Capítulo 12

Los días de luto comenzaron con una calma fantasmal. Una fresca lluvia se posaba como un paño gris sobre el cielo y los prados. Cada uno de nosotros vivía su propio dolor. Danilo ya no dormía en nuestro lecho matrimonial, sino en la cocina o en la torre Jelena. Yo no había querido este matrimonio, pero era amargo ver lo fácil que resultaba abandonar aquello que había jurado ante los iconos.

A menudo descubría cerca de la tumba a uno de los pastores o a alguno de los hombres del pueblo vigilándome con atención. Ninguno de esos visitantes no invitados me saludaba; imaginaba que los enviaba Milutin para comprobar que seguíamos los rituales y que la tumba no mostraba ningún signo de «regreso». Una vez le pedí a un pastor que saludara a Branka de mi parte y que le dijera que pronto iría a visitarla al pueblo, pero él salió corriendo sin contestarme. Casi todos los días encontraba nuevas muestras de conjuros: estacas de madera de fresno clavadas junto a la cruz en el suelo, ceniza y tallos de espinos salvajes. Pero también hubo muestras de afecto… Esas me las solía encontrar en las cercanías, junto a los arbustos de enebro, junto a la torre y una vez incluso sobre el muro: dos palos atados formando una cruz que recordaban al colgante de Dušan, una manzana pulcramente abrillantada… En mi interior esperaba tropezarme con Dušan cuando su camino le llevara a pasar por nuestra finca, pero lo único que hallé fueron sus regalos y huellas salteadas de los cascos de su caballo Šarac a orillas del bosque, o como mucho una huella de zapato en el barro. Sívac no ladraba nunca y por mucho que afinara el oído por las noches, nunca oí ningún silbido bajo mi ventana. Así que tomaba esos regalos y me alimentaba de ellos como si fueran caricias. Escuchaba los golpes del hacha de Dušan en el cercano bosque y me sentía menos sola.

Porque estaba sola. Nuestra pequeña comunidad había caído en una paulatina decadencia, a pesar de que Simeón hacía todo lo posible por evitarlo. Celebramos las fiestas cristianas de ese mes, pero nuestras oraciones estaban sin alma, sin unión. El huso de hilar de Nema yacía abandonado encima del alféizar, y ella huía en cuanto me veía y me cerraba la puerta delante de las narices.

—¡Déjala en paz de una vez! —gruñó Simeón al verme una vez más golpear contra su puerta—. Continúa fuera de sí de dolor. Dale tiempo, ya se recuperará.

Sin embargo, yo sabía muy bien que el comportamiento de Nema nada tenía que ver con el dolor. Cuando advertía su mirada, me entraban escalofríos de tanta enemistad que emanaba.

Disimuladamente empezamos a acecharnos mutuamente. Eran muchas las cosas que de repente me saltaban a la vista en ella: que ella no tocaba jamás algo que yo hubiera tocado antes; que únicamente comía en su alcoba; que sus contraventanas estaban siempre cerradas; y que nunca la veía ir a la tumba, a pesar de que sus opanak estaban manchados del barro claro y pegajoso de la colina. Puertas que yo había cerrado, me las encontraba abiertas y muchos objetos cambiados de sitio. Cuando cruzaba el patio era la mirada de Nema la que sentía en la nuca… Yo simplemente atrancaba la puerta con más precaución que nunca.

Simeón, Danilo y yo apenas comíamos juntos y, si alguna vez lo hacíamos, los dos hombres únicamente discutían sobre cómo llevar adelante la finca. Cuando Danilo nos comunicó que iba a vender todos los caballos, Simeón se llevó las manos desesperado a la cabeza.

—¿Cómo puedes hacer eso? —gritó—. Primero das por perdidas a las yeguas, así sin más, y ahora esto. ¿Quieres destruir lo que tanto le importó a tu padre? ¡Sabes que los caballos son el alma de esta finca!

Yo pensé en Jovan, en sus miedos, en la maldición y de nuevo se me encogió el corazón.

—No hace ni cuatro semanas que está bajo tierra —dije a media voz.

—Creedme, ojalá tuviera otra elección —respondió Danilo con voz dura—, pero ¡mirad a vuestro alrededor! El dinero obtenido de su último viaje de negocios ya está casi agotado, las despensas y los baúles de tabaco están prácticamente vacíos… Nos quedaremos cinco animales y venderemos los demás.

—¿Sólo cinco? —exclamó Simeón que no daba crédito—. ¿Cinco? ¿Sabes lo que estás diciendo?

