Los sirvientes miraban con recelo la cerradura que parecía haberse abierto sin llave, por sí sola. Asintieron con sus cabezas cuando les pedí que alertaran a su regreso a los del pueblo de los lobos, y acto seguido salieron corriendo como alma que lleva el diablo. Intenté retenerlos con amenazas, pero fue en vano. Sin mirar atrás nos dejaron a Nema y a mí solas con todo el trabajo.
Fue un alivio que la vieja fuera muda, porque no hacía más que zarandear las manos. Si hubiera podido hablar, seguro que no habría dejado de quejarse todo el tiempo que estuvimos ordeñando las cabras. En cuanto ella hubo salido del establo a llevar a los animales al prado, yo fui de caballo en caballo recorriendo sus cuellos con los dedos, ahondando en su pelaje, y descubrí heridas y cicatrices. Algunas estaban ocultas bajo el pelaje y eran casi invisibles, marcas blanquecinas, limpias y bien cicatrizadas sobre la latente yugular; en cambio otras eran tan frescas que empezaron a sangrar en cuanto las toqué. Eran similares a la herida que había descubierto en Viento la mañana después de mi llegada. Me pregunté por qué no había sospechado nada entonces. Esta clase de heridas seguro que no eran de espinos o de mordeduras de caballo, no; más bien parecían un pinchazo. Como si aquel descubrimiento hubiera echado luz sobre mis pensamientos, empecé a interpretar el rompecabezas: Jovan, para el que sus corceles eran sagrados; el sentimiento de culpa que arrastraba; y Marja, a la que los del pueblo habían visto beber sangre de animales.
Sívac empezó a ladrar cuando salí corriendo del establo.
—¡Nema! —la llamé voz en grito.
La anciana se giró sobresaltada hacia mí y arqueó las cejas a modo de interrogante.
Corrí al prado y la agarré por un brazo:
—¡Ven conmigo!
Sorprendida, me siguió al establo, donde la conduje hacia la yegua.
—¡Mira! ¡Una herida! —dije—. Casi todos los caballos tienen una similar en el cuello… La del corcel de allí enfrente es muy reciente. Alguien está bebiendo su sangre. ¿Quién es, Nema?
No podría haberla sorprendido más, ni aunque le hubiera confesado que soy un hombre lobo. El color desapareció de su cara. Su arrugada boca se abrió como si quisiera decir algo, las venas de su cuello se hincharon. «¡Estás loca!», me dio a entender.
—¡Tienen cicatrices y heridas! —insistí enojada—. ¡Así que no me mientas! Es Marja, ¿a que sí?
Nema retrocedió con un siseo que me produjo escalofríos. Yo creía que con mi pregunta le había dado un susto de muerte, pero de pronto comprendí que sin pretenderlo había tocado su punto débil.
—Así que es cierto… ¡Ella sigue aquí! —volví a la carga—. ¿Estáis…, estáis alimentando a una muerta con la sangre de las yeguas y los caballos? ¿O… es que no está muerta? —esa sospecha tan terrorífica ni siquiera me la había confesado a mí misma.
La cara de Nema se desfiguró. Con sus hundidos ojos y sus enjutas mejillas parecía un fantasma. Su mano, tan llena de cicatrices, se precipitó hacia delante, pero yo me agaché con destreza esquivando su golpe y retrocedí de un brinco.
—¿Has perdido la razón?
«¡No hables de ella!», decían sus rojas manos y el furioso semblante de su rostro. «¡Jamás!». En la penumbra del establo sus ojos parecían arder, sus desfigurados dedos se asemejaban a zarpas y por un momento sentí miedo de ella.
—¡Dime la verdad! —susurré—. ¿Sigue viva? ¿Ha estado en mi torre buscando su espejo?
Nema movió la cabeza negativamente. «¡Ella se quemó!».
—¿Lo juras por tu vida?
Suspiró y asintió. En su rostro había tanto dolor, que la creí.
—Entonces está claro: es el fantasma de Marja. Viene a rondar por la finca y se bebe la sangre de los animales. ¡Nema, tienes que ayudarme! ¡Tenemos que ponerle fin a esto!
