Tendrían que haberme recibido los lamentos de las plañideras y las oraciones, pero al entrar en la habitación turca únicamente me recibió un silencio fantasmal. Olía a ajo, lo que por un momento me sorprendió. ¿Cómo lo habría consentido Nema? Simeón y Danilo estaban sentados a la mesa que hacía de lecho mortuorio, inclinados hacia delante. Los dos apoyaban los codos sobre las rodillas y enterraban sus manos en los cabellos, lo que los hacía extrañamente parecidos. Me costó mucha fuerza de voluntad mirar al pálido extraño que yacía sobre con sus mejores galas sobre un lecho de paja. Entre tanto el rostro de Jovan había cobrado vida, sólo en su tensa boca se seguía encontrando un ápice de preocupación terrenal. En las cuatro esquinas de la mesa brillaban unas velas y sobre los párpados del difunto yacían dos monedas. Una cinta negra sobre su cabeza ocultaba la herida. Su blanco mechón, que caía sobre su sien, contrastaba más que nunca con su negro cabello y la cinta de tela.
—Traigo el incienso —mi susurro sonó como un trueno.
Danilo y Simeón levantaron bruscamente la cabeza. Mi marido estaba pálido como la cera, pero parecía entero.
—Manko traerá mañana el ataúd —añadí más bajo—. Y Milutin le dará la última bendición.
Los ojos de Danilo se abrieron de sorpresa.
—¿Lo has conseguido? —preguntó incrédulo.
—Jovan y yo… todos nosotros te lo agradecemos —murmuró Simeón sin más.
Luego volvió a derrumbarse y se frotó con los puños los ojos. Avergonzada, aparté la mirada. Hasta entonces no me había dado cuenta de que Danilo vestía aún su ropa de viaje. Estaba llena de polvo y tenía pegotes de barro seco. Y en el hombro descubrí una rotura en la camisa, como si alguien le hubiera agarrado.
Silenciosa, cogí una silla y me senté a su lado.
—¿Dónde has estado? —le susurré—. ¿Por qué no estabas con él?
Es evidente que se dio cuenta perfectamente del reproche que escondía mi pregunta, porque no me miró.
—Le perdí de vista —me contestó con voz ahogada—. Alguien creyó haber visto nuestras yeguas robadas por el sur. En dirección hacia la que habían partido los errantes. Cuando llegamos allí, su campamento estaba vacío. Los hajduks no querían seguir cabalgando hasta que se hiciera de día…, ellos no creían que pudiéramos recuperar los caballos. Pero padre insistió en continuar la búsqueda a pesar de la oscuridad. Le acompañé durante un trecho, hasta que nos enredamos en una discusión y él… me dejó atrás.
Señalé el roto de su manga.
—Debió ser una discusión muy fuerte. ¿Estás seguro de que aún vivía cuando le viste por última vez?
Danilo se levantó de un brinco. Apretó los labios y en sus ojos aparecieron unos furiosos destellos. Tuve la impresión de que también los rasgos de Jovan se habían endurecido, pero posiblemente sólo fuera una sombra provocada por el vacilar de las velas.
—¿Qué quieres decir con eso? —estalló Danilo.
—¡Sólo quiero saber lo que ha pasado! Tu padre era uno de los mejores jinetes que he conocido. ¿Tú… viste cómo cayó?
—¿Estás insinuando que he tenido algo que ver con su muerte?
—¡Por el amor de Dios, parad ya! —Simeón se levantó de la silla como una exhalación y nos agarró a cada uno de nosotros muy fuerte del brazo.
Antes de que me diera cuenta, nos estaba arrastrando a los dos fuera de la habitación, por el pasillo, y nos empujó fuera de la casa. Sívac empezó a ladrar y a tirar de la cuerda. Yo tropecé con el umbral, perdí el equilibrio y caí; me raspé las palmas de las manos en el suelo.
—¿Es que no tenéis ni un ápice de decencia en el cuerpo? —nos increpó Simeón—. ¿Os habéis vuelto locos de remate: poneros a discutir junto al lecho de un muerto? ¿Es que queréis que vuestra discusión atrape a Jovan entre los vivos?
Danilo se acercó a mí y me ayudó a levantarme.
—Yo sólo le he hecho una pregunta a Danilo —le contradije con la boca pequeña—. Me preguntaba dónde había estado tanto rato.
