Jovan y un patriarca ortodoxo me esperaban ya sentados a la mesa. Todo parecía ir por buen camino. El máximo mandatario cristiano de la comunidad local había venido a darle la bienvenida a la recién llegada; eso era tranquilizador, pues demostraba que, en medio del territorio turco yo había sido acogida en una comunidad ortodoxa.
―Siéntate ―me dijo Jovan escuetamente.
Titubeando obedecí, saludé a los hombres como era debido, y bajé los ojos ante la penetrante mirada del patriarca. Mi alegría de encontrarme con un clérigo se convirtió de golpe en animadversión. Si yo era una joven granjera disfrazada, él me recordaba a un pastor de cerdos disfrazado: un hombre pequeño y torcido, con los ojos ensangrentados y una miserable sotana en la que no terminaba de encajar la brillante cruz que colgaba de su cuello.
Con el corazón acelerado, busqué con la mirada a mi novio, pero sólo descubrí a Nema, que se había sentado junto a la ventana con un ovillo de lana y un huso.
—¿Dónde está… vuestro hijo? ―pregunté a Jovan en voz baja.
Jovan resopló y se inclinó sobre la mesa. Su mano se precipitó hacia delante e instintivamente le levanté de un brinco y me cubrí la cara con los brazos. Pero el señor de la casa tan sólo iba a echar mano de una botella de rakija, para servirse a sí mismo y a su invitado.
―Simeón le está buscando ―dijo contestando a mi pregunta y sin brindar por nada se bebió el jarro entero en una sentada―. ¡Y por Dios que lo encontrará!
Aquello sonó como si Danilo únicamente pudiera elegir entre llegar vivo junto a su futura esposa o ser enterrado mucho antes de su boda como difunto soltero. Por primera vez pensé que tal vez yo no era la única que no había pedido caminar hacia el altar.
Esperamos en silencio. Únicamente se escuchaba el suave tamborileo de una lluvia de verano y de vez en cuando, un relinchar y un resoplido. El patriarca jugaba nervioso con su cruz. Me extrañó que no me hablara y que no quisiera saber de dónde provenía yo.
Cuando la puerta se abrió de golpe y una fuerte corriente de aire trajo hojas y lluvia al interior de la estancia, me giré sobresaltada.
Nema se levantó y cerró la puerta con toda tranquilidad detrás del recién llegado, pero él no se lo agradeció ni con un movimiento de la cabeza. Llevaba botas altas, recién engrasadas, un chaleco oscuro y una kośuja o camisa blanca cosida con finura. A pesar de que la tela estaba empapada por la lluvia, se veía limpia.
Danilo. Mi novio. Mi corazón dio un vuelco y empezó latir más fuerte.
Danilo se sacudió el agua de lluvia de su negro cabello y me miró. Su ostro se parecía en algunos rasgos al de Jovan, pero era más delgado y tenía líneas más finas; y sus ojos eran castaños, no verdes. Jelka le habría catalogado sin pestañear como un hombre guapo y señorial. Pero a mí me pareció que sus labios tenían un rasgo cruel y duro. «Al menos no es ningún monstruo», me dije. Calculé que tendría unos diecinueve años, de modo que ya era bastante mayor para casarse.
—Así que esta es —dijo en voz baja; con aire despectivo me miro de arriba abajo―. Incluso la habéis disfrazado. Lástima que el vestido no le siente nada bien.
Indignada inspiré. De pronto todo volvió a resurgir en mi interior. La ira contra mi padre, contra Jovan…, contra este extraño, al que de buena gana habría tirado el vino a la cara.
―Me alegro de que finalmente nos hagas compañía ―dijo Jovan en tono cortante―. Pero no permito que insultes a mi nuera. Ni hoy, ni en el futuro.
La enemistad entre padre e hijo casi podía palparse y entendí que aquello no era por mí. De nuevo se abrió la puerta y Simeón entró en la estancia.
―¡Ah, por fin estamos toda la comitiva nupcial reunida! ―dijo con amabilidad.
