La puerta volvió a cerrarse y quedé sola con el titileo de las velas. No esperé ni un segundo: me encogí lo más que pude en el suelo y estiré los brazos de tal manera que pudiera deslizarme entre ellos para así poder pasarlos hacia delante, pero fue inútil. Con los dedos entumecidos, tiré del nudo de mi cinto y maldije cuando tampoco conseguí aflojarlo. Ninguno de los objetos en la habitación era lo suficientemente afilado como para cortar las cuerdas. ¡Pero había velas! Me quemé la muñeca colocando el cinto contra la llama de la vela, con el miedo latente de que el vestido se prendiera fuego. Olía a lana chamuscada, pero de repente noté el cinto más flojo. Al sentir calor, me tiré en la alfombra y rodé de un lado a otro para sofocar cualquier llama. Junto con mi cinto también cayó al suelo el cuchillo. Rodé hasta él y pude cogerlo. Fue ese momento de salvaje y desesperado triunfo en el que decidí que Yasar no iba a vencerme.
Soltar las ataduras me costó un esfuerzo inmenso. Exhausta y hambrienta, me acurruqué en el suelo con los hombros doloridos y me froté por encima de las marcas de las ataduras en mis entumecidas muñecas hasta que volví a sentir los dedos.
—¡Bela! —susurré al terrible y denso silencio de la habitación—. Bela, ¿dónde estás?
Nada. Mal que bien, tuve que reconocer que dependía de mí misma. El recuerdo de Dušan me produjo una punzada, pero lo ahuyenté y me obligué a pensar. «Esta habitación es un sótano con pasadizo secreto hacia el exterior», reflexioné. Mi mirada recayó sobre los objetos desperdigados. El dorado icono de la Virgen María que Yasar había tirado al suelo estaba tan pulcramente pulido que en él vi un pálido reflejo del techo. Instintivamente miré hacia arriba. «¿Cómo encontró Vampiro el espejo?», pensé. «Debió de ir a la torre negra». Y entonces por fin caí en la cuenta: donde hay una salida, también tenía que haber una entrada… ¡En la torre!
Fijé los ojos hacia arriba e inspeccioné el hollín ennegrecido del techo. Y las velas titilaban…, luego ¡por alguna parte entraba aire a la habitación! Me giré abruptamente y coloqué mi mano ante la llama. Efectivamente noté una débil corriente, apenas apreciable. Cogí la vela y me dejé guiar por ella. La corriente venía de arriba, de una hornacina encima de la cama.
Los quebrados santos me observaban con caras de reproche mientras yo apartaba la cama empleando todas mis fuerzas, para acto seguido arrastrar la cómoda en su lugar. Si me subía encima de la cómoda llegaría al techo. Mis manos se pusieron negras del hollín al palpar a lo largo de la madera. Seguí una rendija y por fin…, ¡por fin!…, sentí la corriente. Era una trampilla, aunque no se movió ni un ápice cuando golpeé desde abajo. Decidida, cogí el cuchillo y rasqué a lo largo de la rendija. Ahí había una ranura por la que entraba una corriente de aire a la habitación; con algo de esfuerzo cabían mis dedos por ella. Pero cuando empujé con todas mis fuerzas, la tapa únicamente se levantó un poco y enseguida volvió a caer con un sonido seco. Alguien había puesto por fuera algo pesado encima.
Me sentí mareada de pánico, pero de nuevo me eché contra ella. La trampilla se levantó algo más y volvió a caer. Se escuchó algo. Y ese ruido azuzó mi esperanza: lo que había ahí encima ¡se había desplazado un poco!
Ya no recuerdo cuántas veces lo intenté. Cada vez que tenía que tomarme un descanso, más me desesperaba, porque el peso que había encima tan sólo parecía haberse movido una centésima parte de un palmo. ¿Cuánto tiempo habría pasado? ¿Una hora? ¿Dos? Mi única referencia eran las velas. Una tras otra se habían ido consumiendo. ¡Estaba tardando mucho, demasiado!
Tan sólo quedaba una vela a punto de apagarse cuando volví a trepar sobre la cómoda. La sangre me golpeaba en las sienes del esfuerzo que estaba haciendo. Luego, ¡algo se escurrió y la trampilla se levantó! Del alivio que sentí empecé a sollozar. Cogí el cuchillo y lo metí por la ranura, reuní por última vez mis fuerzas y empujé contra la madera para abrirla definitivamente. La tapa desapareció como si se hubiera desintegrado. Salté y perdí el equilibrio, cuando de repente dos manos agarraron mis muñecas.
Antes de que la última vela se apagara definitivamente, pude ver las cicatrices de ataduras.
