Domingo por la mañana

El domingo por la mañana, el castillo se despertó empapado de lluvia. El mal tiempo había comenzado por la noche, y durante toda la mañana había avanzado, impertérrito, sin preocuparse por los proyectos del señor barón (que preveía ofrecer a sus huéspedes un paseo por los bosques, fusil al hombro, para procurarse varias volátiles que asar) y para alegría de los trabajadores del castillo (al menos por una vez llueve en domingo, cuando podemos quedarnos en casa y no tenemos que deslomarnos en el campo). Cuando llueve y hace calor es un tiempo infame, porque en casa uno se sofoca, pero no es aconsejable salir. Sólo un loco saldría con un tiempo semejante. Por eso, el personaje con chubasquero y botas que se dirigía hacia el cenador situado frente al laguito debía de ser decididamente un desequilibrado.

Tras ponerse a refugio bajo el cenador, el loco se quitó la gabardina y salió al mundo un buen mostacho blanco. Si el autor quisiera hacer alarde de cultura inútil, ahora sería el momento de precisar que ese tipo de bigote se llama técnicamente favoris en côtellette y era considerado extremadamente elegante por el caballero de mediados del siglo XIX; sin embargo, puesto que el autor alberga la sospecha de que muy pocos de vosotros tengáis un sincero interés por la clasificación formal de los diversos tipos de bigotes, será mejor dejarlo correr.

El señor Artusi, tras desembarazarse también de las botas, se sentó con circunspección en una de las tumbonas del cenador; a continuación, después de rebuscar en su chaqueta, sacó el libro de cubierta ilustrada que daba tanto asco al señorito Gaddo y lo abrió con voluptuosidad, apoyando el mentón en el pecho para leer mejor; y allí permaneció, como una gran morsa con un libro en la mano.

Como todos sabréis, uno de los problemas de llevar el favoris en côtellette es que, cuando llueve, se moja bastante y, si por casualidad tenéis un libro delante, tiende a gotear encima al más mínimo movimiento; ésta es probablemente la razón por la que, a día de hoy, si uno quiere verse realmente horrible, no se deja crecer un grueso bigote de militar austro-húngaro, sino que se pone un buen pirsin bajo el labio y listo, que se acaba antes.

Por este motivo, tras varios minutos chorreando sobre las páginas, Artusi cerró el libro y lo dejó sobre el suelo de madera del cenador. Casi de inmediato se oyó una voz alegre y cristalina descollando por encima de la lluvia:

—Si lo habéis terminado, podéis prestármelo.

Artusi levantó la cabeza, sorprendido, y luego sus ojos se entornaron en una sonrisa sincera.

—Señorita Cecilia, qué sorpresa. Por favor, venid a resguardaros.

—Gracias, pero ya apenas es necesario. La lluvia ya ha escampado —anunció Cecilia mientras se liberaba a su vez de una especie de impermeable—. Uno de los braceros me ha dicho que os había visto dirigiros al exterior y he pensado que éste era el único sitio donde encontraros.

—Bien, deducción correcta. Aquí estoy. ¿Puedo preguntaros qué os ha impulsado a internaros bajo la lluvia para buscarme?

—Lo acabáis de hacer, por tanto, no tiene sentido que pidáis permiso. Mi abuela quería mandaros decir que, en el caso de que queráis asistir a la Santa Misa, nuestro capellán la celebrará en la iglesita del jardín a las once en punto. Yo me he permitido advertir a mi abuela que me parecíais una persona que no se perdería una comida, no una misa, y por toda respuesta heme aquí.

—Lo lamento, señorita Cecilia. No quisiera causaros problemas por nada. Como habéis observado justamente, no soy alguien que vaya a misa. No me malinterpretéis, por favor: me gusta la compañía de los prelados, pero sentados a mi lado en una mesa de madera, no de pie ante una mesa de mármol.

—No os preocupéis, os entiendo perfectamente. En cuanto al paseo bajo la lluvia, es una excelente excusa para estar un poco a solas sin que nadie te diga qué hacer. Casi debería daros las gracias. Por cierto, veo que preferís un cenador de madera que cruje bajo la lluvia antes que un cómodo sillón. Si no temiese ser indiscreta, os preguntaría por qué.