Soltó una risa insonora, amarga, casi espectral, distorsionada, semejante a la de un duende enredador. Al principio pensé que iba a volver a golpearme, pero luego vi que me hacía un gesto. Sus dedos índices señalaron hacia la raya de su cabello y se agarraba un mechón de pelo.
—¿A qué te refieres? —le pregunté—. ¿Qué estas diciendo?
«¡Calla, de lo contrario Jovan te matará!», interpreté. Me miró con furiosos destellos en sus ojos y retrocedió un paso y luego otro más.
—¡Espera! ¿Estuviste tú en mi casa y…?
«¡Aléjate de mí! ¡No vuelvas a acercarte a mí nunca más!», me ordenaron sus manos de zarpa.
Luego, se giró y salió corriendo al exterior. Podría haberla alcanzado con facilidad, pero fui incapaz de moverme. El aire en el establo era asfixiante y estaba lleno de polvo, pero no fue únicamente por eso por lo que me costaba respirar. Me sujeté a la crin de Viento, cerré los ojos e intenté ordenar mis pensamientos. Me preguntaba cómo podía haber estado tan ciega y equivocarme tanto con Nema. Tal vez era cierto y realmente tenía a una enemiga en la finca. ¿Y qué era lo que me quería decir sobre Jovan? ¿Por qué me amenazaba Nema con la muerte a manos de mi suegro, que si bien era impaciente, estaba segura de que jamás me haría daño?
Cuando volví a abrir los ojos, una anilla para atar las riendas relució a la luz matinal que entraba por la estrecha apertura de la ventana. De repente no pude soportar quedarme ni un instante más en el establo. Tenía que salir de allí. Y el único con el que quería hablar vivía a un buen trecho de las torres.
Cuando poco después salí a caballo del establo, oí que en la casa se cerraba una puerta con un fuerte portazo. Viento se asustó y trotó nervioso sobre las patas traseras. Yo me sujeté de su crin y tuve que agacharme para no golpearme contra el travesaño superior del marco de la puerta. A Nema se la había tragado la tierra y yo me alegré de ello. Recé de agradecimiento por no haberme roto la crisma y con cuidado piqué espuelas al caballo.
Al galope, con cada salto, la crin me daba latigazos en las mejillas de lo mucho que me incliné sobre Viento. Durante los primeros minutos cabalgué agarrotada. Varias veces casi me escurrí de la montura, pero finalmente me incorporé y me acomodé a sus saltos.
Con cada zancada que me alejaba de las torres, podía respirar mejor. Deseaba encontrarme a Dušan sentado bajo el árbol del ahorcado, pero el sitio junto al cruce de caminos estaba vacío, así que no tomé el camino hacia el pueblo, sino que conduje a Viento en otra dirección. Bajo sus cascos saltaba y volaba la hierba, y el frío viento refrescaba mi acalorado rostro. Pronto disipé a lo lejos la banda verde azulada del río y olí el aroma penetrante a densa agua de verano y a juncos. Sólo cuando el sonido de los cascos de Viento empezó a amortiguarse sobre la mojada y musgosa tierra le hice reducir la velocidad y caminar al paso a lo largo de la orilla del río. En las cercanías balaban ovejas. Tuve que cabalgar durante un buen trecho en dirección a Paraćin hasta que descubrí las cabañas de los balseros. Se escondían entre la maleza de la orilla del río y los frondosos álamos que estiraban sus ramas por encima de la corriente. Una balsa que hacía aguas y que no había transportado mercancía a la otra orilla desde hacía mucho tiempo estaba medio hundida junto a un cochambroso muelle. Con las piernas temblorosas me bajé del caballo y me acerqué titubeando a la única cabaña que aún tenía puerta y un tejado medianamente intacto. Sentí un extraño recelo al acercarme tanto a la vida de Dušan.
—¿Dušan? —le llamé dubitativa.
