15

La estación de Vichy, inaugurada casi un siglo antes para permitir la llegada del tren imperial en el que viajaba Napoleón III, es como todas las de mitad de trayecto, un edificio corrido a lo largo de un andén principal, una construcción coqueta de hierro forjado por la que pasan, pasaban, cada año miles de balnearistas de todas clases: reyes, emires, presidentes, ministros, aventureros, hetairas, jugadores de ventaja, gordos y flacos, enfermos de toda clase de males (que hubieran podido curarse con una dieta alimenticia más razonable de lo que era la suya antes, durante y después de acudir a Vichy). A todos los esperaban coches de caballos, autobuses, taxis y limusinas de los diferentes hoteles para llevarlos a sus destinos y al inevitable encuentro con las aguas sulfuradas.

Parecía mentira en una persona tan asidua al balneario como yo, pero lo cierto era que había estado pocas veces en el andén principal en el que me encontraba ahora.

Nadie me acompañaba, ni siquiera los esbirros de Bousquet o de Brissot, ni siquiera Jules. Me había parecido verlo cerca de mi hotel, es cierto, pero luego se había esfumado cuando, nada más subirme al auto, emprendía el camino de la estación. Intenté descubrirlo volviendo la cabeza por sorpresa en tres o cuatro ocasiones, sin éxito alguno, desde luego, lo que indicaba mi nivel de paranoia, puesto que ¿cómo iba él a seguirme a pie mientras yo conducía un automóvil? (Era el día del regreso de Marie y había decidido que podía utilizar el coche porque aún me quedaban algo de gasolina en el depósito y una lata de veinte litros en el garaje; pero, claro, si no quería condenar mi Chrysler a un ostracismo que no me convenía nada por múltiples razones, pronto me vería obligado a colocarle encima del maletero la horrible caldera de gasógeno.)

A todos les hubiera gustado organizar un comité de recepción. El primero, Armand, que se ofreció a estar presente junto a mí en la espera del tren proveniente de París, pero me negué; le dije que era un cotilla y los dos nos reímos. Luis Rodríguez, como siempre considerado en extremo, ni lo había propuesto. Domingo, por fortuna, todavía no había regresado a Vichy de su expedición al Pirineo: nadie habría sido capaz de impedirle estar en el andén. Y a Olga la había convencido de que lo mejor sería que esperara a Marie en casa con una taza de chocolate bien caliente. Este momento era para mí.

Quería estar solo.

El instante tan inseguro, tan angustioso, tan excitante, en el que Marie me era devuelta era sólo mío.

Tuve un último momento de ansiedad, ¿vendría, no vendría?, cuando vi que el tren se materializaba en la distancia bamboleándose sobre los rieles mientras emergía rodeado de niebla y de su propios vapores. No hubo tiempo de más. La locomotora dio un plañidero silbido final y enseguida desfilaron ante mí los vagones, uno tras otro, llenos de rostros fugaces. El expreso se detuvo. Guardo en la memoria, perfectamente nítido, el ligero olor a consomé que emanaba de las inmediaciones del vagón restaurante. (Trucos que juega el pasado, puesto que no me parece que en la Francia de noviembre de 1940 los Grandes Expresos Europeos estuvieran en disposición de servir a sus clientes caldo alguno.)

Plantado más o menos en la mitad del andén, indeciso sobre hacia dónde dirigirme, si a la cabecera o a la cola del convoy, me puse a escudriñar las ventanillas y después las portezuelas de los vagones. Los revisores ya habían bajado y los empleados de los coches cama de Wagons-Lits Cook habían colocado los escabeles con los que facilitarían la bajada de los pasajeros. Por doquier había mozos, eso sí algo huérfanos de maletas que apilar sobre sus carros. Y hoy, pocos reencuentros: en estos tiempos no se viajaba a Vichy por vacaciones, por placer o por reunirse con la familia.

