Me avergonzaba por haberme deshecho en llanto en presencia del sacerdote. Pero ahora, en el camino de vuelta, me avergonzaba aún más porque las lágrimas de dolor por mi padre se hubieran secado tan pronto. Lo que de verdad me había conmovido era el inmenso cariño y la preocupación que sentía por Bela.
Había comenzado a nevar de nuevo. Los últimos rayos de luz se habían despedido y las sombras habían tomado el grisáceo brillo del crepúsculo. En mi trayecto de regreso a la cabaña de los balseros fui girándome una y otra vez porque me parecía oír crujidos y pasos. Las palabras de Tramner no habían sido menos desconcertantes que la sospecha de Andelko de que Milutin hubiera sido un hombre lobo. En el cruce de caminos recogí una rama del suelo que bien podría servirme de garrote y saqué el cuchillo de Dušan. La imagen de la brillante cuchilla de hierro me tranquilizó un poco. Continué apresurada, intentando no hacer demasiado ruido. Y no me equivoqué: oí crujidos entre las malezas. Seguramente era algo inofensivo, un zorro o algún otro animal, pero aun así eché a correr lo más veloz que pude, mientras en silencio maldecía a Dušan por haberme dejado sola en el pueblo.
Cuando divisé las cabañas, mis pulmones estaban a punto de estallar de la carrera y mis piernas, que no estaban acostumbradas a tanto movimiento, me dolían. Aliviada tiré el palo al Morava. Aunque de eso me arrepentí enseguida, porque detrás de las cabañas estaba ocurriendo algo extraño: había un griterío y sonó un golpe seco, pisadas de caballos y relinchos. «¡Simeón ha descubierto dónde estoy y quiere llevarme de vuelta!», fue mi primer pensamiento. Eso me hizo titubear, pero después agarré con más fuerza el cuchillo y volé hasta la parte trasera de las cabañas.
¡A la sombra de la cabaña, Dušan se estaba peleando con un tipo que yo no había visto antes! Era dos veces más ancho que Dušan, su largo cabello estaba atado con una cinta de cuero formando una coleta. El hacha de Dušan estaba tirada en el suelo, el forastero debió golpeársela de la mano, y ahora luchaban cuerpo a cuerpo con los puños. No muy lejos de ellos estaba Viento tirando de una cuerda que otro hombre, de cabello rojo, agarraba con fuerza. ¡Stasko el loco!
—¡Eh! —le grité.
Los ojos de Stasko se abrieron como platos al verme ir hacia él cuchillo en mano. Lanzó un grito agudo e, increíblemente, soltó la cuerda y puso pies en polvorosa. Viento se desbocó, se le cayó la silla de montar y huyó al galope con las riendas sueltas al viento. Un nuevo golpe seco hizo que me girara. Dušan se encogió y cayó al suelo.
—¡Bastardo! —siseó entre dientes.
No supe de dónde saqué el valor. Tan sólo vi que el tipo volvía a coger impulso y que Dušan estaba demasiado aturdido como para defenderse. ¡Le rompería el cráneo! Ya había cogido los arreos del suelo y corriendo cogí impulso con ella. La embocadura de hierro voló como un arma y se estrelló contra la sien del hombre. Este gimió y se tambaleó. Luego, se detuvo con las piernas abiertas y agitó aturdido la cabeza como un oso. Lleno de odio se me quedó mirando.
—¡Hembra asquerosa! —rugió.
—¡Lárgate! —grité levantando el cuchillo.
—¡Déjala en paz! —le advirtió Dušan.
El tipo estrechó los ojos y su cara se llenó con una sonrisa.
—¿Tú no eres la de Las Tres Torres? —dijo y añadió dirigiéndose a Dušan—: Vaya, conque así va el negocio ahora. ¡Por qué no sólo robar el caballo, si también puedes tener a la señora de la finca!
Su risa atronadora me puso aún más furiosa.
—¡Él no lo ha robado, el caballo es mío! ¡Tú eres el maldito ladrón! —grité—. ¡Y si tú y el ladrón de amigo que tienes volvéis a acercaros a nosotros, será vuestro último día!
De reojo vi que Dušan se levantaba y la hoja de su hacha destelló a mi lado. Codo con codo nos plantamos ante ese hombre.
—¡Venga, lárgate de una vez de aquí, Mirko! —dijo Dušan.
