El domingo por la noche, la cena se desarrolló en el salón del Olimpo, como siempre, pero, hay que decirlo, las analogías con las noches precedentes acabaron aquí.
En primer lugar, en la mesa no está presente el dueño de la casa. En efecto, el señor de Roccapendente permanece en su habitación, en parte porque tiene fiebre por las heridas y en parte porque le han comentado que su madre ha invitado al comisario a cenar y no se puede retirar una invitación, y aún menos contradecir a su madre. Por tanto, el señor barón se ha quedado en su cuarto sin comer; total, esta noche tampoco tiene hambre.
Lapo come lentamente y con circunspección. A pesar de la grave herida en la cabeza (una abrasión; además de consentido y fatuo, el retoño es también un quejica), se ha presentado para la cena vestido de punta en blanco.
Barbarici come con ganas renovadas, de vuelta a su mejor funcionamiento, ahora que ya no es el centro de atención y la gente tiene otras cosas en que pensar, y ella puede volver a refugiarse en su confortable invisibilidad.
Cecilia come con desgana, mientras se pregunta por qué sigue pensando en la barba y en las manos del doctor, y la conversación a su alrededor se desarrolla sin tropezar con sus ingeniosos comentarios.
Come con ganas el comisario Artistico, porque está orgulloso de su trabajo y de cómo lo está llevando a cabo, y se siente justamente el centro de atención, aunque en realidad el sabor de las viandas no lo convence del todo. En realidad, tiene sentido, en cuanto que, para cada plato que sale de la cocina, Parisina se informa de cuál es el del comisario y le echa un puñado de sal extra.
Come también la baronesa Speranza, lo cual es una gran noticia, mientras mira a su alrededor, consciente de que, también esta vez, la estirpe ha resistido al asalto revolucionario de la plebe.
Come con placidez el señor Ciceri, porque esta noche también él es, en parte, el héroe de la situación, y eso le gusta.
Come como un pajarillo la señorita Cosima Bonaiuti Ferro, preguntándose si mañana será mejor llevar a su presunto galán a dar un paseo por el bosquecillo o continuar apostando por las carpas japonesas, mira con qué apetito come y qué aspecto más viril, o bien proponerle además una excursión en calesa por la propiedad, aunque el camino estará todo fangoso, acaso mejor así, de modo que la calesa se quede parada donde yo diga entonces, jijiji, da risa, etcétera, etcétera, perdonad si cortamos aquí, pero seguir el flujo de la conciencia de la señorita Cosima produce dolor de cabeza.
Come lentamente el señor Pellegrino, porque en la cabeza le bulle una pregunta y cuando algo lo apremia, nuestro hombre no consigue tragar, y está intentando reunir el coraje para formularle una pregunta al comisario, pero aún no lo consigue, y precisamente cuando ha decidido no hacerla, oye su propia voz preguntando:
—Por tanto, señor comisario, ¿qué sucederá ahora?
—¿Qué queréis decir, señor Artusi?
—Bueno… Ya sabéis, con la criminal… Qué le ocurrirá, quiero decir.
Lapo rió.
—¿Vendéis también cuerdas, además de sedas?
—No os sigo, señor Lapo.
—Bien, presumo que será colgada, como corresponde a los asesinos. Por lo demás, estamos en Italia, y al menos podemos dar las gracias a esta farsa de la reunificación por esto: ahora podemos colgar de nuevo a los asesinos. ¿Digo bien, comisario?
—Decís mal, señor Lapo.
El comisario se secó el mentón, no está bien hablar de ciertos temas con la barbilla untada de salsa, y explicó:
—El nuevo código penal Zanardelli no contempla la pena de muerte para ningún tipo de delito, adecuándose así al Gran Ducado de Toscana en cuanto única región en Italia, como vos justamente observáis, en que tal pena ya había sido prohibida desde mucho antes.
—Por tanto, ¿no tenemos derecho a colgar a los asesinos?
—Lo siento, señor Lapo, me temo que no. Si no habéis tenido bastantes cadáveres y queréis ver a alguien entregar su alma a Nuestro Señor siguiendo las leyes, tendréis que esperar a que llegue la guerra.
