Una hora escasa después, Simeón y dos soldados portaron a Jovan a la finca. Le habían envuelto en un paño. Su corcel cojeaba tras la procesión, atado por las riendas.
Al ver a mi suegro en toda su miseria, rompí a llorar. Y no porque la herida de su sien me hubiera asustado —a lo largo de mi vida había visto ya a muchos muertos—, sino porque en su cara se dibujaba una increíble sorpresa. Yo únicamente había conocido a Jovan como señor de la finca, misterioso y a veces cruel, obsesionado por el medio y el remordimiento, y a la vez resplandeciente como el reflejo de un sol lejano. Sin embargo, la muerte vuelve a todas las personas tan indefensas como a durmientes. Y Jovan parecía tan perdido, que me quedé abatida y ya no vi ante mí al hombre iracundo, sino únicamente al generoso y sonriente contador de historias. Ahora que conocía su secreto, la pena me desgarraba el corazón. Con la presencia de la muerte, me resultó imperdonable que nos hubiéramos separado discutiendo.
—Se ha tenido que caer de cabeza sobre las piedras —gruñó uno de los soldados—. Seguro que su caballo tropezó al querer saltar el arroyo.
Simeón, al que le caían las lágrimas por las mejillas, no contestó. Yo intentaba imaginarme cómo un jinete tan experimentado podía haber sufrido una caída tan desgraciada. Una inapropiada y fea sospecha me vino a la cabeza «¡No!», me ordené a mí misma. «Danilo no dejaría a su padre tirado y moribundo junto al arroyo. ¿O sí?».
—¿Habéis visto a Danilo? —pregunté aturdida. El Hajduk más mayor se pasó el dorso de la mano por el espeso bigote y movió la cabeza negativamente.
—Iré a buscarle… luego —dijo Simeón con la voz tomada.
Danilo me había evaluado correctamente: hice lo que había que hacer, y lo hice como si una parte de mí estuviera paralizada y tan sólo fuera capaz de resolver los temas inmediatos. Pasé de largo al lado de los hombres y de Nema, que estaba petrificada de dolor echada sobre el cadáver, y até a Sívac junto a la puerta del establo, para que no se acercara a Jovan. Ningún animal debía pasar por debajo de la camilla de un muerto, ni saltar por encima de él, si uno no quería que este se levantara de su tumba. Después, llevé al corcel de Jovan al establo, lo desensillé y, con manos temblorosas, le quité los aparejos y le curé la herida de su pata delantera. Sin duda alguna había sobrevivido a una mala caída. Estrías sangrientas se marcaban en su articulación. Afuera Simeón pidió a Nema con voz quebrada que fuera a por vino y agua del manantial para lavar al muerto.
Apoyé la frente contra el cálido hombro del caballo y cerré los ojos. Intenté comprender que aquel muerta era realmente Jovan, pero no lo conseguí. Era como si Las Tres Torres no pudieran seguir existiendo sin él, como si nadie en la finca tuviera ya una razón para continuar con su trabajo sin su habitual voz de mando.
Cogí toda la paja que pude echarme al delantal y fui con ello a la habitación turca. Simeón había despejado la meda que iba a servir de lecho mortuorio y tomó la paja, asintiendo agradecido con la cabeza.
—Necesita… la bendición de un sacerdote —dije en voz baja—. Para que no regrese. Eso es lo que él temía, ¿no es así?
Simeón, que estaba ya extendiendo la paja encima de la mesa, se detuvo en mitad del movimiento. Vi el dolor en su envejecida y curtida cara. Sus ojos estaban rojos y aun así emanaba de ellos una fortaleza que yo no había visto antes en él. Lentamente se incorporó.
—Danilo… ¿te lo ha contado? —preguntó con un tono peligrosamente tranquilo.
—Él sólo me ha dicho que los Vukovic varones están malditos. El resto me lo he imaginado yo.
Simeón echó una angustiada mirada hacia la mortaja del difunto. Yo sabía que el alma de mi suegro seguía estando allí y que él podría oír cada palabra. Por ello no me resistí cuando Simeón me agarró por el brazo y me condujo por la puerta al pasillo.
