Supe que algo fuera de lo normal había ocurrido en cuanto vi que Dušan regresaba habiendo transcurrido tan sólo una hora desde que se marchara cabalgando por la mañana. Yo estaba fregando la olla de la sopa en el gélido río, pero al ver a Šarac acercarse con su jinete a toda velocidad, solté la olla sin más sobre el medio inundado muelle y volví a la cabaña corriendo.
—¿Por qué has vuelto tan pronto? —pregunté a Dušan.
—No es un buen día para hacer negocios —me contestó saltando del caballo.
—¿Por qué no?
Dušan dudó si contestarme o no.
—¿Ha ocurrido algo en el pueblo? —seguí preguntando—. ¡Venga, dilo ya!
—Han llegado los austríacos —respondió malhumorado—. Y el hadnack ha ordenado que desentierren a los muertos…
Mis manos ya estaban entumecidas por el agua helada, pero de golpe el frío se apoderó de todo mi ser. Crucé los brazos y me armé de valor para lo que iba a oír después.
—¿A qué muertos están desenterrando?
Dušan enganchó su pulgar en el fajín y clavó su mirada en la nieve.
—A Vukovic —dijo finalmente—. Esta mañana un par de hombres fueron a recoger su ataúd. Y los demás, los que murieron después, también van a ser examinados.
Tuve que cerrar los ojos por unos momentos. Había olvidado lo pesada que había sido la carga que tuve que soportar en la finca, hasta ahora, que volvía a posarse sobre mis hombros. Nada hubiera deseado más que hacer como si las torres ya no fueran asunto mío, pero naturalmente eso era imposible. Tenía que ir a ver al patriarca recién llegado.
—¡Tengo que ir inmediatamente al pueblo! —dije atándome el pañuelo a la cabeza.
Dušan me observaba con los ojos estrechos.
—¿Por qué quieres ir con tanta urgencia?
—Si han llegado los austríacos, también habrá venido un patriarca. Tengo que hablar con él.
—¿Por qué?
—Porque tengo que contarle lo del lobo. Si el pueblo aún está en peligro…
—¿Qué te importa a ti el pueblo? —Dušan escupió y apoyó el codo sobre la montura—. No te han tratado bien, ¿verdad? Y peor aún la gente de las torres.
—¿Qué quieres decir con eso? —repliqué igual de enfadada que él.
—Solo ato cabos. ¿O acaso quieres hacerme creer que huiste porque todos eran muy amables contigo?
—No sé qué te pasa —dije poniéndome a la defensiva—, pero yo me voy al cementerio. No es necesario que vengas conmigo si no quieres —eché a correr a la parte trasera de la cabaña y ya estaba cogiendo los arreos de Viento cuando unas pisadas de caballo me hicieron girarme.
—¡Eh! —Dušan había vuelto a montar sobre la grupa de Šarac y me ofrecía su mano—. Te llevaré —dijo malhumorado—. ¡Venga, sube!
Aunque estaba enfadada con él, no quería perder tiempo. Así que cogí la mano de Dušan y dejé que me subiera al caballo.
La nieve volaba a nuestro alrededor cuando pasamos por delante del árbol del ahorcado. Esta vez el camino no llevaba al pueblo, sino campo a través hacia el vallado camposanto sobre la colina. En cuanto quedó a la vista, Dušan detuvo a su caballo bayo.
—El resto lo haces a pie. Y sin mi —me agarró el antebrazo y no tuve más remedio que desmontar.
—¿Qué diablos pasa contigo? —le regañé.
Dušan estaba pálido y sujetaba las riendas de Šarac demasiado tensas.
—Con lo importantes que son los del pueblo para ti, seguro que no querrás ser vista con el errante. Además, imagino que te encontrarás con tu marido.
Con el susto que me había llevado al oír el informe de Dušan, no había caído en que Danilo también habría ido al cementerio. Era más que probable.
—¡Y qué! —respondí—. Pues veré a mi marido, ¿qué tiene de malo?
—¿Te estás escuchando? —me bufó Dušan—. Aún sigues diciendo «mi marido» como si no lo hubieras abandonado y continuaras perteneciendo a esa familia. Y mírate: en cuanto has sido capaz de ponerte en pie, sólo te has preocupado de los tuyos.
—¡Ya no son los míos!
—¿Estás segura? Cuando vuelvas a ver a Danilo… —Dušan enmudeció abruptamente.
Y por fin comprendí lo que de verdad le preocupaba.
—¿Piensas que voy a volver con él?
—Bueno, ahora ya sabes lo que te espera conmigo —dijo Dušan tenso—. Un par de besos y de noches bonitas…, pero eso también pierde su esplendor cuando el día a día se vuelve duro. Y la vida de los errantes es dura, Jasna. El invierno ni siquiera ha empezado aún. Tal vez el precio que debes pagar por tener un hogar cálido y una gran finca ya no te parezca tan alto.
«Si tú supieras lo alto que es ese precio», pensé.
—En ese caso está claro que no me conoces mucho mejor que yo a ti —le contesté con frialdad—. ¿O piensas que me dejaré comprar?
—Todo se puede comprar —fue su seca respuesta—. Todo y todos.
Era el otro Dušan. Uno al que me hubiera gustado abofetear de buen grado por sus palabras cínicas e hirientes.
—Vaya, de modo que piensas que soy capaz de meterme en cualquier cama y que beso a cualquier hombre, ¿no? —le grité—. ¿Por quién me has tomado? ¿Por una puta? ¡Cuántas veces te he dicho que yo ya he tomado mi decisión!
—Tener que huir es algo muy distinto a decidir —me contradijo Dušan—. Cuando se toma una decisión, uno elige. ¿Pudiste elegir tú?
