Hasta entonces yo creía tener un sitio en el mundo. Creía saber quién era, cómo arreglármelas y, si era necesario, cómo defenderme. Pero aquí, en terreno desconocido, todas mis seguridades se evaporaron, y me sentí sola y desterrada. Vivía entre lobos. Eso fue lo que comprendí aquella mañana. Y también comprendí que ahora dependía de mí misma, y que debía protegerme lo mejor que pudiera. Tenía que ir lo antes posible al pueblo. Y aunque el patriarca no me caía bien, él era la única conexión con la comunidad. Además, estando sin familia propia, era fundamental que me integrara en la comunidad del pueblo. Para mis adentros esperaba encontrar allí mujeres que me dieran la bienvenida. En las salas de costura me contarían que ellas tenían un destino muy similar al mío. Yo oiría sus historias, los cotilleos sobre amantes secretos y las quejas sobre sus esposos. Y después de un tiempo, cantaría sus canciones y ya no me sentiría tan perdida.
Sin embargo, durante las primeras semanas era impensable hacer una escapada al pueblo, de modo que, igual que una cabritilla que se hubiera extraviado entre depredadores, me encogí e intenté ser invisible. En la medida de lo posible, intenté no cruzarme con los hombres. Lo que más me gustaba era refugiarme con los caballos. Jovan me llamaba «hija» y sonreía cada vez que me veía, pero yo no me fiaba de su amabilidad. Con demasiada claridad veía tras su sonrisa el brillo de los colmillos del lobo.
Tal como había hecho en la casa de padre, también aquí ayudaba atendiendo a los animales. No me gustaba el sabor del agua amarga del manantial; prefería caminar hasta el arroyo que serpenteaba a orillas del bosque. Por las mañanas, cuando corría hacia el establo, lo hacía siempre con la cabeza agachada, mientras la torre quemada a la que yo hacía tiempo llamaba la «torre negra» parecía observarme con los ojos huecos de la muerte. No podía deshacerme de la impresión de que algo mantenía continuamente su mirada fija en mí. Un aliento extraño susurraba con cada golpe de viento entre mi cabello, y sobre los muros ennegrecidos por el humo, creía ver distorsionadas caras.
—Marja —susurraba yo en esos instantes.
Repetía ese nombre como si fuera un conjuro. Llamaba a la muerta como si ella fuera un ángel que podía protegerme.
Por las noches dejaba un cuchillo sobre el alféizar de la ventana para que alejara de mi los malos sueños, pero esa magia resultó ineficaz. Bela continuaba llamándome en cuanto yo cerraba los ojos. La nostalgia por ella y por mis otras hermanas me hizo casi desesperar. Jamás habría pensado que echaría de menos incluso a Jelka, pero las añoraba tanto que me dolía el pecho con cada bocanada de aire que inspiraba, como cuando se tiene fiebre.
En las primeras noches yacía sentada en la cama temerosamente, esperando, con los brazos rodeando fuertemente mis piernas y con el corazón latiendo con tal fuerza que podía sentir sus golpes en mis rodillas. Pero cuando Danilo subía y apagaba la luz, no sentía ninguna mano sobre mi cuerpo. Estaba segura de que él sabía que yo permanecía despierta mucho rato, pegada al borde de la cama, escuchando y conteniendo la respiración. Pero él no volvió a tocarme ni una sola vez. Cuando por la mañana despertaba al fin, sobresaltada por mis malos sueños, el lado de la cama junto a mí estaba vacío.
* * *
Cuando volví a sangrar, me sentí muy aliviada de no estar embarazada. Por primera vez desde la despedida de la casa de padre, el velo negro que se posaba sobre mi vida se elevó un poco y dejó pasar algo de luz del sol en mis pensamientos. Me quedé observando cómo se perseguían los potros unos a otros a la luz matinal, y descubrí, sorprendida, lo bonito que era el paisaje. No me había dado cuenta de que los ciruelos hacía días que estaban en flor. El suave aroma de las flores blancas me hizo respirar con más libertad.
—Nema, muéstrame las despensas —le pedí a la anciana—. Un día de estos quiero acercarme al pueblo y necesito saber lo que tengo que conseguir para la finca.
Nema, que estaba hilando lana, levantó asustada la mirada. Sentí claramente su contrariedad, pero cuando me crucé de brazos y le di a entender que no me movería de allí, puso finalmente el huso sobre el alféizar y sacó el manojo de llaves de entre los pliegues de su falda.