Y entonces, paseando una vez más, y no sin impaciencia, mi mirada por el convoy, por pura casualidad divisé a Marie. Apoyada en la mano de un revisor, se apeaba del primer vagón, el que seguía a la locomotora y al furgón de correos. Desorientada, giró sobre sí misma buscando, claro, una cara conocida. Me dio un vuelco el corazón. Enseguida me vio, de pie en la lontananza. Levantó una mano sin llegar a moverse de donde estaba y me pareció que le faltaba el equilibrio y que se tambaleaba. Angustiado de pronto (idiota de mí, por instinto esperaba a la Marie de siempre, como si hubiera regresado de un viaje cualquiera) me abrí con fuerza paso por entre los viajeros recién desembarcados y fui corriendo hacia ella. Al llegar donde estaba, me detuve de golpe, procurando no pensar dios mío en el aspecto horrible que tenía. Abrí los brazos. Titubeó. Pero, por fin, dando un paso, se refugió en ellos, pegándose a mi cuerpo con todas sus fuerzas. Temblaba como una hoja.

¿Cuántos días había pasado sin verla? ¿Cinco, seis, una semana? No hubiera creído que una persona pudiera perder tanto peso en tan poco tiempo. Las curvas sensuales y fuertes de su espalda, tan sedosas, habían sido reemplazadas por huesos duros y puntiagudos, costillas, omoplatos, columna, a los que se enganchaban mis dedos. Pensé que le haría daño si seguía abrazándola y confieso que me dio un poco de grima. Su pelo estaba grasiento y olía a carbonilla y su ropa, a una suciedad indefinida, medio sudor, medio orín. Separó su cara de la mía para mirarme. Tenía un moratón en el carrillo izquierdo y una herida sin cicatrizar que empezaba a sanar, un corte no muy profundo que le cruzaba la frente desde la sien izquierda hasta casi la ceja derecha.

—Geppetto —murmuró—, oh, mi Geppetto —y me agarró la cara con las manos—. ¿Me ves así de horrible?

—¡No, no, mi amor! —exclamé. Sacudí la cabeza, reprendiéndome.

Sonrió débilmente y luego me besó diez, doce, quince veces en la boca. Creo que algunos viajeros nos miraron con curiosidad o con escándalo, no sé.

—¿Todavía me quieres? —le olía el aliento a una mezcla de vómito y pan. Creo que no me importó.

La separé de mí y, como si hubiera sido la última vez que se me permitía hacerlo, le besé los ojos y la nariz y la garganta. Le besé las profundas ojeras moradas, le besé la nariz tan afilada por el sufrimiento, le besé las mejillas repentinamente ajadas.

—¿Qué te ha pasado, dios mío, qué te han hecho? —le pregunté, pero hubiera querido comerme las palabras tan pronto como salieron de mi boca. Lejos de cualquier afán masoquista, no deseaba que me contara nada de lo que le había sucedido en esta aventura de la que me sentía tan responsable. Después pensé que tampoco quería que ella recordara el sufrimiento de los días pasados.

—Oh, cuando te cuente lo que ha sido… —le dio un escalofrío e, inclinándose hacia atrás, se apartó con rabia una lágrima de la mejilla.

—Ven, vamos a casa —dije.

¡Cómo iba a querer que me contara nada! Estaba dispuesto a todo con tal de evitarme el relato de su horror, de lo que le había ocurrido por culpa mía en aquel espantoso palacete de la avenida Foch.

Pero no iba a ser posible cerrar la puerta a semejante memoria. No, claro que no. Tendríamos que saborearla, refocilarnos en ella, dejar que la ponzoña nos creciera dentro, bien amarga. Es lo que se espera de quien es solidario por amor: la furia, la impotencia, el espanto y el deseo de venganza. A mí, sin embargo, me hubiera bastado con la venganza: nadie tenía que contarme nada para que quisiera cobrármela.

¿Venganza? ¡Ah, sí! Ya lo creo que quería cobrármela. Si algún acicate me hubiera faltado para acabar de decidirme a entrar en acción en esta estúpida guerra, ahora tenía dónde escoger. Todo me empujaba al desquite con una rabia cuya intensidad me sorprendió: la sucia negociación con Bousquet, los días de angustia sin Marie, sus horas en manos de la Gestapo (no necesitaba mucha imaginación para percibir en su garganta, en su pelo, en su ropa el sabor acre de la vergüenza y el miedo), hasta mis treinta minutos de histérica espera en la estación. Y ahora, ella, en mis brazos, casi destruida.