Los dos hombres se miraron como si de un momento a otro fueran a saltarse a la yugular.

—Con cinco tendremos suficiente —gruñó Danilo.

Simeón se levantó de la mesa de un salto y salió maldiciendo a voz en grito. Me sobrecogí cuando la puerta se cerró de un portazo tras él. Danilo se reclinó cansado en su silla.

—No te preocupes —dijo frotándose los ojos—. No nos desprenderemos de tu caballo.

—¿Pero qué hay del dinero del que hablan en el pueblo? —pregunté—. Tu padre era rico, ¿o no?

Sobre el rostro de Danilo yacía una amarga sonrisa cuando me contestó.

—Si en algo Jovan fue un maestro, fue en inculcar a sus socios tanta confianza, con la simple apariencia de riqueza, que gustosamente hacían negocios con él. Lo siento Jasna, pero todas esas historias sobre el oro turco no son más que cuentos.

Curiosamente esa novedad no me sorprendió en absoluto. Pegaba demasiado bien con la imagen que a esas alturas yo tenía de Jovan. Y también recordé lo mucho que me había extrañado a mi llegada ver el portón tan podrido y los viejos candados.

* * *

Desde el funeral había dormido sin soñar nada, agotada, pero en la última noche de septiembre los sueños volvieron.

Me veía ante la cabaña de Anica escuchando su risa, pero la alcoba estaba vacía. A la luz del sol ondeaban telarañas y las pisadas de los ratones escribían su propia historia en el polvo del suelo. Notaba que el frío me subía por las piernas y, al retirarme de la ventana, veía que el agua me cubría hasta las rodillas y ¡estaba en medio de un arroyo que fluía directamente ante la cabaña!

—¡Salta! —me susurraba Bela—. ¡Sumérgete!

Mis dientes castañeteaban de frío y el rumor del agua me retumbaba en los oídos.

—¡Bela, no puedo! —conseguí decir con voz ahogada, porque sabía que iba a morir.

La sola idea del agua gélida llenando mis pulmones dolía. Al intentar salir del arroyo, palpé con mis entumecidos pies piedrecillas, algas y una lisa piedra escarpada. Al igual que tantas otras veces en sueños, me costaba moverme, me escurría sobre las resbaladizas algas hacia el fondo. Grité… ¡La muerte estaba tan cerca!… De pronto dos brazos me abrazaron por detrás y me sujetaron. Un cuerpo cálido se apretó contra mi espalda, un aliento acarició mis mejillas.

Enkrat naprej, enkrat nazaj —cantaba Dušan con suave voz acunándome al son de la canción—. Cierra los ojos y sujétate con fuerza, ljubica.

Y yo me giré y me abracé a él como si realmente me estuviera ahogando. Sus labios recorrieron mi frente y una cariñosa mano me acarició el cabello. Inspiré el olor de su piel, que siempre olía un poco a la resina de los árboles que talaba, y sentí cómo el deseo fluía por mi piel igual que una cálida corriente. Quería mirar a Dušan, pero su mano se posó sobre mis ojos.

—No me mires. Jamás, ¿me oyes?

Entonces se apagó el calor y se convirtió en algo gélido.

Empapada en sudor y con el miedo metido hasta en el último poro de mi cuerpo desperté sobresaltada sintiendo todavía el recuerdo de un grito desgarrador que creí haber oído a través de los aullidos del viento. La presencia de Bela era tan cercana que incluso tenía el aroma de sus cabellos de hada en mi nariz, pero ella no decía ni una palabra. O tal vez simplemente yo ya no la oía, porque un rumor y el ruido de un continuo goteo llenaban el aire. Un viento helado sopló por la habitación y arrastró la manta de la cama. Cuando me levanté de un salto para cerrar las contraventanas, sentí bajo mis pies granos de hielo del tamaño de una avellana y casi resbalo. ¡Una tormenta de granizo en esta época tan temprana del año! A la luz de la luna no pude vislumbrar siquiera la orilla del bosque, la cortina de granizo blanco me distorsionaba la vista. Cuando por fin conseguí cerrar las contraventanas, estaba completamente empapada y tan helada que apenas sentía mis dedos. Temblando bajé a la estancia principal. También aquí abajo golpeaban las contraventanas, como si muchas manos invisibles las estuvieran sacudiendo, pero ninguna de las ventanas se había abierto. Danilo dormía en la torre Jelena, pero me preocupaba Sívac. Me estaba calzando ya para salir a por él, cuando un golpe seco contra la ventana me hizo sobresaltarme. Sonó como si alguien hubiera tirado una piedra contra las contraventanas. En fin, de haber sido un silbido era poco probable que lo hubiera oído con esa tormenta. «¿Por qué viene precisamente hoy aquí? ¿Por qué con esta tormenta?», pensé. Y aun así, el deseo que había sentido en mi sueño seguía tan vivo que corrí sin más hacia la ventana y la abrí. También aquí enseguida me golpeó el granizo contra la cara. Me protegí los ojos con la mano y parpadeé. Un poco más allá de la torre efectivamente creí ver una silueta oscura, un cuerpo agachado.