Eso ya fue demasiado.
—¡Vete al infierno, Dušan! —le bufé—. ¡Date un baño en el gélido río a ver si se te refresca un poco esa maldita cabezota!
—Y tú vete con tu comunidad familiar —dijo con una sonrisa amarga—. Espero que encuentres el camino a pie.
No apunté demasiado bien y la bola de nieve pasó de largo de Šarac por un buen trozo. Juré y maldije mientras miraba irse a Dušan, pero pronto la rabia y el enfado dieron paso a un profundo decaimiento. ¿Tenemos siempre elección? También esas habían sido las palabras de Anica. Intentaba convencerme a mí misma de que Dušan no estaba en lo cierto, pero tuve que reconocer que al menos él se había dado cuenta de una cosa: fui a buscarle porque tuve que huir. Y lo quisiera o no, el destino que sufriera Danilo y los demás no me dejaba indiferente en absoluto, por mucho que lo deseara.
* * *
La ladera del cementerio era un campo blanco a través del cual cruzaba un sendero embarrado hasta el portón de entrada. No pensaba que me fuera a costar tanto atreverme a cruzar por ese portón. Fue como si tiraran de mí para que regresara a mi antigua vida. Con la imagen de las tumbas levantadas, igual que heridas negras en la nieve, volvieron también el miedo y los horribles recuerdos. Y a pesar de que sabía que era mejor no dejarme ver con Dušan, me sentí furiosa y decepcionada porque él me había dejado sola.
Era un camposanto bien cuidado. Muchas tumbas estaban adornadas con flores o rodeadas de boj, las cruces negras se alzaban de la nieve. Los habitantes del pueblo se agrupaban a cierta distancia. El más anciano del pueblo, Pandur, estaba delante con algunos oficiales y con un enjuto sacerdote que observaba cómo Manko y el carpintero Sime sacaban un ataúd de la tumba. Ese patriarca no podía ser más opuesto al robusto Milutin. Tenía los hombros caídos, lo que resultaba extraño en un hombre tan alto, y sus rasgos faciales los tapaba una poblada barba de color castaño con canas.
Todavía no me había descubierto nadie; todos los ojos estaban pendientes del acontecimiento. Estiré el cuello y con inquietud busqué a Danilo o a Simeón con la mirada. Me daba mucho apuro encontrarme con ellos. Sobre todo temía a Simeón. ¿Y si intentaba llevarme a la fuerza de nuevo a la finca?
Me mantuve en la parte de atrás y observé uno a uno a los visitantes, pero para mi tranquilidad no descubrí a nadie de mi comunidad familiar. Sin embargo, sí vi una cara conocida. ¡Anica! También ese día se mantenía un poco apartada, una solitaria figura cuya humilde falda se inflaba con el viento. Es sorprendente lo mucho que puede cambiar la imagen que uno tiene de una persona con las propias vivencias. Aunque seguía furiosa con Dušan, ahora comprendía de todo corazón el amor que sentía Anica por Danilo, su desesperación y hasta su orgullo. Y por fin era capaz de reconocer lo mucho que me alegraba de volver a verla.
La gente empezó a darse con el codo unos a otros y chistaban, igual que la nieve chisporrotea sobre las ascuas. También el sacerdote se percató de la inquietud y buscó el origen. Le saludé asintiendo con amabilidad hacia él. Pretendía seguir mi camino rápidamente hacia Anica cuando en el grupo de los soldados reconocí al médico Tramner. Nuestras miradas se cruzaron al mismo tiempo y me sorprendió ver en su rostro un destello de alegría.
—¡Vaya, pero si es Jasna Vukovic! —exclamó dirigiéndose hacia mí en su idioma—. Te estaba esperando. ¿Y dónde está tu marido?
Me sentí demasiado atropellada como para no contestar.
—En las torres —contesté con timidez.
Cuando me escucharon hablar en un idioma extranjero, la gente me miró de forma aún más hostil. E incluso Anica parecía todo, menos contenta de verme.
—¿Qué haces, por qué te acercas a mí? —me susurró en cuanto la gente se cansó de dislocarse los cuellos mirando hacia nosotras.
—Quería preguntarte cómo está Danilo —contesté igual de bajo.
—Eso lo sabrás mejor tú que yo —murmuró—. Hace semanas que no lo veo. No sé cómo lo has conseguido, pero efectivamente le mantienes lejos de mí.
¡De modo que Anica pensaba que yo seguía viviendo en la finca! Y si lo pensaba ella, los habitantes del pueblo tampoco sabrían nada de mi huida. Obviamente ni a Simeón ni a Danilo les interesaba que se corriera la voz. Y también significaba que Danilo iba en serio con sus pretensiones y no le había contado a Anica la verdad.
—¿Has estado en las torres? —murmuré.
Anica resopló.
—Para lo que me sirvió, podía habérmelo ahorrado. ¿Qué estáis haciendo allí? Los caballos están encerrados en el establo y todas las puertas están atrancadas. ¿Os estáis escondiendo tras esos malditos muros? Ni siquiera tú me abriste, y cuando Danilo se asomó a la ventana y me descubrió, cerró de inmediato las contraventanas —el sentimiento de humillación que sonaba en esas palabras me dolió, pero sobre todo me preocupaba lo que estaba oyendo.
Ante mis ojos imaginé cómo Danilo y Simeón habrían discutido, cómo todo se venía abajo y cómo, a pesar de tanta desavenencia, se habían unido para cuidar de Vampiro. Con sólo pensar en lo que harían los habitantes del pueblo si supieran de él, me recorría un gélido escalofrío por la espalda.
