Capítulo 2

No miré atrás cuando poco después nos alejamos cabalgando, pero sentí los ojos de Jelka en mi espalda durante mucho rato. Sabía que ella me seguiría con la mirada hasta que hubiera desaparecido de su vista, porque al fin y al cabo también ella —y eso, en mi situación de victima sacrificada, me provocaba una especie de malsana satisfacción— había perdido algo. En cuanto yo me hubiera ido, todo lo que quedaría de mí en esa casa sería una mancha descolorida en la pared en forma de cruz.

Simeón cabalgaba muy cerca de mí. Sentía su preocupación, pero yo levanté orgullosa la barbilla y me concentré en no perder el equilibrio. Por mi cabeza revoloteaban mil planes de huida, a pesar de que sabía que esos pensamientos tan sólo eran fantasmas de deseos imposibles. Yo no era más que una chica que cabalgaba a través del territorio de Lazar para, al finalizar el viaje, acabar compartiendo cama con un hombre desconocido, igual que les había sucedido a muchas otras mujeres. Si huía, únicamente conseguiría aquel destino por otro peor: el de ser capturada por ladrones.

Los hombres cabalgaban en silencio y concentrados, sólo los resoplidos de los caballos y las pisadas de los cascos llenaban el aire. Tuve la sensación de que hasta los tilos habían dejado de susurrar al viento. Jamás había estado tan lejos de casa; el paisaje montañoso empezaba a resultarme extraño. De pronto noté algo más: ¿ruido de cascos?, ¿una llamada?

Los hombres miraron hacia atrás y azotaron a sus monturas.

Jovan se aseguró con una rápida mirada de que yo estuviera pisando los estribos con firmeza; luego, asintió escuetamente con la cabeza. También los otros dos hombres se arrimaron a mí y a Simeón. Un estribo que no era el mío golpeó con un sonido metálico de la mano.

—Agáchate hacia delante y sujétate bien fuerte en la crin —me dijo Simeón, y me quitó sin más las riendas de la mano.

Después, todo ocurrió al mismo tiempo: el ruido de derrumbamiento de piedra, el asustadizo relinchar de los caballos y… el tremendo tirón cuando mi caballo se puso a galopar. Grité del susto, pero de inmediato me agarré con todas mis fuerzas de la crin y me eché hacia delante. Los estribos se me clavaban dolorosamente en las plantas de mis pies. Me mareé de lo veloz que volaba el pedregoso suelo por debajo de mí. Jamás en mi vida me había movido a tal velocidad. Detrás de mi escuchaba gritos y las pisadas de cascos de caballos, pero antes habría cruzado el infierno que girarme a mirar. Jovan cabalgaba a mi izquierda… ¡y se reía! Sus ojos resplandecían y conducía su caballo con una sola mano.

—¡Seguid! —les ordenó a sus hombres—. ¡Más rápido!

La cacería siguió adelante. Y entre dos saltos, mientras mi caballo volaba sobre una valla y por un segundo dejó de estar conectado con el suelo, ocurrió algo extraño: dejé de sentir miedo. Saboreé el viento y ya sólo estaba obsesionada por el deseo de escapar de Lazar Kosac. Mi cuerpo buscaba el equilibrio por sí solo.

Ya no recuerdo en qué momento los caballos empezaron a ir más despacio ni de cuándo estuve completamente segura de que habíamos escapado de los ladrones como un conejo de un zorro. A pesar de que mis rodillas estaban doloridas y de que la crin me había cortado los dedos hasta hacerlos sangrar, seguía aturdida por la velocidad e infinitamente aliviada.

Jovan miró por encima de su hombro hacia atrás.

—¡Diablos, vaya carrera! —gritó con aire triunfal—. ¡Definitivamente mis caballos son los mejores del mundo!

Los otros dos hombres se unieron a su ruda risa, pero Simeón y yo nos mantuvimos mudos.

—Pero bueno, ¿por qué estás tan seria? —dijo Jovan dirigiéndose a mí—. Muchacha, has pasado la prueba de fuego. Ahora te esperan Las Tres Torres y también el caballo que te lleva hacia allí será tuyo. Considéralo un regalo de bodas de parte de tu suegro. ¿Qué te parece?

