Descubrí los tulipanes un domingo por la mañana, cuando me encaminaba al pueblo por primera vez. Crecían algo alejados de las torres, tras la loma; manchas amarillas en medio de la niebla matinal, entre punzantes espinos blancos y malas hierbas sin nombre.
Me había levantado mucho antes del amanecer y había preparado la mesa con el desayuno para los hombres en la habitación turca. Como indicación de que me había ido a la iglesia e iba a volver, cogí velas y dejé preparada masa en una fuente para cocinar a la noche. Me había puesto un cinto tradicional y me había atado un delantal sobre el vestido gris de Marja. Y como ninguna mujer casada debe llevar el pelo suelto, me lo había trenzado y me había atado un pañuelo bordado a la cabeza. En un cesto llevaba unos cuantos regalos. Entre ellos había un bizcocho trenzado, buñuelos de mantequilla y una botella de rakija. Además, había llenado una jarra pequeña con el agua de la llorosa Virgen Jelena.
Los tulipanes parecían estar saludándome al son del viento matinal y me quedé contemplándolos largo rato. Imaginaba que habría sido Marja la que los había plantado aquí, para poder ver las flores desde la torre de Jelena. Me dirigí hacia la mancha, corté cinco y los até formando un ramo dorado.
El pedregoso camino serpenteaba por un lateral de la finca cuesta abajo y luego en dirección norte. El paisaje era salvaje y aun así bonito. Crecían violetas por todas partes, y amapolas y flores de manzanilla sembraban el camino. El sol empezaba a elevarse sonrosado y brillante, cuando desde lejos divise el árbol del ahorcado. De forma amenazadora, sus ramas parecían agarrarse al claro cielo. Pero no fue esa imagen ni la soga deshilachada que colgaba de la rama más baja lo que me hizo dudar si seguir adelante o no.
¡Alguien estaba sentado justo debajo del árbol! Un hombre delgado, con la cabeza inclinada sobre el pecho y los brazos apoyados en sus rodillas. ¿Qué clase de loco descansaba en un cruce de caminos? No muy lejos, algo apartado del borde del camino, había un miserable carro. El caballo de color claro que había enganchado delante del carro parecía un saltamontes: patas largas, pero sin carne en las costillas.
Al acercarme reconocí el bulto de la madera apilada y un hacha bien atada. El lateral del carro tenía unos ojos pintados. Los gitanos decoraban a veces sus carruajes con ese tipo de pintadas, para proteger sus pertenencias del mal de ojo. El hombre por tanto no debía de ser del pueblo ni tampoco parecía uno de los pastores nómadas de Walachia. Probablemente era un leñador de esos que viajan de trabajo en trabajo y de pueblo en pueblo. Continué caminando. No me asustaban las hachas ni los nómadas. Y si llegaba el caso, una botella llena era un buen garrote.
Al oír mis pasos, el hombre levantó la vista y miró hacia mí. Era joven, pero su cara estaba demasiado sucia para calcular su edad con exactitud. Sus labios tenían costras de sangre seca y sus mejillas estaban manchadas de suciedad. Todo él tenía un aspecto miserable y desaliñado, la ropa le estaba demasiado ancha y no llevaba fajín de lana, sino una burda cuerda atada a la cintura.
—¿Tan temprano y ya de camino? —preguntó y escupió hacia un lado.
No fue un gesto de desprecio; sospeché más bien que aún tenía tierra o sangre en la boca.
—¿Tan temprano y ya te has peleado? —respondí con frialdad.
—¡Y qué si fuera así! —me contestó contrariado.
Hablaba despacio, pero aun así su voz llegaba lejos. Tal vez fuera un buen cantante.
—¿Qué haces sentado bajo el árbol del ahorcado? —pregunté sin dejar de caminar—. Aquí acechan los malos espíritus. Los cruces de caminos traen mala suerte.
El desconocido resopló.
—A mi no —gruñó malhumorado—. Yo soy un subotan, un niño nacido en sábado, y por lo tanto un cazador de vampiros. A esos muertos vivientes hay que engañarles, y yo soy el hombre adecuado. Cuando hacen de las suyas, yo los encuentro para las gentes de los pueblos. Los atraigo a golpe de tambor.
—Lo que tú digas —respondí con el mismo tono de antipatía.
Me santigüé y continué mi camino. Conocía de sobra a esta clase de tipos de la aldea del valle. Eran unos fanfarrones, pero no muy valientes.
—¡Oye, tú! —exclamó tras de mí.
Suspire. ¡Claro! Tenía que haberme imaginado que ahora iba a pedirme aguardiente o un trozo de bizcocho. Instintivamente aceleré el paso. Oí cómo se levantaba tras de mí y se sacudía el polvo del pantalón.
—Vienes de Las Tres Torres, ¿a qué sí? —dijo—. ¿Eres la novia comprada?
Cuando me giré indignada, el tipo estaba sonriendo de oreja a oreja con picardía. Todavía conservaba todos los dientes y en ese instante deseé que ojalá su contrincante le hubiera golpeado con más fuerza.
—Soy la señora de la casa de los Vukovic, si es a eso a lo que te refieres —le contesté con brusquedad.
—Naturalmente —se burló—. Tú eres una señora y yo un monje.
—¡Cura tus heridas y déjame en paz, bocazas! —le increpé.
—¡Vale, no me saltes a la yugular, ljubica! —contestó riéndose y levantando con gesto irónico los brazos como cuando uno que se da por vencido; sus manos eran finas, pero fuertes, con los dedos largos—. No me lo tomes a mal. ¡Ven, te acompaño al pueblo!
—¡Inténtalo!
—¡Terminarás deseando tener compañía! A los del pueblo no les gustan los forasteros.
—¿Pero la gente como tú sí?
