En el castillo es hora de cenar. Y, como siempre que hay visitantes, esta noche se cena en el llamado Salón del Olimpo.
En efecto, si el señor barón y sus comensales hubieran alzado la mirada, habrían podido admirar los maravillosos frescos de Jacopuccio da Campiglia, pintor conocido para la posteridad por haber pintado al fresco el castillo entero de Roccapendente y aún más conocido entre sus contemporáneos por la cantidad de deudas contraídas en las tabernas y vinaterías del valle de Cornia. En particular, en este techo, donde los dioses del Olimpo se perseguían en un tiovivo eterno e inmóvil, Jacopuccio había dado lo mejor de sí: mientras Heracles trituraba al león, Orfeo movía las piedras, conmocionado, y Zeus seducía a Afrodita (licencia poética; por otra parte, el bueno de Jacopuccio apenas sabía leer), todos juntos velaban con mirada incansable por el señor de Roccapendente y sus familiares. Quienes, por su parte, con la cabeza gacha y la quijada en ristre, están desmantelando un pastel de dimensiones colosales, ignorando por completo tamaña belleza.
El señor barón come lentamente. No obstante, ha admirado ese techo mil veces y hoy en día sigue sin cansarse de hacerlo, pero cuando hay que comer, se come.
Come con desgana Gaddo (quien, sin embargo, tendría el adecuado espíritu sensible para captar la Belleza), mientras mira de reojo al supuesto literato de mala muerte atiborrarse de pastel, a la vez que los grandes bigotes blancos, enlazados con las patillas, secundan el ritmo de la mandíbula, ondulando arriba y abajo.
Come presta y ruidosamente Lapo, porque a él las cosas bellas le gustan de carne y no de pared, mientras observa a su hermana y piensa que, tal vez si no vistiera de penitente, casi podría llegar a parecer una mujer, y entonces incluso se podría pensar en encontrarle marido y quitársela un poco de encima, siempre encontrando defectos con su sabiondez femenina.
Come a pequeños bocados Cecilia, mientras estudia con curiosidad al huésped de bigote, ahora completamente refractaria a la mirada bovina de Lapo y a sus pensamientos (es un decir) hasta demasiado evidentes. Por otra parte, los hombres no comprenden que las mujeres son capaces de adivinar el objeto de sus pensamientos a raíz de su actitud, de su mirada, de cómo están sentados y de todo lo demás; por no hablar de Lapo, que tiene la inteligencia de un frutero. Por el contrario, el señor Artusi está comiendo, concentrado y silencioso, apreciando visiblemente cada bocado. Parece alguien que piensa en lo que hace, lo cual a Cecilia le gusta.
Comería la abuela Speranza el excelente pastel de Parisina, si los años y la enfermedad no le hubieran quitado el apetito y si aquella familia de gandules no le hubiera quitado el buen humor que ya de joven dejaba mucho que desear. Caballos, mujeres y poesías. La única que contaba con un mínimo de cerebro tenía la desgracia de haber nacido mujer. Como ella, por otra parte, confinada en un cuerpo que no había elegido en medio de una familia que, si hubiera podido, no habría elegido nunca.
Come sin pensamientos el señor Ciceri, rotando la mandíbula lentamente sin por ello modificar la sonrisa. Por lo demás, Fabrizio Ciceri raras veces pierde la sonrisa, y nunca el apetito.
Come, por último, con ganas, el huésped de bigote, a veces con los ojos cerrados. En parte para degustar ese pastel celestial y en parte para no notar las miradas de los demás comensales y no dejarse vencer, una vez más, por esa timidez que, desde siempre, lo aflige en casa de desconocidos y que nunca se adivinaría bajo el rígido corte de pelo a lo Humberto y los bigotazos de general del cuerpo de ejército.
—Entonces, licenciado Artusi, ¿qué opináis de mi cocina?
Sentado en la cabecera, el señor barón estaba visiblemente satisfecho. Al principio, había observado que Artusi se servía con parsimonia y comía lentamente, a pequeños bocados, masticando mucho, aunque el pastel, por su naturaleza, es fácil de tragar: la típica actitud de quien come por obligación.
