Capítulo 7

Seguí el consejo de Branka y coloqué uno de los cintos de Danilo sobre la colcha de la cama para mantener a Marja alejada. Sin embargo, como si la historia de la anciana hubiera conjurado al mal, empecé a encontrar cosas que confirmaban mi desconfianza: alguien ponía durante la noche espinosas zarzas sobre el umbral de mi puerta, como para que me pinchara; el cuchillo desapareció del alféizar de mi ventana y no volvió a aparecer; y una mañana encontré delante de la puerta una paloma muerta manchada de sangre, con las alas abiertas como si estuviera crucificada. Pero nadie, a parte de mí, hacia caso de la silenciosa amenaza.

—Son imaginaciones tuyas —gruñó Simeón contrariado—. Aquí, en las torres, hay halcones; alguno de ellos habrá matado a la paloma. Y respecto al cuchillo, seguro que tú misma lo has dejado en alguna parte.

Solo la torre negra sonreía con sorna. Durante el día conseguía distraerme. Antes del amanecer amasaba el pan de maíz. Luego, ponía orden en el establo. Incluso vacié las cuatro despensas en el arcilloso sótano. En una de ellas encontré dos trozos grandes de carne que hacía tiempo que ya no estaban comestibles. Curiosamente no olían a podrido, sino únicamente se habían puesto duros y secos, y los cubría una grasienta capa parecida a la cera. Enterré los restos detrás de la torre y con la pala eché una capa de tierra en los hoyos que hacían de despensa.

No obstante, en cuanto oscurecía, regresaba el miedo. Apenas me atrevía a dominarme y, cuando lo conseguía, me despertaba poco después sobresaltada y jadeando entre sueños con fuego y humo. Marja estaba en todas partes, y yo tenía la sensación de sentir su aliento en mi nuca. Nema, que seguía enfadada por lo de las llaves, no contestaba ni una sola de mis preguntas. Pero me siguió como una sombra el día que me puse a registrar cada una de las habitaciones sin saber muy bien qué esperaba encontrar. Ciertamente hallé huellas de la difunta señora. Lo sabía porque, cada vez que sacaba algún objeto suyo de algún baúl, Nema se sobresaltaba y en su rostro aparecía un vibrante dolor.

Encontré un peine blanco y un espejo del tamaño de una mano, tan ciego de polvo que mi cara se reflejaba en él únicamente como sombra fantasmal. En el peine se había enredado un cabello. Sorprendida, lo saqué de él y lo sostuve a la luz. La imagen que me había creado de una mujer de cabello claro y delicado se convirtió definitivamente en la de una belleza oscura con los labios de color rojo sangre.

—Seguro que la peinaste a menudo con este peine —le dije a Nema—. Cuéntame algo sobre ella…

Pero la vieja criada muda ya me había dado la espalda y se había marchado apresurada, como si el diablo la estuviera persiguiendo. Aquel día no volví a verla. Cuando a la mañana siguiente estaba delante de nuestra torre cortando ajos para untar con ellos las cerraduras como protección contra males, ocurrió algo extraño: Nema vino hacia mí como una exhalación y me arrancó los ajos de las manos. Agarró mi cesto y salió corriendo veloz, que sólo pude seguirla atónita con la mirada. Para cuando la alcancé en la habitación turca, ella ya había tirado los ajos y hasta el cesto al fuego de leña.

—¿Qué has hecho? —exclamé enfadada.

Ella escupió a las llamas y me miró con furiosos destellos. Yo la reprendí, pero ella me hizo muecas raras y me maldijo con sus manos.

Aquella noche me mantuve alejada de la habitación turca y cosí espino blanco en los bajos de mis faldas para rechazar a los espíritus malignos.

* * *

A Dušan le volví a ver un domingo. Me sorprendió que llevara una camisa limpia y un oscuro pantalón nuevo. Bajo el sol matinal su cabello tenía el brillo del vino blanco.

—¡Eh, dame un beso, ljubica! —exclamó cuando le adelanté a paso ligero en el cruce de caminos.

—¿Por qué no besas la soga del ahorcado, mendrugo?

—¡Vas a ver, bruja! —dijo enfadado levantándose de un salto—. ¡A mí nadie me llama mendrugo!

—¿Acaso prefieres que te llame ladrón? —le contesté en tono sarcástico—. ¡Me sigues debiendo una respuesta!

—Vaya, y además eres curiosa, ¿eh? De nuevo quiso acompañarme y de nuevo le rechacé con insultos y amenazas. Pero aquel día no cogí ninguna piedra y por primera vez recorrimos juntos parte del camino…, lo suficientemente alejados el uno del otro para que pudiera parecer casualidad, pero lo suficiente cerca para conversar.

—¿Continúas queriendo ir a la iglesia? —quiso saber—. No te dejarán entrar. El patriarca ha ordenado que nadie te venda un perro, dice que sólo mataría a las ovejas y atacaría a la gente. Y que todo ser que pasa la noche en vuestra finca vuelve transformado y malvado.

Sentí cómo palidecía; esperaba que Dušan no me notara lo mucho que esas palabras me inquietaban.

—En ese caso habrá un montón de oficiales cabalgando por ahí sobre caballos endemoniados —contesté con subrayada frialdad.

Dušan se rió.

—Tal vez por eso que han ganado a los otomanos —dijo—. Un diablo contra otro. Por cierto, ¿conoces la historia de por qué Kraljevic Marko no acudió a Amselfeld para derrotar a los turcos?

Disimuladamente observé a Dušan de soslayo mientras hablaba del príncipe Marko. Me gustaba cómo brillaban sus ojos y cómo describía con gestos emotivos su historia. Eran instantes robados de una confianza extrañamente chispeante, antes de que Dušan y yo volviéramos a separarnos, como por casualidad, antes de que alguien nos viera juntos.

Si nos encontrábamos en el pueblo, jamás nos hablábamos.

* * *

Me hubiera encantado encontrar amigas, pero domingo tras domingo Milutin me echaba de la puerta de la iglesia como un arcángel a un alma pecadora. Aun así me sentaba bajo el ciruelo y dejaba que los pétalos de sus flores cayeran sobre mí como copos de nieve, antes de que el viento del mes de junio se las llevara definitivamente. Escuchaba los cánticos litúrgicos y, después de la misa, observaba a los mozos y a las muchachas solteras con sus faldas blancas mientras bailaban. Enferma de envidia por todo lo que me perdía, cantaba para mis adentros con ellos y me reía con las divertidas preguntas y respuestas que se hacían a coro unos a otros. Cuánto me habría gustado integrarme. Pero para ellos, yo era un fantasma al que sus miradas traspasaban. Las mujeres eran muy duras conmigo y me hacían sentir todo el rato que era una forastera y que siempre lo seria. Únicamente Branka y la granjera Stana hablaban de tanto en cuanto conmigo.