—Está por ver si llegamos a Las Tres Torres —contesté con frialdad—. Hemos tenido suerte, pero a buen seguro Kosac no nos dejará escapar una segunda vez.

Jovan se echó a reír.

—¿Kosac? Ese desgraciado tendrá cuidado de no cruzarse en mi camino.

—Entonces, ¿por qué habéis huido de él?

Por esta frase, mi padre me habría dado una paliza al instante. La risa de Jovan desapareció y por un momento tuve la sensación de que sus hombres contenían la respiración. Tendría que haber sentido miedo, pero curiosamente sólo esperé con tranquilidad una respuesta.

—No sé de que hablas —dijo Jovan gélido—. Lo que has oído detrás de nosotros ha sido una estampida de venados. ¿O acaso crees haber oído otra cosa? No estarás igual de loca que tu hermana, ¿verdad?

* * *

Jovan evitó los conventos de Fruška Gora y nos acuciaba hacia delante por caminos intransitados. Cabalgamos atravesando el bosque. Los gritos de las águilas retumbaban en los valles. Por la noche acampábamos al aire libre, sin hacer fuego, sucios y apestando al sudor de los caballos. Simeón extendió para mí su abrigo bajo un pino y yo me apoyé contra el ronco nudoso. Me dolía cada huevo del cuerpo. Mis rodillas y muslos estaban llenos de rozaduras y mis dientes castañeaban del cansancio. Para comer sólo había carne seca y dura de oveja, y aunque la vigilia previa a la Semana Santa aún no había pasado, me la comí, porque tenía un hambre espantosa. Y bebí el agua con sabor a cuero por un tubo quebradizo. Las hormigas exploraron mis heridas. Los murciélagos aleteaban por encima de las coronas de los árboles y los lobos aullaban tan cerca que me apreté aterrada contra el árbol. Buscando ayuda, eché mano de la cruz de madera que llevaba en mi hatillo y me la apreté al pecho como protección contra el mal. En silencio recé para que ningún fantasma o demonio, de los que hay tantos en los bosques, se me apareciera. Dos hombres hicieron guardia y note que se esforzaban por no mirarme. Cerré los ojos y me acurruqué entre las raíces y la húmeda hojarasca. Aquella noche soñé que el hijo de Jovan era un monstruo horrible con los dientes torcidos, el cabello como el pelo de un lobo y las manos zarpas. ¿Por qué otra razón si no iba su padre a tener que traer una novia desde tan lejos y pagar tanto por ella?

* * *

Durante varios días continuamos cabalgando al galope como si estuviéramos huyendo de algo. Dos veces intenté escapar y las dos veces los hombres de Jovan me volvieron a alcanzar sin problema alguno y me trajeron de vuelta.

Los gritos de los búhos nos seguían cada anochecer y el agotamiento me mostraba engañosas imágenes. Veía los candentes ojos amarillos de los zorros que yo creía los ojos de algún hombre lobo.

Y escuchaba ecos procedentes de todas y de ninguna parte.

Como si aquella carrera infernal nos hubiera soldado el uno al otro, mi caballo ahora atendía a todas mis señales: disminuía el paso cuando el cansancio me hacía tambalear en la silla de montar y aceleraba al trote en cuanto yo me incorporaba pisando los estribos. A mi caballo lo llamé Viento y, por las tardes, le acariciaba el cuello con los ojos cerrados, imaginándome que estaba tocando a Negro. Hacía tiempo que mi desesperación ya sólo era un entumecido y un vacío en mi pecho. Cuando me dormía a lomos de mi caballo, soñaba que las frías manos de Bela rodeaban mi cara y escuchaba sus lamentos. Sonaban como el grito que trae la muerte de los navi, los niños que han muerto sin bautizar y que arrastran a los vivos a su desgracia en forma de pájaros.

Los hombres no hablaban mucho, únicamente Simeón me contestaba a alguna que otra pregunta. Así fue cómo supe que en la finca de Jovan ya no había ninguna señora de la casa. La esposa de Jovan había muerto hacía muchos años, y desde entonces no había vuelto a llevar a ninguna otra mujer a su hogar. Danilo era su único hijo.

