Domingo, más o menos a la hora del té

El comisario Artistico sentía un fuego por dentro.

Por una parte, tenía la certeza de quién había disparado al barón y, por tanto, de quién había matado al pobre Teodoro, al intentar envenenar a la víctima designada.

Por la otra, la certeza no bastaba; no es que una vez correctamente diagnosticada la enfermedad que aflige a tu paciente, como, por ejemplo, una apendicitis, te puedas quedar de brazos cruzados esperando que el tipo se cure solo porque le hayas explicado al detalle qué padece. Si no lo operas, el tipo igualmente estira la pata.

Por tanto, antes de empezar a regodearse, era necesario atrapar a Agatina. Para ello, el comisario había convocado en la villa a los dos efectivos de los que disponía, el agente escogido (sólo Dios sabe por quién y para qué) Asmodeo Bacci y el agente raso Ivo Ferretti, con la misión de batir la campiña en busca de la rea.

Y mientras caminaba a paso veloz por el campo, tratando de vislumbrar el vestido negro y el pelo dorado de la criada de escopeta fácil, el comisario vio pasar ante sus ojos fragmentos de su vida futura.

Invitaciones por parte del señor barón a cenar en el castillo de Roccapendente para quien le había salvado la vida y su familia.

Navidades en las que el relato rancio y ampuloso de su suegro, que subía cada año como la masa del panettone, quedaría relegado y arrinconado por la caza de la hermosa tiradora, y la foto (de la que el comisario iba a pedir una copia) en que la escultural envenenadora se aprestaba a llevar a término su obra correría de mano en mano, mientras el comisario sonreía, consciente, y su suegro…

Un disparo interrumpió la Navidad mental del comisario, que se dio la vuelta.

Desde la cima de una colina, el agente Bacci agitaba la escopeta, gritando.

El comisario salió corriendo.

Al encontrarse a una decena de metros del agente, vociferó:

—¿La habéis cogido?

Por toda respuesta, Bacci se acercó al comisario y le señaló la llanura que se extendía debajo de ellos. En mitad del campo, una figura vestida de negro corría entre los girasoles. Detrás, a unos veinte metros, Ferretti la perseguía a distancia creciente, dado que el bueno del agente andaba ya alrededor de los cincuenta años y el centenar de kilos, y la carrera campestre no era exactamente su especialidad.

—Enseguida la atrapará Ferretti.

El comisario blasfemó para sí. Cuando se halló delante de Bacci, le arrancó la escopeta de las manos.

—¿Y tú qué haces aquí?

—Yo mantengo la situación bajo control.

El comisario miró al cielo, culpable de ponerle a un Bacci entre las ruedas. Luego, acercándose al agente, le habló sin mirarlo:

—Escúchame bien, pedazo de cretino: de inmediato nos ponemos a correr detrás de esa mujer. No necesitas el fusil, te pesa. Si te detienes, aunque sea un momento, me detengo también yo. Pero yo, después de pararnos, te apunto y disparo. ¿Has entendido?

En el castillo, los pocos residentes no directamente implicados en lo ocurrido esperaban noticias del herido. El ambiente estaba tan cargado de tensión que ni siquiera la señorita Bonaiuti Ferro profería una palabra. Finalmente, precedido por un sonido de pasos, entró el doctor Bertini, seguido por Cecilia. Visto el grosor de sus gafas y la exuberancia de la vegetación sobre el rostro del doctor, era imposible deducir por su expresión cómo estaba el herido. Tras pasear la mirada miope por la habitación, localizó a la baronesa madre y se dio la vuelta hacia ella.

—Señora baronesa…

—Ya sé que soy baronesa, doctor —interrumpió la vieja Speranza con una dureza apenas agrietada por la tensión—. Id al grano, os lo ruego.

—El señor barón presenta diversas heridas en hombro y cuello causadas por los perdigones. Ningún proyectil ha tocado órganos vitales. He extraído de ellas varios trozos de camisa, los cuales coinciden con los agujeros dejados en la ropa por los proyectiles. Por tanto, no debería haber quedado ningún tejido ajeno a la herida. Por ello, he provisto…

—Doctor, aquí nadie duda de vuestra capacidad. Perdonadnos, no queremos una descripción. Quisiéramos saber cómo está mi hijo.