—Fíjate a lo que hemos llegado, ahora corro tras tu maldito marido como una gata en celo —añadió Anica en un tono apenas audible—. Seguro que piensas que sólo he venido aquí para verle. Pues te equivocas. Estoy aquí por Milutin. Él siempre fue bueno conmigo.
Cuando puse mi mano sobre su antebrazo, ella se echó atrás. Me acerqué tanto a ella, que seguro que podía sentir mi aliento.
—Anica —susurré—, yo no mantengo a Danilo lejos de ti. Por favor, no se lo digas a nadie, pero… hace semanas que abandoné las torres.
Su cabeza se giró bruscamente hacia mi con los ojos desorbitados.
—¿Qué? Pero dónde…
A modo de advertencia puse el dedo sobre mis labios. Anica iba a decir algo más, pero en ese momento sonó un traqueteo. Todas las cabezas se dirigieron hacia el portón. Me estremecí al ver lo que traían en la carreta de difuntos tirada por una mula: el ataúd de Jovan. Anica me cogió con mano firme de la cintura y yo se lo agradecí infinitamente.
—Vamos —dijo en voz baja cuando Pandur me llamó con un gesto de mano—. Sea lo que sea lo que haya pasado, hoy tienes que acompañar a tu suegro.
Titubeante, me acerqué a la carreta y caminé junto a la mula negra, que se esforzaba por tirar de su carga en el último tramo de la cuesta. Temblaba al pensar que Jovan yacía en esa caja manchada de tierra. «¿Y si de verdad se ha convertido en vampiro?», me vino de repente a la cabeza. «O peor aún: ¿y si tiene el mismo aspecto que Marja y su hijo menor?».
Los oficiales y el hadnack me miraron con curiosidad. A su lado había un tamborilero rubio y pálido con la piel como la leche aguada. Obviamente se sentía muy mal. También el doctor Tramner parecía afectado. Al menos inspiró profundamente cuando el ataúd fue bajado de la carreta y lo depositaron ante él.
—No es un buen día —murmuró con tristeza—. Tu suegro era un buen hombre, le apreciaba sinceramente. Es deshonroso que importunemos su paz. Jasna, si no quieres verlo, deberías apartarte.
Yo moví la cabeza negativamente.
—Está bien —dijo Tramner, se inclinó hacia mí y murmuró—: Espera a que hayamos terminado el reconocimiento y luego ven a verme. He traído algo de Jagodina que debo entregarte.
—¿De Jagodina? ¿Para mí?
Pero Tramner ya se había apartado de mi. En cambio, el patriarca se me acercó.
—¿Es este el señor de tu casa? —su voz sonaba ruda y profunda y cuando alcé la mirada, contemplé unos bondadosos ojos castaños bajo unas pobladas cejas.
—Sí, eminencia.
Unas amables arruguitas se agrupaban alrededor de los ojos del sacerdote.
—Sé fuerte —me animó—. Yo he visto muchos vampiros y los he destruido. Y si este es uno, le liberaremos. Así encontrará la paz y no seguirá atormentándose.
Su tranquilidad me inspiró tal confianza que incluso fui capaz de esbozar una sonrisa. El ataúd de Jovan fue depositado sobre la nieve.
—¡Ábranlo! —ordenó Tramner.
El hadnack les hizo una señal a Manko y al carpintero, a la que los dos se santiguaron, cogieron sus palas y, haciendo palanca, abrieron la tapa del ataúd.
—¿Andelko? —dijo el hadnack y el sacerdote se acercó.
Yo misma me sujetaba las manos con tanta fuerza que podía sentir cada uno de mis latidos en los dedos. Demasiado bien comprendía al chico tamborilero, cuya palidez había tomado ya un tono verdoso.
Manko apartó con el pie la tapa del ataúd. Traté de ser valiente, pero giré rápidamente la cabeza a otro lado. El olor a planta de regaliz y a tierra putrefacta me produjo náuseas. Oí el grito de horror de los habitantes del pueblo y la oración del sacerdote. Entonces me obligué a mirar yo también.
En un primer instante simplemente me sentí aliviada. Seguía siendo Jovan, pero había algo sospechosamente inusual: parecía bien alimentado, su piel incluso tenía buen color y le había crecido algo de barba. Después de tantas semanas no mostraba ningún signo de descomposición. Entonces también yo tuve miedo.
—¡Vampiro! —siseaban los habitantes del pueblo.
Los austríacos contemplaban el cadáver con una mezcla de duda y asombro.
—Parece que le hayan crecido las uñas —dijo uno de los oficiales—. Y fijaos en la barba. ¡Sigue creciendo!
—Eso no tiene por qué ser milagroso —zanjó Tramner seco—. El pelo y las uñas de los seres humanos tienen su vida propia, igual que el musgo, que sigue creciendo durante un tiempo sobre un tronco muerto —se inclinó hacia delante—. No hay signos de descomposición —dijo a sus acompañantes en un tono puramente objetivo, y metió la mano en el ataúd.
Di un respingo hacia atrás, para no tener que ver nada más. El chico tamborilero tenía náuseas, pero no podía apartar la mirada de la escena.
—Tiene sangre líquida y balsámica en la boca y no muestra rigidez en las articulaciones —comprobó Tramner mientras proseguía sin ningún tipo de emoción con su reconocimiento.
El patriarca observaba al médico con atención. Su mirada no auguraba nada bueno y yo me imaginaba que él ya había emitido su veredicto sobre Jovan. Antes de que Tramner se dirigiera al siguiente ataúd, Andelko les hizo una señal a los del pueblo y de inmediato dos hombres corrieron hacia la casa mortuoria. Poco después volvían con una piel de buey, estacas de espino blanco y un hacha. Así que el final definitivo de Jovan estaba sellado: le echarían la piel de buey por encima para protegerse de las salpicaduras de sangre y, a través del cuero, le clavarían la estaca en el corazón.
