Por lo visto la amenaza de abandonar el pueblo en masa había impresionado al comandante de Jagodina. Tan sólo diez días después de la solicitud de permiso que Tramner tramitó para ejecutar a los cadáveres, llegó otra delegación al pueblo. Un médico militar de Belgrado, dos enfermeros y algunos oficiales se acuartelaron en Medveda. Los habitantes le encargaron a Dušan cantidades increíbles de leña; de ese modo nos enteramos de que la ejecución de los difuntos había sido concedida. Todas las monedas y tesoros guardados fueron reunidos para pagarle por ese trabajo. Nos pasamos días enteros buscando rama y troncos muertos, lo suficientemente secos para que pudieran prender aun sin haber estado almacenados durante un tiempo. Los pastores salieron con hachas y cuchillos para trocear arbustos secos y llevar más materiales combustibles al cementerio.
—Los austriacos han montado mesas y han clausurado el portón del cementerio —me informó Dušan después de que hubiera descargado otro cargamento de leña en el mismo cementerio—. No dejan entrar a nadie, únicamente a Flückinger. Ha ordenado que tumben a los muertos sobre las mesas y los está abriendo en canal.
—Dios santo —murmuré.
—Manko dice que ha examinado sus intestinos y que están en “estado de vampiros”. Mañana los decapitarán y quemarán —me miró de forma significativa—. Los austriacos se marchan, pero el sacerdote quiere quedarse una semana más.
Los dos sabíamos lo que eso significaba.
Cuando los difuntos se ganaron su descanso, no fue ningún día de fiesta. En su campo con manzanos habían abierto una fosa del tamaño de una casa y la habían llenado con leña y ramas. Los austriacos habían abierto el portón al cementerio y para los demás asuntos habían dado carta blanca al patriarca; se limitaron a permanecer juntos al muro del cementerio sosteniendo pañuelos ante sus narices para evitar el pestazo y el humo. Ya de lejos pude ver cómo movían las cabezas para ver llegar a los habitantes del pueblo con estacas y hachas al cementerio. Yo estaba de pie sobre la colina y observé como amontonaron el ataúd de Jovan junto a los demás en la fosa. Cuando incendiaron la leña y la columna de humo se alzó al cielo, recé por última vez por mi suegro.
* * *
Dos días después permaneció el olor a madera en el ambiente; el viento transportaba nieve y copos de ceniza. El tercer día por fin dejó de nevar y la nieve de octubre empezó a derretirse de nuevo en las orillas del río. Había llegado el momento de hablar con Andelko.
El domingo por la mañana ensillé a Viento. El sol calentaba mi cara y realzaba el brillo rojizo en el pelaje de Viento. Era un día de esperanza, de expectativas de dejar atrás de una vez el pasado. Sin embargo, ese sería en realidad el día en que iba a perder a Dušan.
Cabalgué en dirección al pueblo con el sol matinal cegándome. Tomé el desvío que conducía al río, pasando por nuestras cabañas, que las avariciosas aguas del Morava ya habían alcanzado. El agua salpicaba las patas de Viento cuando le arreé para subir hacia el árbol del ahorcado. Mucho antes de que quedara a la vista, reconocí una figura negra que venía hacia mi desde la dirección del pueblo. Me vio, se quedó parada de repente y luego empezó a correr hacia mí.
—¡Jasna!
Su grito retumbó sobre la nieve derritiéndose. En aquel sonido había algo que hizo que mi corazón se acelerara de inmediato. La falda de Anica ondeaba al viento, las trenzas medio desechas bailaban sobre sus hombros. Golpeé con mis talones en los costados a Viento y galopé a su encuentro. La viuda inspiró profundamente para coger aire; se sujetaba el costado. Su chal de lana se escurría de sus hombros y vi que su blusa tenía un desgarro en el hombro.
—¿Quién ha sido? —grité saltando del caballo—. ¿Qué ha pasado?
—¡Danilo! —dijo jadeando y señalando hacia el pueblo—. Se lo han llevado de la finca.
—¿Quién?
—Pandur y Manko…, y el carpintero, y un par de hombres más…
—¿Por qué?
Anica me miró de forma extraña. Tragó saliva; seguía intentando respirar. Tuve que esperar a que volviera a coger aliento, pero de buena gana la habría agarrado y la habría sacudido de impaciencia.
—¿Cuándo estuviste por última vez en el pueblo? —me preguntó finalmente.
Fue cuando de verdad tuve un mal presentimiento.
—Durante la quema —contesté—. ¿Qué ha ocurrido desde entonces?
—¡Que todo sigue igual! —soltó con la voz quebrada—. Un día después de que se marcharan los austriacos, el lobo volvió a matar algunas ovejas. Los hombres le echaron a los perros, pero también los mató. Y luego murieron en una sola noche cuatro personas: Zvonka, Dajana, que ya casi se había recuperado, y las hijas de los soldados. Todos juraron en el lecho de muerte haber visto a un vampiro. ¡Dicen que tiene la piel blanca y dientes de lobo!