—Vuestro hijo está bien. Deberá reposar durante algunos días y llevar el brazo inmovilizado, pero su vida no corre ningún peligro.

En la habitación sonó un suspiro de alivio.

No fue fácil atrapar a Agatina. Tampoco fue muy glorioso. Al final, Bacci, muy motivado por el comisario, consiguió echarse encima de ella mientras estaba a punto de lanzarse por un precipicio situado en un bosquecillo de acacias. Cuando llegó el comisario, la muchacha ya había sido esposada y el agente Ferretti se la había sentado encima con evidente satisfacción. Sin decir una palabra, el comisario se estrechó las manos.

Ya está.

Al anuncio del doctor había seguido un momento de euforia. La baronesa madre había dado la orden de preparar té con tarta, y en la sala todos se habían levantado y charlaban unos con otros. La llegada del té y de los carbohidratos contribuyó enormemente a alegrar la habitación; por otra parte, los dueños del castillo se habían saltado la comida dos días seguidos y ya se sabe que cuando el estómago se abre, después de haber estado cerrado por la tensión, necesita ser satisfecho.

Artusi acababa de cepillarse el tercer trozo de tarta cuando, a sus espaldas, apareció, afelpada, la señorita Cosima.

—Señor Artusi, ¿habéis visto las tartas que hace nuestra Parisina?

Artusi asintió e intentó decir algo, pero fue arrollado.

—Se deshacen en la boca sin necesidad de masticarlas, no como los postres de Ussero, en el pueblo, ese con el escaparate plateado que hace un tiramisú que hay que probar, aunque no ahora en verano porque el requesón en verano cae pesado, vos lo sabéis, así que si te lo comes, luego quizá te ocurra como al pobre obispo hace dos años, que se tomó un chocolate caliente el doce de agosto y a continuación salió en procesión llevando al Santísimo, y en fin, entre el peso y el chocolate, le ocurrió un desastre natural y tuvo que llevar en procesión también aquello, pobre hombre, que el olor se sentía de lejos…

Mientras la señorita peroraba, Artusi se había quedado inmóvil, sin quitarse las migajas de tarta del bigote. A su alrededor, las demás personas charlaban alegremente, sin brindarle la más mínima posibilidad de ayuda. Dos o tres veces intentó abrir la boca, pero muy pronto se resignó. Tras un tiempo infinito, la señorita lanzó un ataque directo.

—¿Os gustan las carpas japonesas, señor Artusi?

—Temo no haberlas probado nunca, señorita.

—No, qué decís. Aquí cerca, mi primo, el señor barón, tiene un pequeño lago y desde hace algún tiempo se crían en él unas carpas japonesas, carpas kai, las llaman, muy coloridas y hermosas de ver. Si nunca las habéis observado, ¿os gustaría que os acompañara al lago? Son unos animalillos verdaderamente excepcionales, veréis, y de varios os puedo indicar hasta las costumbres. Por ejemplo, hay una…

—Cosima —intervino la baronesa madre con la resignación con que se explican las cosas a los retrasados—, fuera está en curso la cacería de la asesina. Antes hemos oído un disparo. No creo que sea buena idea obstaculizar la batida y exponer a nuestro huésped al riesgo de que le alcance un fusilazo. Señor Artusi, ¿no estáis de acuerdo en que no es oportuno?

—Efectivamente, señora baronesa, temo que tenéis razón de sobra. Señorita Cosima, lo siento, pero creo que será necesario aplazar esa agradable excursión.

Artusi miró a la baronesa un momento. No, era una ilusión. Las baronesas no guiñan los ojos.

—Así que tampoco hoy podréis conocer las carpas japonesas. Mejor así, creedme. Tengo la impresión de que os habrían resultado bastante indigestas.

—Os lo ruego, señorita Cecilia, no bromeéis.

—¿Quién bromea? La última persona a la que mi tía Cosima acompañó al lago de las carpas, el señor Giacinto Fioroni, se marchó esa misma tarde, sosteniendo que su hermano, el comendador, estaba agonizando y había telegrafiado, reclamando su presencia. La visita le debió de hacer mucho bien, porque mi hermano Lapo vio al viejo comendador Fioroni dos días después, os dejo imaginar dónde.