—¿Dušan? —llamé, pero nadie me contestó y la cortina de hielo y agua se cerró ante mis ojos.

Justo cuando me proponía volver a cerrar la ventana con las manos entumecidas, convencida de haberme equivocado, se me clavó una astilla en el dedo. En la superficie mojada de la contraventana palpé claramente una zona astillada.

* * *

Durante la noche parecía haber entrado el invierno. Por la mañana el prado seguía estando blanco del granizo, que se resistía a derretirse. Danilo tenía el pelo mojado y un arañazo en la frente. Durante la noche había cruzado en medio de la tormenta desde la torre Jelena a los establos para intentar tranquilizar a los asustados caballos. Uno de ellos se había soltado y le había empujado contra la puerta.

—Justo lo que nos faltaba —gruñó Simeón contemplando los destrozos a su alrededor.

El tejado de los establos se había visto afectado, mi huerta y todas las cepas de la ladera estaban destruidas, y las frutas que estaban madurando en los frutales habían sido golpeadas y arrancadas junto a las ramas. Dolía contemplar los maltrechos árboles.

—Hay que arreglar el tejado de inmediato, no queda más remedio —ordenó Danilo—. Quién sabe si no habrá otra tormenta. El cielo parece querer descargar. Jasna, tú ocúpate de los caballos y da bien de comer a las tres yeguas húngaras. Tengo que llevarlas esta tarde al regimiento. Ahora necesitaremos el dinero más que nunca.

—Antes debemos ir a la tumba —dejé caer.

—Eso puede esperar —decidió Danilo—. Primero el tejado y los caballos.

Mis cabras se apretujaban unas contra otras en un rincón de su cuadra y los caballos aguzaron sus orejas al acercarme a ellos. Una y otra vez miraba a mí alrededor en busca de Nema, pero no conseguí verla por ninguna parte. Posiblemente se quedaría todo el día en su alcoba y no aparecería por la estancia principal hasta la noche, como un fantasma.

En cuanto el trabajo estuvo realizado, corrí hacia el pasto en busca de huellas, pero la tormenta y el granizo derritiéndose habían convertido el prado en un pantano. Ya fueran huellas de cascos de caballos, charcos del granizo o pisadas humanas…, nada podía distinguirse ya. Justo cuando me disponía a volver, mi mirada recayó sobre algo claro, demasiado grande y afilado para ser granizo. Con un extraño sentimiento en el estómago recogí la piedra y la sopesé de forma crítica en mi mano. No había duda. ¡Tenía que ser la piedra que había volado contra la contraventana! Tenía un pico que encajaba con el lugar astillado e incluso un poco de la pintura oscura de la contraventana. Así que efectivamente hubo alguien merodeando por la noche. Y no fue alguien que llamara a la puerta. La piedra había sido lanzada con tanta fuerza como para hacer añicos la contraventana. Y otra cosa me asustó: ¡esta piedra blanca era igual que las que tapaban la tumba de Jovan!

No esperé a Danilo ni a Simeón, sino que eché a correr. Cuando llegué a la cima de la colina, sentía el flato ahogándome. Respirando con dificultad, me detuve, la piedra apretada contra mí. Las piedras blancas estaban desordenadas, algunas habían sido arrastradas y la cruz estaba ligeramente torcida. Me arrodillé, aparté el granizo hacia los lados con las manos desnudas y comprobé si había agujeros en la tierra por los que un vampiro hubiera podido volver al mundo de los vivos. El agua del deshielo empapaba mi falda. Sólo cuando estuve segura de que ni un agujero conducía al exterior de la tumba, me incorporé aliviada. Fue entonces cuando vi dos piernas. ¿Jovan?, me pasó por la cabeza. Me levanté de un brinco soltando un grito. Era Danilo.

—¿Te he asustado? —me preguntó—. Te he visto salir corriendo de la finca y te he llamado. ¿No me has oído?

Negué con la cabeza. Entonces también llegó Simeón a la tumba.

—¿Continúan ahí los signos del conjuro?

