Capítulo 19

A los hombres no les resultó difícil reducirme, a pesar de que me defendí con todas mis fuerzas. Mientras sus rudas manos me agarraban, me vi a mi misma en el espejo de miedo de Olja: la novia maldita venida del extranjero, la bruja sobre cuya conciencia recae la muerte de su hermana Zvonka… sentí su profundo odio proveniente de su dolor y su desesperación, e incluso fui capaz de comprenderla.

Cuando poco después recuperé el conocimiento, con la cabeza dolorida, sólo reconocí en un principio la luz borrosa de unas velas. Poco a poco fui comprendiendo que me habían llevado al sótano bajo la torre negra. Apoyada contra la pared, estaba casi tumbada en medio de iconos de santos. Tenía las manos atadas a la espalda.

Andelko estaba sentado sobre la cama, no muy lejos de mí, observándome tan receloso como si de verdad me tomara por un vampiro. Me despabilé de golpe y traté de levantarme de un salto, pero él movió la cabeza de modo de advertencia.

—No te molestes —dijo en un tono tranquilo.

Los latidos de mi acelerado corazón se multiplicaban en mis muñecas atadas. Con una rápida mirada capté el destrozo que me rodeaba. Cada uno de los cuadros había sido arrancado de la pared, las cortinas estaban tiradas en el suelo, los cajones y puertas de la cómoda abiertos de par en par, incluso la alfombra estaba enrollada… obviamente el patriarca había registrado el lugar a fondo ¿Qué buscaba? A sus pies yacían los restos de arcilla de la estatuilla hallada en la tumba de Saniye.

—La dichosa muda que teníais me tomó el pelo de lo lindo —dijo Andelko separando los trozos de la estatuilla con el piel—. Y yo me tragué su mentira. Pero esta cosa, aunque efectivamente hueca, está vacía. Qué infame por su parte, ¿no crees?

Me costó tragar de tan seca como tenía la boca y me estallaba la cabeza del golpe que me había propinado Sime. Aun así en ese instante me sentí completamente lúcida: «Habla de Nema, ella conocía a Andelko y él es el que le da las órdenes al lobo, así que si el lobo ha atacado a Nema»…

—¡Tú no eres sacerdote! —conseguí pronunciar—. Tú la has matado. ¡Tú eres el que lleva semanas rondando con tu lobo por el pueblo!

«¡Él es el oscuro!», decía un grito en mi cabeza. Intenté apartarme de él, pero enseguida choqué contra la columna que soportaba el arco.

—Bueno, no es del todo cierto —respondió sin inmutarse—. Por supuesto que Andelko es el sacerdote de Kuklina. Y yo soy Andelko…, por lo menos hoy. No fue difícil dar con él de camino hacia aquí. Y como aparte de Milutin y algún otro vecino del pueblo, desgraciadamente de los que han fallecido…, nadie lo conocía, tampoco nadie se cuestionó si tenían ante sí al verdadero patriarca. Casualmente su sotana de sacerdote me sienta como guante, pero aunque el bajo me hubiera llegado por las rodillas, esta gente no habría sospechado nada. El que tiene miedo se cree todo lo que le ponen delante.

Siguió hablando con esa tranquilidad contenida, pero sus dedos tamborileaban sobre sus rodillas, una inquietud latente que me hizo estar alerta. «¿Dónde estaba Bela? ¿Por qué no me has avisado con tiempo esta vez?», pensé mientras disimuladamente luchaba contra las ataduras.

El falso patriarca observó durante un rato cómo me esforzaba; luego se levanto despacio.

—Un bonito escondite… turco y serbio al mismo tiempo. ¿Con que aquí es donde se escondía Jovan para suplicarle a Dios su misericordia y perdón?

Agudicé mi oído y dejé de resistirme a mis ataduras. Ese hombre sabía que Jovan esperaba el perdón, pero no sabía nada de Vampiro. Eso confirmaba que Danilo no le había dicho nada.