—¿Qué hay de nuevo por las torres? —me preguntaba Branka, cada vez con más insistencia.

Podía haberle contado que el secreto de Marja casi me asfixiaba y que cada día descubría cosas nuevas que me inquietaban: que Nema a veces lloraba sin ninguna razón y que durante esos días también Jovan parecía triste e irritable; que las conversaciones enmudecían en cuanto yo me acercaba; que no podía tocar ni un ajo, como si fuera una insolencia querer alejar el mal; y que Nema incluso borraba las cruces de tiza que yo pintaba en las puertas para ahuyentar a brujas, vampiros y demás espectros.

Jovan ya rara vez me llamaba «hija» y únicamente las noches en las que teníamos visitas se convertía en el cortés anfitrión que reía y contaba historias. Entre él y su hijo había una frialdad que me hacía temblar. Desde nuestra conversación, Danilo era más amable conmigo, pero evitaba la cama conyugal como si estuviera maldita. Claro que para mis adentros me sentía aliviada por ello. A menudo, cuando me despertaba por las noches, veía que el lado de la cama de Danilo estaba intacto. A veces incluso permanecía desaparecido durante todo el día.

—Ha ido a los lejanos prados de los aparceros —me contestaba Simeón, cuando le preguntaba—. Y algunas noches está inquieto, y suele cabalgar hasta el regimiento Stalater.

Yo le creía. ¿Por qué iba a dudar de sus palabras?

Pero de todo ellos, nada le conté a Branka. En cambio soporté su curiosidad y sus continuos consejos.

—Mira por dónde aparece la samohranica —me susurró Stana un domingo—. La viuda de Luka Dimic.

Esperaba ver a una encorvada mujer anciana, pero esta viuda no pasaría de los dieciocho. Cuando se acercó, vi que tenía una suave y bonita cara de ojos tristes. Llevaba el cabello negro muy estirado con la raya en medio. Las viudas jóvenes lo tenían difícil en todos los pueblos, pero esta encima parecía tener una reputación especialmente mala. Unos niños intentaron colgarle por detrás, sin ser vistos, un rabo de cabra a su cinto, pero ella descubrió el cruel juego y ahuyentó a la manada. Los hombres silbaban tras ella y hacían chistes de mal gusto, y de repente me vi rodeada de mujeres. Entre la viuda y el resto de la comunidad del pueblo se creó un foso invisible y descubrí que por lo visto a mí me situaban al lado de las del pueblo, siempre que se trataba de excluir a otra mujer.

—No la había visto nunca en el pueblo —le susurré a Stana.

—Bueno, es que no se deja ver mucho por aquí —murmuró la granjera—. Su marido le dejó una pequeña casa. Pero una casa en la que vive una persona sola es tan sólo una cueva vacía. Tampoco tiene hijos.

Stana no fue la única cuya mirada se deslizó desvergonzadamente hacia mi vientre. Odiaba que las mujeres hicieran eso, pero naturalmente tenía muy claro que cuando yo no estaba presente se hartarían de cotillear sobre si me quedaría embarazada del hombre-diablo y cuándo. La mayoría de las veces conseguían apartar este pensamiento, pero en esta ocasión sentí que se me cerraba la garganta. De nuevo recordé la impaciente mirada de mi suegro y me sentí como si estuviera frente a una trampa que en algún momento se cerraría sobre mí.

—¿Cuándo murió su marido? —pregunté y tuve que carraspear de lo ronca que sonó mi voz.

—Hace unos meses —Stana, que estaba sentada en mi banco, se acercó un poco más a mí—. ¡Pero siempre se ha relamido los labios en cuanto se le acerca algún hombre!

No dije nada pero pensé para mí lo mucho que se parecían las mujeres en todos los pueblos. Sólo que en la aldea del valle no había sido de una viuda de la que se murmuraba que iba detrás de los hombres como una perra en celo. No, allí se había hablado así de mi hermana Nevena.

La viuda pasó por nuestro lado hacia la iglesia y de pasada también me inspeccionó. No pude evitarlo: me cayó bien al instante y de buena gana la había sonreído. Su soledad me conmovió, más aún porque esa mujer con el mentón altivo y orgulloso me recordaba realmente a Nevena. Como aquel día, Stana se llevó mis velas para los santos, pero antes de que siguiera a la viuda y a las demás mujeres al interior de la iglesia, se detuvo directamente frente al patriarca.

—¿Va a quedarse la muchacha también en invierno sentada ahí afuera en ese banco? —le preguntó—. ¿Por qué tiene que ser juzgada por los pecados de otros?

—Stana, yo no juzgo a nadie —le respondió Milutin tranquilo—. La decisión última sobre el alma de una persona sólo la tiene Dios en el Juicio Final.

—¡Entonces déjala entrar! —insistió Stana—. ¿Por qué puede entrar en la casa de Dios una viuda como esa y ella no?

—La viuda Dimic es de los nuestros —dijo Milutin en tono severo—. En cambio la esposa de Vukovic es una extraña. Si se actúa con imprudencia, se puede invitar a entrar al mal.

—¡Yo no soy el mal! —las palabras simplemente brotaron de mi interior.

De pronto todos me miraron con indignación, incluso aquellos que normalmente me trataban como si fuera aire.

—¡Eminencia, sólo soy una extraña porque vos no me permitís entrar! —añadí con voz firme, y me preparé para un duelo de palabras.

Pero Milutin se calló.

El recuerdo de un viejo dolor apareció en su cara y la hizo parecer cansada y menos severa. Vi en ella sufrimiento, pero también fortaleza y orgullo. Y de repente comprendí que no era ningún sacerdote hipócrita con ansias de poder, sino, sobre todo, una persona que a pesar de sus propios miedos y dudas había hecho todo lo posible por mantener unida a su comunidad durante la ocupación turca. Pero también comprendí otra cosa, tan reveladora como definitiva. Dušan tenía razón con lo que dijo de Milutin. Al contrario que yo, él se dio cuenta de inmediato de que en este pueblo yo…, al igual que Marja, estaba condenado por siempre jamás a quedarme en el umbral de la iglesia, como una mendiga.

* * *

Cuando aquel día regresé alicaída y furiosa, encontré la finca especialmente silenciosa. No soplaba el viento, ni susurraba una hoja, tan sólo el aire parecía vibrar con el calor de julio. Las yeguas se apiñaban en la sombra del establo y no se movían. Nadie contestó a mi llamada, y yo me pregunté dónde se habría metido Nema. Jovan y Danilo se habían ido a Paraćin y no regresarían antes del anochecer. La única que me esperaba era la torre negra. Se elevaba delante de la roca como si me estuviera acechando.