Danilo dirigió su preocupada mirada hacia los espinos de fresno y asintió.

—Sólo ha sido el granizo, pero tenemos que volver a arreglar la tumba.

—Alguien ha lanzado esta noche esto contra nuestra contraventana —dije mostrando la piedra—. Proviene del montículo de la tumba. ¿Y si fue Jovan?

Simeón cogió la piedra de mi mano y la sopesó.

—Piedras de estas también hay detrás del prado, junto al arroyo —gruñó—. A lo mejor fue uno de los pastores. O un borracho.

—¿En mitad de la noche? Habría tenido que recorrer un largo camino, ¿no crees?

Simeón le quitó importancia con un movimiento de mano.

—Sabes tan bien como yo que en el bosque hay cabañas para los pastores. A lo mejor el granizo mató algún cordero y por eso el tipo estaba furioso. Ya sabes cómo es la gente y de lo que nos creen capaces. Si el granizo estropea la cosecha, la culpa la tiene el difunto terrateniente.

Con las palabras de Simeón, Danilo se puso aún más pálido y esquivó mi mirada. Los dos pensamos lo mismo: si la gente del pueblo buscaba a un culpable, no dudarían en responsabilizar del granizo al hijo maldito de Jovan.

—Vamos, no pongáis esas caras —dijo Simeón contrariado—. ¡No fue él! Él yace aquí, en paz. La tumba está intacta. Y además: ¿por qué iba a estar tu suegro tan furioso contigo como para querer romper tu ventana?

«Puede que mi suegro no, pero es posible que Nema sí esté lo suficientemente furiosa», se me pasó por la cabeza.

Disimuladamente observé a los dos hombres mientras amontonaban las piedras y sujetaban la cruz. Ninguno propuso hacer guardia ni buscar más huellas. Ninguno mencionó a Nema. Y de nuevo tuve la sensación de que tenían un pacto del que yo no debía saber nada. Cuando se alejaron de la tumba, no los detuve. Esperé hasta que desaparecieron de mi campo de visión, saqué el cuchillo de Dušan y lo clavé en el lateral de la tumba de tal manera en la tierra que sin duda la punta quedó sobre el corazón de Jovan.

Naručeno ti je, da sene kreces s tvojega mesta! —pronuncié el conjuro e hice la señal de la cruz.

Por seguridad dejé el cuchillo clavado en el suelo. Mientras me apresuraba colina abajo, no miré atrás, hasta que un silencioso silbido directamente detrás de mí me hizo sobresaltarme. Me quedé demasiado perpleja como para alegrarme. La repentina cercanía de Dušan me descontroló por completo y me dio rabia que el recuerdo de mi sueño me hiciera sonrojarme de inmediato.

—¿Tenías que acercarte así, a hurtadillas? —susurré.

—¡Bonito saludo después de tantas semanas de cortejo amoroso! Preciosa, el luto no te favorece. Estás pálida.

En fin, aquello era el mejor ejemplo para mostrar lo mucho que puede diferir un sueño de la realidad.

—¡Pues tú tampoco tienes mejor aspecto! —le respondí poniendo un paso más de distancia entre nosotros—. ¿Estuviste esta noche junto a mi torre?

Dušan arrugó la frente.

—La verdad es que haría muchas cosas sólo por verte, pero siento tener que decirte que una tormenta de granizo como la de esta noche impide salir a cualquiera, hasta a un servidor. No; tuve que sujetar el tejado de mi cabaña, pero esta mañana pensé en echar un vistazo para ver si tu torre sigue en pie —las últimas palabras sonaron más cariñosas y creí que sinceramente había estado preocupado por mí.

—Jasna, ¿qué haces que no bajas?

Me sobresalté como si me hubieran pillado en falta. Era Danilo el que me llamaba.

Dušan agarró mi mano y me acercó tanto a él que sus susurros acariciaron mi cabello. Me sobrecogió percibir realmente su olor a resina y sentir su piel y su mano sobre mi espalda cuando me acercó aún más a él. Fue como en mi sueño, sólo que mucho, mucho más desconcertante. La cercanía no me importaba…, al contrario, deseaba dejarme sumergir en el abrazo.

—¡Tengo que hablar contigo! —susurró.

—¿Ha… ocurrido algo? —musité.

—No, pero echo de menos los pinchazos de tus espinas. Pasado mañana por la noche vendré a verte.

Durante el tiempo de unos pocos latidos su boca estuvo muy cerca de la mía y yo me pillé deseando besarle sin más.