Dejó de reír y se detuvo. Un rayo de sol iluminó un mechón de pelo que estaba menos sucio y vi que tenía el color del trigo maduro.
—Gente como nosotros —dijo recalcando la palabra—. No creas que eres mejor que yo.
Bruscamente le di la espalda y continué con largos pasos. Durante un rato pensé que me había deshecho de él, pero entonces escuchó los cascos y el traqueteo de las ruedas del carro. ¡Me estaba siguiendo! Y no sólo eso. No podía creer lo que oía: estaba cantando. Era, sin duda, una canción de amor, pero él la cantaba con demasiada exageración, con demasiado sentimiento, como si fuera una mofa:
«Oh, doncella, a la luz del fuego de tus ojos,
si una mirada me echaras, pobre de mí,
en el fuego solar, por ti, me abrasaría».
Había acertado en mi suposición: efectivamente era un buen cantante, pero ni eso apaciguó mi enfado. Sin dejar de andar, me agaché y recogí una piedra. Luego me giré, apunté con rapidez y tiré con toda la fuerza. El caballo, al ver la piedra volar hacia él, se desbocó hacia un lado. El carro traqueteó y una rueda se enganchó en una raíz hueca. El hombre sólo tuvo tiempo de levantar el brazo y echarse a un lado. Aun así, la piedra le rozó en el hombro.
Sonreí con malicia. ¡A ese jovenzuelo se le habían pasado las ganas de cantar, pero bien!
—¡Traicionera mujer del diablo! —maldijo—. ¡Debería retorcerte el cuello!
—¡A ti es al que deberían retorcerte el cuello! —disparé de vuelta—. ¿Acaso no tienes nada mejor que hacer un domingo por la mañana que pelearte y molestar a mujeres camino de la iglesia?
Sus maldiciones no cesaron hasta que yo, a paso ligero, dejé atrás la curva del camino.
* * *
El pueblo era grande…, mucho más grande que nuestra aldea del valle. De un golpe de vista conté aproximadamente dos docenas de casas, pero sobre las suaves colinas se extendían muchas más. Me extrañó que las viviendas fueran tan distintas entre sí. Muchas eran humildes y daban la sensación de estar agachándose asustadas bajo el cielo. Bastamente construidas y sin ninguna decoración, como si sus habitantes estuvieran dispuestos para huir y abandonarlas en cualquier momento. «Tal vez lo estén en realidad», pensé para mí. A saber cómo se vivía aquí en estas tierras, en las que los soldados otomanos y el ejército del káiser de Austria luchaban por las fronteras de sus reinos en lugar de negociar la paz. Otras casas parecían más nuevas, como si sus dueños tuvieran más confianza en el futuro del pueblo. Pero al menos todas mantenían unas mínimas condiciones y los árboles frutales y las huertas estaban cuidadosamente atendidos. Con dedos nerviosos me coloqué bien el pañuelo de la cabeza y enfilé un camino embarrado lleno de marcas de ruedas. Los perros empezaron a ladrar y, al igual que en todas partes, también aquí vinieron enseguida los niños corriendo.
—¡La extranjera! —gritaron saltando hacia mí, para volver a echarse atrás con timidez.
Se abrieron contraventanas y varias mujeres salieron a las puertas con los brazos cruzados y los ojos entrecerrados. Sus trajes me resultaron extraños y familiares a la vez. Las blusas eran blancas, con cintas rojas adornando las mangas. Las faldas eran de tela basta, de rayas, de color rojo oscuro, negro y marrón. Delantales, medias y chalecos negros bordados con flores rojas o multicolores. Los opanci eran de cuero marrón claro y tenían la punta delantera un poco vuelta hacia arriba. Por supuesto esas mujeres sabían desde hace tiempo quién era yo, e incluso conocían la historia de mi llegada y de mi casamiento. Saludé con amabilidad e intenté que no se me notara la tensión. Entre tanto ya me seguía toda una manada de niños. Y unas cuantas muchachas, más o menos de mi edad, cuchicheaban en la cercanía e inspeccionaban mi vestido gris.
La iglesia era minúscula, poco mayor que un cobertizo pequeño y demasiado baja para ser la casa de Dios. Pero al menos su construcción era de piedra, aunque le faltaba el campanario. Únicamente había una campana grande de mano colgada de una estructura de madera junto al edificio. Decidida, me acerqué a la puerta, cuando se abrió de pronto. Pero quien salió de la iglesia no fue el patriarca que me había casado. Este hombre era una roca. Su cabeza redonda reposaba sobre un cuello demasiado corto. Cejas muy pobladas y blancas se erizaban como escarpias sobre unos ojos severos de color negro azabache. «¿Un diácono o un sacristán?», me vino a la cabeza. Desconcertada, di un paso atrás. Pero no, este hombre era el sacerdote. Su hábito se estiraba sobre su ancho pecho como la piel de un tambor.
—Vaya, mira por dónde —dijo con voz grave y fuerte—, la donaselica.
La palabra me hirió como un latigazo inesperado. Si, era cierto yo era forastera… pero había expresiones más amables que esta. Una donaselica era alguien que no había venido por su propia voluntad y que carecía de derechos. Las muchachas de mi alrededor se rieron por lo bajo.
—Me llamo Jasna, eminencia —respondí con amabilidad—. Hija de Hristivoje Alazovic y esposa de Danilo Vukovic. Yo… quería ver al sacerdote que bendijo nuestro matrimonio.
Las pobladas cejas se convirtieron en una única raya de ira.
—En ese caso estás en el pueblo equivocado.
«Eso ya lo veo», pensé contrariada.
—¿Por qué no vas al pueblo de Kuklina, o ya de paso a Jagodina? —me propuso una de las muchachas—. Seguro que tu sacerdote era de allí. ¡Dicen que el de Kuklina sería capaz de casar hasta al diablo con una turca!