—Podéis discutir mañana o el año que viene. ¡A mí me da igual! Pero hoy…, ¡hoy!… es el día de la despedida. ¡Por Dios! Jovan ya ha sufrido bastante en vida. Ahora tenemos que proporcionarle un tránsito digno al otro lado —Simeón tragó apesadumbrado—. Sé muy bien que para vosotros no ha sido más que un tirano, alguien a quien en el fondo habéis despreciado y temido y sobre cuya tumba preferiríais bailar, pero para mí… —se golpeó con el puño en el pecho—, ¡ha sido más que un hijo!
Con esas últimas palabras su voz se había quebrado. Estaba de pie en la puerta, un viejo con los puños apretados, tambaleándose de agotamiento y de dolor. Danilo me echó una mirada severa y me indicó con un movimiento de cabeza que me callara. ¿De todos modos qué podía decir? Simeón tenía razón. Yo tenía que haber guardado silencio durante el velatorio. Sí, en algunos momentos realmente había despreciado a Jovan. Y aunque Danilo seguro que no querría bailar sobre la tumba de su padre, no era él quien lloraba, sino Simeón. Respirando fuertemente por la nariz para evitar sollozar, se pasaba la manga por los ojos.
—Yo me encargaré de velar al muerto —dijo con la voz tomada—. Danilo tú elige un sitio y cava la tumba para tu padre.
Danilo asintió y fue al establo para recoger la pala. Yo esperé a que Simeón hubiera desaparecido y seguí a mi marido.
—¡Espera! No has contestado a mi pregunta.
Danilo se detuvo; su mirada hacia mí echaba chispas.
—Escucha, Jasna, puede que me tomes por un adúltero y aunque no me sienta orgulloso de ello…, no te lo puedo reprochar. Pero, por Dios Santo, ¿cómo puedes siquiera pensar que yo sería capaz de matar a mi propio padre?
—Yo…, yo sólo he preguntado dónde has estado y cuándo le viste por última vez, así que dime…
Danilo resopló y se retiró con un gesto irritado el flequillo de la frente.
—Sí, tuvimos una discusión y él me golpeó e intentó tirarme del caballo. Si quieres sospechar de alguien, date una vuelta por el pueblo. ¡A cualquier de esos les gustaría bailar sobre la tumba de Jovan más que a mí! —sonrió torturado—. Sé que no soy el apenado hijo que tendría que ser. Pero no todo es lo que parece a simple vista. Algunas personas sufren tantísimo en vida, que para ellos la muerte es su única liberación.
En esas palabras había añoranza, que por un instante no supe de quién estaba hablando en realidad. De pronto era un desconocido y a la vez tan cercano…, que temí por él.
—¿Pero cómo pudo caerse un jinete tan experto como Jovan? —dije en voz baja—. ¿Y si le ha matado alguien? ¿A lo mejor el ladrón?
Danilo me miró con aire pensativo.
—Ese le habría robado las llaves y el dinero, ¿no crees? Y padre aún tenía todo consigo —frunció el ceño, como sopesando mi sospecha desde todos los puntos de vista, pero luego movió la cabeza negativamente—. No, ha sido una desgracia. Incluso el mejor jinete puede tropezar. Fue una locura continuar la búsqueda por la noche con ese caballo tan joven. Ese corcel es ciertamente muy rápido, pero demasiado inquieto y asustadizo. A mí no me gusta montarlo, porque incluso para mí es difícil manejar su impetuosidad. Seguro que en el arroyo se asustó de algo.
«¿Del lobo?», me vino de repente a la cabeza, pero me callé. Mi corazón palpitaba cuando le hice mi siguiente pregunta a Danilo, aunque ya podía imaginarme la respuesta. Era extraño lo mucho que me importaba imaginarme a Anica cerca de Danilo.
—¿Dónde has estado hasta esta mañana? ¿Con… ella?
—Lo creas o no: simplemente estaba junto al río… solo. Estuve sentado allí hasta que salió el sol…, pensando. En nosotros. En Anica y en cómo seguir.
—Te irás con ella, ¿verdad?
Danilo apretó los labios y miró al suelo.
