Madre mía, qué guapa es.
Despeinada, con los ojos amoratados y la expresión ya no altiva, sino de animal herido y, sin embargo, precisamente por eso aún más guapa, determinada y salvaje. Contente, Saverio. Estás de servicio y prácticamente ella acaba de quedar viuda. No está bien.
—¿Se encuentra bien, Agatina?
Ninguna respuesta. No verbal, al menos. Estoy muy bien, y estaría mejor si pudiera ponerte las manos encima. Y no como quisieras, cerdo.
—Escúcheme, Agatina. Debo hacerle una o dos preguntas. ¿Se siente con ánimo de responderme?
—No.
Era la primera vez que el comisario oía la voz de Agatina.
Definirla como sensual habría sido poco.
Ronca, baja, susurrada, y a la vez femenina, insinuante.
Tras contestar, Agatina se recostó en el catre de la celda y se giró sobre un costado, dándole la espalda al comisario y ofreciéndole una plena y cómoda visión de su trasero.
Mientras el cilicio del servicio volvía a estrecharse en torno al muslo del comisario, también él se dio la vuelta, para concentrarse mejor.
—Creo haber entendido, Agatina, por qué disparó al barón.
Ninguna reacción.
—También creo haber entendido que, antes del sábado por la mañana, usted no tenía ningún motivo para desear la muerte del barón.
Ninguna reacción. Quizá.
—Pero entre el viernes y el sábado sucedió algo. Después de ese suceso, intentó matar a su patrón. No antes; después. Y me pregunto por qué.
Agatina se había puesto rígida. Esta vez estaba seguro.
—Pero yo solo no puedo imaginar por qué. Y si usted no me lo puede confirmar y proporcionarme ciertos elementos de prueba, para mí será difícil ayudarla.
Agatina se relajó. Será difícil que yo te ayude a ti.
El comisario respiró hondo, se sentó e intentó concentrarse en la nuca de la criada.
—Comenzaré con una pregunta muy sencilla. Que usted sepa, ¿Teodoro solía apostar a los caballos?
Agatina se dio la vuelta.
«Lo sé todo», le dijo la cara del comisario.
Agatina se echó a llorar.
Una vez que terminó de hablar con Agatina, el comisario Artistico convocó de inmediato al agente Bacci y lo expidió a ver al barón de Cesaroni con una pregunta concreta; para asegurarse, incluso se la escribió en un folio, no fuera que Bacci cogiera el toro por las pelotas (sí, sería el toro por los cuernos, pero disculpad el desahogo, ya no puedo más con este lenguaje de finales del siglo XIX y al cabo de un rato necesito cambiar de aires). A continuación, había regresado al castillo y se había puesto a la caza del doctor Bertini.
Tras encontrar al doctor, le planteó una pregunta muy concreta, a la que el médico respondió de manera exhaustiva:
—Sí, pueden aparecer trastornos de la micción. Por lo general, en toda la musculatura lisa. Ciertamente, en la orina queda rastro de lo que decís. La identificación de dicho fármaco…
El doctor tenía la intención de continuar, pero el comisario lo interrumpió:
—¿Estaríais dispuesto a repetir en presencia de testigos cuanto me habéis dicho?
—Cuando sea convocado por un tribunal. Es la obligación de un médico…
—No, doctor. Os pido que confirméis cuanto me acabáis de decir en presencia del señor barón y de su familia, aquí, dentro de un rato.
En esta ocasión fue el doctor quien se ruborizó. El médico tragó saliva dos o tres veces y miró a su alrededor, pero se había metido en la trampa él solo. Con voz ligeramente ronca, confirmó:
—Sí, claro que sí. Es mi deber.
A continuación, el comisario fue a ver a Amidei. Ésa resultó la parte más difícil.
—No me acuerdo de nada.
—¿Estáis seguro, Amidei?
—Os lo he dicho. Nada.
—Qué extraño. Por lo general, los sucesos que provocan emociones fuertes se recuerdan bien, creo.
—Puede ser.
El comisario suspiró.
—Entiendo. Sois fiel a vuestros amos. Por aquí lo llamáis honor, ¿verdad? En cambio, en mi región se llama ley del silencio.
—No sé qué quiere decir. Nunca he oído esa frase.
—Quiere decir que alguien sabe perfectamente lo que se le pide, pero no responde a las preguntas porque tiene miedo.
—Yo no tengo miedo de nada.
E incluso podía ser cierto. Primo Amidei era un hombre que, si acaso, infundía miedo. Alto, corpulento, con dos palas en lugar de manos y una manera de mirar directo entre los ojos que significaba una amenaza continua. El capataz.