La mirada del rudo individuo iba del hacha al cuchillo, de un lado a otro, hasta que sus puños se relajaron y su sonrisa se volvió aún más mezquina. Escupió con aire despectivo y retrocedió un par de pasos, como alguien que se da por vencido.
—¿Conque tu caballo, eh? —preguntó dirigiéndose a mí—. ¿Estás segura, fierecilla? ¿No será más bien que os estáis repartiendo el botín?
Respirando con fuerza nos quedamos mirándole huir hasta que desapareció entre los arbustos. Entonces el hacha de Dušan cayó. Me guardé el cuchillo y le miré desconcertada.
—Espero que Viento no haya regresado a las torres —dije pensativa—. Conocías a ese tipo, así que debe de ser uno de los errantes. ¿No se habían ido? ¿Te has peleado más veces con él?
Dušan no contestó y justo en ese momento me saltó algo a la vista en esa silla de montar que había caída. No era la de Viento, sino la que encontré a mi llegada colgando de un clavo. En aquel instante y con la fiebre, no me di cuenta de lo mucho que se parecía a la de Viento. Y entonces descubrí una mancha oscura en la correa de cuero del cuello: Era una gota de sangre seca, de hace mucho.
El amor nos ciega y nos duelen los ojos cuando de repente volvemos a ver la luz. Me sentí como si alguien hubiera abierto de golpe la puerta al cuarto secreto de Dušan y lo que ahí salió a relucir ya no tenía nada del resplandor de sus historias.
—¡Eres uno de los ladrones que robaron las yeguas de Jovan! —conseguí decir con dificultad.
Dušan estaba de pie con los brazos caídos, la sangre fluía de una herida bajo su ojo izquierdo, pero no sentí ni una pizca de compasión.
—¡Eres un ladrón! ¡Y efectivamente fue cosa de los errantes! ¿Por eso ibas tantas veces a rondar por la finca? ¿A ver lo que había allí para robar?
—Nosotros no somos errantes… No somos gitanos, si te refieres a eso —me contestó Dušan—. Los gitanos son gente honrada. En cambio la banda de Mirko se compone de un puñado de ladrones, de proscritos, de canallas, de tipos que huyeron de los calabozos, como yo.
—¿Tú robaste las yeguas?
Escupió en el suelo.
—Ayudé a Mirko a hacerlo. Estuve espiando la finca.
Hubiera esperado arrepentimiento en él, explicaciones, promesas, pero sólo había una fría altivez, que hacía hervir la ira en mi interior.
—Todo el mundo tiene un precio, ¿verdad? —le recriminé—. ¡Al menos ahora sé que esta mañana estabas hablando de ti!
—El robo no cayó sobre un inocente —respondió Dušan—. Más bien fue un ajuste de cuentas, pendientes desde hace tiempo. Jovan hizo negocios con Mirko y se lo debía. Incluso los ladrones, a veces, no son más que otra especie de comerciantes. Y ya sabes que tu suegro rara vez saldaba sus cuentas. La madre de Anica murió sin que nunca recibiera el dinero prometido por el casamiento de su hija con Luka. Los sirvientes del pueblo aún están esperando recibir el sueldo de los últimos meses. Puedes creerme si te digo que tu generoso Jovan no era menos codicioso que nosotros.
Jovan. Cuando pronunció su nombre, me sobresalté. Irremediablemente vi el ataúd abierto ante mí.
—Tú… estuviste por ahí la noche en que murió Jovan —dije apenas audible—. Te estuviste peleando con alguien. ¿Le… mataste tú?
Dušan me miró tan estupefacto como si le hubiera abofeteado.
—Ya es suficientemente grave que antes fuera un ladrón —dijo ofendido—. Pero peor aún es ver que tú me tomas por un asesino.
—¿Entonces no fuiste tú?
—¡Maldita sea, no! —me gritó—. Aquella noche estuve contigo, ¿o es que ya no te acuerdas? Y si, me peleé, sí, con Mirko. Se negaba a darme mi parte de la venta de las yeguas porque yo quería salirme de la banda.
—¿Por qué no me contaste nada de eso?
—No podía decírtelo.
—Pero sí podías robar a la comunidad familiar a la que yo pertenecía, ¿verdad? —le bufé.
