Si entonces hubiera imaginado que todo mi mundo, con sus más firmes creencias, se tambalearía irremediablemente en cuestión de horas, ¿habría huido? No lo sé. Mi miedo hacía tiempo que había sido sustituido por una iracunda testarudez. A pesar de que estaba oscuro había ido a la tumba de Jovan y había echado semillas de adormidera entre las piedras. Pasara lo que pasara, él no iba a poder levantarse sin antes contar cada una de las semillas y eso al menos le mantendría ocupado toda la noche y un día más. Al día siguiente iría al pueblo para hablar con Milutin y con Branka. Pero mientras era mi deber proporcionarme cierta seguridad y evitar males mayores. Deseaba tanto la cercanía de Dušan…, y sin embargo dependía de mí misma para salir bien librada, de modo que tenía que mantener la cabeza serena y protegerme lo mejor que sabía. Seguía sin comprender por qué Simeón y Danilo se quedaban tan tranquilos mientras el pueblo era destruido. ¿Tan profundamente arraigados estaban su odio y su sentido de la venganza?
Volvieron tarde. Sus caballos estaban cansados y caminaban al trote con las cabezas agachadas. Danilo miró hacia lo alto de mi torre, pero yo había apagado las luces y me asomaba escondida en la seguridad de las sombras.
Simeón trajo una lámpara y la colocó, como todas las noches, sobre el muro. Bajo su luz sus rasgos parecían demacrados y tristes, y yo me pregunté en qué estaría pensando en ese momento. Con los hombros caídos se dirigió al establo y cerró la puerta.
Yo sabía que Nema seguía atrincherada en la casa y que probablemente estaría tan tensa como yo. Rápidamente cogí el resto de las semillas de adormidera, los ajos y el cuchillo de Dušan que había lavado para eliminar la sangre de murciélago. Nadie debía verme, así que salté por la ventana trasera. El cielo se había despejado, una luna pálida colgaba del cielo como una máscara. Me habría alegrado tener a Bela a mi lado, pero ella no se mostró, ni siquiera dejó que escuchara un susurro suyo.
Agachada y a hurtadillas di un gran rodeo a mi propia torre y me encaminé a la parte trasera del edificio principal. Las contraventanas de la habitación de Nema estaban cerradas, como siempre; tan sólo la luz de las velas que brillaba a través de las rendijas era señal de que aún estaba despierta. Saqué el ajo, lo corté por la mitad y lo restregué en forma de cruz sobre las contraventanas. Las semillas de adormidera las esparcí sobre el alféizar. Ahora ningún vampiro podría abandonar la casa por ese lado. Luego, rodeé el edificio, me acurruqué al resguardo de la escalera junto a la puerta y esperé.
Pasó mucho tiempo, pero finalmente se giró una llave en la cerradura. Percibí pasos a hurtadillas, sigilosos. Nema pasó rápidamente por mi lado. Se detuvo un instante para mirar hacia mi torre, luego se agachó aún más y siguió a hurtadillas. A la débil luz de la lámpara no pude reconocer lo que hacía, pero en cualquier caso no iba hacia el portón para abandonar la finca, sino hacia el establo. Escuché abrirse la puerta. Se escuchó la voz de Simeón; después, durante mucho rato, el silencio. Aproveché y esparcí semillas de adormidera en el umbral de la puerta, unté el ajo y hasta metí un diente de ajo en el agujero de la cerradura, para cerrarle a Nema el paso de vuelta a la casa. Acto seguido yo también fui a hurtadillas al establo y me apreté contra la fachada. Con manos temblorosas corté el ajo restante y me unté con él cuello y manos para mi propia protección.
Me pareció que había pasado una eternidad hasta que la puerta volvió a abrirse. Nema salió con rapidez y, agachada, se dirigió… ¡a mi torre! A los pocos pasos ya la había alcanzado y la agarré por el brazo.
—¿Qué es lo que me traes esta vez? —le eché en cara—. ¿Un nuevo conjuro contra las brujas?
Ella emitió un jadeo asustado. A la luz de la luna el blanco de sus ojos brillaba azulado mientras que su boca abierta era una mancha negra. Algo pesado cayó y rozó mi rodilla, hizo un ruido como si se hubiera roto algo de arcilla. Un líquido cálido, pegajoso empapó mis pies y un olor metálico me envolvió. ¡Sangre de caballo! Ágil como una serpiente la vieja se giró. Yo estaba demasiado sorprendida como para esquivarla y su huesudo puño me alcanzó con coda fuerza en la sien. Tras mis párpados aparecieron destellos de dolor. Me tambaleé, pise un trozo de la jarra rota y perdí el equilibrio. Nema aprovechó el momento para deshacerse de mi garra y huir.