Sus risas me envolvieron, pero el patriarca siguió muy serio y mirándome fijamente, como si yo fuera una pecadora y él, el juez de Dios. Poco a poco fui consciente de que tal vez el leñador no estaba tan equivocado. En este momento me habría alegrado incluso de tenerle a mi lado.
—Entonces habrá bendecido mi matrimonio otro sacerdote, eminencia —dije—. Aun así no me he equivocado de pueblo. Vengo a asistir a misa.
Me hubiera gustado que mi voz no hubiera temblado tanto.
—¿Ah sí? —respondió el patriarca más alto de lo necesario—. ¡No veré yo ese día! Vete a casa, mujer.
Ahora las muchachas estaban en silencio e incluso los niños aguardaban. A lo lejos balaban las ovejas y desde alguna parte ladraba un perro. Un hombre de tez morena que parecía tallado de una raíz nudosa se acercó y se apoyó sobre una pala. No me habría extrañado nada si hubiera empezado a amenazarme con darme con ella en la cabeza.
—¿Por qué no iba a venir a vuestra iglesia, eminencia? —pregunté con tranquilidad—. La casa de Dios está abierta a todos, ¿no es así?
—A todos los creyentes de la verdadera fe sí —respondió en tono severo.
—Yo soy creyente de la verdadera fe.
El patriarca soltó una risa corta, como un ladrido.
—¿Ah sí? ¿Y yo cómo voy a saberlo? ¿Acaso conozco a tu padre? ¿A tu clan? ¿Qué sé yo de lo que verdaderamente crees? Podrías ser una latina o incluso ser de los nuevos turcos, ¡a saber de dónde te ha recogido ese Vukovic!
—¡Yo no soy ninguna turca ni latina! —dije ofendida—. ¡He hecho mis votos ante los santos iconos y fui bendecida!
—¡No por mi!
—Eso no es culpa mía. Si por mi hubiera sido, habríamos venido aquí a celebrar la boda.
La voz del patriarca se convirtió en trueno.
—¡A palos os habría echado de la iglesia! ¡Antes se levantan los santos de sus tumbas a que yo le dé a un Vukovic mi bendición!
Con un gesto de mano despectivo quiso ahuyentarme, pero no cedí ni un paso. Mi cara ardía y las miradas de la gente me quemaban la piel, pero si ahora me retiraba como un perro apaleado, nunca sería otra cosa que precisamente eso.
Esperaba que los demás no se dieran cuenta de cómo me temblaba la mano cuando me dirigí a la iglesia y me santigüé. No como una latina, sino como Dios manda: de la frente al vientre, al hombro derecho, al izquierdo y nuevamente al vientre.
—¡Santo Dios, Padre todopoderoso, santo inmortal, apiádate de nosotros, amén! —mientras me santiguaba recé a la usanza ortodoxa en voz bien alta para que todos pudieran oírlo, y acto seguido saqué una vela del cesto—. Ya que no me permitís visitar por mi misma los iconos, os pido de corazón que al menos aceptéis esta vela, eminencia.
La cara del patriarca, de por sí ya colorada de rabia, adquirió un toque violeta púrpura.
—¿Qué es lo que llevas ahí? —vociferó arrebatándome el cesto.
Para mi desgracia agarró los tulipanes bruscamente como un puñado de paja. Los tallos se partieron y los pétalos ondearon hacia el suelo.
—¿Mala hierba turca, no? Durante años he mantenido a los turcos alejados de las puertas de mi iglesia, ¿y ahora tú, quieres meter esto en la casa de Dios?
—Pero si solamente son flores —dije cohibida—. Quiero ponerlas sobre la tumba de Marja Vukovic.
Durante unos segundos reinó el silencio antes de la tempestad y un incrédulo resoplido se extendió entre la muchedumbre. Pero después, de repente, cayeron risas sobre mí. El patriarca resopló, tiró los tulipanes al barro y los pisoteó. Me rompió el corazón tener que contemplar tanta agresividad.
—¡Aquí no encontrarás su tumba! —exclamó—. ¡Lleva tus malas hierbas del diablo al infierno, mujer! Allí es donde encontrarás a la mujer de Vukovic.
—Pero… ella debe de estar en el cementerio… —tartamudeé.
—No en el nuestro —dijo y escupió—. A las brujas no las enterramos entre personas cristianas.
—¡El diablo se la llevó! —exclamó una mujer de las últimas filas de entre los curiosos—. ¡Tal como se merecía!
El patriarca me devolvió el cesto con tanto ímpetu que casi tropecé. Atónita, me quedé parada, mientras él se dirigió a la estructura de madera e hizo sonar con fuerza la campana, como si estuviera llamando a combate en vez de a misa. La gente me evitó como a una apestada. Dando un gran rodeo, iban pasando por mi lado para entrar en la iglesia. «¡Una bruja!», seguía retumbando en mi cabeza.
—¡Eh, muchacha! —susurró de repente alguien a mi lado.
Me giré abruptamente y sin darme cuenta tuve frente a mí a una granjera gorda y jadeante. Su cara estaba bronceada por el sol y, cuando sonrió, vi que casi no le quedaban dientes en la boca.
—¡Dame una vela, venga! —dijo con bondad.
—¡Stana! —le bufó un anciano al pasar por nuestro lado, pero ella lo rechazó con un gesto de mano.
—¡Joze, cierra tu hipócrita bocaza! Ella es una criatura cristiana, eso lo ve hasta un ciego. ¿Y qué culpa tiene ella de haberse tenido que casar con el hijo de la bludnica?
—¿Bludnica? —solté llena de indignación—. ¿Qué hizo para que no sólo la insultéis de bruja, sino también de ramera?