—Qué absurdo. Por tanto, si un tipo cualquiera mata a un cristiano, no se lo puede ajusticiar, sino que además hay que hacerse cargo de él. ¿A esto llamáis progreso?
—No, señor Lapo. Lo llamo ley. Si es progreso o no, no me corresponde a mí decirlo.
—De todos modos, ahora que el gobierno está de nuevo en manos del señor Crispi, no puede esperarse que la situación mejore —intervino la baronesa madre, realizando el único gesto que le estaba aún permitido, es decir, frunciendo los labios.
—Me parece entender, señora baronesa, que el señor Crispi no os inspira confianza —comentó el comisario.
—No veo cómo podría hacerlo. Es un socialista nacido en Sicilia, de padres que me dicen que ni siquiera eran sicilianos, sino albaneses. Un inmoral, que mantiene tres familias a la vez y se pasa el tiempo libre de los asuntos del Estado sembrando hijos.
—Pero ésa es su vida privada —adujo el doctor—. En los asuntos de gobierno me parece incansable e insuperable. En su primer gobierno, promulgó más leyes en seis meses que Depretis en todos sus mandatos. Interviene continuamente en el Parlamento y estimula a los suyos a trabajar por la unidad.
Los comensales se miraron un momento con un atisbo de desconcierto en los ojos.
Era sabido que al doctor, ya de por sí bastante prolijo, cuando se ponía a hablar de socialismo y de gobierno era imposible hacerlo callar, y la única manera de reducirlo al silencio era echarlo de casa. Sin embargo, después de haber curado al señor del castillo, eso no parecía tan factible, por lo que gran parte de la mesa (a la cual, dicho sea de paso, la política le importaba un pimiento) se sintió presa de la angustia.
—Ahora vos hablabais del código penal: os recuerdo que el código Zanardelli, del que se habla, fue promulgado precisamente en los primeros meses del gobierno de Crispi. Por último, se trata de un código inspirado en los principios del humanitarismo, en que se habla de divisibilidad de la pena, no de un montón de leyes hechas a propósito para fusilar a todo aquel que delinca, e igual para todas las regiones del reino. Es gracias a esto por lo que al fin podemos decir que somos un país verdaderamente unido, por Dios. Pero vos sabéis…
Desde el fondo de la mesa llegó un imprevisto resoplido, una especie de carcajada amordazada, como si hubiera quedado atrapada en el imponente bigote del responsable.
—¿Todo bien, señor Artusi?
El bigotudo hizo señas afirmativas con la mano y a continuación se ruborizó y comenzó a subir y bajar la cabeza como un gran pavo.
—Por Dios, ¿se le ha atravesado una espina? —preguntó solícita la señorita Cosima, levantándose de la silla.
El bigotudo hizo señas de que sí con la cabeza.
—Esperad, aquí estoy… Por favor, estad tranquilo y no mováis ni un músculo. Lo mejor en estos casos… Si me permitís daros algunos golpecitos en la espalda…
Ante la idea, quizá, de ser tocado por la señorita Cosima, Artusi sufrió un ataque de hipo tan violento que el maldito bocado con forma de garfio se desencalló del ilustre gaznate y se marchó por la recta vía, ahorrándole así a la mesa la molestia de un segundo deceso en el mismo fin de semana. A continuación, tragó con voluptuosidad una buena copa de agua mientras la comitiva, aliviada por la distracción que había truncado en su comienzo el mitin del doctor, se agolpaba a su alrededor con diligencia.
—¿Habéis conseguido liberaros?
—Oh, pobrecillo.
—¿Ya os sentís mejor?
—¿Conseguís respirar bien?
—Tenga, otro poco de agua. En pequeños sorbos, por favor.
Artusi obedeció, mientras la señorita Cosima lo miraba con amorosa preocupación.
—Perdonad, estoy avergonzado. Me he distraído porque estaba tan absorto e interesado en la charla de nuestro doctor que…
No, Virgen santa. Eso no se hace. Habíamos conseguido callarlo y ahora le das pie para que vuelva a empezar desde el principio.