Junto a Nema inspeccioné las despensas y un sótano rocoso cercano a la torre derecha. Jamás había visto un sótano así. Bajo una trampilla en el suelo cubierta con hierbas, cinco escalones empinados de roca conducían a una estrecha cueva. Allí se habían abierto cuatro fosas de barro y alguien había cerrado esos agujeros con placas de madera. Nema me mostró que allí se almacenaban los alimentos y sacó un pequeño barril con una mantequilla que, sin ser fresca, era blanca como la nata. En las fosas hacía frío y olía a tierra, pero no a putrefacción ni a salitre. Comprendí enseguida que cada una de ellas estaba pensada para una cosa diferente: mantequilla, leche y queso en la primera; verduras frescas y cebollas en las dos siguientes; y carne en la cuarta. Cuando pregunté si esta zona del subsuelo estaba tan frío porque fluía por debajo el manantial. Nema asintió sorprendida.
«Necesitaremos cabras y gallinas para tener siempre suficiente leche fresca y huevos», pensé para mis adentros cuando volvimos de nuevo a la luz del día. Tras la torre Jelena una huerta abandonada aguardaba a que una mano solicita se hiciera cargo de ella. En la colina crecía un viñedo, pero tampoco nadie parecía ocuparse de él. Un trecho más adelante, junto a la torre negra, descubrí manzanos silvestres. Iba a dirigirme hacia ellos, pero Nema me agarró del brazo y tiró de mí con tanta fuerza que solté un quejido. «¡Hacia la torre no!», se opuso enérgicamente.
—¿Por qué no debo ir allí? —le pregunté.
Ella únicamente señaló con un gesto indeterminado hacia el deteriorado tejado.
«Allí no hay nada», decían sus manos deformes. «Sólo palomas y suciedad».
Quiso tirar de mi, pero yo me resistí haciendo contrapeso.
—¡Nema, espera!
De reojo vi cómo un peón que nos observaba con disimulo, de soslayo se santiguó apresuradamente. Tal vez fuera por eso por lo que por fin me atreví a formular la pregunta que me tenía intrigada desde el principio:
—¿Por qué se quemó la torre? ¿Fueron… los turcos?
Nema bufó en tono despectivo. «Cayó un rayo», fue la seca respuesta que interpreté. «Lo arrasó todo. No se pudo salvar nada».
—¿Estabas en la torre en ese momento, verdad?
Nema miró sus manos como si no le pertenecieran. A la luz del día parecían fabricadas de cuero rojo. Y con gestos hilvané su historia…
«Estaba durmiendo. El rayo me despertó. Oí mucho ruido y había fuego por todas partes. Entonces corrí hacia la ventana. ¡Allí!». Señaló hacia una ventana muy por encima de un tronco del que la hiedra se había apoderado. Comprendí que aquello eran los restos de un gran árbol y mentalmente lo completé con ramas que llegarían hasta la ventana más alta. La compasión me desgarró el corazón al imaginar a Nema aferrada a la madera en llamas para salvar la vida.
—Lo siento mucho —dije en voz baja—. Has debido de sufrir mucho.
Nema soltó un despectivo chasquido. Apretó los puños y se los metió bajo las axilas.
«Vamos, regresemos a la casa», me ordenó con un brusco movimiento de cabeza.
Me dio la impresión de que estaba enfadada, pero antes de que entrásemos de nuevo a la casa me sonrió levemente.
Llave por llave iba encontrando su correspondiente cerradura. El metal oxidado chirriaba, las bisagras crujían. Arañas y ratones huían ante nuestras pisadas. Entré en habitaciones abandonadas, abrí armarios y baúles polvorientos.
—¿Hay otros vestidos en alguna parte? —pregunté a Nema—. ¿O telas con las que poder coserme algo yo misma? No quiero andar por ahí únicamente vestida con la ropa de la señora Marja.
Había pronunciado el nombre sin pensarlo. Para mí ya era familiar. Pero la mujer se giró asustada y se llevó las dos manos a la boca. Por un segundo creí que iba a gritar, pero de su garganta únicamente salió un graznido, un sonido de tal dolor que tuve que tragar saliva del susto.
—Perdóname —dije rápidamente—. Simeón ya me ha dicho que no debo pronunciar su nombre delante de Jovan, pero no sabía que tú también…
Al instante la mano fría y seca de Nema se posó sobre mi boca. «¡Ni una palabra más!», me indicaba con la otra mano. Extrañada, me quedé quieta, sin defenderme. Lo que más me inquietó fue que Nema se girara hacia la puerta, como si temiera que alguien pudiera estar espiándonos. ¿Alguien?, pensé estremeciéndome, o… ¿algo? «¡Jamás pronuncies ese nombre!». El gesto de Nema fue como un grito. «Jamás, ¿lo has entendido?». Sus dedos apretaban dolorosamente mis labios contra mis dientes. Sólo cuando asentí, se aflojó la presión de la mano de lagarto sobre mi boca.