—Dušan, no sé si… Pero para entonces ya sólo quedaba una luminosa sonrisa entre los arbustos.

—¡Cuídate, preciosa! —escuché decir, y acto seguido desapareció.

Me quedé aturdida y con el corazón exaltado. En mi mano sostenía algo sedoso, liso: una pluma brillante de cuervo.

* * *

Me había imaginado cómo sería volver a ver a Anica. En mis pensamientos conversábamos racionalmente y con cortesía. Sin embargo, cuando precisamente aquella tarde de pronto salió de la sombra de un árbol y se acercó al arroyo, sentí como si en mi estómago se estuviera apretando un doloroso nudo. La falda de Anica y su pañuelo en la cabeza estaban mojados por la fina lluvia. Llevaba una cesta con pinta de pesar. Pero ante esta imagen se coló de inmediato esa otra que me hacía sentir tan insegura: el rayo de sol sobre su desnuda espalda, su cabello largo y suelto. Un secreto de dos amantes que no era para mí.

Apresuradamente llené mis dos cubos de agua, enganché las asas de los extremos del travesaño y equilibré los recipientes sobre mis hombros.

—¿Quieres que te ayude? —me preguntó Anica.

Yo negué moviendo la cabeza.

—Dudo que vayas a comprar uno de nuestros caballos, así que no sé lo que se te ha perdido por aquí.

Con esas, la dejé plantada sin más y crucé el farragoso prado en dirección a mi torre. La lluvia me corría por el escote y me empapaba. Naturalmente ella me siguió. De soslayo percibí cómo caminaba a mi lado, ligera, una figura negra, esbelta, que me sobrepasaba una cabeza. Con cada paso que daba, mi rabia aumentaba, sobre todo cuando Sívac vino saltando hacia nosotras y saludó también a Anica, ladrando contento. Malhumorada descargué los cubos, los cogí de las asas y los llevé escaleras arriba. En la puerta me giré hacia Anica.

—Has hecho el camino en vano. Danilo ha salido a caballo y no volverá hasta la noche.

—No he venido a ver a Danilo, sino a ti.

—En ese caso, espero que estés acostumbrada a la lluvia —respondí con sarcasmo y cerré la puerta tras mi espalda.

—¡Jasna! —su voz sonó contenida, pero no por eso menos enérgica, oí retumbar sus pasos en la escalera y enseguida su puño golpeó la madera—. ¡Déjame entrar, es importante!

—¡Vete al infierno! —grité.

Creí oír a través de la puerta una retahíla de juramentos, pero los golpes cesaron. Casi se me cae una jarra y aticé tanto el fuego en el hogar que un trozo de brasa saltó al suelo. Cuando miré por la ventana, ahí estaba Anica, con los brazos cruzados al pie de la escalera y con mi infiel y cobarde perro, empapado y contento, jadeando sentadito a su lado como si hubiera encontrado la felicidad. En la postura, exageradamente erguida de Anica se denotaba una tenacidad que rayaba la testarudez. Su gesto me era más que familiar… Esa de ahí afuera podía ser perfectamente yo, domingo tras domingo, sentada ante la iglesia. Intenté no asomarme más a la ventana, pero naturalmente no lo conseguí. Poco después volvió a llamar a la puerta, insistentemente y llena de impaciencia. A esas alturas mi malestar se había convertido ya en ira. Abrí abruptamente la puerta.

—¿Qué quieres de mí? ¡Aquí no se te ha perdido nada!

—En eso te doy gustosamente la razón —respondió con sequedad—. Puedes creerme: nada me traería hasta estas malditas torres si no fuera importante. Y no me iré hasta que como mínimo me hayas escuchado.

El agua caía a mares de su falda. Sus labios estaban morados de lo helada que estaba.

—¡Caliéntate un poco y luego márchate! —dije.

Ella asintió visiblemente aliviada y entró. Sívac también intentó colarse en la cálida habitación, pero yo le eché despiadada de nuevo a la lluvia.

—¡Lárgate al establo, traidor! —le bufé y cerré la puerta.

Anica dejó la cesta sobre la mesa y sacó de ella una jarra con leche de vaca y un plato. La leche estaba aguada y el pan completamente reblandecido, pero aun así pude percibir el olor a nueces molidas y manzanas con que estaba rellena la masa. También dejó un puñado de dientes de ajos y una bolsa sobre la mesa.

—Semillas de adormidera —me aclaró.

—¿Para qué? ¿Y a qué has venido aquí?

—A darte mi pésame —contestó Anica sosegada, mientras se secaba la lluvia de la cara—. Y todo esto es para la tumba.