—A mí me había parecido que os había entrado un ataque de risa —dijo Lapo pérfidamente.
—Yo he tenido la misma impresión —acordó Gaddo.
Así aprendes a ocuparte de tu bigote y la próxima vez te ahogas en paz. Artusi resopló un instante y luego continuó:
—Bien, veréis, el doctor ha afirmado que, con la promulgación del nuevo código penal, gracias al trabajo de Crispi y Zanardelli, el nuestro sería finalmente un país unido.
—Me parece entender que no estáis de acuerdo.
—Los árboles no crecen tirándolos desde arriba, doctor Bertini.
—¿Cómo?
Ojo, Pellegrino.
Artusi era, sí, una persona tímida, pero, sobre todo de joven, había dos situaciones en las cuales perdía toda discreción y se inflamaba de pasión hasta tal punto que era difícil contenerlo. La otra situación en que le ocurría esta pérdida de autocontrol era en las discusiones políticas.
Como afiliado a la Joven Italia y fervoroso seguidor de Mazzini, el bueno de nuestro bigotudo de Romaña estaba de acuerdo con los principios que animaban al doctor, pero, como hombre que ha visto muchas cosas, sabe que los ideales de los que se habla son tan elevados que el hombre que mira arriba, hacia ellos, para seguirlos, a menudo no ve dónde pone los pies.
Y, cuando habla con un joven idealista, a menudo Artusi se cabrea.
Esta vez, al hallarse en una mesa noble, nuestro hombre primero respiró hondo.
—Yo no discuto que para estar unido un país deba tener leyes comunes, lo cual es una gran meta. Me limito a observar eso, que los árboles no crecen tirándolos desde arriba. Se necesita tiempo, abono y criterio. Este país ha sido construido desde tiempos inmemoriales por dos muñones ajenos el uno al otro, y pretender que se conviertan en uno solo con un chasquido de los dedos, a base de leyes, me parece demasiado esperar, francamente.
—El señor Artusi tiene razón —se entrometió Lapo—. Nosotros somos un país; el Sur es otro. No hay ninguna necesidad de hacernos cargo de provincias tan atrasadas. Gente que organiza movimientos subversivos, como esos fascios que han sometido a hierro y sangre el país y que quisieran la revolución socialista.
—Perdonad, señor Lapo, no he dicho eso en absoluto. Yo deseo que nuestro país se convierta en uno, pero que lo haga de verdad. Lo que digo es que imponerse mediante la fuerza jurídica para unir dos regiones tan diferentes no es el método correcto.
—Yo no veo esa necesidad —dijo Lapo—. Somos distintos, ellos y nosotros. Como agua y aceite. No podríamos mezclarnos ni aunque quisiéramos.
En el silencio que siguió, mientras el comisario Artistico intentaba establecer cuál era la actitud correcta —indiferencia, autoridad o bandejazo en los dientes— que adoptar con el joven cretino, Artusi rió y se limpió el bigote con aire resabiado.
—¿Qué estáis comiendo, señor Lapo? Quiero decir, ¿con qué está condimentado vuestro pescado?
—Con mayonesa. ¿Queréis probarlo?
—No, os lo agradezco. ¿Sabéis de qué está compuesta esa salsa?
—No, no sabría… Hay huevo, sin duda. Y la acidez del limón, creo.
—Exactamente. Ahora, decidme, ¿sabéis cómo se prepara?
Silencio. «Cocinar es cosa de mujeres —dice la mirada de Lapo—. Lo único que hace un verdadero hombre en la cocina es situarse a espaldas de la cocinera y luego ya nos entendemos.»
—Permitidme entonces una breve digresión culinaria. La mayonesa es una emulsión estable de aceite con una base acuosa, constituida por el zumo de limón y el vinagre. En concreto, es como si fuera un conjunto de gotas de aceite diminutas dispersas en una matriz acuosa. La estabilidad de tales gotas es dada por un componente de la yema de huevo, llamado lecitina.
Artusi dibujó en el aire dos o tres gotitas.
