Sábado por la tarde

Un crimen de verdad. Increíble.

Sentado de manera compungida, sin tocar la silla con la espalda, el comisario Artistico tomaba apuntes mientras la barba del doctor se abría para dejar espacio al testimonio.

—… El enrojecimiento del rostro estaba desapareciendo, como decía, pero era muy visible en el cuello, lo que indica un síntoma típico del envenenamiento con belladona.

Cuando el doctor lo había llamado, en un primer momento el comisario Artistico se había molestado. El doctor, para ser sinceros, siempre le había tocado mucho los cojones: en primer lugar, porque era socialista. En segundo lugar, porque era una de las personas más pesadas y pedantes que conocía. En último lugar, pero principalmente, porque cada vez que el comisario se lo encontraba, iba de paseo con su hija, y el doctor se exhibía en uno de los besamanos más lascivos y descarados que se puedan imaginar. En más de una ocasión, el comisario había estado a punto de truncar el saludo a bastonazos, imaginándose que luego despellejaba al doctor y se llevaba su barba como trofeo, como un cuero cabelludo.

—Sin embargo, lo que me indujo a creer que se trataba de un envenenamiento fue la dilatación de la pupila, del todo innatural. En ese momento, tanteé con las manos los miembros del cadáver y me dio la impresión de una rigidez incompatible con el rigor mortis. Estaba claro, en otras palabras, que el pobrecillo había sido víctima de convulsiones y espasmos violentos antes del fallecimiento. En ese punto…

En ese punto, disfrutando como un loco de poder denunciar algo sucedido en el castillo de un noble, el doctor quiso que fueran llamadas las autoridades, es decir, el comisario Artistico. El cual, mientras seguía fantaseando con la posibilidad de llenar de brea la barba del médico y a continuación prenderle fuego, gozando con los gritos de terror del desgraciado, en ese momento no podía dejar de encontrarlo casi simpático.

Porque, desde hacía años, el comisario Artistico sufría atrozmente.

—… estimo que el veneno se encontraba en la copa de oporto que el pobrecillo tenía delante, del que aún quedan algunos restos en el fondo. En efecto, la belladona posee un sabor agradable, dulzón y almibarado, y se confundiría de maravilla con el sabor azucarado de ese vino. Al respecto, me permito sugeriros que analicéis…

Desde hacía años, casi diez años, para ser exactos. Desde que había sido enviado a Campiglia Marittima en 1882, después de la promoción, el único delito del que había tenido que ocuparse había sido la muerte de Ginocchino, el asno del panadero Artemio, muerto a palos por el aparcero Pancacci porque el animal se había desayunado los pantalones buenos del propio Pancacci, perfectamente tendidos sobre un palo para que no se estropearan mientras el aparcero dormía la mona en el establo del panadero. Por lo demás, muchos robos de pollos y algunas riñas entre campesinos, demasiado trompas para hacerse daño de verdad.

Todo ello, condimentado con las visitas navideñas de su suegro, el teniente de los Reales Carabineros de Questa Ciolla, Onorato Passalacqua, el cual había formado parte de la expedición que años antes había puesto fin a las empresas del famoso bandolero Stefano Pelloni, más conocido como el Pasador, y que cada año sin falta le tocaba los cojones con el relato lleno de tiroteos de la heroica hazaña, al final de la cual toda la banda había sido enchironada y el Pasador mismo, herido de muerte, de lo cual su suegro, sin decirlo, daba a entender que era el responsable.

Y él, allí, masticando dulce de almendras y bilis, consciente del hecho de que en aquel pantano de mierda al que lo habían mandado, aunque fuera un héroe, nunca tendría modo de demostrarlo.

—… Y de estas conclusiones puedo poner la mano en el fuego. Bien, querido comisario, he cumplido con mi deber y, créame, no sin pena. Ahora, os paso el testigo a vos.

—Es mi deber, mi querido doctor —dijo el comisario.

«Será un placer», pensó.

—Decidme, comisario, qué tengo que hacer.

Sentado a la mesa, erguido pero sin sacar pecho, el señor barón esperaba. Un auténtico noble, en la tragedia y en la fortuna. El comisario había pensado dar comienzo a los interrogatorios precisamente por él, bien como forma de respeto, bien porque, a primera vista, era el que le parecía más afectado por todo el asunto.

