Hay muchas maneras de despertarse por la mañana.
Por ejemplo, en el castillo de Roccapendente la servidumbre es despertada por el canto del gallo, es decir, por el único entusiasta de que de nuevo esta vez el sol haya conseguido rodar montaña arriba. Hay, entre los trabajadores, varios que no oyen (o fingen no oír) al estúpido animal: a éstos los pone en vertical el capataz, el bueno de Amidei, siempre encantado de propinar puntapiés en el culo a los que no estén suficientemente despiertos o preparados.
Muy distinto es el despertar que corresponde, en cambio, al señor barón y a los demás residentes, a los que, por lo general, les advierte Teodoro (si son varones) o la gobernanta (si son mujeres) de que también esta mañana, unas dos horas antes, el sol se ha asomado sobre el valle; todo ello mientras el aroma del café y de las extraordinarias tartas de fruta de Parisina se impone sin dificultad sobre el olor denso y vagamente rancio que desprenden las habitaciones por la mañana temprano.
Sea como fuere, ese sábado por la mañana entró en escena algo fuera de programa: porque nunca, hasta entonces, ni los residentes ni la servidumbre habían sido despertados por el horripilante alarido que acababa de sorprender al castillo.
El alarido inhumano era obra de la señorita Barbarici, que yacía en el suelo con los brazos y piernas en cruz delante de una puertecita de madera y hierro situada en el semisótano; la pobrecilla estaba, además de inmóvil, debidamente desvanecida, como, por lo demás, corresponde a una mujer en una novela ambientada a finales del siglo XIX.
Si no sois nuevos en el castillo, sabréis sin duda que la puertecita es la de la bodega y que, en cuanto tal, se encuentra en la parte del castillo ocupada por la servidumbre. Lo que quizá no sepáis es que el cuartito anterior a la gran estancia desde la que se puede acceder a la bodega propiamente dicha, y que es la habitación más fresca de la casa, sirve de refugio para el mayordomo Teodoro, que a menudo se retira allí para leer en los momentos en que no se requieren sus servicios. A esa zona los amos bajan raras veces y, en efecto, los que encontraron a la señorita y le prestaron los primeros auxilios fueron la cocinera Parisina y el personal de cocina al completo. Parisina, al estudiar la situación, había mandado de inmediato a alguien a la cocina a buscar vinagre para reanimar a la pobrecilla, después había girado a Barbarici sobre su espalda y le había comenzado a dar unas tímidas bofetadas. Fue suficiente para que la señorita volviera a abrir los ojos, para disgusto de Parisina, que habría aumentado encantada la intensidad de los golpes porque, debido al susto que le había dado el alarido de aquella estúpida, se le había caído al suelo una sartén con seis huevos para el sabayón del señorito Lapo y ahora le tocaba empezar de nuevo.
Tras recuperarse, hicieron que la señorita se sentara y la reconfortaron con una buena copa de alquermes; cuando el color del rostro volvió a ser casi rosado, Parisina le preguntó, con el obligado desparpajo debido a la diferencia de roles:
—¿Todo bien, señorita?
Barbarici hizo señas de que sí, deglutiendo el alquermes.
—¿Se ha asustado por algo, señorita?
Probablemente de su propia sombra, pensaba todo el personal de servicio.
Sin mostrar irritación ante el evidente retintín con que la cocinera la llamaba «señorita», Barbarici hizo señas de que sí e indicó la puerta de hierro.
Poco más tarde, la baronesa madre era despertada por una criada pálida como una sábana. Bueno, más que despertada, expuesta a la luz, dado que
a) la baronesa madre nunca duerme demasiado,
b) aunque hubiera estado dormida, el alarido bestial que había soltado poco antes su dama de compañía habría despertado incluso a la manta.
En efecto, mientras la criada abría las cortinas, la vieja señora preguntó con mordacidad:
—¿Qué ha sido ese berrido de antes?