«¿Comitiva nupcial?». Inquieta busqué la mirada del patriarca, pero este me rehuyó y vació rápidamente su jarro de vino.
―Jasna lleva esperándote mucho rato ―continuó Simeón―. Así que sé amable con ella. Ha recorrido un largo camino.
―De modo que se llama Jasna ―murmuró el extraño que iba a compartir la cama conmigo.
Esta vez no bajé la mirada con humildad. «¡Ten cuidado!», decía mi mirada. Sin embargo en los ojos de Danilo no encontré enemistad, sino únicamente la amarga rebeldía de un animal salvaje cautivo. Y curiosamente, en ese momento me sentí casi aliviada. Él me quería tan poco como yo a él. Tal vez aún tenía una posibilidad de escapar. Pera mi sorpresa, Danilo fue el primero en darse por vencido en el juego de miradas y se acercó a la mesa. De pie, cogió el jarro que Simeón entre tanto le había llenado y lo levantó.
―Por la novia ―dijo.
―Vino para la svati ―repitió Jovan.
Nema se puso a mi lado, Simeón al lado de Danilo. Las patas de las sillas arañaron el suelo cuando Jovan y el patriarca se levantaron. Únicamente yo me quedé sentada. Ahí había algo que no era normal en absoluto. Así que ya estaban acordados los trámites nupciales… Y parecía que Nema iba a asumir el papel de mi madrina y testigo durante la ceremonia. ¿Cuándo se había decidido todo aquello?
―¿Qué significa esto? ―pregunté—. ¿A qué viene este brindis?
Nema cogió el vaso de madera de la mesa y me lo puso en la mano. En él había leche que olía a miel. Las novias bebían leche con miel el día de su boda para que su conversación fuera dulce. Me entró frío.
—Bebe ―dijo Jovan—. No disponemos de todo el día.
―¡No! ―grité, y di un paso atrás―. ¡Hoy no!
Danilo sonrió con amargura y vació su jarro de un trago.
«¡Bebe!», me ordenó Nema en silencio, e intentó ponerme el vaso en los labios. Yo me defendí y la empujé, de modo que se tambaleó hacia atrás. El vaso cayó al suelo. Gotas de leche sembraron mi falda y chorrearon por la pata de la mesa.
―¡Hazla entrar en razón! ―le dijo el sacerdote a Danilo―. ¿O es que quieres que tu matrimonio esté plagado de discordia?
La mirada de Danilo y la mía se cruzaron. Estaba preparada para muchas cosas, pero mi novio únicamente me sonrió con aire sarcástico.
―Que la haga entrar en razón mi padre. Si cree que…
―¡Basta! ―tronó la voz de Jovan y su puño golpeó la mesa―. Acabaremos con este asunto ahora. Y tú, Jasna, hazte a la idea: no pienso permitir que una pareja de novios viva hasta el otoño bajo mi techo sin estar casados aquí se casa uno en primavera, y eso lo decido yo, que para eso soy el que manda en esta casa.
Tenía una desesperada respuesta de oposición pujando por salir de mi garganta, pero incluso Simeón me miraba tan serio que comprendí que, si fuera necesario, me llevarían a rastras a la iglesia como a una cabra pataleando hacia el matadero.
Estaba atrapada. Algo cálido y terrible creció en mi pecho, pero no quería darles la satisfacción de verme llorar.
―¡Y ahora vámonos! ―dijo Jovan.
* * *
Cuando miro atrás y recuerdo mi boda, me resulta aún mucho más extraña que entonces. Igual que si estuviera mirando un cuadro, descubro ahora pequeños detalles que se me escaparon…
Veo que la lluvia ha cesado y que un sol encapotado tiñe las torres de una luz irreal. Ante el umbral de la puerta, Nema me pone una manzana en una mano para que el matrimonio sea fértil. Yo voy dando trompicones al lado de Danilo de camino hacia las rocas.