Oí los golpes de los cascos del caballo de Simeón mucho antes de que lo viera acercarse a toda prisa.
—¡Vamos a tener visita! —me informó.
Mi corazón dio un vuelco de alegría. ¡Una visita! En esa palabra había algo familiar y acogedor, y de inmediato me vinieron a la cabeza un sinnúmero de pensamientos: «¿Tenemos suficiente vino en casa? ¿Pan? ¿Serviremos asado?».
—¿Cuántos son? —exclamé a modo de respuesta—. ¿Van a quedarse a pasar la noche?
—Únicamente dos —dijo Simeón, mientras saltaba de la montura—. Del ejército local. Uno es el contagions-medicus, es decir, el médico especializado en enfermedades contagiosas. Está estacionado en Paraćin y se llama Tramner. El otro es un oficial. Han estado hoy en el pueblo y quieren echar un vistazo a las nuevas yeguas. Mañana continuarán su camino en dirección a Jagodina. ¡Apresúrate, estarán aquí de un momento a otro!
Me di media vuelta y eché a correr. Al poco rato estaba ya con la bebida de recibimiento en las manos ante la casa, aunque completamente sin aliento. A toda prisa me había atado un pañuelo a la cabeza y me había puesto un delantal limpio. Una nube de polvo se levantó cuando llegaron Jovan, Danilo y los dos hombres. A contraluz vi que los dos eran esbeltos y altos.
—¡Mirad, esta es mi nuera! —exclamó Jovan en el idioma de los austríacos, y a mi me dijo en serbio—: Hija, has debido de traerme suerte. He vendido una buena partida de tabaco al comandante hajduk y al hadnack…, ¡y ahora tal vez incluso les coloque a alguno de los caballos de dos años!
—¿Hay hajduks cerca? —pregunté en voz baja—. ¿En el pueblo? ¿Y quién es el hadnack?
—Jasna, esto es territorio militar. Hay toda una tropa de la compañía de hajduks de Stalac estacionada aquí y sirve de milicia al pueblo. Y el hadnack es el teniente húngaro sobre el que recaen todas las funciones administrativas del pueblo. Para nosotros es una suerte: ¡pagan bien! Y en cualquier caso, hoy vamos a brindar por nuestro negocio.
Todos se detuvieron ante la casa principal de la finca. Danilo me echó una mirada inescrutable. Como siempre cuando me miraba, me sentí de inmediato incómoda. Los dos evitábamos mirarnos más de lo puramente necesario. Les ofrecí aguardiente a los hombres, y ellos, con las riendas aún entre sus manos, aceptaron asintiendo con la cabeza. A los caballos no les agradó el fuerte olor de la bebida, y resoplaban y agitaban sus cabezas.
Con disimulo observé a los hombres. El médico era de la edad de Jovan. Tenía unos dedos delgados y una cara pálida y amable. Jovan y él conversaban con tanta confianza como dos viejos amigos. El otro era un joven oficial de cabello oscuro que lucía un uniforme polvoriento. Por su bigote liso y sus ojos negros, parecía húngaro. El tieso y alto cuello de la casaca le rozaba un mentón algo fofo.
—Hija, prepara la comida. Estamos hambrientos —dijo Jovan dirigiéndose a mí.
Desde la ventana observé cómo Danilo les mostraba las yeguas húngaras, las hacia girar al trote y al galope. Me pesaba reconocer que envidiaba su arte de montar y para mis adentros deseaba llegar a sentarme sobre el lomo de Viento con la misma soltura que él. El sol, que ya estaba cayendo, proporcionaba al pelo de los caballos un brillo dorado. El médico se mostró encantado con los animales; sin embargo el húngaro era mejor comerciante y no dejaba entrever sus pensamientos. Con faz inexpresiva pero ojos inquietos y brillantes, seguía cada movimiento de los caballos, sin sonreír ni una sola vez. Pero cuando Simeón volvió a llevar las yeguas al establo, él las siguió largo rato con la mirada.
Poco después, cuando entró en la estancia principal decorada con los valiosos objetos turcos, frunció el ceño y miró desconfiado a su alrededor. No me gustaba la expresión de sus ojos, contenía desprecio pero también una especie de avaricia.
El vino y el pan recién horneado estaban preparados. Además de carne asada y tortas de maíz.
—¡A esto le llamo yo una buena anfitriona! —dijo Jovan, mientras servía el vino—. Amigos, ¡por mi nuera!
—Por el joven matrimonio —dijo el médico, cogió un jarro y, de buen humor, me guiñó un ojo.
—Por la esposa —murmuró el oficial magiar sin más—. Veo que no sólo en el establo hay buenas yeguas.