Me agarré a la crin de Viento. Ahora también yo tenía la sensación de ahogarme.
—El lobo también ha venido por mí —susurró Anica—. ¡Esta noche ha matado a mi pobre perro y yo ni siquiera lo oí ladrar! Iba a ir de inmediato a ver al patriarca, y cuando llegué al pueblo vi que estaban arrastrando a Danilo a la plaza de la iglesia. Al parecer Andelko tenía intención de ir a ver a Danilo en los próximos días para pedirle su ayuda en la búsqueda del vampiro, pero en vez de esperar a que Andelko fuera a las torres, Pandur y los demás salieron por su cuenta y han traído a Danilo sobre la carreta al pueblo —su voz temblaba cuando continuó—: le han maniatado. ¡Yo quise ayudarle, pero se lanzaron sobre mí! ¡Pandur está completamente fuera de sí por la muerte de Dajana!
Se me había quedado de repente la boca tan seca que apenas podía tragar. Viento debió sentir mi miedo porque empezó a escarbar con la pata delantera.
—¿Qué dice Andelko? —le pregunté—. ¿Y el hadnack?
Anica se encogió de hombros, desconsolada.
—El hadnack está en Cuprija y al patriarca no le he visto. A mí me han echado del pueblo. ¡Jasna, le van a matar! Tienes que ir a ver al administrador y…
Moví la cabeza negativamente y le ofrecí mi mano.
—¡Sube! —ordené.
* * *
Nadie vigilaba las ovejas y no había nadie para detenernos cuando nos bajamos del caballo y entramos al pueblo. Parecía abandonado, pero el lejano murmullo de innumerables voces exaltadas demostraba que la impresión era falsa. Las voces procedían de la plaza de la Iglesia. Até a Viento a una verja, caminamos hacia la casa parroquial y, al resguardo de una caseta, espiamos la plaza.
Todo el pueblo estaba allá congregado. Algunos niños se habían subido al ciruelo y miraban a la puerta cerrada de la casa de Andelko. Justamente estaba sopesando si atreverme a mezclarme entre el alborotado gentío y exigir ante Andelko la entrega inmediata de mi esposo, cuando el sacerdote salió al exterior. Cerró la puerta tras de sí y echó la llave. Cuando deslizó su mirada de reproche sobre la masa, se hizo el silencio.
—De modo que creéis que podéis aplacar a un hombre honrado así porque sí y traerlo aquí a la fuerza, ¿no?
—¡Las buenas palabras no sirven con él, eminencia! —dijo el carpintero Sime—. Ese maldito diablo quiere que todos sucumbamos. Ni siquiera ha abierto la boca. ¡Si no se lo sacamos a la fuerza, no dirá una sola palabra!
Los habitantes del pueblo asistieron con murmullos. La mano de Anica y la mía se encontraron. Nos agarramos una a la otra, ella sin saber qué hacer y yo pensando un plan.
—¡No necesitamos la fuerza! —tronó Andelko—. ¡Danilo Vukovic no es ningún diablo, sino un dhampiro! Deberíais mostrarle respeto.
Era evidente que el sacerdote se esforzaba por controlar su ira.
—No tolero el modo en que le habéis traído aquí, pero ya está hecho. Aunque os advierto que, sea lo que sea lo que diga… —y a modo de advertencia alzó en alto la llave—, ¡nadie, nadie en absoluto, va a tocarle ni un pelo a Danilo Vukovic! Permanecerá aquí hasta que hayamos tomado una decisión. Mañana podréis hablar con él, pero el Señor os castigará si alguno de vosotros osa tocar siquiera la manilla de la puerta de mi casa.
Con un gesto decisivo guardó la llave en su cinto. Suspiré aliviada. Imaginaba a Danilo en el interior de la casa parroquial y recé para que se encontrara bien.
—No obstante, no ha sido en vano que le hayáis traído —continuó Andelko muy serio—. Danilo y yo hemos estado conversando y me ha dado una pista —el sacerdote inspiró profundamente como si tuviera que animarse a sí mismo y dijo—: Él sabe dónde se esconde el vampiro que está atacando a este pueblo. ¡Y no está en el cementerio, oh, no!
«No puede ser que Danilo haya delatado a su hermano», pensé.
Un murmullo se extendió entre el gentío, los niños se abrazaron asustados a las ramas. Olja y algunas mujeres comenzaron a lamentarse y a chillar a voz en grito.
Andelko deslizó su mirada por encima de los reunidos.
—¡Ahora depende de vosotros! —exclamó—. Podemos esperar al hadnack y a que nuestros señores, allá en Viena, deliberen durante semanas sus decisiones y firmen sus instrucciones por triplicado antes de que podamos actuar, o bien… —bajó la voz— rompemos esa dependencia, vamos a la finca Vukovic y ponemos hoy mismo fin a los asesinatos.
Anica inspiró y contuvo la respiración.
—¿A Las Tres Torres? —cuchicheó.