No parecía haber nadie, así que até a Viento y me atreví a acercarme más. Hojas secas revoloteaban con el cálido viento veraniego ante el umbral. La puerta no estaba atrancada y, cuando la abrí con cautela, fui consciente de que apenas sabía nada sobre el hombre que desde hacía semanas me contaba historias y me hacía reír. Tan sólo conocía sus canciones sobre héroes y tesoros, pero en esta cabaña vivía alguien que ni poseía nada ni tenía nada que perder. En la habitación había un catre con paja y, en vez de una mesa, había un paño extendido en el suelo. Encima, había un jarro y un plato de madera vacío. Las telarañas colgaban de las vigas del techo. ¿Y si ya no estaba allí? «¿Y si nunca ha vivido aquí?», me decía una desconfiada voz en mi interior.
—¡Eh! ¿Qué estás buscando tú por aquí?
No muy lejos de los árboles, un hombrecillo desgarbado y enjuto estaba observándome con aire desconfiado y, como me pareció, también despectivo. Su barba y sus desgreñados cabellos eran de un rojo sucio. No parecía un pastor, más bien un vagabundo que buscaba refugio en las cabañas de los balseros.
—¡Busco al leñador! —respondí—. Vive por aquí, ¿no? ¿O es que hay otras cabañas de balseros?
El hombre gruñón se apoyó con pesadez sobre su nudoso bastón y escupió al suelo.
—Sí, estas son las cabañas de los balseros —gruñó—. ¿Por qué?
Avergonzada me remetí mis despeinados rizos bajo el pañuelo.
—¿Vive aquí o no?
El hombre parecía estar pensándose si contestarme o no, pero finalmente, para tranquilidad mía, asintió con la cabeza.
—¿Te refieres a Dušan, no? Hace un par de días aún estaba aquí. Pero hace algún tiempo que no le veo. Es posible que ya se haya ido con los demás. Ya se sabe lo que pasa con los errantes: hoy aquí, mañana allá.
Sentí que me quedaba blanca. «No se iría sin despedirse de mí»… pensé, aunque no estaba segura en absoluto.
Rápidamente saqué una moneda y se la ofrecía al hombre.
—Si le vieras, dale un recado: que vaya a Las Tres Torres.
El pelirrojo sonrió con malicia y se guardó la moneda sin titubear.
—¿Ah, con que a las torres? —comentó—. Entonces tú debes de ser la novia del joven Vukovic, ¿no?
No le contesté. Con los ojos semicerrados me observó mientras yo volvía a subirme al caballo con alguna dificultad. Su descarada sonrisa me molestaba, pero era muy consciente de la imagen que debía de estar dándole: una mujer casada que sin ningún reparo ni decoro corría tras un soltero. Y por si fuera poco, viajaba montada a caballo; algo que no le correspondía en absoluto a una mujer.
A velocidad de vértigo reflexioné sobre qué hacer. Bajo ningún concepto quería volver a las torres. Además, aún tenía esperanzas de encontrar a Dušan en alguna otra parte. Indecisa miré hacia el bosque.
—¡Oye! —llamé al hombre—. ¿Cómo llego a la casa de la viuda Dimic?
* * *
El hogar de Anica era humilde, apenas una caseta con un tejado sobre el que habían puesto hierba y piedras para hacer peso. Dos esqueléticas vacas negras levantaron sus cabezas y me miraron. Algunas gallinas se apiñaban alrededor de un tronco para cortar leña en mitad de un pequeño patio. A su lado había leña recién cortada y apilada. Tal vez Dušan la había cortado para Anica. Detrás de la caseta se extendía un pequeño campo de maíz.
Ningún perro ladró al acercarme a la puerta. No estaba segura de qué deseaba más: si encontrar a Dušan aquí o que no estuviera en casa de Anica Dimic. Justo estaba levantando la mano para llamar a la puerta cuando desde el interior escuché una risa. Estaba tan cerca que volví a bajar rápidamente la mano y retrocedí. Siempre me había imaginado la voz de Anica aguda y clara, pero en realidad era grave y un poco ronca. Desconcertada miré hacia la ventana. Estaba entreabierta, por eso su voz no había sonado amortiguada. Ahora murmuraba algo que no entendí, y volvió a reírse. Debí de llamar en ese instante, pero no; hice lo más insensato: a hurtadillas me acerqué a la ventana, me puse de puntillas y eché un vistazo al interior de la casa.
