Sábado a la hora de comer

Hasta la hora de comer, la mañana había transcurrido melancólica, pero tranquila.

Después del fúnebre despertar, los residentes del castillo se habían desperdigado en varios grupitos, como un modo, más o menos distraído, de dejar la casa hasta el momento en que llegara el médico con los sepultureros para llevarse los pobres restos, y se habían dedicado a una espera activa de la comida que, en esta región, era el pasatiempo favorito.

Las señoritas Bonaiuti Ferro se habían retirado a la capillita situada junto al bosque y allí, arrodilladas en los bancos de madera, se habían puesto a desplegar kilómetros de rosario en memoria del difunto, implorando perdón por su alma. Esto, obviamente, sin tener en cuenta que Teodoro era una buena persona y que el único pecado que cometía con cierta frecuencia, es decir, propinar patadas al penoso esbozo de perro que en ese momento estaba acurrucado a los pies de las señoritas, era lo único que las viejas solteronas nunca le habrían perdonado.

Recostada en la oscuridad de su habitación, la señorita Barbarici yacía con una gasa húmeda sobre la frente y los pies en alto, lamentándose sin orden ni concierto.

Cámara al hombro y silbando, el señor Ciceri se había encaminado hacia el bosquecillo para hacer algunas fotografías; lo seguía, contento, Cecco, el hijo pequeño del capataz, al que se había concedido el privilegio de llevar el trípode del fotógrafo y guiarlo a los lugares más pintorescos.

Sentada junto a la abuela Speranza, la pequeña Cecilia leía con voz lo más presente posible:

—«En los días siguientes, que se cernían enormes y grávidos de peligros, tétricos, solemnes, misteriosos y desconocidos, según las previsiones, no había que esperar batallas, sino sólo retiradas. Ni siquiera dos días después…».

La baronesa madre parecía aburrida.

—«Bueno, éramos prisioneros de guerra, todo nuestro pelotón. Conmigo…»

—Basta, Cecilia, por favor.

Incluso con voz sosegada (cosa rara), las palabras de la baronesa madre son órdenes. Con mal disimulado disgusto, Cecilia cerró el libro.

—¿No os gusta?

—Mejor que esas porquerías que se obstina en leerme Barbarici. Pero me da pena. No tengo ninguna necesidad de leer la historia de una familia noble en decadencia. Me basta con mirar a mi alrededor.

—No digáis eso, abuela.

—Un cuerno. ¿Has visto el espectáculo que ha dado Lapo esta mañana? Borracho como un carretero, pero aún más vulgar. Ese muchacho sólo sirve para desabrocharse los pantalones.

—Menos mal que esta vez estábamos en familia. ¿Os acordáis de cuando apagó el fuego en Nochevieja?

La baronesa madre miró a Cecilia con dureza.

El año anterior, Lapo había sido invitado, junto con toda la familia, a cenar en casa del marqués Odescalchi, padre de la prometida de Lapo, la marquesita Berenice. La familia Bonaiuti se había presentado a las siete en punto; Lapo, en cambio, había llegado al castillo con tres horas de retraso, en polainas, chaqué y la tasa alcohólica a mil. Después de entrar, acompañado por el criado, en el silencio y en la sombría penumbra del salón de fumar, había cometido un grave error sobre la función del arco de piedra serena que había localizado a tientas (y que era, en realidad, una chimenea) y se había liberado la vejiga alegremente sobre las brasas, al otro lado del biombo que cubría el fuego. La nube de vapor crepitante que se liberó en consecuencia, con la complicidad del ron, había dado un susto de muerte al pobre Lapo, que había salido corriendo del saloncito y había atravesado el comedor a gran velocidad con la colita al aire, aullando «¡El diablo, el diablo!», mientras se soplaba el pajarito frente a las dos familias colocadas para cenar. El compromiso había sido anulado al día siguiente.

Cecilia le sostuvo la mirada, y una sonrisa involuntaria forzó los labios de la baronesa madre. Dos segundos más tarde, ambas reían.

—La explicación es sencilla. Es un simplón.

—¿Cómo?

En un aparte, Lapo y Gaddo paseaban despacio en torno al laguito, Lapo con una taza de café fuerte y Gaddo con las manos cruzadas a la espalda.

—Un simplón. Un pederasta. Hablando claro, un marica. Ya lo sospechaba, de todos modos.

—Lapo, no veo qué tiene que ver.

—Un hombre que se dedica a la cocina, imagínate. Está claro que tiene una naturaleza corrupta. Ya lo sospechaba, como te digo. Ayer por la tarde, mientras esperábamos la hora de comer, intercambiamos un par de tiros de billar. Le conté que en casa de demoiselle Marguerite habían cambiado a la quinceañera y le pregunté si quería ser mi invitado y acompañarme después de la cena. ¿Sabes qué me respondió? Me dijo que prefería quedarse tranquilo en la cama con su libro. Dime tú si no son cosas de maricas.