Pero el examen de los cadáveres aún no había finalizado. La singular procesión se movió de una tumba a la otra. Un ataúd detrás del otro fue sacado de la tierra, todas y cada una de las nueve personas que habían fallecido desde el entierro de Jovan fueron examinadas.
No fui capaz de mirar a los muertos, pero escuché con atención lo que el médico decía: ninguno de los difuntos mostraba señales de descomposición. Con cada nombre que el hadnack pronunciaba en voz alta para el médico y el escribano, yo me sentía aún más desgraciada.
—Branka, viuda, cincuenta y cinco años de edad. Fallecida hace ocho días, tras una noche de enfermedad.
—Milutin, sacerdote, sesenta y tres años de edad. Fallecido hace cinco días, tras una noche de fiebre.
—Jovica, hajduk de cuarenta y tres años, y su hija menor Ruzica, diecisiete años de edad. Ambos fallecidos hace dos días.
Me giré buscando a Anica con la mirada, pero comprobé decepcionada que ella ya se había marchado del cementerio.
Finalmente, cuando todas las manos ya estaban moradas de frío y los árboles dejaban largas sombras, el médico se irguió y dictó al escribano las últimas frases. Los hombres que portaban las estacas y la piel de buey ya se estaban acercando, cuando de repente Tramner ordenó volver a cerrar todos los ataúdes. Entre el gentío se propagó una exclamación de indignación.
—¿Cómo es posible? —gritó Pandur hacia el patriarca—. ¡Pero si todos son vampiros! ¡Dígaselo a estos señores! ¡No podemos dejar a estos monstruos aquí, sin más! ¡Tenemos que destruirlos de inmediato!
Andelko ya se había acercado y hablaba con Tramner en su idioma; expuso su petición de forma sosegada y clara. Tradujo las palabras de Pandur y añadió con voz tronante: tenemos que empalarlos, cortarles la cabeza y quemar sus cuerpos. Sólo entonces el pueblo volverá a encontrar la paz.
Tramner sacudió la cabeza negativamente.
—Para eso precisaríamos de la aprobación de Belgrado. No hay motivo para decapitar a un muerto que en vida no haya cometido ningún delito. La Justicia es clara: únicamente a los delincuentes se les castiga con la profanación de sus cadáveres. Pero estos eran todos ciudadanos irreprochables.
Al parecer Pandur debió de entender algunas cosas, porque apretó el puño.
—¡Si no se les destruye, tendremos que abandonar el pueblo! —vociferó zarandeando su bastón—. ¡Aquí tenemos a enfermos a los que esos de ahí están torturando! ¡Mi Dajana sigue en cama gimiendo y sufriendo, por el amor de Dios!
Andelko le amonestó para que se controlara y tradujo sus palabras.
—Se requiere una autorización especial de la comandancia superior en Belgrado —explicó Tramner sin inmutarse—. ¡Sin la autorización del príncipe Carlos Alejandro de Württemberg, aquí no se va a decapitar a nadie!
—¡Entonces nos iremos todos! —amenazó Pandur.
Los del pueblo asintieron y repitieron la exclamación; todo el gentío susurraba igual que si fueran un enjambre de abejas.
Tramner era un hombre sereno, pero entonces también a él se le hinchó una vena en la frente.
—¡Redactaré un informe! —tronó en voz tan alta que la gente retrocedió asustada—. ¡Y hasta que yo no reciba respuesta e instrucciones, aquí nadie toca a los muertos!
Al instante se pusieron todos a hablar a la vez. Los habitantes del pueblo estaban indignados y se lamentaban. Pandur hablaba muy nervioso con Tramner para convencerle, pero este le rechazaba con un gesto de la mano.
—Que el hadnack los haga entrar en razón… —gruñó dirigiéndose a los oficiales—. ¡Esta superstición es una verdadera peste!
Con largas zancadas se dirigió a su caballo, atado junto a la casa mortuoria. Yo ya pensaba que me dejaría atrás, pero me indicó con la mano que le siguiera. No habíamos llegado ni al portón cuando el sacerdote ya nos había alcanzado.
—¿Cuánto tiempo tardará en llegar la autorización? —preguntó esforzándose por contenerse.
Tramner se encogió de hombros.
—¿Tres días? ¿Tres semanas? No lo sé.
Andelko suspiró.
—Eso es mucho tiempo —murmuró—. Señor, os lo ruego, haced todo lo posible para que los vampiros puedan ser destruidos.
—Suponiendo que sean vampiros —contestó Tramner.
Chasqueó con la lengua y su caballo se puso en movimiento. Yo me quedé un poco rezagada mientras el sacerdote caminaba al lado del caballo de Tramner intentando todavía convencer al médico.
—¡Cómo es posible que lo dudéis! Si vos mismo lo habéis visto.
—Tal vez sea así, tal vez no, Andelko —respondió el médico en tono cansino—. Por ahora únicamente son cadáveres en circunstancias sospechosas. Habría que llevar a cabo un estudio quirúrgico y averiguar de qué murieron esas personas en realidad. En fin, yo hice un reconocimiento a los enfermos, pero los que fallecieron comieron carne de las ovejas que se encontraron muertas en el prado. Tal vez los lobos no se comieran a los animales porque las ovejas sufrían alguna enfermedad. Posiblemente la carne tuviera algo venenoso. O simplemente es a causa de las extrañas costumbres locales de Cuaresma. Esos alimentos que consumen aquí: ¡caldo de salvado, sopa de manzanas silvestres con vinagre, cebollas crudas, ajos, col con vinagre!… Y luego está el aguardiente, los prolongados ayunos y de nuevo las comilonas entre los días de ayuno… Eso llevaría a la tumba hasta al más fuerte de los ciudadanos de Hamburgo.
