Ahora hay que encontrar la manera correcta de decírselo. Nada fácil.
Paseando arriba y abajo por el prado, mientras intentaba preparar un discurso que pudiera parecer a la vez autoritario y cortés, el comisario Artistico maldecía al doctor.
Hasta hace unas horas, todo encajaba. Tenía al culpable, tenía el móvil, tenía una reconstrucción teórica del delito casi perfecta. Estaba listo para volver a casa, dormir a pierna suelta, como deseaba desde hacía dos días y, a la mañana siguiente, ir a ver al jefe de policía con el expediente en la mano. Delito, investigación, solución y arresto. De las pruebas no se había preocupado demasiado: la fotografía que retrataba a Agatina apuntando a la augusta espalda del barón bastaba y sobraba.
Sin embargo, por desgracia, esa misma noche el comisario Artistico había descubierto solo (varios años antes, pues, del nacimiento de un niño llamado Karl Popper) que una teoría correctamente construida es una teoría falsificable. No importa cuántos sean los elementos a su favor: basta un único, sencillo y estúpido contraejemplo y la teoría se va a hacer puñetas.
El comisario estaba en el billar, todo satisfecho, repasando, mientras jugaba, cada aspecto del asunto, que ahora ya estaba resuelto. El barón, viejo tunante, se cepilla a la criada (échale la culpa) y trae involuntariamente al mundo un hijo ilegítimo. El noble señor puede negar lo que quiera, pero así son las cosas. La criada, una vez ocurrido, va a ver al barón y le pide dinero. El barón, ni hablar: el sastre ya le está tomando medidas para ponerle remiendos en el culo, se ve obligado a negarles el dinero a sus hijos oficiales, ¿y ahora se va a poner a darle dinero a la criada? Por lo cual, esta vez metafóricamente, la criada es invitada a que le den por culo. Ante ello, Agatina decide vengarse y hacerle unas entradas en el pelo al barón. La primera vez, con la complicidad del dolor de estómago de la víctima designada y la glotonería de Teodoro, yerra el blanco de la peor manera posible. La segunda, ya lo sabemos. ¿Todo cuadra? Sí, me parece que sí.
Justo cuando el comisario hacía que la bola de marfil rebotase contra la banda, situándola en posición para una buena carambola, el doctor entró en la sala.
—Creo que el señor barón está mucho mejor. Había tenido una subida de tensión que no sé explicarme, dado que perdió bastante sangre, pero ahora todo parece haber vuelto a los límites de la normalidad.
—Bien, me alegro. ¿Y en cuanto a nosotros?
—Os he traído lo que me habéis pedido: mi pericia, que atestigua que el líquido hallado en la copa ante el cadáver contenía el alcaloide conocido como atropina.
Un poco menos ampuloso, ¿no? El barbudo debe de ser uno de esos que quieren mostrar cuántas palabras conocen.
El comisario sonrió como quien, tras envenenar a la suegra, recibe la noticia de que la vieja está enferma.
—En cambio, en el líquido contenido en la botella no encontré ni rastro de este ni de otro alcaloide.
La bola del comisario, después de fallar a la amarilla, describió un elegante rombo y acabó en la tronera.
—Esperad. Deteneos. En la botella, no, pero en la copa, ¿sí?
—Exactamente.
—¿Cómo podéis estar tan seguro?
—He añadido yoduro de bismuto y potasio a la solución después de haberla tratado como se debe, aunque el vino, al ser ácido por naturaleza, no necesitaba de tal intervención. El líquido de la copa ha demostrado la formación de un precipitado anaranjado, mientras…
En vez de ofrecer explicaciones científicas, el doctor habría podido justificar su afirmación admitiendo que, tras verificar la ausencia de toxinas en el oporto, también había comprobado empíricamente las propiedades organolépticas del vino, apurando un par de copas con un buen plato de schiaccia alla campigliese y, a fin de cuentas, seguía vivo; pero el doctor Bertini era de esos que estiman que la Ciencia debe ser escuchada y creída y basta, incluso aunque un ejemplo ordinario no hiciera daño.
—Ahorraos las pajas científicas. ¿De dónde habéis sacado ese yoduro?
—Mi querido comisario, es el procedimiento descrito por Dragendorff en su tratado de química forense, Die gerichtlich-chemische Ermittelung von Giften.
El comisario Artistico estaba preparado para poner en duda cualquier cosa que dijera el doctor pero, al ser muy sensible al principio de autoridad, así como de ánimo profundamente italiano, no se sentía capaz de poner en tela de juicio los dictámenes de un libro escrito por una lumbrera de nombre tan altisonante y, encima, en alemán.
—Entiendo.
Y, por desgracia, era verdad.
Cuando la familia se hubo reunido para el desayuno (salvo el barón, que sigue a medias; la baronesa madre, que desayuna en la cama; y la señorita Barbarici, que, dado que la baronesa está aún en la cama, se ha encerrado en la bodega con su amada botellita de absenta; por lo demás, todavía no se han inventado las benzodiacepinas), el comisario pidió permiso para hacer un breve discurso.