—Cabalga casi mejor que su padre —me contó Simeón—. En él se ha perdido un buen capitán de caballería… Jovan puede estar muy orgulloso de su hijo.

Me inquietaba que únicamente hablara de las aptitudes de Danilo, pero nunca de su aspecto o de su forma de ser.

Unas cuantas veces trasnochamos también en monasterios y albergues, pero de las ciudades y pueblos Jovan se mantenía alejado. Pasé las festividades de Semana Santa al aire libre. Sólo vi Belgrado de lejos, una ciudad grande y blanca, justo antes de que el terreno se transformara en la zona boscosa de Sumadija y finalmente volviera a ser más montañosa.

Había dejado de contar los días, cuando por primera vez en mi vida crucé un río sobre un ancho transbordador. Luego cabalgamos por nuevos territorios: laderas escarpadas a las que en algunos lugares se agarraban árboles frutales, suaves colinas y llanos. Por todas partes crecían arbustos de boj, espino blanco y saúco. En mi interior confiaba en ver turcos, pero sólo nos cruzamos con pastores serbios, embutidos en sus negros gorros hasta las cejas.

—¿Ves aquel árbol del ahorcado? —me dijo Jovan—. Desde allí ya no estamos lejos.

—¿Es este el camino al pueblo?

—Aquí los caminos llevan en todas direcciones —me explicó Jovan—. Por allí se va al pueblo, y más hacia el norte, sube hasta Valaquia. Y si cabalgas todo recto, llegas a Paraćin y al río Crni Timok. Si cabalgas hacia el río y a lo largo del Morava en dirección a Belgrado, llegarás primero a Cuprija y finalmente a Jagodina. Allí está el asentamiento del comandante austríaco que está a cargo de nuestro pueblo. Y también tienes a tus pies el camino hacia tierra turca… ¡Podrías cabalgar hasta Edirne y Estambul!

Los hombres de Jovan se acercaron más a mí con sus caballos, como si me hubieran leído el pensamiento; una parte de mí seguía soñando con la huida. Después de un buen rato, Simeón se giró hacia mí y señaló hacia delante, allí donde entre los árboles resaltaba algo claro y brillante.

—¿Escuchas el arroyo? Fluye no muy lejos de la finca.

Bajo los cascos de Viento se partieron unas ramas con un fuerte crujido. Pero en vez del chapoteo del agua, me recibió un sonido bien distinto: relinchos de caballos y pisadas. Bailoteando sin moverse del sitio, el caballo de Jovan relinchó una contestación e intentó desbocarse, pero Jovan, contrariado, soltó unos chasquidos con la lengua y le obligó a calmarse.

Al salir del bosque, parpadeando deslumbrada por el elevado sol de mediodía, descubrí la manada más bella que jamás había visto. Con las cabezas alzadas trotaron algunas yeguas de color negro azabache a lo largo de un muro de piedra, mirando con curiosidad a los que regresaban a casa. Sus ollares se inflaban y sus orejas jugueteaban. Un potro dio una coz y salió dando brincos.

Estaba tan eclipsada por aquella imagen que al principio ni siquiera vi las tres torres.

* * *

No eran, ni mucho menos, tan altas como yo me había imaginado. A primera vistea me recordaron a lo que nosotros llamábamos kulas, unas torres defensivas construidas en piedra, que también servían como vivienda, pero estas en cambio tenían las ventanas demasiado grandes y no parecía que las estancias bajas sirvieran de establos. Unas escaleras de madera conducían a las puertas, un poco elevadas del suelo. Las dos torres de delante se alzaban a izquierda y derecha de un edificio plano y largo; eran dos hermosas torres gemelas. Alguien había limpiado una parte de su fachada de las enredaderas y la hiedra.

Sin embargo, la tercera torre estaba sola, bastante más atrás, como si fuera el patito feo. Estaba ennegrecida por un incendio. Las plantas trepadoras se habían apoderado de sus muros, y los nidos de pájaros atascaban los estrechos huecos de las ventanas. Lo que antaño había sido el tejado ahora parecía un montón de madera podrida. Detrás de la torre, en diagonal, se alzaba una rocosa ladera, en cuya cima asomaba la piedra clara, como piel desnuda entre cardos y malezas.