—No hay razón para que os burléis de nosotros —dijo el sacerdote muy digno.
—¿Acaso lo hago? —Tramner le miró desde arriba con el ceño fruncido.
No obstante, se detuvo, bajó de su caballo y caminó hombro con hombro con Andelko hacia el pueblo.
—No es mi intención ofender a nadie —dijo como introducción.
Yo aceleré el paso. Milutin seguro que me habría echado de allí, pero el nuevo sacerdote no parecía tener nada en contra de que una mujer se uniera a los hombres.
—Pero Jovan…, él parecía estar… vivo —apunté con firme voz dirigiéndome a Tramner.
—Eso dice más de la naturaleza de la tierra que del propio muerto —contestó—. En mi opinión, el motivo es la humedad. Estos casos existen. En algunos lugares, la tierra contiene una fuerza balsámica, es decir, conservadora. La humedad hace que el cuerpo entre en una fermentación interna; por eso mantiene ese aspecto de frescura durante tanto tiempo. En las minas de las montañas alemanas se han encontrado así cadáveres que llevaban décadas muertos y aun así parecía como si fueran a abrir los ojos de un momento a otro.
El sacerdote se detuvo abruptamente. Hasta entonces se había podido controlar, pero ahora su barbilla temblaba. Era la viva imagen de la indignación.
—¿Cómo podéis creer eso? —gritó con la voz temblorosa de ira—. ¡Sólo Dios decide sobre la benevolencia de la descomposición, no la tierra! —la última palabra la escupió literalmente, y con media voz añadió—: Yo he visto a muchos vampiros… Pensad lo que queráis, pero si no me dejáis llevar a cabo mi cometido a favor de estas almas, yo personalmente ayudaré a esta gente a recoger sus pertenencias y a mudarse de aquí. Porque en verdad no les quedará otra opción.
Sin más palabras, nos dejó plantados y se apresuró con los hombros encogidos hacia el pueblo. Me quedé mirándole con un mal presentimiento. ¡Tenía que ir a hablar con él inmediatamente!
Tramner suspiró.
—Ya lo ves, muchacha. No me lo tomes a mal, pero sois un pueblo muy supersticioso. ¡Y por si fuera poco resulta que ahora también tengo sobre mi conciencia el futuro de este pueblo!
No le contradije. ¡Cómo iba a explicarle que entendía perfectamente los sentimientos del sacerdote y los habitantes del pueblo! Sólo habían pasado unos días desde que yo misma hubiera jurado en mi delirio febril que un vampiro me estaba succionando mi fuerza vital.
—Vos… ¿de verdad que no creéis en vampiros? —pregunté.
—¿Quieres que sea sincero? No.
—¿Pero entonces cómo os explicáis las muertes?
El médico siguió andando lentamente.
—Creo que anda en juego algo muy distinto a los poderes sobrenaturales, Jasna —respondió—. ¡No es más que miedo! Para las personas, es lo más peligroso. Sobre todo en tiempos de epidemias. El miedo, por sí solo, puede llevar a la muerte. La preocupación, la melancolía y la tristeza son los tres males que vagan con él. A través de pesados sueños las fuerzas del cuerpo y del alma se debilitan tanto que la gente enferma. Y la fiebre prepara al cerebro para ver fantasmas y alucinaciones. Eso son las pesadillas: la fantasía muestra a los enfermos aquello que más temen. Por eso a veces actuamos con los muertos tal como la gente lo desea, porque sólo así cesa el miedo y no enferman más personas.
Durante un buen rato caminé en silencio a su lado.
—¿Qué pasaría si alguien que está vivo es un vampiro? —pregunté finalmente con el corazón en un puño—. ¿Si recibió una maldición de alguien y debido a ello su piel se quema bajo el sol?
El médico se detuvo y me miró arqueando las cejas.
—Sólo he oído hablar de ello —me apresuré en decir—. El caso de… un chico, que fue maldecido y cuya alma pertenece al diablo.
—¡Muy interesante! Cuéntame más sobre ese caso —me pidió Tramner.
Me humedecí los labios y empecé cautelosamente a contar los hechos maquillados, me inventé otra familia y describí a Vampiro con todo lujo de detalles.
Después de que yo terminara, Tramner inspiró profundamente por la nariz y estrechó los ojos.
—Bueno, sería un caso interesante, si se confirmara su existencia. Aunque más bien suena a una historia de terror.
—¿Y si no lo fuera?
—Humm, a veces la creencia en una maldición ya es en sí misma una maldición —dijo Tramner pensativo—. La mente actúa sobre el cuerpo y el miedo y la imaginación pueden influir sobre él. Pero aunque esa enfermedad de la piel no provenga de la imaginación, no tiene por qué ser obra del diablo, ni mucho menos.
Enfermedad… Sonaba a herejía y mis creencias se rebelaban contra ello, pero a pesar de todo escuchaba al médico austríaco conteniendo la respiración.
—En fin, lo cierto es que hay ciertos hechos que no podemos negar, por mucho que no podamos explicarlos —continuó diciendo—. Sin embargo, no por eso debemos atribuir todos los milagros de la naturaleza a Dios o al diablo. La naturaleza está llena de fuerzas ocultas. Actúan por ejemplo en la transmisión de la varicela. ¿O qué ocurre con la locura agresiva de algunos perros? Pero todo eso no tiene ni lo más mínimo que ver con magia diabólica. El diablo practica su labor con la ayuda de brujas, no con la de la naturaleza.
