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El aspecto de la colina de San Carlo varía principalmente según la hora del día.

Por la mañana, el sol se alza a espaldas del monte y, puesto que el castillo fue construido un poco por debajo de la cima, sus rayos directos no llegan a penetrar en las ventanas de las habitaciones, donde reposan el séptimo barón de Roccapendente, sus familiares y sus (habitualmente numerosos) huéspedes, que así pueden dormir tranquilamente hasta tarde.

Después del mediodía, los rayos solares apuntan despiadadamente sobre el castillo, sus jardines y la finca circundante, y obligan a todo el que se encuentre en el exterior a soportar una canícula mortal, aún más inclemente por la humedad de los pantanos cercanos; pero por lo general, a esa hora, el barón y sus familiares están en el interior del castillo, en cuyo salón de techos abovedados se disfruta de una frescura agradable y reconfortante que ayuda a que las mentes se concentren en el juego de cartas, la lectura y el bordado de difíciles ataujías. Afuera, bajo el sol que cae a plomo, sólo quedan los jornaleros, el capataz y los encargados de los establos y el jardín, que, por otra parte, están habituados al calor.

Normalmente, los señores del castillo sólo salen hacia las seis de la tarde, cuando la tierra se ha cansado de todo ese sol y ha comenzado a darle la espalda al astro. También esta tarde, a las seis en punto, el barón y todos sus copropietarios han salido al jardín a aguardar al segundo de los huéspedes invitados para alegrar la batida de caza del fin de semana. El primer huésped, el señor Ciceri, que en su tarjeta de visita se presentaba como «daguerrotipista-fotógrafo de ambiente», había llegado después de comer y había sido acogido con educada indiferencia.

En cambio, la segunda persona, a punto de llegar, es famosa y de una cierta consideración, por lo que la espera es bastante febril; en el fondo, los residentes, aun siendo en su casi totalidad unos holgazanes que no han dado un palo al agua en su vida, se han visto obligados, a causa del calor inhumano, a una jornada de total inmovilidad al fresco de las habitaciones y están todavía más aburridos que de costumbre. Por ello, la llegada del huésped es el auténtico acontecimiento clave del día y los invitados pasean por el jardín en parejas y tríos, intercambiando hipótesis sobre el personaje con el oído atento a cualquier posible rumor de ruedas y de caballos.

En efecto, son muchas las cosas que se ignoran de la persona a punto de llegar, equitativamente subdivididas entre los diversos grupos de investigación, de paseo por el prado. El carácter. El traje. Pero, sobre todo, el aspecto; al fin y al cabo, estamos a finales del siglo XIX y las personas famosas son conocidas principálmente por lo que hacen y por lo que dicen, no por su semblante, que, en general, resulta desconocido, o casi. Buenos tiempos.

—Sin duda, es gordo.

—¿Vos creéis?

—Me asombraría lo contrario. ¿Habéis visto alguna vez a un cocinero delgado?

—No, no. Pero, al fin y al cabo, no es un cocinero de oficio, ¿verdad? Según dicen, es un comerciante de telas.

—Eso parece. Y no es su único negocio. No quisiera…

Mientras pensaba en lo que no habría querido, la mirada de Lapo Bonaiuti de Roccapendente se cruzó por un instante con la vacua y ansiosa de la señorita Barbarici, enfermera y dama de compañía de la abuela Speranza, preguntándose, quizá por milésima ocasión, quién habría podido pensar alguna vez en tirarse a semejante adefesio.

—¿Qué no quisierais?

—Nada, nada. Cosas mías. En cualquier caso, eso refuerza lo que decía. Comerciante, y con la idea fija de la buena mesa. Se trata de una persona que acumula dinero en el banco y tocino en el cuerpo. Ya veréis. Nos tendrán que llamar para desatascarlo del váter, si es que sabe cómo usarlo.

—¿Qué decís, señorito Lapo?

—No habría nada de extraño. En el fondo, es romañol. Gente tosca —sentenció, escupiendo al suelo la punta del cigarro apenas cortada con un mordisco— que sólo piensa en comer, trabajar y acumular sustancias.