—La lecitina es una molécula que se estima constituida como una especie de renacuajo (perdonad la grosería de la explicación) que tiene una cabeza hidrófila, es decir, que se disuelve en agua, y una cola lipófila, es decir, que se disuelve en aceites y grasas. Cuando batimos juntos agua y aceite, las gotitas que se forman se estabilizan precisamente por la presencia de estos pequeños renacuajos, que se disponen con sus colas dentro de la gota y con sus cabezas en el agua, anclando así la superficie de la gota a su ambiente acuoso y evitando que la emulsión se rompa y todo se mezcle, transformándose en aceite que flota en el agua.
—Bien explicado —aplaudió el doctor.
—¿De veras? —preguntó Gaddo—. Y ¿qué?
—Pues que, para hacer la mayonesa, hace falta proceder con calma y método. Si se echa todo junto y luego se bate, se forman unos feos grumos y se dice, en la jerga, que se ha cortado. Hay que echar las yemas en un cuenco, batirlas bastante y a continuación añadir aceite a chorritos, poco a poco, mezclando con la cuchara hasta que la mezcla cuaje. Despacio al principio, casi gota a gota; luego, hacia el final, se puede aumentar un poco la velocidad, aunque no demasiado. Después, por último, se añade el zumo de limón o el vinagre, o como hacen los franceses, la mostaza.
—Y con esta explicación, ¿qué es lo que queréis obtener?
—Quiero obtener precisamente una mayonesa. Algo que no es agua ni aceite pero que, sin embargo, es mucho más precioso que los componentes de partida y tiene consistencia propia, hasta el punto de que resulta cremosa y sólida aunque se obtenga de la mezcla de líquidos. Por eso, y por la versatilidad que nos consiente aliñarla a nuestro gusto, se la considera con justicia la reina de las salsas. Pero se necesita paciencia y método para lograrla, se debe proceder sin prisa y sin pausa. No se puede conseguir mediante la fuerza bruta. Y se necesita algo que convenza al agua y al aceite para que permanezcan juntos, que actúe sobre ambos del mismo modo; tanto es así que, si la mayonesa se corta, el único método para salvarla es añadir otra yema de huevo, mejor duro. No vale salar desmesuradamente ni echar más agua o más aceite. No se obtiene ningún resultado.
La cena había terminado y la pandilla se había dividido primero por género (hombres a la sala de billar, mujeres a la sala de la chimenea) y luego por cuna; así, Lapo y Gaddo habían decidido coger la calesa e ir al pueblo, a Bolgheri, para abandonar el castillo y ventilarse un poco después del horrendo fin de semana, para poder regresar bien descansados a sus actividades habituales, es decir, aunque fuera con talento y actitud diferente, a no dar golpe de la mañana a la noche.
Los no nobles, a excepción del doctor, que había ido a ver cómo estaba el barón, habían permanecido en la sala de billar, no tanto por consonancia de afectos y afinidades electivas, como porque el comisario Artistico les había pedido expresamente poder intercambiar un par de palabras con ellos.
Una vez solos, mientras Ciceri hacía rebotar perezosamente las bolas sobre el tapete verde, el comisario preguntó:
—Necesitaría algunas aclaraciones, si me permitís.
—A vuestra disposición, señor comisario —dijo el señor Ciceri.
—Os pediría a ambos que tuvieseis la bondad de explicarme el objeto preciso de vuestra visita. De la manera más detallada y exhaustiva posible. ¿Queréis comenzar vos, señor Artusi?
—Como queráis, comisario. Quizá vos estéis al tanto de que gozo de una cierta fama como gastrónomo, tras haber dado a la imprenta, tiempo atrás, un librito de recetas. Bueno, esta primavera me encontraba como todos los años en Montecatini, tomando las aguas, y me hospedaba en la Posada Mayor, junto al señor barón, nuestro anfitrión. En dicha ocasión, nos pusimos a rememorar lo distinto que era el balneario cuando ambos habíamos empezado a acudir, ya que también el señor barón era un visitante asiduo. Vos debéis saber, comisario, que la primera vez que me trasladé a Montecatini no había otro alojamiento que la Posada de los Frailes y una tal Carmela Calugi que alquilaba habitaciones. La bebida era gratuita, y el pueblo, tranquilo, no como ahora, que hay posadas, hoteles, teatros y todo tipo de diversión, lo cual, desde luego, no es malo. Mirad, cuando…
El comisario interrumpió a Artusi con una mano.