El agua de un manantial es recogida en una pila llana, esculpida en una piedra. Cerca de allí brillan rojas amapolas, como gotas de sangre. Por un instante me extraña que no haya renacuajos nadando en el agua, lo que suele ser señal de que el agua está limpia, y me percato de que apenas crecen plantas en esa zona húmeda. El patriarca que oficia la ceremonia llena un cáliz. Yo ya sé que esa agua sabe amarga y me la trago a regañadientes. Danilo toma el cáliz y no hace ni una mueca. Después Jovan me conduce a la torre gemela de la izquierda. Dos peones con caras llenas de cicatrices merodean por allí. Cuando me giro con disimulo veo que se santiguan rápidamente a nuestro paso, como si temieran un mal de ojo.
Al entrar en la torre, me llevo una sorpresa y me encuentro en una pequeña capilla. Las paredes están adornadas con iconos. En el centro se encuentra Jesucristo crucificado; el sufrimiento de su rostro me recuerda al de mi madre y de repente tengo que volver a luchar contra las lágrimas. Jovan me coloca tan cerca de mi novio que estamos de pie brazo contra brazo, para que sea un matrimonio muy unido. Nuestros testigos sostienen coronas de flores como coronas nupciales sobre nuestras cabezas. El patriarca comienza a hablar, pero se equivoca a menudo. Huelo el vino en su aliento. No recuerda ni el nombre de Danilo hasta que Simeón se lo susurra. Cuando nos insta a Danilo y a mí a dar nuestro consentimiento, los dos titubeamos. Inexpresivo y entrecortado, Danilo repite entonces las palabras de la ceremonia, mientras el Jesús de madera mira al vacío. Bebemos el cáliz bendito. Y finalmente el sacerdote toma nuestras manos y las pone una sobre la otra.
Aún recuerdo lo sorprendida que me quedé de que el apretón de manos de Danilo fuera tan tierno y no rudo como había esperado. No me di cuenta de que no me acordaba ni de una sola palabra de mis votos nupciales hasta que salimos de la torre y uno de los ayudantes, a la señal de Jovan, comenzó a tocar la tamburica.
* * *
La torre de la derecha a la que ahora nos acercábamos iba a ser nuestro hogar. Nos tendría que haber acompañado una alegre comitiva, con muchos invitados y sirvientes. Pero en esta boda no había ni un bufón que soltase bromas a la gente. Y en vez de muchachas casaderas a mi alrededor, únicamente me acompañaba la silenciosa Nema. Portaba sal y un trozo de pan, una ridícula y pequeña concesión a las tradiciones nupciales. Simeón y Danilo subieron por la escalera delante de mí y levantaron el umbral de madera para que yo pudiera pasar por debajo. De ese modo ningún demonio podría seguirme al interior de la casa.
Lo primero que percibí fue el olor a dulces y a carne asada. Entré a una habitación cuadrada con un hogar grande. Estaba polvoriento y apagado, y las brillantes cacerolas nuevas colgaban de ganchos oxidados. Nada de lo que veía ahí era de estilo turco. Unos escalones de madera conducían por una trampilla en el techo a la siguiente habitación. En la casa de mi padre, mi alcoba tenía un acceso muy similar por el que debía trepar.
En cualquier otra boda habría sido misión del bufón precisamente desordenar toda la casa, pero así las cosas, Simeón se limitó a tumbar cuidadosamente una silla y yo la volví a poner de pie. Después, la triste compañía tomó asiento a la mesa, lujosamente preparada. Con repugnancia observé cómo el patriarca engullía la carne de cordero y las demás delicias, como si tuviera que comer por adelantado por un año. Yo, por mi parte, no fui capaz de probar bocado, y tampoco Nema tocó nada de aquel festín.
―¡Por nuestra domaćica! ¡La señora de la casa! ―dijo Simeón a la pequeña ronda.
