El problema de ser educado de modo dogmático radica en que, cada vez que salimos de situaciones conocidas y definidas, en las cuales nos encontramos a nuestras anchas, habitualmente perdemos la cabeza.
Por ejemplo, el manual de buenas maneras del noble honesto no explicaba en absoluto cómo comportarse cuando disparan a traición a un allegado nuestro desde detrás de un seto. También es cierto que dicho código contemplaba numerosas situaciones en las que alguien podía tener el derecho de disparar a otro, como, por ejemplo, en un duelo con pistola. Si estimabais que habíais sido ofendido de algún modo, el manual ofrecía todos los detalles sobre los aspectos formales para convocar al presunto bellaco a duelo y sobre todo lo que teníais que hacer para tirotear a vuestro semejante de acuerdo con las reglas de la buena educación. Si os comportabais con propiedad, siguiendo punto por punto los dictámenes respecto de los padrinos y de la oferta de olvidar la ofensa y similares, podíais tranquilamente acribillar a alguien sin que la opinión pública tuviera nada que decir.
En cambio, meterle un fusilazo a alguien desde detrás de un seto es cosa de cafres. En pocas palabras, no se hace. Es de mala educación. Por tanto, el manual del noble no se digna contemplar esta posibilidad.
Por eso, cuando se había disparado el fusil y el señor barón se había desplomado sobre el suelo, invocando el nombre de Dios en vano y de malas maneras, tras un primer momento de extravío se había producido un follón indescriptible.
El señorito Lapo se había puesto pálido y, convencido de que estaba a tiro de algún francotirador, al segundo disparo se había zambullido en el pozo a bomba.
La señorita Barbarici se había quedado en casa, por suerte, porque de otro modo, Lapo probablemente habría aterrizado encima de ella.
La baronesa madre, Speranza, también en casa, se había quedado petrificada en su silla de ruedas y miraba a su alrededor en busca de su nieta Cecilia, su único enlace con el mundo, ya que Barbarici seguía en su propia habitación.
Las señoritas Cosima y Ugolina Bonaiuti Ferro, juntando las manos, invocaban perdón a Nuestro Señor por las graves expresiones blasfemas de su querido primo porque, aunque uno esté tendido en el suelo con un rosario de perdigones en la espalda, son claramente un pecado capital.
La señorita Cecilia estaba fuera: tras llegar corriendo, se había inclinado sobre su padre y, a la vez que invocaba, ella también, la intervención divina a fin de que hiciera caer un buen rayo sobre las dos beatas, le había arrancado la chaqueta y le había metido entre los dientes un guante de piel, y ahora le sujetaba la mano con firmeza.
Gaddo, tras un momento de confusión, se había puesto a correr en pos de la tiradora, siguiendo sus pasos unos treinta metros entre medio del trigo; después, agotado por el esfuerzo, había sufrido un medio colapso y se había tumbado entre las espigas mientras el corazón le latía en los dientes.
El perro Briciola se había puesto a ladrar con furia y se había lanzado, a su vez, en persecución de la tiradora, probablemente no tanto por quedar bien como porque era consciente de que, en una coyuntura semejante, la probabilidad de que le cayera una patada aumentaba bastante.
En el momento del disparo, el señor Ciceri estaba presente, quieto, con la lámpara de magnesio en una mano y la bombilla en la otra, dado que un instante antes había sacado una fotografía del señor barón en posición de caza junto a sus dos hijos, asimismo provistos de carabina, y no había entendido lo sucedido. Ahora, inmóvil, protegía su preciosa, aunque frágil, cámara de fuelle del jaleo que tenía lugar a su alrededor y pensaba: mira tú si por cuatro cuartos hay que aguantar todo este follón.
Cuando Artusi llegó, por tanto, en el huerto reinaba una notable confusión, por lo que el bigotudo se hizo a un lado con pasos mesurados y se quedó observando la escena. Se sorprendió preguntándose a sí mismo por qué en aquel castillo los incidentes se cruzaban siempre con la comida. Entre tanto, el doctor, tras haber desplazado a Cecilia cortésmente, pero con firmeza, se había inclinado sobre el padre de la muchacha y le había puesto una inyección. A continuación, posando una mano sobre la noble frente, se había dirigido a él con tono calmo:
—Os he suministrado morfina para que soportéis el dolor. Ahora tenemos que transportaros a casa. ¿Podéis moveros solo?
El barón no respondió, pero su mirada lamentaba toda la buena educación que había recibido en su juventud y que le impedía mandar a alguien a tomar por culo en público. Después de un instante, sacudió la cabeza.
