El sol se sumergía lentamente en el mar frente a la mansión de Roccapendente.
Si hubiera sido un día como los demás, el señor barón se habría sentado en el patio, delante de su casa, y habría admirado y hecho admirar a sus huéspedes el grandioso espectáculo. Por desgracia, no es un día como los demás: al señor barón se lo han llevado, bien escoltado, los agentes Ferretti y Bacci, y es probable que de hoy en adelante el atardecer, con suerte, lo vea a cuadritos.
En el salón han quedado sus familiares, mientras que Artusi, Ciceri y el comisario Artistico han salido con discreción y pasean por el jardín.
—En fin, señor Artusi, os estoy agradecido.
—¿De veras, señor comisario?
—Y no poco. Cuando me hablasteis de vuestra personalidad magnética y de la necesidad de ponerla bajo llave, fue como si me hubiera golpeado una violenta bofetada.
Era verdad. Ante aquellas palabras, el comisario había tenido una visión: la del pequeño Romualdo Bonaiuti, aún no barón, en pantalones cortos, trazando un surco mágico sobre la puerta de la bodega con un imán, abriéndola y encerrándose en su interior, escondiéndose en su antro. Él mismo, de pequeño, se había construido un refugio secreto que se cerraba de la misma manera, con un ganchito de hierro que se metía en un ojal. Para abrir la puerta, había que saber dónde estaba el ganchito y dibujar un arco con el precioso imán que, junto con la navaja, constituía su tesoro personal.
—Ahora, veis, me explico también las palabras de la cocinera.
—Las que me habéis referido esta mañana, ¿verdad? La cosa tan preciosa que Teodoro llevaba en la cartera. También ésa me ha sido de ayuda.
—¿Cosa tan preciosa? —preguntó Ciceri.
—Sí, eso iba diciendo el pobrecillo el día de su muerte. La cocinera, al enterarse de que en el bolsillo se había encontrado una foto de Agatina, no cabía en sí de gozo pensando en lo romántico que era el idilio entre Teodoro y su prometida. En cambio, Teodoro se refería a otra cosa.
—Sí —respondió Artusi—. Lo que ahora también yo he entendido. Al recibo de la ganancia.
—Bien, de todos modos —zanjó el señor Ciceri—, ese asunto ya no nos concierne. Ahora que el señor comisario ha entregado al culpable a la justicia, le corresponde al juez. Nosotros podemos volver a casa. Ya se hará justicia. ¿Tengo razón, señor comisario?
«Con qué gusto te estrangularía», dijo la mirada del comisario Artistico.
—No, señor Ciceri, no se hará justicia. Se aplicará la ley.
—¿No es lo mismo?
—No. Es un concepto profundamente distinto. Si de verdad se pudiera hacer justicia, yo os obligaría a devolver esas diez mil liras que el señor barón os entregó y que no le pertenecían. Ese dinero era, a todos los efectos, del señor Teodoro Banti.
—¿De veras? Así que ahora yo tendría que devolverlo. No es fácil, como convendréis. Y los muertos no necesitan dinero, que yo sepa.
—Los muertos, no, pero los vivos, sí. Y Agatina está viva, aunque sea culpable de intento de homicidio, tal como vivo estará el hijo del difunto, quien, cuando nazca, será el legítimo heredero de los bienes de su padre.
—Me alegro por él, pero tendrá que ser sin mi dinero.
—Señor Ciceri, os invito por última vez: devolved ese dinero.
—Y yo os respondo, por última vez, que ese dinero es mío. No tenéis ningún modo de obligarme a devolver esa pasta a nadie.
—El señor comisario, no —intervino Artusi—, pero yo, sí.
—Disculpad, señor Ciceri —continuó el bigotudo, mientras el comisario lo miraba, extrañado—, pero mi ánimo continúa siendo el de un comerciante y creo que debéis devolver ese dinero, de modo que el hijo por nacer del difunto pueda disponer de él. Ese dinero no es vuestro.
—Es bonito que estéis de acuerdo entre vosotros. Por desgracia…
—Vos sois aficionado a la fotografía, señor Ciceri. Decidme, ¿cuáles son vuestras especialidades?
Ciceri arrugó la frente. Por lo general, cuando alguien cambia de tema de manera tan repentina, quiere tomarte por sorpresa.
—Paisajes, principalmente. Pero lo que más rinde son los retratos.
—¿Retratos de qué tipo, si no soy indiscreto?
—De todo tipo, como quiera el cliente.
—¿Y si el cliente no quiere o no es capaz de imponer su voluntad?
El comisario se entrometió.
—¿Qué significa esta historia?
—Significa, señor comisario, que si pudierais registrar los efectos personales del señor Ciceri, entre las fotografías que él mismo ha revelado encontraríais varias que muestran a jovencitos y niños desnudos, de ambos sexos, retratados en poses lascivas.