—Será suficiente con que respondáis a varias preguntas, señor barón. Necesito saber lo sucedido esta mañana con todo detalle. Un deber penoso para vos y, creedme, también para mí.

Con voz monótona, el barón relató al comisario los acontecimientos de la mañana. Cuando llegó al momento de entrar en la bodega, el comisario lo detuvo:

—Por lo tanto, ¿la puerta estaba cerrada con pestillo desde el interior?

—Tal cual, señor comisario. Para acceder, ha sido necesario forzarla y arrancarla de los goznes.

—Entiendo. Bien, perdonad la interrupción. Ahora, si me permitís, debo realizaros unas preguntas concretas. Cuando habéis entrado, ¿frente al difunto había una copa de oporto con su correspondiente botella?

—Así es.

—¿Habíais visto antes dicha botella?

—Claro. Forma parte de mi reserva personal. Oporto Garrafeira, de la compañía Niepoort. Me fue obsequiado por su excelencia el barón de Ramalho, embajador de Portugal, quien nos hizo el honor de visitar nuestros viñedos y nuestras bodegas hace seis años.

—Por tanto, vos soléis beber ese vino. ¿Cuándo os lo sirvieron por última vez?

—Justamente, ayer por la tarde, después de cenar. Nos reunimos en la sala de billar para brindar por el éxito de Monte Santo, el caballo de mi buen amigo el barón de Cesaroni. Mandé que se sirviera champán a mis huéspedes, como corresponde a un brindis, pero hice que trajeran el oporto expresamente para mí. Mirad, yo sufro de dispepsia y no puedo abandonarme impunemente al champán. Por ello, me excusé ante mis huéspedes y me serví.

—¿Os servísteis personalmente? Quiero decir, ¿vertisteis vos el oporto en la copa?

«No soy un miserable como tú —respondió la mirada del señor barón—. ¿Desde cuándo los nobles hacen las cosas con sus manos?»

—Mi criado, señor comisario, suele satisfacer mis necesidades y las de mis huéspedes. Como os decía, mandé que sirvieran el oporto mientras los demás brindaban con champán, pero ayer me notaba indispuesto, no me sentía bien en absoluto. Sólo bebí una gota de vino.

—Entiendo. Entonces, señor barón, ¿cómo explicáis que la copa encontrada frente a Teodoro estuviera vacía?

El señor barón miró al comisario con cara de pocos amigos. Después de un instante, esbozó una sonrisa.

—Siempre sospeché que Teodoro vaciaba las copas cuando las dejaba. A menudo notaba que me llenaba la copa demasiado y deduje que lo hacía para él. Era astuto, pobre muchacho. Sabía que yo habría podido controlar el nivel de las botellas, pero la copa… Bah. Era una pequeña malicia, que su alma descanse en paz.

—Disculpad, señor barón. Antes habéis afirmado que en el transcurso de la velada os sentisteis indispuesto. ¿Puedo preguntaros si habéis pasado una mala noche?

—Pues sí. Hasta el punto de que no he podido conciliar el sueño.

—Si no es indiscreción, ¿puedo preguntaros qué clase de males os han mantenido despierto?

El barón se mostró incómodo. No se hacen ciertas preguntas, parecía decir.

—No hay problema. Como os he dicho, a menudo sufro de problemas digestivos. A causa del dolor de estómago, ayer por la noche mi corazón parecía estar enloquecido. Por momentos temí estar próximo a un ataque de apoplejía.

—Entiendo. Señor barón, no veo motivo para entreteneros más. Ahora necesitaría hablar con vuestros dos hijos. Os rogaría que no contarais nada a nadie de cuanto hemos hablado, al menos hasta que termine la jornada. Mis respetos, señor barón.

—Gracias, señor comisario.

Una de las maldiciones más comunes para los hombres poderosos es la de tener un hijo tonto. Hay ejemplos para dar y regalar, con particular evidencia en la política, desde Cromwell en adelante: será porque cuando eres poderoso, no tienes tiempo que perder detrás de tu chiquillo; será porque, si eres influyente, tu párvulo crece malcriado; pero no ocurre raras veces que, a un padre autoritario, suceda en la línea hereditaria un hijo idiota.