Mientras hablaba, Cecilia evitaba mirar a Artusi: le entraban ganas de reírse. Y hoy no se puede reír, no sería apropiado.

—De todos modos, en cuanto Agatina sea capturada, será mejor que os mováis con cautela.

—Al respecto, señorita, debo daros las gracias. Ahora que todos nos hemos liberado del peso de ser considerados sospechosos, debo deciros que estoy muy honrado de que me hayáis mostrado vuestra confianza. Para mí fue un gran consuelo. Así como también hay que admitir que la pasión del señor Ciceri por la fotografía ha resultado de gran ayuda para la justicia.

—Sí, tenéis razón.

Atención, Pellegrino. Hay algo que no cuadra.

Una de las principales cualidades de Pellegrino Artusi era la capacidad de leer el rostro y el comportamiento humano, un talento natural que había afinado en los largos años pasados vendiendo sedas a media Toscana. Observar al cliente, segundo a segundo, mientras se le habla, para analizar sus reacciones: el cuerpo, a diferencia de la boca, no miente jamás. Ojos que se empequeñecen, brazos que se cruzan, pies que apuntan en dirección opuesta a uno y los demás indicios que hay que temer, puesto que indican que el cliente está en desacuerdo, no se fía o se ha molestado.

Cuando Artusi había nombrado al señor Ciceri, Cecilia había cruzado los brazos y apretado los puños, volviéndose a la vez varios grados hacia Artusi; como nuestro bigotudo tuvo ocasión de comprobar de inmediato, de manera que los pies apuntaran en dirección opuesta al señor Ciceri.

Ira, desprecio y miedo.

A continuación, con la mirada gacha, había comenzado a sacudirse del vestido unas migajas imaginarias con atención.

«No me ha gustado lo que acabo de oír por motivos que sólo yo sé», gritaba el comportamiento de Cecilia.

—Señorita…

—Decidme.

—¿Puedo preguntaros si tenéis algún problema con el señor Ciceri?

—¿Problema? No, ningún problema.

Fuera más pelos imaginarios del vestido.

—Señorita, permitidme ser franco, ya que me parece que vos apreciáis esa cualidad. Vuestra sinceridad y vuestra limpidez no os permiten ocultar sentimientos de aprobación ni de aversión; soy bastante más viejo que vos, señorita, y debo mi riqueza y mi vida al hecho de que no es tan fácil engañarme. Con esto no quiero obligaros a contarme nada, sino sólo haceros saber que, si puedo seros de ayuda, para mí sería un honor y un deber.

Cecilia se enderezó, sonriendo.

—Perdonad, señor Pellegrino. No era mi intención trataros de… Mirad, hay un motivo concreto por el que me fío de vos y os estimo. Por ese mismo motivo, no me fío en absoluto del señor Ciceri.

—Sobre esto, señorita, albergamos las mismas sensaciones.

—No son sensaciones, señor Pellegrino. No sé si debería contároslo.

—No puedo imponeros nada, señorita. Juzgad vos.

—Bien, entonces haremos lo siguiente —propuso Cecilia mirando a Artusi con ademán conspirador—: Os contaré cuál es el motivo, si vos me explicáis qué son los tommasei.

Artusi permaneció un momento con el bigote petrificado. Luego, tras atravesar el cerebro, el indicio se transformó en explicación y llegó a los ojos, que se abrieron de par en par.

«Ahora me mata», pensó Cecilia.

Medio segundo después, Artusi retorció el bigote hacia los ojos y miró a Cecilia con una mezcla de asombro y diversión.

Mira con la pequeñita, qué audacia.

—Tenía que entender de quién podía fiarme —continuó Cecilia—. De mi familia, como comprenderéis, estoy segura. De los huéspedes, nunca se sabe. El mundo está lleno de majaderos. La manera más infalible que se me ocurrió fue comprobar si teníais un diario, buscarlo y leerlo.

—Ya veo. Y también del señor Ciceri habéis encontrado un diario, imagino.

—No exactamente, señor Pellegrino.

—¿De qué se trata, entonces?

Cecilia se lo contó.

Cuando el comisario Artistico se presentó en el castillo, la noticia ya había llegado. Por ello, en el momento en que el representante de la ley apareció en el umbral del salón, si bien bastante desastrado y enfangado por la persecución entre el boscaje, fue acogido con un aplauso espontáneo.