—Eso será mejor que se lo preguntes a otros —la mujer se santiguó con prisa, como si ya hubiera hablado demasiado.
—¿Pues qué va a ser lo que hizo? —dijo el viejo——. Y mejor será que no preguntes dónde fue concebido tu marido. ¡En la tumba, niña! ¡En la fría tumba!
Quería continuar hablando, pero dos hombres lo cogieron de la chaqueta y se lo llevaron.
—Venga, dámela de una vez —me pidió la granjera—. La encenderé por ti ante los iconos.
No fui capaz ni de darle las gracias. La mujer me quitó la vela de la mano y entró corriendo la última en la iglesia. La puerta se cerró y yo me quedé sola…, acompañada por los ladridos de los perros y los balidos de las ovejas que en algún lugar cercano estarían pastando. El aroma de las flores de los ciruelos era embriagador y el sol me quemaba la cara.
«¿Marja, qué hiciste? ¿Qué fue lo que pasó en Las Tres Torres?», me pregunté.
—¡No puedes decir que no te lo advertí! —me hizo sobresaltar una voz burlona.
El leñador estaba apoyado contra el ciruelo del centro de la plaza de la iglesia. Seguía teniendo un aspecto desaliñado, pero se había lavado la suciedad de la cara y se había peinado el cabello con agua y con sus dedos para retirárselo de la frente.
También me fijé entonces que llevaba una basta cruz de madera, tallada muy rudimentariamente, colgada de una cinta de cuero al cuello. Al salir de la sombra del árbol y caminar hacia mí, descubrí que no tendría mucho más de diecisiete o dieciocho años. Su andar era ligero y sigiloso como el de un zorro. Y con toda seguridad se había peleado por una chica, porque aparte del labio maltrecho y unas cuantas magulladuras, su rostro era de un atractivo salvaje. Cantantes así volvían locas a las chicas de los pueblos y no eran bien vistos por los mozos.
—¿Es eso bizcocho? —preguntó y extendió la mano hacia mi cesto.
—¡No para ti! —respondí con dureza y apreté el cesto contra mi—. Es para el sacerdote.
Su sonora carcajada se mezcló con los cánticos litúrgicos que ahora emanaban a través de la puerta cerrada de la iglesia.
—El justo y severo Milutin… Moriría de hambre antes que aceptar algo de tus manos —se burló—. Pero si tanto empeño tienes en llegar a los iconos, te presto gustosamente mi hacha. Esa puerta no vale mucho.
—Entraré por una puerta abierta, igual que cualquier otro —le contradije.
—O sea, que encima eres testaruda, ¿eh? —intentó silbar, pero al parecer se había olvidado de su maltrecho labio, porque hizo una mueca de dolor.
—¿Y tú quién eres si puede saberse? —le reprendí—. ¿Tú no perteneces al pueblo errante?
—Muy observadora, ljubica.
—¡Yo no soy tu amor, eres un insolente!
—Vale, en ese caso: ¡honorable condesa Vukovic! —dijo insinuando una burlona reverencia mientras me contemplaba de un modo que evidenciaba la broma, pero que me hizo pensar que ese hombre no era ni mucho menos tan inofensivo como quería hacerme creer.
—Dušan, el leñador —se me presentó finalmente—. En estos momentos malvivo en una de las cabañas de balseros a orillas del rio…, siguiendo el cauce hacia el sur. ¿Por qué no vienes a visitarme cuando el patriarca te vuelva a mandar otra vez al diablo?
Sonrió con picardía y se giró para alejarse. El bayo que le esperaba apoyado sobre los cascos traseros al borde de la plaza de la iglesia levantó las orejas y resopló hacia su dueño con expectación. Tal vez fuera la confianza mostrada por el caballo la que me movió a retener a aquel hombre.
—¡Eh!
Dušan se giró como si lo hubiera estado esperando y se cruzó de brazos.
—¿Desea algo más, condesa?
Me tragué mi enfado y me esforcé por usar un tono amable.
—Tú llevas ya algún tiempo por esta zona, ¿verdad?
—No mucho más que tú, pero lo suficiente para saber con quien es mejor no meterse aquí.
—¿Has oído lo que dice la gente por aquí de la finca de Las Tres Torres?
—Claro. ¿Qué me das si te lo cuento?
Aparté el paño del cesto y partí un trozo de la trenza que había horneado. Dušan me lo quitó de la mano. Observé que a la luz del sol de mayo, sus ojos eran de un dorado pálido y a la vez verdes. Me ruborizó que él también contemplara detenidamente mi cara.
—¿Y…? —pregunté.
En vez de contestarme se puso el trozo de bizcocho bajo la nariz e inspiró de forma gozosa su aroma. También yo percibí el aroma a pasas y mantequilla y, de repente, me di cuenta de lo hambrienta que estaba. Me sorprendió que Dušan no se comiera el bizcocho enseguida sino que se lo guardara bajo su demasiado amplia chaqueta.
—Cuentan que en la finca rondan malvados fantasmas —explicó entonces—. Y dicen que la esposa del dueño en su día lo hechizó. No parece haber sido muy popular aquí en el pueblo… Bueno, ya sabes cómo son las brujas: crean discordia, estropean la leche y provocan enfermedades al ganado. Bajan la luna y la ordeñan como si fuera una vaca…
—Lo sé… —dije impaciente, interrumpiéndole—. ¿Qué tiene eso que ver con Jovan y la finca?
Dušan se echó a reír y bajó la voz:
—Cuando una bruja quiere conseguir a un hombre, le golpea por la noche mientras duerme con una rama sobre el lado izquierdo del pecho. El pecho se abre y la bruja toma su corazón y se lo come. La víctima sigue viviendo mientras la bruja quiera. Y de Jovan se dice… que no tiene corazón. Dicen… —me guiñó un ojo como si esa historia tan horrible fuera divertida— que los hombres Vukovic están todos bajo la influencia del mal.
