Finbar para hablarle así? Finbar veía las cosas de una manera que ninguno de nosotros podía. Padre tendría que haberlo sabido, pues la gente decía que nuestra madre poseía el mismo don. Si se hubiera molestado en dedicarle tiempo, lo habría sabido. Finbar veía más allá y ofrecía avisos que tú ignorabas por tu cuenta y riesgo. Era una extraña habilidad, peligrosa y pesada. Algunos la llamaban la Visión.

—Acércate, Sorcha. —Estaba enfadada con padre. Aun así, deseaba su reconocimiento. Quería sus alabanzas. A pesar de todo, no podía ahogar el deseo tan arraigado en mí. Mis hermanos me querían. ¿Por qué no podía padre? En eso pensaba cuando alcé la mirada. Para él yo debía de ser una figura pequeña y digna de lástima, delgaducha y sucia, con los rizos desordenados sobre los ojos—. ¿Dónde están tus zapatos, niña? —preguntó padre cansado. Empezaba a impacientarse.

—No necesito zapatos, padre —contesté, sin pensar apenas—. Tengo los pies duros, mirad. —Y levanté un pie estrecho y mugriento para enseñárselo—. No hay necesidad de matar a ninguna criatura para que yo me calce. —Había utilizado ese argumento con mis hermanos hasta que se cansaron y me dejaron ir descalza cuando me apeteciera.

—¿A cargo de quién está esta niña? —espetó padre irritado—. Ya no está en edad de andar suelta por ahí como…, como el pillastre de un hojalatero. ¿Cuántos años tienes, Sorcha? ¿Nueve, diez?

¿Cómo podía no saberlo? ¿No coincidía mi nacimiento con la pérdida de lo que más había querido en el mundo? Pues mi madre murió el día del solsticio de invierno cuando yo aún no contaba ni un día de vida, y la gente decía que había tenido suerte de que Janis la Gorda, nuestra cocinera, tuviera un hijo y pecho y leche suficiente para los dos, o también yo habría muerto. Quizás ese detalle midiera el éxito de padre en dar carpetazo a su vida pasada; ya no contaba cada noche solitaria, cada día vacío, desde que ella había muerto.

—Cumpliré trece la víspera del solsticio, padre —respondí irguiéndome tanto como me permitía mi estatura. A lo mejor, si me consideraba lo suficientemente mayor, empezaría a hablarme adecuadamente, como hacía con Liam y Diarmid. O me miraría con ese atisbo de sonrisa que a veces dedicaba a Padriac, al que más me acercaba en edad. Por un instante, sus ojos oscuros y profundos se cruzaron con los míos, y yo le devolví una mirada verde y clara que, ojalá lo hubiera sabido, era la viva imagen de mi madre.

—Basta —cortó por lo sano, y su tono denotaba hartura—. Sacad a estos niños de aquí, hay trabajo por hacer.

Y nada más volvernos la espalda, se sumergió rápidamente en algún enorme mapa que desplegaban sobre la mesa de roble. Sólo Liam y Diarmid podían quedarse; ya eran hombres y tenían acceso a las estrategias de mi padre. Para el resto, había terminado. Me aparté de la luz.

¿Por qué lo recuerdo tan bien? Quizá su desagrado por aquello en lo que nos estábamos convirtiendo provocara la elección de padre, y precipitara así la serie de acontecimientos más terrible que nadie hubiera podido imaginar. Desde luego, nuestro bienestar fue una de sus justificaciones para traerla a Sieteaguas. No importaba que el razonamiento no tuviera ninguna lógica: tenía que saber en su corazón que Finbar y yo estábamos hechos de pasta dura, ya conformados en mente y espíritu, aunque aún algo tiernos, y que esperar que nos doblegáramos a la voluntad de otro iba a ser como intentar alterar el curso de la marea o detener el crecimiento del bosque. Pero le influenciaban fuerzas que era incapaz de comprender. Mi madre las hubiera reconocido. A menudo me pregunté, más adelante, cuánto sabía del futuro. La Visión no siempre muestra lo que una persona quiere ver, pero creo que ella debía conocer, mientras se despedía de nosotros, el extraño y tortuoso camino que habrían de recorrer los pies de sus hijos.

Tan pronto como padre nos echó del salón, Finbar desapareció: una sombra que se desvaneció en los escalones de piedra de la torre. Cuando me volví para seguirlo, Liam me guiñó un ojo. Por soldado primerizo que fuera, seguía siendo mi hermano. Y Diarmid me dedicó una sonrisita, pero borró cualquier expresión de su rostro, aparte del respeto, cuando volvió a mirar a padre.

Padriac se habría pasado todo el día fuera; tenía en los establos una lechuza herida que cuidaría hasta que sanara. Era increíble, decía, todo lo que aquella tarea le estaba enseñando sobre los principios del vuelo. Conor trabajaba con el escribano de mi padre, le ayudaba en los cálculos; no lo veríamos demasiado durante un tiempo. Cormack practicaba con la espada o la vara a todas horas. Estaba sola cuando subí los escalones de piedra y me metí en la sala de la torre. Desde allí podía subirse más arriba, hasta un tramo de techo de pizarra con una almena baja a su alrededor, probablemente insuficiente para impedir una caída, pero eso jamás nos había detenido. Era un lugar de relatos, de secretos; para estar solos, juntos y callados.

Estaba, como esperaba, sentado en la pendiente más insegura del techo, abrazándose las rodillas con los brazos, una expresión ilegible posada sobre los pastos amurallados, los graneros, establos y granjas, sobre el verde pálido y el azul neblinoso del bosque. No demasiado lejos, las aguas del lago emitían destellos argentados. La brisa era fría, y se me metía por las faldas mientras subía las tejas y me acomodaba junto a él. Finbar estaba totalmente quieto. No tenía que mirarlo para leer su estado de ánimo, pues estaba unida a la mente de este hermano como el arco lo está a la cuerda.

Estuvimos allí callados mucho tiempo, mientras el viento nos enredaba el pelo y una bandada de gaviotas sobrevolaba nuestras cabezas, llamándose entre ellas. Las voces subían hasta allí de vez en cuando, y el metal se estrellaba contra el metal: los hombres de padre combatían en el patio, Cormack entre ellos. Padre estaría satisfecho.

Poco a poco, Finbar regresó desde las lejanías de su mente. Se enroscó un mechón de pelo entre los largos dedos.

—¿Qué sabes de las tierras al otro lado del agua, Sorcha? —preguntó con mucha calma.