Sus miradas inquietas se deslizaban desvergonzadas sobre mis pechos, como si yo no fuera más que un animal cuyo precio estuvieran valorando. Bajé la mirada hacia la jarra de vino que sostenía en mis manos, enfadada conmigo misma porque notaba que la sangre se me subía a las mejillas.
—¡Y por la casa Vukovic, cuyo nombre seguirá vivo! —brindó el médico con aire festivo levantando otra vez el jarro.
—Sí que lo hará —respondió Jovan con gran convicción.
Y se rió al tiempo que daba unas palmadas a su hijo en el hombro. Tampoco ese día era sincero el cariño que aparentaba. En presencia de Danilo, la risa de Jovan era siempre como un viento cortante y su mirada afilada como el cristal.
Danilo no se molestó ni siquiera por mostrar una mínima sonrisa. El magiar se bebió el jarro de un trago sin apartar sus inquietos ojos de mí. Eran oscuros y ardían en una luz turbia. Sospeché que seguramente no sería el primer jarro de vino que había vaciado aquel día.
—Y decidme, ¿de dónde proviene vuestra mujer? —le preguntó a Danilo.
—¿Por qué no le preguntáis mejor a mi padre? —le respondió Danilo en tono áspero—. Yo no sé mucho sobre ello.
—Al parecer mi hijo es un tonto olvidadizo —contestó Jovan marcadamente tranquilo—. Es de Fruška Gora.
—Ah, ¿de los bosques francos? —dijo el magiar—. Ha hecho un largo camino, ¿no? Yo también tuve una que venía de allí. Una yegua muy fogosa. ¡Sobre todo en la cama! —sonrió con insolencia.
Intenté simular que no había oído esa impertinencia. Jelka había tenido que escuchar bromas semejantes muy a menudo de los clientes y mi padre había sido el que más alto se había reído siempre de ello. Sin embargo, Danilo parecía como si de un momento a otro le fuera a echar el vino a la cara al invitado.
—Al parecer el vino le suelta a vuestro amigo la lengua —dijo dirigiéndose al médico—. Cuando uno se precipita hacia delante con demasiado ímpetu, se puede caer con la misma rapidez del caballo y partirse la crisma.
El oficial húngaro dejó de sonreír. Podía sentir la tensión en el aire. Nema, que se había sentado exhausta junto al alféizar, se levantó con aire de preocupación. Estaba convencida de que iba a haber una pelea, pero entonces Jovan se echó hacia delante y con un gesto de mano me indicó que me acercara a llenarle el jarro de vino.
—Esta noche hablaremos de caballos y yeguas, ¿verdad? —dijo sonriendo—. Pero ahora a mi hijo le honra defender a su mujer…, aunque nadie haya querido ofenderle. Los enamorados son así, fáciles de irritar, ¿no es cierto?
—Entonces, ¡por los enamorados! —apoyó el médico y tomó un sorbo de su vino.
Danilo se quedó fuera de juego un instante y yo maldije a Jovan por la manera en que utilizaba las palabras, como si fueran lazos y trampas.
—Pues basta de caballos —dijo Tramner—. ¡Mejor cuéntenos algo sobre sus viajes, Jovan! Aquí mi amigo aún no sabe que estuvisteis viviendo tres años con los otomanos. En Edirne y en otras partes. ¡Cuéntenos algo de eso!
Agudicé mis sentidos. ¡Tres años en tierras turcas! Esa novedad me fascinaba tanto como me asustaba. Las historias de mi padre volvieron a resonar en mis oídos; las imágenes de personas empaladas no eran fáciles de ahuyentar.
—Edirne no es la única ciudad que merece ser vista —dijo Jovan; se reclinó hacia atrás y dio vueltas a su jarro, como si estuviera ordenando sus recuerdos—. La verdadera ciudad de los milagros es Estambul…, la vieja Constantinopla, que perteneció a los griegos y a los latinos. ¡Yo he estado allí! En la época en la que reinaba el sultán Ahmed. Lo recuerdo como si la estuviera viendo ahora. En la orilla europea, sobre siete colinas, se posa Constantinopla. Huertas, pinos y cipreses se extienden por las laderas. Y entre las numerosas mezquitas está el palacio de verano de Ahmed. Lo llaman Saadabad: lugar de la felicidad divina. Allí hay estanques, fuentes y riachuelos que el sultán hizo instalar.
La voz de Jovan se había vuelto más suave y había cobrado un tono más grave y voluptuoso. En su semblante se reflejaba el brillo de todos los milagros que describía con palabras y gestos.
—Yo era un joven comerciante cuando vi todo aquel esplendor —murmuró—. Un insensato al que le cegaba la riqueza. ¡Amigos, una riqueza incalculable! Y unas fiestas tan pecaminosas y hermosas que todo cristiano se santiguaba en ellas pero sin poder apartar los ojos. A veces el Consejo de Estado salía a divertirse en las noches de verano sobre el agua; desplazándose en barcas sobre las que se habían montado techumbres de tela plateada, navegaban entre las olas del Bósforo y ante el Cuerno de Oro del puerto.