Fui capaz de sonreír cuando los hombres brindaron por mí. La sensación de que estaban hablando de una extraña era demasiado grande. Danilo también levantó el jarro a sus labios. Nuestras miradas se encontraron y percibí que él me quería tan poco como yo a él.
No sé cómo transcurrieron las horas, pero ya estaba oscureciendo cuando Jovan por fin se levantó y anunció el final del día de la boda.
―¿Lo ves, hijo? ―dijo de buen humor antes de salir con los demás por la puerta exterior―, ninguno puede ser un hombre hasta que no tiene una mujer. Y recuerda: la palabra dada es para siempre. El matrimonio únicamente puede disolverse con la muerte.
Me estremecí. Habría jurado ver asomar en los ojos de Danilo un instinto asesino.
Nema nos abrazó como despedida. Luego, fue Simeón el que se acercó a Danilo. Aunque habló en voz muy baja, pude oír lo que le susurraba:
―Sé amable con ella. Una chica es como un espejo al que cualquier aliento empaña. Por eso debes cuidar bien de los espejos y de las mujeres.
Mi esposo no contestó. Poco después la puerta se cerró. El repentino silencio fue ensordecedor. Luego una llave se giró desde afuera en la cerradura.
―No irá a encerrarnos aquí, ¿verdad? ―exclamé sin podérmelo creer.
Danilo se echó a reír, mientras yo me abalancé sobre la puerta y zarandeé con fuerza la manecilla. Era una risa sin alegría, amarga, que iba a oír muchas veces.
―¿Qué iba a hacer mi padre si no? ―preguntó en tono sarcástico―. ¿Arriesgarse a que uno de los dos se escape en la noche de bodas? Dime, ¿cuánto ha pagado por ti?
―Por una existencia como prisionera, no lo suficiente ―contesté con brusquedad, y enseguida me mordí la lengua.
Danilo volvió a reírse, cogió una botella llena de rakija, se la puso en los labios y bebió con grandes tragos. El claro aguardiente le caía por la barbilla. «¡No hagas eso!», le habría gritado de buena gana.
―Será mejor que te vayas acostumbrando ―dijo―. Mi padre siempre gana.
Me quedé en la puerta, la espalda apretada contra la madera, la mano sobre la manecilla. Sólo pasado un buen rato me atreví a acercarme un poco.
―¿Por qué no nos hemos casado en la iglesia de Medveda?
Danilo se llevó la botella con tanta fuerza a los labios que oí cómo un diente golpeó contra el cristal. Bebía con ansiedad y se limpió la boca con la manga. Cuando me miró volví a sentirme incómoda, pero aun así insistí:
―¿A qué viene todo esto? ―quise saber―. ¿Por qué tanta prisa? ¿Y por qué una novia de fuera? ¿Acaso no hay mujeres en vuestro pueblo?
―Mi padre no te ha traído a Las Tres Torres para que hagas preguntas ―me contestó con voz ronca.
Bajó la cabeza y miró la botella con si en ella viera una verdad que a mí se me negaba. Daba la impresión de que había olvidado mi presencia y yo aproveché la ocasión y me apresuré hacia la escalera. Me recogí la larga falda y me pareció no subir lo suficientemente deprisa por la escalera, pero en realidad mi marido no me detuvo. Sólo cuando hube cerrado la trampilla del suelo pude respirar aliviada. Era como la última concesión de un condenado, unos pocos instantes para mí sola. Después de tantos días. Por encima de mí, amortiguado por el techo de madera, escuché el suave zureo de las palomas y sus blandos aleteos. Una lámpara de petróleo iluminaba una cama tallada, con dosel y cortinas blancas. Mi cruz de madera colgaba de un brillante y nuevo clavo en la pared sobre las almohadas. De puntillas me fui hacia la cama y acaricié con cuidado los suaves bordados de las sábanas. Ni siquiera Bela hubiera podido hacerlos mejor. Mostraban pájaros con brillantes plumaje azul y coronas sobre sus cabezas.