—¿Y… qué dicen sobre mi?
La mirada de Dušan se deslizó a mi cesto. Comprendí, partí otro trozo de bizcocho y le entregué la recompensa, que él tomó de inmediato.
—Eso te lo cuento la próxima vez que nos veamos —me contestó, dio media vuelta y se marchó hacia su caballo.
—¡Alto, ladrón! ¡Eso no es lo acordado!
De buena gana habría corrido tras él, pero en el último instante lo pensé mejor. El hombre de la pala reapareció en ese preciso momento y anduvo dando vueltas con pasos pesados alrededor de la iglesia. Fingía no prestarme atención, pero yo sabía que no era así. La forastera que persigue a un vagabundo como si fuera una pedigüeña… ¡Ese sería un buen abono de cultivo para las habladurías! Así que me fui hacia el banco de madera bajo el árbol y me senté. Rebusqué en mi cesto, pero naturalmente estaba observando con discreción cómo Dušan palmeaba con cariño el cuello de su caballo. Curiosamente aquel gesto me conmovió. En mitad de la frialdad que me rodeaba, era una isla de amabilidad. Y después el leñador hizo algo incomprensible: me miró con aire desafiante, sacó los dos trozos de bizcocho y… ¡le dio el preciado manjar al caballo!
* * *
Con el patriarca aquel día ya no iba a conseguir nada. Pero sabía que en todos los pueblos siempre hay al menos dos fuerzas. Dejé el dulce encima de un paño bordado sobre el banco, donde el sacerdote tenía que verlo a la fuerza, y comencé mi búsqueda.
—¡Oye, pequeña! —llamé a una niña que cargaba una jarra de leche hacia una casa—. ¿Dónde vive la mujer blanca?
A la niña se le abrieron los ojos como platos y no me contestó, pero al igual que todos los niños delató aquello que no quería decir de otro modo: antes de salir corriendo sin decir palabra para refugiarse en la casa, su mirada se deslizó por unas décimas de segundo hacia una casita situada un poco apartada y apoyada sobre la ladera de la loma.
Cuando poco después llegué allí, descubrí que no había nadie, tan sólo dos perros desconfiados vigilando la casa. Me senté en la hierba apartándome un buen trecho y esperé. Poco después, el sonido de la campana anunció el final de la misa y vi a una mujer subir jadeando la colina. Llevaba un pañuelo negro atado a la cabeza y estaba al menos tan bien alimentada y fuerte como la granjera Stana. Su boca era dura y decidida; una arruga pronunciada en el ceño daba a su cara redonda una apariencia severa.
—Vaya, la novia extranjera —dijo a modo de saludo—. ¿Cómo te llaman, hija?
—Jasna, abuela.
Ella asintió y se limpió el sudor de la frente con la manga.
—Bien —dijo en un tono ni amable, ni grosero—, ¿y qué preocupación te trae a verme?
—En realidad sólo venía a preguntar dónde puedo conseguir un perro guardián —contesté con evasiva—. Por lo que veo vos tenéis buenos perros guardianes. Y también necesito gallinas y cabras para nuestra finca.
La mujer se echó a reír…, una risa profunda y segura de sí misma, potente como la de un hombre.
—Conmigo no hace falta que finjas, hija. Intentas ser valiente, pero en realidad te sientes rechazada y sola.
Me puse colorada y tragué saliva, pero no le respondí nada.
—En fin, de momento entra —dijo en tono algo más suave—. ¡Branka no echa a nadie e incluso para ti encontraremos algún remedio!
Sentaba bien que por fin alguien me diera la bienvenida. La estancia de Branka se parecía un poco a la alcoba abuhardillada que Bela y yo habíamos compartido. Era baja y diminuta y olía a hierbas secas que colgaban en ramos y puñados de las vigas del techo.
—¿Qué me has traído? —preguntó Branka señalando la jarra en mi cesto.
—Agua del manantial de Jelena —contesté en voz baja.
Ella asintió y sin ningún agradecimiento se lo apropió.
—Menos mal que no se la has dado al sacerdote. Él seguro que te la habría rociado por encima de la cabeza. Pero para mí es justo lo que necesito para mantener a los lobos alejados. Sin embargo, para la magia que deseas de mí, necesitaré ingredientes bien distintos.
—¿A qué magia os referís, abuela?
Claro que sabía perfectamente a lo que se refería. En la aldea del valle tampoco hubo muchacha que hubiera amado o se hubiera casado sin magia ni hechizo.
Branka, que hasta entonces había estado sonriendo, se puso seria.
—Pues para tu esposo. Porque tú quieres que te ame, ¿no es así? Recoge la tierra de una huella de sus pies y planta en ella una caléndula. De la misma forma que brotará la flor, brotará su amor por ti. Pero si tienes prisa…, y creo sinceramente que no te puedes permitir perder mucho tiempo…, entonces, con luna llena, mata a un gato negro, cocina su corazón dentro de un bizcocho y que Danilo coma de él.
—¡No necesito ningún hechizo!
—¿Estás segura? —la vieja se rió con aspereza como si ella lo supiera mejor que yo, y con mucha parsimonia me acercó un jarro de leche—. ¿Acaso pretendes decirme que tu esposo se mete gustosamente en tu cama? —preguntó muy astuta—. Pues vuestros criados cuentan algo bien distinto.
Era tan habilidosa sonsacando como todas las mujeres mayores. Me vinieron miles de respuestas de indignación a la punta de la lengua, pero no le contesté. Branka parecía estar leyendo en mi rostro. Luego, echó la cabeza atrás y volvió a reírse. Un rizo canoso se le salió de debajo del pañuelo, pero ella no lo devolvió a su sitio.