No como yo, aullaba al mundo el caminar del señorito Lapo: lento y distanciado, con los pulgares en los bolsillos de los pantalones, la mirada en torno. Traje nuevo, botín inglés de paseo, la visión que Lapo tenía de la manera de comportarse con los demás seres humanos era sencilla y lineal: si es mujer y es hermosa, hay que tirársela; si es mujer, pero es fea, hay que tirarse a otra; si es hombre, hay que ir al burdel juntos. El resto de la vida —comer, charlar, montar a caballo y alguna ocasional partidita de caza— era un deber moral del auténtico hombre de mundo que se entretiene con todos, incluso con seres inferiores como la señorita Barbarici: una especie de intermedio que, si era agradable, hacía más leve la espera y, si desagradable, añadía un poco de picante y ganas al gran momento.

La señorita Barbarici no respondió. En el fondo, nadie se lo había pedido.

También la relación de la señorita con el mundo estaba bastante bien definida: la señorita Barbarici tenía miedo. De todo.

De los temporales, por ejemplo. De los bandoleros, que entraban en las casas, robaban oro y manteles bordados y les hacían cosas horribles a las mujeres. De las abejas, que se meten por todas partes y, después de picarte, se quedan ahí, estúpidamente pegadas a su blanco, y te las tienes que quitar. De su padre, que gritaba siempre. De su madre, que recibía del padre y le daba a ella. De los hombres. De las mujeres. De la soledad.

Por eso, la señorita Barbarici (que había sido bautizada como Anna Maria varias decenas de años antes; esfuerzo bastante inútil, porque nunca nadie la llamaba por su nombre) se había transformado, por supervivencia, en una especie de máquina de asentir: esta aptitud era lo único que la hacía capaz de soportar sin graves consecuencias las vejaciones cotidianas de la señora Speranza, que, por primera vez en el transcurso del día, la está relegando mientras habla con su nieta en un rincón soleado.

—No nos hará de comer, ¿verdad?

—No sabría deciros, abuela.

—Porque yo no como nada, si no lo hace Parisina. ¡Imagínate un hombre! Además, ¿desde cuándo los hombres se han puesto a cocinar?

—Muchos grandes cocineros del pasado eran hombres, abuela. Vatel, por ejemplo. Brillat-Savarin.

—Nunca he oído hablar de ellos. Y tú has leído sobre ellos en los libros. A ver si has comido algo cocinado por ese Brillassavén. También tú has comido siempre las cosas de Parisina. Que, además, también ella, últimamente… Olvidémoslo, verdad. Yo soy vieja, no tonta. Es como si la carne ya no existiera. El pescado, sólo los viernes; si no, anchoas. Hierbajos, como si lloviera. Nos hemos convertido en cabras, en eso nos hemos convertido.

Vieja, es vieja. Tiene razones para quejarse: está en una silla de ruedas y no es capaz de moverse desde hace años. Quizá tampoco antes lo debía de hacer tan fácilmente, puesto que pesará su buen quintal mal distribuido desde el cuello de un cuerpo inútil. Pero el rostro es delgado y la mandíbula sigue funcionando muy bien, especialmente de salida.

—Es verano, abuela. Hace mucho calor. Es mejor comer cosas ligeras.

—Un cuerno con que es verano. Total, a vosotros qué os importa. Si me dais menos de comer, me muero antes y os quitáis una preocupación. Fuera la vieja. La sepulturá será un poco cara, con lo gorda que está, pero luego estaremos más anchos.

—Abuela, viene gente.

Ésa es la única manera de hacer que pare: el decoro ante todo. Cecilia lo sabe. También por eso no se encuentra cómoda en esta casa.

Cecilia es pequeña, con el pelo recogido en una trenza y las manos regordetas; sobre el cuerpo hay que usar un poco la imaginación, puesto que está enjaulado en un vestido mezcla entre sayo y silo. No tiene importancia, dado que el punto fuerte de la muchacha son los ojos. Una mirada directa, franca y sonriente; dos ojazos oscuros jaspeados de verde que saben perfectamente que esta mañana no os habéis cambiado la ropa interior, pero que os dan a entender que, en el fondo, es asunto vuestro.