Venganza. En su nombre, Raphaël Alibert estaba siendo condenado a muerte con mayor certeza que si hubiera dictado sentencia el tribunal más ávido de sangre. ¡Ah, sí! Hasta pediría ser el verdugo. Alibert tenía que pagar por lo que le habían hecho a Marie.

—Ven, vamos a casa —repetí.

—¿A casa? —Marie levantó las cejas.

—Bueno —reí forzadamente—, a casa, lo que se dice casa… no. En Vichy, no. Quiero decir a casa de Olga, que te espera con una taza de chocolate humeante.

—Hmm, qué rico —su sonrisa era algo distante; de su rostro se había desvanecido aquella espontaneidad traviesa tan suya. De una adolescente hubiera dicho que de la noche a la mañana había dejado atrás la infancia. Pero, claro, era peor. A Marie parecía haberle sido arrancada la alegría de la entraña—. Ah, Geppetto, necesito un baño ahora mismo. Estoy… sucia.

»¿Sabes? En España me habrían pillado en una trinchera y me habrían violado y acuchillado et coupé les seins y rociado de gasolina y prendido fuego después… —sonrió fugazmente—. Bueno, rociado de gasolina, no, porque no había… Bah. Pero es que en el fondo, aquella era una guerra de salvajes y sabías que te tratarían como salvajes. Nosotros lo éramos, la tierra lo era, los facciosos lo eran y no te quiero ni decir si caías en manos de los moros… Ay, Geppetto, pero ¿en París? ¿En mi ciudad? ¿En la avenida Foch? —sacudió la cabeza—. La civilización hace que ciertas porquerías sean peores, lo ensucia todo… ¿sabes?

—Lo sé, Marie, lo sé… —luego murmuré—: ah, la sofisticación refina el mal, ¿verdad? —fue a hablar, pero le puse un dedo en los labios—. No digas nada ahora… calla. Ven, vámonos a casa —le pasé un brazo por la cintura y, con lentitud la empujé hacia la salida de la estación—. ¿El bolsón?

—Me lo quitaron en la avenida Foch —una declaración sin énfasis, la explicación objetiva de un hecho. Dio unos pasos y se detuvo—. Tengo frío —dijo. Tiritaba nuevamente. Entonces, empujándola no sin firmeza, la llevé hasta mi auto. Lo tenía aparcado en la puerta principal de la estación: en aquellos días el tráfico era más bien escaso y raro era el lugar en el que se producían dificultades nacidas de la aglomeración de coches.

Instalé a Marie en el asiento del pasajero y la arrebujé en una manta, lo que le arrancó una breve sonrisa de agradecimiento. Conduje después con lentitud por la calle de París, pasé por Quatre Chemins y seguí por la calle Montaret hasta llegar a la casa de Olga Letellier.

Hicimos el trayecto sin hablar. Marie, sujetándose con ambos brazos las piernas dobladas, se balanceaba suavemente de atrás adelante; tenía la vista perdida en la contemplación de algún recuerdo insufrible y no quise intervenir. Me pareció, egoístamente sin duda, que ella debía purgar sus propios fantasmas antes de que la recuperáramos. Ya llegaría el momento de las explicaciones, el momento de oír el relato de los horrores.

Olga nos esperaba en el vestíbulo de su apartamento con expresión angustiada. Nada más vernos entrar, abrió los brazos de par en par y Marie se refugió en ellos.

Ah, mon petit! —dijo Olga, acariciándole la cabeza con inesperada ternura—, mon petit, que tu as souffert!, ¡cuánto has sufrido!

Marie se encogió de hombros.

—Necesito darme un baño —pudimos oír que decía, enterrada como estaba en el cálido chal de angora de Olga.

—Lo sabía… sabía que te querrías dar un baño bien caliente. Desde esta tarde te han estado preparando el agua y ahora acabarán de llenarte la bañera…

Marie se echó hacia atrás y se volvió a mí.

—¿Vienes? —dijo.

Sabiendo lo chocante que resultaba que yo acompañara a Marie a un cuarto de baño y, se sobreentendía, la ayudara a desnudarse y después a lavarse, miré a Olga con cierto apuro, pero ella había bajado la mirada pudorosamente.

—Te he hecho un buen chocolate caliente, Marie —dijo por fin.