No fui capaz de responder; a esas alturas mis pensamientos volaban y calculé rápidamente cuánto tiempo tardarían los hombres en llegar a las torres.
Todos los ojos se habían dirigido a Pandur. El mandamás del pueblo elevó el mentón y, apoyándose con fuerza sobre su bastón, subió cojeando la escalera hasta colocarse junto a Andelko; desde allí se dirigió a los habitantes del pueblo. La pena por Dajana le había marcado profundos surcos en sus ya de por si arrugados rasgos.
—¡Id por las estacas! —decidió con su ronca voz de fumador—. Y por la piel de buey. ¡Los hombres más fuertes vendrán con nosotros!
Por un segundo cerré los ojos. Junto al lecho mortuorio de Jovan había hecho el juramente de silencio para proteger la vida de Vampiro. Pero ahora el silencio no iba a ayudarle.
Anica se sobresaltó cuando la cogí bruscamente de la muñeca y tiré de ellas tras de mí.
—Tienes que hacer algo por Danilo —le susurré mientras caminamos hacia Viento—. Y también por alguien a quien tú… aún no conoces.
* * *
Jamás había cabalgado de forma tan temeraria. El fuerte abrazo de Anica en mi cintura casi me dejaba sin respiración. Cuando el bosque quedó a la vista, me vi obligada a darle a Viento un respiro y dejar que fuera más despacio. El pueblo estaba exaltado…, aún retumbaban los gritos de los hombres en los oídos… sin embargo el bosque parecía fantasmalmente tranquilo. Los rayos de sol se clavaban en el sotobosque a través de las copas de los árboles creando una red de luz. Para mi inmenso alivio escuché golpes de hacha y los seguí como un llamamiento. Por fin, a orillas de un claro, vi el destello de la hoja de hacha. Salté del caballo, tiré de Anica tras de mí y corrí entre los árboles hacia Dušan. Él inmediatamente dejó el hacha en el suelo y me cogió al vuelo.
—¿Jasna, que ocurre?
—¡Tenemos que ir a las torres!
Escuchamos crujidos al acercarse Anica a nosotros pisando ramas secas. Cuando me vio en los brazos de Dušan, se quedó boquiabierta de la sorpresa.
—¿Estás con él? —exclamó incrédula—. ¿Tú, Jasna? ¿El ejemplo de virtud y honradez?
—¿Me pregunta eso la mujer que baila con los tipos como Mirko y otros ladrones? —le respondí secamente—. Ahórrate las burlas para más tarde. No tenemos tiempo que perder.
Me humedecí los labios, cogía aire y empecé a trancas y a barrancas a contar todo. Ni Dušan ni Anica me interrumpieron, pero su rostro cambió de un silencio expectante al asombro, y luego se convirtió en incredulidad y desconcierto.
—¡No deben encontrarle! —dije—. Si descubren a Vampiro, morirá, y entonces también habrá acabado la vida de Danilo. En cuanto el patriarca vuelva a Kuklina, Pandur y los demás le asesinarán.
Dušan se había quedado pálido y miraba con gesto inescrutable a lo lejos hacia el claro. Anica miraba el suelo. Había cruzado los brazos con fuerza, como si tuviera que sujetarse a sí misma. Con ese furioso orgullo que a esas alturas me era ya tan familiar en ella, alzó la barbilla. En su mirada había una inmensa decepción.
—Así que Danilo me ha estado ocultando durante más de quince años que tiene un hermano… —dijo con voz temblorosa—. Y a ti, la novia comprada, ¿a ti te ha confesado su secreto?
Dušan seguía sin intervenir. Era difícil para mí sopesar si se había tomado mal que no le hubiera dicho antes la verdad sobre los Vukovic.
—Se trata de dos vidas —les imploré—. Anica, tú debes ir a la cabaña de leñadores. Tapa bien las ventanas, de forma que no entre la luz del sol, y espéranos allí. Y no te asustes cuando le veas. Tiene aspecto de monstruo pero no lo es.
Era una mujer orgullosa y herida, pero asintió con la cabeza y la quise por ello. Y por fin también Dušan me devolvió la mirada y me di cuenta de que en efecto estaba enfadado conmigo.
—En fin, parece que todos tenemos nuestros secretos —dijo y se marchó al carro.
* * *
El pañuelo que llevaba a la cabeza salió volando en algún momento de la cabalgada y cada músculo de mi cuerpo me dolía cuando el bosque se empezó a aclarar y aparecieron las torres ante nosotros. De golpe todo volvió a mí: la presión, las pesadillas, la incertidumbre.
La finca parecía abandonada. Sívac no vino a mi encuentro, las gallinas habían desaparecido y sólo algunas plumas se agolpaban junto al muro y no se oía balar a las cabras, en cambio, había muchos objetos rotos en el camino…: una jarra, platos de la estancia turca… en la planta superior una de las contraventanas se balanceaba al viento; todas las demás estaban cerradas. Llamé a Simeón y a Nema, pero nadie contestó. La puerta principal estaba atrancada.
