Aquel día llevé a cabo mi trabajo en la finca como una sonámbula. Atendí a los caballos y a los demás animales, cociné mijo y horneé el pan. Nema ya no se dejaba ver y yo no la busqué. Pero sospechaba que Simeón y ella se habían puesto de acuerdo, porque mientras limpiaba su escopeta, con la que se iba a pasar la noche haciendo guardia, eludió todas y cada una de mis preguntas. Sin decir palabra me observó mientras saqué el icono de la Virgen María de la torre Jelena. Posiblemente intuía que no iba a poder detenerme. No permití que me prohibieran pintar cruces en puertas y ventanas. Me pinché las manos al cortar las ramas de espino blanco que coloqué delante del umbral de la puerta. Y finalmente, a pesar de todas las prohibiciones, unté con el ajo que había recogido en una ocasión en casa de Branka todas las cerraduras. Luego atranqué la torre y dejé fuera incluso a Sívac, cuya presencia ese día apenas podía soportar. Como protección contra Marja, coloqué el icono de la Virgen ante la ventana del dormitorio, donde desde la cama podía verla mejor. La madre de Dios estaba pintada sobre un fondo dorado, y un manto de color púrpura le cubría el cabello y los hombros. El niño Jesús le echaba los brazos al cuello. En el cuadro, María besaba a su hijo y le sostenía la mano derecha con suavidad y ternura, como una madre mostrando su amor.
Finalmente me tumbé agotada en la cama, que había dejado de ser una cama matrimonial, cogí la cruz de la pared y me la coloqué sobre el pecho. Si cerraba los ojos, aún podía convencerme de que la madera seguía oliendo un poco al humo del salón de mi infancia, a la papilla demasiado aguada de mijo que yo solía cocinar para Majda y al cabello lavado con manzanilla de mi hermana. Pensé en mi madre, mientras el agotamiento me arrastraba y, como una ola, me transportaba a la casa de mi padre. Entre mis párpados cerrados me llegaba el brillo de Bela.
A pesar de todas las preocupaciones, fue la primera vez desde mi llegada que pude dormir profunda y despreocupadamente. La oscuridad, sin luna, me envolvió en sus brazos de terciopelo y me acunó con suavidad en un mar de rostros e imágenes. Palabras sueltas rondaban en mis pensamientos: las voces de Jovan, el contador de historias, y de Branka, aconsejándome un brebaje mágico… Vi los caballos negros galopar por la noche y el lobo gris observando a Anica y dando vueltas alrededor de la fogata. Al final apareció Dušan ante mis ojos, un comediante que bailaba y reía. Cuando volví del sueño a la realidad, apenas un paso, y abrí los ojos, estaba completamente despejada y envuelta en una triste calma. El cielo estaba negro; a través de la ventana no pude distinguir ni una sola estrella. Tan sólo un ruido hizo que mis sentidos se pusieran alerta. ¿Estaban llamando a la puerta? Cautelosamente me incorporé en la cama y escuché. ¿Habrían vuelto Jovan y Danilo en mitad de la noche? Sin embargo, no oía pasos, ni caballos. Ni siquiera Sívac ladraba. En cambio, alguien empezó a silbar una canción. ¡Una canción que sólo una persona en Medveda se sabía!
Jamás me había levantado tan deprisa de la cama. Corrí a la ventana. Simeón había colocado lámparas sobre el muro de la finca y el débil reflejo de su luz llegaba hasta la torre. Pero cuando vi quién estaba al pie, arqueé sorprendida las cejas. Era Sívac, brindándome su sonrisa perruna.
Los silbidos se hicieron más débiles y finalmente cesaron. Entonces apareció Dušan entre las sombras y le dio a mi perro unas amables palmaditas en el lomo.
—El único perro que sabe silbar —susurró—. La gente de la ciudad pagaría una fortuna por él.
No sabía si abrazarle por no haberse marchado, o si prefería apalearle por exponerse así al peligro.
—¡Dušan! ¿Te has vuelto loco? ¿Cómo se te ocurre aparecer así por aquí? —le bufé—. ¡Si te pilla Simeón, te matará de un tiro sin pestañear!
—Para eso primero tendría que verme —respondió en voz baja—. Y no sé quién, excepto tú, podría delatarme. ¿Estás sola ahí arriba, no? Tu gente y medio regimiento han ido a la caza del ladrón de caballos.
Al incorporarse y mirar hacia arriba, una débil luz iluminó el lado izquierdo de su cara.
—¡Tu ojo! —señalé asustada.
Dušan se encogió de hombros y sonrió divertido.