—¿Qué es lo que te has imaginado? —siseó. Allí, donde podíamos mantener contacto visual con el difunto, pero podíamos hablar sin ser oídos por él, le conté lo de los caballos y la presencia de Marja.
—¿Quién pronunció la maldición? —pregunté—. ¿Mató Jovan a Marja? ¿Se le aparece para vengarse de él?
—¡No! —consternado, Simeón movió la cabeza negativamente—. ¡Jovan jamás le habría hecho daño!
—Entonces, ¿qué fue lo que pasó?
Simeón no me contestó. Casi podía sentir cómo se alejaba de mí. De un instante a otro me daría la espalda y me dejaría atrás con una incertidumbre que no podía soportar por más tiempo.
—¡Dímelo! —insistí, pero él miraba ante sí sin mediar palabra.
Antes de que me pudiera pasar de nuevo por la puerta, me planté ante él y clavé mis dedos en sus hombros.
—Si no me lo dices…, te juro por todos los iconos y por la Santa Virgen María, que abandonaré la finca antes del entierro.
Sólo esperaba que Jovan no hubiera oído mi susurrada amenaza. Era tan siniestra como si le hubiera expresado al difunto mi desprecio a viva voz. Un entierro al que la familia, deliberadamente, no asistía era peor que una maldición. Simeón se quedó petrificado. Luego, agarró mis muñecas con tanta rapidez que del susto casi pego un grito. Pensé que iba a pegarme, pero me llevó de nuevo a la habitación turca. ¡Directamente hacia el cuerpo envuelto!
—¿Qué estás haciendo? —le susurré, asustada, al ver que Simeón se arrodillaba junto a Jovan en el suelo y me obligaba a mí a hacer lo mismo.
De pronto el compañero de mi suegro me era completamente extraño…, salvaje y enfadado, un guerrero que había vivido mucho dolor.
—Hace muchos años te hice el juramente de no decírselo jamás a ningún alma viviente —dijo dirigiéndose al difunto con voz quebrada—. Pero ahora creo que ha llegado el momento de que se me permita hablar de ello, aquí ante ti, Jovan —Simeón se santiguó y, sin apartar la mirada del muerto, me dijo—: Jasna, piensa bien si de verdad quieres saber algo que va a perseguirte el resto de tu vida. Y si de verdad quieres que hable, toma la mano de Jovan y jura por tu alma y por tu vida que guardarás el secreto y que no se lo contarás a nadie…, ni ahora, ni en el futuro, ni siquiera en tu propio lecho de muerte.
Una parte de mi quería levantarse de un salto y salir corriendo. Pero al mismo tiempo pensaba que no había nada peor que la incertidumbre. Disimuladamente eché mano del cuchillo de Dušan, que había escondido bajo el cinto. Saber que lo llevaba conmigo me dio valor. Lentamente asentí con la cabeza.
Simeón echó la sábana hacia atrás. Se me puso piel de gallina al posar mi mano sobre la fría derecha de Jovan.
—Yo… lo juro —dije.
Simeón suspiro.
—Perdóname, amigo —murmuró hacia él; luego se dirigió a mí—. El sufrimiento que Jovan ha tenido que aguantar ha sido por salvarme la vida. ¿Ves esto?
Levantó la barbilla y señaló con el dedo índice la blanquecina cicatriz de su cuello.