—Así es, Jasna. Ahora ya lo sabes. ¿Y ahora qué? ¿Quieres que vaya corriendo a la iglesia a confesarme? ¿Qué podría yo decirle a Dios? Si Él ya sabe que los humanos son avariciosos y se aferran a la vida. Sabe que prefieren robar antes que morirse de hambre, devotos y libres de pecado. No serás tú quien me juzgue, Jasna. ¡Porque tú no tienes ni idea de lo que es eso! —dijo levantando las manos apretadas en puños con las cicatrices de las ataduras en las muñecas—. Tú no sabes lo que significa que te quiten el honor y la vida. Los únicos que me dieron cobijo cuando me perseguían con perros fueron los hombres de Mirko: Stasko, Zoran, Arnod y los demás. Yo les podía ser útil, así que me enviaban de avanzadilla para espiar dónde merecía la pena robar algo. A personas que tenían un hogar y un cálido fuego. Que pertenecían a una comunidad. Nosotros les quitábamos algo y continuábamos nuestro camino.
Tuve que cerrar los ojos y apretar mis puños contra ellos. En mi cabeza todo daba vueltas y los pensamientos se atropellaban.
—Eres un ladrón —dije más para mi misma que para él.
—Y tú, una adúltera.
—¡Cómo te atreves a compararlo! ¡Es algo completamente diferente! —exclamé.
—Pecado, es pecado, ¿o no? —me respondió con una risa amarga—. No espero que lo entiendas. ¿Cómo ibas a hacerlo? Eres pobre, pero tú siempre has tenido un techo sobre la cabeza. Cuando los habitantes del pueblo te echaron, ¿cómo te sentiste? Pues yo he tenido que vivir eso más de una vez a lo largo de mi vida. Tú no sabes lo que es estar realmente sin patria. La primera vez que nos vimos, ¿te sorprendió verme sentado bajo el árbol del ahorcado? Yo no le tengo miedo a eso. Es la única patria que tengo asegurada.
—Y ahora es cuando debería sentir lástima por ti, ¿no? —dije con un desprecio apenas disimulado—. No sé si recibiste tu parte en el botín. Por si acaso, toma, aquí tienes al menos los arreos que pertenecieron a Jovan.
Le tiré la silla a los pies.
Dušan se mordió el labio inferior y me miró a los ojos.
—Ya no estoy con ellos —dijo con voz tranquila.
—Qué pena —le bufé—. ¡Alguien como tú se aburrirá llevando una vida de leñador! ¿Cuánto tiempo vas a soportar una vida honrada? ¿Un invierno?
—¡Bruja! —siseó.
—¡Ladrón! —le respondí.
Dušan se cruzó de brazos. La ira brotaba incluso en su mirada y tuve la impresión de que había metido los puños bajo las axilas para no cogerme por los hombros y zarandearme.
—Efectivamente soñé con ello —dijo en voz baja—. Ser un leñador. Tener una cabaña. Unos ingresos. Tal vez… una mujer. Pero incluso esa a la que quiero se la tuve que robar a otro. Así son las cosas del amor. No sobreviven ante el peso de la realidad —su rostro mostró aún más rechazo—. Si eres lista volverás al lugar donde tu vida es tan buena. De todos modos, tu caballo ya estará allí.
En el mundo que yo había conocido hasta entonces, las mujeres no pegaban a los hombres. Pues bien, yo ya debía de vivir en otro mundo, porque cogí impulso y le pegué tan fuerte como pude. Dušan se quedó demasiado sorprendido como para defenderse. Soltó un grito de dolor cuando rocé su herida y saltó hacia atrás.
—¡Y por ti me he arriesgado a que ese monstruo de Mirko me mate! —le grité.
Luego, me di media vuelta y corrí hacia el rio.
* * *
Precisé de un buen rato hasta que mi respiración se calmara y mi ira dejara de desbordarme. El frío viento que venía desde el Morava y me aireaba el cabello me sentó bien. Mi mano ardía y en los dedos aún tenía la sangre de la herida de Dušan. ¡El golpe había sido considerable!, y aún estaba lo suficientemente furiosa para regodearme por ello. El Morava llevaba mucha agua, espumeaba y ronroneaba. Caminé hasta el embarcadero. El frío entumecía el ardor de mis nudillos y tuvo el efecto de serenarme. En la mano izquierda seguía agarrando el cuchillo con el mango de fresno. Oí que Dušan echaba su hacha sobre el carro y arreaba a Šarac con un chasquido. El carro se alejó traqueteando. Yo no volví la mirada y estaba segura de que tampoco Dušan se giraría al dejar atrás la cabaña de los balseros.