Antes de que me diera cuenta ya había cruzado la mitad del patio. Salí corriendo tras ella, pero se escabulló y se metió en la casa. Sin embargo esta vez no tuvo tiempo de cerrar la puerta y dejarme fuera. Mis talones martilleaban los escalones mientras la perseguí hacia su alcoba. Enganché un pico de su falda y en el umbral de su habitación la hice caer. Con un dolorido quejido aterrizó con dureza en el suelo y se pegó contra la pared. La llama de una vela, que había sobre un arcón, vaciló.
—Puedes hacerlo fácil o difícil —jadeé—. No quiero pelearme contigo, pero te juro que lo haré si no me contestas, ¿entendido?
Nema apretó los labios y me miró como si yo fuera un perro rabioso al que era mejor no provocar. Sus manos llenas de cicatrices estaban apretadas en forma de puños, pero no hizo ademán de levantarse.
—Nema, ¿eres tú…, eres tú el vampiro? ¿Tú has llevado la desgracia al pueblo?
La vieja resopló. Su boca gesticuló, sus ojos me maldijeron. En ese mismo momento fui consciente de que algo no iba bien: a pesar del ajo y de las semillas de adormidera, Nema había entrado en casa sin ningún problema.
Veloz como un rayo agarró un cubo que había al lado de la puerta y me lo lanzó. Alcé el brazo para protegerme del golpe y me retorcí al instante del dolor, porque me alcanzó en el codo. Llegó a su aposento y pasó la cerradura delante de mis narices. El suelo crujió, las contraventanas golpearon. Yo me levanté como pude y volé por el pasillo de vuelta al patio. Junto al muro agarré la lámpara y corrí todo lo rápido que pude dando la vuelta a la casa. Las contraventanas estaban abiertas, también ahí había fallado el hechizo, lo que me demostró que Nema no podía ser el vampiro. Cuando volví la vista intuí una sombra que huía corriendo en dirección a la colina. La perdí de vista, pero ya imaginaba yo adónde iba. Pues bien, ¡ese plan se lo iba a estropear!
La falda se me llenó de espinos y me faltaba el aliento en los pulmones, pero no reduje la velocidad hasta que no tuve a la vista los arbustos de enebro; entonces me detuve respirando a bocanadas. La luz de la lámpara titilaba. No había peligro. Las piedras sobre la tumba de Jovan resplandecían a la luz de la luna. No estaban dispersas y la cruz de la tumba estaba derecha… tal como lo habíamos dejado. En la semioscuridad tan sólo veía el contorno de una sombra junto a la tumba. O no me oía o se había dado por vencida. La cuestión es que no se giró hacia mí. Estaba arrodillada y ensimismada ante la tumba, de perfil. El tronco de su cuerpo se acunaba hacia delante y hacia atrás como si se hubiera vuelto loca. Asustaba verla así. Sigilosa coloqué mi lámpara junto a un arbusto. Me acerqué e inspiré profundamente para hablarle a Nema cuando oí algo que convirtió mi corazón en un trozo de hielo: un finísimo y agudo murmullo de gimoteo, un sonido terrorífico, como el de un animal que sufre sin comprender su dolor. «¡Así que Nema no es muda!», pensé mientras seguía caminando como en un sueño. Me incliné para ver mejor. El manto de nubes se abrió y un rayo de luna cayó sobre largas piernas… ¡Aquella no era Nema! El horror me invadió como una fría ola cuando reconocí el cabello oscuro de Jovan y el brillo de su mecha blanca. «¡Corre!», gritó una voz en mi interior, pero mis piernas no me obedecían. Se me cayó el mundo encima y literalmente me desplome de rodillas, con las manos en el suelo.
Sin duda los días bajo tierra habían mermado las fuerzas de Jovan. Parecía envejecido y más delgado. Todavía seguía abrazándose a sí mismo y acunándose como si estuviera llorando su propia muerte. Vi su mano, que se asemejaba a una pálida zarpa, y el mechón de su cabello se balanceaba adelante y atrás. Mis manos, como si tuvieran vida propia, encontraron una piedra en el suelo y la cogieron con fuerza, pero habría sido una locura defenderse a pedradas contra un vampiro al que ningún conjuro había podido sujetar a su tumba. «¡Tienes que irte de aquí, ponte a salvo antes de que te vea!», me ordené a mí misma.
Apenas me sentía las piernas pero logré levantarme, con infinito sigilo. Una brisa movió los arbustos y los hizo susurrar. Mi falda ondeaba como una bandera.