—Señoras, señores, lamento profundamente informaros de que tendréis que soportar mi presencia aquí durante un tiempo más.
¿Qué?
—En efecto, han surgido nuevos detalles que hacen necesarias más indagaciones…
—¿Bromea, comisario?
—Yo no bromeo nunca sobre el ejercicio de mi cargo, señor Lapo. Por tanto, debo pediros, a vosotros y a vuestros huéspedes, la disponibilidad…
—¡Ni hablar! No permitiré que se retenga a nadie como rehén. Habéis hecho vuestro trabajo, nos habéis tocado los santísimos a todos y ¿ahora queréis continuar? Qué pasa, ¿tenéis la intención de camelaros a la cocinera?
Mientras Lapo hablaba, Gaddo mantenía la mirada fija en el plato.
—Señor Lapo, os he pedido de la manera más civilizada posible que retengáis a vuestros huéspedes. Habría podido hacerlo con muy distinta autoridad.
—Lapo, creo que el señor comisario tiene razón. Nuestros deberes…
—¡Cállate!
Y Lapo acompañó la orden con una colleja dada con la mano abierta sobre la nuca de su hermano, como hacía a menudo. Y entonces cometió un error.
—¡Señor comisario! —exclamó el joven segundón, poniéndose de pie—. A consecuencia de un hecho delictivo, consentimos alojaros.
Cometió un error porque, a veces, hasta el débil y cobarde, cuando es humillado en público ante personas que estima, encuentra la fuerza para reaccionar.
—Siguiendo los preceptos que nos impone nuestro rango, os acogimos y permitimos que investigaseis en la intimidad de nuestra familia y nuestra servidumbre. Ahora, nos haréis el favor…
Sin embargo, no se llegó a saber qué favor habría querido Lapo del comisario porque, mientras el joven botarate soltaba su pomposo discurso, el bueno de Gaddo había cogido en la mano un plato de fina porcelana Wedgwood. A continuación, tras sopesarlo con atención y apreciar su factura, con un movimiento agraciado pero decidido lo hizo añicos contra las encías de su hermano.
Se hizo un instante de silencio.
A la vez que Gaddo posaba de nuevo la mirada en el plato, Lapo se llevó la mano derecha a la boca y retiró un puñado bermellón de trozos de porcelana e incisivos surtidos.
Estalló la disputa.
—Os he mandado venir, señor comisario, para disculparme por el vergonzoso comportamiento de mis nietos y para pediros que corráis un piadoso velo sobre la penosa escena a la que habéis asistido.
De pie en el cuarto de la baronesa madre, que parecía la única impasible y refractaria a todo el follón que había sucedido, el comisario escuchaba en silencio.
—Soy consciente de que sólo estáis realizando vuestro trabajo y os pido que seáis consciente de que también nosotros hacemos, quien más, quien menos, el esfuerzo de secundaros. No estamos acostumbrados a este tipo de situaciones.
—Nadie está acostumbrado a sufrir hechos delictivos en casa, baronesa.
—No me refiero a eso, comisario. No estamos acostumbrados a rendir cuentas de nuestra conducta a nadie. Somos barones: estamos acosumbrados a rendir cuentas, como mínimo, a un conde.
El comisario Artistico se esforzó por no sonreír.
—De pequeño, después de hacer una travesura, mi hijo tenía la manía de esconderse en los sitios más recónditos. Desaparecía y no lo encontrábamos durante días. Al final, un día, un capataz descubrió dónde se metía y se lo contó a mi marido, el difunto barón. Mi hijo fue castigado: en el fondo, había hecho una tontería y se le mandó a la cama sin cenar. A la mañana siguiente, mientras el capataz le ensillaba el caballo, mi hijo lo miró y le dijo: «Dentro de algunos años, Amidei, el señor barón seré yo. Tenedlo presente, de ahora en adelante».
El comisario permaneció en silencio. La baronesa, después de unos instantes, continuó:
—¿Entendéis? Hemos crecido en la impunidad, en un mundo del cual éramos dueños o lo seríamos. Esta seguridad siempre nos ha acunado. Nunca nos hemos empeñado en ver qué había más allá de la cuna, o en preguntarnos si había algo. Y mi hijo no es una excepción.
Tras varios segundos, la baronesa suspiró, mientras el comisario seguía callado.
—Bien, comisario, os he entretenido demasiado tiempo. Creo que sería conveniente para vos volver a vuestro trabajo.
—Os doy las gracias. Mis respetos, señora baronesa.
—¿Salís, señor Artusi?
—Ah, señor comisario. Sí, en efecto, me disponía a dar un paseo por el bosque.
—Espero que no sea para huir de nuestra vigilancia.
—¿Cómo decís? Ah, no comisario, ¿qué decís? Últimamente ha llovido mucho y estamos cerca de un castañar, por lo que había pensado ir a buscar boletus y hacerme una tortilla cuando vuelva.
«Además de salir de esta casa de locos», dijeron los ojos de Artusi al comisario, que entendió.
—Bien, no veo nada malo. Es más, si me permitís, os haré compañía.
—Sería un placer. ¿Cogéis un cuévano?