—¿Dónde está, Jasna? —su gélida voz retumbó en el sótano.

—¿Quién?

—Sabes perfectamente a qué me refiero. ¡El tesoro! Tiene que estar en la finca, sé que Jovan lo escondió en alguna parte.

Poco a poco empecé a entender lo que quería decir.

—¿El… oro turco?

Me hubiese imaginado cualquier cosa, pero no que la explicación a todo fuera tan sencilla.

Aquel oscuro individuo se había situado en el centro de la estancia.

—Es increíble que ese miserable ladrón de Jovan diese con una mujer tan lista para su testarudo hijo.

Debía de llevar escrita mi preocupación por Danilo en la cara, porque ese tipo me mostró una sonrisa carente de gracia y dijo con indiferencia:

—No te preocupes, aún vive. Todavía no he acabado con él. Ya me ocuparé, igual que de Simeón —su voz bajo el tono hasta convertirse en un amenazador susurro—. Uno de los tres me dirá dónde está lo que es mío.

Apoyé los pies en el suelo e intenté levantarme ayudándome de la pared. Algo estrecho y alargado se me clavó en la cintura. ¡Mi cuchillo! Me entraron sudores. ¡Tenía un arma! Envuelto en un trozo de cuero, estaba enganchado en mi cinto. Los hombres no lo habían visto.

«Piensa, habla con él, ¡gana tiempo!», me ordené a mí misma. Mis pensamientos revoloteaban e iban juntando nuevas piezas de la historia, en busca de motivos y recuerdos de las pasadas semanas. Las ovejas, la gente del pueblo, Jovan…

—¿Por qué tiene que pagar todo un pueblo, sólo porque tú estás buscando el oro turco? —pregunté retándole—. ¿Quién eres? ¿Un ladrón tal vez? ¿Lazar Kosac?

Iba a preguntarle si no sería un verdadero vampiro, pero no me atreví ni a imaginarlo. Ante mis ojos reviví una escena: el oscuro bosque nocturno y a mi suegro, cuyo caballo se desbocó ante el lobo, si bien tal vez no fue la caída lo que le mató…

—Créeme, darías gracias a Dios si tan sólo fuera un ladrón —dijo el hombre—, y mi nombre tampoco es Lazar Kosac. Por lo visto nadie te ha hablado de Isaac.

Yo moví la cabeza negativamente. Mis dedos intentaron coger las puntas sueltas de la cuerda, pero no llegaba a agarrarlas.

—Hace mucho que Jovan se gastó el oro turco —dije con firme voz—. Él no era tan rico como todos pensaban. Tras su muerte, Danilo tuvo que vender parte de sus caballos.

El hombre que por lo visto se llamaba Isaac se acercó a mí. Instintivamente encogí las piernas dispuesta a propinarle una patada, pero tenía buen ojo y se puso de cuclillas de manera que no le alcanzase.

—Mi paciencia se está agotando —me advirtió en tono amable.

Abrió su mano derecha y me enseñó lo que ocultaba en ella. Tal como yo había sospechado, era algo puntiagudo, aunque no era una espina, sino una aguja. Estaba sujeta a un anillo de tela apenas visible, del color de la piel. Mi antebrazo seguía ardiendo en el lugar donde me había pinchado.

—Esta aguja está impregnada de una sustancia que, al herir la piel, provoca un gran ardor —explicó el muy canalla—. Pero también tengo un veneno más especial: una noche de dolores, náuseas, fiebre, y después la muerte.

Eso al menos contestaba a una de mis preguntas: un auténtico vampiro no tendría que recurrir al veneno para matar. De modo que Tramner tenía razón con su suposición. La carne de las ovejas había sido envenenada. Y a las personas que habían muerto recientemente las había visitado como falso sacerdote antes de que enfermaran. ¿Les habría mezclado el veneno en la bebida mientras estuvo sentado con ellos a la mesa, escuchando como un hipócrita sus historias sobre los acontecimientos en el pueblo?