—No demasiado —contesté perpleja—. Liam dice que los mapas no lo muestran todo, que hay sitios de los que ni siquiera él sabe demasiado. Padre dice que hay que temer a los britanos.

—Teme lo que no entiende —repuso Finbar—. ¿Qué hay del padre Brien y los suyos? Vinieron del este, por el mar, y mostraron gran valor en ello. Con el tiempo fueron aceptados aquí, y nos dieron mucho. Padre no quiere conocer a sus enemigos ni comprender sus pretensiones. Sólo ve la amenaza, el insulto, y por eso pasa toda su vida persiguiendo, matando y mutilando sin preguntar. ¿Y por qué?

Medité un instante sobre lo que acababa de decir.

—Pero tú tampoco los conoces —aventuré, con bastante lógica—. Y no sólo padre piensa que son un peligro. Liam dijo que si las campañas no se dirigían directamente al norte, un día nos barrerían y perderíamos todo lo que tenemos. Puede que no sólo las islas, sino también Sieteaguas. Y entonces desaparecerán para siempre las costumbres de antaño. Eso es lo que dice.

—En cierto sentido es verdad —dijo Finbar, y me sorprendió—. Pero hay dos caras en toda lucha. Empieza como algo pequeño, un comentario casual, un gesto a la ligera. Y a partir de ahí va creciendo. Ambas partes pueden ser injustas. Ambas crueles.

—¿Cómo lo sabes?

Finbar no respondió. Sus pensamientos me resultaban totalmente opacos; en aquel momento nuestras mentes no se cruzaban, el intercambio de imágenes silencioso que a menudo tenía lugar entre nosotros, mucho más sencillo que el habla. Pensé un rato, pero no se me ocurrió nada que decir. Finbar se mordisqueó la punta del pelo, que llevaba atado en una cola a la nuca, largo. Sus rizos oscuros, como los míos, tenían voluntad propia.

—Creo que nuestra madre nos legó algo —dijo por fin—. Dejó una pequeña parte de sí misma en cada uno de nosotros. También a ellos, a Liam y Diarmid, ellos también lo tienen. Les impide crecer como él. —Sabía a qué se refería, aunque no comprendía del todo sus palabras—. Liam es un líder —prosiguió—, como padre, pero no exactamente igual. Liam tiene equilibrio. Sabe cómo valorar un problema equitativamente. Los hombres morirían por él. Algún día probablemente lo hagan. Diarmid es diferente. Lo seguirían al fin del mundo sólo por lo bien que se lo iban a pasar.

Pensé en ello; recordé a Liam defendiéndome ante padre, a Diarmid enseñándome a cazar ranas y luego a soltarlas.

—Cormack es un guerrero —intervine—. Pero generoso. Amable. —Después de todo ahí estaba la perra. Una de los perros lobo había tenido un desliz y había parido unos cachorritos mestizos; padre los habría ahogado todos, pero Cormack rescató una y se la quedó, una escuchimizada chuchilla pinta a la que llamó Linn. Su bondad había sido recompensada con la devoción profunda e incuestionable que sólo un perro puede dar—. Y luego está Padriac.

Finbar se recostó sobre las tejas y cerró los ojos.

—Padriac llegará lejos —dijo—. Llegará más lejos que cualquiera de nosotros.

—Conor es diferente —observé, pero fui incapaz de expresar esa diferencia con palabras. Algo en él se me escapaba.

—Conor es un estudioso —dijo Finbar—. A todos nos gustan las historias, pero él atesora el conocimiento. Madre contaba algunos cuentos antiguos maravillosos, y acertijos, y decía cosas rarísimas de las que luego se reía, así que nunca sabías si hablaba en serio o no. Conor sacó de ella su amor por las ideas. Conor es… es él mismo.

—¿Cómo te acuerdas de todo eso? —pregunté, porque no estaba segura de si se lo inventaba para mí—. Sólo tenías tres años cuando murió. Eras un niño.

—Me acuerdo —respondió Finbar, apartando la cara.

Quería que siguiera, pues me fascinaba que hablaran de nuestra madre, a quien yo nunca había conocido. Pero se había vuelto a callar. Se estaba haciendo tarde; las alargadas sombras de los árboles estiraban las puntas sobre la hierba que teníamos debajo, a lo lejos.

Volvió a surgir el silencio, durante tanto tiempo que pensé que se había dormido. Me retorcí los dedos de los pies, se hacía tarde. A lo mejor sí iba a necesitar zapatos.

—¿Y tú qué, Finbar? —No hacía falta preguntarlo. Él era diferente. Diferente de todos nosotros—. ¿Qué te dio a ti?

Se dio la vuelta y me sonrió, la curva de su amplia boca transformó su rostro por completo.

—Fe en mí mismo —respondió sin más—. Hacer lo que es justo y no desistir, por difícil que sea.

—Hoy ha sido bastante difícil —dije, mientras pensaba en la mirada fría de padre y en el modo en que hacía aparecer a Finbar.

Será mucho más difícil con el tiempo. No sé si este pensamiento salió de mi mente o de la de mi hermano. Me provocó un escalofrío por toda la columna.

Después dijo en voz alta:

—Quiero que lo recuerdes, Sorcha. Acuérdate de que siempre estaré ahí para ti, da igual lo que ocurra. Es importante. Ahora ven, ya es hora de que volvamos.

* * *

Cuando rememoro los años de nuestra infancia, el árbol parece lo más importante. Acudíamos allí a menudo, los siete, en dirección sur a través del bosque de la orilla de arriba del lago. Cuando era un bebé, Liam o Diarmid me llevaban a la espalda; en cuanto pude andar, un par de hermanos me cogían de las manos y me ayudaban a correr, a veces me balanceaban con un un, dos, tres mientras los demás corrían por delante camino del lago. Cuando nos acercábamos, todo se volvía tranquilo. La orilla en la que crecía el abedul era un lugar profundamente mágico, y nuestras voces se acallaban a medida que nos reuníamos sobre el césped que lo rodeaba.

Todos aceptábamos que aquella tierra era la puerta a otro mundo, el reino de los espíritus, los sueños y las hadas, sin lugar a dudas. El lugar en el que crecimos estaba tan lleno de magia que era casi algo que formaba parte de la vida cotidiana: no te sucedía cada día que salías a coger bayas o a sacar agua del pozo, pero todo el mundo que conocíamos tenía un amigo de un amigo que se había alejado demasiado por el bosque y había desaparecido; o se había metido en un anillo de setas y desaparecido un tiempo, y después había vuelto sutilmente cambiado. En esos lugares pueden ocurrir cosas extrañas. Puedes desaparecer durante cincuenta años y volver todavía niña, o irte no más de un instante de nuestro mundo y regresar arrugado y encorvado por la edad. Estos cuentos nos fascinaban, pero no servían para que tuviéramos cuidado. Si te tenía que pasar, te pasaría igual, quisieras o no.