Entre sonrisas, apretones de mano y palmadas en los hombros, el comisario recibió varias ofertas de té y tarta, que aceptó con gratitud. Sin embargo, a cuantos anhelaban un relato aventurero de la persecución entre los campos, el comisario les reservó una decepción.

—Lo lamento, señoras y señores, pero por el momento mi primer deseo es cerciorarme de la situación de los heridos —dijo en cuanto tragó el último pedazo de tarta, enorme—. Una vez hecho esto y tras despachar varias formalidades, podremos hablar.

—Al menos confiamos en que os quedaréis a cenar, señor comisario —propuso la baronesa Speranza con dignidad. Estoy en una silla de ruedas, no me negarás el derecho a un poco de aventura, aunque sea de segunda mano.

—No quisiera molestar demasiado, sabéis…

—Pero qué molestia, venga. Sed razonable. Mi hijo os debe la vida y vos estáis hablando de molestias. Haré avisar de inmediato a la cocinera.

—Es un honor, señora baronesa. Ahora ¿podría visitar a los dos convalecientes?

Más que por caridad cristiana o por albergar instintos de dama de la Cruz Roja, el comisario quería ver al señor barón y a su tan consentido hijo para aclarar varias curiosidades. O, mejor dicho, para entender bien toda la historia.

En su región no era raro que, en una banda de degolladores, un bandolero disparara al jefe de la banda. En general, esto ocurría porque el bandolero deseaba convertirse en nuevo jefe, y ciertos cambios de consigna entre ladrones no se llevaban a cabo reuniendo al consejo directivo para quitarle la confianza al administrador delegado, como ocurre en la actualidad. Por tanto, siempre había un móvil válido para disparar a alguien dentro de la propia banda.

Sin embargo, ¿qué móvil podía tener una criada para dispararle a un barón? No podía esperar proclamarse baronesa. Se necesita una razón para tratar de matar a alguien: celos, interés o venganza, pero, en fin, no se dispara al patrón sin motivo. Ergo, antes de instruir un proceso, el comisario quería tenerlo claro.

—¿Cómo os sentís, señor Lapo?

—Nada bien, creedme. Llevo todo el día con dolor de cabeza y si intento levantarme, me mareo. ¿Lo habéis arrestado?

—Sí, señor Lapo, hemos arrestado al culpable. Mejor dicho, a la culpable. Vuestra criada, Agatina.

—¿Qué? ¿Agatina?

—¿No os han informado de nada?

—No, me he quedado traspuesto después de que me trajeran. El doctor me debe de haber dado algo para hacerme dormir… ¿Cómo podéis estar seguros de que ha sido Agatina?

—La han visto, señor Lapo. Y ha sido fotografiada por el señor Ciceri en el momento de disparar. Un verdadero golpe de suerte.

—Ah… Agatina… Increíble. Aunque creo que esa muchacha tiene una cierta inclinación a la violencia.

—¿De veras? ¿Lo sabéis por experiencia?

—No, claro. Es una impresión. Entonces, ¿queréis decir que el prestamista no tiene nada que ver?

—Señor Lapo, ¿por qué os habéis hecho la idea de que el señor Artusi es un usurero?

—Santo Dios, comisario. Os conté, el otro día…

—El otro día me contasteis un montón de chorradas. No os interrumpí sólo porque me había prometido volver sobre el tema más adelante. Así que, ¿queréis decirme por qué creéis que vuestro padre ha pedido dinero en usura?

—Pero qué decís… Escuchad, me duele mucho la cabeza. Tened la bondad…

—Señor Lapo, no tengo la intención de moverme de aquí hasta que no me contéis cómo os habéis enterado de estos asuntos.

Lapo resopló. Luego, levantándose sobre los codos, señaló un escritorio al comisario.

—Abrid ese cajón.

El comisario lo hizo.

—Debajo de los artículos de fumar, hay una carta en papel ordinario. La encontré entre los papeles de mi padre hace dos días. Cogedla, leedla e idos al diablo.

—Buenas tardes también para vos, señor Lapo.

—¿Se puede?