Aún hoy me sigue sorprendiendo lo mucho que me importó lo que vi aunque en mi interior ya me lo imaginaba. Los dos estaban tumbados sobre una cama a la sombra de una hornacina. Un haz de luz polvorienta hacía resaltar la blanca y desnuda espalda de Anica. El cabello le caía como una cascada de agua negra por encima de los hombros y por encima del torso y la cara de Dušan. Como una mariposa ardiendo los celos crecieron en mi pecho. Pero había algo más que me desconcertó por completo: eso que estaba viendo ahí no tenía nada que ver con lo que mi madre me había contado acerca de la unión entre una mujer y un hombre. No tenía nada de secretismo ni de alcobas oscuras, de pecado ni de dolor. Aquí había risas, aquí había piel contra piel, y en todo ello había armonía. Sentí la total confianza entre ellos, y un nudo me atenazó la garganta. Dos amantes abrazándose. Eso que veía era la verdad de Nevena.
Aturdida, me aparté de la ventana y me acurruqué encima del tronco de cortar la leña sobre el que aún colgaban las plumas de gallina de la última matanza. Las lágrimas corrían por mis mejillas y goteaban desde mi nariz sobre mis apretados puños. Aquella mañana conocí los celos con toda su cruda y dolorosa fuerza. «No tienes ningún derecho a enfadarte», me decía a mí misma. «Dušan no te ha hecho nada, puede besar a quien quiera. Además, tú tienes un marido…». Pero mi salvaje e insensato corazón decía algo muy distinto.
No me di cuenta de cómo pasó el tiempo mientras a la sombra de la caseta luchaba contra mi destino. Me pareció que tan sólo habían pasado pocos momentos, cuando de pronto la puerta se abrió y Anica salió al sol. Volvía a vestir su traje de viuda, pero su cabello seguía suelto y le caía hasta la cintura. Alrededor de su boca se esbozaba una sonrisa que le daba a su belleza algo cortante, claro. Un perro negro, sin duda hermano de Sívac, se escabulló por su lado al exterior y me descubrió. Saltando y ladrando vino hacia mí. Viéndome descubierta, me levanté como una exhalación. Anica me vio y su sonrisa desapareció de inmediato.
—¡Lepa! —gritó.
El perro se detuvo patinando y miró sorprendido a su ama. Justo me disponía a explicarle que había venido para hablar con Dušan, cuando ella se giró y con voz ronca dijo:
—¡Jasna está aquí!
Se escucharon unos pesados pasos y entonces Dušan salió por la puerta. Sólo que… no era Dušan, ¡sino Danilo!
En esos instantes en los que el tiempo se detuvo, comprendí muchas cosas. Como si hubiera llevado un velo negro que de repente se había elevado para mostrarme la finca y sus habitantes con una luz tan fuerte que casi dolía. Vi los dobleces de esa familia de la que creía ser parte. Y por primera vez me vi como lo que sospechaba ser desde hace tiempo: una marginada, al margen de la verdad, al margen del pueblo y al margen de su nueva familia. Y pensé: «Branka lo sabe. Y Stana, y los demás del pueblo. ¿Y Dušan?».
Conocía al Danilo serio y arisco, enfadado, pero ahora, por primera vez le vi asustado y completamente sorprendido. Nos quedamos mudos uno frente al otro, ninguno de los dos fue capaz de decir una sola palabra.
Finalmente fue Anica la que reaccionó. Con tranquilidad se acercó a mi marido y enganchó su brazo en el suyo. Había algo posesivo en ese gesto. Y al contrario que Danilo, que miró avergonzado al suelo, ella me mantuvo la mirada. Sus ojos eran castaños, pero en comparación con su negro cabello parecían claros como el dorado ámbar.
—Siento que te hayas enterado de esta forma —dijo.
De repente todo me vino a la cabeza: mi primer encuentro con Danilo, la boda y todas las noches en las que había temido que mi marido fuera a tocarme; frente a la imagen de los amantes que me mostraba, con más amargura si cabe, que había sido doblemente engañada.