Se notaba lo incómoda que se sentía en la torre. Se frotaba las manos nerviosa, como si quisiera calentárselas. Cuando su mirada recayó sobre la pluma de cuervo de Dušan, se me disparó la sangre a las mejillas, a pesar de que Anica no podía saber quién me la había regalado.

—¿Por qué traes alimentos al difunto? ¿Conocías bien… a mi suegro? —le pregunté finalmente, para acabar con el desagradable silencio.

Sus ojos relucían como si mi pregunta tuviera algo gracioso.

—No demasiado. Para Jovan yo no valía mucho. Por cierto, que él para mí tampoco.

Su sinceridad me desconcertó.

—Vaya, muestras poco respeto por los difuntos —comenté—. Ni por tu marido, ni por Jovan. Espero que no hayas venido aquí para bailar sobre su tumba.

Quedó patente que no era fácil hacer que perdiera la compostura. Cualquier otra mujer habría reaccionado ofendida y furiosa, sin embargo Anica únicamente arqueó las cejas. Las comisuras de sus labios temblaron… y de repente, ¡echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír! Era una risa abierta, sincera, que a pesar de todo me gustó.

—¡Bueno, menos mal que hoy me bombardeas con palabras en vez de con trozos de leña! —dijo con destello de lince en los ojos—. Aunque tus palabras también golpean con dureza. ¿Bailar dices? Bueno, ¿por qué no? La gente como yo no tenemos nada que perder. Y si de todos modos voy a ir al infierno, al menos quiero disfrutar de la vida mientras pueda.

Su desfachatez me indignaba y me fascinaba a la vez.

—¿A eso has venido? ¿A reírte de mí? —le pregunté.

Anica volvió a ponerse seria y me miró con tal firmeza que me avergoncé en mi propia casa.

—Nada más lejos de mi intención, Jasna —dijo—. Sé que te incomoda verme aquí y lo entiendo perfectamente. Imagino que estarás esperando una disculpa de mi parte, pero no la vas a recibir. Lo que pasó, pasó, y sería una hipócrita si te dijera que me arrepiento. No obstante quiero que sepas que yo… no soy ese tipo de mujer por la que tanta gente me toma. Puede que Danilo no te lo haya contado, pero nos conocemos desde niños. Cuando éramos jóvenes soñábamos con marcharnos algún día de aquí —ahora había algo cálido en su profunda voz, tuvo que tragar saliva y continuó en voz más baja—: No sé si lo entiendes, pero a veces se quiere a una persona tanto… que es casi como una maldición.

Sin yo quererlo, mi mirada se desvió hacia la pluma de cuervo. Durante un momento deseé poder olvidarme de mi orgullo, pero era más fácil estar furiosa con Anica que reconocerme a mi misma que ella despertaba en mi algo que me asustaba: mi deseo hacia Dušan y, a la vez, mi miedo por ese deseo.

—¿O sea que has venido a demostrarme que tú tienes más derechos que yo por antigüedad?

—¿Para qué? Los tengo de todas formas —respondió sin un ápice de burla—. Danilo y yo pertenecemos el uno al otro.

—¿Ah sí? ¿Entonces por qué te casaste con Luka? —exclamé—. Si vuestro amor es realmente tan grande como dices, no deberías…

—¿Y por qué has dejado tú que te vendan? —preguntó interrumpiéndome—. Jasna, ¿crees que siempre tenemos elección? ¿Siempre somos lo suficientemente fuertes como para defendernos cuando todo un pueblo o toda nuestra familia nos obliga a algo? —una sombra entristeció su rostro e intuí lo que habría sido cada hora que había pasado junto a Luka—. No. Sabes tan bien como yo lo difícil que es estar sola frente a los demás. Y no fue únicamente el pueblo el que hizo todo lo posible por alejarme de Danilo; tampoco Jovan habría consentido jamás que su hijo y yo nos casáramos. No sé por qué, pero él no soportaba ni siquiera mi presencia. Tal vez porque soy hija de una madre soltera más pobre que las ratas y porque entre los vecinos del pueblo nunca he valido mucho.

«Puede que fuera sólo porque, con tu cabello negro, te pareces demasiado a Marja», pensé instintivamente.

—Le prometió dinero a mi madre si ella conseguía que me casara con Luka —continuó Anica—. Mucho dinero, que estuvo esperando hasta que murió. Y por Dios que ella hizo de todo para que me doblegara a su voluntad y la del pueblo. Cedí porque sabía que Danilo jamás se opondría a Jovan.

—Entonces debes de estar contenta de que ahora esté muerto.