El abedul, de todos modos, era un asunto distinto. Contenía su espíritu, el de nuestra madre, pues lo habían plantado los chicos el día en que murió, a petición de ella. En cuanto les dijo lo que tenían que hacer, Liam y Diarmid, de seis y cinco años, cogieron sus palas hasta el sitio que les había descrito, excavaron la tierra blanda y plantaron allí la semilla, en la margen plana y cubierta de hierba de la parte de arriba del lago. Los pequeños ayudaron a nivelar el terreno y a regarla con sus manitas mugrientas. Más tarde, cuando se les permitió sacarme de la casa, íbamos todos juntos. Aquélla fue mi primera vez y, después, dos veces al año, en el solsticio de invierno y el de verano, nos reuníamos allí.

Podrían haber acabado con el árbol los rumiantes, o los fríos vientos de otoño haberlo partido en dos, pero estaba encantado, y en pocos años empezó a crecer hacia arriba, lleno de gracia tanto en la desnuda austeridad del invierno como en la argentada y susurrante belleza del verano. Ahora recuerdo perfectamente el lugar, claro en mi mente, y a los siete sentados con las piernas cruzadas en la hierba alrededor del abedul, sin tocarnos, pero unidos tan firmemente como si nuestras manos se cogieran con fuerza. Ya éramos más mayores, pero aún niños. Yo tendría unos cinco años, más o menos, Finbar, ocho. Liam había esperado a que fuéramos lo suficientemente mayores para comprenderla antes de contarnos la historia.

—… pero había algo en la habitación que daba miedo. Olía diferente, rara. Se habían llevado a nuestra nueva hermanita, y había sangre y gente que entraba y salía corriendo con caras de pánico. El rostro de madre estaba palidísimo, allí tumbada con la melena extendida a su alrededor. Pero nos dio la semilla y nos dijo a Diarmid y a mí: Quiero que la cojáis y la plantéis junto al lago, y en el momento en que muera, la semilla germinará con nueva vida. Y entonces, hijos míos, estaré siempre allí con vosotros y, cuando vayáis a ese lugar, sabréis que formáis parte de la gran magia única que nos une a todos. Nuestra fuerza proviene de esa magia, de la tierra y el cielo, del fuego y el agua. Vuela alto, nada hondo, devuelve a la tierra lo que te entrega

Estaba cansada, perdía su sangre vital, pero nos sonrió a los dos y nosotros intentamos corresponder entre las lágrimas, sin entender apenas lo que nos decía, pero conscientes de que era importante. «Diarmid, cuida de tus hermanos pequeños», dijo. «Comparte con ellos tu risa», su voz se volvió más débil. «Liam, hijo. Temo que va a ser duro para ti, durante un tiempo. Serás su cabecilla y su guía, y eres joven para cargar con ese peso». «Puedo hacerlo», respondí tragándome las lágrimas. La gente se movía por la habitación, un médico murmuraba algo para sí y sacudía la cabeza, las mujeres se llevaban las sábanas ensangrentadas y traían otras limpias, y en ese momento alguien intentó que nos marcháramos. Pero madre dijo que no, aún no, e hizo que salieran todos, por un momento. Después nos reunió alrededor de su lecho, para decirnos adiós. Padre estaba fuera. Incluso entonces se guardó para sí la pena.

Así que habló con cada uno de nosotros en voz queda, cada vez se volvía más y más baja. Tenía a los gemelos a cada lado, inclinados hacia delante, cada uno una imagen especular del otro, los ojos grises como el cielo invernal, el cabello trigueño oscuro y brillante como una castaña madura. «Conor, corazón mío», dijo. «¿Recuerdas el verso del ciervo y el águila?». Conor asintió, sus pequeños rasgos la viva imagen de la seriedad. «Recítamelos entonces», susurró. «Mis pies caminarán despacio como un ciervo en el bosque», comenzó Conor, con ceño concentrado. «Mi mente será limpia como el agua del manantial sagrado. Mi corazón será fuerte como un gran roble. Mi espíritu abrirá sus alas de águila y saldrá volando. Éste es el camino de la verdad». «Bien», dijo ella. «Recordadlo y enseñádselo a vuestra hermana cuando sea mayor. ¿Lo haréis?».

Otro asentimiento solemne. «No es justo», estalló Cormack, las lágrimas de furia se apoderaban de él. Le rodeó el cuello con los brazos y se agarró fuerte. «¡No te puedes morir! ¡No quiero que te mueras!». Ella le acarició el pelo y lo tranquilizó con palabras suaves, y Conor se acercó para que tomara sus manos gemelas en las suyas propias, y Cormack se quedó callado. Después Diarmid cogió a Padriac en alto para que el brazo de madre pudiera abarcarlos a los dos por un momento. Finbar, inmóvil junto a su almohada, estaba tan quieto que pasaba desapercibido, mientras observaba en silencio cómo madre dejaba marchar a sus hijos, uno a uno. Se volvió a él por último, y no dijo nada esta vez, pero le indicó que cogiera la piedra labrada que llevaba en el cuello y se la pusiera. No era mucho mayor que un bebé; el cordel le llegaba por debajo de la cintura. Cerró el puñito alrededor del amuleto. Con él no le hacían falta palabras. «Mi hija», susurró al final. «¿Dónde está Sorcha?». Yo salí a preguntar y Janis la Gorda vino y le colocó a la recién nacida en los brazos, para entonces ya casi demasiado débil para acurrucarse alrededor del pequeño hatillo de trapos de lana. Finbar se le acercó para sostener con sus manitas la frágil carga. «Mi hija será fuerte», dijo madre. «La magia es poderosa en ella, así como en todos vosotros. Sed sinceros con vosotros mismos y entre vosotros, hijos míos». Entonces se recostó con los ojos cerrados y salimos poco a poco, así que no presenciamos el momento de su muerte. Plantamos la semilla en el suelo y el árbol salió de ella y empezó a crecer. Se ha ido, pero el árbol vive y a través de él nos sigue proporcionando fuerza, la fuerza de todos los seres vivientes.