Como todos habréis comprendido, el comisario Artistico se había abandonado a tales reflexiones en cuanto el hijo menor del barón, el bueno de Lapo, se sentó frente a él.

Hasta su manera de sentarse era irritante: no de frente, sino con la silla orientada hacia la derecha y con las piernas cruzadas, como si, en vez de ante un oficial de policía, el joven retrasado estuviera en el café con sus amigos, y así se dispuso a responder a las preguntas, sin mirar al comisario.

—¿Recordáis a qué hora, aproximadamente, terminó el brindis?

—No sabría decirle. Yo abandoné el grupo hacia las once de la noche y me dirigí al pueblo con varios camaradas. He vuelto por la mañana.

—Pero ¿me confirmáis que hubo un brindis en cuyo transcurso todos bebisteis champán, y vuestro padre fue el único que se sirvió oporto?

—Os lo confirmo. Hacía mucho tiempo que no celebrábamos un brindis con champán. Como comprenderéis, el caballo del viejo Cesaroni había ganado su carrera y mi padre estaba bastante pasado de revoluciones.

—Entiendo. ¿Es muy amigo del barón de Cesaroni? ¿O son socios en las escuderías?

—No, en absoluto. Faltaría más. Resulta que mi padre había apostado dinero a ese caballo, que era considerado un jamelgo, y en cambio ganó. Mi padre, como sabréis, siempre ha tenido el hábito de apostar y ha despilfarrado bastante dinero en apuestas. Un vicio reprobable.

«En cambio, mírate a ti», pensó el comisario. La pasión del barón por los caballos era algo que se sabía y se comentaba en el pueblo, como también la del hijo por hacerlo a cuatro patas; desde luego, el comisario no esperaba que fuera precisamente un miembro de la propia familia el que entrara en el tema.

—No creo, señor Lapo, que esto represente un problema para vuestro padre.

—Porque vos lo decís.

—¿Qué queréis decir?

Lapo miró a su alrededor, circunspecto, y adelantó las manos como quien se da cuenta de que ha cometido una gilipollez justo un instante después.

—Sabéis, se trata de un asunto un poco delicado. No creo que sea oportuno…

—Soy un oficial de policía, señor Lapo, no un portero. Las cosas delicadas constituyen mi oficio.

—Claro, pero esto son asuntos familiares que, ciertamente, no pueden ser de interés para vuestra investigación. Tenemos derecho a ser tratados con un mínimo de consideración, creo.

—Señor Lapo, me duele recordaros que muestro consideración hacia vos siempre que finjo no veros cometer alguna de vuestras proezas nocturnas. La próxima vez que nos topemos puede que os encontréis debajo de una farola, y me resultaría difícil no reconoceros.

Lapo estudió un momento el suelo y a continuación se dio la vuelta con silla y todo hacia el comisario.

—Mirad, hace días me encontraba en la casa de demoiselle Marguerite cuando, sin querer, oí una conversación que me puso los pelos de punta. Conocéis la casa de demoiselle, ¿verdad?

—Suelo arrestar allí a algún depravado cuando se pone demasiado pesado.

—Bien, en todo caso sabréis que las paredes de las habitaciones son de cartón piedra y que cualquier ruido de las habitaciones contiguas llega sin ningún obstáculo. Es de no creer los ruidos que produce la gente en ciertas situaciones. A veces…

—Señor Lapo, no albergo ningún interés por la sordidez del erotismo prostibulario. Id al grano, por favor.

—Perdonad. Era sólo para que os dierais cuenta de que, incluso sin querer, lo que sucede en las demás habitaciones es de dominio público. Pero bueno, sin divagar, hace no más de una semana escuché, en el cuarto contiguo al que me encontraba, a un hombre hablando de mi padre, sosteniendo que no pagaba sus deudas.

—¿Cómo?

—Tal como os digo. «Tanta magnificencia y no tiene ni una perra», decía el fulano. «Para vivir se ve obligado a que le den cuartos con usura. Tanto es así que para la cacería, entre los huéspedes del castillo, habrá uno con un objetivo muy concreto.»

—Ah. Entiendo. Por tanto, vos afirmáis que…

—Exactamente, señor comisario. Para la cacería, mi padre se vio obligado a alojar a un prestamista que quiere que le devuelvan su sucio dinero. Y yo, señor comisario, sé quién es.