Un resoplido me sacó de mis pensamientos. Al mirar hacia atrás, descubrí a Viento. Su negro pelaje era como una sombra sobre el prado de la ribera del río en la oscuridad del anochecer, ¡pero realmente estaba allí! Y cuando lo llamé, alzó las orejas y vino con la cuerda a rastras trotando hacia mí.
—Y yo que creía que habías vuelto —murmuré.
Cariñosa, le acaricié la cabeza y le peiné la crin. Él me pasó el hocico por los hombros y me resopló en la nuca. La similitud con la afectuosidad de Negro me hizo sonreír a pesar de todo. En un abrir y cerrar de ojos volvió el recuerdo: mi pobre padre, las manos de Bela, el olor de la estancia principal y el aroma de hojas de tilo. En ese instante comprendí lo que también podía ser patria: un recuerdo. El cobijo de volver a un hogar que reconoces. Un caballo que regresaba confiado después de haberse escapado. La leña que se atiza en una estufa para que dé calor. Alguien que me dio un cuchillo y me contaba historias cuando estuve con fiebre, alguien que temía más perder mi amor que abandonar a sus compinches delincuentes. «Todas las personas son pecadoras», retumbaron las palabras de Andelko en mis oídos.
* * *
A pesar de que ya había oscurecido, no me fue muy difícil seguir las huellas de Dušan. Las ruedas del carro habían dejado profundas sendas tanto en la nieve como en el barro e incluso Viento parecía saber dónde estaba Šarac y galopaba tras él. No tarde en vislumbrar el carro que Dušan conducía hacia la orilla del bosque. Poco antes de llegar a las malezas, lo detuvo y saltó de él para guiar a Šarac. Entonces escuchó los cascos de Viento y se giró abruptamente.
—¡Jasna…! —exclamó sorprendido.
No llegó a decir nada más. Me deslicé de la grupa de Viento y Dušan me recogió y me abrazó otra vez con tanta fuerza que me dejó sin respiración.
—Si tienes algo más que decirme, déjalo por favor. Únicamente soporto una limitada cantidad de malas noticias por día. Y hoy ya han sido suficientes. Mi suegro es un vampiro y he recibido la noticia de que mi padre lleva muerto medio año.
—¿Qué? Tu padre… —susurró.
—Y tengo que decirte algo más.
—Pero cómo…
—Te guste o no: voy a seguir tu consejo y volver con mi marido, pero no para quedarme, sino para hablar con él. Creo que Nema es musulmana. Y cuando… todo esto de Jovan y los demás haya acabado, intentaré que declaren mi matrimonio nulo. Entonces habrá llegado tu tumo de elegir: vuelve con los ladrones y te habrás librado de mi. ¡Porque ni en sueños pienso tener a un ladrón por marido!
Dušan me apretó aún más fuerte contra sí. Sentí sus labios en mi cuello; luego, cogió mi cara en sus manos y me besó. Su boca era cálida y su beso fogoso y tierno a la vez y por un momento me transportó muy lejos. No abrí los ojos cuando Dušan me contestó con una sonrisa en la voz:
—¡En ese caso no tengo elección, espinita mía!
* * *
Sorprendentemente la cabaña de leñadores no estaba tan alejada del rio como yo había supuesto. Bajita y diminuta, se apretujaba en un claro entre dos abetos. Su tejado estaba cubierto de tierra y el musgo se extendía sobre él. No ofrecía la seguridad de las vistas abiertas y de la orilla de un río, y el recuerdo del lobo me preocupó por un instante. En su interior olía a abeto y resina y cuando Dušan y yo nos acurrucamos juntos aquella noche sobre el lecho, oímos el arañar de pequeñas uñas en las paredes. Nos acostamos con las cautelosas caricias de dos amantes que aún tienen que conocerse. Y aunque no podía ver a Dušan porque en aquella cabaña había más oscuridad que en el rio en la noche más negra, percibí una cosa con total claridad: el brillo de sus historias me bastaba.