—¡Apóyate! —me susurró Dušan—. ¡Con fuerza!
Sus dedos se clavaron profundamente en mis brazos. Me esforcé por no gritar mientras él tiraba de mí hacia arriba, por encima del borde. Jadeando aterricé sobre el suelo embarrado, en la penumbra, en medio de plumas de palomas y excrementos. En diagonal, por encima de mi bostezaba el agujero puntiagudo e irregular del suelo del piso superior. En alguna parte de allí arriba había estado yo, aquella vez, cuando coloqué el espejo allí. Y el objeto que había estado haciendo de peso sobre la tapa del sótano era, ahora lo veía, un trozo de una viga chamuscada.
—Esto se llama llegar justo a tiempo, ¿eh? —me susurró Dušan.
Jamás me había sentido tan aliviada por verle… y a la vez tan furiosa. Su cabello mojado se pegaba contra su frente, también él se había quedado sin aliento. Quise contestarle algo, pero él me advirtió poniendo el dedo índice sobre los labios y escuchó alertado. Entonces yo también lo oí: voces de hombre muy cerca de allí. Eran Pandur y Manko, que estaban conversando junto a la torre. A través de un agujero volaron algunos copos de nieve extraviados hacia nosotros. En el ambiente flotaba el olor a humo.
—Tenemos que esperar a que se marchen —murmuró Dušan y se acurrucó a mi lado—. Están quemando un ataúd junto al camino y el sacerdote acaba de ir a tu torre.
—No es ningún sacerdote, está buscando un tesoro —le contesté susurrando—. ¿Cómo me has encontrado? ¿Te enseñó Lazar Kosac a olfatear tu mercancía?
—Eso y más —murmuró—. Con su banda aprendí mucho. Demasiado —en la penumbra me echó una mirada agobiada—. Lazar Kosac era el padre de Mirko y no se llamaba Lazar. Ese es un nombre de ladrón…, así pues el que quiere infundir miedo y terror toma ese nombre. El Lazar Kosac cuyo lugar ocupó el padre de Mirko murió hace un año. Y volverá a haber otro, y la gente creerá que el ladrón ha hecho un pacto con el diablo para salvar su vida, y le temerán.
—¡Entonces todo lo que me contaste era mentira!
—No… —gruñó—. Es sólo que no era toda la verdad. Todo lo que te he contado es cierto. Formaba parte de una banda, sí. Ya te lo dije. También se puede negociar con ladrones. Jovan lo sabía bien.
«Porque él mismo era un ladrón», pensé con amargura.
—Cuando regresó de Hungría a Novi Sad, se dio cuenta enseguida de que yo era un espía. Le ofreció a Lazar dinero si encontraba una novia para su hijo. Tenía que ser una de siete hijas y no debía tener ningún hermano. En fin, no tuvimos que buscar mucho; en la aldea del valle se deshacían cotilleando sobre vosotras.
—¡Me conocías! ¡Sabías desde un principio lo que me ibais a hacer!
—¡No Jasna! No. A quien habíamos visto era a tu hermana. Te juro que yo no te conocía. Te vi por primera vez cuando te marchaste cabalgando con Jovan. Él nos había prometido un buen dinero por una novia… y para que le dejáramos marchar ileso. Pero cuando Mirko reclamó el dinero, se nos escapó sin más.
¡La temeraria carrera en Fruška Gora! Lo recordaba perfectamente.
—Poco después la banda fue descubierta, el padre de Mirko hecho preso y ahorcado. Cinco de nosotros escapamos. Yo aún tuve suerte, porque nadie me conocía como ladrón, ya que en la aldea me presenté como leñador. De todos modos teníamos que huir…, así que cabalgamos tras Jovan para recuperar nuestra parte.
—De modo que yo valía cuatro caballos robados —le bufé—. ¡Un buen precio por una novia ignorante que se muere de miedo!
—Jasna —dijo con ternura.
Quiso apartarme un rizo de la frente, pero yo le aparté la mano de un manotazo.
—¡No vuelvas a tocarme nunca más! —le escupí—. ¿Eso es todo lo que buscabas? ¿Los caballos? ¿O estabas merodeando por aquí porque querías encontrar algo más? Estuviste en la casa—, incluso en mi torre y cuando yo regresé antes de lo esperado, tuviste que huir tan precipitadamente que tiraste el vino.
Le costó mucho darme una contestación.
—Sí —confesó finalmente—. Había oído alguna que otra historia sobre el oro turco.
Yo resoplé.
—¿Y para qué colocaste el espejo sobre el alféizar?