Con la cabeza agachada me dirigí a paso ligero hacia mi torre buscando mientras andaba la llave correcta. Justo acababa de saltar el último escalón hacia la puerta cuando se me calló el llavero de las manos y estas aterrizaron sobre el umbral. En aquel silencio, el tintineo del metal chocando contra el suelo me resultó atronador. Me agaché rápidamente para recoger el llavero pero, asustada, me eché atrás. Algo mojado pringó mi mano y mojó el borde de mi manga. Al principio pensé que era agua, pero luego vi que el borde de mi manga se había teñido de rojo y me levanté dando un grito. ¡Sangre en el umbral! Casi me caigo escaleras abajo, pero en el último momento me contuve. Con el corazón acelerado miré atentamente el charco. «Demasiado transparente», pensó la parte sensata de mí, mientras yo seguía intentando recuperar el aliento. Entonces percibí el olor avinagrado. ¡Sólo era vino derramado! ¿Pero por qué salía de debajo de la puerta? Apresurada recogí el llavero del suelo y metí la llave en la cerradura. La puerta no estaba atrancada; enseguida cedió y se abrió.

—¿Danilo? —llamé.

Nadie me contestó. La jarra de vino que yo misma había llenado el día anterior y había puesto sobre la mesa se había volcado y el vino de color rojo oscuro se había esparcido por la mesa y el suelo.

El arcón de la cocina estaba abierto. ¿Acaso no lo había cerrado esa mañana? Salté por encima del charco de vino, descolgué la sartén más pesada de su gancho y corrí hacia la escalera. También en la alcoba me recibió un silencio fantasmal. No había nadie, claro que no. Danilo se había ido y Nema ya no tenía llave.

Cautelosamente volví a la cocina y me fijé con más detenimiento. Sólo entonces me di cuenta de que había una ventana abierta. Las contraventanas se habían vuelto a cerrar, pero aun así reconocí el espejo. Estaba apoyado inclinado sobre el marco de la ventana, como si alguien se hubiera estado contemplando en él y lo hubiera apartado con premura para salir huyendo de la casa. ¿Tal vez porque yo había vuelto?

Durante un buen rato me quedé simplemente parada, intentando respirar con más tranquilidad. Sabía que ni Simeón ni Danilo me creerían. Por lo que pude comprobar, no habían robado nada, aunque yo de todos modos no creía que aquello fuera la obra de un vulgar ladrón. Cogí el espejo del alféizar y me contemplé en él. Hacía ya bastante tiempo que no me había visto a mí misma.

La pálida mujer joven que vi con oscuras ojeras bajo los ojos no me gustó. ¡Cuánto había cambiado! Parecía más mayor, y más seria. La amenaza que me acechaba estaba consiguiendo hacer de mí alguien en cuyo rostro se marcaba una profunda preocupación y en los ojos yacía un gesto de temor.

La ira subió en mi interior, como aquella vez cuando, en casa de mi padre, garrote en mano, me coloqué junto a la puerta de la casa dispuesta a defender la vida de mi familia. A veces uno sólo tiene la opción de plantarle cara a su enemigo. Ninguna Branka, ni ningún sacerdote iban a ayudarme, así que había llegado la hora de que yo misma echara a Marja del umbral de mi puerta.

Tres palomas me miraron con curiosidad desde el ennegrecido techado de la torre negra cuando, con el corazón en un puño y al cobijo de los matorrales, me planté ante la deteriorada puerta. Mantenía la cerradura, sólo que estaba tan sucia y oxidada que desde lejos nunca me había dado cuenta. Nerviosa, manoseé en mi llavero, pero ninguna llave entraba. ¿Habría escondido Nema esta llave de mí? No, ella no había tenido tiempo de retirarla del llavero. Era mucho más probable que la llave se hubiera perdido hacía tiempo.

Bueno, existía otra vía. Miré hacia arriba y calculé la distancia que podía haber hasta la ventana. Luego, me guardé el peine y el espejo en mi cinto y caminé un trecho alrededor de la torre. Una rama se partió con un gran chasquido bajo mi pie al llegar junto a uno de los maltrechos árboles frutales. Las palomas levantaron el vuelo y huyeron.

—Señor, protégeme, mantén todo mal alejado de mí —recé susurrando mientras me remangada la falda y me quitaba los opanak y las medias, porque descalza podía trepar mejor.

Luego me aupé por el tronco del árbol, subiendo hasta una de las rajadas ventanas más bajas. Conseguí echar un vistazo al destrozar interior de la torre. Carbonizadas vigas despuntaban en todas direcciones desde las paredes. Cautelosa, me giré hacia el establo. Empecé a sudar: a lo lejos, al borde del prado, los criados arreglaban un muro. En cuanto girasen sus cabezas verían a la nuera de Jovan con las piernas descubiertas trepando como una bruja por la torre negra. Con rapidez seguí subiendo a través de ramas quebradizas, apoyé la rodilla sobre el alféizar y me colé por el estrecho hueco al interior de la torre.

Me di cuenta del peligro por los pelos. Justo en el último instante y moviendo los brazos conseguí mantener el equilibrio y echarme atrás. Los rayos de luz, cual largos dedos, penetraban por rendijas y agujeros superiores e iban a estrellarse contra unas losetas hechas añicos en el piso de abajo; ante mí el suelo se había abierto. Me encontraba de pie sobre una pequeña superficie de madera, aún intacta, que se apoyaba sobre una gran viga de carga, así que me agarré como un murciélago a las hendiduras de la pared. Partículas de polvo bailaban en el aire. Con el calor, el pestazo a moho y a excrementos de murciélago y de paloma era tan fuerte que se revolvieron las tripas. Transcurrió un buen rato hasta que me atreví a soltar la pared. Con cuidado me puse de cuclillas, me apoyé con las manos y me asomé hacia abajo. A través del inmenso agujero reconocí en el piso inferior suelo de arcilla, hojarasca seca y plumas de paloma.

«¿Qué creías?», me pregunté a mí misma. «¿Qué Marja no está muerta y que vive aquí? ¡Eso es una tumba!».

—¡Marja, esto es tuyo! —exclamé entonces, y mi voz sonó hueca y polvorienta como todo en ese lugar—. Es lo que querías recuperar, ¿verdad? ¡Pues tómalo y déjame en paz!