Permanecí de pie junto a la mesa, con la jarra de vino en mis manos, sin poder hacer otra cosa que dejarme atrapar por el imán de esas imágenes. Jamás había hablado mi padre así de los turcos. Por ello, además de sufrimiento, sangre y torturas de pesadilla, ahora los turcos también me evocarían el esplendor de un lugar lejano de ensueño. Aquella noche experimenté la magia que Jovan podía lograr con las palabras. Si le hubiera conocido en esa ocasión, su esplendor me habría cegado y habría conquistado mi corazón.
—Había procesiones a caballo, y las mantas bajo las sillas de montar brillaban, sembradas de piedras preciosas —continuó Jovan—. Los caballos pasaban de largo enjaezados en oro y plata, con adornos de plumas sobre la frente. En esas noches, las cúpulas de las mezquitas se iluminaban con los fuegos artificiales; los luchadores mostraban sus habilidades sobre la arena, en las calles; el eco repetía los gritos de los papagayos. Las calles olían a dulces, a sésamo bañado en miel…, y ese aroma se entremezclaba con el sabroso humo de las antorchas de resina que lentamente se consumían.
—Una bonita historia —comentó el magiar con un leve tono sarcástico—. Suena como un cuento en toda regla. Parece ser cierto que los otomanos tienen un sentido para la riqueza, pero ese oro está manchado de sangre. Ellos son y serán unos carniceros. Y el sultán Mahmut no dejará de incordiar hasta que no haya recuperado Belgrado y la zona del Morava. Por suerte estamos nosotros para impedírselo, pero si Mahmut lo lograra, ¡ya me gustaría oír si continuarías cantándoles a esos perros turcos tales alabanzas!
De reojo noté cómo Nema levantaba la cabeza bruscamente, aunque en cuanto se dio cuenta de que yo la estaba mirando volvió a bajar la mirada.
—Aun así, ha sido un relato muy entretenido, tengo que reconocerlo —cerró su discurso el oficial de forma magistral y estiró las piernas bajo la mesa—. Pero decidme: ¿cómo pudo un sencillo comerciante acercarse a tanta hermosura, eh? Seguro que tuvisteis que dormir en antros y todas esas riquezas fueron un sueño fruto del humo del opio.
Se echó a reír y miró buscando el aplauso del médico. Yo hubiera esperado que ahora por fin Jovan hubiera reaccionado enfadado y ofendido, pero tan sólo sonrió levemente y se levantó de la mesa. Contuve la respiración y observé cómo se encaminaba hacia el rincón de los iconos y tomaba una flor del florero que había junto a la imagen de santa Jelena.
—¿Y esto?, ¿es tan sólo una imaginación que os produce el vino húngaro, no? —dijo arrojando la flor amarilla con gesto descuidado junto al jarro de su invitado.
Un reguero de semillas negras espolvoreó la mesa y dejó un rastro sobre la manga del militar. Un pétalo carnoso y ovalado, tan liso y brillante como la cera, se soltó y balanceó sobre la mesa como una barca dorada sobre un agua de color castaño.
—¿Es o no es un tulipán? —preguntó Jovan en voz baja—. Flores así son tan valiosas como el oro. Podría haberme costado la vida llegar hasta este tesoro, pero como podéis ver, estoy ante vos.
Ahora, incluso el húngaro parecía impresionado. Se pasó la manga sobre la boca, sin darse cuenta de que una hilera de semillas manchaba su mejilla. Aguardé a que dijera algo, pero se calló y simplemente miró fijamente el pétalo. El médico se rascó la nariz, ocultando así tras su delgada mano una sonrisa.
—El sultán Ahmed adoraba las flores —continuó Jovan—. Algunas especies se las hacía traer de Persia. Sus jardines junto al Cuerno de Oro eran famosos. Las flores de sus jardines se extendían hasta donde llegaba la vista —sonrió abstraído y en sus ojos se reflejaba la luz de las llamas de las velas—. Todos los años, en primavera, Ahmed celebraba una fiesta de tulipanes. Durante esa noche de luna decenas de tortugas se deslizaban, con velas sobre sus caparazones, entre los tulipanes alumbrando su hermosura. Para sus invitados, el sultán había hecho esconder joyas en el jardín. El que encontraba una piedra preciosa se la llevaba como regalo de cortesía. Pero yo dejé las joyas donde estaban y robé un tesoro mucho más valioso.
—¿Qué? ¿A que no os había prometido nada en vano? —le murmuró el médico Tramner al húngaro—. Algunos pagarían por escuchar historias así.