—Me lo imaginaba. Vuestros criados prepararán una camilla. Hasta que lleguemos a casa, debéis evitar moveros. No quiero que la tierra u otras suciedades entren en contacto con la herida.
A continuación se había vuelto hacia Cecilia.
—¿Habéis sido vos quien ha mantenido quieto a vuestro padre boca abajo, metiéndole un guante en la boca?
Cecilia asintió.
—Bien hecho, señorita. Lo que podíais y debíais hacer, y nada más.
Mientras el herido era cargado sobre una tabla y llevado a casa, el doctor se había acercado al comisario, agachándose junto al fusil.
—¿Qué tipo de proyectil dispara este objeto? ¿Podría ver el cartucho?
El comisario, sin decir nada, abrió la culata y extrajo un cilindro medio achicharrado y otro casi nuevo que abrió con una navaja.
—Perdigones grandes, para jabalí. Cosa de salvajes.
—Bueno, hemos tenido suerte.
El comisario miró al doctor con cara de pocos amigos.
—Aquí el mayor peligro es la infección. Si hubieran sido balines, habrían penetrado en la herida jirones de la camisa y el algodón podrido habría causado serios problemas. En el caso de los perdigones, tendré que extraer trozos más grandes y será más fácil.
—Podría asistiros, si lo deseáis —intervino Artusi, con tranquilidad—. Durante años he atendido las clases de anatomía y fisiología del profesor Mantegazza y podría ser de ayuda, siempre que vos lo consideréis útil.
El doctor lo sopesó un momento. Estaba apunto de responder que preferiría operar solo, cuando una voz comenzó a tronar:
—¡Pero qué ayuda ni ayuda! ¡Detenedlo! ¡Detened a esa escoria romañola!
Los tres se dieron la vuelta, pero no vieron a nadie.
—¡Ha sido él! ¡No estaba con nosotros cuando han disparado y tampoco ha venido a misa! ¡Es un bribón, un prestamista y un sinvergüenza! ¡Detenedlo de inmediato, Dios santo!
El comisario miró a su alrededor y comprendió. Con paso decidido, se dirigió hacia el pozo.
—Señor Lapo, ¿sois vos?
—Y quién coño queréis que sea, ¿la vieja paralítica? Detened a ese bribón y sacadme de aquí. ¡Pero primero detenedlo, por Dios!
—Señor Lapo, me duele decepcionaros, pero en el momento del disparo estaba con vuestra hermana Cecilia a una considerable distancia. Sólo habría podido disparar a vuestro padre con un cañón, que no suelo llevar conmigo de paseo.
—¿Cómo os permitís, bellaco? Nosotros os hospedamos y vos… Señor comisario, ¿habéis entendido? ¡Detenedlo!
—Perdonadme, señor Lapo, pero no acostumbro aceptar órdenes de alguien que está por debajo de mí —repuso con dureza el comisario, divertido, silabeando las palabras dentro del pozo—. De todos modos, lo importante es que estéis bien. Enseguida os sacamos. ¿Estáis herido?
—Me he golpeado la cabeza —contestó Lapo tras un instante, con voz insegura.
—No os preocupéis —dijo el comisario—, el doctor se ocupará de vuestro padre y a continuación, cuando os hayan sacado, se encargará de vuestro cráneo. Total —añadió en voz baja—, peor que así…
El señorito Lapo fue sacado del pozo y llevado asimismo al interior de la casa sobre otro tablón. En el huerto, por tanto, después de que el herido fuera transportado a casa, seguido por el doctor, Cecilia y los criados, habían quedado sólo el comisario, Artusi y el señor Ciceri. Al cabo de varios minutos, sudado y con el rostro morado, llegó Gaddo. Se acercó al doctor, se inclinó, apoyando las manos en las rodillas, y comenzó a jadear.
—¿Habéis visto quién era? —preguntó el comisario.
—Corría más rápido que yo —contestó Gaddo, sacudiendo la cabeza. No era de gran ayuda, puesto que solo excluía a la baronesa madre. Sin embargo, después de tomar aliento, Gaddo continuó—: De algo estoy seguro. Tenía el pelo largo y un vestido con miriñaque. Y caderas anchas. Era una mujer.
—¿Una mujer? —preguntó el comisario.
—Estoy seguro. No le he visto el rostro y no soy un experto, como mi hermano, pero sé distinguir un hombre de una mujer, os lo aseguro.
—Si me lo permitís —intervino el señor Ciceri—, también yo, mientras sacaba la foto, tuve la sensación de ver algo que se movía en el interior de ese seto. Y tuve la clara impresión de que era una joven.