—Lapo, a veces me pareces más necio de lo que eres. Dejando de lado el hecho de que, a ojo de buen cubero, ese hombre podría tener más de setenta años…

—Un libro, imagínate.

—Como decía, más de setenta años. Por tanto, quizá…

—Además, ¿has visto cómo va vestido? Con sombrero de copa y levita. No, en serio: la levita.

—… Quizá ciertas cosas ya no lo exciten. Sería comprensible. En todo caso…

—Prendas de hace treinta años. Sólo un marica se emperifollaría así, venga.

—… En todo caso, estaba hablando de otra cosa. Ese tipo ha entrado en la habitación de un muerto y se ha puesto a oler el orinal. Ha estado a punto de mojar ese bigotazo repugnante en la taza. Es increíble.

—Porque tú lo digas. De alguien a quien le gusta que le den por el culo puede esperarse cualquier cosa. De todos modos, lo fundamental no cambia: este señor bigotudo a mí tampoco me gusta ni lo más mínimo.

Sin saber que no gustaba a aquellos dos retoños, Pellegrino Artusi había encontrado un rincón tranquilo en el jardín, detrás de un seto de pitósforo, escondido de la vista pero al alcance del oído, para no faltar a la llamada de la comida, que sería probablemente triste, aunque también probablemente sustanciosa.

Artusi se ha encontrado a la vieja dama demasiadas veces para que su presencia le resulte turbadora; estuvo en la guerra, vio su casa depredada y a sus propias hermanas violadas por los bandoleros, sobrevivió al cólera que cosechaba víctimas bajo su mismo techo. A todo ello resistió gracias a su cerebro, a su corazón y, sobre todo, a su excelente digestión. Por tanto, tras cerrar el libro, la mente vagabunda se posó en el pensamiento de la comida: puede venir el cólera, el tifus, inundaciones o furias divinas, pero siempre que se coma a mediodía y se cene a las siete, el mundo, para Artusi, es un sitio donde no hay preocupaciones dignas de quitar el sueño.

Mientras su pensamiento vagaba, un rumor entre las hojas atrajo su atención. Uno de los pocos sonidos que podían sacudir a Artusi y distraerlo del pensamiento de la comida: el rumor quedo y discreto de una muchacha que lloraba.

A mediodía, como estaba previsto, había sonado la campana sobre el prado, advirtiendo a todo el jardín de que sus ocupantes eran esperados en el comedor. Los residentes se habían dirigido hacia el castillo con calma y, si bien no alegres, sin duda con el ánimo reconfortado; en el fondo, necesitaban un poco de normalidad después de todo el follón de la mañana, y aunque Teodoro haya muerto, la vida continúa, por tanto, hay que comer, ¿no?

El señor barón, que había llegado el último al comedor, se había dirigido hacia su puesto con paso lento, seguido por una persona barbuda y gafotas de aire austero. Una vez en la cabecera, el barón no se sentó, sino que permaneció de pie en una actitud que no parecía suya. Con las manos apoyadas en la mesa, miraba hacia abajo; en su cuello y sienes se podían observar las nobles arterias latiendo con vulgar e indisimulada ira.

Tras varios segundos, los comensales empezaron a mirarse furtivamente entre ellos; después, mientras el embarazo crecía, el barón se volvió hacia el barbudo, que asintió con un gesto de los ojos de manera discreta y severa.

El barón se aclaró la voz.

A continuación, se la volvió a aclarar.

Luego, tomando aire, abrió la boca y dijo con voz grave:

—Estoy extremadamente consternado por tener que anunciaros que no nos hemos reunido aquí para el almuerzo.

¿Ah, no?

—El doctor Bertini —explicó el barón mientras el barbudo asentía mediante una inclinación del mentón, confirmando incluso a los menos atentos que el doctor Bertini era precisamente él— debe haceros partícipes de una noticia terriblemente engorrosa. Os rogaría que lo escucharais en el máximo silencio.

Recomendación inútil. En ese momento, en la sala había tal tensión que no se oía ni siquiera respirar. En pie, salvo la baronesa madre (que es paralítica) y la señorita Ugolina Bonaiuti Ferro (que no entiende ni jota de lo que sucede a su alrededor), todos esperaban.

En medio del silencio prescrito, se abrió un precipicio en la barba del doctor Bertini y una voz mucho menos cavernosa de lo previsto, casi de duende, dijo:

—Gracias, señor barón. Pediré a los señores sólo un momento de atención. Acabo de someter el cadáver de Teodoro Banti a un examen preliminar, después del cual me resulta imposible extender el certificado de defunción.