—Jasna —dijo Danilo—, lo siento. Compréndelo, yo no quería…
Mi sensata hermana Jelka seguro que en esa situación me habría recomendado ser razonable y lista, y no enfurecerme. «Los hombres son así», oí la voz de mi hermana en mi mente. Pero mi lógica se iba esfumando de un segundo a otro.
—¡Adúltero! —solté de sopetón—. ¡Cobarde! ¡Mentiroso!
Agarré lo primero que me vino a las manos: un trozo de leña irregular que había junto al tronco. Danilo logró a duras penas levantar el brazo antes de que el trozo de madera le alcanzara en la frente.
—¡Diablos, Jasna! ¡Para!
—¡Tú no vas a volver a darme órdenes, estafador! —le grité—. ¡Tú fornicando aquí mientras que en la finca nos roban los caballos! ¡A una mujer la empalarían por lo que tú haces! ¡Si yo fuera un hombre, podría cortarte la nariz con un hacha y echarte a patadas!
Cuando uno de los leños casi acierta a Anica, esta saltó gritando y se puso a salvo junto a la caseta. La perra se abalanzó ladrando hacia mí, pero yo la grité y apunté bien. Lloriqueando y tocada, se retiró gimiendo.
—¡Ya basta, Jasna! —gritó Danilo, pero el siguiente trozo de madera ya volaba por los aires y dio con un fuerte clong en la contraventana.
Ya no recuerdo todo lo que les grité a Danilo y a Anica. Pero una cosa sí la recuerdo: que jamás había insultado con tanta ira a dos personas.
—¿Sabes qué es lo peor? —le grité a Anica—. ¡Que cuando te vi por primera vez me caíste bien! Pensé que nos parecíamos. ¡Pensé que me habías regalado a Sívac porque querías ser mi amiga, pero en realidad sólo me regalaste ese maldito chucho para recordarle a mi marido a qué cama pertenecía! ¿Con él también bailaste junto al fuego? ¿Cuántos hombres más tienes? ¿A quién más invitas a tu casa?
—¡Ya basta! —Danilo iba a venir hacia mí, pero Anica lo retuvo.
—¡Déjala! —dijo.
Ahora su voz temblaba, de su frialdad y dominio no quedaba ni rastro.
—¡Vete al infierno, Danilo! —dije enfurecida—. ¿Por qué me has tocado siquiera, si ya la tienes a ella?
Los ojos de Anica se abrieron como platos y se giró como una exhalación hacia Danilo.
—¿Que has hecho qué? —le reprendió.
Yo me di media vuelta y corrí hacia Viento. Este se asustó al ver que me abalanzaba sobre él, pero yo ya lo había agarrado por las riendas y me subía a la montura.
—¡Me juraste que no le ibas a poner una mano encima! —oí decir a Anica, mientras yo azuzaba a Viento al galope.
Entonces, por fin, las voces se perdieron en los golpes de los cascos del caballo.
* * *
No recuerdo cómo llegué nuevamente al río. Ni tampoco cuándo había desmontado y me había acurrucado a la sombra de un olmo. En cuanto cerraba los ojos aparecía de inmediato la imagen de los amantes ante mí. La traición de Danilo había calado hondo y pensé que nunca más sería capaz de volver a hablar con él.
«Levántate y regresa», me susurró Bela. «¡No te quedes aquí, donde el lobo puede encontrarte!».
—No voy a volver —murmuré—. Nunca más.
Eso fue lo peor de todo. De repente ya no tenía a nadie junto al que poder cobijarme o adonde poder regresar. ¿Y Dušan? Me dolía imaginar que de verdad se había marchado dejándome atrás. Apreté las palmas de mis manos contra los ojos esperando que al menos se me pasara el dolor de cabeza tan punzante que sentía.
Cuando volví a abrir los ojos me envolvía una calma pesada como el plomo. La rabia había desaparecido, quedaban la decepción y la gran vergüenza que sentía, a pesar de que había sido Danilo el que me había engañado. Estaba tumbada bajo el olmo, mi cuello rígido, mi mejilla posada sobre una dura raíz y el sabor de la tierra en la boca.