Mientras cruzábamos el pueblo hacia la casa del hadnack, reflexioné sobre esas palabras que me desconcertaban y luchaban en mi interior; la imagen de que no todo provenía de Dios o del diablo era demasiado bárbara para aceptarla sin más. ¿Si fuera así, qué era todavía válido de mis creencias? Aunque de hecho, había muchas cosas que ocurrían a pesar de que no se correspondían con los Mandamientos. Ante Dios, mi amor por Dušan era adulterio… y por lo tanto provenía del diablo. Pero a pesar de ello, yo no lo sentía en absoluto así.
—Espera aquí —me pidió Tramner cuando llegamos ante el acuartelamiento.
Entonces me acordé de que me quería entregar algo. Inquieta, me moví de un lado a otro hasta que por fin volvió a salir y, para gran sorpresa mía, me hizo entrega de una carta. Estaba cerrada con un sello medio roto y atada con hilo.
—Lleva meses encima de la mesa del superior de Jagodina —explicó el médico—. Allí no hay ninguna Jasna Vukovic. Si yo no me hubiera enterado por pura casualidad, seguramente no la habrías recibido nunca.
—Pero… si yo, yo no… —tartamudeé—, no tengo a nadie que pueda escribirme una carta… ¿De quién es?
—¿Así que no sabes leer?
Negué con un movimiento de cabeza.
—Por desgracia yo tampoco puedo —dijo Tramner—. Está escrita en serbio con alfabeto cirílico. Así que vas a tener que pedir a Danilo o a Simeón que te la lean. Salúdales de mi parte y transmíteles mi más sincero pésame. No creo que vaya a tener la oportunidad de visitarles esta vez.
—Gracias —murmuré inquieta.
Aparte de Jelka no recordé a nadie que tuviera algo que comunicarme. ¿Pero qué podía haberla movido a pagar al escribano del pueblo un dineral? ¿Tal vez por fin se había casado? No me atreví a pensar en otra cosa.
—¡Ah, y si quieres escribir una carta de respuesta, tráemela aquí! —exclamó Tramner tras de mí—. En cuanto acabe con el asunto de los difuntos, tengo que ir a Cuprija y un par de semanas después a Jagodina. Tal vez encuentre a algún viajante allí que te la lleve.
Ensimismada, me dirigí a la plaza de la iglesia. El sol de la tarde invernal estaba derritiendo la nieve. El ciruelo estaba desnudo, sus ramas crujían al viento. El papel golpeaba mi mano y lo metí bajo mi cinto, me alisé la falda y llamé a la puerta de la casa parroquial.
Andelko abrió enseguida.
—Vaya, la mujer que habla el idioma de los señores que se creen superiores. ¡Pero entra!
Los meses que llevaba en ese pueblo habían bastado para hacerme olvidar que también existían sacerdotes que simplemente daban la bienvenida a las personas extrañas y no las marginaban. Sentí un nudo en la garganta mientras entraba, con la sensación de estar cometiendo un sacrilegio profanando el lugar sagrado de Milutin. Milutin había sido de todo menos derrochador en su forma de vivir. Todo allí era viejo, la estancia principal recordaba casi a un almacén. Algunos baúles se apiñaban en la pared. La mesa sobre la que había una jarra de vino y un jarro estaba arañada, y la puerta que seguramente conducía a su habitación tenía manchas oscuras de humedad. Lo más lujoso era probablemente una estera enrollada sobre el suelo. Al parecer solía cubrir la trampilla en el suelo que ahora estaba abierta. Allí dónde caía la luz, reconocí en lo hondo un montón de zanahorias y un barril de col en vinagre. El sacerdote se acababa de echar un cazo en un cuenco. El olor avinagrado me recordó que mi estómago estaba rugiendo de hambre.
—¡Siéntate, mujer! —me invitó Andelko y tomó asiento él también—. ¿Qué te trae por aquí? ¿Quieres confesarte?
Temerosa y nerviosa, negué. Con todo lo que había ocurrido en los últimos días hacía mucho que había traspasado «la línea» y dudaba que una confesión pudiera redimirme.
—Ah, entonces te ha enviado ese médico impío para que me convenzas de sus charlatanerías —gruñó el patriarca.
Cogió el jarro lleno de aguardiente y lo vació de un trago. No había duda: Andelko era un hombre orgulloso y Tramner le había ofendido. Por muy amable que se mostrara, su interior ardía de ira.
—¡Suéltalo ya! —me pidió con impaciencia.
—Yo… quería hablar con vos. Sobre mi suegro.
Andelko asintió.
—Él es uno de ellos, ¿verdad? —dijo preocupado—. ¡Ay, qué desgracia! Pero le liberaremos. Lo permitan o no esos señores.
En las últimas palabras del patriarca había una oscura firmeza. Su mano izquierda envolvía el jarro vacío y sus dedos tamborileaban sobre él. Sentí la furiosa inquietud de un hombre que quería actuar a toda costa, pero que se tenía que contener.
Luego, sonrió, aunque lo reconocí sólo por sus ojos.
—No tienes por qué tener miedo. Al menos hoy. Manko vigilará a los muertos. Yo sellaré los ataúdes. Tu suegro ya no puede hacerte nada.
—Yo no sólo he venido por él, quería…
—Tu marido es un dhampiro, ¿no es así? El hijo de un vampiro y de esa mujer que vino del lado de los turcos, ¿no?