Porque esa vieja golfa de vuestra tía Cosima me da la tabarra vaya donde vaya, habría querido responder Artusi. Esta mañana, en el desayuno, me ha asfixiado durante toda una hora, y cuando he ido a por mi libro he oído, procedente del salón, el ladrido de su perro liofilizado, lo que significaba que la vieja estaba en esa habitación y, como poco, se había colocado junto al sillón al que le había echado el ojo. Además, el animal ladraba en paz, sin que nadie obedeciera al impulso de propinarle unas patadas, señal de que la talludita hinchapelotas debía de estar sola. Sola, y lista para echarme miradas lánguidas toda la mañana. He preferido la lluvia; al menos, una pulmonía te mata rápido.

—Deseo de paz y tranquilidad, como vos, señorita. Yo estoy acostumbrado a la vida al aire libre y he pasado muchos años caminando bajo la lluvia. Cuando reúno el valor para seguir haciéndolo, me siento casi rejuvenecer. Aunque, lo lamento, ocurre raras veces.

—¿Lo decís de verdad? ¿Quiere decir que antes lo hacíais a menudo? —Cecilia suspiró—. Debéis de haber tenido una vida bastante aventurera, señor Artusi. Mi padre habla de vos como de un hombre de mil talentos.

—Oh, vuestro padre es demasiado bueno.

—Yo no lo diría. Sois un comerciante de éxito y habéis escrito un libro de cocina que me comentan que es de gran valor. Y sé que también habéis escrito sobre literatura.

—Así es. Algunas observaciones a pie de página a treinta cartas de Giusti y una Biografía de Foscolo —contestó Artusi con tono pomposo—. Yo las he escrito, y quizá en alguna parte alguien podría incluso haberlas leído, cosa que dudo mucho.

—En todo caso, sois una persona de cultura enciclopédica y que la sabe aplicar a una gran cantidad de cosas.

—No, señorita, yo soy simplemente alguien que ha sido embaucado tantas veces que ha aprendido que es mejor hacer las cosas por sí mismo y no confiar más que en sus propios ojos y sentidos. Esto vale en gran medida para la cocina: cada libro puede contar lo que sea pero, si una vez leído, quien me lee no puede hacer la receta y obtener placer y nutrición, tampoco me puede invitar a cenar y hacer que cocine para él. Como dice Giusti, «escribir un libro es menos que nada, si el libro escrito no sirve a la gente». Es precisamente esta frase, sabéis, la que me metió en la cabeza escribir mi libro de cocina.

Artusi miró a la muchacha, preocupado de estar aburriéndola. Dado que, por el contrario, ella parecía curiosa, continuó:

—A mí siempre me ha gustado comer bien. Por lo demás, yo vengo de la provincia de Romaña, donde, al menos en Bolonia, tenemos una cocina que merece reverencias. Pues bien, al vivir solo, comencé a prestar la máxima atención a lo que comía y a interesarme por su preparación. Leí decenas de libros y, creedme, no saqué nada en limpio. Hasta que, un buen día, me ocurrió algo que fue la gota que colmó el vaso. Había encontrado en el mercado unos sesos de cordero muy frescos y los quise freír a la manera de Milán porque, en cuanto a frituras, los milaneses no tienen comparación. Cogí, por tanto, el Nuevo cocinero milanés económico, de Luraschi, lo abrí ante mí y comencé.

Artusi teatralizó con el rostro un interés que se transforma en desconsuelo y a continuación extendió los brazos, mirando a su joven oyente.

—Aún recuerdo aquella receta. Se me ha quedado impresa en la memoria. Decía así —y, con una discreta imitación del acento milanés, recitó—: «Limpiad y blanquead los sesos alla postina, luego cocedlos como se indica arriba, quitadles la brasura, pasadlos por el cedazo, añadiendo una cucharada de harina empastada con dos pellizcos de mantequilla, hervid este fricassé durante cinco minutos, sin dejar de revolver, a continuación añadid un lieson de dos yemas de huevo, el zumo de medio limón y un poco de perejil triturado, vertedlo todo sobre los sesos troceados, y despacio, junto con un poco de salsa, empanadlos, emborajadlos y freídlos de inmediato en la grasa hirviendo; servidlos con perejil frito».