—Yo acompañaba a Jovan en sus viajes de negocios. Habíamos viajado de Edirne a Estambul. Llevábamos allí no más de dos meses, cuando ocurrió la desgracia. Tuve una discusión con un tipo verdaderamente despreciable. Un funcionario. Siempre estaba falto de dinero, porque había caído en las redes del juego, a pesar de que su religión se lo prohibía. Una noche vino a nuestros aposentos afirmando que le habían robado sus joyas y su dinero. Y como nosotros éramos forasteros y cristianos, nos culpó a nosotros de haberle robado. Él me amenazó y yo negué cualquier sospecha sobre mí. Ya no recuerdo lo que le dije, tal vez le ofendiera de verdad, o simplemente no tomé su ira lo suficientemente en serio. La cuestión es que le di la espalda… y lo siguiente que sentí fue su cuchillo en mi garganta —la mirada de Simeón me atravesaba para ir muy atrás en el tiempo y sus ojos me pareció ver las imágenes de una lucha—. Conseguí echarme a un lado; gracias a eso el corte no profundizó tanto como para dejarme mudo. Como pude, llamé a Jovan y, cuando yo creía que aquel turco iba a asestarme la puñalada mortal, lo oí jadear y cayó al suelo. Jovan había venido corriendo en mi ayuda y… le había clavado su puñal en el costado para salvarme —Simeón tragó saliva con dificultad y se frotó cansado los ojos—. Él era joven entonces, no mucho mayor que Danilo hoy, y era muy temperamental, actuaba antes de pensar. Únicamente vio que mi vida corría peligro y puso todo su empeño en salvarme. ¡Si hubiera imaginado siquiera lo que con ello se le echaba encima! El funcionario no murió inmediato. Con su último aliento maldijo a Jovan. A veces aún oigo sus susurros en mis sueños. Dijo que su sangre perseguiría a su asesino, que ni Jovan ni los suyos encontrarían la paz… ni en la vida ni en la muerte.
«¡La maldición de un asesinado!», solté la mano de Jovan, me levanté de un salto y retrocedí hasta que me golpeé con la mesa. Rápidamente me santigüe.
—¡Santo Dios del cielo! —exclamé.
—Naturalmente tuvimos que abandonar la ciudad de inmediato —continuó Simeón contando—. A los dos nos habrían ejecutado de forma cruel; la vida de un funcionario valía mucho más que la de dos viajeros cristianos. Huimos a través de la frontera militar y continuamos hasta Hungría. Jovan no tardó en conseguir allí también nuevos contactos comerciales, y el susto fue disipándose lentamente. Después de año y medio volvimos a nuestra patria. Cerca de Belgrado, Jovan conoció a Marja y la trajo a su hogar. Tras las primeras dificultades todo parecía encarrilarse para bien, pero apenas dos años después del nacimiento de Danilo, la maldición alcanzó a la bella Marja. Sus dientes se volvieron rojos como la sangre, sus ojos se hundieron en sus cuencas y sus manos se convirtieron casi en garras. En cuanto salía el sol, su piel se abrasaba. Jovan hizo venir a un médico húngaro, pero este tampoco supo lo que le estaba pasando a la joven. Descubrimos que la sangre animal calmaba sus ataques de ira y su horrible sed, y el médico nos aconsejó que la bebiera para fortalecerse. Pero por aquel entonces ya sabíamos lo que en verdad ocurría: la maldición había convertido a Marja en vampiro. Ya no era ella misma. Dejó de hablar y la pobre se escondió en la torre. En aquella época, Jovan compró los primeros caballos de sangre árabe. Dicen que es un poderoso remedio curativo, pero a Marja no logró salvarla. Jovan vivió siempre con el miedo constante de ignorar cuándo se iba a cebar en él la maldición —la voz de Simeón bajó de volumen hasta un triste murmullo—. Cuando nació Jovan, yo juré a su padre, Petar, que sería un hermano para mí, que lo protegería. Del mismo modo que el padre de Jovan, Petar, y yo habíamos sido el uno para el otro como hermanos, así quería ser para el hijo de Petar, mi gran amigo. Sin embargo, al final fue Jovan quien me salvó la vida a mí y lo pagó muy caro.
Tendría que haberme sentido aliviada por comprenderlo todo por fin, pero curiosamente aquel conocimiento tan sólo me llenó de tristeza. «Jovan y Marja…, ¡bajo cuántas sombras tuvisteis que vivir!». Ahora comprendía por qué Jovan había actuado así… Tuvo que fingir que Danilo no era su hijo. Había renegado de él para desviar la maldición. Y había volcado sus esperanzas en un nieto que le demostrase que la maldición había llegado a su fin. Sentía lastima por Jovan, si, pero también veía ante mí a Marja. Recordé las palabras de Dušan: «Si se pone tan furiosa de ver su propia imagen que rompe el espejo al verse, debe tener una cara realmente fea».