* * *

Mi padre tenía tantos aliados como enemigos. Toda la tierra del norte estaba despiezada en túaths como la suya, algunas mayores, la mayoría mucho más pequeñas, cada una mantenida por su señor en una tregua precaria con unos cuantos vecinos. Bastante al sur de Tara moraban el gran rey y su consorte, pero al aislamiento de Sieteaguas no afectaba su autoridad, ni a ellos, por lo que parecía, nuestras rencillas locales. Las alianzas se hacían en la mesa del consejo, se reforzaban con los matrimonios, se rompían con frecuencia por disputas sobre ganado o fronteras. Había incursiones y campañas de sobra, pero no contra nuestros vecinos, que tenían a mi padre un respeto considerable. Así que existía cierto acuerdo entre ellos para unirse contra britanos, pictos y noruegos por igual, dado que todos amenazaban nuestras costas con sus lenguas extrañas y sus modos bárbaros. Pero sobre todo contra los britanos, que habían hecho lo impensable y se habían salido con la suya.

A duras penas podía ignorar que en ocasiones se hacían prisioneros, pero los encerraban y los vigilaban con eficiencia adusta, y ninguno de mis hermanos lo mencionaba jamás. Ni siquiera Finbar. Era raro, porque la mayor parte del tiempo me abría su mente, y mis propios pensamientos jamás le eran vedados. Conocía sus miedos y sus alegrías, sentía con él los espacios soleados y las profundidades místicas de nuestro bosque, el latido de la diosa en sus caminos veteados y su frescor primaveral. Pero allí estaba, aun entonces, una parte de sí mismo que mantenía oculta. Es posible que intentara, incluso ya tan pronto, protegerme. Así que los prisioneros eran para mí un misterio. La nuestra era una casa de altas figuras armadas, intercambios breves, llegadas y partidas apresuradas. Hasta cuando padre estaba fuera, y pasaba fuera la mayor parte del año, dejaba atrás una poderosa guarnición, con su maestro de armas, Donal, al mando, que ejercía con control férreo.

Ésa era una parte de la casa; la otra, la doméstica, era secundaria. Los sirvientes atendían sus tareas con la eficiencia suficiente, y la gente de la población colaboraba, pues había murallas de piedra que mantener, tejados de paja que confeccionar y faena en el molino y la lechería. Había que conducir los rebaños montaña arriba durante el verano, para aprovechar los pastos que hubiera, los porquerizos debían arreglárselas para seguirles la pista por el bosque a sus caprichosos pupilos y las mujeres tenían que hilar y tejer. Nuestro administrador cayó víctima de unas fiebres y murió; entonces Conor se hizo cargo de las finanzas y las cuentas mientras padre estaba ausente. Sutilmente empezó a asumir autoridad en la casa; ya a los dieciséis poseía esa sobriedad sagaz que ocultaba su edad y parecía inspirar confianza incluso a los soldados más curtidos. Estaba claro que Conor no era un mero escribano. En ausencia de padre, empezaron a producirse cambios discretos: a los granjeros les llegó antes del invierno un apropiado suministro de turba seca, me instaló una destilería para mi uso, en la que me ayudaba una mujer que también llevaba los bebedizos y las pociones a los enfermos. Cuando los habitantes del bosque se llevaron al marido de Madge Piepequeño —se ahogó en el lago al caerse de unas rocas altas (así es como el Salto de Piepequeño adoptó su nombre)—, fue Conor quien dispuso que Madge viniera a trabajar para nosotros, amasando y pelando gallinas en nuestras cocinas. Era poco, pero era un principio.

Finbar no intervino en la campaña de otoño de aquel año. A pesar de las órdenes de padre, fueron Liam, Diarmid y, para su alborozo, el joven Cormack quienes partieron una brillante y despejada mañana. La llamada a las armas fue temprana e inesperada. Aunque no era nuestra costumbre, teníamos invitados: nuestro vecino más cercano, Seamus Barbarroja de Glencarnagh, y parte de su séquito. Seamus era de confianza, el mejor aliado de mi padre. Pero tampoco él había entrado en el bosque sin una escolta de los hombres de padre, que fueron a recogerlo a su frontera y lo escoltaron hasta la fortaleza de Sieteaguas.

Seamus había traído a su hija, que tenía quince años y una melena de la misma tonalidad sorprendente que la de su padre. Sus rizos podrían parecer fieros, pero Eilis era una chica tranquila, regordeta y de mejillas sonrosadas; de hecho, yo la encontré bastante aburrida en comparación con mis hermanos. Nuestros invitados llevaban unos diez días con nosotros y, como Eilis nunca quería subirse a los árboles, nadar en el lago y ni siquiera ayudarme a preparar pociones o a conservar, pronto me cansé de su compañía y la dejé con sus cosas. Me fascinaba que los chicos se interesaran tanto en ella, por su conversación; si hablaba sólo era de lo más inmediato y superficial. Desde luego no podía interesarles. Y sin embargo, se veía a Liam, Diarmid y Cormack escoltarla por la fortaleza y los jardines, inclinándose con fascinación evidente para no perderse ni una palabra, cogiéndola de la mano para bajar unos escalones que yo habría salvado en dos saltos.

Era raro y cada vez se fue volviendo más, aunque lo más raro de todo fue que me costara tanto reparar en lo que estaba sucediendo. Pasados los primeros días, mostró sus preferencias y se adhirió con firmeza a Liam. Él, a quien yo hubiera supuesto el más ocupado, siempre parecía tener tiempo para Eilis. Detecté algo nuevo en su rostro, ahora desarrollado hasta la dureza de largos huesos de la edad adulta. Era un aviso a sus hermanos de que no se acercaran; lo acataron. Eilis salía a pasear por el bosque con Liam cuando no lo hacía conmigo. Eilis, de lo más recatada en la mesa, sentía cuándo los ojos oscuros de Liam se fijaban en ella desde el otro lado del salón, alzaba la mirada con timidez, lo miraba a los ojos un instante y enrojecía apropiadamente, antes de que sus largas pestañas cubrieran de nuevo el azul de sus ojos. Aun así, seguí sin percatarme hasta la noche en que padre golpeó el tablero para pedir silencio.

—¡Amigos míos! ¡Mis buenos vecinos! —Los chitones se extendieron entre los congregados, las copas se detuvieron a medio camino de labios a la espera y yo sentí la expectación, como si todos supieran lo que padre iba a decir menos yo—. Es bueno, en estos tiempos atribulados, que nos divirtamos juntos, que bebamos, riamos y compartamos los frutos de nuestros pastos. Pronto, durante la luna llena, volveremos a partir, puede que esta vez para asegurar nuestras orillas de una vez por todas. —En ese momento tuvieron lugar unos cuantos gritos y aclamaciones, pero estaban claramente esperando algo más—. Mientras tanto, sois bienvenidos en mi salón. Hacía mucho tiempo que no se celebraba aquí una fiesta similar.