—¿Acaso se iba a creer alguien que yo, siendo según vosotros un vampiro, muriese igual que mis supuestas víctimas a las que tú has envenenado? —le escupí las palabras a la cara—. ¡Yo no sé dónde está el oro turco! Y si Jovan no te lo dijo antes de que le tiraras del caballo y le mataras, dudo que te vayas a enterar nunca.

—Lo cierto es que me hubiera gustado charlar con él y a bien seguro que me lo habría contado, pero no llegamos a tanto —respondió el hombre—. Jovan siempre fue un cobarde. Yo no le toqué, su caballo se desbocó y él solito se cayó de la silla. Probablemente muriera de miedo incluso antes de tocar el suelo. Es una pena que no pudiera contestarme ni una sola pregunta.

Olvidé mis ataduras al instante. Sólo había una cosa a la que Jovan temiera.

—¡Eres el turco! —susurré—. ¡Has venido a vengarte! Pero eso… ¡es imposible!

El oscuro arqueó las cejas a modo de aprobación.

—¡Vaya, de modo que si sabes algo sobre la familia Vukovic! Y probablemente más de lo que me quieres contar —sonrió con malicia y sus dientes brillaron a través de su barba.

—Das órdenes a un lobo —continúe yo—. ¿Quién es el lobo? —cogí aire—. Se llama Akay, ¿verdad? Te oí decir ese nombre cuando estuviste con él junto al río.

Ahora el hombre sí que se quedó sorprendido.

—¿Y qué hay de Saniye? —seguí preguntándole—. Sabías desde el principio dónde estaba la tumba, ¿no? Danilo cree que su madre se quemó.

Por primera vez destelló en sus ojos algo similar al interés. Y lo peor era que yo aún seguía viendo bondad en ellos.

—A ver si resulta que Simeón se fue de la lengua en su canto fúnebre y habló del hijo perdido…

—Él sólo me contó que hubo un asesinato —dije con cautela.

En mi cabeza se repetían sus últimas palabras: ¿hijo?, ¿puede ser hijo de Jovan? No… este hombre era demasiado viejo. Debía de tener unos diez años más que Jovan. Más parecía como un…

—¿Eres el hermano mayor de Jovan? ¿Te fuiste con él a tierras turcas?

—Me fui mucho antes que él —respondió el hombre, y la burla había desaparecido de su voz—. Muchísimo antes. Tenía catorce años cuando me escapé.

—¿A tierras turcas? ¿Por qué?

El hermano de Jovan me miró largo rato. Parecía estar sopesando algo. Me estremecí al leer en su rostro la verdad: de todos modos yo ya estaba sentenciada a morir, y él tenía tiempo; al igual que todos los vengadores que he conocido, disfrutada explicando hechos y pensamientos propios a sus víctimas, antes de enviarlas a la muerte.

—Porque yo quería otra cosa, algo más que discutir con mis hermanos por las malditas torres, y por las que ya se habían roto la crisma de mi padre y mis tíos —me explicó—. Me uní a un comerciante turco. Tuve suerte, el comerciante me tomó aprecio, se dio cuenta de mi talento y me aceptó como acompañante de viaje, primero; más tarde fui para él como un hijo. Trataba con joyas, oro y plata y piedras preciosas. Aquí en el pueblo me habría pasado la vida arreando ovejas por el campo. ¡Sin embargo en Estambul y en Edirne todo era posible! ¡Todo! Me convertí a la otra fe y recibí el nombre de Yasar.

Aunque me resultaba repugnante, no era capaz de evadirme de su historia.

—¿Y Saniye? —le pregunté—. ¿Quién era realmente? Simeón me contó que era la hija de un adinerado otomano.

—No más adinerado que yo. Yo aprendí y trabajé duro, durante muchos años. Aún eran buenos tiempos. La plata barata del Nuevo Mundo todavía no había viciado los precios y así pude reunir sin problemas el alto precio que pedía su padre por ella —recordándolo sonrió—. Los poetas escribían canciones sobre la belleza de Saniye. Beyaz lale, la llamaban en Estambul, “tulipán blanco”. Su piel era como la luz virginal, incluso el sultán Ahmed se había fijado en ella.

