La primera noche que pasé en mi cama nupcial soñé con Bela. La veía difuminada, como bajo el agua, y cuando levanté mis brazos para saludarla, fue tan trabajoso como si intentara remar en miel. El cabello de Bela flotaba alrededor de su cabeza, burbujas de aire salían como perlas de su boca y su mirada me buscaba sin encontrarme. «¡Sálvame!», le grité, pero mi hermana flotaba y nadaba y se giraba sin conseguir llegar hasta mí. A través de la neblina, su cuerpo blanco brillaba como si fuera de cristal. Mis ojos se fueron abriendo con un gran esfuerzo cuando por fin emergí del agua y respiré el aire fresco de la noche. Me envolvían las sombras… ¡y ahí estaba mi hermana! Tal fue mi alivio que de buena gana me habría echado a llorar.
—¡Bela! —murmuré, y extendí la mano hacia ella.
Hay instantes en la vida que hacen que tu corazón se pare y se te hiele la sangre. Hoy sé que es el beso de la muerte, que nos roza en esos segundos y nos roba todo el calor. La cara desconocida que de repente se me apareció tenía la gélida belleza de la muerte y la fealdad de un sufrimiento más profundo y doloroso de lo que un ser vivo puede soportar. Vi sus ojos apagados y su piel con la palidez de la muerte. Vi dientes negros y labios ya casi inexistentes. Olía a plumas de palomas y a lluvia. Y de pronto ese cuerpo agarró mi mano extendida.
El grito subió a mi pecho y se convirtió en un gorjeo. El terror me paralizó y le jugó una mala pasada a mi mente. Entonces comprendí que estaba sentada en la cama, jadeando, con la espalda apretada contra el cabecero de madera, mirando fijamente a la vacía alcoba. No había gritado, únicamente había gemido. Tras las nubes, había aparecido una pálida luna matinal que me mostraba mi vestido de novia tirado sobre el baúl. La encalada pared de detrás mostraba unas manchas y sombras en las que reconocí la faz del Nachtmahr, el demonio que se alimenta de los sueños. ¿Había estado soñando con los ojos abiertos? ¿Y por qué me seguía sintiendo como si me estuvieran observando?
Podría haber despertado a Danilo, pero este me había dado la espalda y respiraba profundamente, perdido en sus propios sueños. Durante diez, tal vez veinte respiraciones, permanecí así, hasta que poco a poco me fui tranquilizando. El miedo cesó y en su lugar volvió la comprensión con una fuerza atroz. Los últimos días volvieron a pasar ante mis ojos, la llegada a Las Tres Torres, la precipitada boda. Y aquello que pasó después… y que volvería a pasar esta noche.
Sobre mi garganta se posó una presión como la de unas manos invisibles. Abrí la boca para respirar y aun así tuve la sensación de ahogarme. Y de repente lo supe y fue lo único que pude ya pensar: «¡Tengo que irme de aquí!».
Rápidamente salté de la cama, me quité mi arrugada enagua por encima de la cabeza y la tiré al suelo. Mi extraño vestido de boda ni lo toqué; en cambio, saqué con brusquedad uno de los otros vestidos del baúl. Era un vestido gris que me sujeté con un cinto para no pisarme el bajo y tropezar en los escalones. Cogí también mi cruz de madera de la pared.
La puerta de la entrada seguía cerrada, así que abrí las contraventanas. El suelo estaba a una distancia algo mayor que la altura de un hombre. Abajo, arbustos espinosos esperaban ansiosos que alguien se enredara en ellos. Con cuidado dejé caer la cruz, que fue recogida con seguridad por ramas de espinos. Luego salté.
* * *
Viento estaba en el último rincón del establo, atado con una soga tan corta que no podía girar la cabeza hacia mí. Pero agudizó sus orejas cuando fui hacia él. Rápidamente, solté la soga y dejé que me olfateara la mano.
—¡No tengas miedo! —le susurré refiriéndome a mí misma.
Todo estaba asfixiantemente silencioso en el establo. Los caballos se mantenían en pie e, inmóviles, y escuchaban, como si percibieran algo que escapara a mis sentidos. Al recordar la aparición de la habitación, se me puso la carne de gallina y de repente me acordé de los hombres que habían abandonado la finca la noche anterior. Habían huido, ¿pero de qué?
—¡Ven! —susurré.
Agarré a Viento por el ronzal y él me siguió predispuesto. Pensé a velocidad de vértigo en si sería capaz siquiera de ensillar a mi caballo yo sola. Y justo me disponía a coger la cabezada de la pared, cuando una sombra cayó sobre mí. Dando un grito salté hacia un lado y me golpeé contra el lomo de Viento. Fue entonces cuando identifiqué la cara preocupada de Simeón y me avergoncé al instante de mi estupidez. ¡Debía de haberme imaginado que por supuesto nadie dejaría a unos animales tan valiosos en una cuadra abierta de par en par! Mi descabellado e irrisorio plan se esfumó como si nada, dejándome atrás desilusionada y temblando de frío.