Se ensombreció por un instante. Seamus Barbarroja se inclinó hacia delante, tenía el rostro enrojecido.

—Colum, sois un anfitrión magnífico, que nadie os diga lo contrario —proclamó, y su habla sufría un poquillo a causa de la calidad de nuestra cerveza.

Eilis estaba colorada y volvía a mirar hacia su plato. Por el rabillo del ojo, sorprendí a Cormack dándole trozos de carne a su perra, Linn, que había comprimido su cuerpo de largas extremidades bajo la mesa. Él sostenía con mucha naturalidad un trocito de buey o pollo entre los dedos; un instante después, el enorme y bigotudo hocico aparecía y desaparecía, y Cormack apoyaba la mano vacía en el borde de la mesa, con los ojos cuidadosamente puestos en otra parte y los hoyuelos ligeramente más visibles.

—¡Y así os digo: bebamos por la feliz pareja! Que su unión sea larga y fructífera, un símbolo de amistad y paz entre los vecinos.

Me había perdido algo; Liam estaba de pie, bastante pálido pero incapaz de contener la sonrisa en su por lo general serio rostro, y tomaba a Eilis de la mano. Por fin vi la manera en que se miraban uno a otro y supe a qué se debía.

—¿Liam, casado? —dije a nadie en concreto—. ¿Con ésa? —Pero todos se reían y se felicitaban, incluso mi padre parecía de lo más satisfecho.

Vi al viejo ermitaño, el padre Brien, hablar tranquilamente con Liam y Eilis entre la multitud. Me guardé mi dolor para mí y salí del salón, lejos de las antorchas, los cirios y el ruido; me fui a la destilería, que era mi único lugar propio, pero no a trabajar: me senté en la profunda tronera de la ventana con un único resto de vela como compañía y me quedé mirando el jardín aromático. Había una rodaja de luna y algunas estrellas detrás; lentamente los rostros familiares del jardín se me fueron apareciendo, aunque los conocía tan bien que podría haberlos adivinado con noche cerrada: el verde azulado del ajenjo, que alejaba a los insectos, las puntas amarillas de la hierba lombriguera, la delicada lavanda gris coronada de puntas púrpura y azul, los bastos muros de piedra recubiertos de verde suave donde florecía la enredadera. Había muchas más y, detrás de mí, en las estanterías, brillaban sus aceites y esencias dentro de botellas, tarros o crisoles, para sanar o como paliativo; sus hojas y flores secas colgaban encima de mí en manojos ordenados. Un delicado aroma a curación pendía del aire. Inspiré profundamente. Hacía mucho frío; la vieja capa que había colgado de un gancho tras la puerta me abrigó un poco, pero el frío se me metía directamente en los huesos. Lo mejor del verano había terminado.

Debí de quedarme allí sentada bastante tiempo, pasando frío incluso entre el confort de mis cosas. Era el final de algo que no quería que terminara. Pero no se podía hacer nada. Era imposible no llorar. Las lágrimas discurrían en silencio por mis mejillas y yo no hacía esfuerzo alguno por secármelas. Al cabo de un rato, sonaron unos pasos y un suave golpe en la puerta. Claro, habría venido uno de ellos. Estábamos tan unidos, los siete, que ninguna herida de la infancia pasaba desapercibida; por insignificante, real o imaginario, no había daño que se soportara sin consuelo.

—¿Sorcha? ¿Puedo entrar? —Creí que sería Conor, pero era mi segundo hermano, Diarmid, quien se agachó bajo el dintel, entró y sentó su larga osamenta en un banco junto a mi ventana. La llama titilante me mostró su rostro con marcados claroscuros; enjuto, con la nariz recta, una versión más joven de Liam salvo por la boca más carnosa, siempre dispuesta a iluminarse en una sonrisa de pillo, pero ahora estaba serio—. Tendrías que volver —dijo en un tono que me indicaba que a él, personalmente, la cortesía le daba igual—. Han notado tu ausencia.

Tragué saliva y me sequé las mejillas con una esquina de la vieja capa. En ese momento mis sentimientos se parecían más a la ira que a la pena.

—¿Por qué tienen que cambiar las cosas? —dije enojada—. ¿Por qué no podemos seguir como estamos? Liam era muy feliz antes… ¡No la necesita!

En su favor diré que Diarmid no se rió de mí. Estiró las piernas, al parecer muy concentrado.

—Liam es un hombre —dijo después de un rato—. Los hombres se casan, Sorcha. Aquí tendrá responsabilidades, una esposa puede compartirlas con él.

—Ya nos tiene a nosotros —respondí vehemente.

Entonces Diarmid sí sonrió, desplegando unos hoyuelos que rivalizaban con los de Cormack en encanto. Me hicieron preguntarme por qué Eilis no lo habría escogido a él en lugar de al serio Liam.

—Escúchame, Sorcha. No importa dónde estemos o qué hagamos, nosotros siete jamás podremos separarnos. Siempre seremos los mismos para nosotros. Pero estamos creciendo y la gente que crece se casa, se va y deja entrar a otra gente en sus vidas. También tú lo harás algún día.

—¡Yo! —Estaba horrorizada.

—Tienes que saberlo. —Se me acercó y me cogió de la mano; reparé en que la suya era grande y áspera, la mano de un hombre. Tenía diecisiete años—. Padre ya planea un matrimonio para ti, en unos cuantos años, y sin duda partirás a vivir con la familia de tu marido. No todos nos quedaremos aquí.

—¿Marcharme? ¡No pienso irme nunca de Sieteaguas! ¡Ésta es mi casa! ¡Antes moriré que irme de aquí!

Mis lágrimas volvieron a brotar. Sabía que me estaba comportando como una tonta; no era tan ignorante como para no comprender los matrimonios y las alianzas y lo que se esperaba de mí. Era sólo que el repentino golpe del compromiso de Liam me había impactado; mi mundo cambiaba y yo no estaba preparada.

—Las cosas cambian, Sorcha —dijo Diarmid sombrío—. Y no siempre como nos gustaría. No todos nosotros habríamos elegido a Eilis para Liam, pero así es y debemos aceptarlo.

—Pero ¿por qué quiere casarse con ella? —pregunté de un modo infantil—. ¡Es aburridísima!