Bajo la mesa, mis dedos se agarraron a mi delantal, mientras le contestaba con tranquilidad:
—Sé que la gente del pueblo le llama el hombre-diablo. Pero por favor os lo pido, no dé crédito a esos rumores. Yo le conozco, es devoto de Dios y bueno.
Entonces Andelko, sorprendido, arqueó las cejas.
—¿Qué te hace pensar que yo le iba a condenar? ¿Por qué iba a hacerlo? Los medio-vampiros son capaces de encontrar a los vampiros. Incluso a aquellos que se camuflan o se hacen del todo invisibles. ¡Tu marido debería haber venido hoy al cementerio! —me miró con rostro serio—. Ah, ya entiendo: ¡tienes miedo por tu amado! ¿Temes que los habitantes del pueblo le cuelguen del árbol más próximo y luego le corten la cabeza? —dijo soltando un despectivo resoplido—. ¡Ya sabré yo evitarlo! Un dhampiro, por su propio sino, no puede ser malo en absoluto. Sin gente como él, más de una vez habríamos estado perdidos en la lucha contra Satán. Además, yo no sentencio a nadie sólo porque haya nacido bajo una estrella infeliz. Al fin y al cabo, todas las personas son pecadoras.
Mis manos se relajaron. Lentamente me atreví a sentirme un poco más segura.
—Vos… venís de Jagodina, ¿no es así?
El patriarca movió la cabeza negativamente.
—El sacerdote de Jagodina no quiso venir. A mí me trajeron de Kuklina —en su voz había un apenas disimulado orgullo cuando añadió—: Debieron pensar que era apto. Como he dicho, he descubierto y destruido a muchos muertos vivientes.
Kuklina. Recordaba bien lo que había dicho una muchacha sobre ese sacerdote en mi primera visita al pueblo: que uniría en matrimonio hasta al diablo con una turca.
—¿Puedo haceros una pregunta, eminencia?
—Para eso estoy aquí, ¿no?
Respiré profundamente y pregunté lo que me atormentaba desde que estuve en la alcoba de Vampiro:
—Si vos no condenáis a nadie por su nacimiento, ¿daríais vuestra bendición matrimonial a un hombre que, por ejemplo, viniera al mundo como musulmán y más tarde abdicara en favor de la verdadera fe?
—Naturalmente. Quien se confiese pertenece a nuestra comunidad, independientemente de que antes fuera musulmán, latino o, por mi, incluso un ateo.
—¿Y si su padrino de boda aún profesa su anterior creencia?
—Eso no es admisible de ninguna manera. Un matrimonio únicamente es válido con padrinos creyentes de verdad. De no ser así, sería nulo.
Esperaba que Andelko no notara lo que esa respuesta despertaba en mí. Fue como una liberación. ¡Si Nema no había profesado la fe ortodoxa, había esperanza de que no tuviera que seguir siendo Jasna Vukovic hasta el final de mis días! No seguiría siendo una adúltera y mis hijos y los de Dušan no tendrían por qué ser bastardos.
—De todos modos, los turcos no son el mal de este pueblo —dijo el patriarca, y se rió de repente, como si el aguardiente se le hubiera subido a la cabeza—. El mal son tus enemigos, aquellos que ves a diario y crees tus amigos. A través de ellos actúa Satán sobre nosotros. Pon tu mano sobre la mesa.
—¿Por qué?
—Ahora lo verás. ¡Venga! —Andelko se inclinó hacia delante.
Olía a licor, a col y a sudor ácido. Además su sotana se había impregnado con el olor a tierra podrida del cementerio. Me costó mucho esfuerzo no apartar la cabeza a un lado. Pero el sacerdote tamborileaba impaciente sobre el jarro hasta que, titubeando, accedí a su petición. Entonces se sacó la cadena con la cruz que llevaba colgada al cuello por la cabeza. Me sobrecogí cuando de pronto me apretó la cruz sobre la palma de mi mano y enseguida la retiró.
—¡Ja! ¿Lo ves? —exclamó con aire triunfal—. ¡Tú no eres uno de ellos! Porque un vampiro llamado por el diablo habría gritado de dolor. ¿No lo sabías? Bueno, yo tampoco lo supe durante bastante tiempo. Pero existen. Sólo hay que encontrarlos a tiempo —sus ojos adquirieron un brillo siniestro—. ¡Y yo los conozco! Me sé todos los engaños y trucos del diablo. Los muertos vivientes se vuelven de año en año más malvados. Cambian, ¿sabes? Ahora incluso se comportan como los vivos.
Rápidamente bajé la mirada. «Este sacerdote puede ser peligroso. Jamás deberá saber de la existencia de Vampiro», pensé.
—Antes se escondían en sus tumbas, pero hoy la frontera entre los vivos y los muertos se ha hecho más vulnerable que nunca. Pero esos oficiales no me creerían jamás —escupió con amargura.
Retiré mi mano de la mesa.
—He visto a un lobo… —dije—. Dos veces. Tiene… un amo que le da órdenes.
Los ojos de Andelko se agrandaron. Apresurado, echó más aguardiente y se bebió también el segundo jarro hasta el fondo.
—Continúa —dijo a media voz.
No le conté que había visto al lobo junto a las cabañas de los balseros, sino estando yo por la noche en las cercanías del rio. El sacerdote absorbió cada palabra que yo decía. Una vez hube terminado, dio un golpe sobre la mesa y se levantó de un salto.
—¡Si ya lo sabía yo! —dijo caminando inquieto de un lado a otro de la habitación—. Cuando le di la extremaunción a la hija del hajduk, en su lecho de muerte, habló de ello, que el lobo iba por las noches a verla. Tal vez lo que tenemos aquí tiene que ver con otra cosa…
—¿Con qué?