—Efectivamente no eres tonta —dijo a modo de halago—. Bien, en ese caso comenzaremos al revés: ¡dime lo que de verdad quieres saber de mí! De las gallinas y las cabras ya hablaremos después.
Evité su mirada y miré fijamente en mi jarro.
—La… iglesia es muy pequeña y no tiene campanario —dije dándole largas.
—¡Ya lo creo! —Branka se recostó con los brazos cruzados—. Cuando nos dominaban los turcos, nuestras iglesias no podían ser más grandes ni más bonitas que las mezquitas. Por aquel entonces, Milutin llamaba a misa golpeando dos tablas de madera una contra otra, porque las campanas estaban prohibidas. Como recuerdo al gran poder de la fe de su pueblo, hasta hoy sigue sin querer un campanario. Un hombre bueno y muy devoto. Cuando aún estábamos bajo la administración turca y sufriendo por los elevados tributos, fue él quien mantuvo a la comunidad unida y nos reforzaba en su fe. ¡De cualquier modo, te sorprenderías de lo hermosa que es nuestra iglesia por dentro! —dijo aquello como si sólo fuera cuestión de tiempo que yo pudiera verlo con mis propios ojos.
Eso me dio valor para mi siguiente pregunta.
—El sacerdote ha dicho que mi… suegra fue una bruja. Y… ¿es cierto que los hombres de la finca están malditos?
Branka, preocupada, hizo un chasquido con la lengua. Con sus ojos entrecerrados de color castaño oscuro, me miró con compasión.
—Así que Vukovic no te ha contado nada, ¿eh? En fin, y para qué iba a hacerlo. No iba a cambiar nada —suspiró y se sentó más erguida—. ¡Ay, mi niña! Desgraciadamente es cierto. Ni por todo el oro turco, ni por el dinero austríaco, se casarían las mozas honradas de aquí con tu hombre-diablo. Es hijo de uno que no quiso quedarse en su tumba.
—¡Pero si Danilo es hijo de Jovan!
Branka movió decididamente la cabeza.
—Su padre se llamaba Goran. La madre de Danilo se casó con él a tumba abierta. Yo estuve allí. Deja de mirarme de ese modo, niña. ¡Yo no tengo la culpa de la desgracia que creció de aquello!
—¿De modo que ella fue una novia de difunto? —susurré—. ¡Pero eso no es algo tan despreciable! Hay algo más detrás de todo esto, ¿verdad? Por favor, decídmelo. Vos seguro que conocisteis bien a Marja.
Branka se encogió de hombros.
—Ni mejor ni peor que cualquier otro de aquí. Venía del extranjero. Hacía muchos años que Jovan no paraba por aquí. No volvió hasta poco antes de la muerte de su padre. A Marja la trajo consigo, pero no como su esposa, no. ¡Como soltera, con la que quería casarse!
Sin darme cuenta había abrazado el jarro de leche con tanta fuerza con mis manos que me dolían. «¡Del extranjero! ¡Ella era como yo!», pensé.
—La mayoría decía que provenía de la zona de Svilajnac. Era la mujer más bella que yo había visto nunca —me contó Branka—. ¡Tenía ya más de veinte años, pero unos labios y unos ojos… de pecado! Y una piel tan blanca como el pétalo de la flor de la manzanilla. Cuando la gente la vio por primera vez, la miraba como si estuvieran viendo a un fantasma. En fin, la mayoría la habría echado de aquí de buena gana, igual que hizo el viejo Vukovic. Nuestro sacerdote se negó a casar a Jovan con una completa desconocida, como es natural. Si, y luego, uno de los pastores más jóvenes enfermó y murió. Era un bebedor y un gandul. Pero pertenecía a la comunidad y, cuando murió, desgraciadamente no tenía mujer.
Yo asentí. Un hombre joven no podía ser enterrado bajo ningún concepto sin estar casado.
—Milutin eligió a Marja como novia del difunto —siguió contando Branka—. A ella no le quedó más remedio que tomar a Goran como esposo al pie de su tumba.
Yo no conocía las costumbres de Medveda, pero en nuestra aldea la novia de un difunto tenía que irse a vivir cuarenta días como esposa del muerto con la familia de este y guardar luto. Sólo después de eso podía regresar con su propia familia y también volver a casarse. Me imaginé lo humillado que debió de sentirse Jovan, porque su prometida…, la futura esposa de un rico terrateniente, fuera obligada por esta costumbre a ser la mujer de un humilde pastor y a malvivir a orillas de los prados en una miserable cabaña. Marja pagó un precio muy alto para ser acogida en la comunidad. Sentí lástima y afecto por esa extraña, que cada vez me era más familiar.
—¿Qué ocurrió después? —le insistí a Branka para que continuara hablando.
Branka suspiró y se santiguó.
—¡Pues qué va a ser! Ella juró por los iconos que seguía siendo virgen y ante la tumba se formalizó el matrimonio. Después de la boda de difuntos se quitó las joyas nupciales, se puso el vestido de viuda y se fue con la madre de Goran a casa. Trece días después la madre estaba muerta.
—¿Se… murió de pena?
—Si las ovejas también le añoraban tanto como para dejar su vida tan pronto, así debió ser —respondió Branka en tono despectivo—. No. Ella fue visitada por su difunto hijo. Primero murió ella; luego, su ganado; luego, las ovejas de un granjero con el que Goran había discutido poco antes de su muerte. Finalmente, también el ganadero dejó esta vida. Escupía sangre, en el cuello tenía moratones hinchados, y juró en su lecho de muerte que Goran le visitaba por las noches y le estrangulaba.