Lejos de las diversas discusiones, el señor barón espera en lo alto del jardín una señal de Teodoro, el apreciado mayordomo. A la espera de que le avise, simplemente cambiando de postura, de la llegada inminente, el señor barón se pregunta qué habría sido de él en este momento sin Teodoro.

Sin ser consciente de esto, el mayordomo escruta con elegancia la curva descrita detrás del castaño. Lleva guantes, librea y pajarita, y en apariencia está vestido de punta en blanco. En realidad, bajo la corteza externa, Teodoro sólo lleva la pechera de la camisa, cortada en las mangas y a media espalda, lo suficiente para no manchar la chaqueta de sudor; por lo demás, no usa calzas, camiseta ni calzones, y disfruta sutilmente de su astucia estival.

—¡… Ha salido exquisito, realmente exquisito! Además, digerible, fíjate, aunque llevaba nuez moscada, que yo no la digiero en absoluto y siempre me repite. De hecho, en su libro él dice que hay que tener cuidado con las especias porque pueden resultar desagradables para las señoras, pero, en cambio…

Si alguien tuviera que describir a las dos mujeres sentadas a la mesita de hierro forjado, debería empezar necesariamente por los botones.

El vestido de algodón blanco de la primera se cierra en la espalda con una apretada hilera de botones redondos, el último de los cuales se abrocha exactamente un milímetro por debajo de la tercera cervical, como un garrote de madreperla; hileras semejantes estrechan las mangas desde el codo hasta la muñeca y los botines desde los tobillos hasta las rodillas (si se tuviera la posibilidad de verlas). Por lo que habla y por cómo está vestida, es probable que, para esta mujer, respirar no sea tan necesario.

—… Porque el palomo también lo hacía siempre así la pobre Bastiana, aunque ella lo cocía demasiado y al final quedaba tan fibroso que parecía de madera, y el pobre Ettore tenía que comérselo y decir que estaba bueno, Dios me guarde, si no ella le decía que estaba loco, que, bueno, tan normal no era Bastiana, la recuerdas, ¿verdad? Claro, pobrecita, qué mal fin…

La otra mujercita lleva un vestidito floreado, cerrado por delante con una decena de alamares dorados, del cuello a la tibia, y que resguarda de los rayos de sol una considerable giba, rematada en una cabecita reseca que asiente rítmicamente. Por lo demás, la única posibilidad que tendría de introducirse en la conversación sería asestándole unos sillazos férreos a su compañera, y sólo participa en la charla con algún chillido esporádico.

Se ve que son hermanas, y también se ve que son solteronas: destino lento, inexorable y amargo que, además de señalarlas en la vida y en la vestimenta, las ha marcado a fuego también en el nombre. En efecto, en el registro civil las dos mujeres son Cosima y Ugolina Bonaiuti Ferro, primas hermanas del señor barón; pero para el resto del mundo, servidumbre incluida, son, sencillamente, «las señoritas».

Viven una vida paralela hecha de bordados, lecturas en voz alta e inútiles caricias a Briciola, el bilioso perrito Yorkshire que había sido vendido al señor barón como perro de caza y que fue adoptado por las dos hermanas cuando el señor barón, después de verlo, lo apartó de una patada, mascullando que, con un perro semejante, a lo sumo se podía ir a cazar ratones.

Un libro de cocina. Pobre Italia.

Caminando despacio, a cierta distancia de seguridad de las dos señoritas y de su cháchara, con los pies en el prado y la mente apenas de regreso del Parnaso, el señor Gaddo reflexionaba a su pesar sobre los presuntos méritos del huésped a punto de llegar. Total, con aquel ambiente, ni siquiera se podría hablar de poesía.

Por una vez estarás contento, le había dicho papá. Para la caza del jabalí vendrá un literato de primer orden, así que en esta ocasión tendrás a alguien de tu nivel y te dignarás a hablar un poco.

Gaddo había acogido la noticia con aparente suficiencia, pero por dentro había comenzado a bullir.