—¡Tal vez estén con él! —le dije a Dušan.
Corrimos a la parte trasera del edificio principal con los caballos, que después de la dura cabalgata trotaban tras nosotros, y busqué la trampilla en el suelo. En cuanto la encontré, un tintineo en el interior de la casa me hizo girarme. «¿Habrían llevado a Vampiro al Edificio principal?», me enfurecí por no haber caído desde un principio. Mi mirada se clavó en la contraventana de la alcoba de Nema.
—¡Dušan, tengo que entrar ahí!
Echó una mirada de experto a la estropeada madera y asintió.
—Apártate a un lado —dijo descolgando su hacha de la silla de montar.
La contraventana se partió fácilmente igual que una rama seca. Metí la mano por el hueco, desatranqué la ventana y trepé a la alcoba de Nema. Estaba vacía. La puerta estaba cerrada y, cuando la abrí con sigilo, la oscuridad me dio la bienvenida. Olía a cerrado a hollín y a cera enfriada.
—¿Nema? —pregunté en voz baja y recorrí con sigilo el pasillo.
Un clic junto a mi oreja me dejó petrificada.
—La traidora ha vuelto —dijo una voz ronca—. ¿A qué has venido, Jasna?
—¡Simeón! —Miré al lado y retrocedí soltando un gemido. Su escopeta estaba apuntándome. Por una décima de segundo pensé que iba a dispararme, pero luego bajó el arma.
—Danilo aún no ha vuelto —dijo cansado y tan ausente como si no estuviera del todo cuerdo—. Se fue esta mañana a la tumba y lleva fuera desde entonces. ¿Qué opinas? ¿Se habrá largado él también? ¿Igual que su cobarde esposa?
No me atreví a contestarle. El dedo de Simeón seguía sobre el gatillo, pero ya no hacía ademán de amenazarme.
—De todos modos ya es demasiado tarde —dijo suspirando—. Demasiado tarde para todo —con los hombros caídos caminó arrastrando los pies hacia la estancia turca y empujó la puerta.
El haz de luz de una vela cayó sobre el suelo. Había caído paja de la mesa sobre el suelo y a la luz de la vela intuí una sábana que tapaba el cuerpo delgado. El dolor me cerró la garganta.
—¡Vampiro! —susurré.
Entonces me fijé mejor: sobre una silla había un delantal doblado y sobre él mi manojo de llaves, que antes había sido de Nema.
—No, no es Vampiro. Es Nema. La atacó un lobo —murmuró Simeón—. Ayer cuando iba al manantial por agua. Pobre mujer.
El suelo se tambaleó a mis pies. Mis pequeñas y afiladas uñas se hincaron en las palmas de mis manos y dejaron huellas de medias lunas de lo fuerte que apreté mis puños. Fue como en mis pesadillas, pero mucha más definitivo. Había discutido con Nema y la había acusado, nunca nos habíamos abierto la una a la otra, y a pesar de todo, en medio de los hombres, ella había sido para mí algo así como una familia. Y ahora, con ella también se había perdido la esperanza de conseguir anular mi matrimonio.
En aquellos momentos podría haberme dado por vencida. Pero me obligue a pensar en el paso siguiente.
—Simeón, ¿dónde está?
—Bajo la torre, ¿dónde iba a estar?
—¿Le has dejado solo allí abajo? —exclamé.
—Alguien tenía que velar por Nema —me respondió y con amargura añadió—: a buenas horas te acuerdas de preocuparte por él.
Cogí las llaves de Nema, regresé corriendo a la alcoba y trepé por la ventana. Dušan había forzado la trampilla del suelo y me esperaba con impaciencia.
—¡Ya era hora! —me bufó—. Están llegando. Cuando el viento gira hacia nosotros, se les puede oír.
Fue un milagro que con tanta prisa no nos partiéramos la crisma bajando por aquella escalera. El pasadizo estaba oscuro; únicamente se veían las otras de luz del contorno de la puerta mostrándonos el camino. Nerviosa, intenté palpar la llave adecuada. Mientras Sívac, al otro lado, lloriqueaba expectante y arañaba la puerta. ¡Así que al menos él estaba con Vampiro! La tercera llave entró.
—¡No te asustes! —le susurré a Dušan, y abrí la puerta.
Sívac empezó a saltar sobre mí completamente fuera de sí de la alegría de volver a verme, ladró e intentó lamerme la cara. Tuve que emplearme a fondo para apartarle a un lado y poder llegar al lecho de Vampiro. Este tosió y abrió los ojos. A pesar de que estaban nublados por la fiebre, me reconoció e hizo una mueca con la boca que debió de ser una sonrisa.
Aquel día aprendí mucho sobre el miedo, lo verdaderamente peligroso que es, según me había dicho el médico Tramner: al igual que nos ciega el amor, el miedo nos quita la capacidad de ver lo que de verdad tenemos ante nosotros. Al mirar a Vampiro sin miedo, no vi al monstruo en sus rasgos.