—¿Cómo? Repetid eso.
—Disculpe, comisario, estoy seguro de lo que he dicho. Yo…
—No, perdonadme. ¿Vos habéis tomado una foto en el momento en que disparaban al señor barón?
El señor Ciceri asintió, primero un poco desconcertado; luego, la segunda vez, las cejas se alzaron, conscientes y sorprendidas.
—¿Cuánto tiempo se necesita para revelar la placa fotográfica?
—Es una placa de albúmina… Tengo que llevarla al cuarto, al cuarto oscuro, exponerla a la luz y a continuación fijarla. Como mucho, unas horas.
—Bien. ¿Puedo pediros que empecéis de inmediato?
—A vuestras órdenes, señor comisario.
Esto es tener potra. Hay que merecérsela, pero a veces también hace falta.
Caminando por el estudio del señor barón, el comisario Artistico pensaba con rapidez.
Una mujer.
Una mujer que se pudo meter en la bodega, en la tarde del viernes, para envenenar la botella. Además, el veneno es un arma típica de las mujeres. Una mujer que luego, por la noche, se quedó encerrada en el vestíbulo cuando Teodoro cerró con pestillo y se tomó el veneno destinado al barón. Que por la mañana no fue vista porque se había escondido en la bodega para que no la viera el mayordomo. Y en la bodega debió de pasar la noche, sin intentar abrir la puerta. Claro, abrir la puerta en la oscuridad no era fácil: en el fondo, Teodoro podía despertarse por el ruido, debía de haber pensado la asesina, sin darse cuenta de que el pobre mayordomo ya no era capaz de despertarse.
Por la mañana, cuando fue descubierto el cuerpo, nadie pensó en el delito y nadie buscó en la bodega. A continuación, en la confusión que siguió, le fue fácil escabullirse y mezclarse con el resto de la gente.
De todos modos, al pasar la noche encerrado en un sitio así, antes o después habrá que hacer pipí, uno no puede aguantárselo toda la noche. Un hombre, quizá, pero una mujer, para nada. Eso explica el olor a espárragos.
Sin embargo, por otra parte, tras pasar una noche en una bodega excavada en la toba, a siete, ocho grados y con una humedad de locos, cargada de salitre, se coge un buen resfriado; por casualidad, ¿había alguien al día siguiente con los ojos rojos y a quien le gotease la nariz?
Claro que sí. Aquella criada tan guapa, rubia y con ojos de hielo, con ese culo que parecía pintado por Botticelli.
Llaman a la puerta. Adelante, entre, Parisina. La gran cocinera, el orgullo de la casa. Si he entendido bien, aquí quien lo sabe todo de todos eres tú. Ahora bien, me toca a mí cocinarte un poco.
Baja, gorda pero compacta, de una grasa sana, de joven debía de haber sido una hermosa muñequita entrada en carnes, de esas que hoy ya no están de moda, pero que bajo las sábanas siguen echando chispas. Ahora, a pesar de los brazos gruesos como rollos de carne picada, aún quedaba algo de la antigua gracia: se veía por cómo plantaba cara, con el mentón alto y la mirada ardiente, lo que desentonaba un poco con el delantal y las manos enharinadas.
—Siéntese, Parisina. Sólo debo hacerle algunas preguntas.
—Ya me hizo ayer algunas preguntas.
¿Por qué los que cocinan bien son siempre tan simpáticos como un tenedor en un ojo?
—Lo sé, Parisina, pero ahora debo hacerle más, dado que alguien acaba de disparar al señor barón, como sin duda sabrá.
—Yo lo único que sé es que van dos días seguidos que tiro la comida. Había hecho jabalí con ciruelas para el señor del bigote, que afirma ser alguien que entiende, y ahora tengo que tirarlo todo, porque eso se come caliente, recién hecho, o sabe a establo y se vuelve tan pesado como una plancha.
—¿Jabalí con ciruelas?
Parisina miró al comisario. No fue necesario añadir nada más.
—Entonces, ¿cómo estaba?
—Madre mía, Parisina —exclamó el comisario después de zamparse un platazo de jabalí que le habían traído diez minutos antes—, divino. Para chuparse los dedos. Ahora, volvamos a lo nuestro. ¿Ha oído que parece que fue una mujer la que disparó al señor barón?
—¿Una mujer? Bah, qué puedo decirle, señor comisario. Aquí hay muchas mujeres, pero entre la servidumbre. Y las criadas no saben disparar, créame.