Jovan cabalgó al trote hacia el edificio alargado y se detuvo ante una puerta torcida y desgastada por el tiempo. Me sorprendió que un terrateniente rico como él no mantuviera mejor sus edificios y puertas.

Jovan saltó del caballo. Después de tantas jornadas de viaje, con su oscura barba de varios días y el despeinado cabello, parecía un ladrón.

—Bienvenida a mi casa, Jasna —dijo—. Mira a tu alrededor. Tú serás la señora de todo esto. ¡Y te irá bien, te lo prometo! Baja del caballo.

Hice como si no viera sus extendidos brazos y me deslicé de la silla de montar. Mis pies parecían no querer pisar el suelo extranjero, las rodillas se me doblaron de debilidad y Simeón tuvo que sujetarme bajo los brazos para que no me cayera.

—¡Nema! —gritó Jovan tan alto que me estremecí.

Una puerta se abrió y una pequeña figura salió apresurada del edificio hacia la puerta. Al principio pensé que era un niño, pero luego vi que era una mujer anciana y menuda. Las arrugas habían impregnado su cara con la expresión de continua preocupación, pero sus ojos oscuros eran tiernos y vivos, y sus movimientos tan rápidos como los de una muchachita.

—No habla, pero tiene buen corazón —me susurró Simeón—. Pertenece a la familia de la difunta señora.

La mujer saludó escuetamente a los hombres. Pero al ver mi traje de jovencita, aunque hacía tiempo que había dejado de esta limpio y ya no era ni mucho menos blanco, sino que estaba sucio e incluso roto por las costuras, soltó un suspiro de indignación y me echó el brazo por encima de los hombros. Y aunque no me sonrió al hacerlo, después de los terribles días pasados, el gesto de Nema me sentó infinitamente bien. Tuve que tragar con esfuerzo, pero conseguí murmurar un cortés saludo, como era debido. Con su enjuto brazo firmemente echado por mis hombros, la anciana me condujo a la casa. Las dos torres claras parecían inclinarse de forma amenazadora sobre mi y la puerta de la casa principal me recordó una boca ansiosa que quisiera devorarme. Cuando titubeé al entrar, Nema me dio tiempo, pacientemente. Me acarició la espalda en un gesto de consuelo y me quitó con discreto afán las hojas enganchadas en mis rizos.

Reuní todo mi valor, inspiré profundamente y crucé el umbral.

* * *

No estaba preparada para lo que vi después. Desconcertada, me quedé parada. «¡Tierra de turcos!», me vino como un rayo a la cabeza, y apreté la mano contra mi boca. El bronce pulido brillaba por todos lados. Velos de colores en las ventanas. Lámparas de cristal de mil colores. Y en las paredes, colgaban tapices de telas con flecos; en ellos se mostraban árboles con las copas llenas de hojas largas y lisas, y debajo una especie de caballo con el cuello vuelto del revés y una chepa. Olía como en la iglesia, pero más floral. Una vajilla, extrañamente decorada con pintura azul oscura y verde, adornaba la mesa. Y entonces me sobrevino una idea como un jarro de agua fría que hizo helas las venas: ¿Será Jovan creyente de la verdadera fe? ¿Y si padre me ha vendido a un hijo de Mahoma? En ese mismo instante descubrí, para mi infinito alivio, el rincón de iconos: san Jovan, santa Jelena y la Virgen María, Madre de Dios. Flores amarillas carnosas con gruesos tallos adornaban el santo lugar.

—¿Dónde está… el hijo del señor? —pregunté a Nema en voz baja—. Danilo…, así se llama, ¿verdad?

La muda asintió con la cabeza, hizo señales con la mano hacia la puerta y tiró de mí para que la siguiera. Me condujo a un cuarto oscuro y humilde en el que al parecer vivía ella. Asustada miré a mi alrededor. La ventana era estrecha. Podía ver la torre quemada. Nema me trajo un caldo caliente que acepté agradecida. La sopa, de color amarillo, brillaba y sabía a especies desconocidas, picante y dulce a la vez.