Había sido una broma irrespetuosa, pero ahora reconocí cuánta verdad por desgracia había en ellos.
—Marja tuvo que pagar siendo inocente, y sufrir terriblemente —dije—. No me extraña que esté sedienta de venganza.
Simeón suspiró.
—El diablo toma cualquier alma si tiene ocasión.
Pensé en la figura junto al borde del bosque y me entró un escalofrío.
—¿Y yo? —pregunté en voz baja—. ¿Habéis… considerado que la maldición también podría alcanzarme a mí?
—No, porque Danilo no es hijo legítimo de Jovan —contestó Simeón en voz tan alta y clara como si una mentira se pudiera volver verdad por su contundencia—. Su padre fue el pastor Goran. Y ahora ya todo ha pasado, Jasna. Con la muerte de Jovan desaparece la maldición.
Más me habría valido que aquel día también yo le hubiera hecho jurar a Simeón que me dijera la verdad. Pero los mentirosos más hábiles son siempre aquellos que no sólo despiertan nuestra compasión, sino también nuestros miedos.
—Para Jovan aún no ha terminado —le contradije—. Primero debe ser enterrado por un sacerdote.
—Lo sé —murmuró Simeón—. Cabalgaré hoy mismo hasta Paraćin e iré a buscar el patriarca de allí. Tú quédate a velar el cadáver y cuida de que ninguna mosca vuele sobre él y que ningún animal entre en la habitación.
Al pensar en quedarme sola con Jovan se me encogió el estómago. Y de repente volvió la sospecha que hacía que mi corazón se acelerara: «Danilo tenía razones de sobra para odiar a su padre»…
—No tenemos tanto tiempo —le contradije con voz alta—. Yo cabalgaré al pueblo y le pediré a Milutin que venga.
Simeón movió la cabeza negativamente.
—Se negará. Lo sabes tan bien como yo.
—Si alguno de vosotros llamara a su puerta, puede que sí —respondí con voz firme—. Pero yo conozco a la gente del pueblo, los convenceré. ¡Lo haré, tengo que conseguir que me escuche!
En presencia de Simeón había conseguido sonar firme y esperanzada, pero con cada salto de mi caballo mi valor iba disminuyendo más y más. Para cuando llegué al pueblo me sentía tan insegura que reflexioné sobre si darme la vuelta enseguida o no. Estaba preparada para el hecho de que todos se hubieran enterado ya de la muerte de Jovan. Para mis adentros empecé a armarme contra la desconfianza. Pero en vez de puertas y rostros cerrados, recibí un regalo inesperado: en cuanto me vieron acercarme, las mujeres vinieron a mi encuentro. Incluso la esposa del más anciano del pueblo, Dajana, una mujer de rostro lleno de arrugas y cabellos blancos, que no había hablado conmigo ni una sola palabra, se acercó a mí.
—¿Por qué no vistes de luto? —me preguntó extrañada.
Yo me sonrojé y tartamudeé que todo había sido tan repentino, que no lo había pensado.
Branka, sin titubear, se quitó su pañuelo negro de la cabeza y me lo puso por encima de mi pañuelo rojo y blanco.
—Por ahora esto tendrá que ser suficiente —dijo condolida—. ¡Venga, que alguien le quite las riendas! ¿Es que no veis que esta muchacha está aturdida y completamente fuera de sí?
—Pero es uno de esos caballos del diablo —murmuró Zvonka, la joven esposa del zapatero, con voz temerosa.
—¡Ssst! ¡Cierra la boca, flacucha miserable! —le chistó su hermana Olja dándole un brusco golpe con el codo en el costado—. No le hagas caso —dijo dirigiéndose a mí—, desde que se cayó del carro de la paja ya no está muy bien de la cabeza.
Fue Branka la que finalmente se acercó a Viento y me quitó las riendas de la mano. Como si aquello hubiese roto el hechizo, de repente todas las mujeres me rodearon y me hablaron a la vez.
—Los pastores nos han contado que esta mañana la puerta del establo estaba pintada con la cara del demonio y que los caballos daban coces en los establos, como si estuvieran poseídos —dijo Zvonka santiguándose.