—Eh… La señorita Barbarici, señora baronesa. Se ha dado un susto de muerte.
—Ah, bueno, es Barbarici quien se ha asustado —dijo la baronesa, suspirando—. No pasa nada. Quiere decir que durante un tiempo no pondrá huevos.
La criada no había respondido, como era obvio, pero en vez de salir de la habitación retrocediendo con una inclinación, se había quedado allí, con los pies para dentro y las manos apretadas una dentro de la otra. La baronesa madre no solía observar a los elementos del personal como si fueran seres humanos de verdad, por lo que continuó con tono amargo, sin mirar a la muchacha:
—¿Y qué ha sucedido, por Dios, para asustar a esa estúpida?
—Dice que ha visto un cadáver en la bodega, señora baronesa.
—¿Está segura, señorita?
La señorita Barbarici, incómoda por ser el centro de atención, había asentido con vehemencia a la pregunta del barón mientras seguía mirando al suelo, como si la responsable del presunto muerto que había en la bodega fuera ella. A su alrededor se agolpaban todos los ocupantes del castillo, desde el barón hasta el último pinche, salvo el capataz, que en ese momento ya estaba en los campos dirigiendo a los jornaleros, y Lapo, que había ido al pueblo la noche anterior y se ha debido de entretener en el burdel con sus amigotes.
—¿Y cómo es que ha cerrado la puerta de la bodega?
—¿Eh?
—La puerta de la bodega, querida mía. Esta puerta siempre está abierta. ¿Cómo es que la ha cerrado? ¿De verdad es tan espantoso?
El señor barón quería saber, en síntesis, qué escena le esperaba al otro lado de la puerta. No le cabía duda de que Barbarici había visto algo; lo que quería saber era si, antes de abrir la puerta, tenía que alejar a todos los presentes para ahorrarles un espectáculo horrible. Sin embargo, Barbarici lo miró sorprendida, con aire canino:
—Yo no he cerrado nada, señor barón. La puerta ya estaba cerrada.
—¿Cómo?
—La…, la puerta, como he dicho. Yo también he intentado abrirla, pero…
—Y entonces, ¿cómo ha conseguido ver lo que hay dentro?
La infeliz se ruborizó como una sandía (como su interior, no como su exterior, si no se habría puesto verde) y pronunció algo como «… rradura». Nadie lo entendió. Al tercer intento, salió una frase completa:
—He mirado por el ojo de la cerradura.
Desazón. De Barbarici podía esperarse cualquier cosa, salvo que se pusiera a mirar por los ojos de las cerraduras ajenas. Pasado el primer momento, se abrió un abanico de preguntas.
—¿Por el ojo de la cerradura?
—¿Y cómo demonios se le ha ocurrido mirar precisamente por el ojo de la cerradura?
—Pero ¿por qué quería abrir la puerta de la bodega?
—¿Y qué hacía despierta a las seis y media de la mañana?
Antes de que la progresión temporal de las preguntas terminara por interrogarla sobre cómo se había permitido venir al mundo (pregunta que, por otra parte, Barbarici se planteaba a menudo, sola), el barón levantó una mano pidiendo silencio. Tras obtenerlo, miró a Barbarici.
—Por la mañana me despierto temprano. Mientras todos duermen, recorro el castillo. Me gusta.
Omitió explicar que ésa era la única ocasión en que podía pasar una hora a solas, sin las bridas de la baronesa madre en el cuello, para darse un respiro.
—Recorro los pasillos, las escaleras, la bodega, en silencio…, y todo está igual. Pero esta mañana, la puerta de la bodega estaba cerrada. Por lo general, está abierta.
