El cielo era de color gris opaco y, a pesar de que aún estábamos a primeros de octubre, el aire olía ya a nieve. La escarcha hacía brillar de color plateado la hierba y le daba al árbol del ahorcado un aspecto de fantasma con brazos blancos. Yo seguía completamente aturdida. Cabalgué sin saber muy bien dónde quedarme, ni que iba a hacer ahora. Y por ello cabalgué al lugar que tantas veces me había dado ya cobijo: a la cabaña de Branka, esperando poder esconderme allí para descansar, al menos durante un rato.
Ya desde lejos me percaté de que el pueblo había cambiado: en todas las puertas destacaban las cruces de brea a la vista y ramilletes de espino blanco; muchos de los tejados estaban dañados por el granizo; las cabras y las vacas estaban atadas junto a las casas, y nunca había visto tantas ovejas en la colina. Al parecer la gente había agrupado sus anímales formando una única manada que ahora estaba custodiada por varios hombres armados.
Para no provocar malestar apareciendo así, cabalgando siendo mujer, me bajé de inmediato del caballo.
—¿Adónde vas? —gruñó uno de los hombres que estaba en el prado al verme caminar hacia las casas con Viento cogido de las riendas.
—A ver a Branka.
Me miró de forma extraña, pero no me detuvo a pesar de que ya tenía el palo en la mano. Me esforcé por seguir caminando con calma, pero tras la primera casa azucé a Viento al trote y corrí junto a él colina arriba hacia la cabaña de Branka. Completamente sin aliento y con piernas temblorosas, llegué arriba. Para mi sorpresa, justo salían Olja y Zvonka por la puerta, como si me hubieran estado esperando.
—¿No me digáis que Branka también ha enfermado? —dije.
Mientras Zvonka hizo la señal de la cruz, Olja echó el mentón con decisión hacia delante y se cruzó de brazos.
—¿Qué buscas tú aquí? —me preguntó en tono severo.
—Visitar a Branka.
—Ah, sí, uno de los pastores ya le dio el recado de que tenías intención de venir a verla. Pero al parecer vuestro difunto señor ha llegado antes al pueblo —con un gesto señaló los desperfectos de la granizada y el cielo, del que volvía a caer la lluvia como una cortina de hilos transparentes.
—¿Qué significa eso? ¿Se encuentra mal Branka? —pregunté inquieta.
—Enfermó ayer y esta misma mañana ya estaba muerta —susurró Zvonka.
Mis dedos se agarrotaron alrededor de las riendas. Por Stana no había llorado, pero ahora me brotaron las lágrimas.
—Pero… cómo… —tartamudeé.
—Fue muy rápido —volvió a tomar la palabra Olja—. Se encontró indispuesta y tenía horribles dolores de tripa. Su corazón se aceleró, sudaba, le subió la fiebre y le salieron manchas azules en el cuello. Hoy, poco antes del amanecer, se despertó sobresaltada. Cuando yo también me desperté por sus jadeos, intentaba respirar y coger aire, y miraba fijamente hacia la ventana. Luego, murió.
—Ha sido el vampiro —afirmó Zvonka—. Vino a buscarla y la mató. También ha echado a perder la cosecha y mata a nuestras ovejas. Quiere acabar con el pueblo y arrebatamos a todos la vida.
En ese momento nada me hubiera gustado más que salir corriendo a ver a Milutin. Deseaba poder explicarle todo y así aliviar mi alma de tan terrible secreto. Pero eso era imposible. A pesar de mi desesperación, me obligué a mantener la calma, intenté pensar: en el momento en que la muerte alcanzó a Branka, el hermano de Danilo estaba luchando contra una fiebre muy alta. No me podía imaginar que esa débil criatura hubiera podido atraer todas esas desgracias, corriera al pueblo y matara a tantas personas. Desde luego a Branka no. Y también otro pensamiento me cerró los labios: por nada en el mundo seria yo quien condenaría a muerte a Danilo.
Viento empezó a inquietarse y percibí un movimiento extraño de reojo. Una docena de personas se había acercado. Se colocaron en torno a la cabaña de Branka formando un frente común.
La tristeza por Branka seguía anudándome la garganta, así que mi voz sonó quebrada y áspera cuando exclamé:
—¡No ha sido Jovan! Su tumba está intacta. Yo misma lo comprobé ayer y también esta mañana. Y esparcí las semillas de adormidera que Branka me envió. ¡Él no fue!
—¡Y el granizo qué! —dijo Zvonka temerosa—. Esta mañana encontramos otras tres ovejas muertas.
—¡Jovan no ha invocado el mal tiempo! —insistí—. Si vosotros mismos nos habéis estado observando y habéis visto que hemos cumplido todos los rituales… ¡Todo está como es debido! ¡Id a la tumba y comprobadlo vosotros mismos! Y Danilo tampoco tiene nada que ver con esto. ¡Estuvo todo el tiempo conmigo! Nosotros hemos sufrido los mismos daños por culpa de la tormenta.
Los habitantes del pueblo se mantuvieron en silencio y me miraron de forma hostil.
—¿Qué opina Milutin de todo esto? —quise saber.
Mudas miradas se cruzaron entre ellos. Para mi sorpresa, fue la asustada Zvonka la que se apiadó y me contestó:
—Milutin dice que recemos. Dice que hoy irá a la tumba de Jovan y lo comprobará por sí mismo. Y ya ha hablado con el hadnack. Él dará parte de las defunciones al administrador del distrito. El hadnack ha dicho que el comandante de Jagodina nos va a enviar a un médico, para reconocer y atender a los enfermos.