Paseando por la habitación, mientras esperaba para interrogar al resto de la familia, el comisario Artistico se mostraba pensativo.

Sobre lo que había sucedido parecía haber pocas dudas. Alguien, conociendo las costumbres del barón, había esperado el momento propicio para envenenar la copa del señor del castillo con una sustanciosa dosis de belladona. Sin embargo, el barón, probablemente debido a que había comido demasiado, apenas se había mojado los labios con el vino; los malestares que había descrito le habían parecido al comisario como típicos efectos de la ingestión de belladona. El pobre Teodoro, al encontrarse con esa gran copa casi llena, se la había llevado a la despensa y se la había tomado, bebiéndose junto con el vino el resto de sus días.

Por lo demás, la penosa trola de Lapo daba pie a algunas dudas. El joven holgazán había ideado una chorrada cualquiera para poner remedio al hecho de que se le hubiera escapado una ocurrencia de más, pero, por lo general, cuando el río suena, agua lleva. Por el momento, el comisario había decidido entrar en el juego; la información del bueno de Lapo la comprobaría más adelante. Ahora había que entender otra cosa.

Dos o tres tímidos golpes de nudillos devolvieron al comisario a la habitación.

—Adelante.

—Con permiso —dijo con voz firme Gaddo.

Estaba habituado, por lo demás: aquél era el estudio de su padre y era obligatorio, por no decir natural, pedir permiso con deferencia para entrar. Gaddo nunca había visto a nadie entrar en aquel estudio sencillamente abriendo la puerta.

—Os lo ruego, sentaos, señor Gaddo.

Gaddo lo hizo, acomodándose en la silla como si tuviera miedo de que se rompiera, iniciando inmediatamente después de haberse sentado una zarabanda de pequeños movimientos para colocar en su sitio la raya de los pantalones, la chaqueta, la cadena del reloj y la silla. Probablemente habría acomodado también un poquito la mesa, si hubiera tenido fuerza suficiente. Por desgracia para él, Newton conspiraba en su contra: la mesa era de olivo, muy pesada, y bastaba mirar a Gaddo para darse cuenta de que tenía que tomar aliento hasta para cortarse las uñas.

El comisario también le hizo describir la velada del día anterior, y asimismo Gaddo confirmó cuanto habían dicho su padre y su hermano.

—No os aburriré, señor Gaddo, haciéndoos repetir cosas que creo que ya he confirmado —dijo el comisario después de dos o tres preguntas—. Quisiera, en cambio, vuestro parecer sobre los dos huéspedes que vuestro padre invitó al castillo para la cacería. ¿Conocíais de antes a alguno de los dos o a ambos?

Gaddo alzó una ceja.

—No entiendo qué queréis insinuar.

Empezamos mal.

—En todo caso, no —continuó Gaddo—, no conocía a ninguno de los dos, ni en persona ni de oídas. Yo me alejo raras veces del castillo. Aquí tengo todo lo que necesito: paz, tranquilidad y silencio para encontrar la inspiración.

—Comprendo. ¿Sabéis decirme algo de los dos huéspedes, ahora que los habéis conocido? ¿Sabéis, por ejemplo, por qué fueron invitados?

Gaddo respiró de manera consciente.

—El señor Fabrizio Ciceri es un experto en fotografía —contestó—. Mi padre lo llamó para que inmortalizara a nuestra familia y los alrededores del castillo. Yo mismo acompañé ayer al señor Ciceri a recorrer la finca, mostrándole algunos escorzos sugestivos y recitándole varios de mis versos compuestos en esos mismos lugares, para introducirlo mejor en la atmósfera.

—Entiendo —dijo el comisario, que comenzaba a entender de verdad. Pobre señor Ciceri—. ¿Y en cuanto al doctor Artusi?

—El señor licenciado Pellegrino Artusi —dijo Gaddo, pronunciando el título con mucha acidez— fue invitado por mi padre por motivos que desconozco. Parece que mi padre lo conoció en las termas y estableció con él una especie de afecto, a mi parecer absolutamente incomprensible, del que surgió esta invitación, del todo fuera de lugar.