—Qué se le va a hacer. Es el aspecto que toma cuando un puño da en la diana.
—¿Con quién te has peleado esta vez?
—Ven aquí afuera y te lo contaré.
—¡No!
—Vale, pues me quedo aquí plantado. Tu querido Simeón está haciendo su ronda alrededor de los establos, aunque me temo que no tardará en doblar la esquina y entonces, desgraciadamente, me meterá una bala en el cuerpo. Por tu culpa, ljubica —y en voz baja, pero no suficientemente baja, comenzó a cantar—: Oh, doncella mía, al ardor de tu mirada…
—¡Ve a la ventana de debajo de la parte trasera de la torre, anda! —solté entre dientes.
Allí estaba Dušan esperando cuando abrí un poco la contraventana. El alféizar se encontraba un poco por encima de su cabeza, así que tenía que mirar hacia arriba para verme. Como la luz de las lámparas no llegaba hasta detrás de las torres, sólo pude intuir sus trazos a la luz de la luna nueva.
—Siniestro, ¿a que sí? —susurró nervioso—. ¿Sabías que el lobo tiene la culpa de esto? Cada día se come un trozo de la luna hasta que todo queda a oscuras; así puede devorar las ovejas en los prados sin ser visto. Después está tan saciado que deja a la luna en paz hasta que nuevamente hay luna llena.
—¿Dónde has estado todo este tiempo? —murmuré, pero desgraciadamente sonó más a reproche de lo que pretendía—. Alguien me dijo que te habías marchado…
Escuché su risa contenida, cuyo sonido produjo un cálido eco en alguna parte de mi pecho.
—No, únicamente quería comprobar si me echabas de menos y por lo visto lo haces. Si hasta sobornaste al loco de Stasko para que me diese tu recado.
—¡Yo no te he echado de menos en absoluto!
—¿Ah, no? Está bien, en ese caso puedo contarte la verdad sin miramientos: he estado en el pueblo… con la bella Ruzica, la hija del hajduk que tiene el cabello rubio.
Casi me echo a reír de forma sarcástica.
—¿No me digas? ¿Y por qué no te has quedado con ella? ¿O es que te ha echado en mitad de la noche de su casa?
—Qué va. Nunca haría algo así. Es como una rosa, suave y fragante. Hemos pasado estas noches bebiendo vino dulce y besándonos. Pero… ¿sabes qué? Que no es para mí. A mí me gustan mucho más las rosas con espinas. Las chicas como tú.
Tragué saliva y pensé en Anica.
—Seguro que no la has besado —susurré—, ni… a Anica tampoco, ¿a qué no?
—No, pero en lo de que tienes espinas no he mentido.
—¿Conoces a la viuda de veras o ni eso?
—Sí —me llegó la respuesta en voz baja desde abajo—. Visita a los errantes de vez en cuando. Creo que se siente sola, de lo contrario no habría venido a bailar en nuestra fiesta de julio. Y me estuvo sonsacando sobre ti. Me parece que le caes muy bien, de verdad.
«Si tú supieras», pensé. «Nosotros, los marginados, somos como los perros, que nos saltamos a la yugular unos a otros».
—¿Quién te ha puesto así ese ojo?
Mi pregunta tan directa hizo que Dušan de repente se pusiera serio.
—¿Esto? Por culpa de mi propia estupidez. Alguien quería algo de mí, y yo quería otra cosa. Así que intentó hacerme entrar en razón. En fin, como ves, no soy fácil de persuadir.
—Dušan, ¿quién ha querido “persuadirte”?
—Eso es cosa mía, ljubica —contestó—. ¡Y ahora, por lo que más quieras, no me preguntes si nosotros tenemos algo que ver con el robo! Ya es suficiente con que nos acusen los hajduks.
—¿Y…? ¿Tienen razón?
Él movió la cabeza negativamente.
—De modo que sólo has venido hasta aquí para fardar de tus amoríos, ¿no?
—No —la voz de Dušan se convirtió en un rumor, se volvió exigente y atrayente a la vez—. Estoy aquí porque he traído algo para ti.
—¿En mitad de la noche?
—Sí. Es importante. Déjame entrar en casa y te lo doy.
A pesar de la oscuridad intuí el movimiento de dos manos que se posaban sobre el alféizar. No sé por qué, pero de repente me acordé de las palabras de Milutin: «Si se actúa con imprudencia, se puede invitar a entrar al mal».
—¡No! —susurré retirándome un poco de la ventana.
Las manos desaparecieron. El silencio me respondió. Ya pensaba que Dušan se había marchado, pero cuando me asomé cautelosamente a la ventana, volví a distinguir su silueta.