Escuché con el corazón encogido, pero todo lo que oí fue lejano relinchar de algunos caballos. El polvo me hacía cosquillas en la nariz y la lengua se le pegaba al velo del paladar. Me costó un inmenso valor decir el conjuro que mi madre me había enseñado.

—Dios, Señor y creador, manténla en su tumba —dije con voz alta y clara, mientras dibujaba una cruz sobre el espejo—. Tú no perteneces ya a la tierra. Aléjate de nosotros, tu sitio no está entre los vivos. Aléjate de nosotros o el dolor caerá sobre ti. Aléjate o el fuego de los ángeles te quemará y retirarán su clemencia. Amén.

De repente todo se volvió aún más silencioso. Algo parecía estar conteniendo la respiración. El vello de mis brazos se erizó, y luego…, rudo como un animal salvaje que ataca…, el miedo volvió a atraparme en sus fauces. Me levanté de un brinco y me puse a salvo con un salto mortal hacia la ventana. El polvo flotó, muchas piedrecitas cayeron bajo mis dedos al auparme por el alféizar de la ventana. Sin preocuparme por los criados, salté al árbol como alma que lleva el diablo. Cuando alcancé las ramas inferiores me detuve, con el corazón a punto de estallar; los arañazos de mis brazos ardían.

—¿Qué haces ahí?

Del susto que me di casi pierdo el equilibrio. Me giré y no supe si enojarme o pedir que se me tragara la tierra de la vergüenza.

Era Dušan. Estaba no muy lejos de la torre y al parecer había estado observando mi precipitada huida con toda tranquilidad. Sonreía con sorna, pero no hizo ademán de ofrecerme ayuda. En cambio arrancó una minúscula ramita y se la metió en la boca para mascarla como si fuera regaliz. Unos pasos detrás de él le esperaba su caballo. Estaba cubierto de sudor, como si acabara de cabalgar a gran velocidad, y llevaba la montura más miserable que jamás había visto. De la silla de montar colgaban dos sacos repletos.

Inspiré profundamente, descendí los últimos metros y salté al suelo. Al bajarme de nuevo la falda que llevaba recogida por encima de mis rodillas, me pinché con el espino blanco que me había cosido en el dobladillo.

—¡Pues sí que sabes trepar bien, condesa! —dijo Dušan—. Pero para los árboles frutales también hay escaleras. Claro que por otro lado…, ¡así se ven mejor tus piernas!

—¿Qué se te ha perdido a ti por aquí? —le reprendí.

Dušan silbó a través de sus dientes.

—¡Cuánta descortesía! —respondió con una sonrisa maliciosa—. Pasaba por aquí, eso es todo. Sin embargo, tu pregunta es muy interesante: qué haces tú aquí.

—Eso no es asunto tuyo.

Los ojos de Dušan se estrecharon al observarme más detenidamente. Debía de ofrecer un aspecto lamentable. Mis brazos estaban arañados por las ramas. En el pelo se me habían enredado telarañas y hojas.

—Parece como si hubieras visto a un fantasma —dijo Dušan.

Y para horror mío, se encaminó directamente a la puerta y empezó a aporrearla:

—¡Eh! ¡Marja Vukovic! —llamó—. ¡Tienes visita!

—¡Cállate! —dije casi gritando—. ¡Eso no tiene gracia!

Mis manos estaban apretadas como puños, de buena gana le habría golpeado.

—De modo que he acertado —afirmó—. ¿Y qué? ¿Habéis charlado?

Moví la cabeza negativamente.

—He pronunciado un conjuro, ¡burro!

Estaba segura de que ahora se burlaría de mí, pero él me observó con una extraña seriedad que hizo que toda su charlatanería semejara ser pura pose.

—Espero que tu conjuro ayude —respondió.

Hasta aquel día no me había dado cuenta con tanta claridad de que este leñador nómada escondía dos almas en su pecho. Pero me preguntaba cuál de las dos serviría para esconder al verdadero Dušan.

—¿De verdad… eres un subotan…, un nacido en sábado? —le pregunté—. ¿O sólo estabas fanfarroneando?

—Lo soy —contestó cruzándose de brazos.

—Entonces… ¿puedes realmente distinguir a un upir y ver fantasmas?

—¿Lo llamas upir? Aquí se llaman vampiros, sí, dicen que la gente como yo tenemos un sexto sentido para eso —dijo de forma evasiva—. Y tal vez yo lo tenga. Pero nunca en toda mi vida me he encontrado con un muerto viviente. Igual eso es porque tengo suerte. ¿Por qué quieres saberlo?

Me lamí los labios y titubeé, indecisa sobre si confiar o no en él.

—Marja… parece seguir aquí —dije finalmente—. Esta torre es su tumba. Creo que de vez en cuando sale de ella. Porque… alguien ha estado en mi casa. ¿Puedes verla? ¿O sientes su presencia?

Esperaba que Dušan me liberara de miedo, pero él se encogió de hombros.

—Aquí únicamente veo una torre carbonizada. Pero traigo conmigo mi hacha. Si quieres, podemos echar un vistazo y ver si se esconde ahí dentro.

Me imaginé lo que diría Jovan cuando viera la puerta de la torre destrozada y moví la cabeza negativamente.

—Ahí dentro no hay nada, ya he mirado yo. Un suelo de arcilla y excrementos de palomas.

Dušan ladeó la cabeza y me miró con aire pensativo.

—¿Alguien ha entrado en la casa, dices? Humm. Yo siempre he temido más a los vivos que a los muertos. Tal vez vuestra vieja sirvienta muda estuvo merodeando…

—Pues sí que me sirves de gran ayuda —murmuré y me retiré una hoja del pelo.

Pero extrañamente sus palabras me tranquilizaron. Tal vez Nema sí que tenía una segunda llave. Al fin y al cabo un fantasma no merodea a plena luz del día por ahí.

—Tal vez —dije.

Dušan torció la boca en una sonrisa. El silencio entre nosotros se prolongó, incluso duró demasiado, pero ninguno de los dos retiró la mirada. Y desconcertada descubrí que la sonrisa de Dušan despertaba en alguna parte de mi interior el deseo de caminar despreocupadamente a su lado por la hierba, oyendo sus canciones sobre lejanas aventuras. «No seas tonta», me reprendí a mí misma. «Este es el típico que les hace ojitos a todas las muchachas».

Como si Dušan hubiera oído ese pensamiento, volvió a ponerse serio.

—¡Ánimo, condesa! —dijo, pero no sonó alegre sino casi a la defensiva.