Yo me santigüé rápidamente.
—¿Entonces Goran era un upir? —pregunté atónita.
—Un upir, stringun, grobnik, vukodlak, vampiro…, ¡llámalo como quieras, según la lengua que uses! ¡Sí! Era uno de los que vuelve para llevarse a los vivos a la tumba. Y también se llevó consigo a la esposa del granjero. Muchos vieron a Goran en aquella época. Debilitaba y estrangulaba a la gente, algunos enfermaron. También Marja se sintió mal. Ella estaba delante, cuando un mes después abrimos la tumba de Goran, pero no pestañeó siquiera al ver a su marido ante ella…, hinchado y gordo, tan seboso como jamás lo había estado en vida. ¡No se había descompuesto ni consumido ni una pizca! Milutin lo destruyó y tiró sus cenizas al río.
De pronto la cabaña de Branka ya no me resultaba tan acogedora, sino preocupantemente estrecha y peligrosa. Jamás el mal se había acercado tanto a mí. Los muertos que mi padre había enterrado volvieron a mi memoria y recé porque ninguno de ellos pudiera levantarse para hacerles algo a mis hermanas.
—Y… ¿qué pasó después con Marja? —al pronunciar su nombre el corazón golpeó con fuerza contra mis costillas.
—Ella esperó dos semanas más de luto y volvió a casa con Jovan. Poco después todos supieron por qué se había sentido tan mal. ¡Llevaba a un niño en su vientre! Aunque ella lo negara: Goran la había visitado también a ella por las noches.
Había oído que existían mestizos entre vampiros y humanos. Se les llamaba dhampiros. A menudo se les otorgaba poderes sobrenaturales. Decían que eran capaces de descubrir a los fantasmas y a muertos vivientes. ¿Pero Danilo? Pensé en su parecido con Jovan…, la frente, la boca…, y oí mentalmente la voz de mi hermana Jelka: «No sería la primera mujer que jurase en falso por su virginidad»…
Branka se inclinó hacia delante y bajó la voz.
—Como no esperó a completar el periodo de luto, Milutin se negó a casar a Jovan y a Marja. Y el padre de Jovan, el viejo Petar Vukovic, también se negó a dar su consentimiento y amenazó a su hijo con desheredarle. Aun así Jovan estaba obsesionado con esa boda. Esa mujer le tenía completamente hechizado. En contra del deseo de su padre, pagó a un sacerdote de fuera para que les diera a él y a Marja la bendición del matrimonio. Extrañamente, dos semanas después de esa boda inmunda, el viejo Vukovic murió y le dejó todos sus bienes a su hijo, del que en realidad ya no quería saber nada. Milutin maldijo ese matrimonio en la plaza de la iglesia. Dijo que Dios mostraría si Marja tenía culpa en la muerte de Vukovic. Y Dios… —nuevamente Branka se santiguó— no tardó en destapar su culpabilidad. ¡Tenías que haberla visto, niña! No habían pasado ni dos años desde el nacimiento de Danilo cuando empezó a transformarse. Se volvió más blanca de lo que ya era de por sí, sus ojos se volvieron rojos y sus dientes se oscurecieron. Dios le quitó la luz del sol y la echó a la oscuridad. Le salían heridas en la piel en cuanto la tocaba el sol.
De repente sentí frío hasta en los huesos. Pensamientos confusos me rondaban la cabeza y me mareaban tanto, que tuve que cerrar los ojos. Vi la desfigurada cara fantasmal: dientes negros, mejillas pálidas, ojos hundidos como manchas…
—Durante el día no volvimos a verla —continuó Branka—, pero uno que pasaba por la noche ante la finca descubrió a Marja junto al portón. ¡Tenía un cuchillo en la mano y bebía la sangre de una gallina directamente de la herida del cuchillo! Finalmente el cielo envió el fuego en su busca y prendió la torre. En ella se quemó hasta convertirse en cenizas y…
—¡Ya basta!
El grito había subido por mi garganta antes de que yo hubiera podido detenerlo. La imagen de la torre apareció ante mis ojos, oscura como la tormenta y amenazadora como una lápida. ¡Así que Marja se había quemado en esa torre!
—¡Tranquila, querida, tranquila! —exclamó Branka; se levantó de un salto, se sentó a mi lado y me echó el brazo por encima de los hombros—. ¡Pero si estás temblando! No pretendía asustarte —las palabras de la anciana eran cálidas y compasivas, pero en mi interior pensé que también sonaba un poco satisfecha.
—Lo sé, para ti es difícil —murmuró preocupada—. Una muchacha tan joven, abandonada en aquella finca, con la torre, donde ronda el mal. El cuerpo de Marja se deshizo en cenizas, ella debería estar completamente destruida, aunque al parecer el diablo la mantiene con vida. Ella te visita en forma de espectro, ¿verdad? Como un maligno fantasma nocturno, que te roba el aliento. ¡Ten cuidado de que no te chupe la sangre mientras duermes! ¡Ay, cuánto debe de odiarte!
Fue extraño: Branka me caía bien y nada me hubiera agradado más que cobijarme en sus brazos y dejar que me consolara. Pero aun así no terminaba de confiar del todo en la vieja.
—A mi no me visita nadie —murmuré—. Yo únicamente he venido a haceros una visita, de verdad, para preguntaros quién en el pueblo podría venderme un perro —cuidadosamente me liberé del brazo de Branka inclinándome hacia el cesto y sacando la botella de aguardiente—. ¿Será esto suficiente como pago?
La vieja me miró largo rato, como si intentara leer mis pensamientos. Me costó mucho esfuerzo no retirarle la mirada. Luego, tras una eternidad, ella cogió la botella y asintió.
—Veré lo que puedo hacer —dijo cerrando así entre nosotras un pacto no pronunciado.