—Pero vos sois un serbio creyente como Dios manda, ¿o no? —dijo el magiar en tono alto—. ¿Cómo es que adornáis vuestros iconos con flores paganas?
Jovan sólo se rió bondadosamente y volvió a sentarse a la mesa.
—Las flores no rezan —respondió sin darle más importancia—. Más tarde o más temprano, todas agachan la cabeza…, ya sea ante la cruz o ante la media luna.
—Mi madre adoraba los tulipanes —dijo Danilo.
El efecto de esa frase fue semejante a un latigazo. En un segundo parecía haberse levantado una gélida corriente de aire en la habitación que apagó la sonrisa de Jovan. Tuve la sensación de que ese puño que apretaba golpearía a su hijo, y temí por Danilo. Entonces algo atrajo mi atención. Un movimiento similar al de una sombra pasó por encima del hombro de Danilo… en la ventana. Fue una fracción de segundo, como un fogonazo, y aun así fue como si alguien me agarrara por el cuello.
Allí había… ¿un brillo? Tropecé hacia atrás y apenas me percaté de que la jarra se me escurría de entre las manos. ¡Una cara desfigurada! Blanca y podrida. Manchas de sombras…, cuencas de ojos oscuras y…
Durante la fracción de segundo en que la jarra recorrió el camino contra el suelo, volví en mí. Fuera lo que fuera lo que había visto en la ventana, había desaparecido. El tintineo al caer sonó como un trueno en mis oídos. Nema se levantó asustada de un brinco cuando el vino se desparramó por el suelo.
—¡Bien hecho! ¡Por qué no tiramos la vajilla al suelo y bailamos! —gruñó el magiar.
Parpadee e inspiré para coger aliento. Estaba mareada y era consciente de que estaba pálida como la muerte. «Ha sido mi imaginación», me dije a mi misma. «Un banco de niebla, una luz perdida en la lejanía…».
Los hombres me miraron fijamente. Danilo había captado mi inquieta mirada y miró por encima de su hombro a la ventana.
—¿Jasna? —preguntó el médico preocupado.
La sorpresa de que conociera mi nombre me hizo regresar definitivamente a la realidad. Con rapidez me agaché y comencé a recoger los trozos rotos con manos temblorosas.
—Per… perdón —tartamudeé en el idioma de los invitados—. Ha sido…, me he descuidado.
—Mirad por dónde…, ¡si también habla nuestro idioma! —exclamó el médico Tramner extrañado—. ¿Por qué no lo has dicho desde un principio, muchacha? ¡Y nosotros hablando sobre ti como si tú no entendieras una palabra!
Trague saliva. Todavía me temblaban las manos y encima ahora tenía la cara ardiendo de vergüenza.
—Vos… no habéis preguntado, señor —murmuré.
—¿Dónde lo aprendiste? —quiso saber Tramner.
Lentamente volví a recuperar el aliento. La ventana seguía vacía y me obligué a mirar al médico.
—En casa de mi padre —respondí con voz firme—. Antaño él sirvió en el ejército del káiser. Más tarde, regentó una posada y teníamos muchos viajeros alojados. Aprendí algunas frases de mi padre y también de los clientes.
—Entonces habéis encontrado una verdadera joya, Jovan —dijo el médico impresionado—. No conozco a muchas chicas de Raitzen que sean tan aplicadas.
Sin embargo Jovan me miró como un granjero al que le hubieran tomado el pelo. Y yo caí en la cuenta, como si me hubieran golpeado con una maza, de que tampoco a él le había mencionado nunca que conocía su idioma.
—¡No te quedes ahí como un pasmarote! —me reprendió—. ¡Ya que te dedicas a romper la vajilla, por lo menos trae más vino!
El tono de su voz fue como una bofetada. Con los trozos rotos en el delantal me levanté lentamente.
—¿Vienes, Nema? —dije.
—¿Cómo te atreves a molestar a la anciana? —me bufó Jovan—. ¡Tú eres la señora de la casa, al menos serás capaz de traer por ti misma una jarra de vino!
¡Eso fue demasiado!
—Bonita señora de la casa, que no tiene las llaves —le contesté sin cortarme—. Sin Nema no puedo ir a por más vino. Ella tiene que acompañarme para abrirme la puerta.
Nema abrió los ojos como platos del susto y también Danilo levantó las cejas con aire de sorpresa.
—¡Uhhh, una rosa con espinas! —se metió el magiar—. Sabe utilizar su lengua. Danilo, debéis sujetar bien las riendas de vuestra mujer, de lo contrario algún día os pondrá un arnés entre los dientes y tirará de las riendas.