El que hace que todo avance.
Hoy en día se llama manager y de costumbre desarrolla el trabajo contrario.
—Perfecto. Me alegro por vos. Bien, no tendréis nada en contra si voy a preguntárselo directamente a vuestra patrona, ¿verdad?
—No sé de qué habláis, por tanto, para mí…
No hubo manera de sacarle una palabra. Sin embargo, ese silencio, para un comisario que había nacido y crecido en un sitio en el que callarse era a menudo el único modo de comunicarse, valía como una respuesta.
—Señora baronesa…
—Buenos días, comisario. ¿Habéis concluido vuestras comprobaciones?
—En efecto, sí, señora baronesa. Estoy a la espera de una última respuesta y todo habrá concluido.
—Por tanto, no os veremos más. Me alivia.
—Cuidado con lo que decís, baronesa —advirtió el comisario maliciosamente—. Podría ocultarme en ese escondite secreto de vuestro hijo del que me hablabais esta mañana.
—Eso no estaría bien. Mientras estéis de servicio, no podríais sacar provecho de ello.
—¿De verdad? ¿Porqué?
—Porque ese pequeño demonio…
Aquí, la baronesa calló y miró al comisario con estupor.
—Porque ese pequeño demonio tenía la costumbre de esconderse en la bodega, ¿verdad? —preguntó el comisario.
El que calla, otorga.
—No sólo eso. Corregidme si me equivoco: también había descubierto la manera de cerrar la puerta con pestillo, pero desde el exterior.
La baronesa seguía callada, y en su mirada había cada vez menos estupor y más odio.
—El pestillo es de hierro y está bien mantenido. Bien lubricado, y no pesa mucho. Con un buen imán, se puede maniobrar con él incluso desde el otro lado de la puerta, que no es muy gruesa. Basta un movimiento lento y decidido y el pestillo corre. Lo he probado yo mismo, hace unos minutos, y lo he logrado sin esfuerzo.
Con mucho menos esfuerzo, al menos, del que se necesita para estar hablando aquí.
La baronesa bajó la cabeza.
—Marchaos de aquí.
—Lo siento, señora baronesa.
—Nunca tanto como yo. Marchaos.
De vuelta al vestíbulo, se encontró con Bacci, que, por una vez, había hecho lo que se le pedía; además de la respuesta, había traído consigo también al objeto de la respuesta, Jacopo Paglianti, hijo del difunto Gerlando, encargado de los establos del barón de Cesaroni.
Una media hora más tarde, tras impartir a los agentes las instrucciones del caso, el comisario reunió a todos los residentes en el salón (excepto a Lapo, aún dolorido, y a la baronesa, aún con ruedas) y pronunció un breve discurso, esperando que la tensión no se notara demasiado:
—Señoras, señores, por fin he recopilado todos los elementos que necesitaba para completar el caso. Estoy aquí, principalmente, para presentaros mis excusas por la invasión de la que habéis sido objeto. Además, quisiera explicaros de la manera más directa y honesta posible lo sucedido este fin de semana, y lo que sucederá dentro de poco.
¿Las palabras paralizan? Parece que sí.
—En primer lugar, permitidme presentaros al señor Jacopo Paglianti, mozo de cuadra del barón Rodolfo Cesaroni di Canpetroso. Señor Paglianti, ¿querría hacer el favor de repetir lo que nos ha contado a mi ayudante y a mí hace un momento?
—Por Dios, claro que le hago el favor. Hace un año, hacia Semana Santa, nos llegó este caballo, este Monte Santo, que era una bestia feroz. Era todo furia, todo instinto, imposible de contener. Yo me empeñé en calmarlo, pero no era fácil. Primero…
—Disculpe, señor Paglianti, vaya a lo que sucedió el lunes pasado.
—¿El lunes? El lunes me encuentro con Teo, quiero decir, el pobre Teodoro, y le digo: «Oye, tengo un caballo para el viernes que es una fiera. No lo conoce nadie, sólo lo he entrenado por las mañanas, muy temprano. Me lo dan a quince. Piénsatelo y me dices algo». Y él me espeta: «Qué quieres que piense, imagínate. Si me lo das por seguro, lo apuesto todo. Así tengo bastante para abrir la tienda e ir a… y me despido del castillo».
—¿La tienda?
—Sí, Teodoro quería abrir un estanco, de esos señoriales, en Livorno. Total, también me cuenta que su prometida está embarazada, porque habían hecho el daño, y que casarse no estaría mal, y que esto venía como anillo al dedo, venga.
—¿Habéis oído, señor barón?