—Liam es un hombre —respondió Diarmid con severidad, claramente apartando sus propias objeciones—. Y ella es una mujer. Su matrimonio fue concertado hace bastante. Tienen suerte de quererse, puesto que están prometidos se gusten o no. Será una buena esposa para él.

—Yo nunca me casaré por conveniencia —repuse enardecida—. Nunca. ¿Cómo pasar la vida entera con alguien que odias o con alguien con quien no puedes hablar? Prefiero no casarme.

—¿Y ser una vieja bruja entre sus remedios y esencias? —Mi hermano sonrió—. Bueno, eres lo bastante fea para este trabajo. De hecho, me parece que ya se te notan las arrugas, ¡abuela! —Le pegué un puñetazo en el brazo, pero también yo estaba sonriendo. Me dio un abrazo rápido, lo suficientemente fuerte para detener las nuevas lágrimas—. Venga —dijo—. Lávate la cara, péinate y enfrentémonos a la fiesta un ratito más. Liam se preocupará si desapareces durante toda la noche. Necesita tu aprobación, así que mejor ponle buena cara.

No bailé durante el compromiso, pero me paseé entre los invitados, besé la mejilla sonrosada de Eilis y le dije a Liam que me alegraba por él. Los ojos rojos debieron de traicionar mis auténticos sentimientos, pero con el humo y las antorchas, después de algo más de cerveza de la que solía beber, Liam no pareció darse cuenta. Los otros me observaban; Diarmid, con cariño, me traía aguamiel y se aseguraba de que no me quedara sola demasiado tiempo; Conor, un poco severo, como si entendiera mis sentimientos egoístas demasiado bien. Padriac y Cormack estaban aprovechando al máximo la rara visita de una corte de mujeres y bailaban con las más guapas de las damas de Eilis; por la cantidad de risas y guiños, estaba claro que la juventud de mis hermanos no era ningún impedimento para su popularidad. Finbar estaba concentrado en una discusión con un viejo guerrero canoso, uno del séquito de Barbarroja.

Padre se había relajado; hacía mucho tiempo que no lo veía así. Abrir su casa a los invitados había sido una prueba, pero necesaria, por el interés de una alianza estratégica con su vecino. Padre había observado mi regreso e incluso asintió con aprobación al verme conversar con la anciana carabina de Eilis. Estaba claro, pensé con amargura, que lo que quería era una hija exactamente igual que Eilis: dócil, suave, una ricura sin mente propia. Bueno, no me importaba, por Liam, simular el papel, pero mejor que no pensara que iba a durar mucho más.

La noche prosiguió, la cerveza y el aguamiel corrieron, las bandejas de comida entraban y salían. Se ofrecía de lo mejor: cerdo asado, pan de trigo suave, frutas especiadas y un queso tierno de leche de oveja. Hubo más música y baile, los intérpretes formaban parte del séquito de Seamus y compensaban con vigor su falta de sutileza. El que tocaba el bodhrán tenía los brazos de un herrero, y el flautista, querencia por el aguamiel. Era tanto el jaleo de pisotones, silbidos y gritos de júbilo, que pasaron unos minutos antes de que los invitados repararan en el escándalo de la puerta, el estrépito del metal y los gritos. Poco a poco el sonido de la celebración se fue amortiguando y la multitud se abrió para acoger a una pequeña compañía de los hombres de padre, aún con la armadura de batalla y las espadas desenvainadas. Se acercaron hasta el sillón de mi padre, arrastrando entre todos a un prisionero a quien no le pude ver la cara, pero cuyos cabellos, agarrados por detrás por un puño enguantado en malla, reflejaban la luz de las antorchas como ondas de oro.

—¡Mi señor Colum! —retumbó la voz del capitán—. Lamento interrumpir vuestros festejos.

—Desde luego —respondió mi padre en su tono más frío—. Será un asunto realmente urgente para requerir de una intrusión tal. ¿Qué queréis? Tengo invitados.

No le complacía la interrupción, pero llevó su mano hasta el cinto de la espada. Lord Colum conocía bien a sus hombres, no iban a arriesgarse a su enfado de aquella manera. Había en él una alerta instantánea que sólo denotaba profesionalidad. A su lado, Seamus Barbarroja estaba desplomado sobre su sillón, con una sonrisa beatífica por nada en particular. Aunque él se había permitido relajarse generosamente aquella noche, su anfitrión estaba totalmente sobrio.

—Un prisionero, mi señor, como veis. Lo encontramos en la orilla norte del lago, solo; pero seguro que hay más cerca. Este hombre no es un mercenario, lord Colum.

Hubo un movimiento violento, y la voz del soldado fue acallada cuando el cautivo intentó liberarse. La gente se arremolinaba para ver mejor, pero todo lo que yo alcanzaba a vislumbrar entre los cuerpos apretujados era el cabello dorado, el enorme puño del hombre que lo tenía sujeto y la manera en que el prisionero se mantenía erguido, como si él fuera la única persona en el mundo que importara.

Me metí por debajo de unos cuantos brazos, aparté a un grupo de chicas que cuchicheaban y trepé al banco de piedra que rodeaba el gran salón. Después di otro paso precario hasta el reborde del pilar y conseguí una vista libre de obstáculos por encima de las cabezas de la multitud, que murmuraba pendiente de la escena. Lo primero que vi fue a Finbar, colgado en un sitio idéntico al mío al otro lado. Su mirada pasaba de largo de mí y estaba centrada en el prisionero.

La cara del prisionero tenía buenos moratones, le había sangrado la nariz y, cuando lo inspeccionabas con mayor atención, veías que sus brillantes rizos estaban enmarañados con sangre y sudor. Detrás de ellos, sus ojos ardían como brasas al posarse sobre mi padre. Era joven, estaba herido y desesperado por el odio. Era el primer britano que veía jamás.

—¿Quién eres y cuáles son tus intenciones? —exigió mi padre—. Habla ahora, pues el silencio no te ha de hacer ningún bien, eso lo prometo. No hay bienvenida sino muerte para los de tu pueblo, pues sólo os conocemos una intención en nuestras tierras. ¿Quién te ha enviado?

El joven se irguió, forcejeó con desdén con las sogas que le ataban las manos fuertemente tras la espalda. Escupió con una puntería sorprendente a los pies de padre. Al instante, uno de los captores tensó la cuerda, retorciendo más fuerte sus brazos, el otro empleó toda la fuerza del puño enfundado en malla para golpear el rostro del prisionero y le dejó un verdugón rojo en la boca y la mejilla. El resentimiento y la furia hervían en los ojos del joven, pero cerró con fuerza los labios y se quedó callado. Padre se puso en pie.