Cecilia lo miró, ceñuda.

—Lo leí una vez y no entendí nada. Volví a intentarlo y, como me pareció haber captado el sentido, procuré hacer lo que me parecía haber entendido. Me afané y me salió mal. Esos pobres sesos fueron una de las frituras más repugnantes e incomestibles que me hayan puesto delante. Había conseguido unos ricos sesos y los había estropeado totalmente.

El bigotudo miró a Cecilia levantando las cejas, en ese gesto milenario que significa: «Entonces, ¿quieres saber qué hice?».

—Al ver estropeado todo aquel bien de Dios, que me había costado mis buenas liras, tuve un acceso de ira. ¿Emborajarlos? ¿Brasura? Pero ¿qué demonios significaban esas palabras? ¿Cómo de grande debía de ser la cuchara y cuánta harina tenía que echar? ¿Cómo es que abro un libro, convencido de que encontraré una receta, y en cambio encuentro un enigma que resolver? Pensé en lo que habría sido capaz de hacer mi madre, pobre mujer, que a duras penas conseguía escribir una carta llena de faltas, con ese libro delante, y tomé mi decisión.

El bigotudo enderezó la espalda, a la manera militar, y concluyó de manera perentoria:

—Un libro de cocina debe ser comprensible para todos, porque todos comemos y tenemos derecho a comer cosas buenas y bien cocinadas; debería estar escrito en italiano, porque somos italianos, y no en esa jerga afrancesada que sólo se entiende en las regiones del Norte; y debería dar las dosis, vive Dios, en gramos o en litros, que son iguales para todos, y no en pellizcos, cacillos, pizcas ni sombritas, eso cuando se dignan a dar la dosis. Si semejante libro no existe, lo escribiré yo mismo. Y eso fue lo que hice.

Dicho esto, Artusi miró a Cecilia con complacencia, atusándose con un dedo el bigote malandrín.

Cecilia se echó a reír.

—¿Veis? Sois alguien que sabe apañárselas en mil situaciones. En vuestra situación, personas como mi padre o mis hermanos no habrían tenido ningún éxito. Es por eso, creo, por lo que mis hermanos os muestran su desprecio.

—No seáis tan severa con vuestro padre, señorita Cecilia. En el fondo, también a vos os ha vestido, educado y criado.

—Tenéis razón. Cualquier cosa que necesite, basta pedirla y me es dada, a condición de que sean cosas adecuadas para mí. Aquello de lo que tendría realmente necesidad, es decir, de aprender a hacer algo, o no es conveniente, o está prohibido. Así que mi destino es permanecer aquí, embalsamada en todos estos corsés, esperando a un pretendiente un poquito menos tonto e insoportable que los que me son mostrados desde hace un año. Me casaré, tendré unos bonitos niños que crecerán inútiles para el mundo, como yo y más que yo, e inconscientes de lo que les rodea y…, perdonad, hablo demasiado.

—Por favor, señorita, continuad. Es un placer para mí ver que al menos uno de los tres hermanos se fía de mi persona.

—Oh, en cuanto a eso… Gaddo os ve como alguien que ha conseguido lograr algo, y eso lo irrita como el humo en los ojos. Mi hermano no es estúpido ni malo: si alguien le enseñara y le hiciera entender que los éxitos no te caen encima por derecho divino, sólo por ser noble, podría conseguir muchas cosas.

Cecilia calló un segundo, como para convencer a Artusi de que lo que estaba diciendo no estaba dictado por el afecto, sino por la realidad. Dado que su interlocutor mantenía el bigote quieto, pero la mirada dudosa, continuó:

—El problema es que mi hermano no tiene términos de comparación y esto hace que se crea, con mucho, más inteligente y culto de lo que es. Siempre ha tenido dificultad para entablar amistad y ha crecido junto a Lapo, que, pese a ser mi hermano, ciertamente no es una lumbrera. Mi abuela dice siempre que de Lapo, si se quiere hablar bien, uno se ve obligado a afirmar que viste con elegancia.