—Tenemos que sacarte de aquí —le dije al moribundo muchacho—. ¡No tengas miedo, no te ocurrirá nada!
—¡Jesús! —susurró Dušan a mi lado sin poder creérselo—. ¡Y tú te asustas de los ladrones!
Iba a abrir la boca y explicarle, convencerle, asegurarle…, cuando Dušan me sorprendió. Si alguna vez me había preguntado si me amaba, ahora estaba recibiendo la respuesta: sencillamente se dirigió a Vampiro, le habló en todo tranquilizador y le envolvió con premura pero con sumo cuidado en una manta.
—¡Rápido! ¡Ve tú delante y trae a Šarac ante la entrada! —me ordenó.
Pasó mucho rato, demasiado, hasta que Dušan por fin apareció en la escalera. Llevaba al enfermo con tanto mimo, que Vampiro, en su inconsciencia febril, despertó incluso antes de ver la luz del día. Dušan se montó a caballo y le sentó ante él en la silla de montar. Luego le tapó la cara con la manta par que estuviera protegido del sol. Lo último que vi de Vampiro fue que estaba completamente tranquilo, esa tranquilidad que tan sólo brinda una profunda inconsciencia.
* * *
Sívac empinó las orejas y de repente salió escopeteado ladrando en dirección a la colina. Corrí en busca de Viento e intenté alcanzar el estribo, pero mi caballo estaba tan nervioso por el alboroto que armaba Sívac que no hacía más que girarse y evitarme. A lo lejos se escucharon voces, en la cercanía algo crujió y una brusca exclamación me sobrecogió.
—¿Qué haces?
—¡Simeón!
Estaba en la ventana de la alcoba de Nema y me miraba fijamente desde sus rojos y trasnochados ojos.
—¡No te lo vas a llevar! —gritó—. ¡No debes abandonar la finca!
—¡Jasna, deprisa! —me advirtió Dušan mirando aterrado hacia la colina.
La mirada de Simeón se clavó en Šarac y en sus dos jinetes. Entonces su boca se abrió de estupefacción. Jamás había visto una expresión tal en el rostro de una persona. No fue únicamente que se hubiera hecho la luz en su mente, sino que ese conocimiento estaba lleno de odio.
—¡Tú no! —exclamó a Dušan y saltó por la ventana—. ¡Tú no vas a tocarle!
—Simeón, nosotros sólo pretendemos ponerle a salvo —dije—. Andelko y…
—¿A salvo? —gruñó Simeón—. ¿Con los ladrones? ¡Ese es uno de los de la banda de Fruška Gora! Reconocería a su caballo en cualquier sitio. ¡Es uno de los hombres de Lazar!
—Pero…, pero si… Kosac fue detenido y ahorcado —tartamudeé.
—¿Y qué? Lazar fue quién nos guió a Jovan y a mí a casa de tu padre —escupió Simeón con desprecio—. ¿Y ahora vienen sus secuaces a cobrárselo con el hijo de Jovan? ¡Oh no! ¡No lo harán!
En ese instante ocurrieron tantas cosas. Desconcertadas, miré a Dušan. Esperaba ver sorpresa en su rostro, un movimiento negativo de cabeza, escuchar una indignada defensa… por lo contrario, vi la cara de una persona a la que habían quitado la última máscara. Se mordía el labio inferior y bajó la mirada.
En su primer momento sólo sentí vacío. El tiempo se convirtió en miel pegajosa y espera. Lo más extraño era que todo a mi alrededor siguió revoloteando, incluso más rápido que antes. Las voces de hombres estaban muy cerca, Simeón venía con largos pasos hacia mí y Šarac echó la cabeza arriba y vi el blanco de sus ojos. Mientras mis pensamientos se agolpaban y me surgían miles de preguntas, había otra parte de mí que me ordenaba con voz sensata hacer lo preciso.
—¡Vete, llévatelo de aquí! —le susurré a Dušan. Él asintió. Sin titubear, apretó a Vampiro contra sí y picó espuelas a Šarac. Simeón levantó la escopeta y apuntó al caballo que se alejaba como el viento. En mi mente ya lo veía caer.
Solté las riendas de Viento y eché a correr. Con todas mis fuerzas embestí a Simeón y los dos caímos. Mientras nos precipitábamos al suelo, me agarré a su brazo. El cañón de la escopeta se alzó y apuntó a las nubes. Un disparo desgarró el aire. Me sentí como si me hubiera dado, tan palpable fue el estallido; un golpe de aire y ruido. Simeón maldecía y me golpeaba, fui lanzada a un lado y aterricé junto a la trampilla del suelo. Al contraluz vi una sombra sobre mí. Me acurruqué, protegiendo la cabeza con mis brazos, y cerré con fuerza los ojos. Luego oí el golpe, pero no fui capaz de sentirlo.
Cuando me atreví a mirar con cautela por entre mis brazos, la sombra seguía ahí, mas no era Simeón, sino Andelko el que se inclinó sobre mí y me puso la mano sobre el hombro.