—Como quieras —ahora su voz sonaba enfadada—. Dame al menos la mano.
—¿Qué?
—¡Por Dios, Jasna! Si te quisiera hacer algo malo, habría tenido ocasiones mucho mejores junto al árbol del ahorcado, en vez de aquí, donde una sola palabra tuya haría aparecer a un hombre armado con una escopeta.
—¡Simplemente dime qué quieres de mí en mitad de la noche! —respondí igual de brusca—. ¿Qué es tan importante que no pueda esperar hasta que salga el sol?
—¿Que yo quiero algo de ti? —gruñó—. ¡Venga ya, no te comportes como si quisiera mirarte bajo las faldas! Recibí el mensaje de Stasko. Por lo visto querías verme con urgencia y ¡aquí estoy! ¿Es eso un crimen?
Titubeé y me mordí los labios.
—No —contesté finalmente con cautela.
—Pensé que si habías ido cabalgando hasta las cabañas de los balseros, te tenía que preocupar algo importante —continuó diciendo—. Así que no quise hacerte esperar. Además, la medianoche ya ha pasado. Eso quiere decir que ya se ha iniciado el día de la Virgen con tu nombre y quería ser el primero en felicitarte por tu santo. Y bien: ¿lo quieres o no?
Por primera vez Dušan había conseguido dejarme completamente sin palabras. Se me formó un nudo en la garganta que no me dejó pronunciar palabra. Y eso que habría tenido muchas cosas que contarle: que no sólo era mi santo, sino que mi madre me había puesto el nombre de Jasna, la clara, porque nací el día de santa Clara, y que por tanto también era mi cumpleaños, cosa que no le había contado a nadie en la finca. Veía a Jelka, que también este año encendería una vela como recordatorio de que, aun estando lejos de allí, yo seguía siendo hija de mi madre.
«¡No te fíes de él! ¡Sigue siendo un extraño!», me advertía una voz que se parecía sospechosamente a la de mi hermana mayor.
«No más extraño que las personas que se hacen llamar mi familia», la contradije con aire testarudo.
Hoy pienso que fue aquel instante en el que, si bien mantuve a Dušan la puerta de la torre cerrada, le abrí una puerta en mi corazón. Me apoyé sobre el ancho alféizar de la ventana y extendí la mano entre las contraventanas. Al sentir los dedos de Dušan, me sobrecogí, pero por muy brusca que acabara de sonar su voz, más desconcertante fue su apretón de manos, precisamente por su suavidad y calidez. Con cuidado, giró la palma de mi mano hacia arriba y depositó en ella un objeto alargado y plano: el puño de madera de un cuchillo que aún estaba caliente de su mano. Dušan cerró mis dedos alrededor de él.
—Reconozco que un cuchillo no es precisamente el regalo más apropiado para una mujer —dijo en voz baja soltando de nuevo mi mano—, pero al menos es útil. Este cuchillo jamás ha cortado pan y ha sido bendecido en una iglesia, así que hace retroceder al mal. Pensé que tal vez seguías teniendo miedo de Marja, y para ser sincero, me preocupé al oír que esta noche te habían rondado lobos y ladrones. Lleva el cuchillo siempre contigo, a mí me ha ayudado muchas veces.
—Gracias —susurré.
—Porque seguro que tienes miedo, ¿no? —quiso saber Dušan.
—Sí —contesté titubeando.
—Yo también tengo miedo a veces —dijo con una sinceridad que me desarmó—. A menudo sueño que estoy encerrado o que me persiguen. Sueño con grilletes. Y cuando me despierto incluso me duelen tanto las muñecas que podría echarme a llorar. Posiblemente por eso no me gusta estar demasiado tiempo en un mismo lugar.
Nunca antes me había encontrado con un hombre que hablase tan abiertamente. Era extraño ver cómo la oscuridad nos dejaba desnudos y vulnerables y aun así nos protegía.
—Entonces: ¿por qué querías verme, Jasna? —me preguntó serio.
Ahora ya no tenía nada de comediante, lo cual me facilitaba el contestarle.
Inspiré profundamente y comencé a contarle. Le hablé de Marja y del espejo, de las heridas de los caballos, del espectro y de la siniestra imagen junto al arroyo. Pero de Anica y de Danilo no dije ni una palabra.
—Sobre esta finca pesa realmente una maldición —dije terminando mi relato después de un buen rato—. Esta familia lo sabe, pero nadie me dice la verdad. Y pensé que tal vez tú podrías darme algún consejo de lo que puedo hacer contra esta situación. Si fue Marja la que colocó el espejo junto al umbral, y yo creo que fue ella…, entonces… tengo que encontrar un camino para ahuyentar a su fantasma de una vez por todas.