El comisario se detuvo. El modo en que miró a Ciceri no era exactamente amistoso. Ciceri sostuvo la mirada con despreocupación.
—Son fotos artísticas. Cualquiera que entienda un mínimo de fotografía os lo confirmará.
—Puede ser. Aunque no creo que el capataz del señor barón, el señor Primo Amidei, sea un apasionado de la fotografía.
—¿Qué tiene que ver ahora el capataz?
—Tiene que ver, señor comisario, tiene que ver. Veréis, algunas de esas fotografías retratan a su primogénito, Cecco, y fueron tomadas en el interior de esta finca. Como recordaréis, el señor Ciceri solía hacerse acompañar por el muchacho por los puntos más pintorescos, y debió de convencer al chico (con algunas monedas, presumo) para que lo secundara en sus obscenidades.
—Y vos, ¿cómo sabéis todo eso?
—Me lo ha dicho un pajarito, señor comisario. Pero si no me creéis…
Si el comisario no le hubiera creído, habría bastado con mirar la cara de Ciceri, que estaba literalmente demudado.
—¡No! Digo, ¿estáis bromeando? ¿Se lo revelaríais al capataz?
—¿Y con eso? ¿No habéis dicho incluso vos que es un arte? Quizá lo aprecie.
—Pero… Si ése ve eso, me mata… Me mata a golpes.
—Sí, es posible —contestó Artusi con filosofía—. Es más, diría que es probable.
—Pero… ¡señor comisario!
—Decidme.
—Espero que toméis medidas. Se trata de mi vida. Digo, ¿no sería un crimen si el capataz me pegara hasta matarme?
—Claro. Es más, os tranquilizo de inmediato. En el caso de que Amidei provocara vuestra muerte o lesiones permanentes, sería mi preciso deber arrestarlo y hacer que fuera perseguido como ordena el código penal. Pero, antes de eso, creo que no puedo hacer casi nada.
Había transcurrido cerca de una hora. El cochero acababa de trasladar al comisario Artistico, quien llevaba consigo las doce mil seiscientas liras ganadas por Teodoro con las que abrir una fructífera libreta a nombre de Agatina y el bebé, con la cocinera como fiduciaria, que permitiría que el pequeño creciera tranquilo, aunque quizá tuviera que prescindir de su madre durante un tiempo. No estaba tan seguro: estaba el asunto del honor, estaba que Agatina era hermosa y lozana, lo que, aunque no debería, haría su papel. En fin, el comisario ha hecho su trabajo. Ahora le toca al juez.
El momento más penoso había sido detallarle a Gaddo, nuevo señor virtual de Roccapendente, lo que sucedería de ahora en adelante.
Cuando el comisario terminó su explicación, Gaddo se levantó del sillón de su padre y miró al comisario de manera incrédula:
—¿Lo decís en serio?
—Señor Gaddo, ¿de verdad le parece que bromearía sobre este asunto?
—No, claro, perdonadme. Por tanto, al mancharse con este…, este…, mi padre pierde su título nobiliario. Y con ello, también los privilegios fiscales a los que estaba ligado.
—Sí, señor Gaddo.
Gaddo dejó de mirar al comisario.
—Así que yo pagaré por una culpa con la que se ha manchado mi padre. Esta mañana me he despertado delfín y rico; en el discurrir del día, me encuentro burgués y pobre. ¿Os parece justo, eso?
Pobreza, chaval, es no tener para comer. Pero hoy no es el caso de ensañarse. Mientras el comisario trataba de responder, oyó que Gaddo decía:
—Aunque no es verdad que sea inocente. Habría podido, como Lapo, pedir dinero, preguntar por qué se vendían ciertos objetos. Ha habido tantas señales, ahora me doy cuenta, mientras yo estaba tranquilamente en mi mundo, poetizando. He pecado por omisión y ahora tengo que pagarlo. Con qué, no lo sé, pero tengo que pagarlo. En todo esto hay un único y gran problema.
—¿Que sería…?
—Que sería el hecho, querido señor comisario, de que yo no sé hacer un pimiento. Disculpad la rudeza, pero estoy a punto de convertirme en plebeyo y será oportuno que me adapte. Nunca en mi vida he trabajado un solo día y, aunque quisiera, no sé cómo se hace. Ayer era poeta y futuro barón; hoy, un gilipollas sin arte ni parte.
—Y con un castillo y muchos siervos fieles.
—¿Y con qué mantengo a esos siervos fieles? Mirad que las almenas del castillo no se pueden cocinar y comer.
—No, señor Gaddo, pero pueden alojar a otras personas, que estarían felices de pagar para alojarse aquí.
Gaddo miró al comisario como si le hubieran dado una colleja en la nuca.
—Tenéis una finca maravillosa, como pocos en el Reino en estos días. No os será difícil sanear las deudas de vuestro padre con una pequeña parte de estas propiedades. Después, este lugar podría convertirse en una residencia o en un hotel de categoría.