Y como si nos hubiéramos acercado demasiado, se dio media vuelta y se encaminó hacia su caballo. Estaba convencida de que se iba a montar y marcharse sin más, pero simplemente desató uno de los sacos de la montura. Cuando se giró hacia mí, volví a ver al altivo charlatán que tantas veces discutía conmigo de camino al pueblo.

—Este seguro que te vendrá bien —dijo levantando el saco.

Algo vivo empezó a moverse en su interior. Dušan soltó con rapidez el cordel y sacó a un perro pequeño de su interior… Ya no era un cachorrillo, pero tampoco era aún un perro guardián adulto; calcule que tendría unos siete u ocho meses de edad. Era negro como el azabache, con las orejas como un murciélago, y pataleaba en los brazos del leñador. Con la pata retiró la manga izquierda de Dušan hacia atrás y vi unas cicatrices que se cerraban alrededor de su muñeca como si fueran pulseras.

—Bueno, no es el perro más bonito —explico Dušan, que al parecer había malinterpretado la expresión de mi rostro—, pero querías un perro guardián, ¿no? Y este es mejor que ninguno —se acercó a mí y me puso el perro en los brazos—. Si fuera mío, se llamaría Sívac. Porque tiene una pata delantera gris, ¿lo ves?

—¿Qué te ha pasado en tu muñeca?

Dušan se echó a reír y se pasó la ramita con la lengua de un lado a otro de la boca.

—Vaya, vaya, de modo que también tienes ojos de halcón, ¿eh?

—¿Fueron… ataduras?

Si la pregunta despertó alguna inquietud en él, lo disimuló bastante bien.

—Si —contestó casi con indiferencia—. Me las pusieron hace muchos años, cuando los recaudadores de impuestos no consiguieron suficiente dinero de mi padre.

—¿Y te encerraron?

Dušan se encogió de hombros.

—Es lo que pretendían. Pero conseguí quitarme las cuerdas por el camino y huir —sonrió con picardía—. En el calabozo habría sucumbido o habría acabado en alguna finca desconocida como siervo. Eligieron mal. Mi padre jamás habría pagado los impuestos únicamente por mí. De todas formas el pobre diablo tampoco tenía nada…, bueno, excepto deudas de arriendos impagados y diez hijos.

No se preocupó por volverse a bajar la manga. Al ver las cicatrices no me atreví siquiera a imaginarme los dolores que debió de sufrir al sacar las manos de las ataduras.

—No pongas esa cara tan triste —dijo guiñándome un ojo—. La vida golpea a todos sus propias heridas. ¡A mí, igual que a ti!

Con esas palabras volvió a mirarme con insistencia y nuevamente tuve la sensación de que tras su alegre y burlona apariencia había escondido algo bien distinto.

—¿De dónde procedes?

Nunca habíamos hablado sobre nuestro pasado y me preguntaba si no estaba yendo demasiado lejos.

—La casa de mi padre estaba mucho más allá de Agram, en las cercanías de Ptuj —contestó Dušan—. En las granjas de allí se habla esloveno o húngaro.

—Pero no eres latino, ¿o sí?

Dušan se echó a reír.

—No, mi padre era un creyente de la verdadera fe. Después de mi huida me uní al pueblo errante. Y el paso de los años me llevó hasta los croatas y hasta Osijek, ala Sumadija, y finalmente vine a parar aquí, al río. Y quién sabe dónde estaré el verano que viene, talando árboles —con un gesto de cabeza abarcó todo aquello que veía—. En cambio, en una finca como esta, se vive mejor, ¿a que sí?

Apreté el perro con más fuerza contra mí. Empezó a lloriquear y, sin pensarlo, me puse a acunarlo, como solía hacer con Majda cuando lloraba. Cuando me di cuenta, se me puso un nudo en la garganta.

—Gracias por traer el perro hasta aquí —dije en voz baja y me giré para marcharme—. Cuando nos veamos la próxima vez, te daré una botella de aguardiente por él.

—Tomaré con mucho gusto el aguardiente, pero el perro te lo ha regalado Anica Dimic.

—¿La viuda? —me volví hacía él—. ¿Por qué? ¡Si no la conozco de nada!

—En cambio yo sí, y mucho —respondió Dušan con una sonrisa traicionera.

—¿Con que sí, eh? —dije.

Su sonrisa se hizo aún más amplia.

—Labios como la miel y cabello como la seda —cantó en voz baja—. Su casa está cerca de las cabañas de los balseros. No le gusta dejarse ver por el pueblo, pero durante la fogata de julio bailó conmigo junto al río. ¡Y qué bien baila!

De repente la soberbia de Dušan y mucho más su risa me enojaron.

—¡Fanfarrón! ¡Ella aún está de luto y no se le permite bailar!

—¿Qué te apuestas a que aun así lo hace? Puedes creerme.

Miré al perro en mis brazos. ¿Acaso Dušan decía la verdad?

—¿Es que no siente nada por su marido?

—Al menos no da esa impresión —el tono sarcástico en su voz me puso todavía más furiosa.

—¿Por qué no? —continué preguntando—. ¿Tan mal la trataba? ¿Es que la pegaba?

Dušan resoplo como si estuviera reteniendo una carcajada.

—Ya le habría gustado. Escucha, te voy a contar algo sobre el marido de Anica. Antaño, cuando el Señor creó a los animales y al hombre, regalo a las personas treinta años de vida. Al hombre eso no le bastó, así que los animales le regalaron los años que les sobraban. Y así vive hasta hoy. Desde su nacimiento hasta los treinta años, vive tal como quiso Dios: fuerte, sano y bello, un azar entre los seres. Desde los treinta hasta los cincuenta, es como el burro, que le regaló ese tiempo: se mata a trabajar para la comunidad, su casa y sus señores. De los cincuenta a los setenta se convierte en perro, que olfatea de todo y defiende con ladridos lo que ha acumulado. De los setenta a los ochenta años de edad es nuevamente como un niño y se asemeja al mono, que fue el que le regaló ese período de tiempo. Bueno, podrás imaginarte entonces que no es muy agradable compartir la cama con uno así.

—¿Tan mayor era?

—Anica tuvo que casarse con él, a pesar de que no quería hacerlo. El padrino de bodas tuvo que cantarle los votos nupciales al despistado novio. Murió casi un año después. Algunos del pueblo afirman que Anica le envenenó, pero Milutin no admite ese tipo de rumores.

—¡Para no llevar en el pueblo mucho más tiempo que yo, sabes bastante! —dije.

—Bueno, como errante oigo muchas cosas —dijo Dušan—. Podría decirse que para los pueblerinos soy algo así como invisible. Como si no les importara lo que cuentan estando yo cerca, porque mi presencia de cualquier forma no será duradera. La mayoría de las veces eso es muy útil. Y cuando le conté a Anica que el patriarca había prohibido a la gente que te vendiera un perro, me dijo que te trajera uno de los suyos.