—Suena realmente mal —murmuró Dušan pensativo—. En fin, si se pone tan furiosa de ver su propia imagen que rompe el espejo al verse, debe de tener una cara realmente fea.
—¡No te burles!
—Sólo intentaba animarte un poco —dijo Dušan sin un ápice de mofa—. Porque la verdad es que aquí fuera se me han puesto los pelos de punta al escucharte. A mí esto que cuentas ya no me parece que sea la aparición de un fantasma.
—¿Pero quién si no el vengativo espíritu de un muerto iba a destrozar cosas y beber sangre?
—Un vampiro.
—Los vampiros estrangulan a sus víctimas hasta la muerte o los aplastan mientras están durmiendo, ¿no?
—En las zonas de donde venimos tú y yo, sí —dijo Dušan en voz baja—. Pero aquí, en la frontera militar, parece que a esos muertos vivientes les gustan más las crueles costumbres de los príncipes de Walachia o de los señores de la guerra turcos. Se dice que por aquí algunos muertos vivientes succionan a sus víctimas la sangre para robarles la vida del cuerpo, por un sitio debajo de la oreja. Hace un par de años hubo un caso en Kisolova, en la zona alta de Hungría; allí hubo un muerto que succionaba sangre así. Y aquí en Medveda, un joven hajduk se rompió la nuca y volvió como vampiro. Sus víctimas también tenían marcas en el cuello. En fin, tal vez este tipo de vampiro tampoco le haga ascos a la sangre de caballo, ¿no? Incluso la figura que viste junto al arroyo podría ser una prueba: los vampiros no pueden cruzar el agua corriente. Sin embargo, tienen poder sobre los animales, también sobre los lobos. Algunos incluso pueden transformarse en animales…, como mariposas o murciélagos…, o aparecen en forma de hombre lobo —dijo bajando la voz—. Así que podría ser cualquiera. Tal vez te encuentres con él cada día. ¿Hasta podría ser el señor de la casa?
—¿Qué quieres decir?
—¡Psst! ¡No hables tan alto!
—¿Significa eso que mi propio suegro es un vampiro? —le susurré.
—A lo mejor por eso el sacerdote no le deja entrar en su iglesia.
—¡Qué tontería! Los vampiros… tienen otro aspecto. No tienen sentimientos humanos. Uno que vuelve es tan sólo… el envoltorio de la persona que fue, guiado por el diablo, a veces incluso es tan sólo la piel inflada que el diablo ha llenado con sangre. Además, seguro que no se les ve rezar… y no se los encuentra uno durante el día.
—Yo no pondría la mano en el fuego sobre eso último. Sólo porque no cuenten nada sobre ello, no significa que no sea posible, ¿verdad? Yo al menos he oído de vampiros que vivían entre los humanos y se comportaban como ellos. Sólo que durante la noche tenían un poder demoníaco.
De repente me sentí muy débil. Me mantuve en silencio y agarré con fuerza el mango del cuchillo.
—Entonces tú también podrías ser uno de ellos —dije—. Tal vez merodees por aquí en forma de lobo… Y Sívac no ladró porque por la noche tú tienes poder sobre él.
—Tal vez —contestó serio.
Irremediablemente sentí frío. El silencio que nos envolvía cuando nos callábamos era espeso y oscuro. Únicamente a lo lejos se intuía el rumor del arroyo.
—De todas formas lo de la sangre de caballo puede que sea por algo completamente distinto —dijo Dušan después de un rato—. ¿Y si Jovan la bebe… para protegerse de una maldición? El joven hajduk del que te hablaba fue atormentado por un vampiro durante su servicio militar; para escapar de él, había comido tierra de la tumba de aquel y se había untado con la sangre del vampiro. Claro que no le sirvió de nada al pobre diablo. Después de su muerte, él también se levantó de su tumba.
—¿Quieres decir que Jovan lo que tiene es miedo de convertirse en vampiro? Y los caballos ¿son para protegerle? —planteé.
—Los caballos negros son capaces de encontrar tumbas de vampiros —dijo Dušan siguiendo el hilo—. Quizá su sangre también tenga poderes especiales.