—¡Oh, sí! Gracias, gracias. Me lo tomaré ahora mismo.

Las dos doncellas de Mme. Letellier, vestidas de punta en blanco, se acercaron a donde estábamos e hicieron una leve reverencia, como las niñas pequeñas, que Marie agradeció con una sonrisa.

—Estamos muy contentas de tenerla de vuelta, mademoiselle —dijo la mayor de las dos y, volviéndose hacia su compañera, cogió una taza humeante que ésta portaba en una pequeña bandeja de plata y se la ofreció a nuestra recuperada heroína. Marie cogió la taza y devolvió el plato sobre el que se sustentaba; puso las manos a ambos lados de la taza para calentárselas e inclinó la cabeza hacia delante para oler el chocolate—. Hmm —dijo, y bebió un pequeño sorbo, cuidando de no quemarse la lengua. Todos seguíamos sus gestos con ansiedad, como si estuviéramos esperando que tropezara, que perdiera un equilibrio ahora precario por el sufrimiento o el hambre o la sed, como si tanta serenidad fuera imposible.

La desnudé con sumo cuidado, procurando no tocar sus pechos, su vientre o su sexo, haciendo más de padre que de amante. La obligué a ponerse de pie en la bañera y con una esponja hice que el agua caliente corriera por su cuerpo una y otra vez, mientras buscaba señales reveladoras del mal trato que hubiese padecido. No descubrí ninguna, aparte del hematoma en el pómulo y el rasguño en la frente, sólo la delgadez extrema y la palidez.

Al cabo de un rato, la enjaboné muy despacio, toda entera, desde el pelo hasta los pies.

—No me tocaron, ¿sabes? —murmuró—. Esto de la cara me lo hicieron en la estación cuando vinieron a detenerme. Me resistí y…

—Ya sé, ya.

Se sentó en la bañera y luego se deslizó por ella con los ojos cerrados hasta que el agua la cubrió casi por entero y sólo quedaron al aire sus hombros y su cabeza y, altivos como siempre, sus pechos.

—Pero… fue casi peor. Creí que me iban a violar… Cuando me llevaron a uno de los salones de la avenida Foch… uno que da al jardín, a una escalinata grande que hay… ¡Dios! Era… era como una sala de paso. Había muchos soldados que iban y venían continuamente y unos tipos con abrigo de cuero, ya sabes… los hijos de puta. Alguno era francés… eran los únicos que me miraban. ¡Qué asco! Me obligaron a sentarme en un sofá… Nadie me decía nada. A mi lado había un cenicero de pie lleno de colillas malolientes y, detrás, una escupidera. Pasaban delante de mí como si yo no existiera. Cuando se paraban a apagar un cigarrillo en el cenicero, parecía que yo no estaba allí… sólo los franceses… Y al cabo de no sé cuánto tiempo, una o dos horas, supongo, vino una mujer gorda y grande… muy fuerte… me agarró por los brazos y me puso de pie. Acercó su cara a la mía y me gritó à poil!, ¡en pelotas! —Marie abrió los ojos y ya no dejó de mirarme hasta que concluyó su confesión, ¿era una confesión? Sí, creo que sí lo era, aunque ignoraba de qué pecado—. Me quité la chaqueta y la mujer me gritó schnell!, ¡deprisa!, y luego me puso la mano en la parte de delante de la blusa y me la desgarró de arriba abajo. No sé cómo, porque no estaba para fijarme en nada más, pero me di cuenta de que dos soldados jóvenes se habían detenido a mirar la escena. La mujer se volvió a mirarlos y dijo algo en alemán que no entendí. Los soldados sonrieron, se encogieron de hombros y se fueron… La mujer giró de nuevo hacia mí y dio dos palmadas, schnell!… y… y… entonces me quité la falda y la combinación y me quedé sólo con el sostén y las bragas… De pie, así, expuesta a todos. De pronto la bestia aquella dio un rugido… Me señalaba las bragas y luego el sujetador y enseguida dio un paso hacia mí con aire verdaderamente amenazador. ¡Oh, Geppetto! Estaba aterrada… indefensa. Yo… yo… Marie la fuerte, la valiente guerrillera —rió con rabia—, yo… Geppetto —alargué una mano y le sujeté la muñeca, pensando que así le infundiría ánimos.