—¿Te encuentras bien? —preguntó preocupado. Yo me levanté como pude y me encontré en medio de los hombres del pueblo. Sime, Pandur, Manko y algunos más, aproximadamente una docena, se hallaban allí reunidos. Manko llevaba una antorcha, los demás tenían estacas, cruces y ristras de ajo colgadas al cuello. Atrás de todos se apiñaban Olja y otra mujer.
Simeón estaba inconsciente a los pies del rudo carpintero, que seguía sosteniendo el palo en la mano con el que había golpeado al anciano. Yo rogué a Dios que no le hubieran malherido.
Sime le quitó a Simeón la escopeta.
—Parece que hemos llegado justo a tiempo —gruñó—. ¿Quería matarte, mujer?
Moví con fuerza la cabeza negativamente.
—No le hagáis nada. Él… está loco de dolor y de miedo. Un lobo ha matado a nuestra criada Nema y él la estaba velando. Yo le asusté. ¡Ha sido un error!
Andelko frunció la frente. Noté que no me creía ni una sola palabra, pero le agradecí que no dijera nada.
A la velocidad del rayo sopesé lo que debía hacer. Mi cabello, asustado por el disparo, había huido; nadie sabía que yo ya no vivía en la finca, de modo que tenía que hacer mi papel de señora de la casa, y en lo otro…, en Lazar Kosac y en Vampiro, en eso mejor no pensar ahora.
—¿Adónde da esta trampilla? —me preguntó el enterrador.
—Es una estancia de oración —contesté sosegada, y con el mismo sosiego recogí las llaves de Nema del suelo y me las colgué del cinto, como si únicamente se me hubieran soltado—. A menudo los hombres se recogen ahí —les expliqué mientras me sacudía el polvo de la falda—. Durante los días festivos, Danilo cumple ahí con sus oraciones. Yo vine para presentarles mis respetos a los santos y a rezar. Simeón debió oír cómo salía… y… lo cierto es que lleva días viviendo con gran miedo por el lobo y dice incongruencias. Debió de pensar que alguien estaba rondando por la casa.
En silencio recé para que ninguno mirase hacia la contraventana rota. Y mi oración fue atendida.
Andelko se asomó por el hueco.
—¡Dame la antorcha! —le ordenó a Manko, y bajó por la escalera.
Disimuladamente observé a los del pueblo: sus desconfiados y serios rostros estaban marcados por semanas de temor y por la perspectiva de un inminente invierno de hambruna. Ellos evitaban cruzar sus miradas con la mía; tan sólo Olja me miraba fijamente y con hostilidad. Me alegré cuando por fin Andelko volvió a salir a la luz del día.
—Tu suegro era un hombre muy devoto —dijo simplemente y le entregó la antorcha a Manko.
«¡No lo sabe!», pensé con un sentimiento de alivio, que me mareaba. «¡Danilo no le dijo dónde encontrar a su hermano!».
El sacerdote señalo a Simeón, que empezaba a removerse.
—Encerrad a este pobre infeliz hasta que vuelva a estar cuerdo —dijo, bondadoso—. Lo mejor será en una de las torres. Evica, mira dónde han colocado a la difunta y cuida de que no entre ningún animal en la estancia. Y tú, Jasna, llévame a vuestro establo. Tenemos que encontrar la tumba de un vampiro en vuestra finca. Y para ello necesitamos un caballo negro. No una yegua.
—¿Un vampiro? ¿Aquí? —intenté sonar sorprendida—. ¿Y dónde esta mi esposo? —añadí con firmeza—. ¿Por qué no está con vos?
El sacerdote se dirigió a los habitantes del pueblo.
—Adelantaos vosotros. Yo tengo que hablar con Jasna.
Andelko esperó hasta que el grupo se hubo alejado un buen trecho; luego caminamos juntos hacia el establo. Con la mirada recorrí la orilla del bosque y confié en que Dušan cumpliera su palabra y pusiera a Vampiro a salvo.
—Tu esposo está conmigo en la casa parroquial —murmuró el sacerdote—. A salvo, al menos eso espero. Se encuentra bien… bueno, excepto por el hecho de que no le han tratado con guantes de seda precisamente —suspiró y movió la cabeza negativamente—. La gente le odia. Pero tal vez eso cambie si encontramos de una vez el vampiro.
—¿De verdad le ha hablado de un vampiro? —le pregunté.
Andelko sacudió la cabeza.
—Directamente no. Debe ser un gran secreto, pero yo sé leer entre líneas y ¡un caballo negro nos mostrará el camino!
Sacaron el caballo negro más joven del establo. Su pelaje estaba sucio y su crin despeinada; hacía mucho tiempo que nadie se ocupaba de él. No se me escapó la mirada de repugnancia de Olja al ver la vajilla rota en el patio y el establo de las gallinas vacío. Se encendieron más antorchas y se las repartieron, mientras yo le colocaba al caballo la cabezada y le entregada las riendas a Andelko. El sacerdote estaba nervioso, su inquieta mirada se deslizaba hacia la colina y al bosque.