—¡Sandor, ya basta! —dijo Tramner dirigiéndose a él—. Los ánimos ya están suficientemente caldeados para que encima echéis más leña al fuego.
—Sin embargo mi esposa tiene toda la razón —respondió Danilo para mi sorpresa—. ¿Qué casa es esta, en la que la señora de la casa tiene que estar pidiendo las llaves?
Nema le miró lanzando destellos como si quisiera saltarle a la yugular, pero Danilo se levantó y se dirigió a ella.
—Entrégale a mi esposa las llaves —dijo en tono amable pero firme.
Yo esperaba a que Jovan aleccionara a su hijo, pero únicamente resopló y luego asintió con la cabeza hacia Nema.
La cara de la vieja se había oscurecido, sus labios se habían convertido en mármol y únicamente su mentón temblaba de consternación. Contrariada, sacó el manojo de llaves y me lo entregó.
Pensé con rapidez: había reprendido a mi suegro delante de sus invitados. Iba a pagar por ello. Y también Danilo. Pero si ahora renunciaba con humildad y le dejaba las llaves a Nema, en esta casa tan sólo iba a poder cruzar aquellas puertas que otros me abrieran. A veces hay que anteponer tus propios derechos a los de los demás para no sucumbir. Esa lección la había aprendido en la casa de mi padre de sobras. Así que me encaminé con paso firme hacia Nema y agarré con decisión el manojo metálico. Nema no lo soltó, pero yo era más fuerte que ella. Muy pronto abandonó la lucha de fuerzas con la cara roja.
—Gracias, Nema —dije en voz baja, pero la vieja miró hacia el suelo y se hizo la sorda. Al caminar por el pasillo, respiré aliviada. Las llaves iban chocando unas contra otras a cada paso que daba y me juré que voluntariamente nunca las volvería a soltar.
Cuando regresé con otra jarra llena hasta el borde, escuché unas voces de lejos. Palabras llenas de veneno. Eran Jovan y Danilo, que habían salido de la habitación turca y estaban de pie junto a la puerta lateral.
—¡Entonces lárgate! —le bufó Jovan—. Vete al diablo, eres un inepto, testarudo y tonto. ¡Pero no te olvides de tu mujer o te juro que la arrastraré de los pelos hasta tu cama!
—¿Por qué no te has casado tú con ella, si estás tan obsesionado con ella? —le respondió con voz dura—. Claro que para eso eres demasiado cobarde, ¿verdad? Te mueres de miedo, ¿verdad, padre?
El ruido de una mano golpeando una mejilla hizo que me sobresaltara asustada. Se escuchó una maldición y fuertes y rápidos pasos, una puerta que se abrió y se volvió a cerrar. Tuve que reunir todo mi valor para doblar la esquina. Allí vi a Jovan. Su mechón blanco relucía con la tenue luz de mi lámpara y las sombras dieron a su cara el aspecto de una calavera. Con un escalofrío recordé la aparición de la ventana. «¿Habrá sido la muerte, la misma que miró en la habitación?», me pasó por la cabeza. Jovan levantó la mirada y me descubrió. Ambos sabíamos que yo lo había oído todo.
—Jasna, lleva el vino adentro y después ve con tu marido —dijo con la voz tomada, y carraspeó—. No quiero impedir a unos recién casados que cumplan con sus obligaciones.
* * *
Danilo estaba apoyado contra el muro, junto a la vieja puerta deteriorada por el tiempo, mirando fijamente hacia el bosque nocturno de enfrente. A la luz de la luna intuía su silueta. A mi alrededor la oscuridad latía mientras cruzaba apresurada el patio, y de nuevo creía sentir una mirada a mis espaldas. Pero en cuanto me giraba, tan sólo veía la torre negra despuntando de forma siniestra hacia el cielo. Poco antes de llegar a la puerta, me detuve, indecisa de si debía o no hablarle a Danilo.
—¿Qué? —me preguntó sin mirarme—. ¿Qué haces ahí parada mirándome? Ve adentro.
La segunda orden de aquella noche. Pues ya no bajaría la cabeza y obedecería sin más. Cerré con fuerza mi mano alrededor del manojo de llaves, mi única arma en una lucha desigual.
—¿De qué tiene tu padre miedo?
Danilo se giró bruscamente hacia mí como si le hubiera pinchado con un hierro ardiendo.
—¿Has estado espiando?
—¿Qué quieres?, tengo oídos. Pero incluso aunque fuera sorda, me hubiera sido imposible no ver vuestra enemistad. ¿Me odias sólo por eso? ¿Porque tu padre me ha traído aquí?
—¿A ti qué te importa? —me contestó en tono despectivo—. Tú ya has sacado provecho del asunto.