Para mis adentros suspiré aliviada. Esa noticia no era de las peores. Los austríacos eran hombres racionales. Los oficiales conocían a Jovan y seguramente no permitirían que le ocurriese nada malo a su hijo. En silencio le agradecí a Milutin su consideración.
—¿Cómo están Dajana y los demás enfermos?
De nuevo ese rápido cruce de miradas.
—Al menos Dajana está algo mejor —contestó Zvonka.
—Rezaré por ella —dije de todo corazón y fui hacia la valla para atar a Viento.
De repente el grupo se movió en bloque.
—¿Dónde crees que vas? —preguntó uno de los hombres cortándome el paso.
Me limpié con la manga las lágrimas de las mejillas y le miré extrañada.
—¡A la casa, naturalmente! Tengo que despedirme de Branka.
—Reza en tu casa —gruñó el hombre—. Aquí no eres bienvenida.
—¿Pretendes impedirme una oración de despedida? ¿Con qué derecho? ¡Ella era mi amiga! Y sea lo que sea lo que vosotros penséis de mí…, ella siempre me abrió la puerta. Jamás habría permitido que alguien me negara el acceso a su lecho de muerte, y yo…
La bola de barro me pilló tan desprevenida cuando me dio en el pecho, que con un grito salté hacia detrás. Aún estaba intentando buscar con la mirada al malhechor, cuando ya venía volando el siguiente puñado de porquería.
—¡Lárgate! —me increpó Olja.
Viento levantó la cabeza y se desbocó. Las riendas se me escurrieron dolorosamente de la mano.
—¿Os habéis vuelto locos? —les chillé, mientras caía toda una lluvia de bolas de barro y piedras sobre mí y mi caballo.
No puedo recordar cómo conseguí subirme al caballo. De algún modo logré sujetar al asustado Viento y alcanzar el estribo. Ni siquiera había terminado de sentarme en la montura cuando el caballo erizó las orejas y, con las riendas sueltas, salió disparado. Yo me aferré con desesperación a su crin y no me caí de puro milagro.
* * *
La puerta de la cabaña de Dušan no estaba abierta y las otras dos cabañas estaban abandonadas. Una de ellas tenía un pronunciado saliente de tejado a dos aguas. Allí debajo dejé a Viento para que estuviera protegido de la lluvia que ahora caía a cántaros. De un clavo de la pared colgaban dos sacos. En uno había un poco de avena que le di a Viento.
La cabaña de Dušan seguía teniendo el mismo aspecto miserable que cuando la pisé por primera vez. Busqué leña para el fuego, pero precisamente en la cabaña de un leñador no encontré ni un tronco. Así que me sacudí el agua del cabello y escurrí mi falda lo mejor que pude. Luego cogí mi cruz y me eché en el catre.
Sentía el frío hasta lo más profundo de mis huesos, un dolor de cabeza martilleaba con cada una de mis pulsaciones mis sienes. A pesar de que era completamente de día, me tumbé del todo sobre el lecho y enterré mi cara en la áspera manta. Olía familiar…, a resina y madera de roble, y también un poco a su piel. Si cerraba los ojos, era casi como sí Dušan estuviera allí conmigo. Esa presencia que no era tal me consoló y me transportó lejos.
Cuando volví a despertar, mi frente y mis mejillas estaban ardiendo de fiebre. Los escalofríos sacudían mi cuerpo y tenía tanta sed, que mi lengua se me pegaba al paladar.
Una mano fría se posó sobre mi frente. Yo me estremecí.
¡Bela!
Mi hermana no brillaba y aun así reconocí cada detalle de su rostro.
—¿Dónde has estado tanto tiempo? —susurré—. ¿Por qué no me advertiste?
En vez de darme una contestación, Bela posó su mano sobre mi boca y me indicó que me mantuviera callada. De pronto ya no estaba, pero sobre mis labios aún sentía la presión que me cerraba la boca. Parpadeé, porque una corriente acarició mis párpados. El viento debía de haber abierto la puerta. La habitación estaba a oscuras pero ante mí se enmarcaba un rectángulo de color azul oscuro salpicado con las primeras estrellas. Y en primer plano vi el lobo de color gris claro.
Traté de levantarme de un brinco, de gritar, sin ningún resultado. Mi cuerpo seguía petrificado. Pensé en tirar algo contra él… El lobo asomó la cabeza en la habitación y olfateó. Cuando dio un paso hacia el interior de la cabaña, sus uñas tamborilearon en el suelo de madera. Me dolían los labios de lo fuerte que la mano invisible de Bela me los estaba apretando contra los dientes.
Oí algo en el exterior… Alguien pasó de largo, muy cerca de la cabaña. Una orden susurrada.
Una palabra impaciente, extranjera. El lobo lo escuchó y desapareció tan raudo como si mi parpadeo lo hubiera transportado a otra parte. Escuché los pasos que se alejaban y en ese instante la mano de Bela se desintegró. «¡Alguien le da órdenes! El lobo tiene un amo», razoné aún. Y supe que había escapado por los pelos de la amenaza oscura de la que mi hermana me había advertido.
Pasó una eternidad antes de que me atreviera a moverme. De rodillas, me arrastré hasta la puerta y la cerré con sigilo. La atranqué y me volví a poner a salvo sobre el lecho. Intenté con todas mis fuerzas mantenerme despierta, pero estaba mareada y me sentía muy mal. Confusos sueños febriles me mantuvieron presa hasta que las pisadas de un caballo me hicieron de nuevo sobresaltarme. Viento relinchó y recibió una contestación. Nuevamente sonaron pisadas; luego, alguien llamó con fuerza a la puerta.