—Puede que pienses mal de mí, pero yo suelo mantener mis promesas —dijo casi sin voz—. Mi padre me obligó a casarme contigo y yo le obedecí porque Anica era la esposa de Luka y creí que nuestros caminos se habían separado para siempre. Pero me equivoqué. Cuando volvió a verla, después de la muerte de Luka, comprendí que había sido un necio por empecinarme en pensar que ya no la amaba. Y aun así, es a ti a la que le di mi promesa ante el sacerdote. Así que… soy tu marido. Y un marido no echa a su esposa de su lado.
Había sentido tantas veces miedo de Danilo. Había estado furiosa con él y seguía estando dolida. Pero en aquel día de luto vi una parte de él que me hizo fácil entender por qué una mujer podía amarle: sus sentimientos sinceros, su honestidad. Y me avergoncé de haberle creído capaz de lo peor, y a la vez sentí enfado con la gente del pueblo que le llamaba el hombre-diablo. Si hubiera podido amarle, le habría perdonado incluso sus noches con Anica y habría vivido con él como tantas mujeres lo hacen con sus maridos… en la segura telaraña de tradiciones y mandamientos cristianos. Pero a veces tan sólo hace falta tener la posibilidad de elegir para que uno se dé cuenta de que hace tiempo que ha tomado su elección.
—Pero si tú no me quieres —dije—, y yo… no te quiero a ti, Danilo.
Las palabras pueden ser maldiciones y destruir nuestra vida, pero también nos pueden liberar. Después de pronunciar esa frase, a mí se me quitó un peso de encima. Sin embargo Danilo parecía como si le hubiera abofeteado. Con grandes zancadas se dirigió a la cuadra y se echó la pala al hombro.
—De una forma o de otra tenemos que esperar el tiempo de luto —murmuró—. Después ya veremos.
Busqué palabras adecuadas, pero ya no me quedaban. Finalmente huí… como tantas veces… refugiándome en lo cotidiano.
—Voy a busca a Nema. Tenemos que preparar la ofrenda de comida para el difunto.
—Deja a Nema en paz —respondió Danilo en tono gruñón—. Ella no velará con nosotros, ella ya se ha despedido de él. Rezará las oraciones por mi padre a solas.
—¿Qué? ¿Pero por qué? ¡Eso no puede ser! —exclamé.
—Es mejor así… y padre no se lo tendrá en cuenta. Necesitamos ajos para protegerle y Nema no soporta el ajo.
Sin dedicarme ni una sola mirada más abandonó el establo. Yo le seguí a la puerta y observé cómo se alejaba. Caminaba con los hombros encogidos en dirección a la torre negra. Sívac ladeó la cabeza y lloriqueó esperanzado, pero yo aún no podía soltarlo. Sin saber qué hacer paseé mi mirada por la finca y alcé la vista hacia las ventanas. Pero tras ninguna descubrí la cara de Nema.
* * *
Hoy el velatorio me resulta tan irreal como mi boda. Son recuerdos como las imágenes de un sueño, ensombrecidas por el cansancio y envueltas en un espeso olor a nubes de incienso, cenizas y ajos. Yo no conocí a Jovan lo suficiente como para alabar sus logros en la vida. Por eso al principio cantaron Simeón y Danilo juntos, hasta que finalmente Simeón cantó en solitario las virtudes de la vida de Jovan. Cerró los ojos y entonó una pesada y monótona melodía. El canto de lamentaciones siempre alaba sólo las heroicidades y los días buenos de la vida de una persona. Nunca se habla de maldiciones ni de miedos. Simeón hablaba de un chico que ganó su primer caballo en un juego de azar en un campamento de soldados. Y del hermano más pequeño de Jovan, Bogdan, que se ahogó en el Morava cuando tenía diez años; y del valor heroico de Jovan cuando intentó salvarle. A través de los ojos de Simeón, vi a Jovan de niño, de joven enamorado tocando la tamburica a las chicas bajo las ventanas, conocí a un hombre apasionado y aventurero, a un viajero. Cuando empezó a hablar de Marja, su voz se volvió más tierna.
—Un largo viaje te llevó hasta tu novia —cantó—. ¡Y qué novia! La piel como la leche y los ojos como piedras de ónice talladas. Cabello como la seda negra de los suntuosos aposentos de un príncipe. Una sola mirada suya fue suficiente y tú, Jovan, te dijiste: ¡es para mí! Lleno de orgullo la trajiste a casa. Como un zar junto a su zarina cabalgasteis uno al lado del otro hacia las torres.