—Esta exhibición no es espectáculo para damas y no debe tener lugar en este salón de celebraciones —dijo—. Quizá sea momento de retirarse.

Recorrió el salón con una mirada de circunstancias, logrando así agradecer y despedir a sus invitados en un instante. —Hombres, preparaos para una partida antes de hora. Al parecer nuestra incursión ya no puede esperar a la luna llena. Mientras tanto, veremos qué tiene que decirnos este visitante indeseado; que se acerquen mis capitanes, los demás podéis retiraros. Invitados míos, lamento este final precipitado de nuestra fiesta.

La casa, en un instante, volvió a su estado de campaña. Aparecieron los sirvientes; jarras, copas y bandejas desaparecieron. Eilis y sus damas partieron a sus aposentos con presteza, Seamus no tardó en seguirlas, y en breve sólo quedaron padre y un puñado de sus hombres de confianza. En algún lugar en medio de aquello, arrastraron al prisionero, aún callado y encendido por la furia. Si sus guardias recibieron instrucciones, me las perdí. Y en el salón a oscuras, Finbar y yo, cada uno a un lado, confundidos entre las sombras, pues ambos sabíamos bien cómo hacerlo. No puedo explicar por qué me quedé, pero el esquema que iba a conformar nuestros destinos estaba ya en marcha; ojalá lo hubiera sabido.

—… si ya están aquí, tan cerca, significa que tienen suficiente información de nuestras posiciones para suponer una amenaza real para…

—… erradicadlos, pero rápido, antes de que la información…

—Es primordial que hable. —Éste era padre, su voz estaba cargada de autoridad—. Díselo. Y tiene que ser esta noche, pues la rapidez es esencial. Partimos al alba. Di a tus hombres que duerman mientras puedan, después comprueba que esté todo listo. —Se volvió a uno de los hombres más mayores—. Tú supervisarás el interrogatorio. Y asegúrate de que quede vivo. Un prisionero como él podría resultar útil como rehén después de cumplir su función. Está claro que no es un soldado de infantería corriente. Podría incluso ser familia de Northwoods. Diles que vayan con cuidado.

El hombre asintió y abandonó el salón, el resto volvió a enfrascarse en sus planes. Me dio pena Liam, recién comprometido y ya de campaña otra vez. A lo mejor la vida de los hombres era así, pero parecía muy injusto.

—¡Sorcha! —Un susurro a mis espaldas casi me hizo gritar y revelar mi escondite. Finbar me tiró de la manga y me arrastró en silencio hasta el patio.

—¡No te me acerques así sin avisar! —le grité entre dientes. Sus dedos sobre mis labios me silenciaron al instante y, hasta que no giramos la esquina y hubo comprobado con cuidado que no había nadie a la escucha, no habló.

—Necesito que me ayudes —susurró—. No quería pedírtelo, pero no puedo hacer esto solo.

—¿Hacer qué? —Captó mi atención al momento, aunque no tenía la menor idea sobre qué hablaba.

—Ahora no podemos hacer demasiado —dijo—, pero podríamos sacarlo por la mañana, si puedes darme lo que necesito.

—¿Qué? —dije—. ¿A qué te refieres?

—Veneno —repuso Finbar. Me conducía con rapidez por la arcada hasta los jardines. Ambos poseíamos la habilidad de desplazarnos rápido y en silencio por cualquier tipo de terreno, por haber crecido medio salvajes. De hecho, teníamos unas cuantas habilidades inusuales.

En cuanto estuvimos en la destilería y tanto la puerta interna como la externa estuvieron cerradas, hice que Finbar se sentara y me lo explicara. No quería, su rostro tenía esa expresión tozuda que a veces adoptaba cuando la verdad era dolorosa pero tenía que contarla. Una habilidad que ninguno de nosotros adquirió nunca fue la capacidad de mentir.

—Tendrás que explicármelo —dije—. No puedes decir sólo veneno y callarte. En cualquier caso, sé lo que estás pensando. Ya tengo doce años y medio, Finbar, soy suficientemente mayor para que confíes en mí.

—Confío en ti, Sorcha. No es eso. Es sólo que si me ayudas ahora, correrás un riesgo y, además, es… —Se retorcía las puntas del pelo con los dedos otra vez. Dejó la frase a medias, pero sintonicé con sus pensamientos, que por un momento olvidó ocultarlos.

En la oscuridad de la silenciosa sala vislumbré por un instante la terrible visión de un brasero al rojo y carne quemada, destrozada, y oí a un hombre gritar. Me eché hacia atrás de un sobresalto, temblaba. Nuestras miradas se cruzaron en el horror de la visión compartida.

—¿Qué tipo de veneno? —pregunté vacilante mientras mis manos buscaban yesca para encender una vela.

—No para matar. Una pócima lo suficientemente fuerte para dormir a un hombre toda la mañana. Suficiente para cuatro hombres, que sepa bien, para que se la beban en la cerveza y no noten la diferencia. Y lo necesito antes de la salida del sol, Sorcha. Desayunan temprano y la guardia cambia a media mañana. Es muy poco tiempo. ¿Sabes preparar esa poción?

En la oscuridad, asentí a regañadientes. Nosotros dos no necesitábamos vernos, excepto con el ojo de la mente, para alcanzar un acuerdo.

—Me lo vas a tener que contar —dije lentamente—. Dime para qué es. Es él, ¿no? ¿Ese prisionero?

La vela ardió y la protegí con la mano. Ya era muy tarde, bien pasada la medianoche, pero fuera se oían ruidos amortiguados de actividad, caballos que eran trasladados, armas que se afilaban, provisiones que se cargaban; ya estaban preparándose para la salida al alba.

—Ya lo has visto —dijo Finbar con una intensidad queda—. Sólo es un chico.

—Es mayor que tú —no pude resistirme a señalar—. Por lo menos dieciséis, creo.

—Suficientemente mayor para morir por una causa —repuso mi hermano, y yo sentí lo recto que era, cómo lo guiaba su determinación por hacer las cosas bien. Si Finbar hubiera podido cambiar el mundo con su sola fuerza de voluntad, lo habría hecho.

—¿Qué quieres que haga? ¿Que ponga a dormir al britano? —Repasaba mis estanterías a la tenue luz de la vela, el paquete que quería estaba bien escondido.

—No habló. Y así seguirá, si no me equivoco. Eso le va a costar lo suyo. Britano o no, merece una oportunidad de libertad —dijo Finbar con seriedad—. Tu poción podría comprársela. No hay manera de ahorrarle el dolor, ya llegamos tarde para eso.

