Del diario de Pellegrino Artusi

DOMINGO, 18 de junio de 1895

Tengo tales y tantas cosas que me han ocurrido hoy entre la cabeza y el cuello que me sería difícil escribirlas todas. Me encuentro hospedado en una mansión donde los criados son asesinados, lo que no me resulta habitual. Esta mañana al dueño de casa le pegan un escopetazo, a lo que sigue un jaleo sin igual; hoy por la tarde es atrapada la tiradora, que resulta ser ni más ni menos que la joven Juno que me hizo confidencias.

Si es verdad que diversión viene de divertire, cambiar de dirección, hacer o sufrir cosas a las que no estamos acostumbrados, debo admitir que este fin de semana ha habido realmente con qué divertirse.

Esta tarde, después de la cena, fui a ver a la cocinera en su reino para enseñarle cómo hacer el caldo para los convalecientes; la encontré muy agitada. De pronto, me asaltó con una sarta de improperios y augurios indecentes que me impresionaron bastante. Sin embargo, al prestar más atención, comprendí que el intruso al que deseaba varias patologías intestinales no era yo, sino el comisario Artistico. Blandiendo un cucharón como si fuera un arma, me preguntó si yo también, por casualidad, estaba entre los que afirmaban que Agatina era una asesina y que debía ser colgada, ante lo cual le expliqué que no lo pensaba en absoluto.

Esto la calmó bastante: le conté por qué estaba allí y, después de cinco minutos, charlábamos como dos buenos amigos, hasta el punto de que me permitió pedirle un favor. Si yo preparo el caldo, digo, y vos preparáis el brazo de gitano salado (ése es el nombre del manjar de atún que no conseguía quitarme del pensamiento), cada uno, mirando, aprenderá del otro cómo proceder, y mientras tanto podéis hablarme de Agatina, ya que había entendido que ése era su mayor deseo.

Así que nos pusimos manos a la obra: ella comenzó pelando un pimiento amarillo sobre el fuego y a continuación, echó en una sartén un apio cortado grueso, al que añadió el pimiento a tiras y unas aceitunas sin hueso. Mientras, hirvió unos dos decilitros de leche, en la que remojó varias rebanadas de pan duro.

Tras echar en la sartén el atún en aceite, desmenuzándolo con las manos, mezcló hasta que el mejunje soltó toda la grasa. Luego añadió el pan, cascó dos huevos, lo revolvió todo y lo metió al horno.

Mientras lo hacía, me contó que este plato le había sido enseñado por los gitanos años antes, cuando su padre comerciaba con caballos y tenía trato frecuente con estos nómadas. La relación era intensa y a menudo, al tratarse de negocios, además con gente de naturaleza fogosa, de las transacciones se pasaba a las disputas, las cuales se aplacaban después con la misma facilidad con que se habían producido. Entonces había que hacer las paces: y desde que el mundo es mundo, la paz se hace en la mesa.

Al ver esta mescolanza de elementos tan diferentes, me costaba creer que de ese revoltijo pudiera salir el plato de sabor tan delicado y sabroso a la vez que me habían preparado dos días antes; sin embargo, de todos modos, me dispuse a esperar de buen grado. Mientras aguardábamos, me enteré de muchas cosas de Agatina y Teodoro. Supe que los dos iban a casarse, incluso con cierta urgencia, dado que habían montado ese lío que sucede a menudo cuando se es joven e impaciente.

Todo esto me lo relató con el tono lacrimógeno que usa con frecuencia el pueblo llano para hablar de los hechos de la vida, como si, al contarlos de manera desgarradora, los ennobleciera de alguna manera; me contó, por ejemplo, que el día de su muerte Teodoro iba diciéndoles a todos que llevaba sobre el corazón algo que le cambiaría la vida, a la vez que se golpeaba el pecho con la mano. Cuando el pobrecillo fue encontrado cadáver, sobre el corazón tenía una cartera desgastada, cuyo único contenido era un retrato de Agatina.

Ahora que escribo, me doy cuenta de que la culpa de Agatina, aunque esté comprobada, me tortura; casi como si yo, al ver a esta joven belleza y recibir sus sonrisas y confidencias, me hubiera convencido de tener que ser, de algún modo, su protector, no pudiendo ser otra cosa por razones de edad. ¡Bah! Debe de ser verdad que cuanto más se envejece, más papanatas se vuelve uno. Empero, sin estos instintos, es probable que el género humano no hubiera durado demasiado. El instinto de la nutrición y el sexual nos son necesarios, ya que sin ellos duraríamos muy poco; sin embargo, son considerados materia vil, y si se habla de ellos en los salones, se corre el riesgo de pasar por depravado.

En fin, pasó tanto tiempo que salió el pastel: el cual, a pesar de los ingredientes, que me parecían un improbable fárrago, era tal como lo recordaba, quizá incluso mejor. Me serví lo justo, para no padecer problemas de estómago en el transcurso de la noche, y guardé un poco en un envoltorio para dárselo a mis amigos de pelo suave, que en este momento lo están apreciando mucho.

Bien, mañana por fin volveremos a Florencia, donde nuestra buena amiga y dulce compañera, y dejaremos a nuestras espaldas estas tristes vicisitudes, estos muertos asesinados y estas solteronas en celo; y de asesinos espero saber sólo en los libros, y nada más.