—Claro que he oído —contestó el barón con severidad—. Espero que ahora os convenzáis de que, como padre del hijo de Agatina, se puede señalar con certeza al pobre Teodoro.
—Sí, os doy la razón. En resumen, señor Paglianti, vos ofrecisteis pistas a Teodoro Banti sobre el caballo Monte Santo, diciéndole que se pagaba a un porcentaje altísimo y que era un ganador casi seguro.
El mozo de cuadra miró al comisario con aire circunspecto.
—Señor comisario, a mí me habían dicho…
—Tranquilo, señor Paglianti, no lidio con apuestas ni con corredores. Lo que quiero establecer es que Teodoro sabía lo que hacía al apostar a ese caballo una cifra considerable. Vos sabéis algo, ¿verdad, señor barón? También vos apostasteis por ese caballo.
El barón sonrió amargamente.
—Así es. Teodoro me puso al corriente de esta circunstancia y pude aprovecharme del soplo —respondió, evitando mirar al señor Ciceri—. Más bien, desconocía que también Teodoro hubiese apostado un dineral.
—Debéis perdonarme, señor barón, pero no os creo.
—Sin embargo, os aseguro que es cierto. Lo ignoraba por completo. Teodoro solía realizar por mí las apuestas al corredor, pero raras veces me avisaba de las suyas.
—No he dicho eso, señor barón. No os creo cuando afirmáis que también vos apostasteis a ese caballo.
Aquí el tono de voz del comisario cambió claramente.
—El empleado del corredor recuerda sin duda que recibió una sola apuesta, la del señor Teodoro Banti. Por otra parte, la hipótesis de que Teodoro realizara dos grandes apuestas sobre el mismo caballo no tiene sentido. Señor Paglianti, ¿quiere hacer el favor de explicar por qué?
—No, yo… Habíais dicho…
—Señor Paglianti, por favor. Acabe lo que ha comenzado.
Cecilia, hasta aquel momento, sólo había leído en los libros que existía un tono que no admitía réplica. Ahora, al escuchar al comisario, se percataba de que ese tipo de tono existía también en el mundo real.
—Bueno, es comprensible. Teodoro tenía que hacer una apuesta grande, porque todos sabían que jugaba por el barón. A menudo, el barón hacía estas apuestas de cantidades ingentes por caballos estúpidos, ya me disculparéis, señor barón. Y yo no puedo jugar, no me aceptan las apuestas. Había que jugar mucho dinero sin que la gente sospechara que Monte Santo no era un caballo de relleno, como pensaban todos.
—Entiendo. Por tanto, Teodoro podía apostar tranquilamente.
El barón tosió, como quien se da aires, antes de intervenir:
—Perdonad, señor comisario, pero esto es un sin sentido. Teodoro trabajaba para mí. ¿Por qué no habría debido hablarme de Monte Santo?
—Porque, de ese modo, habríais apostado también vos. Dos apuestas grandes a la vez, y no una, lo que habría hecho sospechar a los encargados del grupo y a los jugadores asiduos, y habría hecho caer la cotización del caballo. Que vos apostarais mucho dinero por un caballo que todos consideraban un jamelgo innoble confiando en un milagro, era algo habitual. Pero Teodoro no jugaba a menudo, al contrario. ¿Verdad, señor Paglianti?
—En absoluto. No jugaba nunca. ¿Con qué pasta?
El señor barón no perdió la sonrisa.
—Señor comisario, me parece que no entiendo. ¿Queréis explicarme entonces por qué el recibo de la apuesta está en mi poder?
—Porque vos lo sustrajisteis del bolsillo de Teodoro después de descubrir que iba a cobrar una gran ganancia, la cual habría debido retirar el sábado por la mañana. En efecto, tras vencer, Teodoro fue a veros y os manifestó su intención de dejar el empleo, explicándoos que había obtenido una ganancia considerable, sin saber que vos no sois tan insensible a estos temas. Para vos, que entre tanto estabais endeudado de manera notable, dicha cifra no era irrelevante, en especial este fin de semana en que esperabais a una persona que iba a venir a pediros cuentas.
El comisario tomó aliento. Empezaba el enfrentamiento directo.
—Teodoro, sin conocer este hecho, os dio la noticia para haceros partícipe de su alegría. Al hacerlo, os dio la ocasión de apoderaros del dinero que os faltaba.
—Ya veo —asintió el barón, mirando a los presentes como pidiendo disculpas por ese pobre loco—. Por tanto, cuando Teodoro vino a verme, yo le eché el guante con destreza. Él se percató y decidió envenenarme, pero al ser un poco distraído, se tomó el mismo veneno que había preparado para mí. Señor Artusi, os rogaría que en el futuro no dejarais por ahí vuestros libros de investigación. Mirad —dijo, señalando al comisario— el daño que puede hacer el exceso de fantasía en un ánimo diligente.