—¿Jasna? ¡Abre!
Sentí tal alivio que rompí a llorar. Me levanté de la cama tambaleándome, desatranqué la puerta y caí en los brazos de Dušan. Se sorprendió tanto que titubeó, antes de abrazarme con tal fuerza que me quedé sin respiración.
—¡Maldita sea, precisamente aquí tenías que estar! —susurró—. He estado en el pueblo y he oído que la gente te había echado de allí. Entonces cabalgué a las torres y he… ¿Jasna? ¡Pero si estás temblando!
Me metió en la cabaña dejando la lluvia fuera. La penumbra nos envolvió. Yo seguía aferrada con fuerza a Dušan. No le habría soltado por nada en el mundo. Su mano encontró el camino hacia mi frente. Me sobrecogí, porque estaba helada.
—¡Tienes fiebre!
Pude sentir cómo de repente su corazón empezó a latir más deprisa, como si sintiera miedo.
—Había… un lobo en la puerta… —mis palabras eran inconexas e incluso el susurrar me costaba esfuerzo—. Un lobo gris… claro. Más grande que nuestros lobos. Ya lo había visto y…
Intenté respirar, pero no pude seguir hablando. Mis piernas cedieron y, si Dušan no me hubiera sujetado, me habría derrumbado.
—Tranquila —murmuró mientras, tambaleándome, me llevaba a su lado hacia la cama—. ¡Duerme, mi espinita! —me susurró al oído y yo misma me sorprendí de lo fácil que resultó después de tantos sustos.
* * *
La fiebre me paralizaba, hacia que mi corazón galopara y me mostraba imágenes engañosas. Una y otra vez veía ante mí a Vampiro y, del susto, yo boqueaba intentando respirar. ¡Era él quien mataba a la gente y ahora también venía a por mí! Cuando temblaba de frío, pensaba que estaba en la bóveda del sótano, y cuando ardía de calor, gimoteaba imaginando que el sol iba a quemar mi piel y que me convertiría en un monstruo. Mas el mortal sol era tan sólo el fuego del hogar, igual que el líquido que sentía sobre mis labios y que intentaba rechazar no era sangre de caballo, sino agua del río, que olía a nieve y provocaba dolor a mis dientes de lo fría que estaba.
La voz de Dušan me guió durante aquellas horas en las que pensaba que iba a morir. De todas las historias que me contó, sólo me acuerdo de un cuento sobre las hadas del bosque y una leyenda sobre un cabestro con los cuernos de oro que se llamaba Zlatorog y cuyas gotas de sangre hacían brotar del suelo rosas capaces de hacer milagros. Cuando por fin caí en un sueño más profundo, soñé con imágenes de santos enmarcados en oro y Sívac saltando sobre una cama, moviendo el rabo de alegría y expectación.
Todo un día y toda una noche sufrí las ráfagas de la fiebre, pero esta cada vez llegaba con menos fuerza y comprendí que ningún vampiro quería hacerme daño. Intuí junto a mi cama una presencia femenina que representaba la enfermedad. No era la Peste, la vieja y fea mujer con largos y despeinados cabellos, sino una chica de mejillas sonrojadas que bordaba con un hilo invisible. Como si la voz de Dušan ahuyentara a esos demonios de mi lecho, con cada despertar iban perdiendo más y más fuerza, hasta que por fin pude volver a dormir por primera vez sin delirios, tranquila.
* * *
El río sonaba con tanta fuerza y tan cerca en mis oídos que pensé que me encontraba flotando sobre el agua. Por suerte, cuando me moví, crujió la paja seca debajo de mí. Un tallo se me estaba clavando a través de la manta y me pinchaba en el hombro. Iba a echar la mano para quitarlo, cuando sentí en la punta de mis dedos una piel cálida. Abrí los ojos y vi a Dušan a la luz matinal. Durmiendo. Conmigo, sobre una cama. Y no sólo eso: mi cabeza yacía sobre su brazo izquierdo y mi mano reposaba sobre su pecho. Su camisa estaba un poco abierta. La cruz de madera sobre su clavícula.
A pesar de que la garganta me escocía y tenía mucha sed, no me atreví a moverme. Observé la curva de sus pómulos, sus cejas y su boca, que incluso durmiendo parecía dibujar una sonrisa burlona. Sus párpados temblaban ligeramente y me entretuve contando cada pestaña. Era una cercanía que me inquietaba profundamente. Mi corazón se aceleró como si todavía tuviera fiebre. El siguiente sentimiento que se mezcló entre mi confusión fue de vergüenza. Fui consciente de que ya no llevaba falda, sino únicamente la simple enagua, que bajo la manta se me había subido hasta los muslos. No sabía si me había desvestido yo misma o si Dušan me había visto desnuda. Pensar en ello me hacía ruborizarme y rápidamente retiré la mano.
Ese movimiento hizo que él inspirara profundamente, parpadeó y giró la cabeza. Miré sus ojos verdes, con ese destello especial dorado, pálido, que también se encontraba en su cabello. Al estirar su mano hacia mí, me eché atrás, pero enseguida entendí que tan sólo quería comprobar si mi frente seguía caliente. De todas formas me aparté un poco de él. Dušan comprendió de inmediato y retiró el brazo sobre el que yo estaba echada. Sin embargo, no se levantó ni apartó su mirada, sino que se giró hacia mí. Pensativo, sus ojos fueron recorriendo mi despeinado cabello, mi frente y mis hombros.