No hay uno que hable bien de su padre, eh. Si hubieran nacido pobres, a estos dos bobos probablemente no les habría dado tiempo de verse con pantalones largos, y en vez de agradecer al Señor que, por motivos solo a Él claros, los hubiera provisto de un padre rico y poderoso, estos dos lo ponían verde con toda tranquilidad. Pocos correazos y demasiados caramelos, he aquí el problema.

—¿Y cómo es que consideráis al señor Artusi fuera de lugar?

—Os quedará claro en cuanto lo veáis. Un tosco pueblerino, un nuevo rico, una de las personas más vulgares que haya conocido nunca. Lee libros de cubierta ilustrada. Y también escribe. Libros de cocina, imagínese. Cómo los escribe, no lo sé, pero, a juzgar por cómo traga, conoce la materia al dedillo.

Y helo aquí, finalmente, al último residente en ser interrogado, el señor (o licenciado) Pellegrino Artusi de Forlimpopoli. Que, para ser sinceros, por su aspecto físico había decepcionado un poquitín al comisario, el cual esperaba una especie de gitano de mirada encendida, no a un señor bonachón de buen bigote blanco que le recordaba vagamente a su abuelo Modesto. De todos modos, era un hecho que este tipo no dejaba indiferente; no había habido uno entre los interrogados que no hubiera expresado su opinión sobre Artusi. Y tampoco había dos que estuvieran de acuerdo sobre el motivo por el que este hombre había sido invitado al castillo. Alguno lo consideraba un prestamista; otro, un gorrón; otro, un señor afable que había hecho amistad con el barón. El motivo más cómico y, a su vez, el más trágico había sido el proporcionado por la señorita Cosima Bonaiuti Ferro.

La señorita, un clásico ejemplo de solterona absolutamente horrible a la vista y al oído, le había explicado, con una profusión de palabras carentes de sentido y de puntuación, que estaba claro que Artusi había sido invitado por su primo, el barón, como pretendiente de ella, cosa que Bonaiuti Ferro había deducido del hecho de que:

a) Artusi y ella habían nacido en el mismo año, para ser exactos, en 1820, y cuando uno busca pareja en edad avanzada, es sabido que elige a personas de su misma edad porque así pueden compartir mejor los achaques, malestares y enfermedades que son la columna portante de la vejez, y de esta manera bla bla bla.

b) Artusi había venido de Florencia a propósito y se había presentado vestido con levita, y cuando uno se viste así de bien quiere decir algo porque si no en el campo uno va vestido de manera menos rigurosa y por tanto bla bla bla.

c) Artusi no estaba casado ni viudo y ella nunca habría aceptado a un viudo debido a que eso le causaba impresión, y son tan pocos los hombres de tal clase que no se hayan casado nunca que el barón, su primo, debía de haber pensado y con razón que el doctor Artusi era un buen partido y bla bla bla.

A toda esta perorata, el comisario había prestado átención sólo con un oído, dado que desde el principio se había encontrado la pierna derecha aprisionada entre las patas del perrito de juguete de la señorita, que se había puesto a imitar un improbable coito con su zapato. Es sabido que un perrito que trata de follarte el tobillo produce cierto fastidio e inhibe la concentración, por lo que, tras varios tímidos intentos de sacárselo de encima con gracia, el comisario había resuelto la situación desmenuzando al insulso pero molesto animal entre la tibia y la pata de la mesa de olivo con algún golpe bien asestado, mientras la señorita continuaba desvariando con toda calma.

En cualquier caso, helo aquí, al señor (o licenciado) Artusi. Una primera duda, poco importante, pero ¿por qué tenerla?

—Poneos cómodo, señor Artusi. Pardon, licenciado Artusi.

—No, no, permitidme. Éste es un pequeño equívoco que me acompaña desde hace tiempo. Yo soy asiduo de las aulas universitarias, es cierto, pero como simple oyente interesado. Por curiosidad. No tengo ningún título que me permita hacerme llamar licenciado.

Respuesta dada con timidez, sin énfasis ni arrogancia. Tras ella, el bigotudo había mirado al comisario como para ver si había respondido correctamente.

Lo había hecho, a decir verdad. El comisario odiaba a las personas que fingen ser lo que no son, y sabía cuánto complacía que a un hijo de verdulero lo llamaran licenciado. Era una bandera de revancha, una medalla al valor cotidiano que mostrar a todos.