Las imágenes y la voz ruda de Simeón me hechizaron, a pesar de que en mi cabeza los pensamientos iban y venían de forma febril. Nunca antes había sentido con tanta claridad el modo en que mi vida ya estaba decidida y prediseñada de antemano. Mi marido no iba a abandonarme, pero de cualquier forma yo viviría como una viuda. Casada y aun así sola. No había opción.
A pesar de mi dolor veía también a Marja ante mí, y pensaba una y otra vez con inquietud en Nema. Poco a poco los colores ante mis ojos empezaron a ser borrosos y cuando pestañeé creí ver una imagen bailando. «Marja», formulé con mis labios. Pero no. Era Bela, que revoloteaba con su vestido blanco por la habitación turca. Sonreí sorprendida. Como a través de un fantasma, las llamas de las velas se transparentaban a través de ella. Con gestos armoniosos de sus manos surgieron tulipanes y palomas volando. Luego extendió uno de sus paños bordados y lo sostuvo sobre la boca y la nariz. Con tono agudo y petulante entonó las palabras de Simeón con él… y de pronto ya sólo era su voz la que cantaba su propia canción: ¡una canción sobre mí!
—Como novia te fuiste a tierras turcas, hermana Jasna. ¡Y qué novia! De espino blanco tu corona, de maldiciones tejido tu vestido de novia. Los lobos cantaron en tu boda para festejarte y sangre de caballo te ofrecen como vino…
Se reía y sus manos aleteaban como blancas polillas por el aire. Sus ojos, que jamás miraban directamente a una persona, ahora estaban puestos en mí. Nunca me había dado cuenta de que recordaban tanto al agua, quebrados como el cristal en el que juguetea la luz pero profundos e inexplorables.
—Los muertos son tus invitados —continuó cantando—. Pero cuídate, dulce hermana: cuando el oscuro llame a tu puerta, ellos no te protegerán. Y créeme, Jasna, el oscuro hace tiempo que ronda tu umbral y acecha tu alma. Desde sus huecos ojos tus muertos sólo contemplan y dejan que ocurra. Tal vez, sólo tal vez, el camino de las llamas te salve.
Revoloteó hacia mí y me tocó el hombro. Me sobresalté y pestañeé aturdida. Bela había desaparecido… Era Danilo quien me había despertado. Los velos blancos que giraban en el aire ya no eran el vestido de Bela, sino el humo del incienso y las hierbas quemadas.
—No quería asustarte —me susurró Danilo—. Te había quedado dormida aquí sentada.
Entonces es cuando me percaté de que la canción de Simeón había acabado. En ese instante estaba encendiendo dos de las velas.
—Otra vez se han apagado —murmuró preocupado—. Como si soplara el viento en la habitación.
* * *
Hubo tantas cosas en el entierro de Jovan que me eran desconocidas. Ignoraba la mayoría de las costumbres… Aquí no le echaban una red de pescador por encima al difunto, ni se le clavaba un cuchillo en el corazón para liberarle. En cambio, el sepulturero Manko extendía serrín en el ataúd, lo quemaba junto a unos ajos, y con su ceniza untaba el interior del ataúd. Simeón le ayudó a tumbar a Jovan dentro y le ató al muerto las piernas. Finalmente le pudo un diente de ajo en la boca y una hoz por encima del cuello. Si Jovan intentaba levantarse de su tumba, él mismo se cortaría la cabeza. Milutin esperaba fuera, en el patio, ya que un sacerdote no podía pisar la casa de un difunto. Él y los hombres de mi familia sólo hablaron lo imprescindible. El ambiente estaba tenso debido a la enemistad de tantos años, pero no soltaron ni una sola mala palabra. Me consoló que la viejas rencillas descansaran al menos un momento en honor al difunto. Cuando alcé la mirada, capté por un instante la cara triste y pálida de Nema tras una de las ventanas, pero justo después volvió a desaparecer.
Milutin salpicó el cuerpo con vino y aceite, y lo bendijo. Luego, Simeón y Danilo portaron el ataúd dando todo tipo de rodeos hasta la tumba, para que el muerto no pudiera encontrar el camino de regreso. Danilo había elegido un lugar entre unos arbustos de enebro para su último descanso… bastante alejado de la torre negra.