—En sueños te asustabas de un vampiro —dijo en tono serio—. Has dicho que te estaba esperando en una bóveda y que te perseguía —al ver que yo callaba preocupada, continuó hablando—: ¿Te has escapado, verdad? Nadie que pretende volver descuelga una cruz de su gancho en la pared. ¿Qué fue tan terrible que tuviste que abandonar la finca?
De repente sentí miedo de que Dušan pudiera leer mis pensamientos. Me subí la manta hasta la barbilla y cerré los ojos.
—He huido de mi matrimonio —murmuré.
Al menos eso no era mentira del todo; lo demás lo enterré tan dentro de mi pecho que el horror quedó en un lejano pinchazo. Tan lejos de las torres, de repente resultaba fácil, casi como si el rio se llevara todas mis preocupaciones consigo. Y como si la fiebre también hubiera quemado mi miedo, pude afrontar el recuerdo de Vampiro como si de un cuadro se tratara. Él no había causado mi enfermedad y tampoco tenía poderes sobre los animales. La alegría de Sívac al verle no respondía a ninguna imposición ni poderes mentales, sino a la confianza y el afecto.
—¿Los hombres de tu finca… no te buscarán? —preguntó Dušan.
—No —contesté en voz baja.
Volví a recordar a Simeón y la historia de Marja y ahí fue cuando la consternación creció otra vez en mi pecho.
Escuché crujir la paja. Dušan se había sentado y se ataba su camisa. Luego, apoyó los codos sobre las rodillas y, agotado, se pasó las manos por el cabello.
—Me alegro de que te encuentres mejor —dijo después de un rato—. De verdad que pensé… —hizo una pausa y me sonrió casi con rubor.
La facilidad con la que conversábamos en el pasado había desaparecido de un plumazo y noté que algo nuevo había nacido, algo que no sabía si me gustaba o me asustaba.
—Esta cama al menos es más segura que tu cama de matrimonio —murmuró—. Yo me prepararé mi lecho en la otra cabaña.
Se levantó y se dirigió hacia el hogar sin mirarme. En sus movimientos había una extraña timidez, como si temiera mi cercanía.
Avivó las brasas, puso más leña, que soltó bastante humo; hasta después de un rato, no logró que ardiera una mísera lumbre.
—Te lo advierto, esta cochambrosa cabaña no es precisamente un palacio —dijo con una sonrisa torcida—. Pero al menos tenemos siempre suficiente agua. Allí te he dejado un cubo.
En cuanto hubo cerrado la puerta tras de mí, fui con temblorosas piernas hacia el cubo. Mi enagua estaba manchada de sudor, así que me la quité, me lavé y saqué el otro vestido del hatillo.
Cuando salí por la puerta me sorprendió lo mucho que había cambiado el paisaje en tan sólo dos días: olía a hierba mojada y barro. El Morava se había desbordado un poco. La pradera se había convertido en un húmedo terreno inundado y algunos árboles parecían salir de espumosos y gaseosos valles.
—¡Me gustabas más sin ese pañuelo atado a la cabeza! —me dijo Dušan desde su carro de leñador ante el que estaba atando a Šarac—. A la luz del fuego tienes un brillo de zorro pecador en tus rizos.
Antes simplemente le habría contestado con algún sarcasmo, pero ese día tan sólo me ruboricé.
—Vuelve a la casa y descansa, tienes aspecto de necesitar que te aten al poste de la puerta para que no te caigas.
—¿Vas… al pueblo?
—Sí. Me he pasado estos días sentado junto a tu cama, pero ahora tengo que encargarme de volver a llenar la despensa —al parecer pretendía que sonara alegre, pero entre líneas entendí demasiado bien su preocupación—. No te acomodes demasiado en la cabaña. Como el Morava siga subiendo —señaló al río—, no tendremos más remedio que mudarnos a la vieja cabaña de leñadores del bosque. Aunque aquello no sea tan bonito, al menos estaremos secos.
Fue el tono de sus palabras, como si fuera lo más normal del mundo, lo que me conmovió. Yo tenía que ser una carga para él, sin embargo no me echó de su lado y no hizo preguntas. No me insistía, simplemente dijo «estaremos».
—Tengo algo de dinero —dije.
Dušan negó con un gesto de mano.
—Guárdatelo. Este año el aire huele muy temprano a nieve. Y si después de esta cosecha malograda por el granizo y las fuertes lluvias es verdad que nos espera un invierno de hambruna, nos vendrá muy bien ese dinero.
Las sencillas palabras de Dušan me hicieron sentir con toda crudeza que mi vida anterior había acabado definitiva e irremediablemente. Había abandonado mi comunidad familiar y era una apátrida, vivía con un errante con el que no estaba casada. Cualquiera que oyera eso me calificaría de bludnica. Y luego estaba también lo otro.
—¡Dušan, aquí había un lobo!
—¿El lobo gris del que tenías miedo? Sí, ya lo han visto varios. Debe de ser un macho solitario, recorre la zona y ronda el pueblo. Probablemente haya sido el que ha matado las ovejas. Parece muy listo, pero los hombres le darán su merecido.
—Es que no estaba solo. ¡Oí que alguien lo llamaba! Seguro que fue la persona que estuvo en la finca la noche en que nos robaron los caballos.
Dušan dejó lo que estaba haciendo y dubitativo frunció la frente.
—¿De verdad? ¿Estás segura de que no estabas delirando por la fiebre?
Asentí con fuerza con la cabeza.
—¡Iré contigo al pueblo! ¡Tengo que contárselo a Milutin!