—¿Pero cómo se le ocurre regalarme así sin más ni más un perro?

En los ojos de Dušan apareció la mofa.

—Sigues sin entenderlo, ¿eh? Nosotros, los marginados, siempre hacemos piña. Necesitamos amigos en momentos de apuros y debemos tener mucho cuidado de en quién confiar. Así ha sido siempre.

La palabra me golpeó como un latigazo. De un plumazo la claridad de aquel día había desaparecido.

—¡Yo no soy ninguna marginada! —me rebelé, pero naturalmente sabía desde la conversación delante de la iglesia que sí lo era, aunque comprender algo y admitírselo a uno mismo son dos cosas distintas.

—Ya, ¿estás segura? —me contradijo Dušan sin compasión—. Deja ya de soñar, Jasna. Tú nunca serás una más de las mujeres del pueblo. ¿Acaso crees que la vieja bruja del pueblo quiere de ti otra cosa que escuchar historias espeluznantes? ¿Y crees que la granjera Stana te aprecia porque tienes unos ojos castaños muy bonitos? ¿No será más bien que simplemente busca que la señora de la finca le compre sus cabras y sus gallinas?

—¡Deja de darme lecciones!

—¡Eh! —me llamó Dušan riéndose tras de mí, cuando yo ya me había alejado algunos pasos—. No te enfades tan pronto. ¡Ha sido un camino muy largo para mí! ¿Es que no me vas a dar nada a cambio? Anica me dijo que tú me pagarías.

—De mi no vas a recibir ni un mendrugo de pan duro. ¡Para que se los des de comer a tu rocín!

—¡Oye, no te quejes! Al fin y al cabo le tiraste una piedra e hiciste que se desbocara. Me pareció que por ello, aquí mi Šarac se había ganado una indemnización.

Me detuve al instante y miré hacia atrás.

—¿Šarac? —había llegado mi turno de mofarme de él—. ¿De verdad que has llamado a tu bayo Šarac?

A Dušan se le pasaron las ganas de reírse al instante.

—¿Acaso tienes algo en contra?

—¡Bueno, fíjate bien en él! Ni siquiera tiene manchas como su famoso antecesor. Ya que pones a tu caballo el nombre del hermoso e invencible corcel del héroe Kraljevic Marko, debería al menos parecerse un poco a él, ¿no crees?

Dušan escupió la ramita. De repente sus ojos soltaban destellos de enfado y yo me alegré maliciosamente de haber dado en la diana.

—¡Qué sabrás tú! —me bufó—. ¡Mi caballo es tres veces más heroico y más valiente que todos vuestros asustadizos y cojos húngaros juntos!

Maldijo en voz alta y se subió a la montura. Sorprendida de su ira, no pude más que mirar cómo se alejó galopeando colina abajo en dirección al bosque.

* * *

Como era de esperar, nadie me creyó cuando dije que alguien había entrado en la torre.

—Seguramente te habrías dejado la puerta abierta —lo justificó Simeón, tranquilizándose, cuando a la noche estábamos todos reunidos en la estancia turca.

—Sí, y el vino caro también lo demarré yo, ¿no? —dije sin pelos en la lengua—. ¡Ni hablar! A ver, ¿cuántas llaves más hay de las que no sé nada…?

Danilo y Jovan se miraron. En sus cabellos aún se veía el polvo del largo viaje. El cansancio les hacía parecerse. Desde su regreso apenas había cruzado una palabra, y hasta a Simeón, a pesar de su constante sonrisa, se le notaba preocupado y decaído. Si entonces hubiera estado más atenta, me habría dado cuenta de que los hombres de esa habitación estaban sufriendo por una preocupación común.

—No hay más llaves —murmuró Jovan—. Y ahora déjalo ya, Jasna.

Los encuentros con Dušan siempre me volvían intrépida. Después de hablar con él, olvidaba fácilmente que en presencia de mi nueva familia era mejor mantener la boca cerrada.

—Entonces debió de ser un fantasma —dije con lengua afilada.

Me arrepentí de esa frase cuanto la pronuncié, pero nunca habría esperado lo que vino después.

Jovan descargó un puñetazo sobre la mesa.

—¡He dicho que lo dejes! —me gritó de buenas a primeras—. ¡Deja de vaciar los baúles y de revolver en el pasado! ¡Deja de correr a ver a ese patriarca y de perder el tiempo en el pueblo! La única noticia que quiero oír de ti es que estás embarazada. ¿Por qué seguimos esperando todavía a que ocurra? ¿Por qué, Jasna?

Aterrada, me quedé mirándole. Nunca me había tratado de forma tan brusca. Y nunca me había hablado tan directamente sobre lo que yo misma sentía con claridad: que yo no estaba cumpliendo mi parte del trato.

—Ya llevas meses aquí —dijo Jovan—. Comes mi pan y compartes la cama de mi hijo. ¡Y ni la más mínima señal, nada! ¿Dónde está mi nieto, diablos? —al mirar en los ojos exigentes de Jovan, un nudo ardiente se me formó en el estómago—. ¡Contéstame!

—Déjala, padre —dijo Danilo secamente—. Este asunto nos concierte a Jasna y a mí.

—Con que os concierna a vosotros, ¿eh? ¿Sabes lo que creo? Que entre los dos me estáis engañando.

Asustada, contuve la respiración. «Lo sabe, sabe que Danilo no se acuesta conmigo», pensé. «Nos ha descubierto».

Danilo abrió la boca para decir algo, pero Simeón se le adelantó.

—¡Por Dios, Jovan, deja en paz a los chicos! —gruñó—. Que el tabaco estuviera estropeado y que no pudiéramos venderlo no es motivo para gritarles de este modo.

Estaba convencida de que la discusión no había hecho más que empezar, pero Jovan tomó un trago de vino y asintió. De pronto, ya sólo parecía abatido. Y entonces me sorprendió con una sonrisa de disculpa.

—Perdóname, Jasna. Simeón tiene razón: los negocios no han ido bien y todos estamos cansados.

Pero incluso yo comprendí que no se trataba sólo de un mal negocio.

* * *

Durante los días siguientes las cosas no mejoraron. El pesimista ánimo de Jovan parecía extenderse a Nema y a Simeón. Como si sobre toda la finca yaciera un velo de luto, nadie pronunciaba una palabra en alto. Sólo Danilo y yo nos enfrentamos debido al perro. No le gustó el animal desde el momento en que lo vio y no quería tenerlo en la finca, pero yo me negué a deshacerme de él y no me dejé intimidar ni siquiera por la ira de Danilo. Para mi sorpresa, finalmente se dio por vencido.