—¿Adónde vas con el caballo? —me preguntó Simeón enseguida.
—El caballo es mío —le respondí en tono firme—. El señor Jovan me lo ha regalado. Puedo sacarlo del establo cuando quiera.
Simeón se fijó en mi vestido y en mi despeinado cabello. No se le escaparon los arañazos de mis manos, ni tampoco la cruz que llevaba enganchada en mi cinto. Dio un paso a un lado, cortándome la vía de escape hacia la puerta, como por casualidad.
—El señor Jovan le ha regalado el caballo a su nuera, no a una ladrona que quiere escaparse con él.
—¡Yo no soy ninguna ladrona! ¡Y mucho menos soy un perro al que se le encierra por las noches en el corral!
Los caballos se inquietaron, resoplaban y miraban de reojo. Simeón estrechó sus ojos.
—Jasna, ¿qué ocurre? ¿Acaso Danilo te ha golpeado?
Me tragué las duras palabras que tenía en la punta de la lengua y sólo moví negativamente la cabeza sin mediar palabra.
—¿Te ha insultado u ofendido?
Nuevamente tuve que negarlo.
—Entonces, ¿por qué te quieres ir? —preguntó Simeón en tono ya más amable.
Entendí que a él debí de parecerle una niña boba. No tenía ninguna razón para quejarme. A mi desilusión se unió la rabia. Y por ello me olvidé incluso de la educación y le hablé a Simeón con despecho, como si él no tuviera varias decenas de años más que yo.
—¿Y tú me lo preguntas? ¡Ayer nos encerrasteis! En esta finca nada es lo que parece. Los sirvientes temen a las torres y huyen al atardecer de aquí. ¿Por qué? ¿Por qué Danilo y yo no fuimos casados en la iglesia del pueblo?
Hubiera esperado que Simeón me reprendiera poniéndome en mi sitio; sin embargo, me contestó amable y tranquilo:
—Cada pueblo y cada casa tiene sus costumbres, Jasna. Todos los hombres Vukovic se casan en la torre Jelena.
Desconcertada, fruncí el ceño. ¿Así de fácil era?
—Antaño la habitaba el más devoto de los hermanos —continuó Simeón—. Todos los días rezaba junto al manantial y él mismo era ya casi considerado un santo, cuando la fiebre se lo llevó. Desde entonces, la torre es algo así como una pequeña casa de Dios. Y en lo referente a los peones de Jovan: únicamente tenían prisa porque él no les paga el jornal si al llegar la noche siguen aquí. «Es mejor que los maleantes se cobijen por la noche en su propia madriguera», suele decir. «No necesito más comensales en mi propiedad. Medio pueblo se aprovecha de mis negocios, sólo me faltaba que durmieran en mis camas».
Debí de poner una cara muy circunspecta, porque en los ojos de Simeón descubrí cierto brillo de diversión. Pero no lo iba a tener tan fácil para borrar mi desconfianza.
—¿Y por qué yo? ¿Por qué no alguien del pueblo? Las muchachas del pueblo deberían de estar rifándose al adinerado hijo del terrateniente…
Simeón se echó a reír. Era una risa cálida y profunda por la que no me sentí ridiculizada.
—Pero a Danilo no le ha caído en gracia ninguna. Y tampoco Jovan tiene en buena estima a las chicas del pueblo.
«¿Pero si a las hijas de un borracho?», pensé para mí.
—Jovan siempre toma sus decisiones espontáneamente —continuó diciendo el anciano—. Y de regreso desde Hungría a casa, tomó la decisión de traer a la finca a una novia para su hijo. Ya era hora y la ocasión era propicia. A él no le molesta que seas extranjera. Y no le importan ni el dinero, ni los bienes de los demás. De eso tiene más que de sobra.
Bueno, el que a Jovan no le importase que su nuera fuera una extranjera también podía significar que así se garantizaba no temer a familiares masculinos que pudieran defender mis derechos.
—¿Y la estancia principal de la casa? —me atreví a indagar un poco más—. Todos esos cuadros y las telas provienen del lado de los turcos…
—Durante mucho tiempo, este pueblo fue parte del Reino Otomano —me explicó Simeón paciente—. Pero has observado bien: Jovan es una persona que sabe vivir a ambos lados de la frontera militar. Hasta ahora, para él son tan bienvenidos los socios comerciales turcos, como el ejército vienés, con tal de que los precios por su mercancía sean los apropiados.
Por lo menos la última parte de su explicación me la creí a pies juntillas.
—Y Danilo… Es diferente —dije.
—Ya lo creo —me confirmó Simeón serio—. Si Jovan es un río con aguas bravas, digamos que Danilo es un lago, profundo e inescrutable.
Nerviosa, me humedecí los labios con la lengua.
—¿Y su madre? ¿La difunta señora, cuyos vestidos tengo que llevar? ¿Por qué murió?