Aunque el bigotudo no tenía los ojos centelleantes ni la mano huesuda del viejo marinero de Coleridge, el comisario sabía reconocer a la legua los prolegómenos de una historia infinita y no quería pasarse media velada escuchando batallas de juventud del gordinflón de Romaña.
—Perdonad, señor Artusi. Id al grano.
—Disculpad, comisario, pero el grano es precisamente ése. El señor barón me habló de lo mucho que había cambiado la hospitalidad hotelera en los últimos años y yo no pude menos que estar de acuerdo. En pocas palabras, me contó lo que era su intención: me confesó, en resumen, que pretendía dedicar parte de su castillo a hotel para visitantes y turistas de un cierto nivel y me pidió mi opinión. Yo, quizá con descaro, le manifesté que, al no haberme alojado nunca en su casa, no sabría qué decirle.
Artusi cogió una bola y la lanzó hacia una banda, mandándola involuntariamente a la tronera.
—En realidad, la idea me parecía muy extravagante. En fin, comisario, ¿quién quiere que venga a hacer turismo a estos páramos de la Maremma, entre pantanos y mosquitos? Él, por toda respuesta, me contestó que tenía razón y me invitó a pasar aquí unos días. Como cultor del saber vivir, me dijo. Probaréis mi cocina, mis habitaciones, mi picadero…
El comisario se estremeció al pensar en el pobre caballo.
—… y me haréis saber. ¿Qué podía hacer, señor comisario? De modo que aquí me tiene. Siendo cínico, hay que reconocer que hasta ahora no me he aburrido.
—Bien. ¿Y en cuanto a vos, señor Ciceri?
—En cuanto a mí, señor comisario, hay muy poco que decir. El señor barón tuvo ocasión de conocerme en Florencia, donde visitó mi estudio fotográfico y me preguntó si sería posible inmortalizar su castillo y hacer algunas fotos de caza y de la vida del lugar. La propuesta era atractiva, y el precio, favorable. Y heme aquí.
—Entiendo. Bien, señores, no tengo nada más que decir. Fue una larga jornada y nos merecemos un poco de esparcimiento.
El comisario, con una sonrisa, fue a coger un taco del soporte. En ese mismo momento, Artusi se levantó del sillón, sonriendo.
—Ya me disculparéis, comisario, pero estos juegos no son para mí. En la mesa prefiero estar sentado, ¿sabéis?, no inclinado.
Aparte de que, con esa barriga, para llegar a la mesa necesitarías un taco de tres metros.
—Además —concluyó Artusi, atusándose el bigote malandrín—, tengo que visitar a la cocinera.
—¿Hay algún asunto galante en proceso? —preguntó el señor Ciceri, en broma, mientras cogía un taco.
—Oh, no, por favor. La cocinera tendrá, como mínimo, sesenta años.
«Tú, en cambio…», dijeron las cejas de Ciceri.
—Le he comentado a la señora baronesa que conozco la receta de un caldo especial para los enfermos, sustancioso y nutritivo, sin ser pesado, y me ha rogado que se lo enseñara a la cocinera para que pueda hacérselo a su hijo.
—Ay, las madres italianas. Todas iguales, ya sean baronesas o no —respondió Ciceri distraídamente—. La primera preocupación es que el hijo coma por tres. Del resto, ya se hablará.
—Cuánta razón tenéis. Bien, buenas noches, señores.
—Buenas noches a vos.
—Haría falta una manera de marcar los puntos —comentó el comisario después de que Artusi dejara la habitación, a la vez que enyesaba la punta del taco.
—¿No hay marcadores móviles?
—No, no los veo. No tiene importancia, nos apañaremos con una hoja de papel. Están allí, detrás de vos.
Ciceri, tras darse la vuelta, cogió una hoja de un escritorio de ébano de extrema fealdad y la dividió en dos columnas con un trazo de lápiz. A la derecha escribió «Comisario», y a la izquierda, «Ciceri».