Simeón movió la cabeza con gesto dubitativo al ver que el perro huía con las orejas al viento de un potro al galope.

—¿Qué nombre le vas a poner? —me preguntó—. ¿Tal vez… Murciélago? O mejor aún, Kukavica…, es decir: Cobarde.

—Se llama Sívac —contesté con mucha dignidad.

Le pinté al perro con pintura blanca otro par de ojos en la frente, que debía mantener a demonios y vampiros alejados de la finca. Pero desde que pronuncié el conjuro sobre Marja, efectivamente parecía haber vuelto la calma. El silencio pesaba sobre las noches de verano. Sólo algunas veces Sívac se exaltaba a plena luz del día de su sueño y gruñía con las orejas en punta mirando hacia la puerta, como si esperara escuchar de un momento a otro que llamaran a ella. En esos momentos intuía que quizá la señal de la cruz sobre el espejo y mi conjuro no bastaban para mantener alejados a los muertos. Ellos siempre encuentran un camino hacia nosotros, por muy bien que atranquemos la puerta.

Mientras tanto me preparaba con ayunos para la fiesta de Nuestra Señora de la Asunción y encendía velas en la torre de Jelena y en la estancia turca. También orábamos en los días marinos ante los iconos. Pero cuando celebramos el final de las dos semanas de ayuno, Nema no siquiera tocó la carne ni las pasas de manteca.

Por otra parte, en el asfixiante calor seco de agosto, el odio entre padre e hijo prendió con más ferocidad. No tardaron en cruzarse duras palabras, ni pasaba un solo día sin discusión. Algunas noches Danilo bebía demasiado y yo temía que pudiera «acercarse» a mí. Pero él continuó manteniéndose alejado y yo no me atreví a preguntar por qué no obedecía a su padre.

A menudo pensaba en ir a pueblo para ver si me tropezaba con Dušan o con la viuda. Aunque la idea de que esos dos se conocieran tan bien no me gustaba, estaba impaciente por agradecerle a Anica lo del perro. Si desde el principio me había caído bien por lo que me recordaba a Nevena, ahora además me sentía cerca de ella, porque su destino se parecía al mío. Le daba vueltas a la cabeza pensando en si Dušan seguiría enfadado conmigo, y tuve que reconocerme a mí misma que echaba de menos los encuentros con él y que deseaba volver a verle. Pero en aquellas semanas no me atreví a abandonar la finca.

El día después de la festividad de la Virgen, Jovan y Simeón vinieron al establo donde yo me había quedado un rato con las cabras después de haberlas ordeñado en la cuadra junto a la puerta. Me agaché y esperé a que condujeran a las dos yeguas con los dos potros a la parte trasera del establo. Justo me disponía a salir del establo a hurtadillas, sin que me vieran, cuando Jovan comenzó a hablar.

—Fíjate en esto —dijo con amargura—. Potros tenemos de sobra.

—Aún no está todo perdido —dijo Simeón intentando calmarle—. Ten paciencia.

—¿Paciencia? —bufó Jovan tan de repente que yo me sobresalté.

Apreté el cubo de leche contra mí y aguanté la respiración. Una cabra mordisqueaba mi delantal y la aparté con mi rodilla.

—¡La muerte está golpeando cada vez con más fuerza a nuestra puerta! ¡Los días se nos acaban, Simeón! —la cruda desesperación en la voz de Jovan era nueva para mí y me conmovió.

Intuí que estaba escuchando algo privado, pero fui incapaz de moverme del sitio.

—La muerte está llamando, sí, pero también se volverá a marchar —Simeón hablaba con ternura, como un padre bondadoso que quiere tranquilizar a su hijo—. Jovan, hemos pasado por cosas peores. Y Dios perdona. Créeme, él mira en tu corazón y perdona.

Me estiré, más tiesa que una vela; mi corazón latía a tal velocidad que la sangre me zumbaba en los oídos, ¿qué tenía Dios que perdonarle? ¿La muerte de Marja? Recordé la cara desfigurada en la ventana y me pregunté si, en realidad, no sería a Jovan al que venía a buscar.

Cuando mi suegro volvió a hablar, su voz sonó quebrada y sin fuerza, igual que la de un anciano.

—A veces pienso que no sólo Dios me está castigando, sino que también el diablo me viene pisando los talones. Y va ganando terreno, Simeón. ¡Se está acercando!

—¡Deja de torturarte! Piensa en el futuro en vez de en el pasado. Ve de una vez a ver al comandante y llévale el caballo joven. ¡Cabalga hoy mismo! Un día lejos de las torres te sentará bien. Cierra tu negocio y deja todo lo demás a Dios y no al diablo.

—¿Y qué ocurrirá si Jasna no puede tener hijos? —preguntó Jovan—. ¿Qué ocurrirá si resulta que el diablo lleva ya tiempo jugando conmigo?

—¡Tonterías! —le recriminó Simeón de forma tan brusca que evidenció su propia preocupación—. Has elegido bien a tu nuera. Su madre sólo tuvo hijas. Ya sabes lo que eso significa: que cada una de ellas únicamente dará a luz a hijos varones.

No esperé a escuchar ni una sola palabra más, sino que huí al exterior.

* * *

La pesadilla me sobrevino en la noche que cayó la primera tormenta de verano sobre las torres después de demasiados días de mucho calor. En vano había esperado la llegada de Danilo mientras mil preguntas me rondaban por la cabeza. Al final, el tamboreo de la lluvia me había conducido a un sueño inquieto. Una sucesión de imágenes iluminadas por los rayos vacilaban tras mis cerrados párpados. Vi amapolas y el manantial de Jelena desbordándose. El color de las amapolas se reflejaba en sus aguas y las hacía brillar. Una bandada de cuervos volaba en círculos por encima de la torre negra. Bajaron en un vuelo en picado y se posaron sobre la hierba, donde, aterrada, descubrí que era mi propia tumba sobre la que había aterrizado. Su peso me oprimía el pecho. Quería ahuyentarlos, pero mis manos eran raíces secas, profundamente enterradas. En el sueño me oía a misma gemir, pero todos mis intentos de deshacerme del sueño fueron en vano. Medio dormida, medio despierta, permanecí tumbada sin poderme mover. Sólo una cosa percibí con aterradora claridad: algo pesado estaba sobre mi pecho y amenazaba con ahogarme. Los latidos de mi corazón resonaban como golpes de cascos de caballos en mis oídos. Intenté gritar pero el miedo petrificaba mi cuerpo y me paralizaba aún más.