Nos hallamos en una época en que Italia está tomando forma y la conciencia de las personas está orientada a la política con fervorosa pasión. Son tiempos en los que se discute sobre la unidad, la constitución, los derechos y la libertad. Por desgracia, han pasado apenas dos años desde el día en que el primer país del mundo —Nueva Zelanda, es decir, exactamente en nuestras antípodas— admitió también el voto femenino. Al ser italiana, nuestra Cecilia deberá esperar para votar otros cincuenta y un años, suponiendo que sobreviva al cólera, a dos guerras mundiales y a los tres o cuatro partos que presumiblemente la esperan. No puede votar y no puede ser elegida. La única posibilidad de asumir un papel público oficial la tendría si alguien intentara violarla y no consiguiera matarla: en tal caso, muy probablemente, sería elevada a santa por todo el pueblo. Como perspectiva de carrera, hay que admitirlo, es un poco limitada.

Todo esto se lo dijeron Artusi y Cecilia con los ojos, en un tiempo mucho menor del que habéis necesitado para leerlo. Después, Artusi retomó el razonamiento con cautela:

—De todos modos, señorita, me hace feliz que me honréis con vuestra confianza. Creedme, estoy realmente conmovido y me gustaría poder corresponderos.

—¿Lo decís de verdad?

—Ha pasado tiempo desde la última vez que mentí a una mujer, señorita.

—Bien. Entonces, me haríais un enorme favor si encontrarais la manera de dislocaros el tobillo.

«Venga, ha llegado el momento —dijeron las cejas de Artusi—. O me estoy volviendo sordo o me estoy agilipollando.»

—Temo no haber entendido.

—Mirad, señor Pellegrino Artusi, yo también opino que las horas transcurridas en misa podrían emplearse mejor. Sobre todo cuando se encuentra a una persona de mundo con la que se puede conversar de cosas con sustancia, lo que me ocurre muy raras veces.

—Entiendo, señorita, pero…

—Sed bueno y dejadme hablar, ya que parecéis el único residente del castillo que tiene la bondad de escucharme cuando hablo. Vos sois un invitado y dueño de vuestro tiempo, por lo que podéis hacer lo que queráis, pero para mí, no presentarme en misa sería una cosa altamente reprobable y me conduciría a un castigo seguro. Sin embargo, si un huésped se hiciera daño mientras yo me encuentro con él, sería aún más reprobable que no le ayudara. Por tanto, si vos simularais haberos luxado el tobillo, yo os lo podría vendar a la perfección y después podríamos dirigirnos al castillo. Vos deberíais caminar despacio, puesto que estáis lesionado, y yo debería ayudaros como hija del señor del castillo y experta enfermera. Faltaríamos a misa, es cierto, pero llegaríamos justo a tiempo para la comida.

Artusi miró a la muchacha, y una holgada sonrisa le encrespó el severo mostachón.

Artusi y su improvisada doncella paseaban despacio bajo el sol, riendo como ríen dos amigotes o dos personas que se divierten a espaldas de alguien.

La casa ya está cerca y los dos han aminorado aún más la marcha. Artusi ha desgranado dos o tres de sus historias, terminando por contarle a Cecilia sobre el cólera de 1855 y sobre cómo le había salvado la vida a un cochero.

—Yo tenía conmigo un gran saco de manzanilla que me había dado mi padre y digo: «Este pobre hombre sin duda está maltrecho. Probemos, daño no le haremos». Dicho y hecho. Se puso al fuego un gran caldero y se le preparó un caldo de manzanilla, con tanto azúcar y limón como se podía disolver. Entre nosotros, desprendía un olor tan dulce y almibarado que yo, por mi cuenta, antes que tragármelo habría entregado mi alma al Creador; pero el cochero, en cambio, abrasado por la fiebre, se lo bebió sin dejar una gota. Creedme, porque a mí aún me cuesta creerlo: al día siguiente, el cochero no tenía una décima de fiebre, y ni rastro del cólera. Deberíais ver al desgraciado: cada vez que pasaba por Florencia se desvivía por venir a saludarme y me prodigaba tantas reverencias y cumplidos que casi me avergonzaba.