—¿Qué dolor? —A lo mejor sabía la respuesta a mi pregunta, pero mi mente se negaba a encadenar las pistas que tenía, se negaba a aceptar lo inaceptable.

—La poción es para los guardias. —Finbar hablaba a regañadientes. Estaba claro que quería que estuviera lo menos al corriente posible—. Tú hazla, yo me encargaré del resto.

Mis manos encontraron el paquete casi automáticamente: belladona, utilizada con moderación y bien mezclada con otras hierbas, produciría un sueño profundo con pocos efectos indeseados. El quid era acertar la dosis; si te pasabas, la víctima no se volvería a despertar. Me detuve, tenía delante las bayas secas sobre la losa de piedra.

—¿Qué pasa? —preguntó Finbar—. ¿Por qué te demoras? Sorcha, tengo que saber que lo harás y debo irme. Hay otros asuntos que tengo que atender.

Ya estaba de pie, ansioso por irse, con la mente en pleno proceso de trazar el resto de su estrategia.

—¿Qué le van a hacer, Finbar? —Seguro que no… seguro que no sería eso que había visto en la visión y que me había mareado tanto.

—Ya has oído a padre. Dijo que lo mantuvieran vivo. Yo me preocupo de eso, Sorcha. Tú encárgate sólo de la poción. Por favor.

—Pero ¿cómo puede padre…?

—Resulta fácil —contestó Finbar—. Es el entrenamiento, la habilidad para ver al enemigo como algo distinto a un hombre real. Es de una raza inferior, lo definen sus creencias: aprendes a hacer con él lo que quieres y a doblegarlo a tu voluntad. —Notó mi horror—. Está bien, Sorcha —dijo—. A éste lo podemos salvar, tú y yo. Haz lo que te pido y déjame el resto.

—¿Qué vas a hacer? ¿Y qué pasará si padre se entera?

—¡Demasiadas preguntas! No nos queda mucho tiempo. ¿No puedes hacerlo y punto?

Me volví para mirarlo a la cara, con los brazos cruzados. A decir verdad, estaba temblando y no era sólo de frío.

—Sé que no mientes, Finbar. No tengo más remedio que creer lo que me dices. Pero jamás he envenenado antes a nadie. Soy sanadora.

Levanté la mirada para observar su rostro silencioso, la boca ancha y nerviosa, los ojos gris claro que siempre parecían puestos en un camino futuro que no contenía certidumbre alguna.

—A veces ocurre —dijo con calma—. Forma parte de la guerra. A veces hablan. A veces no. A menudo mueren. Sólo de vez en cuando escapan.

—Pues mejor vete y acaba de arreglarlo —pronuncié con una voz que sonaba como la de otra persona. Mis manos buscaron un cuchillo afilado y empezaron a rebanar y picar los ingredientes de mi poción del sueño. Beleño. Gorro de bruja. Las pequeñas setas azules que algunos llaman semilla del diablo. Belladona, no demasiada—. Vete, Finbar.

—Gracias. —Por un instante destelló una sonrisa, la generosa sonrisa que le encendía el rostro. Después se fue, escabulléndose entre las sombras tan silencioso como un gato.

Fue una noche larga. La conciencia de que el más leve error podía convertirme en una asesina me mantuvo alerta y, antes del alba, la poción del sueño estaba preparada y sellada en una pequeña botella de piedra apropiada para ocultarla en la palma de la mano, y la destilería estaba inmaculadamente limpia, había desaparecido todo rastro de mis actividades. Finbar vino a buscarme cuando el ruido de arneses tintineantes y botas apresuradas aumentó fuera.

—Creo que es mejor que hagas tú también esta parte —susurró—. Es menos probable que reparen en ti.

Recordé, vagamente, que en teoría tenía que unirse a la campaña, ¿no lo había ordenado así padre? Después estuve demasiado ocupada para pensar, mientras me colaba discretamente en las cocinas siguiendo las instrucciones susurradas de mi hermano, esquivando a sirvientes y hombres de armas que buscaban un último bocado que echarse a la boca, mientras preparaban raciones de viaje, llenaban botellas y jarras de vino. Janis la Gorda, había dicho Finbar, ve donde Janis la Gorda tiene la olla de hierro en el fuego. Si han trabajado por la noche, les llevará cerveza aguada a primera hora de la mañana. Su bebida especial. Dicen que tiene interesantes efectos secundarios. Se la lleva ella misma, puede que consiga favores a cambio. ¿Qué tipo de favores?, le pregunté. No importa, contestó Finbar. Tú sólo asegúrate de que no te vea.

Había un par de cosas en las que era buena. Una eran las pociones y los venenos, la otra quedarme callada y permanecer invisible cuando me convenía. No supuso ningún problema añadir la poción a la cerveza aguada; Janis se volvió un instante, al contarle un chiste el hombre de armas más alto mientras engullía la última salchicha y salía por la puerta, al tiempo que se abrochaba la hebilla del cinto de la espada. Había terminado y me había ido antes de que se diera la vuelta, sin verme ni un instante. Ha sido fácil, pensé, mientras me escabullía por la puerta. Debía de haber unas quince personas allí y no me había visto ni una sola. Ya casi estaba fuera cuando algo me hizo volver la vista. Justo al otro lado de la cocina, mirándome directamente a los ojos en aquel momento, estaba mi hermano Conor. En pie, en la otra esquina de la sala, medio en sombra, sostenía en una mano una lista y una pluma en la otra. Su ayudante, de espaldas, estaba cargando víveres en unas alforjas. Me quedé helada: desde donde estaba mi hermano tenía que haberlo visto todo. ¿Cómo no había reparado antes en él? Paralizada entre el instinto de salir disparada a buscar refugio y la necesidad de justificarme, vacilé en el umbral. Y Conor volvió a bajar la vista hacia sus escritos y continuó con la lista como si no me hubiera visto. Estaba demasiado aliviada para preocuparme por una posible explicación y salí disparada como un conejo asustado, temblando de los nervios. Finbar no estaba por ningún sitio. Me metí en el mejor refugio que se me ocurrió, el viejo establo donde mi hermano más joven, Padriac, mantenía su circo de bichos abandonados y extraviados. Allí encontré un rincón cálido entre la paja bien seca, y la vieja burra que ostentaba el derecho con anterioridad se hizo a un lado a regañadientes, dejándome espacio junto a su ancha espalda. Hambrienta, con frío, confundida y agotada, me evadí, por el momento, en el sueño.