Con dificultad me incorporé y miré a mi alrededor. El sol ya había descendido un buen trozo en el cielo y Viento no estaba atado donde yo lo había dejado. De inmediato me puse en pie, convencida de que el ladrón de caballos había estado allí. Entonces vi a mi caballo a lo lejos: se había soltado y trotaba con las riendas colgando en dirección a las torres.
* * *
Ya desde lejos vi que Jovan y Simeón habían vuelto. Sus dos caballos estaban delante del establo. Ya habían sido desensillados, pero su pelaje aún estaba brillante y allí donde habían posado las monturas estaban mojados de sudor. A su lado estaba también mi infiel Viento, mirando y agudizando las orejas hacia mí de forma inocente. Entré en la finca justo cuando Simeón sacaba a una yegua del establo. Al verme se reflejó en su rostro una expresión de alivio. En aquel momento me sentó muy bien ver que alguien de esa finca se alegraba de verme.
—Cielo santo, ¿pero dónde has estado? —exclamó desde lejos—. Acabo de encontrarme a Viento en el prado, con la montura y el apareo, pastando junto a las yeguas. Así que inmediatamente he venido a por una yegua para salir otra vez y buscarte. ¿Dónde te ha tirado de la silla? ¿Estás bien?
—No, no, sólo se soltó —dije con voz cansada—, y he tenido que hacer todo el camino desde el río hasta aquí a pie.
Simeón frunció el ceño pero no preguntó nada más.
—¡Bueno, menos mal que no te ha pasado nada! Escucha, será mejor que te vayas ahora mismo a vuestra torre y no te dejes ver hoy por aquí. Jovan está que echa chispas.
—¿Y… Danilo? ¿También ha vuelto ya?
Al pronunciar el nombre, mi corazón dio un pequeño y doloroso vuelco.
Simeón asintió preocupado.
—Está aquí, sí. Pero ya te imaginarás la que hay formada. Jovan culpa a Danilo del robo de los caballos.
—¿A Danilo? ¿Pero por qué? Si ni siquiera estaba aquí.
Sentí una punzada en el corazón, al ser consciente de dónde había pasado mi marido la noche. Y al instante volví a sentirme desgraciada.
—Precisamente por eso —murmuró Simeón.
Me preguntaba si él sabría algo sobre ese amor secreto, pero parecía tan preocupado que no me lo podía imaginar.
Ya desde el pasillo pude oír la discusión. De puntillas me acerqué a la puerta y me asomé a escondidas a la habitación turca.
—Te he confiado la finca, pero tú ni siquiera te ocupas de ella, ¿verdad? —le gritaba Jovan a su hijo—. ¡Si Jasna no hubiera dado la alarma, habrían robado también las demás yeguas! Quieres matar todo lo que me importa, ¿verdad?
—Si tú lo dices, padre —respondió Danilo con frialdad.
No se defendió cuando Jovan le agarró por las solapas y lo arrastró detrás de la pesada mesa de madera. Un cuenco cayó al suelo y se rompió, pero ninguno de los dos se preocupó por ello.
—¡No estabas en la finca! —le gritó Jovan a Danilo—. ¡Y uno de los hajduks me ha dicho que te vio el sábado por la noche por el pueblo! Estoy seguro de que ese día no te envié allí por negocios. Así que: ¿por dónde andas sin que yo lo sepa, mientras tu mujer te espera y los caballos están sin vigilancia? ¿Tengo que sacártelo a golpes?
—¡Inténtalo!
Padre e hijo eran dos lobos dispuestos a saltarse mutuamente a la yugular. De repente supe con claridad que en esa finca nunca habría paz entre esos dos. Y una cosa más ocurrió en aquel momento conmigo. Durante todo el largo camino hasta allí había pensado que nunca más iba a poder mirar a Danilo sin sentir desprecio por él, pero ahora que su padre estaba a punto de darle una paliza, reconocí que había llegado el momento en el que definitivamente tenía que decidir de qué lado estaba. Pensé en la confianza que había entre Anica y Danilo… y tuve que reconocerme que yo no amaba a Danilo y que precisamente por eso tampoco estaba sedienta de venganza. Estaba dolida y furiosa, también decepcionada, pero no en lo más profundo de mi corazón. No había llegado a odiar a Danilo lo suficiente como para quedarme ahora mirando cómo su padre le golpeaba.