A la tercera ración había cambiado de idea. Estaba claro que Artusi era un corredor de fondo, no un velocista; lento, metódico, seguro e implacable. Cuando Teodoro le había preguntado por tercera vez «¿Le apetece al señor?», apenas había acercado la bandeja: en la mesa, uno nunca se sirve tres veces del mismo manjar. Es de mala educación. Parece que uno estuviera allí para comer. En cambio, el brillo en la mirada del bigotudo le había advertido de que era la oportunidad de echar mano a la paleta.
Ahora Artusi tenía la expresión plácida de quien se ha dado un atracón y la satisfecha de quien ha comido realmente bien; para responder a la pregunta del barón no fue necesaria la diplomacia.
—Excelente, señor barón, excelente. No me gustan demasiado los pasteles —explicó Artusi, mientras Teodoro se llevaba el plato—, pero éste, permitidme decirlo, era soberbio. Y también estaba egregiamente dispuesto. Hasta el punto de que quisiera pediros un favor.
—Creo saber cuál. Pero no debéis pedírmelo a mí. Si queréis, puedo llamar de inmediato a la cocinera.
—Os lo agradezco de corazón. Es más, os agradecería que me permitierais ir en persona a la cocina.
El señor barón enmudeció durante un momento. Artusi, ruborizándose, continuó:
—Mirad, el plato que acabamos de degustar es, de hecho, muy complejo. Como habréis podido entender, me gustaría incluirlo en mi tratado sobre el arte de comer bien. Pero, para reproducir dignamente esta delicia y que mis veinte lectores puedan hacer lo mismo, me temo que necesito que me expliquen las cosas hasta el más mínimo detalle.
—Por tanto, ¿vos explicáis a vuestro cocinero personalmente lo que debe hacer? —preguntó Lapo.
—No exactamente —respondió Artusi—. La primera vez que me dispongo a preparar un plato, lo pruebo yo mismo. Después, cuando estoy seguro de las proporciones y de los procedimientos, se lo paso a mi cocinero.
—Por tanto, vuestra esposa no cocina nunca.
—Ay de mí, señor Lapo, no estoy casado.
Desde el rincón de las señoritas, se oyó una breve risita anhelante.
—Como decía, debo hacerme explicar todo con pelos y señales, y temo que la conversación para los demás resultaría bastante aburrida.
Puede apostarse el bigote, decía la cara de Lapo. El señor barón, en cambio, sonrió.
—Os agradezco vuestra consideración. Si, mientras tanto, tenéis la bondad de hacernos compañía con el postre y el café, a continuación Teodoro os acompañará a la cocina.
—Os lo agradezco.
—Pero haced el favor de no demoraros demasiado, dado que después nos trasladaremos a la sala de billar para brindar a nuestra salud. Los libros son útiles, pero comer y beber son necesarios, ¿no?
—A propósito de libros —intervino la abuela Speranza—, he visto que lleváis con vos uno muy extraño.
Entre tanto habían llegado el postre y el café. El primero consistía en una tarta de requesón fresco sobre un fondo de bizcochos desmenuzados con mantequilla, adornada con arándanos y frambuesas, y en un momento fue ajusticiada por los comensales sin piedad. Por ello, a continuación el café hacía mucha falta. El problema era la tacita.
Cuando se llevan bigotes de diez centímetros de longitud, densos y que cuelgan, no todas las copas y tazas se pueden usar de la misma manera. La que tenía delante, por ejemplo, planteaba a Artusi el problema de cómo degustar el café sin mojar su querido mostacho en el líquido reconstituyente. Mientras estudiaba la situación, respondió:
—Ah, ¿os habéis dado cuenta?
—Habría sido difícil no darse cuenta —contestó Gaddo en un tono que, setenta años más tarde, le habría llevado a desempeñar un papelón en la Stasi—. Una cubierta de un mal gusto verdaderamente raro.
—No se juzga un libro por la cubierta, Gadduccio —comentó Cecilia amablemente.
—Y no se habla si no se es preguntado, mi querida Cecilia —respondió Lapo sin mirarla—. Ya eres una señorita, deberías saber ciertas cosas. Yo creo…
—No te entrometas en discusiones sobre libros, Lapo —lo interrumpió Cecilia—. No te corresponde. Si la conversación deriva en cómo despilfarrar los cuartos, te avisamos.