Ella sonrió sin alegría y movió negativamente la cabeza.

—Ojalá fuera tan fácil. En el fondo no cambia nada. Danilo está tan arraigado a estas torres que nunca las abandonará. Ni siquiera por mí. Le odié por no haber luchado entonces por mí. Pero cuando le volví a ver después de la festividad de Ivanje…

De pronto enmudeció, como si ya hubiera desvelado demasiadas cosas sobre sí misma. La imagen de su baile flotaba en la estancia… y también otro recuerdo: Bela con su vestido blanco. Lo oscuro y lo claro revoloteaban por la habitación, giraban uno alrededor de la otra, se sobreponían y se volvían a separar.

—¡Cualquiera que me oiga! —dijo Anica enfadada—. ¡Pues no estaba a punto de pedirte disculpas…!

A eso no se me ocurrió qué responder. De nuevo se hizo una tensa pausa únicamente ocupada por los gemidos de súplica de Sívac tras la puerta.

—Gracias por la leche y el pan relleno —dije finalmente—. Es muy… generoso regalarle esto a un hombre que te trató tan mal.

Sorprendida, Anica se echó a reír.

—¡Pero si las ofrendas para el difunto no son mías! —exclamó—. ¿Crees que me sobra la leche? No, estas cosas te las manda Branka.

Ahora era yo la que se había quedado perpleja.

—¿Vienes del pueblo? ¿Y ahora de repente las mujeres del pueblo hablan contigo?

Anica se encogió de hombros.

—Como nadie más se atreve a venir a Las Tres Torres, sí, de repente la viuda vuelve a ser buena. Total, como ella de todos modos ya está condenada, si se la lleva el diablo, no se pierde mucho.

De pronto me sentí inquieta.

—¿Branka tiene miedo de venir ella misma hasta aquí? ¿Por… la granizada?

—No es únicamente el granizo —contestó Anica con un sentido oculto entre líneas que me inquietó—. Esa es de hecho la verdadera razón por la que estoy aquí, Jasna, para advertiros. La gente del pueblo tiene miedo. Y quien tiene miedo es capaz de muchas cosas. Hace dos semanas que se suceden acontecimientos extraños. Primero encontraron algunas ovejas muertas en el prado. Un lobo las había desgarrado, pero no se había comido la carne. Desde entonces los hombres hacen guardia por las noches, pero aún no han visto ningún lobo. Y desde que murió Stana, ha ido creciendo la inquietud…

—¿Stana? ¿Muerta? —casi grité.

Anica abrió los ojos de par en par.

—¿Es que no lo sabías…?

—¿Cuándo? ¿Qué ha pasado?

—Mataron a una de sus ovejas. Hace cuatro días. Y como era bastante pobre, no quiso desperdiciar la carne y comió de ella. Empezó a tener dolores y dos días más tarde estaba muerta.

No podía decir que Stana y yo hubiésemos sido amigas pero lo sentía por ella. Jamás le habría deseado un final así.

Entre tanto se había hecho algo más oscuro en la estancia y la cara de Anica flotaba como una máscara clara en aquella penumbra.

—Otros también han enfermado…, entre ellos la mujer del carpintero, el sirviente de un hajduk y Dajana.

—¿Dajana también?

Ahora tuve que sentarme.

—No fueron precisamente amables contigo, pero aun así las apreciabas, ¿verdad? —dijo Anica conmovida.

—Aprecio a demasiada gente —murmuré—. Y demasiadas veces a la gente equivocada.

—En ese caso sólo espero que sepas distinguir de qué lado estoy yo. Quiero ser sincera, Jasna: las cosas están mal y Pandur está completamente fuera de sí, porque teme por la vida de Dajana. Para colmo esta noche ha muerto de repente uno de vuestros trabajadores, precisamente el que más maldecía en vida a Jovan. Él… se quedó sin aire y escupió sangre, como si un ser invisible le estuviera aplastando el cuerpo. Juró antes de morir que alguien se le había aparecido durante la tormenta y que le había estrangulado. Dijo que fue Jovan.

—Pero él yace en la tumba —susurré y pensé al mismo tiempo con un escalofrío «¿Y si fuera Nema?».

Anica miró pensativa hacia la ventana.