Inspiré profundamente y entré en la habitación. Danilo me vio y se mordió el labio inferior. En su rostro leía lo que pensaba: que los delataría, a Anica y a él, y los entregaría.
—Mi marido estuvo conmigo, suegro —dije con voz tranquila.
La garra de Jovan se aflojó, soltó a Danilo y se giró hacia mí.
—Mira por dónde, mi nuera también tiene algo que decir, ¿eh? Vaya, conque estuvo contigo, ¿eh?
Me puse al lado de Danilo.
—Sí.
Los ojos de Jovan se estrecharon.
—Entonces, ¿a quién vio el comandante de los hajduks?
—Posiblemente al mismo jinete que ven todos los borrachos cuando miran a las nubes medio ciegos por el aguardiente —contesté—. El sábado por la boche Danilo estuvo en nuestra torre. Y esta noche se fue porque yo había oído algo y le pedí que fuera a asegurarse de que todo estaba bien.
Jovan resopló de forma despectiva.
—¿No me dirás que no tomé la mejor elección para ti? —dijo dirigiéndose a su hijo—. Una buena mujer. No es tonta, no tiene miedo ni tiene pelos en la lengua. Y se mantiene a tu lado como una roca, como debe ser en un matrimonio de verdad. Es una pena que no os toméis tan en serio vuestros votos nupciales.
—¿Pero por qué estáis tan obsesionados con eso? —le pregunté—. ¿Porque… sois culpable de la muerte de Marja? ¿Os persigue, suegro? —era como si otra Jasna estuviera hablando a través de mí, una mujer que se mantenía erguida y cuya voz no era temerosa, sino firme—. Creéis que esta maldición llegará a su fin en cuanto tengáis un nieto, ¿verdad? Creéis que esa será la señal con la que Dios os muestre su perdón…, sea lo que sea que tenga que perdonaros.
«¡Menuda lengua afilada tienes!», escuché decir en mi interior la voz de Jelka. «¡Eso te va a costar el cuello!».
Sobre las sienes de Jovan aparecieron dos venas; hinchadas, pero curiosamente no sentí miedo. Y decidí que lo peor ya me había sucedido y que no quería seguir sintiendo más miedo. Fueran las que fueran las normas que reinaban en aquella familia, allí afuera había otro mundo. Estaban el pueblo y personas como Dušan. Había un territorio turco en el que la gente celebraba fiestas y reía como en cualquier otra parte. Nada era ya como me parecía al principio. Y ningún hombre, ni siquiera Jovan, era todopoderoso y dueño de mi vida.
—La gente del pueblo me dijo que el diablo mantiene a Marja con vida y que ninguna chica quería casarse con Danilo —continué hablando—. Que por eso tuvisteis que traer a una mujer del extranjero. Sin embargo, su hijo y yo… tan sólo somos títeres en el solitario juego que vos jugáis con Dios por vuestra alma. Y hasta que llegue el desenlace, estáis alimentando al vengativo espíritu de Marja con la sangre de corceles negros, para que ella os deje en paz. ¡Suegro, estáis alimentando a una criatura del mal! Pero tal vez el diablo os haya encontrado hace tiempo, Jovan. Posiblemente fue su imagen la que vi esta noche a orillas del bosque.
Jovan se había puesto pálido en cuanto mencioné el nombre de Marja. Pero al decir mi última frase observé cómo ese hombre fuerte se venía abajo por completo. El miedo asomó a su rostro haciéndole parecer mayor. Por un instante me arrepentí de mis duras palabras.
—Tus días… en esta finca están contados, Jasna —dijo con voz ronca.
Yo me estremecí, pero Danilo me echó el brazo por encima y me apretó a él de forma protectora.
—Eso lo dudo mucho —le contestó a su padre—. Esta unión es para siempre. Tú mismo lo dijiste y no voy a permitirte que destierres a Jasna.