También aquí la buena señorita omitió el hecho de que lo que le atraía de la bodega no era la paz y la tranquilidad, sino las botellas de absenta que el señorito Gaddo había traído de París seis meses antes, ensalzándola como el licor de los poetas y de la perdición, para luego dejarlas intactas en la bodega tras probar un sorbo y decidir que los poetas franceses eran degenerados hasta en el paladar. En efecto, la pobre señorita había cogido la costumbre de servirse una buena copa en el transcurso de sus paseos matutinos, al encontrar que la ayudaba mucho a soportar a la baronesa madre.
—Sólo que esta mañana la puerta estaba cerrada, no se abría. Y yo…
—Y usted, en vez de seguir su camino, se sintió con derecho a mirar por el ojo de la cerradura, por si acaso al otro lado estaba el guapo de Teodoro en calzoncillos —intervino Lapo, que entre tanto se había unido al grupo, el único vestido de noche en medio de esa gente en camisón, y claramente trompa—. ¿Verdad, vieja cochina?
—Lapo —ordenó el barón con la mandíbula apretada—, vete a tu cuarto, por favor.
—¿Por qué? Me parece que aquí os estáis divirtiendo mogollón.
En el silencio, Barbarici comenzó a llorar quedamente.
—Lapo, estás borracho —intentó terciar Gaddo con dulzura.
—Ah, bueno, pero no soy el único. Fíjate cómo la vieja mirona apesta a alquermes. En mi opinión…
—¡Lapo!
—Está bien, está bien, general. Me portaré bien. Quisiera saber qué sucede.
Sin hacerle caso, la señorita Barbarici continuó, entre lágrimas:
—Miré y vi algo que no entendía —sollozo—, no entendía qué era. Luego me di cuenta de que era una mano. Pero estaba pálida —sollozo—, pálida como… Como la de un muertoohohoooo…
Después, la señorita dejó de hablar.
—Ya veo —afirmó el señor barón con gravedad. Luego, se alejó varios pasos de la gimiente dama de compañía y se dirigió a sus huéspedes—. Pido disculpas por este desagradable inconveniente. Creo que lo que ha sucedido ya está claro. El mayordomo se debe de haber dormido en la bodega con el pestillo echado y no ha advertido la llegada del día. La señorita ha visto una mano colgando y, al ser de naturaleza impresionable y neurótica, ha concluido que había visto a un muerto.
—¿Vos creéis? —preguntó el señor Ciceri, que en bata de algodón y camisón parecía aún más gordo.
—Por desgracia, no es la primera vez que comete estas faltas —explicó el barón, observando la puerta—. Ahora, si me excusáis…
—Perdonad, papá —dijo Gaddo—, pero me temo que el señor Ciceri quería decir otra cosa.
—Gracias, señor Gaddo. Señor barón, tengo miedo de que, antes de abrir la puerta, no debamos apartar a las señoras y prepararnos para un espectáculo nefasto. Yo tengo el sueño pesado y si el grito lanzado por la señorita ha conseguido despertarme a mí, que estaba en la planta de arriba…
El barón pareció reflexionar un momento, aunque en realidad no era de pensar demasiado.
También a él le había sorprendido despierto el berrido de la pobre dama de compañía, dado que había pasado una noche horrible, entre palpitaciones y espantosos dolores de estómago; sin embargo, el alarido de Barbarici había sido efectivamente horripilante y había despertado a todo el castillo. De cualquiera que fuese la mano que había detrás de la puerta, el pobrecillo estaba muerto o era sordo. Y Teodoro, el barón lo sabía, oía perfectamente.
En medio del silencio, el señor Ciceri continuó:
—¿Esa puerta es el único modo de acceder a la estancia?
El barón y Gaddo asintieron simultáneamente.
Gaddo miró a su padre y después el barón accedió, despacio:
—Tenéis razón. Bien, señores, creo que lo mejor que podemos hacer es abrir esta maldita puerta.
Obviamente, con «abrir» el señor barón quería decir «hacer abrir por alguien capaz de lograrlo»; ni en broma iba el barón a utilizar sus manos diáfanas y cuidadas, o Gaddo, que a duras penas conseguía sostener la pluma, a coger martillo, escoplo y demás.