De pronto Jovan levantó la cabeza y olfateó el aire. ¡Había olido el ajo! Miró por encima de su hombro. ¡Me miró directamente!
Fue como si mi corazón y el tiempo se hubieran detenido a la vez. Contemplé con horror la cara de la muerte, la misma cara desfigurada que me había estado persiguiendo en mis sueños. Reconocí la boca abierta, los ojos redondos de la muerte…
El vampiro se levantó de un brinco y se giró abruptamente hacia mí con las garras de sus manos en alto… Una extraña sombra tambaleándose. Daba la impresión de tener dificultades para dominar sus extremidades. «Claro, ha estado tumbado quieto mucho tiempo y debe volver a acostumbrarse a caminar erguido», argumentó mi cerebro.
Sentí un áspero cosquilleo en la garganta, pero no me oí gritar. En mis oídos sólo retumbaba el agudo chillido del muerto viviente que se cortó abruptamente. Los músculos del brazo me dolían como si me lo hubiera dislocado y de repente mi mano estaba vacía: sin pensarlo había lanzado la piedra contra el vampiro… y por lo visto le había dado. El monstruo se tambaleó hacia atrás y se sujetó el brazo. Se retorcía de dolor y soltó un llanto aún más terrorífico que el chillido. Pensé que se abalanzaría sobre mí, y sin embargo, me miró con los ojos muy abiertos y, gimiendo, cayó de rodillas. De esa manera fui capaz de evaluar que ese cuerpo era mucho más delgado que el de Jovan, y su cara era claramente más estrecha, la nariz extrañamente corta, como deforme.
—¡La bruja! —sollozó aquel cuerpo haciendo la señal de la cruz—. ¡Virgen Santa! ¡La bruja! ¡Virgen Santa, ayúdame!
«Pero si los vampiros no lloran», me dije desconcertada. «No tienen sentimientos. ¡Y tampoco rezan!».
La criatura repetía esas palabras como una invocación una y otra vez, hasta que después de muchos interminables segundos comprendí que ese monstruo estaba realmente asustado y mis creencias se desmoronaron.
—¿Quién es la bruja? —conseguí decir a duras penas.
Soltó un sonido de miedo y se arrastró hacia atrás.
—¡Tú! Tú… quieres comerte mi corazón. ¡Virgen Santa, protégeme!
No me corría la sangre en las venas y mis piernas seguían empujándome para salir corriendo, pero mi sentido común me ordenaba que me quedara allí. «No es Marja, nunca ha sido Marja…». ¿Entonces…? La voz del monstruo sonaba humana…, joven y deformada por el miedo. No hablaba con claridad, lo que tal vez se debiera a que sus labios estaban tan deformes como su nariz.
—¡Yo no soy ninguna bruja! —dije con tanta serenidad como si estuviera hablándole a un animal asustado—. ¿Quién dice eso?
Escuché su acelerada y dificultosa respiración.
—Nema —susurró, y tosió una tos seca—. Ella dice que tengo que mantenerme alejado de ti. No debo dejarme ver, ¡pero tú hace tiempo que me persigues! Tú… me pones ajo y también me colocaste el espejo con el conjuro. ¡Quieres destruirme! ¡Nos quieres matar a todos!
A pesar de que estaba oscuro, vi de repente muchas cosas con una claridad cegadora: el espejo, la cara deformada en la ventana, la figura en la noche, la piedra lanzada contra mi contraventana…
Cuánto miedo debía de tenerme si incluso recurría a la magia para repeler a una bruja: la paloma muerta, el espino blanco… y el murciélago. Debió de coger el cuchillo de la tumba. Probablemente Nema sólo había intentado eliminar esa prueba antes de que yo la descubriera. De nuevo tosió e inspiró para coger aire.
—Yo no voy a hacerte nada —dije intentando tranquilizarle.
El viento silbó entre los arbustos, acarició mi piel y empujó mis rizos hacia mis mejillas. Asustado, el hombre se tapó la cara con ambas manos, se tambaleó hacia detrás y soltó un tortuoso ahogo. Debía de ser el olor a ajos. Una horrible sospecha me cerraba la garganta. Nema no me había mentido cuando en el establo me señaló que un hombre con un mechón blanco bebía la sangre. ¡El mechón blanco!
—¿Eres… hijo de Jovan? —pregunté con suavidad—. ¿Cómo te llamas?
El hombre se tambaleaba como si apenas se pudiera mantener en pie de debilidad.
—Vampiro —susurró con la voz ahogada por el miedo.
Luego, puso los ojos en blanco y se derrumbó desmayado junto a la tumba.