Al entrar en el cuarto, el comisario vio al barón recostado en la cama, con la espalda levantada por algunos cojines. La habitación olía a alcohol y a enfermo. Mientras cerraba la puerta, a Artístico le había dado la impresión de que el barón estaba adormilado. Probablemente por efecto de la morfina y por la bajada de la excitación a consecuencia de todos los acontecimientos; en el fondo, no te disparan todos los días, a menos que estés en el frente.

«Mejor así —había pensado el comisario—. Un poco aturdido, opondrá menos resistencia. Claro, la ropa y la pose hacen mucho. Recostado en la cama, con una gasa en la frente y la respiración trabajosa, no parece tanto un barón. Se ve que el título nobiliario no protege de las consecuencias de los perdigones.»

—Oh, comisario. —El barón abrió los ojos, entrecerrándolos para ver mejor—. Venid, entrad. Es un placer veros.

—Os doy las gracias, señor barón.

Veamos si piensas igual dentro de media horita.

—He oído un gran alboroto y unos aplausos provenir del salón —dijo el barón, mientras intentaba sentarse con cierta dificultad—. ¿Ha ocurrido lo que pienso?

—Pues sí, señor barón. Hemos capturado y arrestado a la persona que os ha disparado.

En ese momento, en la cabeza del comisario, el barón habría tenido que preguntar quién se había atrevido a tomarlo como blanco, o alguna otra expresión grandilocuente. Para nada. El señor barón jadeó brevemente, luego exclamó de manera débil:

—Mi enhorabuena. Lo habéis hecho muy bien. Es más, excelente.

—¿No os interesa saber quién ha sido?

El barón miró al comisario como si sólo en aquel momento se diera cuenta de su presencia y, tras aclararse la garganta, confesó:

—Tengo un cierto temor de preguntároslo.

—Temor.

—Temor. Miedo. Terror, llamadlo como demonios queráis. Esta mañana me han disparado por la espalda —dijo el barón, retomando, poco a poco, con el dominio del habla, también la nobleza del aspecto—. Estáis a punto de contarme que un huésped o un sirviente no ha tenido escrúpulos para intentar matarme, y en más de una ocasión. Ayer, cuando hablasteis conmigo, confieso que no os creí del todo. Estaba convencido de que el doctor y vos os equivocabais, o quizá confundía mis esperanzas con mis convicciones. Ahora…

—Lo siento, señor barón.

Pero te había avisado, imbécil. También podías estar un poco atento antes de dejar todos esos fusiles por ahí.

—Adelante, señor comisario. ¿Quién?

—Agatina.

—¿Quién?

—Agatina, señor barón. Vuestra criada.

—¿Agatina? —El barón parecía aterrorizado—. Pero si ni siquiera sabe disparar…

—En efecto, ésa ha sido vuestra suerte, señor barón. Al ser una mujer, y no adiestrada en el uso de armas de fuego, no podía saber qué sucede cuando se dispara. El retroceso, probablemente, ha desviado la trayectoria del tiro.

—Agatina. No puedo creerlo.

—Tampoco yo, señor barón. Mejor dicho, lo creo porque lo he visto con mis propios ojos. El problema es que no consigo explicármelo. Por eso estoy aquí.

—No os sigo…

—Señor barón, nadie dispara a la gente sin motivo.

—¿Y a vos qué os importa el motivo? ¿No os basta el hecho de que me hayan soltado un perdigonazo en la espalda?

—No, señor barón. Quisiera…

—Vos quisierais… Yo os abro las puertas de mi casa y os dejo realizar una investigación a pesar de que hay huéspedes, soportando vuestras preguntas e intromisiones. Y ahora, después de decirme que habéis encontrado y arrestado a quien me ha disparado, vos… ¿Qué tenéis en la mano?

—Una carta, señor barón. Sin embargo, antes de ilustraros sobre el contenido, quisiera haceros una pregunta.

«Lo único que faltaba —dijo la mirada del barón—. Hacedla deprisa y luego dejad de tocar las nobles pelotas.»

—Debo preguntaros, señor barón, en qué estado se encuentran vuestras finanzas.

El barón miró al comisario con aire atontado.

—¿Tendríais la cortesía de repetirlo?

—Os he preguntado, señor barón, en qué situación se encuentran vuestras rentas.