Tiempo atrás, había recogido varias de sus mejores poesías y las había metido en un elegante cilindro de cartón, tras haberlas atado con una cinta roja. Pocas, porque el genio se ve en el detalle, en la frase, no en el peso; es la chispa la que enciende el fuego, no el tronco. Había sido una elección difícil, cierto, y sudada; le había costado mucho excluir del maldito tubo algunos de sus versos predilectos, como el carmen Corazón impetuoso; aún hoy, temía haber cometido un error y se preguntaba si tal vez no había sido demasiado drástico. Pero da lo mismo: ahora la elección ya estaba hecha; el tubo, cerrado y franqueado; y todo ello, expedido con la más fina de las notas de presentación al Poeta que su Maremma había engendrado y que el resto de Italia no podía más que envidiar.

Giosuè Carducci.

Tras ello, había permanecido en febril espera del resultado de su ímpetu y varias veces había fantaseado en torno a la forma del mensaje —una nota, una carta o incluso una invitación para ir a Bolgheri, a la casa del Sumo— con el que su arte empezaría a ser reconocido y a emprender el vuelo.

Nunca, ni cuando estaba hasta arriba de vermú, había osado esperar una visita.

Por el contrario, cuando su padre había pronunciado aquellas palabras, su corazón había comenzado a latir a mil, como, por lo demás, corresponde a un ánimo sensible, y su cerebro le había dicho que el gran momento había llegado.

Un literato de visita a Roccapendente. Ni siquiera había preguntado su nombre, de lo seguro que estaba. ¿Quién otro podría ser, sino el Sumo?

En el transcurso de la velada se había entretenido varias veces con la imagen del poeta, sentado detrás de su escritorio de castaño (todos los poetas tienen un escritorio de castaño, so pena de descalificación), inmerso en la lectura de una de sus poesías, asintiendo con la cabeza, feliz al fin de haber encontrado un heredero digno de su fama.

Sin embargo, resultaba que su cerebro se había equivocado.

El hombre de letras de clara fama que visitaría el castillo no era para nada Giosuè Carducci.

Por si fuera poco, no era un poeta.

Un novelista, había pensado.

Peor.

El literato que estaba a punto de aparecer de entre las sombras y de sentarse a la mesa de Roccapendente era alguien que había escrito un libro de cocina.

Para darse cabezazos contra la pared.

De pronto, el señor barón ve que Teodoro se yergue en toda su estatura, con la mirada tendida hacia occidente; no por casualidad, sino porque desde detrás de la curva del castaño se ve una nube de polvo que avanza remolineando. En efecto, un instante después, tras el polvo se concreta un calesín conducido por un hombre con la cabeza descubierta y arrastrado por un caballo que ha vivido mejores momentos; por otra parte, no es casualidad que la finca se llame «Roccapendente».

En la parte posterior, acomodado en la calesa, un hombre con un gran bigote mira a su alrededor. Desde esta distancia es imposible decir nada más, dado que lo único que se distingue es ese buen mostacho blanco, que resalta a pesar del polvo y la lejanía.

Mientras la calesa se aproxima, los residentes se reúnen en torno al patio anterior al porche, listos para acoger al recién llegado; el señor barón, distante, sigue con la mirada a Teodoro, que se acerca hasta donde se detendrá la calesa para recoger el equipaje del huésped.

Pero ahora la calesa se ha detenido.

El cochero desciende, se arregla la chaqueta y, con un gesto un poco desmañado, abre la portezuela; en el pequeño escalón se apoya pesadamente un pie vigoroso, perteneciente al huésped recién llegado.

En una mano sostiene un libro, en cuya cubierta se puede leer un título en inglés; en la otra, un cesto de mimbre, con dos de los gatos más gordos que se hayan visto jamás. En la cabeza lleva un sombrero de copa y tiene puesta una levita. Para terminar, bajo el bigote se intuye una bonita sonrisa, de esas redondas y bien dispuestas.

Apenas baja, Teodoro se aclara la voz y, con tono distinguido, canta su recibimiento:

—Señor Pellegrino Artusi, bienvenido a Roccapendente.