Parecía tan terroríficamente lógico todo que me estremecí. A menudo me había preguntado por qué Jovan únicamente admitía caballos negros en su finca. «El diablo… está ganando terreno», escuché sus temerosas palabras en el establo. Y también interpreté a Nema contestando a mi pregunta de quién bebía la sangre, intentando indicarme el mechón blanco de Jovan. Así que mi suegro vivía con un miedo mortal…
—Venga, ya vale de historias espeluznantes —murmuró Dušan, sin duda pretendiendo sonar alegre, aunque yo capté perfectamente lo incómodo que estaba—. Voy a contarte una historia que te va a hacer pensar enseguida en otras cosas. ¿Sabes en quién pienso cuando quiero combatir mi miedo?
—¿En los labios de miel de Ruzica?
—¡Ay! ¡Aquí está de nuevo la espina pinchándome! No, en el rey Matjaz. En mi patria se alaban sus heroicidades. ¡Cuánto desearía tener un caballo como el suyo! Porque su caballo puede hablar como una persona. Kralj Matjaz tenía una muchacha a la que amaba, Alenka. Y cuando se casó con ella, hubo una fiesta por todo lo alto.
En ese momento me alegré de que todo estuviera tan oscuro, porque si no Dušan me habría notado que el recuerdo a mi propia boda me ponía triste.
—A la mañana siguiente, después de la noche de bodas, Kralj Matjaz fue llamado a la batalla contra los turcos. Naturalmente, salió de inmediato… pero como protección le dejó a su joven esposa el caballo. El caso es que el Sultán consiguió hacer prisionera a Alenka y el fiel caballo huyó directamente hasta Matjaz para informarle de que el Sultán pretendía tomar a Alenka como esposa. ¡Tenías que haber visto a Matjaz! Se disfrazó de turco y se atrevió, sin miedo alguno, a adentrarse hasta el campamento del enemigo. En medio de la fiesta, le pidió al Sultán el honor de bailar con su prometida y el Sultán se lo concedió. Y Alenka, que había reconocido a Matjaz por su anillo, se dejó llevar al baile —Dušan se acercó más a la torre y cantó en voz baja en el idioma extranjero de su tierra natal—: «Enkrat naprej, enkrat nazaj, Kralj Matjaz si izbira raj», «uno adelante y uno para atrás». Los dos danzaron y danzaron, alejándose de la hoguera más y más, y nadie se percató de que así llegaron hasta los caballos. Y antes de que los turcos se dieran cuenta, Matjaz ya había aupado a su esposa a la montura, se montó detrás de ella de un salto y la secuestró de en medio del campamento enemigo.
Yo sonreí con el final feliz de la historia.
—¿Y qué hay de ti, Jasna? —me preguntó Dušan—. ¿Seguirías tú a tu marido si él quisiera rescatarte de tus secuestradores?
Sentí esa pregunta como una bofetada que borró mi sonrisa de un plumazo y me hizo regresar de mi sueño.
—¡Dušan, eso no es asunto tuyo!
—¿Y si fuera… otro el que quisiera llevarte lejos de aquí? —me susurró.
Retiré rápidamente la mano del alféizar, como si estuviera ardiendo. Por unos instantes cerré los ojos. Veía en mi imaginación cómo Dušan y yo dejábamos atrás las torres y cómo Šarac galopaba con largos saltos hacia el río. El viento olía a violetas salvajes y el aire nocturno sabía a luna y a verano. Pero entonces llegábamos a las cabañas de los balseros y yo entraba en la casa, que en realidad no era más que una nueva torre en la que me esperaba otra inquietante noche de bodas.
—Vete —dije con la voz ronca—, antes de que Simeón al final te oiga.
Entonces cerré las contraventanas y eché el cerrojo.
Permanecí acurrucada sobre el banco del alféizar de la ventana de mi alcoba sosteniendo con fuerza el mango del cuchillo, hasta que la mañana elevó el negro paño de la noche sobre el borde del bosque. Ahora que se iba haciendo de día, reconocí que el mango estaba elaborado con madera de fresno y que había estado ya muchas veces en la mano de Dušan. Por alguna razón ese pensamiento me consoló.
Cuando Sívac comenzó a ladrar como un loco, escondí el cuchillo rápidamente bajo la almohada y corrí abajo. Pero no eran ni Jovan ni Danilo los que habían vuelto, sino dos pastores, que esperaban a una distancia respetuosa de la puerta. Simeón salió corriendo a la vez que yo al patio, escopeta en mano y con los ojos enrojecidos de la guardia nocturna.
—¿Qué hay? —preguntó a los hombres desde lejos.
El mayor de los dos se quitó la gorra de la cabeza y la estrujó nervioso entre sus manos.
—Es vuestro señor —respondió—. Está junto al arroyo, no muy lejos del árbol del ahorcado… Muerto.