—En… el espejo podía ver si alguien se acercaba a la casa.
—¡Maldito ladrón!
—Eso ya pasó. Te lo he prometido.
—¿Y qué valor tienen tus promesas? ¿Qué vale una palabra salida, de tu boca? ¡Si ni siquiera conozco tu verdadero nombre!
Tragó y miró hacia la puerta.
—Matej —dijo en voz baja—. Me llamo Matej Veletok.
Mi mirada se clavó en las plumas de paloma sobre el suelo, sobre pelusas y una pluma de cuervo. Intenté acordarme de todo lo bueno, de la cabaña de balseros, pero me costaba perdonarle.
—Siento haberte dejado sola aquí —dijo después de un rato—. Cuando coloqué a ese pobre junto al arroyo en la hierba y oí el disparo, quise regresar, pero entonces te vi cruzar con el sacerdote por el patio. Yo pensé…
—¿Vampiro está a salvo? —le interrumpí con brusquedad.
Matej asintió con la cabeza.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Esperaremos hasta que todo se tranquilice. Después correremos hacia el borde del bosque. Allí nos espera Danilo.
Mi corazón dio un vuelco.
—¿Está libre? ¿Le has sacado de la casa parroquial? ¿Cómo?
—Toda casa tiene dos puertas —contestó Matej—. Aunque la segunda sea invisible. Anica me estuvo dando la lata, así que pensé: «Ya que tú no le amas, lo salvaré para ella».
—Ahórrate tus bromas. ¡Yo seguro que ya no me reiré de ellas!
Las voces de fuera sonaban más lejanas, en aluna parte relinchaba un caballo.
—¿Jasna? —dijo Matej tras un rato en voz baja—. Sea lo que sea que pienses de mí, tienes que saber una cosa: no me quedé únicamente por el tesoro turco. Al principio estuve espiando la finca, pero la noche en que murió Jovan, cuando fui a verte…, entonces ya hacía tiempo que no se trataba de eso.
Curiosamente sus palabras sólo consiguieron entristecerme.
—¿Cómo sabías que yo estaba aquí? —le pregunté.
—No fue difícil descubrirlo. Cuando cabalgué hasta el pueblo estaban colocando una nueva soga en el árbol del ahorcado. Olja estaba con ellos. Y como podrás imaginarte, ella me lo contó todo enseguida.
¡Oh, sí, podía imaginármelo!
Afuera ya no debía de quedar nadie, aunque a lo lejos se escuchaban gritos.
—¡Ven conmigo! —susurró.
Preocupada miré hacia arriba. Matej había saltado por el agujero al primer piso. Sin embargo, ¿cómo íbamos a subir ahora?
Al principio me retraje cuando fue a cogerme de la mano, pero luego dejé que me ayudara a ponerme en pie. Se encaminó en dirección a la puerta. Yo apreté su mano y le retuve.
—Matej —susurré; era un sentimiento extraño pronunciar su verdadero nombre—. ¿Hasta dónde llega tu pacto con el diablo? ¿Tú has…, has matado a alguien?
En la penumbra de la estancia nos miramos a los ojos. Dolía acordarse de los buenos momentos, y recé porque al menos esta vez recibiera la respuesta verdadera.
—No —dijo Matej muy serio.
Echó mano a la hasta cruz que llevaba colgada al cuello. Con una leve presión soltó la unión que sujetaba las piezas de la cruz y sacó una especie de funda. A la vista quedaron varias piezas metálicas que debió de elaborar algún maestro herrero con esmero y mucho tiempo. Ganchos de hierro. Matej sonrió al ver mi perpleja cara.
—Son unas llaves muy especiales —me susurró—. Por eso yo era tan valioso para Mirko que incluso intentó convencerme a palos de que me quedara con ellos. Yo era el experto en abrir todo tipo de cerradura…, incluida la de vuestro establo. Si Sime no estuviera vigilando con su escopeta, hace rato que nosotros dos podríamos haber tomado el camino más corto al exterior.
* * *
La puerta que daba a la torre negra chirrió en las oxidadas bisagras. Matej se asomó sigiloso por la abertura y me hizo una seña con la mano para que le siguiera. Había dejado de nevar, pero un viento gélido nos abofeteó la cara. Mis pies descalzos se hundieron en la esponjosa manta blanca de nieve cuando corrimos por detrás de mi antigua torre y desde allí continuamos hacia el borde del bosque.
—¡No mires atrás! —me ordenó Matej.