A mí me parecía muerto de verdad, le habría gustado decir a Lapo, pero hasta él se dio cuenta de que quizá no era momento de bromear.

—En pocas palabras, señores —detalló el duende desde el fondo del bosque—, debo proceder a una autopsia propiamente dicha. Pero, tal y como están las cosas, estoy casi seguro de que la muerte del pobre Banti no se ha debido a causas naturales. Para ser sinceros…

Aquí observó al barón y pareció frenarse por el bochorno. El señor barón, sin mirar a nadie, completó la frase con airada decisión:

—Para ser sinceros, el señor doctor sostiene que Teodoro ha sido envenenado.

Consternación (y dos).

Mientras los comensales callaban, el doctor continuó:

—Como algunos de ustedes saben, desde hace años, por expreso deseo del señor barón, sigo la salud de todo el que viva en el castillo. En consecuencia, de cada miembro de la servidumbre conozco sus problemas e historial clínico desde que vinieron al mundo. Y Teodoro Banti no es una excepción.

Dicho esto, el doctor reclinó la cabeza sobre el pecho y pareció dormirse usando la barba como cojín. Pasados unos instantes, Gaddo se aventuró a abrir la boca:

—Entonces…

—Por este motivo —retomó el doctor, como si no esperara otra señal para proseguir hablando—, me sorprendí mucho cuando el aquí presente señor Ciceri me comunicó que Banti parecía haber fallecido a consecuencia de una parada cardíaca. En efecto, Banti nunca había manifestado ningún síntoma de dolencias o enfermedades cardíacas.

Y, dicho esto, se volvió a dormir sobre la barba. Ciceri, al sentirse involucrado, comenzó:

—Me aventuré a formular esa hipótesis tras apreciar el enrojecimiento del ros…

—En efecto, cuando llegué —se volvió a despertar el doctor—, el cadáver presentaba un intenso enrojecimiento en rostro y cuello. Pero eso, señor mío, no es típico de un ataque cardíaco. El rubor era de tipo pruriginoso, provocado por la flogosis y no por la congestión, como testimonian los arañazos en las mejillas y en el cuello del fallecido. El pobrecillo debió de rascarse mucho para buscar un alivio al ardor de la piel. Además, la pupila del fallecido se encontraba en un estado de apertura que, de inmediato, me pareció no fisiológico. Por último, la posición del cadáver…

—¿Son de verdad necesarias todas estas guarradas? —preguntó la baronesa madre con dureza, haciendo callar inesperadamente al doctor.

—Estas guarradas, como las llamáis vos, madame, son las pruebas con las que me dispongo a explicar a vuestras nobles personas por qué no puedo expedir el certificado de defunción y, lo que es más, debo disponer que la autoridad judicial sea informada de lo ocurrido.

—¿Qué? —exclamó Gaddo con violencia—. ¿Tenéis la intención de avisar a la policía y hacerla venir?

—Es mi deber, señorito Gaddo —respondió el diablillo del bosque.

—¡Y una mierda, señorito! ¡Vos habéis sido llamado para constatar un deceso, no para meternos a la policía en casa!

—Lo siento, señorito Gaddo, pero ambas cosas son inseparables. Así como he prestado juramento de servir a los enfermos de cualquier clase, raza y condición, del mismo modo es mi justo deber informar a las autoridades cada vez que esa enfermedad haya sido infligida con dolo.

—¡Dejaos de tantas florituras, charlatán, que no sois otra cosa! —intervino Lapo con su garbo habitual—. No sois más que el hijo de un pastor, nosotros os hemos pagado los estudios para convertiros en el matasanos que sois. Sin nosotros, en este momento aún estaríais follándoos a las ovejas. Deberíais mostrar respeto por quienes os han sacado del fango.

El señor barón miró a su hijo como si, de repente, se hubiera vuelto fosforescente. Sin apenas despeinarse, el doctor respondió:

—Con todos los respetos, señorito Lapo, vosotros habéis pagado mis estudios, no a mí. Yo, como ser humano, no estoy en venta y mis prestaciones pueden ser remuneradas, no compradas.

—Disculpad a Lapo —dijo la baronesa madre—. El pobre muchacho está habituado a pagar por la compañía de las personas que frecuenta. Yo espero, doctor, que tengáis al menos la decencia de ahorrarnos todo este trasiego.

—Eso no puedo prometéroslo, señora baronesa. Señor barón…

El barón carraspeó por vigésima vez, luego habló:

—Ya he dado la orden al capataz, quien ha salido hacia Campiglia para recoger al comisario de policía. Si no hay ningún incidente, pronto estarán aquí.

Por tanto, adiós, comida.