Dušan se mordió el labio inferior y parecía estar pensando. Luego estiró con extremado cuidado una tira de las riendas, le dio a Šarac una palmada en el cuello y vino hacia mí. Durante un instante pensé que iba a abrazarme, pero se detuvo ante mí.
—Es verdad…, aún no lo sabes… —murmuró—. El sacerdote… murió anteanoche.
—¿Milutin? —me agarré a la puerta como si el suelo bajo mis pies se tambaleara.
—Y también el hajduk que estaba enfermo, y su mujer —añadió Dušan—. Hay otros cuatro enfermos. Entre ellos Ruzica. Ya ves, ni siquiera la muerte desprecia la belleza.
—¿Cómo sabes todo eso? ¡Si tú no has estado en el pueblo!
—Un pastor pasó por aquí mientras estabas con fiebre. Dijo que, desde la muerte de Milutin, el pueblo vivía asustado. Muchas familias se encierran por las noches juntas para hacer la guardia en grupo. A estas alturas todos están convencidos de que es un vampiro.
«Pues, con toda seguridad, ninguno de Las Tres Torres».
—¿Qué dice el hadnack? —conseguí preguntar casi sin aliento.
—Al menos mantiene a la masa bien controlada: llamó al orden a todos los vecinos y les explicó en la plaza de la iglesia que en breve llegarían al pueblo un médico y varios oficiales para investigar el caso. Los acompañará un patriarca para que los enfermos reciban la Extremaunción y bendiga a los difuntos de la cabaña.
—Aun así iré contigo. Tengo que contarles lo del lobo y lo de esa figura oscura.
—¿Y crees en serio que ahora van a escucharte? No. En agradecimiento te volverán a apedrear. Tú haz el favor de quedarte aquí y recupera las fuerzas.
—¡Es que tengo que evitar a toda costa que vayan a Las Tres Torres!
El rostro de Dušan se oscureció.
—Así que es eso. Acabas de escapar de tu cama matrimonial, ¿y ya estás preocupada por Danilo? ¿No será que sí le amas?
—Tan sólo deseo que no le ocurra nada malo.
Dušan resopló con aire despectivo por la nariz. De repente, me dio la espalda y se fue detrás de la cabaña. Oí el tintineo del metal. Cuando volvió llevaba los arreos para montar a Viento en la mano.
—Me voy a llevar esto conmigo al pueblo —dijo y tiro el aparejo al carro—. Tú serías capaz de cabalgar medio muerta hasta el pueblo.
—¡No he venido aquí para dejar que me des órdenes! —exclamé.
—No. Has venido a complicarme la vida —respondió y por primera vez volvió a lucir esa sonrisa burlona. Cogió las riendas y se subió con agilidad al carro—. Si tanto te importa tu esposo, le contaré a Manko lo del oscuro. En cuanto el enterrador; lo sepa, lo sabrán todos. Y ahora deja de mirarme como si fueras a matarme y procura no desmayarte en el umbral, que pareces una sábana, ¡paliducha!
Iba a contestarle pero muy a mi pesar tuve que reconocer que Dušan tenía razón. Si ahora ya me temblaban las piernas, no me imaginaba cómo iba a poder cabalgar.
—¿Y si vuelve mientras tú estás fuera? —pregunté en voz baja.
—No tardaré mucho —prometió Dušan—. Atranca las ventanas y la puerta y pon la cruz detrás. Y… —la voz de Dušan se volvió más tierna y adquirió un tono insistente—, ¡llame quien llame, no contestes y no dejes entrar a nadie a la cabaña! A nadie más que a mí, ¿me has oído? Aunque le conozcas.
* * *
Mi vida pendía de un hilo. En una situación de incertidumbre, llena de preguntas e inseguridades.
Durante aquellos días en la cabaña de los balseros conocí a un Dušan mucho más serio, que a ratos incluso parecía inquieto y preocupado. A veces se detenía a escuchar como si esperara a alguien, pero cuando se lo mencionaba, él le restaba importancia con un gesto. Nunca antes había visto que un hombre hiciera trabajos para una mujer; sin embargo, Dušan se ocupaba de los caballos, iba a recoger pan de maíz y manzanas silvestres para la sopa, paja fresca para la cama y mantenía vivo el fuego.
—No soy ninguna condesa y tú no eres mi sirviente —dije sonriendo.
—Será mejor que no te acostumbres demasiado a esto —me respondió seco—. En cuanto dejes de tener el aspecto de que un simple estornudo puede tumbarte, irás tú misma a cargar la leña, quedas advertida.
En los cuidados de Dušan y en su seriedad había un orgullo que me gustaba. Mucho habían cambiado las cosas entre nosotros. Mi huida nos había unido de un modo distinto. Nuestras bromas habían perdido fuerza. Teníamos plena confianza el uno en el otro y aun así nos comportábamos como dos extraños que se rodeaban con precavidas bromas sin acercarse demasiado.
Como yo por las noches no quería estar sola en la cabaña, Dušan se quedaba conmigo. Cuando poco después de caer la noche, me metía bajo la manta, él se sentaba ante el fuego de espaldas a mí. Me mantenía despierta mucho tiempo, escuchando con el corazón palpitando, hasta que oía cómo enrollaba su manta formando una almohada y se estiraba ante la chimenea. Nunca intentó meterse en mi cama o tocarme. Era yo la que al apilar la leña para el fuego rozaba su mano como por casualidad y cada vez, aunque él me sonreía, me evitaba. Eso me hacía sentir extrañamente vacía. Esa forma de retraerse no pegaba nada con su ser, y en más de una ocasión me desconcertaba tanto que no sabía si simplemente estaba siendo cortés o si de verdad sentía algo por mí. ¿Habrían sido sus palabras tan sólo fanfarronerías, a fin de cuentas? ¿Y sus regalos, simples caprichos, porque le divertía enamorar a la señora de una finca? Cuando me sumergía en esas ideas, solía sacarme alguna discusión de la manga y después me quedaba aún más desconsolada que antes.