—No sigas, Marie, no hace falta que sigas.

—Sí —murmuró—, sí que hace falta… Déjame, Geppetto, tengo que seguir… ¡Dios! —dio un largo suspiro y exclamó—: Et puis, merde! Me… me oriné… allí mismo, sin poderme contener… de puro miedo, mi amor, ¿te das cuenta? —se le saltaron las lágrimas—. La mujer me miró con… con desprecio y me volvió a gritar schnell! Entonces muy deprisa me quité el sostén y las bragas y me quedé, así, desnuda, de pie delante de todos, todos los que estaban allí, los que pasaban… que ahora sí me miraban. Debería haberme negado a desnudarme, pero tenía tanto miedo… Me parecía que si me quitaba la ropa voluntariamente, a lo mejor el castigo terminaría ahí. Colaboraba, ¿no? Si colaboraba no me harían daño, ¿verdad? Entonces la mujer se inclinó para recoger mi ropa y su cara quedó a la altura de mon cul, mi sexo. Estuvo un buen rato así, mirándome —sollozó—, y… y luego levantó la mirada y sonrió. Putain! ¡Hija de puta!… Fue la sonrisa más sucia que he visto en mi vida.

—Marie… Marie —dije en voz baja—. Marie, se ha enfriado el agua. Ven, sal del baño, déjame que te seque y te ponga ropa caliente, ven.

Como una autómata, se puso de pie y salió de la bañera. La rodeé con una gran toalla de algodón y le froté la cabeza y la espalda para que no perdiera el calor. Luego, hice lo mismo con sus muslos y sus pantorrillas, con los brazos y las manos.

Se sentó en el borde de la bañera y se arrebujó en el improvisado albornoz. Me puse en cuclillas frente a ella. Por entre los pliegues de la toalla, alargó una mano y me acarició la cabeza y la cara.

—Ay, Geppetto. Aj… sin decir nada más, la tipa aquella se fue con mi ropa y yo me quedé desnuda. ¡Desnuda! ¡Allí, en aquel salón de paso! Desde luego, aquella puta sabía cómo humillar a la gente. Yo estaba enferma de vergüenza. Me tapé como pude con las manos y me senté en el sofá… un sofá verde y sucio, un verdadero asco. Tiritaba de frío… No sabes lo que es el frío. Me dolían las rodillas de tiritar, pero fue un consuelo, ¿sabes?, porque acabé concentrándome en el frío para no pensar en mi desnudez. Y cuando me pareció que lo había conseguido, al rato, se abrió la puerta de un despacho y se asomó un soldado. Me gritó sie!, ¡usted!, y me hizo gestos de que fuera hasta allí. No me moví. Prefería morir. Hubiera preferido morir con tal de no cruzar desnuda aquel salón… No sé si era un resto de dignidad o qué… Komm! me gritaba el soldado, hasta que uno que pasaba por allí debió de apiadarse de mí, levantó una mano para que esperara y de un perchero descolgó un capote y me lo tiró. El de la puerta le dijo algo con enfado… me parece que debió de ser que no tenía que ayudarme, y el otro le contestó ja, ja, ja, y siguió su camino.

—De verdad, mi amor, no tienes que contarme todo esto, no tienes por qué sufrir dos veces, ¿eh? —me puse de rodillas porque me habían empezado a doler las articulaciones a causa de la posición tan forzada. Le puse una mano en cada hombro—. ¿Eh? —repetí.