Simeón suspiró. Parecía estar sopesando si darme una respuesta o no. Pero antes de que yo tuviera que insistir, debió de llegar a la conclusión de que un nombre no era un secreto.
—Marja —dijo, y sonó como si hubiera pronunciado ese nombre muchas veces; había en él un tono tierno, como en una melodía—. Ella era bella y buena como un ángel. Le gustaba bailar y reír constantemente. Pero enfermó de repente y murió joven. Jamás pronuncies su nombre en presencia de Jovan. Él no lo soporta, porque nunca superó su muerte —Simeón sonrió y acarició a Viento alisando el rizo de su frente—. Ella amaba los caballos tanto como él. Y seguro que a ella le hubiera gustado verte a ti, Jasna, al lado de su hijo.
Marja. Disimuladamente pasé la punta de mis dedos por encima de la tela gris de mi vestido. La sombra que había estado posada sobre mi alma se aclaró y por unos instantes desapareció por completo. En mi cabeza me imaginé a una mujer bella y seria…, misteriosa, con el cabello claro, un poco como Nevena. Los nombres tienen un poder propio, evocador, eso lo aprendí aquella mañana.
—No ha estado bien que Jovan os encerrase —dijo Simeón en voz tan alta, como si quisiera con ello ahuyentar los recuerdos—. Ahora tú eres la domaćica, y tendrás que recibir las llaves. Le hablaré a Jovan de ello.
Posó sus manos sobre mis hombros con una delicadeza que yo tan sólo conocía de las mujeres. Sus ojos eran de color gris, como las nubes en un cielo de invierno, pero sin esa frialdad, de la que carecía por completo. Ahora que me encontraba por primera vez tan cerca de Simeón, creí estar mirando la cara de un hombre más joven. En una zona en la que el crecimiento de su barba era irregular, descubrí una vieja y blanquecina cicatriz que se alargaba cruzando su cuello. Me hubiera gustado preguntarle de qué lucha provenía, pero algo me dijo que esa pregunta no me la iba a responder.
—Jasna, sé que querías huir —continuó diciendo en voz tan baja que yo únicamente percibí sus palabras como si fueran un rebote de sus pensamientos—. Eres rápida tomando decisiones. Pero te pareces a una llama que se devora a sí misma si prende con demasiada fuerza en el viento. Por suerte, también eres lo suficientemente lista para saber que el viento, durante una huida, se puede convertir con facilidad en una tormenta que te apague. De ahora en adelante piensa en esto: aquí no se trata de ti, sino del futuro de esta casa. La casa de Jovan está vacía, ya lo has visto tú misma. Nosotros, los viejos, no vamos a vivir eternamente y Jovan necesita un heredero para Las Tres Torres. Él no es ningún ogro, créeme. Pero sabe que debe llevar su casa, con los medios que haga falta, si es preciso. Por eso te lo voy a decir sólo una vez y no te lo repetiré nunca más: no intentes huir otra vez. Desde esta pasada noche, tu sitio es este y ningún otro.
Simeón era demasiado educado para señalar mi vientre, pero aun así entendí el mensaje. Mis piernas se reblandecieron. Por primera vez fui consciente de que efectivamente ya era demasiado tarde. El mal ya estaba hecho. Naturalmente ya sabía por qué comparten la cama hombre y mujer, pero fue entonces cuando fui consciente de que también me podía ocurrir a mí…, y tal vez ya me había ocurrido. El matrimonio se había consumado y, fuera yo donde fuera, Jovan me traería de vuelta. Mi mano buscó el cuello de Viento como si él pudiera proporcionarme apoyo. Bajo la espesa crin, su pelo se palpaba cálido y liso. Demasiado liso y cálido… Levanté su melena y miré fijamente mi mano. Estaba llena de sangre. Ahí donde el pelo negro de Viento brillaba mojado, corría una estrecha tira de sangre desde una herida roja. Instintivamente grité y di un traspié hacia atrás, liberándome de las manos de Simeón.
—No es nada —me tranquilizó el anciano—. Nada en absoluto, Jasna. Sólo una pequeña herida. Viento se ha herido en el prado con un arbusto de espino blanco. Por eso le he atado tan corto. Para que no se raspe la herida.
«Sólo una herida hecha por un arbusto», repetía mi propia voz en mi cabeza. Y no obstante, apenas era capaz de retener mis lágrimas.
Hoy sé que aquella vez fue la última que lloré por mí. Simeón no me puso en evidencia, sino que miró hacia otro lado hasta que me hube limpiado la mano con la paja y me hube secado las lágrimas de la cara con la falda.
—Se curará —murmuró después, y me invitó con un gesto de la mano a salir del establo—. Todo se cura, Jasna.
Con las piernas temblorosas salí a la luz del día y parpadeé.
Había salido el sol. Y yo sólo pensaba que aún tenía muchas horas hasta que llegara la siguiente noche. No pensé que los espinos no hacían unas heridas como los arañazos de un gato, ni perforaban en la piel de un caballo unos agujeros del tamaño de una uña.