—Dajana apenas ha mejorado —comentó Dušan cinco días después—. Pero no ha vuelto a morir más gente, ni tampoco han vuelto a atacar a las ovejas. Quién sabe, a lo mejor nos hemos desecho ya del lobo y de su amo.
Así lo deseaba sinceramente, pero no podía creerlo. Como tantas otras veces, mis pensamientos volaron hacia mi comunidad familiar y me pregunté cómo estarían.
—¿En qué estás pensando? —me interrogó Dušan de pronto—. Pareces tan preocupada. ¿Sigues teniendo miedo?
Bajé enseguida la mirada y moví la cabeza negativamente. Cuánto me habría gustado desahogarme contándoselo todo, pero en momentos como este era como si Bela me siguiera tapando la boca.
«Probablemente, la razón por la que Dušan sigue pareciéndome tan extraño sea el secreto que debo guardar incluso ante él», pensé para mis adentros. Cuando cerraba los ojos e intentaba no dejarme amedrentar por la desfigurada cara de Vampiro, sino sentir esa otra parte… humana… de su ser, conseguía por unos instantes reconocer al hijo de Jovan, el hermano de Danilo. Y seguramente eso era para Nema: un joven que no tendría más de diecisiete años. Cuanto más tiempo permanecía lejos de las torres, mejor comprendía aquello que durante todo el tiempo en que había permanecido allí nunca había comprendido: su incondicional unión y fuerza para llevar un destino de ese calibre.
* * *
Una noche, Dušan y yo estuvimos mucho tiempo sentados frente al fuego. Habíamos dejado de hablar desde hacía ya un buen rato. Era el momento en que yo me tendría que haber levantado para acostarme, pero permanecí sentada mirando fijamente las ya débiles ascuas. Había una extraña tensión en la cabaña, como si hubiera algo que debía ser pronunciado y ninguno de los dos quisiera ser el primero en hacerlo. Cuando el silencio duraba ya demasiado, carraspeé y dije:
—Cuéntame una historia.
—¿Otra? —murmuró.
Como tantas veces en los últimos días, tuve la impresión de que Dušan estaba decaído. Tal vez también él estuviera ocultándome algo que le pesaba en el alma.
—¿Qué tal una sobre tierras turcas? —pregunté en voz baja.
Dušan suspiró y cogió la rama de fresno con la que avivaba la brasa, hasta que volvió a cobrar vida.
—¡Está bien! ¿Pero sabes qué? Hoy te voy a poner un acertijo. Y la historia no será en tierras turcas, sino de Persia. Me la contó un comerciante de Osijek. ¿Quieres oírla?
Sólo fui capaz de asentir sin mediar palabra de lo mucho que me atrapaba la imagen de Dušan. A la luz de las ascuas, su cabello tomaba un brillo rojizo y sus rasgos parecían más tiernos que de costumbre.
—Está bien —dijo sonriendo—. Pues erase una vez un Padishah…, es decir, un gran señor, ¡un príncipe! Este tenía una bella hija —con una mirada pícara de soslayo hacia mía, añadió—: No era ninguna tierna damisela, no, sino una joven con rebeldes rizos y los ojos con el brillo de las oscuras castañas. Su risa era impetuosa y todo aquel que la veía le abría enseguida su corazón.
Incliné la cabeza hacia delante escondiendo mi sonrisa tras un mechón de mi cabello.
—De esta bella hija del príncipe se enamoraron tres hermanos, pero sabían que sin valiosos regalos no valía la pena ni siquiera llamar a la puerta del Padishah. Así que se marcharon a una lejana ciudad y allí, con mucho esfuerzo y trabajo, ganaron mucho dinero. El primer hermano ganó cien dinares. Con ellos se fue al mercado en busca de un regalo. Un comerciante le ofreció un espejo. «¡Este espejo te muestra a cualquier persona en cualquier parte del mundo!», dijo. «Tan sólo te costará cien dinares». El mayor de los hermanos no lo dudó y compró el espejo. El hermano mediano también había ganado cien dinares. A él, un comerciante le ofreció una alfombra: «Esta alfombra puede volar. ¡Donde quiera que sea, adonde quieras ir, ella te llevará!». El hermano mediano accedió a la oferta y le dio al hombre todo su dinero. El más joven también tenía cien dinares en su bolsillo. «¡Compra este bonito limón!», le tentó un comerciante. «¡Sólo cuesta cien monedas!». El joven se indignó por el alto precio, pero el comerciante le guiñó un ojo y dijo: «Es un limón muy especial. Córtalo por la mitad y pónselo a un muerto que aún esté caliente bajo la nariz. En cuanto lo huela, ¡volverá a estar vivo!». Así que el más joven cogió el limón. Al final los tres hermanos coincidieron a la salida del mercado y juntos miraron en el espejo. Se asustaron mucho al ver a la amada hija del príncipe moribunda en su lecho. «¡Rápido, volemos con la alfombra junto a ella!», exclamó el mediano. Y así los tres saltaron sobre la alfombra y volaron sobre ciudades y ríos de regreso a su patria. Allí la gente lloraba y se lamentaba, porque en aquel mismo momento acababa de fallecer la hija del príncipe. Entonces, el hermano más joven cogió el limón, lo cortó por la mitad y se lo puso a la bella bajo la nariz… ¡Y visto y no visto! Ella saltó del lecho de muerte y estaba sana y alegre. El Padishah estaba tan agradecido, que accedió de buen grado a conceder la mano de su hija a uno de los hermanos, pero entonces comenzó la disputa entre ellos. «Sin mi espejo ni siquiera habríamos visto que se estaba muriendo», dijo el mayor. «Y sin mi alfombra no habríamos llegado a tiempo en su ayuda», argumentó el mediano. «Sí, pero sin mi limón ella ahora aún seguiría muerta», dejó caer el más joven. El Padishah reflexionó durante mucho tiempo…
Dušan dejó la rama de fresno a un lado y me miró muy serio.