El aire frío pinchaba en mis pulmones. Estaba cansada, pero sólo tenía que pensar en la soga de la horca para que mis pies volaran por encima del suelo. Por fin vi junto al borde del bosque relucir la clara piel de Šarac. Y al lado un caballo oscuro, sobre cuya grupa se sentaba un jinete: ¡Danilo sobre Viento! Al vernos, cabalgó enseguida en nuestro encuentro. «¡A salvo!», pensé infinitamente aliviada. Pero entonces escuché los ladridos. Matej me había pedido que no mirara atrás, pero ya era demasiado tarde.
Las orejas de Sívac volaban con cada salto, mientras corría completamente fuera de si de alegría y ladrando escandalosamente a través del prado directamente hacia nosotros. ¡Fue mi propio perro, patoso y encantador, el que nos delató!
Una contraventana se abrió abruptamente en mi torre y en el mismo momento en que apareció la cara de Yasar, vino también Sime corriendo escopeta en mano de detrás de la torre; captó la situación con una sola mirada y apuntó.
—¡Jasna! —gritó Matej—. ¡Arriba!
Yo salté al caballo y Matej se alzó detrás de mí sobre Šarac. Este se estremeció asustado cuando cayó el primer disparo. Aún pude echar una mirada al rostro agobiado de Danilo; luego, salimos escopeteados de allí.
¡Ahora sabía por qué Matej había puesto a su caballo el nombre del corcel de un héroe! Šarac echó las orejas atrás y se convirtió en una flecha. A pesar de que llevaba a dos jinetes encima, adelantó a Viento. Las ramas me atizaban en la frente así que me agaché todo lo que pude. Notaba el peso de Matej apretado sobre mi espalda, y oí que soltó un silencioso juramento. Detrás de nosotros sonaba las pisadas de Viento. Un nuevo disparo me hizo gritar. Poco después los árboles desaparecieron y volamos a través de un prado.
Hacía tiempo que yo ya había perdido las riendas y la posibilidad de dirigir a Šarac. El caballo eligió su propio camino y galopó durante una eternidad, o eso me pareció, por colinas y rodeando la orilla de un bosque… directamente hacia el Morava. El agua salpicó bajo sus cascos, sobre piedras. Nunca había estado en ese lugar; había una parte de la orilla bastante elevada, desde la que se veían abajo los cantos rodados, y un poco más allá, bajo un peñón, el agua del Morava espumeaba en un remolino. No debí mirar al agua. Ese instante que desvió mi atención casi nos cuesta a Matej y a mi la vida.
Vi la sombra gris sólo de reojo. El lobo nos atacó sin hacer ningún ruido: brillaron unos ojos amarillos y vi una boca que se lanzaba a por mi pie descalzo; afortunadamente me libré porque en ese mismo momento Šarac se alzó asustado sobre sus patas traseras. La crin a la que me sujetaba se me escapó de los dedos. Los brazos de Matej seguían abrazando mi cintura. El Morava y el suelo volaron hacia nosotros. En esos escasos fragmentos de tiempo capté una imagen de la orilla de enfrente. Habría jurado que vi allí a mi hermana Bela. Descalza, en camisón. Su claro cabello ondeaba tan lentamente al viento como si estuviera bajo el agua. La caída me robó de golpe todo el aire de los pulmones. Un casco pisó directamente ante mis narices en el suelo; luego tan sólo vi a Šarac alejarse a toda prisa y me enfrenté a los ojos amarillos.
—¡Akay! ¡Atrás! —le grité.
Fue suficiente para que el lobo se detuviera sorprendido. Desconcertado por la orden, dada por una boca extraña, esperó. Ahora que lo veía por primera vez a la luz del día, reconocí lo que tenía de especial: era más grande que un lobo común y su morro era más ancho, las patas más fuertes, pero no era un hombre lobo; más bien un mezcla de lobo con algún perro de gran tamaño. Recuerdo que pensé estupefacta: «¿Así de fácil?».
Oí cascos de otro caballo y grité:
—¡Danilo!
Pero no era Danilo, sino la muerte vestida con el hábito negro del sacerdote. Montaba a pelo sobre el caballo negro que había conducido ese mismo día hasta la tumba de Saniye. En la mano sostenía una escopeta.
Yasar soltó un silbido y su perro-lobo se agachó y fue hacia él. El caballo bailó nervioso de una pata a la otra sin desbocarse, increíblemente Mi mano se deslizó hacia el cinto… y entonces me acordé de que yo misma me lo había quitado, ¡mi cuchillo estaba en la torre negra! La desesperación me estranguló la garganta. ¡Estábamos completamente desarmados!
—Aún me debes una respuesta —gruñó Yasar.