Si Branka me acogía, tal vez los demás habitantes del pueblo también me darían la bienvenida. Hoy no y tampoco mañana, pero algún día.
Branka sonrió y se levantó.
—¡Ven a visitarme otra vez cuando estés en el pueblo, Jasna! Y por hoy te voy a dar un buen consejo de regalo. Como seguridad, coloca un cinto a lo largo de tu cama antes de acostarte. Si Marja quiere ir a verte como vampiro o espectro por las noches para beber tu sangre o comerte el corazón, verá el cinto y pensará que hay otra de su especie que se ha echado sobre ti y ya está lamiéndote. Entonces te dejará en paz.
* * *
Durante el camino de vuelta estaba tan preocupada y tan confundida que tropecé varias veces con las piedras. Era como si llevara pesos de plomo en mis pies. No me atraía nada regresar a la torre negra, pero no tenía elección. Y aunque a luz del día era más fácil pensar en Marja, el miedo, de eso estaba segura, me devoraría al llegar la noche.
Ya había dejado atrás el árbol del ahorcado cuando percibí el ruido de los cascos de un caballo al galope. Un caballo negro se acercaba como el viento… y sobre su grupa estaba Danilo. Pegotes de tierra y manojos de hierba volaron hacia mi cuando hizo parar a su corcel directamente ante mí. Su boca era una única raya pálida de ira. En un primer momento pensé que iba a coger el látigo para fustigarme con él y levanté el brazo para protegerme la cara.
—¿Qué diablos haces tú aquí afuera? —me reprendió—. ¿Quién te ha dicho que puedes ir al pueblo?
—Tanto anoche como esta mañana lo habría tenido difícil para pedir tu consentimiento —respondí lo más tranquila que pude—, porque no estabas. Además: ¿quién me va a prohibir ir a la iglesia? No dijiste que me mantuviera lejos de ti…, pues más lejos que en la iglesia no voy a poder estar de ti.
A pesar de que estaba sentado sobre la grupa del caballo muy por encima de mí y de que aparentaba ser tan superior, había conseguido desarmarle. Y a la luz del día me di cuenta de que Danilo no era más que un hombre colérico al que podía hacer frente.
—¿Querías ir a la iglesia? —preguntó en tono burlón—. Te lo podías haber ahorrado. ¡Reza en la torre de Jelena! Nosotros estamos excluidos de la iglesia.
—Vosotros, los hombres, no yo —repliqué con firme voz levantando el mentón—. Yo no tengo nada que ver con vuestro pasado.
El rostro de Danilo se ensombreció aún más. Su corcel bailoteaba en el sitio y se oponía a las riendas. Y yo habría jurado que Danilo le iba a picar las espuelas y a dejarme atrás envuelta en una lluvia de salpicaduras de barro. Pero para mi sorpresa, mi esposo me extendió la mano.
—¡Venga! —me ordenó—. ¡Date prisa, no tengo todo el día!
Titubeando me colgué el asa del cesto vacío por encima del hombro, agarré la mano de Danilo y levanté el pie en busca del estribo que me había cedido para poder montarme.
—Sujétate fuerte —gruñó poniendo el caballo ya en marcha.
Imaginé que Danilo azuzaría a su corcel para seguir al galope, pero al parecer tenía tan pocas ganas de regresar a Las Tres Torres como yo y en vez de eso se conformó con un trote ligero.
Era extraño sentirle tan cerca. Su cabello rozaba mi frente cuando giraba la cabeza y percibía el olor a piel, cuero y salvia. Sólo una vez habíamos estado tan cerca el uno del otro y el recuerdo de aquello me hacia brotar el sudor.
Durante un rato cabalgamos en silencio. Cuando este se volvió agobiante, reuní mi valor. ¿Qué tenía ya que perder?
—¿De verdad es cierto que Marja no tiene tumba?
Instantáneamente sentí cómo Danilo se erguía. Pero entonces carraspeó y contestó con duelo en la voz:
—Ella se quemó, si. Del todo. Pero tiene una tumba.
Me entró un escalofrío. La torre. Así que por eso Jovan no dejaba que la tiraran.
—Nema dice que la torre ardió debido al impacto de un rayo.
Danilo únicamente asintió sin decir palabra.
—¿Y qué hay de lo que cuentan de Marja? ¿Tenía la piel tan blanca y no soportaba la luz?
—Vaya, una sola visita al pueblo ha bastado para que escuches todas esas patrañas que dicen por ahí sobre ella —respondió Danilo en un tono sarcástico—. Ella tenía la piel clara, ¿y qué? Y que no viera durante mucho tiempo la luz del sol sólo tenía una razón: se había encerrado en la torre por tristeza. Arriba del todo, bajo el tejado. Allí… el fuego ardió con más fuerza.
Era más fácil hablar con Danilo cuando no tenía que mirarle a la cara. Por eso me atreví a dar un paso más.
—¿Se retiró por los habitantes del pueblo y por el sacerdote? —pregunté con cautela—. Porque creían que tú no eras hijo de Jovan y…
Danilo cogió aire y yo enmudecí de inmediato. Siguió un silencio tenso lleno de dolor que no podía expresarse en palabras. Cada uno de nosotros, eso lo supe entonces, era prisionero de su propia miseria. Y por primera vez comprendí algo de la forma de ser de Danilo. En otras circunstancias…, ¿quién sabe?…, tal vez incluso hubiera podido amarle.
—Por eso seguro que no… —dijo finalmente lleno de amargura en su voz—, sino porque lo creía mi padre.
Entonces sí que picó las espuelas al caballo, y yo, con un grito de susto, caí hacia atrás y tuve que sujetarme con todas mis fuerzas mientras volamos al galope al encuentro de las torres.