—Esperemos que así sea. De todos modos, Branka me ha pedido que te dé un recado: el sábado debes rociar la tumba con agua del arroyo hirviendo. Eso destruirá a Jovan, en caso de que hubiese… vuelto. En el pueblo han pintado cruces con brea en todas las puertas, tú también deberías hacerlo. Y… también quiero pedirte algo, Jasna… Quiero que adviertas a Danilo. Tiene que cuidarse de la gente del pueblo. Lo mejor sería que no se dejara ver por allí. Son como lobos cuando se trata de proteger a la comunidad… Es por lo que ellos creen que es… Cerrad bien las puertas, por favor.

Yo asentí y Anica me sonrió agradecida.

—Bien —dijo cogiendo la cesta de la mesa—. Se ha hecho tarde. Tengo que irme.

—¡Espera! —dije levantándome de la silla de un brinco—. Te acompañaré durante un trecho.

Desearía poder decir que la acompañé por amistad, pero la verdad es que de buena gana me habría ido corriendo con ella. El ciclo ya había tomado el color azul oscuro del anochecer y había convertido el lindero del bosque en una negra y puntiaguda mancha. El viento del atardecer era frio. Disimuladamente le eché a Anica una mirada de soslayo y vi que estaba temblando en sus empapadas ropas. En silencio me quité el pañuelo de lana seco de los hombros y se lo ofrecí. Ella titubeó, pero finalmente lo aceptó. Me quedé en el borde del bosque mirando cómo se alejaba y se fundía con las sombras de los árboles. Pensé en los lobos y en que ella en su cabaña, tan apartada del pueblo, vivía solitaria como un fantasma, y simplemente sentí miedo por ella.

* * *

Me alegré de tener a Sívac a mi lado mientras regresaba. Cada paso que daba en dirección a las torres me costaba más esfuerzo. «Lo mejor sería echar hoy mismo el agua hirviendo sobre la tumba», pensé. A mitad del camino, mi perro se detuvo y aguzó las orejas. Ladraba una vez y volvía a escuchar. Intenté reconocer lo que él había percibido, pero no vi nada. Luego, salió de pronto disparado, cruzó la campa y entró por la puerta del establo, donde desapareció de mi vista. Me disponía a llamarlo para que volviera cuando de repente aulló lastimeramente. Después, silencio. Eché a correr con los puños apretados y salpicando barro hacia la puerta. El bastón para arrear a las cabras estaba apoyado contra el muro y lo agarré. Corrí al patio. Sívac vino cojeando y gimoteando hacia mí, como si alguien le hubiera propinado una patada. En medio del patio estaba Nema.

—¿Qué haces? —la increpé—. ¿Por qué le pegas a mi perro?

La cara de Nema tenía la expresión de un depredador al que han acorralado. Al ver sus manos me invadió un susto terrorífico: estaban cubiertas de sangre. Nema aprovechó mi indecisión y se giró abruptamente. Algo se le cayó de la mano, pero no lo recogió, sino que huyó. Yo corrí tras ella, pero de nuevo llegué tarde. La puerta casi me rompe la mano. La cerró con tal fuerza como si la vieja hubiera volcado todo su peso contra ella para mantenerme alejada. Furiosa golpee con el bastón contra la madera.

—¡¡¡Te cogeré!!! —grité—. Tú sabes lo que está pasando aquí, ¿verdad? Nema, ¿has visto a Jovan? ¿O has sido tú la que ha ido al pueblo?

Su contestación fue el roce del cerrojo. Cuando saqué la llave y la metí en la cerradura, noté que había algo metido dentro. Maldije y me retiré. A pocos pasos delante de mí, Sívac estaba olfateando la cosa que se le había caído a Nema de las manos. Me acerqué y me agaché. Un murciélago muerto. Atravesado por el cuchillo de Dušan que yo había dejado clavado en la tumba esa mañana. Era un símbolo mágico con el que mantener alejada a una bruja. O la amenaza de destrucción de alguien…

Hacía mucho tiempo que no había tenido la sensación de estar siendo observada, pero en ese instante sentí claramente que la torre negra miraba hacia mí, acechando. Me repugnó coger el mango pringoso del cuchillo y quitar el animal muerto de él. Me levanté rápidamente y corrí hacia mi torre.

«Tengo que contarles todo a Simeón y a Danilo, tengo que hablarles del sirviente muerto y…», pensé mientras atrancaba con manos temblorosas la puerta. Entonces recapacité y me detuve. Una revelación me alcanzó como un rayo. ¿Cómo había podido ser tan ciega? Los dos habían estado en los últimos días varias veces en el pueblo y alrededores, así que a la fuerza tuvieron que oír algo sobre los ataques de los lobos y sobre la muerte de Stana y… Pero no me habían dicho nada. «Lo saben, y están protegiendo a Nema», pensé sin poder dar crédito.