—Jasna —me susurró alguien con suavidad en el oído.

Eran palabras como el viento, tiernas y frías. Por fin un ahogado sollozo subió por mi garganta. ¡Era Bela! Mi corazón dio un vuelco y comenzó a latir aún más rápido. Ahora también veía su luz que me llegaba a través de mis parpados cerrados.

—¡Jasna, despierta! —me susurró.

Y mientras aún me sorprendía de que mi hermana me hubiese hablado por primera vez en toda su vida con tanta claridad, sus frías manos aletearon como suaves alas de mariposas por encima de mi frente. Con una voz más grave, más seria murmuró:

—¡Alguien está aquí!

La presión desapareció de mi pecho, toda la tensión se desvaneció. Con un jadeo me incorporé de golpe, me escurrí del borde de la cama y caí.

El golpe me hizo regresar definitivamente a la realidad. Abrí los ojos y me di cuenta de que estaba sola en la alcoba. Aquello que yo había creído la luz de Bela era el amanecer. Sin embargo, ni un solo pájaro cantaba. Me puse en pie y caminé con piernas temblorosas hacia la ventana para tomar el aire.

La niebla envolvía el bosque como un velo y se posaba como una gruesa manta sobre el prado. Ya iba a girarme de nuevo cuando vi algo que me hizo estremecer. Directamente debajo de la ventana, al pie de la torre, había un lobo de color gris claro sentado, mirando hacia mí. Vi sus ojos de color claro amarillo pálido y una pluma de gallina que colgaba de su poblado pelaje en el pecho. Se lamía las zarpas y tuve la impresión de que miraba con aire triunfal. De repente se giró como si una llamada lo hubiera alertado y salió corriendo en dirección al bosque. Muy a lo lejos, allí donde el arroyo fluye bordeando el bosque me pareció ver una silueta. No la vi con claridad, pero me pareció que miraba hacia las torres. Entrecerré los ojos para fijarme mejor, pero la niebla ya se la había tragado.

* * *

Casi tropiezo al cruzar el umbral de la puerta cuando, armada con un palo en la mano, corrí al exterior. Llamé a mi perro, pero ningún ladrido me contestó. El corral de las gallinas estaba destrozado y por todas partes había plumas. Por poco me caigo encima de los restos de una gallina. Cuando llegué al establo, completamente segura de encontrarme a Sívac con el cuello desgarrado, me quedé petrificada. ¡La puerta del establo estaba abierta de par en par! Y, bastante lejos del establo, se apiñaban las yeguas negras en la niebla como fantasmas a la deriva.

—¡Simeón! —grité—. ¡Lobos! ¡Ladrones!

Las yeguas se asustaron y se dispersaron. Resoplando retrocedían, miraban de reojo y agitaban sus cabezas. Entre ellas también reconocí a Viento. Enseguida corrí hacia él y le agarré por la rienda.

—¡Tonto! —le regañé mientras le volvía a conducir al establo—. ¿Por qué no te quedas donde estás seguro?

Volví corriendo e intenté recoger a los demás caballos dispersos, pero estos me rehuían. Aún así conseguí agarrar a una de las yeguas jóvenes de las riendas. Cuando intentó escabullirse, tropecé y me apoyé contra su cuello. Mis dedos rozaron una herida cerrada, con costra, por debajo de su garganta; era del tamaño de mi uña del dedo gordo. Me extrañó. Como un relámpago me volvió el recuerdo a otra herida sorprendentemente parecida en el cuello de Viento.

—¿Jasna? —Simeón vino hacia mí corriendo.

—¡Había un lobo! —tartamudeé—. Se ha cebado con las gallinas. ¡Pero podría haberse abalanzado sobre los potros! ¿Dónde está Sívac? —mi voz sonó atropellada.

Se escucharon pasos y entonces también Nema se unió a nosotros. Abrió los ojos como platos al verme en camisón; sólo me había echado por encima una de las chaquetas de Danilo.

—¡Busca al perro! —le pedí—. ¡Seguro que está herido…, porque no nos ha avisado! —debí sonar muy desesperada, porque Nema salió corriendo de inmediato.

Simeón comprobó la cerradura.

—No está forzada —murmuró—, pero estoy seguro de que cerré el establo.

Al menos tres gallinas habían sido víctimas del lobo; las demás habían huido a refugiarse detrás del establo o al prado. Mil veces peor fue otra pérdida: faltaban cuatro yeguas.

—Espero que sólo hayan huido —dijo Simeón, pero los dos sabíamos que los caballos no se separaban de la manada y ningún ladrón abre un establo para luego dejar atrás su botín.

De sopetón solté que yo había visto a alguien y Simeón asintió irritado.

—Entonces no estará lejos. Reúne tú a los animales —y se fue a buscar su escopeta, saltó a su caballo sin montura y salió disparado al galope en dirección al bosque.

Una lluvia fina refrescaba mi cara y empapaba mi pelo, pero no me daba cuenta de que se me pegaban las ropas al cuerpo mientras recogía una a una las yeguas. Y una y otra vez llamaba en voz baja a Sívac. «Por favor, no dejes que haya muerto», rezaba en silencio.

El sol ya estaba saliendo cuando Simeón regresó.

—¡No hay nada que hacer, por lo visto el tipo era rápido! —me dijo ya de lejos—. Voy a cabalgar al regimiento para traer a Jovan de vuelta. No te preocupes, Jasna. Las yeguas aún no están perdidas.

No le dije que mi preocupación era por Sívac; eso era lo que estaba rompiendo el corazón. Empapada hasta las entrañas y con los opanak reblandecidos, regresé a trompicones, cansada y desanimada, por la mojada hierba, maldiciendo a Danilo por no estar ahí precisamente esa noche. Justo cuando iba a abrir la puerta de nuestra torre, sentí algo blando deslizarse por debajo de mi mano. Casi rompí a llorar del alivio que sentí.

—¿Dónde te habías escondido, cobarde? —regañé a Sívac—. ¡Tu misión es alertarnos! —le abracé y enterré mi cara en su pelaje, que estaba seco y cálido—. ¿Dónde te habrás metido? —murmuré.

En el mismo instante mi mirada cayó sobre el espejo de Marja. Alguien lo había dejado cuidadosamente del tal forma sobre el umbral que yo tenía que encontrarlo. Al observarlo más detenidamente, se me heló el corazón: habían borrado la cruz del conjuro y estaba roto. Pero no como si se hubiera caído casualmente al suelo. No, la superficie del espejo había sido golpeada a propósito y con rabia, partiendo el espejo en pequeños pedacitos que formaban una telaraña.