Matej gimió, aturdido por la caída, y se incorporó sujetándose la cabeza. Temblorosa le ayudé a ponerse en pie y me coloqué a su lado. Yasar chasqueó con la lengua y azuzó al caballo hacia nosotros. Paso a paso, fuimos retrocediendo. Agobiada, eché una mirada por encima de mi hombro al pequeño precipicio. No había escapatoria. Detrás de nosotros sólo quedaba el Morava. Y yo no sabía nadar.
—¿Y bien? —me preguntó Yasar estrechando los ojos de forma amenazadora.
Matej se apoyaba con todo su peso sobre mí. Podía sentir su acelerada respiración. De repente se soltó de mi abrazo y saltó hacia delante.
—¡No! —grité.
Yasar únicamente levantó la escopeta, pero no disparó.
Matej metió la mano bajo su chaqueta y sacó a la luz un objeto negro: la cruz de Vampiro con las puntas doradas.
—Esto es lo que estabas buscando, ¿verdad? —dijo jadeando—. ¡Déjala marchar a ella y te lo daré!
Una risa sacudió la barba de Yasar.
—¿Es que me tomas por un sacerdote? —se mofó.
Matej tragó. Estaba pálido como la cal y se tambaleaba.
—¡Prefiero no decirte por lo que te tomo! —dijo entre dientes.
Con un gesto iracundo en el que pude leer toda su desesperación, sacó una de las puntas doradas a modo de capuchón de la cruz y la tiró con desprecio a un lado. Tintineando cayó ante mis pies y se detuvo sobre una roca. Estaba llena de sangre. «¡El disparo de Sime le ha dado!», me vino como un estallido a la cabeza.
Matej volcó la cruz. Sobre su mano cayeron unas piedras, como de cristal rojo…, sólo que brillaba mucho más que el cristal.
El tesoro turco. O más bien: las joyas.
Rubíes pulidos en forma de pétalos. La luz del sol tardío los hacía destellar. Me fijé en los diminutos engarces de oro y pude intuir el aspecto que el regalo debía de tener cuando estaba montado: el más valioso de los tulipanes, hecho de piedras preciosas, con un tallo de oro.
En la mano de Matej también había un anillo, adornado así mismo con hojas de tulipanes, sólo que mucho más pequeñas.
—Esto es lo que recibirás si la dejas marchar —dijo Matej con voz ronca.
Yasar clavó su mirada en las joyas, me apuntó a mí con su escopeta y extendió la otra mano.
—¡Matej, no! —grité al ver que sus dedos se cerraron alrededor de esas preciosidades y alzaba su puño encima de la mano de Yasar.
Pero antes de soltar el tesoro, me echó una rápida mirada: «¡Corre!».
En ese momento pasaron infinidad de cosas…
Los rubíes que emiten un destello. Matej aprovecha ese diminuto instante en que Yasar mira las piedras. Veloz como un rayo, coge impulso y le propina al caballo de Yasar un golpe.
Cascos de caballo, relinchos y la escopeta que se va para arriba.
Un disparo se pierde en el cielo y el lobo se sobrecoge y huye.
—¡Corre! —grita Matej cuando se abalanza sobre Yasar.
Pero mucho antes de ver cómo Yasar golpea a Matej con la culata de la escopeta y lo deja inconsciente, yo ya había decidido que ¡nunca más volvería a huir!
Cuando su caballo se encara hacia mí para empujarme al río, asumo que voy a morir, pero me da igual, mientras consiga agarrar a Yasar.
De pronto dos brazos salen de la nada, abrazan mi pecho y tiran de mí hacia atrás. Me libro de la patada del caballo por los pelos y únicamente siento ya el soplo de aire en mi frente.
—¡Salta! —me sisea Bela al oído.
—¡No! —gimo yo.
Doy un salto hacia delante, me agarro del hábito de sacerdote, me engancho a él y sólo entonces me dejo caer con todo mi peso hacia atrás.
Oigo el grito de indignación de Yasar al perder el equilibrio.
Luego, los dos caemos.
Durante la caída veo los preciosos pétalos de tulipán. Giran en el aire, destellan y brillan, y aunque sé que estoy precipitándome hacia mi fin, hay una parte en mí que queda cautiva por su belleza. El cabello de Bela vuela por encima de mi mejilla. Pero no, es el faldón del hábito de sacerdote. De pronto identifico a qué huele la piel de Yasar: a tierra húmeda y a la planta del regaliz.
Y entonces llega el agua.
Helada.
Miles de cuchillos punzantes de frío. Burbujas de aire como renacuajos vivos sobre mi piel.
Muchos sonidos retumban a mi alrededor, como el griterío de animales. Pero no soy yo la que grita. No soy capaz.