Dos hombres vestidos con pantalones de loden propios de los campesinos entraron a la habitación cargando una bañera de madera, tan grande como un estrecho bebedero de cerdos. Me sorprendió que encontrasen suficiente sitio allí dentro, sobre todo cuando después trajeron también un cántaro lleno y varios cubos. El agua se derramó sobre el suelo de madera. En cuanto ellos cerraron la puerta tras de sí, Nema me indicó que me quitara la blusa y la falda y que me metiera en la bañera. Ella no se giró mientras me soltaba el cinturón, tieso de tanta suciedad, y me desprendía del jelek o chaleco. Yo no quería que una señora tan mayor me lavara como si fuera una sirvienta, así que le quité con decisión la manopla de la mano y tan sólo consentí que me desenredara y peinara el cabello, y que después me echara el frío liquido por la cabeza y hombros. Sobre mis labios se acumuló un agua amarga. A mi pregunta de si era agua de manantial, Nema asintió con la cabeza.

—¿Quién más pertenece a esta comunidad familiar? —le pregunté—. ¿Cuánta gente vive aquí?

«Cuatro», me señaló Nema. «Conmigo cinco». No era mucho para una casa tan grande. ¿Entonces, los hombres de antes debían de ser vasallos?

Riachuelos de suciedad se iban acumulando en la bañera. Y quedó a la luz mi piel llena de rozaduras en rodillas y muslos. Nema me contempló señalándome con un lastimero sonido, pero fui yo quien se asustó cuando mi mirada recayó sobre sus manos: piel de lagarto; cicatrices de quemaduras de color rojo y claro formaban un dibujo irregular, y dos de sus dedos estaban deformados y rígidos, ya que la endurecida piel apenas le permitía movilidad.

—¿Te has… quemado con algún liquido? ¿Cocinando? —pregunté en voz baja.

La anciana suspiró y movió negativamente la cabeza.

Alentada por su respuesta seguí preguntando.

—¿Dónde viviré yo hasta la boda? ¿Contigo en esta alcoba? Porque aún faltan varios meses hasta entonces, ¿verdad? Una unión que no se celebre en otoño trae mala suerte. Aquí tenéis la misma costumbre, ¿no?

Sin embargo esta vez Nema no me contestó. Apresuradamente salió de la alcoba. Cuando regresó, oí el roce de la tela. Nema sacudió con cuidado un vestido de color marrón oscuro. Se levantó una leve nube de polvo que bailó en el haz de luz del sol que entraba por una rendija de la ventana. No era un juego de dos piezas, sino que consistía de una sola pieza y tenía un aspecto señorial, de ciudad. Debía haber pertenecido a una mujer muy alta, porque la menuda anciana muda tuvo que sostenerlo en alto para que el pesado dobladillo no arrastrara por el suelo. Durante un rato únicamente lo sostuvo ante sí, contemplándolo ensimismada.

—¿Debo ponerme esto? —le pregunté—. ¿De quién es?

«¡Tuyo!», dijo el gesto de Nema.

—No, no —la contradije—. Antes. Otra mujer lo ha llevado, ¿no? El dobladillo está un poco rozado. ¿Perteneció a… a la anterior señora de la casa?

La mirada de la anciana fue contestación suficiente. Así que era realmente el vestido de una muerta. De repente mis dientes volvieron a castañear y negué con convicción la cabeza.

—¡No, no! ¡Dame el traje de mi madre! —exclamé—. ¿Dónde está? ¡Quiero ponerme mi propia ropa!

«Toma este o sal desnuda de esta alcoba», me dio a entender Nema con rudos gestos. Al instante perdí mi humildad, me negué a voz en grito, me enfadé y grité, hasta que Nema me amenazó con llamar a los hombres. Cuando se fue hacia la puerta y cogió la campanilla que colgaba de la pared, fui consciente de que lo decía muy en serio. Con lágrimas de rabia en los ojos, finalmente cedí y cogí contrariada el extraño vestido. La tela era pesada y suave, lisa como el pelo de un cachorro. Cuando Nema no miraba, lo olí desconfiada. Al menos no olía a piel de otra persona.

Nema me ayudó a atarme el corsé, que aun así me quedaba demasiado flojo, y me recogió la falda, que me estaba demasiado larga, con un cinturón para que no me la pisara. Cuando finalmente la seguí al pasillo resignada, me sentí como una granjera paleta a la que habían disfrazado de señora de la casa.