—Con un hombre lobo —contestó Andelko preocupado—. Hay muchas posibilidades: una persona que en vida es un hombre lobo se convierte tras su muerte en un vampiro. Tal vez el lobo sea uno de los que han muerto. Podría tratarse incluso de Milutin, el sacerdote.
Intenté imaginarme que el lobo fuera Milutin con otro cuerpo. Vale, era un lobo gris y Milutin tenía el cabello gris, pero aun así…
—¿Pero entonces quién le daba órdenes? —pregunté.
—Uno de los que fallecieron antes que él y se convirtió en vampiro. Los vampiros tienen poder sobre los lobos.
Parpadeé. Era desconcertante, pero para el sacerdote todo parecía encajar a la perfección.
—Un hombre lobo… —murmuró mientras su inquieta mirada vagaba por la habitación—. Sería fácil vencerle, ya que aún es humano y no un muerto viviente. Bastaría con tirarle hierro encima, con ello le reventaría la piel de lobo y por ahí saldría el hombre a la luz. Y si aún viviera… —Andelko parecía haber tenido otra idea—. ¡Mujer, piensa! ¿Conoces a alguien que pueda ser sospechoso? ¿Alguien que se comporte de forma extraña?
Era una locura, pero por un instante el sacerdote había conseguido contagiarme su desconfianza. Me vino a la cabeza Dušan. Pero borré esa sospecha con fuerza de mí.
—No —dije con firmeza—. No conozco a nadie sospechoso.
Andelko asintió y se pasó la mano por la barba.
—En ese caso esperemos que fuera Milutin o alguno de los otros muertos y que derrotemos el mal con ellos —se dirigió a la puerta e imaginé que me iba a enviar a casa, sin embargo continuó hablando—: De modo que no quieres confesarte… Pues deberías rezar por las almas de los difuntos.
Estaba tan estupefacta que me quedé boquiabierta.
—¿En la iglesia…?
—Un sótano con zanahorias no sería el lugar más apropiado.
—Es que… no traigo ninguna vela.
El patriarca le restó importancia con un gesto de mano.
—¿Crees que los santos son avaros comerciantes y contadores de velas? Aun así te darán la bienvenida. ¡Ven conmigo!
Posiblemente fue en aquel instante cuando Andelko se ganó mi confianza. Era repulsivo, bebía y apestaba a sudor. Decía locuras y era peligroso por su determinación y su orgullo, pero interpreté que era un sacerdote de todo corazón.
«Si alguien puede anular mi matrimonio, ese es él», pensé para mí con el pulso acelerado.
* * *
Branka me había contado la verdad al describirme la iglesia: ¡Jamás había visto una casa de Dios más majestuosa!
Me adentré en el brillo deslumbrante de los dorados iconos y me sentí acogida. Los santos me sonreían con ternura: el Arcángel San Miguel, la Virgen María, San Juan Apóstol y el Arcángel San Gabriel. Cuando el sacerdote cerró la puerta y se fue a una habitación tras una pared de separación adornada con más retablos, me envolvió el silencio. Las llamas de las velas titilaban en el aire de incienso, mientras yo decía mis oraciones. ¡Cuánto había deseado formar parte de la comunidad! Tanto como me extrañó ser consciente, casi de forma nostálgica, de que no pertenecía a ese lugar.
En silencio me levanté y, ya iba a salir, cuando noté entre mi cinto la carta. Titubeé si atreverme, pero finalmente reuní valor.
—¿Eminencia? —mi voz retumbó en la iglesia.
Andelko apareció entre los santos y me miró con cara de interrogante.
—¿Vos sabrías leer esto? —le pregunté mostrándole la carta.
Era una pregunta justificada, ya que no todos los patriarcas, ni mucho menos, sabían leer y escribir.
Andelko, contrariado, me señaló con un gesto que me acercara y echó una mirada al manchado sobre.
—Es para ti —dijo—. ¿Quieres que te la lea?
Al yo asentir, abrió el escrito.
—Es de junio —gruñó—. ¿Conoces a una tal Jelka Alazovic?
¡Claro que sí! Seguro que me había puesto más pálida que el joven tamborilero en el cementerio.
—Es mi hermana —susurré sin aliento.
El sacerdote carraspeó y empezó a leer en voz alta:
Querida Jasna: tengo que comunicarte que Dios se ha llevado a nuestro padre con él. Fue poco después de que tú te marcharas. No sufrió. Por la mañana dijo que le dolían el estómago y el corazón y por la tarde se echó la mano al pecho, se hincó de rodillas en el campo y murió. Le hemos enterrado junto a madre y Nevena. Menos mal que al menos no tenemos que temer estar solas en casa, porque Lazar Kosac ya fue apresado y ahorcado. Después de que tú te marcharas cabalgando, Bela se escapó. Uno de la aldea la encontró a casi cinco millas de distancia. ¿Recuerdas que siempre decíamos que Bela era como un gato, que siempre vuelve a la casa y no por las personas? Pues en realidad la casa le es indiferente; al parecer ella siempre volvía únicamente por ti. Ahora Danica tiene que cuidar de ella a todas horas. Jasna, todas nosotras rezamos por ti y deseamos que te haya ido bien.
Con el pico de mi pañuelo de cabeza me limpié avergonzada las mejillas y los ojos. Andelko volvió a doblar la carta y me la devolvió.
—Mis condolencias —dijo en voz baja—. Pero tu padre está ahora con el Señor y espera en paz el día del Juicio Final. Rezaré por él. ¿Fue un buen hombre?
Tragaba y me ahogaba con más y más lágrimas, mientras volví a guardarme la carta.
—Todo lo bueno que se puede ser en la desgracia —contesté con evasivas.