—Qué historia.

Cecilia suspiró, estrechando con el brazo las zarpas de Artusi, que no habría tenido necesidad, pero, para decir la verdad, se aprovechaba un poco.

—Os envidio, sabéis, os envidio de verdad. Hay pocas cosas más hermosas y honorables que curar y devolver las fuerzas a una persona, por humilde y tosca que sea. Me parece que da sentido a toda una vida.

—Sin duda, tenéis práctica con los vendajes. Desde que me habéis fajado el tobillo, no siento ningún dolor —dijo Artusi, y rió.

—Tomadme en broma, eso. He leído mucho de medicina, ¿sabéis?

—¿De veras?

—De jovencita, hacía que el buen canónigo Mazzi me trajera libros de todo tipo. Un día, me trajo Robinson Crusoe y quedé fascinada por cómo este hombre, solo en su isla, se curaba las enfermedades con tabaco, y decidí aprender más. Desde entonces, cada mes, el canónigo me traía un libro que elegía de su biblioteca, porque su predecesor era aficionado a la medicina y tenía una buena colección. Podría indicaros el nombre de cada hueso y cada músculo de vuestro cuerpo.

—Una verdadera pasión, pues. Algo meritorio.

—Para algún otro, quizá. Mi padre me encontró en la cama leyendo la Anatomía de la escuela salernitana y se puso hecho una furia. Fuera todos los libros que tenía debajo de la cama y, para que no cayese en la tentación, fuera también las velas durante tres meses. Antes de dormir, si quería distraerme, podía recitar un buen rosario.

Artusi calló nuevamente, mientras Cecilia miraba al suelo.

—Daría cualquier cosa por…

Por estudiar Medicina, habría dicho probablemente la muchacha para completar la frase. Pero esto sólo podemos suponerlo. Porque, justo sobre la erre de la palabra «por», en el claro resonó un disparo, seguido, un instante después, por otro idéntico.

El doble tiro llenó el espacio un segundo y, cuando desapareció, parecía que hubiese roto algo.

Artusi miró a Cecilia, que a su vez también lo miró.

Como respuesta, del huerto llegó una voz estentórea:

—¡Señor barón! ¡Señor barón!

Cecilia empalideció. Miró a Artusi, que la miró. Luego, tras levantarse el vestido, partió a la carrera por el barro.

Aunque su tobillo estaba a la perfección, Artusi tenía una velocidad de crucero equivalente a dos kilómetros por hora en terreno seco y no amagaba un paso a la carrera desde 1858. Cuando llegó al huerto había pasado, pues, un buen cuarto de hora desde el disparo, y el jardín estaba lleno de gente.

Por encima de todos, sobresalía el comisario Artistico, arrodillado, con un fusil de caza de culata historiada en la mano que sostenía con la punta de los dedos como si se hubiera tratado de un animal asqueroso.

Detrás de él, tumbado en el suelo, el séptimo barón de Roccapendente yacía boca abajo con las piernas recogidas en una posición muy poco noble, tal como muy poco nobles eran las combinaciones entre Nuestro Señor y los sapos y culebras que le salían por la boca, a la vez que Cecilia, encorvada sobre él, le presionaba el hombro ensangrentado.

Mientras Artusi se aproximaba, fue adelantado por un tipo a caballo con tanta barba que sólo podía tratarse del doctor Bertini. Éste, no bien llegó, desmontó con torpeza del caballo y se acercó gritando:

—¿Necesitan ayuda? Estaba en la colina. He oído un disparo… Unos gritos…

—Necesitamos ayuda, sí —contestó el capataz, abriendo por primera vez la boca en el transcurso de la jornada—. Acaban de disparar al señor barón.