Para estas cosas existe una precisa jerarquía que seguir. En primer lugar, se llama al capataz. Éste, a su vez, llamará al jornalero que le parezca más apto y competente para la necesidad y se pondrá a vigilarlo mientras trabaja, todo ello bajo la mirada de la familia y de los huéspedes, incluida la baronesa madre, que ha hecho que la bajaran a propósito.
Una hora más tarde, observado y escrutado por una multitud de ojos, el trabajador elegido (Amedeo Farini, hijo del difunto Crescenzo, apodado el Gato por sus sorprendentes capacidades físicas, al poder dormir entre dieciséis y veinte horas al día) asestó el martillazo definitivo y el gozne de la puerta de hierro cedió; a continuación, se puso en pie y apoyó todo su cuerpo sobre la puerta para abrirla. Cosa que la puerta hizo con gran estruendo. Con paso cauto, entró el barón. Como por tácito acuerdo, inmediatamente después entraron todos los señores, de uno en uno. Y a todos les bastó un vistazo. Sin ninguna duda, Teodoro estaba muerto.
Para los morbosos a los que les gustan las descripciones detalladas, diremos que el cadáver estaba acurrucado sobre una silla de mimbre, con una mano colgando, de una palidez impresionante, al contrario que la cara, que era rojo-violácea. La chaqueta de trabajo de Teodoro estaba colocada con gran cuidado en una percha. Sobre una mesita, enfrente del difunto, había una bandeja con una botella de oporto y una copa con un poco de vino tinto.
En toda la estancia había un extraño olor.
El señor barón, después de acceder, se había apartado y evitaba mirar el cadáver. Si ya estaba pálido como una sábana antes de entrar a causa de la mala noche, ahora competía con el cadáver. Gaddo, al lado de su padre, le había puesto una mano sobre el hombro. Lapo, comprendiendo la gravedad de la situación, había permanecido junto a una pared, para molestar lo menos posible. El señor Ciceri, arrodillado junto al cadáver, observaba su rostro con ademán serio. En resumen, todos se estaban comportando de manera normal.
Todos, si se excluye a Artusi. Tras dar varias vueltas por la habitación con el ceño grave que corresponde a quien encuentra un cadáver, había comenzado a oler el aire de forma, primero sorprendida, y después, sistemática. Entre tanto, el señor Ciceri se había puesto de pie:
—Un ataque cardíaco, me temo. Señor barón, ¿hay algún médico en las inmediaciones del castillo?
El barón se sacudió sus propios pensamientos.
—¿Cómo decís? No, no. El médico más cercano está en el pueblo, en Campiglia Marittima. Iré de inmediato a llamarlo.
—¿Os sentís con ánimos? Me parecéis bastante trastornado.
—Es cierto, papá —se entrometió Gaddo—. Estáis demacrado. Quizá podría…
—No, Gaddo, te lo agradezco. Iré yo.
—Permitid, al menos, que os acompañe —insistió el señor Ciceri, esbozando una sonrisa—. Con mi calesa llegaremos en un santiamén.
El barón lo pensó un instante. La idea no le entusiasmaba, estaba claro. Luego sacudió la cabeza y gruñó:
—Si insistís, os lo agradezco. Gaddo, llama a Amidei y haz que prepare la calesa del señor Ciceri.
Gaddo no respondió: miraba a Artusi con ojos desorbitados.
Para ser sinceros, no estaba muy equivocado. Porque Artusi, tras husmear por toda la habitación, había ido hasta una mesilla de noche y había sacado un orinal lleno. Ahora, con aire curioso, olía atentamente el contenido.
Por suerte, el señor barón no se había percatado. Todavía mirando hacia otra parte, repitió:
—Gaddo, por favor.
Gaddo recobró la compostura y mostró una sonrisa de circunstancias.
—Perdonad, papá. Voy enseguida.