—¿Qué opinas, Jasna? ¿A qué veredicto llegó? ¿Quién se merece más a la hija del Padishah?
Tras la pregunta de Dušan se escondía una cuestión muy distinta y yo lo pensé bien antes de darle mi respuesta.
—Si yo fuera el Padishah, habría contestado que el más joven —dije—. Él fue el único al que la salvación de su amada le ha costado algo. El mayor y el mediano pueden seguir utilizando el espejo y la alfombra, porque estos objetos no han perdido valor por su uso. Sin embargo, el más joven cortó su limón y eso fue un verdadero sacrificio por su amor. Pero… —añadí recalcándolo—, yo no soy ningún Padishah que da a su hija al mayor postor. Yo habría preguntado a la hija a cuál de los hermanos elegiría ella. ¡Porque ninguna otra cosa cuenta! Y si yo fuera la hija, siempre elegiría al que me hace reír, ¡al de los ojos verdes, o a ninguno!
Una pequeña mariposa aleteaba en mi pecho cuando Dušan me miró. Sus muestras de amor no habían sido fanfarronerías, eso lo veía ahora con claridad. En su mirada había ternura, pero también algo diferente, algo oscuro, que era casi como un dolor. El deseo hacia él me sobrevino con tanta crudeza, que todo en mí gritaba por abrazarle, por cerrar los ojos y dejarme envolver por completo por su cercanía. Pero entonces me volvió a alcanzar la vergüenza y el temor. Rápidamente me levanté, me sacudí la ceniza de la falda y me fui hacia la cama de paja. Como cada noche me solté mi cinturón y me quité el jelek y la falda, con las mejillas ardiendo y en la nuca la chispeante pregunta de si Dušan me estaría observando mientras lo hacía. «¿De verdad es pecado desear que él me bese?», pensé.
Me tumbé de cara a la pared sobre la cama y me quedé escuchando. Después de un rato oí cómo Dušan se estiraba en el suelo.
—Hoy hace más frío que de costumbre. Sin manta tendrás frío —dije.
—¡Sin mis besos tú tendrás mucho más frío! —fue su respuesta burlona.
Yo estaba aturdida e inquieta. Había abandonado a Danilo, pero el lazo del matrimonio seguía válido. Aunque el recuerdo de mi noche de bodas me producía mucho más miedo que el infierno. Sin saber qué hacer, miraba fijamente a la pared de madera, le daba vueltas a la cabeza, y me preguntaba qué hacer. Dušan también estaba sospechosamente callado. Los dos estábamos atentos a nuestra respiración. En algún momento me dormí de tanto esfuerzo y tanto pensar.
Cuando en mitad de la noche volví a despertar, la fiebre me sobrevino de nuevo, de repente. Mi corazón palpitaba y toda mi piel estaba en llamas, pero esta vez era un calor que me inundaba. Mis sentidos seguían la respiración que sentía en mi nuca. Jamás habría creído que pudiera estar tumbada tan cerca de un hombre sin sentir temor… con el único deseo en el corazón de tocarle. Escuché atentamente, pero no habría podido decir si Dušan estaba despierto o dormido. Sigilosamente me giré boca arriba. Me retraje cuando mi mano rozó la suya. A veces un cuerpo habla con más claridad que una boca. Dušan no estaba dormido en absoluto. Tenía la mano apretada en un puño, como si de lo contrario se delatara, y aun así sentí que su piel ardía tanto como la mía, que su respiración era forzosamente tranquila y que en la oscuridad buscaba sentir mis movimientos tanto como yo los suyos. De pronto la noche me lo puso fácil. Me acerqué a él y le abracé, enterré mi nariz en su cabello y en su cuello e inspiré el familiar aroma a piel y sabrosa resina. Sorprendido inspiró. Luego, puso sus brazos con tanto cuidado a mi alrededor como si temiera romperme. Sus labios rozaron mi sien y tan sólo de pasada sentí la verdad de Nevena muy cerca de mí. El anhelo, la calidez, la seguridad. Resultó fácil besarle, fácil explorar su piel con mis manos…, su pecho, los hombros y brazos. Cuando su mano acarició mi cintura, pensé extrañada qué diferente era aquello comparado con el forzado contacto que tuve que soportar de Danilo. Fue la última vez que pensé en mi noche de bodas.
Nevena tenía razón: en aquello no había sufrimiento y ni un ápice de castigo. Sentía como si estuviera apagando una ardiente sed y a la vez me sintiera cada vez más sedienta de tanta pasión. No me reconocía a mí misma cuando me pegué a los labios de Dušan absorbiéndolos, entregándome apasionada a sus caricias y apretándole contra mí. Sonreí cuando me acarició con sus dedos mi cabello y, como en ese momento le estaba besando, él lo notó y también se rió.
—¡Espinita mía, si ya no pinchas! —me ronroneó al oído y yo le subí la camisa para sentir aún más su piel.