A pesar de que por su aspecto no se parecía a su hermano, reconocí a Jovan en sus gestos y palabras, pero la historia de Yasar sobre aquel esplendor y maravillas acabó de manera mucho más amarga que en las narraciones de ensueño de Jovan.

—Ya has visto a Saniye de muerta —continúo—. Pues en vida era mil veces más bella. Tal vez fue mi felicidad lo que por aquella época me hizo imprudente y generoso. Le enviaba dinero a mi padre, aunque nunca recibí una contestación ni un agradecimiento, y no fue hasta mucho más tarde cuando me enteré de que, si bien mi padre aceptaba de buen grado mi dinero, hacía tiempo que me había repudiado como hijo. Decía que un turco jamás podría ser de su propia sangre. Eran las palabras de ese patriarca, Milutin, al que mi padre seguía incondicionalmente. Pero entonces, veinte años después de que yo me marchara, apareció mi hermano en Estambul. Joven, avaricioso, lleno de planes, con demasiado dinero en el equipaje para negociar.

Las palabras de Jovan sonaban en mis oídos como una segunda voz: «Yo era un joven comerciante cuando vi todo aquel esplendor. Un insensato al que le cegaba la riqueza. ¡Amigos, una riqueza incalculable!». El mismo lugar, dos personas, dos historias.

—Me recordaba un poco a mi mismo —dijo Yasar—, así que los acogí en mi casa, a él y al hermano adoptivo de mi padre. Tenía que haberlo sabido.

Yo seguía intentando encontrar algún parecido entre los hermanos. Me lo imaginé sin la barba, sin ese cabello revuelto y estropeado…, y efectivamente, el aire de la frente, alta y recta, así como el corte de las cejas me resultaban familiares. Pero no me recordaban a Jovan…, ¡sino a Danilo!

—Le llevé conmigo a invitaciones de amigos —siguió contando Yasar—, le dejé a solas con Saniye en la creencia de que él respetaría a mi mujer como a un familiar. Incluso me alegré de ello, porque en aquella época yo tenía mucho trabajo. La fiesta anual del tulipán estaba próxima. El sultán Ahmed me había encargado que consiguiera un regalo para un invitado de Persia que le había traído los bulbos de una especie de tulipán especial. Yo había recibido el dinero por adelantada para que comprara lo mejor. ¡El sultán Ahmed iba a hacer que le entregaran ese regalo tan especial al invitado… por mí! A mis espaldas había dejado años de duro trabajo y ahora, por primera vez, iba a tener acceso al palacio. ¡Estaba pisando el umbral a un futuro brillante! Sin embargo, yo jamás llegaría a pisar el palacio de Saadabad.

El rostro de Yasar se había oscurecido. Pensativo, recogió la cajita decorada, ahora partida del suelo. Algunas de las piedras de cristal debieron de saltar de su sujeción por la fuerza con la que al parecer la había tirado antes contra el suelo.

—Lo habían planeado desde hacia tiempo —dijo en voz baja—. Querían huir juntos… pero no sin dinero. Y cuando los descubrí, porque volví antes de lo previsto a recoger el regalo, me atacaron como lobos. A Simeón le pude herir. Y pude haber matado a Jovan, pero necio de mí, titubeé un instante —sonrió con tristeza—. Mi propio hermano mostró menos escrúpulos. Su cuchillo me alcanzó sin el menor titubeo. Y mi bella Saniye, con su corrupto y avaro corazón, se quedó mirando sin pestañear y cogió el tesoro que yo había buscado para el sultán Ahmed. ¡Los maldije a los dos! Dije de ellos que eran como lobos y que por ellos deberían morir despedazados por los lobos. ¡Y les dije que los encontraría!

Me estremecí.

—¡Simeón piensa que estás muerto! —susurré.