—Es decir, ¿me estáis proponiendo que viva haciendo que otra gente entre en mi casa, pagando?
—Es precisamente lo que tenía en mente vuestro padre, ¿sabéis?
—¿En la casa donde he crecido? No sería capaz. En verdad, vos…
—Escuchadme, señor Gaddo, porque voy a hablaros con el corazón en la mano. De donde vengo, hay pueblos enteros, o barrios de ciudades, gobernados por forajidos que imponen su justicia. Camorristas, los llamamos nosotros. Pues bien, para gobernar sus pequeños imperios, tienen que mantenerlos obligatoriamente aislados, alejados, con difícil acceso e imposibles de penetrar. Por eso, esa gente reina sobre un montón de basura. Esos lugares son ruinosos, están desolados y no ofrecen futuro alguno.
El comisario se puso de pie y se alisó los pantalones.
—Señor Gaddo, vos podéis ser amo y señor, sin ningún título, de un castillo que se convertirá en un montón de escombros, o podéis ser ciudadano de un mundo abierto en el que todos puedan entrar y que, por último, podéis administrar. La elección es vuestra. Sin embargo, permitid que os lo diga, al menos vos tenéis una elección. Hay personas que no la tienen ni la tendrán jamás.
Ahora sólo había quedado Artusi, a punto de dejar el castillo, de pie en el prado y esperando al cochero con una gran maleta, el sombrero en una mano y, en la otra, un cesto con los gatos.
Mientras miraba a su alrededor, Artusi divisó a lo lejos una figura familiar. Al no saber qué hacer, se puso y se quitó el sombrero. Le alegraba saludar a la señorita Cecilia, pero mostrarse jovial y sonriente con alguien a cuyo padre acababan de arrestar quizá no era oportuno.
—Señorita Cecilia…
—Señor Artusi… —respondió Cecilia.
Y, dichas estas dos palabras, se detuvo.
—Señor Artusi…
—Decidme, señorita.
—Quería agradeceros cuanto habéis hecho por Agatina. Ha sido muy noble por vuestra parte.
—Mérito vuestro, señorita. Quizá no debería recordarlo, ¿sabéis?, pero fueron precisamente vuestras incursiones en el equipaje de los huéspedes las que me proporcionaron la información necesaria para reconducir al señor Ciceri a la razón.
—¿De veras? Bien, me alegro por ello. Al menos he servido para algo, ¿no?
—No digáis eso, señorita. Vos podríais ser útil a muchas personas.
—¿Eso creéis?
El silencio duró varios segundos. Luego, de pronto, Cecilia confesó:
—El doctor Bertini me ha dicho que tengo un verdadero talento para la medicina.
Lo dijo ruborizándose, como quien se avergüenza de reconocer que la salida de escena del barón la echaba de la cama, pero quizá también le abría las puertas de una vida auténtica.
—Estoy de acuerdo. Sois atenta, curiosa y metódica. Si además tenéis buena memoria, es la disciplina adecuada para vos.
Cecilia lo miró.
—Tengo una excelente memoria. Y estoy a punto de demostrároslo.
—¿De veras?
—De veras. Vos no me respondisteis, por lo que me veo obligada a preguntároslo de nuevo. ¿Qué son, exactamente, los tommasei?
A lo lejos apareció una nube de polvo. La calesa que llevaría a Artusi a la estación de posta estaba llegando. El bigotudo de Romaña sonrió y se dio la vuelta.
—Debéis saber, señorita, que en Florencia, a principios de siglo, prosperaba un círculo literario de gran fama, fundado por el ginebrino Vieusseux. En este círculo estaban los más grandes ingenios de nuestra literatura, entre ellos, Niccolò Tommaseo, al que debemos el fundamental diccionario de sinónimos de nuestra lengua. Sin embargo, Tommaseo no era reputado unánimemente como un hombre de ingenio y contó entre sus más feroces detractores al mayor poeta de nuestro siglo, es decir, a Giacomo Leopardi.
Artusi se atusó el bigote y continuó:
—Con vuestro permiso, señorita, debo ser grosero. Como sabréis, el hombre de la calle, para insultar a alguien y que quien lo escucha lo entienda como hombre de poco cerebro, lo identifica con una parte muy concreta de nuestro cuerpo, fundamental para nuestra reproducción y que en general se utiliza sólo en plural, ya que la naturaleza (carraspeo) nos proporciona no uno, sino dos.
Artusi sonrió.
—Así se comporta el hombre tosco e inculto. No obstante, Leopardi era un hombre de genio, además de poeta. Por ello, solía escarnecer a su blanco de manera alegórica, refiriéndose a menudo a esas partes del cuerpo tan delicadas por el nombre, justamente, de tommasei.
Cecilia estalló en carcajadas.
A continuación, mientras reía, le entraron ganas de llorar. Pero se contuvo.
—Venid a verme a Florencia, señorita. Seréis una muy grata huésped.
—No faltaré, señor Artusi.