—Así que en junio, ¿los boletus son buenos?
—Excelentes, señor comisario. La estación es seca y la seta contiene menos agua. Sus principios azoados y sus esencias están más concentrados, por lo que tiene un sabor más intenso.
Con los ojos en el suelo en busca de setas, los dos hablaban de esto y aquello, evitando dentro de lo posible comentar los hechos del castillo. Pero más pronto o más tarde…
—Señor comisario…
—Decidme.
—Quisiera saber, señor comisario, cuándo se me permitirá volver a Florencia. Mirad, las setas deben consumirse frescas, y yo quisiera…
Mientras seguía hurgando entre el sotobosque con un bastón —el comisario creció en un lugar lleno de víboras—, Artistico respondió: —Si fuera por mí, señor Artusi, os dejaría marchar incluso de inmediato, ya que no estáis en la lista de sospechosos. Pero para no ofender a nadie, prefiero que todos los invitados permanezcan aquí, hasta que sea posible.
—Ah. Os lo ruego, ¿cómo es que no me consideráis sospechoso?
El comisario observó al gastrónomo.
De alguien hay que fiarse.
—Ayer por la tarde, el doctor Bertini me informó de que el veneno sólo estaba presente en la copa, no en la botella. Ahora bien, ya anteriormente había establecido con absoluta seguridad que las copas como la usada por el barón se encuentran en un aparador en la misma sala donde fueron servidos los licores. En esa habitación, en el intervalo de tiempo que nos interesa, la criada no entró, y debe excluirse que envenenara la copa con anterioridad: el extracto de belladona la habría manchado. Quien haya vertido la pócima en el vino se encontraba presente en la sala en el momento del brindis. Ello, además de quitar de en medio a la criada como posible envenenadora, os excluye ipso facto también a vos.
—Me complace saberlo, señor comisario.
—A mí no tanto, ¿sabe? Ahora tengo que arrestar a dos personas, ya no a una. Me siento como ese personaje mitológico que tenía que empujar una piedra cuesta arriba y, una vez llegado a la cima, la piedra se caía y él tenía que volver a comenzar desde el principio.
—Sísifo.
—Eso. Y ahora no sé qué hacer.
—Descartad lo imposible. Lo que quede, por muy improbable que sea, debe ser obligatoriamente la verdad.
¿Qué coño dice el bigotudo?
—Lo afirma el protagonista del libro que estoy leyendo —explicó Artusi a modo de justificación.
—Ah, perfecto. Un poco genérico, ¿no os parece?
Artusi calló.
—Aunque, para ser honestos, ya me he ocupado de la primera parte del consejo. Agatina no pudo haber sido. Y vos, tampoco.
Artusi siguió callado.
—Bien, señor Artusi, ¿no os tranquiliza?
—Os doy las gracias, señor comisario, pero ya sabía por mí mismo que no había matado a nadie. Las escasas veces que dejo sin sentido a un ser vivo suelo hacérmelo a la cazadora poco después, y no tengo cacerolas tan grandes para que quepan seres humanos.
El comisario se echó a reír y también Artusi se concedió una bigotuda sonrisa.
—Además, no es cierto que hayáis tenido malentendidos con el señor barón, me parece entender.
—Ay de mí, no, querido señor mío. Aunque el malentendido más lamentable creo que ha surgido con la señorita Cosima.
El comisario sacudió la cabeza con complicidad, recordando cuánto había sufrido en el transcurso del interrogatorio de la anciana solterona.
—¿Os ocurren a menudo estas desventuras?
—Querido señor comisario, qué queréis que os diga. Tendré que poner bajo llave mi personalidad magnética.
Silencio.
—¿Sabéis?, en mi juventud no rehuía las aventuras galantes y podría contarle muchas historias. Pero el matrimonio… Mi madre, pobre mujer, me veía tan proclive a cortejar al sexo débil que casi me suplicaba que me casara.
»Yo, ¿sabéis?, siempre he pensado que las promesas son dogmas de la Edad Media, obligaciones contra natura que ya no tienen razón de ser en un ambiente racionalista y de progreso. Al contrario, digo más: sería bueno, a mi parecer, que se promulgara una ley que permitiera el divorcio, como ha sido adoptada desde hace tiempo por las naciones más civilizadas del mundo.
Silencio.
—Qué decís, señor comisario, ¿llegaremos alguna vez, en esta especie de nación nuestra, a ver una ley que se burle de los dogmas y tenga en cuenta al hombre más que al cura?
Silencio.
Pellegrino Artusi se dio la vuelta. Ya no había ni rastro del comisario.
Joder. Joder. Joder.
Resoplando por la excitación, el comisario caminaba hacia el castillo.
Es la segunda vez que el bigotudo me ilumina el camino.
Y a cada paso el pensamiento se aclaraba, una tesela a la vez.
Si se elimina lo imposible…
Si se elimina lo imposible, lo que queda debe ser obligatoriamente la verdad.
Si esta vez cuadra todo, te invitaré a mucho más que una comida, mi querido mostachudo.
Deprisa, ahora. Aunque mi blanco no sea, desde luego, capaz de escapar.