—Perfecto —aprobó el comisario—. ¿Primer tiro?
Mediada la partida, cuando ya se habían enfilado varias cifras a lo largo de las dos partes del folio, el comisario se quitó la chaqueta (se juega muy mal al billar con chaqueta) y al hacerlo, una hoja de papel asomó del bolsillo interior. Artistico se percató y lo sacó con ademán ingenuo.
—Ah, casi me olvidaba. Señor Ciceri, ¿sabéis algo de esta carta?
Y el papel planeó de las manos del comisario a la mesa de billar.
El señor Ciceri lo recogió. Y empalideció.
—¿Señor Ciceri?
Silencio.
—Me parece entender que ese escrito os resulta familiar. Es más, incluso aventuraría que fue escrito por vos. Mirad, las cifras de la fecha están escritas de manera muy particular. Se parecen bastante a las anotadas por vuestra mano en la hoja de los puntos.
Posando el papel, Ciceri miró al comisario.
—Bien, bien. ¿Qué puedo decir? Sí, conozco esta carta. En efecto, yo la escribí.
—Ya veo. Dado que sois tan razonable, os agradecería que me contarais toda la historia.
El señor Ciceri, con calma renovada, posó el taco y comenzó a contar:
—La historia es muy sencilla. Un día entra en mi estudio este fulano, dice que es el barón de Roccapendente y que ha obtenido mi dirección de su querido amigo el barón de Caradonna. Me explica que necesita dinero para algunos asuntos urgentes y no tiene a disposición una suma tan ingente. Lo tranquilizo sobre la posibilidad de que yo le preste, en calidad de amigo, obviamente, la suma que me pide, y le pido que vuelva al día siguiente por la mañana.
—Claro. Necesitaba obtener datos. Garantías. ¿Correcto?
El señor Ciceri sonrió con una sonrisa que el comisario conocía bien: la del cabrón que te está diciendo que has entendido perfectamente, pero no puedes probar una mierda.
—Al día siguiente, le presento la suma y él me jura que al cabo de un mes volverá a Florencia y hará honor al compromiso. Eso ocurría el 10 de abril, es decir, hace dos meses y medio. Entenderéis que la amistad está muy bien, pero diez mil liras no son calderilla.
—Claro. Y vuestra amistad cuánto vale, ¿el quince por ciento?
—Venga, señor comisario, ¿os parezco alguien que presta dinero en usura?
Qué caradura, este Ciceri. Y luego hablan de los del Sur. Este tipo aventaja a los peores camorristas que haya conocido en mi vida.
—De todos modos, el señor barón ha cumplido con su palabra. Ayer, cuando llegamos al pueblo, hicimos un pequeño desvío hacia el despacho del señor Corradini, el caballero que gestiona el grupo de corredores de apuestas hípicas del hipódromo local. Tras retirar la ganancia, el señor barón pudo liberar finalmente su conciencia de esta deuda.
—Una auténtica buena acción por vuestra parte. ¿Y la historia de las fotografías?
—Vamos, señor comisario, ¿quería que me presentara en casa de mis amigos pidiendo dinero? No sería delicado. Sin embargo, con mucha frecuencia sucede que es difícil ser invitado. Vos sabéis, algunos de estos nobles manirrotos tienen familia, y a menudo esta familia no contempla con buenos ojos la invitación de un don nadie sin ni siquiera un cuarto de nobleza. Pero si el huésped en cuestión es un artista, las cosas cambian, ¿no creéis?
—¿Y vos no creéis que al señor barón no le será difícil decirme que vos pretendisteis un interés de usurero?
—¿Por qué debería hacerlo? Ya ha tenido bastantes asuntos desagradables este fin de semana. ¿Vos estáis seguro de que, más pronto o más tarde, os diría algo semejante?
No, maldito gilipollas. Tienes razón. El barón no dirá una palabra, igual, por lo demás, que todos los que acaban bajo las garras de los usureros. Por ahora no puedo hacerte nada, pero no me olvidaré de cómo te llamas y de dónde vives.