—Que miedo has debido pasar, ¡pobre! —añadió Olja antes de que yo pudiera abrir la boca.
—¡Que desgracia, una muerte tan repentina! —Stana me acarició el brazo.
—Rezaremos por el alma de Vukovic —me prometieron otras. Nunca habían hablado así conmigo. Me pasaban la mano por la mejilla para consolarme y parecían condolerse de la muerte de Jovan como si hubiera muerto un vecino muy querido del pueblo. El día anterior, sin ir más lejos, me había sentido furiosa con todas y cada una de ellas porque ninguna me había contado lo de Anica y Danilo. Pero ahora su sorprendente compañerismo me sentó infinitamente bien.
Me acompañaron al taller de Sime, el carpintero y esperaron pacientes hasta que hube negociado con él un precio por el ataúd. Incluso fueron tan amables de no mencionar siquiera que en realidad aquello tenía que haber sido tarea de Danilo.
—Y no olvides decirle a Sime que te eche una bolsa de serrín en el ataúd —me aconsejó Dajana—. Lo necesitaréis para arreglar el cadáver.
Seguí su consejo, a pesar de que no sabía a qué se refería. En cuanto salí del taller volvieron a lloverme consejos desde todas las direcciones. Sólo cuando me dirigí a casa del patriarca, mis acompañantes regresaron a su mutismo. Me di cuenta de que algunos hombres se habían acercado como por casualidad a la iglesia. Las pipas de tabaco en las comisuras de la boca, los pulgares enganchados con los fajines de lana, los ojos semicerrados y desconfiados. El marido de Dajana se apoyaba en su bastón. Branka me había contado que cojeaba desde que un caballo le tiró de la silla de montar. Pero a caballo o apoyado de su bastón, Pandur era el más anciano del pueblo y aquí su palabra valía tanto como la de Milutin. Le saludé con cortesía y fui hacia la puerta a pesar de que me sentía temblorosa y desgraciada y de buena gana me habría dado media vuelta. En la aldea del valle, lo que ahora tenía que hacer habría sido de lo más normal. Sin embargo, aquí era como un examen e ignoraba si lo iba a aprobar. Pensé en el alma de Jovan y llamé a la puerta de la casa del sacerdote con demasiado ímpetu. Como era de esperar, Milutin se tomó su tiempo antes de que, por fin, abriera y se plantara ante mí con los brazos cruzados.
—Eminencia, el señor de nuestra casa ha muerto —dije—. Mi familia y yo os pedimos incienso, vuestra bendición y una oración de difuntos.
Milutin parecía haber estado esperando esta petición y no movió ni una pestaña cuando contestó con toda tranquilidad:
—Ya sabes que no hay sitio en nuestro cementerio para un Vukovic.
—Lo sé, eminencia. Le daremos sepultura en la finca, pero necesita un sacerdote.
—¿Por qué? Podéis enterrar a ese amigo de los turcos a su manera —respondió Milutin seco—. Para eso no precisareis ni siquiera ataúd. Los turcos depositan a los muertos envueltos en una sábana directamente en la tierra.
De buena gana le habría contado la historia de la maldición, si no fuera porque tenía demasiado presente la promesa. No obstante, había llegado la hora de recordarle a Milutin sus propias palabras y esperar que no me enviara directamente al infierno.
—Vos sois sacerdote, ¿cómo podéis negar a un cristiano una última bendición? —dije—. ¿No corresponde únicamente a Dios juzgar a las almas? ¡Vos mismo lo dijisteis!
No me importaba que todos me miraran. Estaba cansada y triste y no me avergonzaba de mis lágrimas. A pesar de que hablaba en voz baja, en el silencio de la plaza de la iglesia me sonaba excesivamente alta.
—Aunque en su vida hayáis podido maldecir a mi suegro, aun así es vuestro deber asistir a los difuntos. Quizás yo sea forastera, pero ese mandamiento es válido en todas partes. Procurar un buen sepelio a un difunto no es únicamente obligación de la familia, sino que atañe a todo el pueblo.
—¡Él no es uno de los nuestros! —bufó Milutin—. ¿Por qué no cabalgas a Paraćin y le preguntas al patriarca de allí si él quiere dar su bendición?