—¿Cómo os permitís? ¡No tolero estas preguntas en mi casa! He sido asaltado, agredido y vos venís aquí a preguntarme si soy rico. ¡Todos saben que soy rico! Mirad a vuestro alrededor y decidme si un miserable puede permitirse todo esto. Habéis entendido, vulgar…

—Cuidado, señor barón. No os aventuréis a poner la palabra «meridional» para cerrar la frase.

—¿Porqué? ¿Qué podríais hacer? ¿Quién demonios os creéis que sois? Yo…

El barón intentó refrenar el cabreo típicamente plebeyo que lo estaba inflamando. Se echó durante un momento sobre los cojines y a continuación se levantó de nuevo con un gemido.

—Estoy en mi casa, señor comisario. Mi apellido reina sobre estas tierras desde hace más de tres siglos.

—Entiendo, señor barón. Aunque sería mejor decir «ha reinado». Os informo que estamos en Italia, señor barón, y ya no en vuestro feudo privado. Ya no tenéis derecho de vida o muerte sobre vuestros aparceros y no decidís cómo debe actuar la ley. Vuestro apellido os da derecho a un sitio en la historia, no a privilegios.

Para ser sinceros, si el barón hubiera estado en plenas condiciones de salud, difícilmente la discusión se habría acabado aquí. Pero el hecho de que uno de los dos interlocutores hubiera sido acribillado unas horas antes y, por tanto, no se encontrara en la plenitud de sus fuerzas, decidió en la práctica la cuestión. Por el contrario, el hecho de que las razones del comisario fueran objetivamente más fuertes no había contribuido en nada a la discusión, como ocurre a menudo.

Mientras el barón se recuperaba del esfuerzo, el comisario abrió el sobre y sacó una carta que tendió al barón. En ella, con caligrafía titubeante, se leía el siguiente mensaje:

Esclarecidísimo señor barón:

Por la presente os recuerdo que hace dos meses, con fecha de 10 de abril del corriente año, os presté la suma de diez mil liras del Reino en metálico, tras manifestarme vos la necesidad de disponer de dinero para concluir algunos asuntos en la ciudad.

Tras reclamarlo en dos ocasiones con la máxima cortesía, y no habiendo obtenido respuesta, me encuentro ahora en la necesidad de pediros, en persona, que hagáis frente a vuestro compromiso.

Seguro de vuestra comprensión.

La firma era un garabato ilegible.

—¿Dónde habéis encontrado esta carta?

—Me la ha dado vuestro hijo Lapo.

El barón no dijo nada, pero el modo en que miró al comisario era suficiente. Si aquel día no hubiera ido al burdel, decían aquellos ojos, me habría ahorrado un montón de follones en los días siguientes.

—Vuestro hijo, irritado por vuestras negativas a darle dinero, se puso a hurgar en vuestros cajones en busca de calderilla y, por el contrario, encontró esto. De ello dedujo que uno de los dos huéspedes de este fin de semana era el autor de la carta.

—Ese hijo mío… —suspiró el barón—. Cuando se trata de dinero, también sabe usar el cerebro. Bueno, ¿qué debo deciros? Últimamente he tenido malas cosechas. He pedido dinero prestado, es verdad.

—¿Es por eso por lo que brindabais por vuestra victoria el viernes? Acababais de ganar la suma que os permitía saldar vuestra deuda, antes de sufrir las consecuencias.

—Exactamente —concedió el barón en voz muy baja, casi imperceptible—. Ahora, ¿podéis tener la cortesía de dejarme en paz?

—Antes, señor barón, debo haceros una última pregunta.

—Está bien. Decidme.

El comisario respiró hondo.

—Estáis loco.

—No estamos hablando de mí, señor barón. Responded.

—Pero, Dios santo, de verdad creéis…

—Señor barón, os he hecho una pregunta.

—¡No, no y no!

Breve pausa para contravenir el segundo mandamiento, que no viene al caso reproducir en detalle.

—Señor barón.

—¡Un carajo, señor barón! Dejad de recordarme mi título cada veinte segundos, puesto que no le tenéis la más mínima consideración. Os lo diré una sola vez: nunca he tenido trato carnal con esa criada. Nunca. Ni siquiera sabía que estuviera embarazada. No puedo ser el padre de ningún niño que esa criatura lleve en el vientre, y tampoco me interesa serlo. Ahora desapareced de mi vista y de mi casa, de otro modo haré que os tiren colina abajo, ya sea Italia o Gran Ducado.