—Vamos —murmuró.
Condujo al joven caballo patio a través y a lo largo de la muralla. Los hombres y Olja nos siguieron a cierta distancia. Podía sentir las miradas en mi nuca. Me parecía estar interpretando un papel en una pieza de comediante: la señora de la finca, que hacía tiempo que ya no lo era. «¿Y yo quien soy? ¿La amante de un ladrón y un mentiroso?», pensé con amargura.
Intenté mantener la calma y me obligué a seguir caminando con la cabeza alta al lado de Andelko.
El sacerdote condujo al caballo alrededor de la torre negra, pasando por delante de mi antigua torre, y desde allí por encima de la colina. La tumba de Jovan aún estaba abierta, pero el animal no se desbocó ni siquiera en su cercanía.
El sol de octubre había perdido ya su fuerza y un frío viento avivaba el fuego de las antorchas. Tras una hora, el caballo seguía sin encontrar nada. El mal ambiente se extendió entre los presentes.
—¿Y si no hay ningún vampiro, qué? —exclamó Pandur—. ¿Dónde buscaremos entonces? A lo mejor el dhampiro te ha tomado el pelo a propósito, patriarca…
Andelko tenía pinta de estar a punto de soltar algún juramento, pero tan sólo movió la cabeza y tiró porfiando de las riendas. El caballo estaba aburrido, bajó la cabeza e intentó arrancar una bocanada de hierba que asomaba entre dos montones de nieve. El sacerdote le puso la mano derecha sobre la cruz del tiro y con la izquierda estiró con todas sus fuerzas del estribo. Luego lo condujo colina abajo, hacia el camino que yo solía tomar para ir al pueblo.
—¡Tal vez a orillas del bosque…! —exclamó sin entusiasmo un hombre desde atrás.
En ese instante el caballo relinchó, se empinó sobre las patas traseras y dio un salto lateral. El sacerdote gritó de susto, soltó la cruz del caballo y las riendas, y el animal salió dando brincos. Mientras Olja aún miraba perpleja tras el caballo, Andelko se giró con una sonrisa triunfal hacia los habitantes del pueblo y señalo el lugar en el que hacía más de medio año yo había cortado los tulipanes dorados.
—¡Cavad aquí! —ordenó.
No sé qué me pasó por la cabeza durante la siguiente hora. Los hombres trabajaron duro y sudaron, mientras paletada a paletada iban abriendo malhumorados la arcillosa tierra. Durante ese tiempo yo fui parte del grupo. Estaba igual de tensa y, sin saber que hacer, permanecí gélida junto al hoyo. Las miradas iban y venían, se murmuraban oraciones y durante todo ese rato me estuve preguntando, con un mal presentimiento, qué más me habrían ocultado Jovan y Danilo.
—Aquí hay algo —dijo el enterrador Manko golpeando con la pala contra algo de madera en el fondo del hoyo.
Conteniendo la respiración, los que estábamos alrededor observamos cómo poco a poco Manko y el carpintero dejaban a la vista una caja. Era negra, como el roble de los pantanos, pero ni mucho menos tan dura. Cuando uno de los hombres la golpeó con la pala, se rompió un trozo. Con un grito, el grupo retrocedió a una y luego se atrevió a volver lentamente. Todos lo vimos: el sol caía sobre una delicada mano blanco como la nieve, con dedos puntiagudos; en uno de ellos había un anillo ennegrecido. «¡No se quemó!», me pasó por la cabeza. ¿Pero por qué me había dicho eso Danilo?
—¡Jesús santo! —chilló Olja.
También los hombres gritaron como locos. Tiraron las palas, treparon de la fosa y corrieron junto a los demás.
—¿Qué pasa? —gritó Andelko con voz de trueno—. ¡Ahora no es el momento para la cobardía! —pasó por delante del robusto carpintero y recogió con gesto exagerado la pala del suelo, dando a entender su desprecio por el miedo de Sime.
Caminó sin temor alguno hacia la tumba y, para la estupefacción de los presentes, saltó al hoyo donde un escalón en la tierra le brindó suficiente apoyo. Con movimientos decididos y enérgicos, fue levantando la madera con la pala, trozo a trozo. Una segunda mano quedó a la vista en el ataúd, un vestido de antaño debió de ser blanco pero que ahora había tomado un tono grisáceo. Cuando ya sólo quedaba oculta la cara, Andelko tiró la pala agarró con ambas manos el último trozo de madera de la tapa de ataúd y lo arrancó con todas sus fuerzas. Olja saltó gritando a un lado al ver que la madera volaba directamente hacia ella. Luego, ella también enmudeció.