Se disponía a volver a entrar en la casa, pero yo me acerqué a él y le puse la mano en el brazo.
—¡Por favor, eminencia! El cuerpo de Jovan ya está frío. ¡Estuvo tumbado junto al arroyo… durante horas y sin vigilancia! ¿Y si allí algún animal saltó sobre él? Además, vos mismo decís que vivió como un turco… Quién sabe si el diablo no le ha echado el guante.
Esta frase no falló y causó su efecto.
Milutin tragó y se santiguó. La inquietud se extendió. Los habitantes del pueblo se acercaron unos a otros y cuchichearon.
—Y… si de verdad se levantara de su tumba —añadí—, seguro que no recorrería el largo trayecto hasta Paraćin para hacer de las suyas. ¡No, a los primero que buscaría sería a los que estén más cerca! O sea, a su familia… y a este pueblo. Entonces todos estaremos tocados por la muerte y nuestras almas en peligro. Bien lo sabéis: ¡un vampiro actúa guiado por el diablo y mata a personas y animales! Puede estropear las cosechas y causar tormentas, granizadas y heladas. ¡Él podría destruir Medveda!
—Eso es cierto —metió baza Dajana—. ¡Un muerto viviente es capaz de echar a perder todo un pueblo!
Podía palpar cómo había cambiado el ambiente. Muchos ya sólo miraban al más anciano del pueblo y no al sacerdote.
—Cuando alguien muere y se sospecha que pueda convertirse en un strigoi, hay que encargarse de que se quede en el ataúd —dijo entonces el enterrador, que era búlgaro—. Y con Vukovic, ese peligro existe. ¡O sí, ya lo creo que existe! Acordaos de la bruja.
—No estoy pidiendo permiso para entrar en la iglesia, ni tampoco un sitio en la comunidad —dije mirando primero a Milutin a los ojos y luego a Pandur—. Tan sólo una oración para proporcionar paz a mi suegro y a todos nosotros.
Pandur me miró largo rato. Vi que sus mejillas tenían cicatrices y estaban rojas de tanto vino. Finalmente, se quitó la pipa de la boca y se dirigió a Milutin.
—Dale lo que pide —dijo con su voz ronca del humo—. Ella tiene razón: si Vukovic quiere succionar sangre y vida, nos afecta a todos.
Sentí tanto alivio que me habría echado a llorar. Branka se acercó a mí delante de todos y me echó el brazo por encima de los hombros.
—Bien dicho, Jasna —me susurró.
—Todos sabemos qué ocurrió cuando Goran volvió —dijo Pandur dirigiéndose a los que tenían a su alrededor—. Por poco contamina a todo el pueblo. Sólo logramos escapar de la muerte porque le destruimos a tiempo. Nunca más consentiremos que un vampiro ponga en peligro nuestra comunidad. ¿Milutin?
Ahora todos miraban fijamente al sacerdote. Su cara, que se había puesto colorada de la rabia, de repente reflejó tanto cansancio y tanta palidez como la mía. Parecía estar luchando contra sí mismo. Luego levantó la cabeza abruptamente y me lanzó una furiosa mirada.
—¿Conoces los siete misterios de nuestra fe?
—También es mi fe —respondí ofendida.
—¡No me vengas con respuesta insolente, Jasna Vukovic! ¡Si quieres una bendición, contesta a mi pregunta! Me sobrecogí y aunque tenía una contestación de indignación en la punta de la lengua, enumeré obediente los sacramentos: el Bautismo, la Unción de los enfermos, la Eucaristía, el Perdón de los pecados, la Ordenación sacerdotal, el Santo Matrimonio y la Extremaunción.
—¿Qué fiestas principales guardamos?
—El día de la Creación, la Natividad de la Santa Madre de Dios, la Crucifixión y las festividades del apóstol Santiago y de San Dimitri. Mientras respondía a este examen, hubo un silencio sepulcral. Pero para mí infinito alivio, Milutin asintió con la cabeza, como si después de una larga batalla tuviera que darse por vencido. Fue la primera y única victoria que conseguiría en mi lucha con él.
—Incienso… —murmuró—. Espera aquí.