Domingo por la noche

El ritmo de los pasos por el empedrado no dejaba lugar a dudas.

Gaddo estaba fuera de sí.

Por lo general, Gaddo caminaba con pasos irregulares, lentos, deteniéndose a menudo a pensar, oír y fantasear. Ahora, en cambio, estaba casi marchando a ritmo regular, quizá acelerando un poquito, con el pie que se hundía y raspaba los guijarros bajo las suelas.

Y pensar que la velada había empezado bien. Se había arrestado a la sirvienta que había intentado matar a su padre, en parte gracias a su ayuda, o al menos eso pensaba. Y había encontrado la inspiración para una nueva poesía, precisamente mientras trataba de recuperar el aliento, recostado entre las espigas, tras haber derrochado todo su capital de oxígeno en los treinta y seis metros de carrera en pos de Agatina.

Mientras procuraba volver a respirar, Gaddo se había sorprendido mirando el cielo encima de él.

Un cielo terso, límpido, sin una nube.

Un cielo muy alto, sin puntos de referencia.

Un cielo imposible de mesurar.

Joder, qué idea.

Había decidido tomarse una noche libre en el pueblo, junto a su hermano, y mientras Lapo iba a su taberna habitual, Gaddo se había perdido por los callejones de Bolgheri, paseando despacio y pensando en su nueva poesía.

Un cielo que no se puede mesurar. Ese cielo tan alto. ¿Con qué puede rimar «alto»?

Cobalto, claro. Pero el cielo no es cobalto. No está mal… Allá donde en lo alto / el turquesa se vuelve cobalto… No está nada mal, ¿no? Sí, pero no es verdad. Cuanto más hacia arriba miras, más se aclara el cielo. Qué fastidio cuando la poesía debe ajustar cuentas con la realidad. Estaría tan bien…

Perdido en los versos, había seguido caminando hasta que, en un cierto momento, su corazón (ya sensible de por sí y además sobreexcitado por el nuevo carmen) había latido con mayor fuerza. Porque a varios metros, al fondo del callejón, había aparecido una figura majestuosa. La cabeza leonina, la barba poblada, el caminar pesado y a conciencia que todos, en aquella zona, conocían bien.

Giosuè Carducci.

Gaddo se había quedado casi petrificado, mientras el Poeta se acercaba lento y majestuoso por la estrechez del callejón, mirando a su alrededor con calma. Tras apartarse, Gaddo había dejado desfilar a la figura imponente, preguntándose si era oportuno saludarlo, si debía dar muestras de haberlo reconocido, si, por el contrario, era mejor manifestarse y decirle «Buenas tardes, senador, perdone la osadía pero…».

Pero…

Pero ¿qué está haciendo?

En efecto, mientras Gaddo miraba, inmóvil, el Poeta se había detenido delante de un portal y lo había estudiado con severidad durante varios segundos. Luego, tras juzgarlo adecuado, se había desabrochado con dificultad los pantalones y había comenzado a liberarse tranquilamente la vejiga, con la cabeza alta y el ademán indiferente que caracterizan al verdadero profesional de la meada al aire libre.

Gaddo se quedó de piedra.

Unos diez segundos más tarde, el noble retoño se había acercado al vate meador y lo había contemplado con estupor.

Y Carducci, nada. Allí, como si no pasara nada.

En ese momento, Gaddo explotó:

—Pero ¿qué demonios estáis haciendo? —exclamó con voz temblorosa por la ira y la sorpresa.

En absoluto turbado, el poeta soltó:

¿No ves, querido, que estás molestando?

En un portal, tranquilo, estoy meando.

Yo meo donde me parece y cuando deseo,

meo sobre el parterre y sobre el paseo.

Meo sobre la moneda y sobre el folio,

meo sobre el Vaticano y en el Capitolio;

y si sigues tocándome los cojones

meo sobre tu hocico y el de tus patrones.

Tras terminar el endecasílabo, se abrochó de nuevo y giró sobre sus talones, imperturbable, dejando al pobre Gaddo inmóvil y mudo.

De ese modo, cuando se hubo repuesto, Gaddo emprendió el camino a casa.

A pie. Cuatro kilómetros, pero la ira es un carburante que no hay que subestimar. Ira por haber hecho un papelón estelar ante su punto de referencia. Ira al constatar que, de los dos, el que se había comportado mal no era desde luego él, sino ese otro viejo asqueroso que se ponía a mear en un portal sin pestañear y, sin embargo, el que se había sentido incómodo era precisamente el joven inocente.

Ira, sobre todo, por haber descubierto que su ídolo era, en el fondo, un hombre como todos los demás.

Y esta ira, como ocurre con los sentimientos que no conseguimos desahogar, se había acumulado en el camino a casa, subiendo e hinchándose, a la espera de un blanco sobre el que poder desahogarse.

Dado que estamos en una novela, a estas alturas parecería extraño que el pobre y decepcionado caballero no encontrara enseguida un elemento inocente sobre el que liberar la ira de la que antes se hablaba. Por tanto, no sorprenderá a nadie enterarse de que, apenas entró a casa, Gaddo tropezó con el perro Briciola.

—Pero ¿qué sucede?