Sorprendida alcé los ojos hacia él, que a su vez mantenía la mirada a su padre.
—¡Danilo, tú te vienes conmigo! —le ordenó Jovan con ruda voz, y salió precipitadamente pasando por nuestro lado hacia la puerta.
—¡Simeón! —le escuchamos gritar por el patio un instante después—. Si queremos atrapar al ladrón y recuperar las yeguas, no tenemos mucho tiempo. ¡Ensilla para Danilo y para mí dos caballos veloces! ¡Nos vamos!
Danilo seguía abrazándome y yo sentí cómo temblaba.
—Gracias —dijo en voz baja.
Con cuidado me aparté de él y volví a poner distancia entre nosotros.
—No me apetecía ver cómo te mataba —contesté con frialdad—. Porque eso prefiero hacerlo yo.
—Las cosas… no son como posiblemente estás pensando —dijo en voz baja—. Anica y yo nos queremos desde hace mucho.
—¡Entonces tendrías que haberte casado con ella y no conmigo! ¿Lo sabe Simeón?
De forma casi imperceptible, Danilo movió la cabeza negativamente.
—Él sabe que antes nos queríamos. Deseábamos casamos, pero su familia se lo prohibió y la obligaron a casarse con Luka —la comisura de sus labios formó una sonrisa irónica—. Sólo para que yo no la consiguiera.
—Entonces, ¿es cierto? —pregunté—. ¿Los Vukovic estáis malditos? ¿Es por eso por lo que tu padre tiene miedo?
El silencio de Danilo fue contestación suficiente.
—¿Y… Marja?
Danilo bajó la cabeza. El cabello oscuro le cayó sobre la frente y los ojos.
—No todo lo que parece obra del diablo lo es en realidad. Mi madre está muerta, el diablo no la mantiene con vida en absoluto y tampoco estamos alimentando a su espectro. Y en lo referente a la sangre de caballo…, por estas tierras se bebe para conseguir fortaleza.
En ese momento al menos aprendí otra cosa nueva sobre mi marido: no sabía mentir mucho mejor que yo.
—¡Dime la verdad de una vez!
—No esperes demasiado de la verdad —me contestó mirándome nuevamente a los ojos.
Esa mirada fue tan cercana y sincera, que la percibí casi como una caricia. Para sorpresa mía, Danilo me sonrió. No de forma amargada o cínica, como otras veces, sino sorprendido, casi amablemente.
—Cuando te vi por primera vez pensé que únicamente eras una chica cualquiera —dijo—. Pensé que serías débil, pero no podía haberme equivocado más. Eres como el agua, que siempre encuentra su camino, incluso a través de la piedra si fuera necesario. Y siempre haces exactamente lo que hay que hacer…, aunque se trate de dar la cara por el hombre al que odias.
—¡Pero si yo no te odio en absoluto! —exclamé—. Yo…
Enmudecí de golpe. ¿Qué iba a decirle? ¿Que durante muchas noches deseé poder amarle… y que aún así sabía que me sería imposible? ¿Que sólo desde ese día había dejado de ser un extraño para mí? ¿Y que ahora deseaba que me hubiera hablado con la misma sinceridad en nuestra noche de bodas?
—¿Qué vamos a hacer ahora? —pegunté en cambio—. Tu padre nos mata como se entere de que le estamos engañando. ¿Cómo va continuar esto? ¿Cuál es mi sitio en todo esto?
—Tu sitio está aquí —dijo con una firmeza que me era nueva en él—. Las Tres Torres son tu hogar —y se echó a reír como si sus propias palabras le estuvieran sorprendiendo—. Tenías razón cuando dijiste que soy un cobarde. Obedecí a mi padre de forma ciega, con la ridícula esperanza de ganarme su reconocimiento. Pero eso ya se acabó definitivamente.
No le detuve más y Danilo salió de la habitación sin mirar atrás, con pasos largos y decididos hacia el establo. Por la ventana vi cómo Jovan y él se alejaron al galope. Bajo las patas de los caballos se levantó una nube de polvo que se mantuvo bailando en el aire de verano.