Junto a la pared había un baúl. Deseaba tanto encontrar en él mis vestidos…, pero estaba lleno de faldas y corpiños de la difunta señora de la casa. ¡Yo no quería nada de la muerta! Con dedos temblorosos me deshice de mi extraño vestido de novia. Sólo me dejé puesta la enagua de lino claro. Entonces apagué la luz y me acurruqué sobre el alféizar de la ventana.
Afuera se había hecho de noche. Por la ventana pude ver cómo los dos ayudantes abandonaban la finca a la luz de una pequeña antorcha. Uno de ellos se había enganchado la tamburica bajo el brazo. Los hombres miraron asustados hacia atrás y aceleraron sus pasos casi hasta acabar corriendo.
En algún momento apoyé la frente sobre las rodillas y, agotada, cerré los ojos. Allí donde mi mejilla tocaba mi rodilla sentía sofocados latidos, pero el fresco aire de la noche refrescaba mi piel. Finalmente noté frío y a tientas me fui hacia la cama. Era demasiado blanda para ser cómoda, tuve la sensación de perder el equilibrio. Una oscuridad aún más profunda me envolvió e hizo retroceder los objetos de la alcoba a las sombras. Escuché en constante tensión, me sobrecogía con cada ruido que oía, y esperé.
Naturalmente sabía lo que ocurría en las noches de boda entre un hombre y una mujer. Sólo que no sabía qué pensar de ello. Para mi madre aquella unión era un castigo que Dios había impuesto a las mujeres. El patriarca en la aldea del valle enumeraba en cada sermón los sufrimientos del infierno y advertía a las mujeres de pagar con humildad por los pecados de Eva. Únicamente mi hermana Nevena, la que se había matado precipitándose por el acantilado, me había contado algo completamente diferente. Una noche había entrado en mi alcoba con paja en el pelo. Incluso a la luz de la luna pude ver que había una sonrisa completamente nueva en su cara. Susurrando me confesó que aquella noche se había acostado con el hijo de Kürschner y que la historia del castigo, el dolor y el pecado era una mentira.
El silencio fue el que me despertó sobresaltada. El agotamiento de los últimos días me había transportado lejos, pero ahora estaba completamente despierta. Las palomas habían enmudecido.
―¿Bela? ―susurré, e incluso antes de terminar de hablar reconocí mi error.
La añoranza por mi hermana me encogía el corazón. Pero naturalmente era Danilo el que estaba subiendo a la habitación. A la luz de la luna vi su imagen recortada en la sombra delante de la ventana. Se quitó la camisa por encima de la cabeza y por primera vez adiviné sus fuertes brazos y su cuerpo. Empecé a sudar y me subí la manta hasta la barbilla. Deseaba que estuviera demasiado bebido como para tocarme. Sin embargo, al momento escuché el sonido de la tela, una corriente de aire se metió debajo de la manta, y luego una mano se posó sobre mi cintura. Me asusté e inspiré conteniendo la respiración y me puse los brazos sobre el pecho como escudo protector.
La mano de Danilo subió la enagua de lino hacia arriba. De repente sentí piel cálida sobre mi fría piel. Una pierna junto a mi pierna. Seguía manteniendo los brazos cruzados ante mi pecho y el peso de Danilo me quitaba el aire, apretaba mis brazos sobre mi cuerpo, pero en ese instante hubiera preferido morir antes que renunciar a mi escudo protector. Suficientemente malo era que yo me avergonzara y tuviera miedo. Suficientemente malo era que estuviera desconcertada y que del susto mi corazón diera un vuelco. Pero nada de eso fue lo peor.
Nevena tenía que estar loca. Mi madre tenía razón: aquello era un castigo. Y dolía…
Incluso después de que Danilo se apartara de mí y se durmiera, yo seguí sintiendo escozor. Me tragué las lágrimas y me aparté todo lo que pude, en el filo de la cama.
«No te pongas así», escuché en mi cabeza la amargada voz de mi madre. «Es el calvario que nos ha tocado a las mujeres, es lo que les pasa a todas».