Para mi sorpresa, sobre la colina junto a la tumba abierta, esperaba un cortejo fúnebre. Entre ellos, los ayudantes y vasallos, algunos representantes del ejército, con los que Jovan había hecho negocios en vida, y sus esposas, incluso el Hadnack húngaro había venido. Y naturalmente los del pueblo. Busqué la cara de Anica entre la multitud, pero ella se mantuvo alejada del entierro. Tampoco Dušan había venido y casi me avergoncé por la decepción que sentí de no verle. Entre los invitados al entierro se encontraba Dajana, Pandur, apoyándose sobre su bastón, además las hermanas Zvonka y Olja, entre otros. También la bella Ruzica estaba en una de las filas de atrás estirando su largo cuello para poder ver mejor. Cada uno de los habitantes del pueblo sostenía una piedra blanca en la mano o la había depositado a su lado en el suelo.
Después de una breve oración de difuntos todos juntos dijeron amén y Milutin, sin una sola palabra más, se marchó colina abajo en dirección al pueblo. Un desagradable silencio se ciñó sobre la colina. Simeón se arrodilló y le puso a Jovan como prenda, por la fortuna dejada, dos monedas en la tumba. Danilo le regaló a su padre un estribo y un mechón de su corcel. Yo le coloqué a Jovan unas velas junto a la cruz negra de su tumba, para que le alumbraran el camino, y comida, que le serviría de alimento.
Finalmente Danilo y Simeón cerraron la tumba con las palas mientras yo disimuladamente observaba el pequeño cortejo fúnebre… Nadie hizo una sola mueca. ¿Cuántos de los allí presente se estarían alegrando en secreto de la muerte de Jovan? Repasé en mi memoria la advertencia de Bela e intenté imaginarme a qué… o a quién… se referiría con la oscuridad. Nuevamente me acordé de la cara de Nema, deformada como una máscara cuando discutí con ella en el establo. «Podría ser cualquiera», pensé para mis adentros, pero ese pensamiento era aún demasiado terrible como para que hubiera podido continuar tejiéndolo.
En cuanto la última paletada de tierra hubo encontrado su lugar, cada uno de los habitantes del pueblo colocó piedras y pesadas rocas sobre la tumba, para que el peso le impidiera a Jovan salir de la tierra. Para acabar, Simeón clavó un cuchillo en el suelo y dijo:
—Naručeno ti je, d se ne kreces tvojega mesta, dobio se sve za tvoje zadovoljstvo: encomendado queda que no te muevas del sitio, pues has recibido todo lo que necesitas para tu satisfacción.
—Amén —murmuraron los habitantes del pueblo otra vez, y pusieron pies en polvorosa.
La falda de Ruzica ondeaba de lo rápido que bajó la colina. Y tampoco las demás mujeres nos dieron siquiera el pésame, sino que se marcharon apresuradas como si estuvieran aliviadas de haber escapado a un mal y ahora huyeran al cobijo y la seguridad del pueblo.
Simeón se giró de forma brusca y se marchó con los hombros encogidos de vuelta a las torres. Danilo todavía esperó a que yo terminara de vaciar el jarro de agua al lado de la tumba. Después caminamos uno al lado del otro colina abajo, pasando de largo de la torre negra de vuelta a la finca, huérfana, donde yo ya había preparado la comida. Me disponía a seguir a Danilo a la habitación turca, cuando de soslayo me saltó algo a la vista que hizo que girase hacia nuestra torre. Temía casi volver a ver la puerta abierta, pero esta vez era otra cosa lo que despertó mi desconfianza. Algo pequeño yacía sobre el umbral.
—Enseguida voy —murmuré.
Esperé a que Danilo hubiera entrado a la casa, crucé el patio y me acerqué a la escalera. Con cada paso que daba mi corazón latía con más fuerza. Tenía miedo de volver a encontrarme una señal de Marja, una advertencia, una amenaza… o algo peor. Sin embargo, cuando hube llegado lo suficientemente cerca como para reconocer lo que era, me llevé la mano a la boca para no profanar el día de luto con una sonrisa. Un calor inundó mi cuerpo, al ver el saludo que alguien me enviaba, alguien que volvía aunque yo le hubiera echado. Sobre el umbral yacía un espino.