Hubo muchas cosas que me sorprendieron en aquellos momentos: que los dedos de Dušan que recorrían mi piel dejaran un haz de calor y de deseo tras ellos; sus jadeos cuando le besé el pecho; y mi cuerpo, que parecía buscar por si mismo una cercanía que hasta entonces tanto miedo me había provocado.
No me dolió. Fue como un despertar, tierno y de algún modo cálidamente aterrador. Me transportó lejos y luego me volvió a dejar temblorosa y aturdida en los brazos de Dušan. Lo último que sentí antes de que me durmiera después de una eternidad, agotada y todavía sorprendida, fue el beso de Dušan en una comisura de mi boca.
* * *
Tras mis párpados la luz brillaba en un rojo tan claro, como si el sol estuviera iluminando mi cara. De todas formas mantuve los ojos cerrados y puse atención a la respiración de Dušan. En algún momento sentí que él me acariciaba la mejilla con el dorso de la mano, con suavidad. Giré la cabeza, besé su muñeca y sentí las cicatrices de las ataduras en mis labios. Cuando parpadeé vi a través de las pestañas que me miraba con una seria ternura. Pero también había algo así como tristeza en su rostro y yo me pregunté, temerosa por un instante, si las verdades de la última noche seguían vigentes. En ese momento él me acercó a su cuerpo y yo acurruqué mi mejilla en su hombro.
—El río sube cada vez más —murmuró en mi cabello—. Pronto tendremos que buscar otro sitio donde quedarnos.
Habría esperado cualquier cosa, menos que la realidad pudiera volver a caer tan repentinamente sobre nosotros. Contrariada, me acordé de todo lo que de buen grado habría querido olvidar.
—¿La cabaña de los leñadores? —pregunté.
Dušan asintió, me besó en la frente y se incorporó en la cama.
—¿Estás segura de que quieres ir allí conmigo?
Aquella mañana aprendí que las palabras también nos pueden hacer sentir desnudos y vulnerables. La ternura por Dušan volvió a crecer con fuerza en mí y sonreí.
—Soy la hija del Padishah —le respondí y bostecé—. He elegido a mi marido. Es demasiado tarde. Ya no puedes deshacerte de mí.
Había esperado que mi contestación al menos le hubiera robado una sonrisa, sin embargo él se mordió el labio inferior y evitó mi mirada.
—Tú ya tienes un marido —murmuró.
—Gracias por recordármelo precisamente ahora —dije enfadada—. Pero eso ya lo sabías todo este tiempo, ¿por qué te molesta ahora, de repente?
Dušan me soltó abruptamente, se levantó, reunió sus prendas y empezó a vestirse. En sus gestos había una furiosa prisa.
—No me molesta —gruñó y se pasó los dedos con rapidez por el cabello—: O tal vez sí. No lo sé.
Tragué saliva. ¿Cuándo iba a poder contarle todo? Hablarle del horrible secreto de las torres… y de Nema, que en realidad se llamaba Gizem. Precisamente de ella me había estado acordando en los últimos días. Cuando nos sentábamos a la mesa a rezar, ella siempre mantenía las manos por debajo. ¿Tal vez para esconder que en realidad ella no las juntaba para rezar? ¿Qué ocurriría sí ella seguía profesando su antigua fe?
—¿Dušan? —pregunté con media voz—. ¿Qué pasaría si yo… no estuviera casada?
Se detuvo y frunció la frente. La luz matinal y la desconfianza le hicieron parecer más rudo.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Yo… sólo quiero saberlo —dije para salir del paso—. ¿Qué pasaría entonces?
Dušan me miró con insistencia.
—Me estás ocultando algo, ¿verdad? Todos estos días, desde que llegaste.
—Tú tampoco me cuentas nada de ti —le respondí contrariada—. Cuando quiero saber más de tu vida, me respondes contándome historias. Cuando te pregunto qué estás escuchando, tan sólo oigo evasivas.
Dušan suspiró y torció la boca formando una sonrisa burlona.
—¿Qué pasaría si te lo contara y tú después ya no me querrías? Crees que soy un tipo agradable, te gustan mis historias y… al parecer también mis besos. Pero yo en realidad no soy amable.
—Lo creas o no, ¡eso no es ninguna sorpresa para mí!
Por fin apareció un sonriente destello en sus ojos. Se acercó a mí y tomó mi cara entre sus manos.
—¿Y si además fuera un mentiroso? ¿Si tuviera una mujer y cinco hijos en Osijek? —murmuró—. ¿Si fuera un asesino o un deshonroso verdugo que le corta a la gente el cuello con un hacha? ¡Entonces ya no me amarías!
—¿Cuándo he dicho yo que te amase? —dije con fingida consternación.
Durante un segundo me miró perplejo, pero luego también tuvo que echarse a reír.
—¡Au! —exclamó y se levantó—. Y además soy tonto. Pensaba seriamente que ya no tenía nada que temer si me acercaba a tu afilada lengua.
Jamás había sospechado lo fácil que era perderse en el amor. En los brazos de Dušan hasta la idea de pasar un invierno en una cabaña de leñadores me resultaba seductora. Y cuando esa mañana salí ante la puerta y los copos de la nieve de octubre se enredaron en mis cabellos, no pensé en la cosecha perdida, ni en la inminente inundación, sino que simplemente me quedé prendida de su inmaculada blancura.
Los amantes sufren muchas formas de ceguera o cierran los ojos a la realidad con demasiada benevolencia. Ven belleza donde no la hay y pasan por alto cualquier inconveniente. Bela posiblemente me había estado alertando durante todos esos días. Pero yo no la oí.