—¡Cecilia! —fustigó la abuela, también ella sin mirarla. Fue suficiente. Tras esperar un momento para asegurarse de que su nieta se había calmado, continuó—: Si he entendido bien, es un libro que trata de investigaciones.
Entre tanto, Artusi había llevado a cabo la operación y se había tragado el café manteniendo el bigotazo sorprendentemente pulcro, gracias a la llamada «técnica del hormiguero» (boca en forma de trompeta, labios tensados, una rápida aspiración, a ser posible, silenciosa, y fuera), tan grata a los propietarios de bigotes del mundo occidental.
—Tal cual. Me lo dio el librero inglés que está en Via de’ Cerretani —dijo Artusi mientras posaba la taza, justificando la posesión de un libro tan inusual.
Como todos callaron, Artusi continuó, más para llenar el silencio embarazoso de cuando uno no se conoce demasiado que por deseo de informar a los comensales:
—El protagonista es un londinense de familia burguesa. Muy inteligente, dotado de un temple físico excepcional y de una memoria de hierro. Un poco excéntrico, como, por lo demás, son a menudo los ingleses. Gran intérprete de violín, sostiene el narrador, y entregado a toda clase de excesos para huir del tedio: morfina, opio y similares, lo que vuelve loco a su compañero de piso, médico y una persona formal.
—¿Y ese hombre se ve implicado en un hecho delictivo?
—Al contrario. Este tipo sale al encuentro de los hechos delictivos, como decíais vos. Entre ellos, se mueve como pez en el agua. Lee los periódicos, pide información a los oficiales de policía e incluso hace experimentos para comprender si unas manchas pueden ser de sangre o de óxido u otros elementos. Cuando entiende cómo se ha cometido un crimen, va a la policía para explicarles qué deben hacer y a quién entregar al verdugo. Se define como investigador privado.
—Literatura de tres al cuarto —sentenció Gaddo—. Son temas para agradar a la gente zafia. Cadáveres, hechos sensacionales, mujeres semidesnudas y otras obscenidades. Cosas de criadas o de mercaderes.
Mientras el señor barón cambiaba de color, poniéndose levemente morado, se oyó la voz ronca de la señorita Ferro (Cosima, para ser concretos, aunque es innecesario, porque total, la otra no habla nunca):
—Pero, por otra parte, el señor es un mercader, ¿es correcto?, muy conocido en su ciudad.
—Bueno, bueno —farfulló Artusi, también él con las mejillas bastante encendidas—, me ha favorecido la suerte, señorita Cosima. Mi padre me dejó una empresa próspera y yo no he hecho más que proseguir su camino. Solo, créame, no habría conseguido nada. Todo lo que tengo se lo debo a mis padres.
—Un poco como nos sucede a los nobles, por lo demás —observó la abuela Speranza—. Uno hereda un título y puede usarlo toda la vida, aunque sea un gandul apenas capaz de escribir poemillas.
Mientras Gaddo se ponía, a su vez, violáceo, fue Lapo quien tomó la palabra:
—¿Y de qué tipo de comercio os ocupáis, señor Artusi, si no es indiscreción?
—Tejidos, principalmente. Sedas, brocados y tejidos de Oriente. A veces, ropas o tapices, pero no muy a menudo.
—Ya veo. Me parecía recordar que también solíais trabajar de cambista o de banquero.
—Me temo que estáis en un error, señor Lapo. Es una reputación que me persigue desde hace algún tiempo, pero de manera absolutamente inmerecida, creedme.
—Bien, licenciado Artusi —se introdujo en la conversación el señor barón—, si queréis visitar a la cocinera, creo que ahora es el mejor momento. Nuestra servidumbre acostumbra retirarse pronto y levantarse con el sol.
—Hace bien. Es la única manera, en mi opinión, de llevar una vida sana. Por el momento, os doy las gracias por esta exquisita comida, de la que pronto intentaré descubrir el secreto —dijo Artusi, riéndose bajo el bigote en un aborto de forzada simpatía—. A decir verdad, no me siento capaz de prometeros que os acompañaré en vuestro brindis. El viaje ha sido largo y fatigoso y comienzo a tener una edad en la que ciertos ajetreos se pagan. Por consiguiente, os deseo un feliz brindis y unas buenas noches.
—Buenas noches a vos, y gracias por vuestra compañía —se despidió el barón, visiblemente aliviado.