Artusi observaba, ora al barón, ora al comisario.
Como todos los demás, por otra parte: con la mirada de quien asiste a un enfrentamiento de enorme importancia, pero del que se ignoran completamente las reglas. Un poco como quien se encuentra en medio de la final del campeonato mundial de criquet.
—No, señor barón, no creo que las cosas fueran así —repuso el comisario—. Creo que vos envenenasteis vuestra copa, perfectamente sabedor de que Teodoro solía acabarse vuestro oporto. Y que, en el transcurso de la noche, bajasteis a la bodega para sustraer el recibo del cadáver.
Tocado.
—Ah, eso creéis —respondió el barón con la voz quebrada—. Y, por favor, ¿cómo habría logrado entrar en la bodega, si la puerta estaba cerrada con pestillo desde dentro?
—Como hacíais cuando erais pequeño: desplazando de su sitio el pestillo, que es de hierro, con un imán.
Arrinconado.
—Pero ¡qué locuras son éstas! ¿Quién os ha dicho semejante tontería? ¿Otro desgraciado mozo de cuadra pescado en el pueblo?
—No, Romualdo. He sido yo.
El barón se dio la vuelta como aquel al que los bomberos le dicen que esa casa en llamas, en la colina, es precisamente la suya. Justo en la entrada de la habitación estaba la baronesa madre, que se recortaba en el marco de la puerta con nitidez, como una pintura. James Abbott Whistler, Dignidad con ruedas.
La frase de su madre pareció quitar de debajo del barón el título nobiliario. Con mirada rabiosa, intentó un último, vulgar y plebeyo movimiento para escabullirse.
—No tenéis ninguna manera de probar vuestras afirmaciones.
—De momento, no, señor barón. Pero, como quizá sepáis, considero que el que se sirvió del orinal de la habitación de Teodoro es responsable del delito. El contenido del orinal, que aún se conserva en mi despacho, será analizado. Decidme, doctor, vos preparáis los fármacos para la dispepsia del señor barón, ¿correcto? ¿Qué prescribís a vuestro paciente para esta afección?
—Cocaína, señor comisario. Preparado extraído de hojas de Erythroxylum coca en alcohol etílico al diez por ciento. Para tomar en cantidades extremadamente moderadas.
Antes de que los lectores piensen que el comisario está a punto de arrestar al doctor por trapicheo, será mejor hacer una precisión: a finales del siglo XIX, el uso de la cocaína con fines terapéuticos era perfectamente normal y constituía uno de los medicamentos favoritos de los nobles y burgueses ricos italianos para curar los síntomas de las enfermedades estomacales. El llamado Vin Mariani, preparado por un farmacéutico corso de la misma manera que ha explicado el doctor, excepto que con burdeos en vez de solución alcohólica, cuenta entre sus más convencidos y entusiastas admiradores a Su Santidad León XIII, el cual confirió al productor una medalla de oro y aceptó aparecer asimismo en los carteles publicitarios de dicho producto. El hecho de que un papa concediera tanta importancia a un remedio para la mala digestión podría llevar a los más malpensados a preguntarse si de verdad la sufría tan a menudo y, si ése era el caso, por qué. Pero no divaguemos; estábamos en Maremma, así que volvamos a ella.
El comisario, ante la respuesta del doctor, asintió con gravedad, a la vez que se desplazó lo necesario para tener frente a él la cara del doctor y, muy visible en un espejo sobre el escritorio, el rostro del barón. Tras un instante estudiado, preguntó:
—Por tanto, doctor, vos prescribís para la dispepsia este medicamento, bastante característico. Decid, ¿los principios activos del preparado usado por el señor barón se encuentran en la orina?
—Mmm, sí.
—¿Es posible, pues, comprobar su presencia mediante métodos químicos?
—Sí, ciertamente.
El comisario escrutó en el espejo la cara del barón sin darse la vuelta para mirarlo directamente.
Derrumbado.
—¿Habéis prescrito estos fármacos a otros que no sean el señor barón?
—Mmm, no. No. Solamente a él.
El silencio aumentó su densidad, mientras el comisario buscaba la manera de conducir al barón fuera de la habitación. Estaba todo en orden, aunque no se veía con ánimos para arrestar a una persona en nombre de Su Majestad el Rey, cuando el rey no estaba presente en la habitación, y en compensación estaban la madre y los hijos del reo.
—Señor barón…
Cogido por un orinal. Qué innoble.