—¿Provecho? —le bufé—. ¿De verdad crees eso? Yo no pedí ser raptada hasta aquí. ¿Qué hago yo aquí? ¡Tuve que dejar atrás a mis hermanas, a las que quiero más que a nadie! Nunca jamás volveré a ver mi hogar ni la tumba de mi madre, ni la de mi hermana Nevena… —las palabras se me atragantaban y tuve que respirar para poder continuar—. Tú al menos puedes ir a la tumba de Marja —dije a duras penas—. Yo… no tengo a nadie.
Danilo cogió aire e instintivamente yo di un paso atrás. Fue como si mi esposo perdiera en la oscuridad su humanidad y se convirtiera en el novio animal de los viejos relatos…, desconocido y oscuro, sólo una sombra, capaz de agarrarme en cualquier momento. Tuve que reunir todo mi valor y toda mi templanza para continuar hablando.
—¿Te acuerdas todavía de tu madre?
Danilo titubeó mucho antes de contestar. Pero sorprendentemente me dio una respuesta.
—A veces. Aún recuerdo que me cantaba. Pero de eso… hace ya mucho tiempo.
—Mi madre murió hace tres años —dije yo—. Ella le dio a mi padre siete hijas.
No sé por qué le conté esas cosas precisamente a Danilo. Tal vez porque entre nosotros estaba la oscuridad, tal vez, porque aquellas llaves también habían abierto un candado en mi pecho…, a una cámara llena de nostalgia y tristeza. Le hablé de Negro y de los bosques de tilos, de la aldea del valle y de las cabras que nos había robado Lazar. Le describí a Bela…, ¡mi Bela!…, y por unos instantes fue realmente como si pudiera sentir sus brazos abrazándome y su mano sobre mi mejilla. Enmudecí avergonzada cuando había pasado ya un buen rato y Danilo no decía nada. Sobre el prado se había levantado una niebla que pendía como un velo ondeando delante del bosque. Creí reconocer caras en ella, bocas que se abrían y se disipaban en pálido vapor. El cántico mudo de innumerables fantasmas del bosque.
—También me pregunto por qué tu padre no ha vuelto a casarse —susurré—. ¿De verdad sigue el luto con tanta tristeza que ni siquiera se puede mencionar el nombre de Marja?
Danilo se echó a reír con esa risa suya tan carente de alegría que ya me era familiar.
—No confundas el luto con la culpa —dijo en tono seco.
—¿Culpa? Pero ella murió de una enfermedad, ¿no? Es lo que me contó Simeón.
—Oh, sí —respondió Danilo—. Simeón tiene toda la razón. De una enfermedad…, o de amor, quién puede saberlo con exactitud. Jasna, nosotros, los hombres Vukovic, no traemos suerte a las mujeres.
Era la segunda vez que pronunciaba mi nombre. Y hubiera preferido que no lo hubiera hecho. El miedo regresó y con él, el recuerdo de las pesadillas y la aparición en la ventana.
—¿Danilo? Aquí en esta finca hay fantasmas, ¿verdad?
Danilo resopló.
—¿Cómo se te ocurre semejante majadería?
—Yo… he visto algo. Algo aterrador.
—¿El qué?
—No lo sé. Sueño con ello. Con una cara. Una cara deforme. Un muerto o tal vez un alma en pena que me quiere mal.
Su mano se lanzó sobre mí. Cuando me agarró por la muñeca me asusté.
—¿Mal? —me escupió la palabra llena de desprecio a los pies—. ¿Tú qué eres? ¿Una granjera supersticiosa? ¿Una de esas malditas brujas de pueblo? ¿Una de las que reza y se arrastra y ve tras cada jarra de leche derramada al diablo?
—¡Pero yo he visto algo! —contesté casi gritando y resistiéndome con todas mis fuerzas contra su garra.
—¡Aquí no hay fantasmas, estúpida mujer!
Con un fuerte tirón me liberé de él. Mi muñeca ardía, pero yo apenas lo sentía.
—¡Si eres tú el que cree en la buena suerte y la mala suerte! —le bufé—. Así que, ¿quién es aquí el estúpido supersticioso?
Estaba segura de haberme ganado con esas palabras una bofetada, pero Danilo sólo soltó un par de maldiciones y dio una patada con todas sus fuerzas contra la puerta.
—Mi padre puede obligarme a compartir contigo la cama, pero no va a ordenarme que hable contigo, ¡así que mantente lejos de mi! —me reprendió.
Escupió al suelo y se marchó furioso. Yo era demasiado orgullosa para reconocerlo, pero aquella noche me ahogaron a partes iguales tanto la añoranza por mi hogar como mi rabia. Danilo no vino a la alcoba. Y cuando antes del amanecer miré por la ventana, vi cómo arreaba a su caballo al galope como si estuviera huyendo de mí.