—No he dicho que se trate de alguien que sepa disparar, Parisina. En efecto, es alguien que estuvo a punto de no darle al barón a apenas cuatro o cinco metros. Alguien que supiera disparar desde allí no habría fallado, créame usted a mí.
—Bah. Puede ser.
—Sin embargo, lo que quería preguntarle es si recuerda quiénes estaban presentes ayer cuando usted prestó los primeros auxilios a la señorita Barbarici.
—Venga, lo recuerdo, sí. Total, montó un follón por nada.
Sin duda, es verdad que las emociones fuertes ayudan a recordar con detalle, como sostienen los profesionales de la mnemotecnia, no importa si estas emociones son extremadamente angustiosas o increíblemente satisfactorias; en el fondo, cada uno se acuerda de dónde estaba cuando por primera vez le dejó una novia, así como muchos de nosotros podríamos describir al dedillo la ceremonia fúnebre de nuestra suegra.
Del mismo modo, Parisina comenzó a desgranar nombres casi completamente desconocidos para el comisario, pero entre los cuales no figuraba el de la criada Agatina, a la que el comisario recordaba a la perfección (véase arriba).
—Entiendo. Por tanto, la única que no estaba era la criada Agatina.
—No, Agatina no… Señor comisario, no se le ocurra pensar que…
—¿Qué no debería pensar, perdone?
—No se haga el tonto, señor comisario. Antes me ha dicho que fue una mujer quien disparó al señor barón. Ahora me pregunta si Agatina no estaba cuando encontramos al pobre Teo muerto en la bodega. ¿A qué viene todo este interés por Agatina?
—Me parece que usted ha entendido totalmente. La persona que ha disparado al barón y que luego ha corrido entre el trigo fue vista de espaldas. Era una mujer. Una mujer de pelo rubio —aventuró el comisario.
—Pero ¡imagínese si Agatina se va a poner a correr, en su estado, señor comisario!
—¿Qué estado, disculpe?
—No, el estado que una… Con el vestido de sirvienta, largo hasta los pies, y los zapatitos…
El comisario levantó la mirada de la boca de la cocinera y la fijó entre las cejas, pasando al mismo tiempo del «usted» al «vos».
—Como cocinera, sois sin duda excepcional, Parisina; como mentirosa, valéis muy poco.
La cocinera permaneció en silencio, contemplando al comisario con ira. La próxima vez te enveneno el jabalí, decía la expresión de Parisina.
—¿En qué estado está Agatina?
—¿En qué estado quiere que esté, pobre criatura? Está embarazada.
Toma ya, pensó el comisario.
—¿Tenéis idea de quién es el responsable?
—Agatina estaba comprometida con…
—No os he preguntado quién la iba a llevar al altar. Os he preguntado quién solía yacer con Agatina.
—¡Y yo qué sé! Yo estoy en la cocina, santo Dios. Corto, despellejo, destripo y me ocupo de mis asuntos. Esto es un castillo, señor comisario, y está lleno de nobles y de sirvientas. Y desde que el mundo es mundo, los nobles están erguidos y las sirvientas se someten. Pero, señor comisario, Agatina es un poco rígida y se somete mal. Pregunte al señor Lapo, que alguna cosa sabe. Hace un año intentó acorralarla en un rincón y recibió un rodillazo debajo de la hebilla que aún lo recuerda. Si antes eran albóndigas, se las convirtió en chuletas. Y sabe qué…
En aquel momento llamaron a la puerta. Parisina se calló y el comisario preguntó con un ladrido:
—¿Quién es?
—Soy yo, señor comisario. Fabrizio Ciceri. Tengo la placa revelada.
—Entrad. Parisina, os debo rogar que nos dejéis solos. Volved a la cocina.
—Vuelvo, sí. Y ya no me muevo, esté tranquilo.
Mientras la cocinera salía con toda la dignidad de que era capaz, el señor Ciceri se acercó al comisario con aire de carbonario. En la mano sostenía una caja negra.
Sin decir nada, apoyó la caja sobre la mesa con solemnidad y levantó la tapa plana, como si la imagen pudiera asustarse por la luz repentina.
La fotografía era nítida. En primer lugar, el señor barón, en posición erecta, con el mentón hacia arriba y la carabina en bandolera, la mirada vigilante y aguda. Junto a él, Lapo, con cazadora y sombrero con pluma, ridículo pero a la moda, también él con arcabuz, y Gaddo, apoyado en el fusil cuya culata se posaba en el suelo, y que de los tres parecía el menos amenazante.
Detrás de ellos, desde el seto, asomaba el rostro de una muchacha de cabello claro con una escopeta en la mano.
Si no era Agatina, tenía que tratarse de su hermana gemela.