Saniye había destacado por su gran belleza. Sí bien su hijo menor estaba desfigurado, a ella el sol le había ocasionado muchos menos daños. La cara parecía una máscara de cera, el tiempo no había dañado sus rasgos. En la armoniosa curva de sus cejas y en el serio gesto alrededor de su boca se intuía orgullo. El cabello negro le caía a ambos lados, un colgante en forma de tulipán adornaba su frente. Junto a su cabeza había una estatuilla de barro con forma de niño. A las recién paridas y a las madres jóvenes que morían prematuramente, se les colocaban estatuillas de sus hijos en los ataúdes para que las consolaran y no se les pasara por la cabeza volver por ellos. Sentí alivio al ver que sólo había una estatuilla.
Todavía hoy me sorprende no haber tiritado de miedo como los demás habitantes del pueblo, pero es que sólo pude acordarme del caso del que me habló Tramner sobre el muerto de la mina alemana. Tenía que ser el agua manantial combinado con el suelo tan arcilloso lo que impedía que la carne se pudiera en las fosas. Andelko se irguió y se limpió la cara. Los otros habían sudado como toros, pero sobre su frente no brillaba ni una sola gota de sudor.
—¡La turca! —gritó Olja—. ¡La bruja! ¡Ella mató a mi hermana! ¡Y esa lo sabía y se lo ha callado! ¡Ella también es uno de ellos!
Su dedo índice señaló en mi dirección. Todas las miradas estaban puestas en mi. Los puños se apretaron alrededor de las estacas de espino blanco. Andelko no dijo nada. ¡No decía ni una palabra!
—¡Yo no lo sabía! —me defendí—. ¿Habría venido con vosotros si así fuera? ¡Olja, tú me conoces! ¡Yo no soy ningún vampiro!
—Ella llevó esa hierba turca a la iglesia —se animaba Olja—, pero Milutin era listo. ¡Ya sabía él por qué no la dejó entrar en la iglesia! Él nos los dijo: ¡si se es demasiado confiado, se le da entrada al mal! ¡Por eso ella le estranguló!
—Mi esposa tuvo miedo de ella hasta su último aliento —gruñó Sime.
—¡Eso no es verdad! —grité indignada.
En busca de ayuda, me giré hacia Andelko. El sacerdote se frotaba las manos, con la mirada perdida. El ambiente amenazaba con dar un vuelco, eso lo sabíamos los dos, y él parecía estar pensando qué hacer.
—¡Branka también murió por su culpa! —siguió Olja—. ¡Dijiste que ibas a ir a visitarla y vaya si lo hiciste! ¡Entraste por la ventana por la noche y la estrangulaste!
—¡No! —grité.
Pandur me miraba con malas intenciones. Al ver la imagen de Saniye no me había asustado, pero ahora estaba aprendiendo lo que era tener un miedo de muerte.
—¡No soy ningún monstruo! —aseguré—. Y la mujer de la tumba tampoco lo es. Es tan sólo un cuerpo. ¡Una funda que se ha conservado!
Un siseo de una docena de bocas fue la respuesta.
—¡Bajad las estacas! —dijo Andelko con serenidad, y vino hacia mí—. ¿Vosotros creéis que ella es un vampiro? Bueno, en una cosa tenéis razón: existen los vampiros muertos y también los vivos. Pero ante estos hay que comprobarlo exhaustivamente para no matar a un inocente. ¡Olja, extiende la mano!
Yo entendí y suspiré aliviada. La hermana de Zvonka se quedó blanca, pero obedeció. Andelko se quitó su cruz y la apretó contra su mano.
—¡Nada! —exclamó—. Si ella fuera una de ellos, habría gritado de dolor. Jasna, ¿te someterás tú al mismo examen?
Yo asentí con demasiado entusiasmo. Me temblaban las piernas, pero di un paso al frente. Andelko se giró hacia mí y me sonrió para tranquilizarme.
—¡No te muevas! —murmuró en tono de advertencia. Yo asentí levemente y extendí mi mano temblorosa. Suavemente me cogió con la mano derecha la muñeca y con la izquierda alzó su cruz al aire. Entonces la bajó sobre la palma de mi mano.
El dolor fluyo con tal fuerza en mi antebrazo que de mi boca salió un grito antes de que mi mente lo comprendiera. Retiré mi brazo al sacerdote, me agarré la muñeca y retrocedí, tropezando. No era la palma de mi mano la que ardía, sino el lugar en el que su mano derecha había apretado con fuerza… en el mismo instante en que la cruz había tocado mi piel. En la parte anterior de mi brazo había una herida de un pinchazo casi invisible que ardía más que miles de picotazos de ortigas. Pero ni mucho menos era tan doloroso como aquella traición.
—¡Tiene una espina en la mano! —grité—. ¡Es un fraude! ¡Sabía desde el principio dónde estaba la tumba! ¡También con la espina ha hecho que el caballo se asustara!
Los habitantes del pueblo no me contestaron, dudo que ni siquiera me escucharan. Únicamente miraban concentrados a Andelko. Este se volvió a colgar la cruz al cuello sin concederme ni una mirada.
—Mira por dónde… teníais razón —concluyó en tono seco—. ¡Atadla!