—Y lo estuve, pero todo es cuestión de negociar, ¡todo! Eso no lo tuvo en cuenta mi hermano. Algunos nacemos dos veces. Una vez por Dios y otra por el diablo —se levantó el hábito de religioso y me señaló una cicatriz en el punto entre el cinto y las costillas.

Habría jurado que nadie podría sobrevivir a una herida así.

—En aquel momento morí —dijo tras un breve y siniestro silencio—. Muchas veces a las personas se le puede quitar la vida de muchas maneras distintas y mi hermano fue meticuloso. En Estambul mi futuro había llegado a su fin. Había perdido el regalo que el Sultán Ahmed me había confiado. Pero eso aún no le bastó a Jovan. También me quitaría la casa de mi padre. Mi padre había desheredado a Jovan pero Simeón, en nombre de su hermano adoptivo, cambió el testamento. Todo lo que necesitó fueron dos testigos bien pagados que confirmaran que Petar había expresado ese deseo en su lecho de muerte. Una bonita costumbre. Y el hajduk Jovica y otro tipo no se hicieron mucho de rogar.

—¿Por eso tuvieron que morir?

—A todos les pasé factura.

—También a Saniye, ¿verdad?

—Yo prendí el fuego. Y vi dónde la enterraron, a escondidas, por la noche. Se había tirado de la torre.

«Realmente no lo sabe», pensé. «No sabe nada de Vampiro y tampoco sabe que Saniye, en su huida, ya estaba embarazada de él y que Danilo es su hijo».

En cambio Jovan si lo supo durante todos estos años. Ahora todo cobraba sentido: el enfado de Jovan contra su mujer, cuánto debió de reprocharle que ya llevara al hijo de su hermano en sus entrañas…, y que ese hijo estuviera sano, ¡mientras su propio hijo nacía enfermo! Ahora también encajaban en el cuadro las otras piezas que me faltaban: lo mucho que había sufrido por el hecho de ser el asesino de su hermano, que hubiera escondido el tesoro… yo podía entenderlo. Nadie en su sano juicio haría uso de una riqueza que estaba tan maldita. Bajo una culpa tan pesada, el amor pronto se desquebrajó, y finalmente había despreciado a Saniye y a Danilo. Danilo… estaba segura de que no sabía nada de todo esto.

—Jovan me robó a mi mujer, mi herencia y mi futuro en el Saadabad —dijo Yasar—. Así que yo les robé su futuro a ellos. Uno tras otros. La finca sucumbirá.

—Y esta estancia será mi tumba, ¿verdad? —le increpé.

—Oh, no —me contestó—. Tu sentencia la han pronunciado otros. Los del pueblo te colgarán del árbol del ahorcado. Y luego procederán contigo como con todos los vampiros.

—¡Yo sé quién eres!

Yasar se inclinó tanto hacia mí que pude ver mi imagen reflejada en sus ojos.

—Qué pena que no se lo puedas revelar, porque antes te habré quitado la voz, tal como lo hice en su día con Gizem —me susurró—. Verás llegar tu fin muda.

Su sonrisa seguía siendo amable, sus ojos, castaños como los de Danilo, bondadosos y cálidos; la locura se ocultaba muy bien tras ellos. Un olor peculiar emanaba de él, una mezcla entre sudor, incienso y otra cosa más que no sabía identificar.

—Aún tienes tiempo para pensar dónde está lo que estoy buscando —dijo para finalizar—. Y después seguirás teniendo una elección: dímelo y tendrás una muerte rápida y piadosa; ocúltamelo y me encargaré de que tu verdugo sea de lo más patoso.

Se levantó y se fue hacia la puerta. Mi manojo de llaves tintineaba en su mano.

—¿Por qué ahora? —pregunté tras él—. ¿Después de tantos años? ¿Dónde has estado todos estos años?

En la puerta, Yasar se giró nuevamente hacia mí.

—¿Es que no has visto a Saniye? ¿Acaso no parecía como si tan sólo estuviera dormida? Para mí el tiempo es algo distinto que para ti.