—¡Y yo qué sé!

Ruido de pasos a la carrera, gruñir del can y respiración afanosa.

—¿Quién anda ahí?

—Por Dios, ¿serán ladrones?

Silencio repentino, ruido de plato que se rompe, perro que ladra, voz humana que dice algo así como «alimaña».

—Cecilia, ¿qué está sucediendo?

—No lo sé, abuela. Está todo oscuro. Oh, perdonad.

—Nada, señorita. Se necesitaría una vela.

Dicho y hecho. Desde el cuarto situado al fondo del corredor salió una figura, en camisa de noche blanca y cofia de algodón con pompón, llevando una palmatoria en la mano y su correspondiente vela encendida, mantenida a prudente distancia de la barba enmarañada.

A continuación, con la trémula luz emergieron:

a) Cecilia en camisón blanco de algodón y bata, descalza, ojos somnolientos.

b) Cosima Bonaiuti Ferro en coraza de noche de cota de malla, de un peso de unos quince kilos, con calcetines de algodón combinados según el catálogo primavera-verano de la solterona de ley.

c) La señorita Barbarici vestida no se sabe cómo, porque de la puerta del cuarto asoma sólo la cabeza con el cuellecito consumido, a modo de tortuga posmoderna.

d) Pellegrino Artusi en bata de seda y pantuflas de piel de estilo árabe.

Mientras el doctor se acercaba al resto de la compañía, por la escalera habían subido los dos contendientes, es decir, el perro Briciola y Gaddo. El animal, de masa risible pero actitud amenazante, ladraba y gruñía a la vez que retrocedía según la dirección de Gaddo, rebotando hacia atrás varios centímetros con cada ladrido debido al desplazamiento del aire.

Gaddo, con un candelabro en la mano, sin un zapato, sudado, despeinado y cabreado como una mona, avanzaba inexorable hacia el animal.

—Oye, Gaduccio, ¿qué haces?

Sorprendido por la luz y por la cantidad de personas reunidas, Gaddo miró a su tía un momento, como si estuviera sopesando cambiar de blanco, y a continuación arrojó el candelabro al suelo con vehemencia.

—¿Qué hago? Vuelvo a mi casa, Virgen santa, y lo primero es que me tropiezo con ese perro tuyo de las pelotas. No hago más que ponerme de pie y ¡esta alimaña me muerde el tobillo!

—Pobrecito, lo has asustado. Estaba durmiendo y lo has pisado, pobre Briciola, ¿qué te hacen estos malvados? Malo, sí, Gaddo ha sido malo, ven, Briciola, ven…

Y la señorita Cosima se dirigió amorosamente hacia su animal, que seguía mostrando dientes y encías al heredero.

Por desgracia, al salir, Artusi había dejado abierta la puerta de su habitación, en la que ronroneaban, no uno, sino dos mininos, los cuales, despertados por aquel alboroto, habían reaccionado de distinta manera. Sibillone, temeroso por naturaleza, se había metido bajo la cama; Bianchino, más emprendedor, había salido al corredor y localizado de inmediato al enemigo.

Así, conforme la señorita se acercaba, el gatazo se había hinchado como una pelota y había comenzado a resoplar; luego, valorando que el enemigo pesaba menos que él y no tenía garras afiladas, se había lanzado al ataque.

Los momentos que siguieron fueron convulsos.

En el centro del corredor, los dos animales formaron una bola de pelo maullogruñidora, mientras a los lados los espectadores asistían impotentes.

A la vez que Artusi intentaba llamar al orden a su animal en dialecto romañol —ven bán qua, Biancunzén, ven bán qua—, la señorita Bonaiuti Ferro se dirigió hacia la esfera peluda e intentó resolver la situación asestando una buena patada en pleno cuello al felino, el cual se encontraba encima del perrito y lo estaba maltratando. Sin embargo, cuando la señorita se disponía a soltar la patada, las dos bestias habían invertido su posición, de modo que el pie de la señorita Cosima impactó con vigor contra su propio animalito, doblándolo en forma de herradura y proyectándolo hacia la pared, sobre la que se estampó con un aullido.

Al ver la escena, Gaddo se había quedado petrificado, pero inmediatamente después, con un bufido ahogado, se echó a reír.

Un instante más tarde, reían todos.

Todos, incluida Barbarici con su cuellito de tortuga, Artusi con su bigotazo de militar y el doctor con su barbaza de persona seria.

Todos, salvo la señorita Cosima, que, morada, se había dirigido a Artusi girando el cuello.

—Vos… Vos…

—Disculpad, señorita Cosima, pero…

La señorita Cosima señaló al minino, que estaba entrando a toda velocidad en su cuarto.

—¡Vos y vuestras bestias! ¡Todo es culpa vuestra! Y yo que me imaginaba… Yo…

—Señorita, estoy consternado —dijo Artusi, riendo—, pero veréis…

—¡No se os ocurra acercaros a mí! ¡Y ya no os permitáis dirigirme la palabra, bruto salvaje, asqueroso gordinflón, que no sois otra cosa! No quiero veros ni hablaros nunca más, ¿habéis entendido? ¡Nunca jamás! Briciola, ven aquí, pequeñín…