Y el comisario lo entendía a la perfección.

Nacido en Aieta, en el interior de Calabria, el comisario se había convertido en italiano junto con su pueblo y se había licenciado en Derecho estudiando mientras amasaba pan. Tras comenzar como hijo del panadero, después de la carrera y de la llamada a Milán, se había casado con la muchacha más hermosa de Maratea, a cuyos padres no les parecía verdad emparentarse con un licenciado y oficial. La palabra «licenciado» para él había significado «ábrete Sésamo».

Ver a alguien que, con tranquila humildad, renunciaba a ello, aun pudiendo abusar impunemente, le impresionaba. Artusi era un tipo sincero y al comisario sólo le gustaban las personas si eran sinceras.

El comisario había mirado a Artusi y había decidido ser directo:

—Señor Artusi, hoy he escuchado varias veces el relato del hallazgo del pobre Teodoro Banti. Si os parece, en vez de hacéroslo contar de nuevo, os haré una serie de preguntas concretas, pidiéndoos sólo que confirméis o desmintáis cuanto me han descrito hasta ahora.

—Estoy aquí para serviros, es decir, quiero decir… Preguntad.

—Entonces, señor Artusi, ¿confirmáis que la puerta de la bodega estaba cerrada con pestillo y que ha sido necesario abatirla para entrar?

—Así es.

—¿Confirmáis que cuando habéis entrado Banti estaba sobre la silla, y delante de él había una botella de oporto y una copa vacía, aún manchada de vino?

—Cierto, así es.

—¿Confirmáis que, después de entrar, os habéis dirigido a la mesilla situada al lado del jergón de Banti y habéis extraído una bacinilla llena, y que habéis olido largamente dicha bacinilla?

Artusi se puso de color púrpura.

—Así es.

—¿Tendríais la bondad de explicarme por qué?

—Sí, sí… —farfulló Artusi mientras las mejillas se apagaban poco a poco—. Señor comisario, cuando entramos en la habitación, yo advertí de inmediato un olor característico que al principio no reconocí. Al haber entrado en la antecámara de una bodega, pensé que se trataba de olor a cerrado. Pero…, mirad, en esa pestilencia había una nota que conocía incluso demasiado bien. Vos sabréis, señor comisario, que si una persona come espárragos, cuando a continuación alivia la vejiga, libera un olor bastante desagradable.

—Cierto.

—Señor comisario, el orinal situado dentro de la mesilla tenía exactamente ese olor repugnante.

—Entiendo.

—Con todo respeto, señor comisario, aún os falta un dato necesario para entender. Mirad, en el transcurso de la cena se sirvieron espárragos, por lo que, antes de ir a dormir, vertí en mi vaso de noche unas gotas de trementina para obviar el inconveniente del que antes hablaba. Sin embargo, a lo largo de la tarde, el joven Banti me había anticipado algunos platos de la velada.

—Ya. Y ¿qué?

—Pues que Banti me había dicho que él no soportaba los espárragos ni los calabacines, y que no los habría comido ni aunque lo obligasen.

El comisario observó a Artusi con aire bovino.

—Veis ahora lo que me ha impactado, ¿no? Hemos entrado en una habitación cerrada desde el interior, en la cual sólo solía haber una persona. Dicha persona odia los espárragos y, no obstante, su bacinilla ha sido usada recientemente por alguien que los había comido. El asunto me deja un poco perplejo, comprenderéis.

Comprendo, sí. Buen olfato, el señor Artusi. Y cerebro despierto.

—¿Trabajáis en criminología, señor Artusi?

—Oh, no, os lo ruego. Es sólo que…

—Entonces, señor Artusi, no hagáis deducciones apresuradas. Eso puede tener mil explicaciones. Y, os lo ruego, no comentéis con nadie lo que me habéis contado. Personalmente, no creo que tenga ninguna importancia, pero es mejor no decir nada.

—Entiendo, señor comisario.

—Bien, señor Artusi, por el momento no tengo más que preguntaros. Ahora, dada la hora, creo que es mejor dejarlo por el momento.

—Como queráis, señor comisario. Espero haberos sido útil.

No sabes cuánto, mi querido bigotudo.