—No. ¡No! Tengo que seguir… tengo que seguir. Entré en el despacho más pequeño y, al pasar delante del soldado que me había llamado, me arrancó el capote de encima y de un empujón me hizo caer al suelo. Detrás de una mesa de despacho estaba… Lo reconocí enseguida, von Neipperg. Estaba de pie y me miraba con total frialdad, como si no fuera con él. Mon Dieu, qué mirada… como si no me hubiera reconocido y yo fuera un bicho leproso. Me dijo póngase de pie, qué le pasa, ¿le da vergüenza? Sí, le contesté, ¿a usted no le daría vergüenza estar desnudo ante su carcelero? Se encogió de hombros. Le daba igual. Se puso a hojear unos papeles que había sobre la mesa. Hacía mucho calor en aquel cuarto. Madame de Sá, ¿verdad?, me preguntó, ¿O debería más bien decir mademoiselle Weisman, la concubina de de Sá? Póngase de pie… Y déjese de falsas modestias. No estamos interesados en su sucia… no recuerdo lo que dijo. Y luego: bueno… algunos de los soldados más bestias e ignorantes de las mazmorras de abajo, sí están interesados, ya lo comprobará usted. Y de golpe me preguntó: ¿dónde está Philippa von Hallen? En una esquina de la mesa estaba mi bolsón y delante, los cuadernos de Philippa. Los reconocí enseguida… ¿Philippa?, dije yo. Me hubiera reído de no haber estado tan muerta de miedo: eso era lo que querían, ¡Philippa! Pero ella estaba lejos de sus garras. ¿Por qué la persiguen ustedes?, le pregunté. El Führer tiene mucho interés en hablar con ella, contestó él. ¿Dónde está?, insistió. No tengo ni la más remota idea. Le he dicho que se ponga en pie… Ni siquiera un conde alemán tiene esa falta de delicadeza, le dije. Eso le llegó… lo vi en su cara. ¡Estoy desnuda! Tengo frío… Entonces ladeó la cabeza y con un gesto de la barbilla, así —Marie levantó la barbilla—, indicó al soldado que me devolviera el capote, pero cuando me lo iba a poner sobre los hombros, hizo un gesto para que se detuviera. ¿Dónde está la condesa von Hallen?, repitió. Iba en el tren al que no pude subirme, contesté. Von Neipperg dio un respingo y exclamó ach so! Comprendí que hasta entonces ellos habían pensado que Philippa aún estaba en París. ¿Está en Vichy, entonces? No lo sé, dije, supongo que ya no, que irá rumbo a la libertad… que se les ha escapado… pero, por dios, ahora deje que me tape. Se encogió de hombros y miró al soldado. Éste dejó caer el capote a mi lado. Lo agarré con las dos manos y por fin pude cubrirme. Entonces pude mirarle y él sonreía como si yo hubiera dicho alguna gracia que sólo pudiera comprender él. ¿De modo que hacia la libertad, eh? Hice que sí con la cabeza y añadí: Philippa iba en el tren con Manuel de Sá. Von Neipperg rió. Valiente este de Sá que huye y la abandona a usted en manos de la Gestapo… Eso dijo, Geppetto.

—Bueno, no iba muy descaminado —sonreí con tristeza.

—¿Tú que eres el hombre más fiel, más leal y más valiente que conozco?

—No lo soy, no.

Marie me miró con extrañeza, como si en mi tono hubiera detectado algo fuera de lo habitual. Hizo un gesto con la boca y continuó:

—Me reí. No sé cómo tenía ánimos para reírme, pero Philippa había escapado de sus garras y eso, sólo por eso, era un triunfo, ¿sabes?, que merecía… Y le dije, fue culpa mía. Señalé el bolsón que estaba encima de la mesa y le dije que me había dejado la bolsa de viaje en el cuarto de los cheminots de la estación y tuve que volver a por ella. Mi risa debió de convencerlo de que yo estaba diciendo la verdad. Estuvo en silencio un tiempo y después, me miró con desprecio. Por el momento no me sirve usted de nada más, dijo. Irá a abajo, al sótano… me dio un escalofrío de miedo… hasta que decidamos qué hacer con usted. Vístase. Mi ropa, bueno, lo que quedaba de ella, estaba ahí sobre una silla y no la había visto hasta entonces. La blusa desgarrada, las bragas sucias… Von Neipperg volvió a mirarme mientras me vestía. Oh, Geppetto, era como si contemplara basura. En voz baja dijo ¡cerda judía!, algo así como Judensau… creo, y había tal desprecio en su cara que fue como si me diera una bofetada. Y comprendí, Geppetto, lo comprendí bien: yo no era un ser humano para esa bestia bien educada… era un perro. Era un perro para todos ellos y por eso les daba igual que estuviera vestida o desnuda, que tuviera pelo u hocico, les daba igual. Me llevaron al sótano y me encerraron en una celda pequeña, sin un mueble, nada, sólo un retrete. Estuve creo que tres días encerrada sin que nadie me dijera nada… A veces hacía mucho frío… no siempre, no habría podido aguantarlo sin morir. Imagino que las tuberías de la calefacción y del agua subían por el sótano y mantenían un poco de calor… Sólo oía de vez en cuando gritos desgarradores, aullidos. Era gente a la que estaban torturando, supongo… no podía ser otra cosa, aunque te juro que me parecían animales a los que estaban desmembrando… De vez en cuando se abría la puerta y yo me refugiaba contra una esquina del cuartucho aquel, segura de que venían los esbirros que me había prometido von Neipperg para llevarme a una cámara de tortura… Pero no. Era la horrible mujer que me traía un trozo de pan revenido y un tazón de sopa… Nunca me decía nada. Por las noches, suponía que era de noche, hacía mucho frío. Intentaba envolverme en mi abrigo pero servía de poco… Mi único consuelo, Geppetto, era pensar en cómo nos habíamos burlado de aquel miserable y en que Philippa estaba a salvo aquí… —sonrió y a mí se me cayó el alma a los pies—. Un día volvió la mujer aquélla y me hizo señas de que la siguiera. Me llevó hasta un lavabo que había en un pasillo, me dio una toalla pequeña y sucia y un trozo de jabón de Marsella y estuvo ahí, delante de mí, mientras me lavaba como podía. Luego, me llevaron a un coche y me condujeron a la estación. Dos soldados me subieron a un vagón y se sentaron conmigo en un compartimento. Me brincaba el corazón, Geppetto. ¡Me devolvían a ti! Por eso no me importó que no dejaran de vigilarme hasta la línea de demarcación. ¡Qué más me daba! ¿Querían impedirme escapar? Imbéciles! En la frontera se apearon los dos y yo pude seguir sola hasta aquí. Un revisor se apiadó de mí y me trajo un bocadillo de salchichón y un poco de vino —se encogió de hombros—. Et me voici.

La ayudé a vestirse con ropa limpia. Después Marie quiso que nos tumbáramos en su cama y que yo la abrazara fuerte fuerte, me dijo.

Dio un suspiro de contento.

—Creí que nunca volvería a verte —murmuró.

—Yo también —cerré los ojos con fuerza.

Y, en el mismo tono apacible y satisfecho, me preguntó:

—¿Y Philippa? ¿Se la ha llevado ya Domingo a España? ¿Han pasado por Les Baux? Siento no haber podido saludarla antes de que se marchara…

No contesté.

Inmediatamente Marie supo que algo no estaba bien. Se incorporó sobre un codo para poderme mirar. Había fruncido el ceño.

—¿Geppetto?

Tardé algún tiempo en contestar y, a medida que pasaban los segundos, la expresión de Marie iba ensombreciéndose hasta adquirir la certeza del desastre.

—La detuvieron en Lux —dije con voz casi inaudible.

—La… ¿pero quién?… Los alemanes no pueden entrar en zona libre.

—La policía francesa.

—¿Qué? ¿Cómo?… ¿Tú estabas ahí?

—No.

—¿La habías dejado sola?

—Era el sitio más discreto para que no la descubrieran mientras… Yo había vuelto a Vichy para intentar conseguir tu liberación.

—Y la habías dejado sola.

—En el Métropole, con Le Saunier.

—Oh, dios mío… ¿No comprendes que aquellos tipos no eran de fiar, que eran una pandilla de vendidos?… ¿Él y los cheminots y los revisores?

Mentir sólo me tentó una fracción de segundo.

—No fueron ellos, Marie.

—No te entiendo.

De pronto, comprendió.

Me miró con horror.

—Dime que no la entregaste a los nazis —no dije nada—. ¡Dímelo!

—Era tu vida o la de ella, Marie —murmuré por fin. Se apartó de mí y haciendo girar las piernas fue a sentarse en el borde de la cama. Doblando el espinazo, bajó la cabeza hasta apoyarla en las rodillas. Estuvo así un largo tiempo antes de volver, por fin, a enderezarse. De pronto aquella Marie era una persona diferente: ni rastro de su humor, de su amor, de su travesura, de su ternura, de su sensualidad. Ni rastro.

—¿Mi vida o la de ella? ¡Pero no comprendes nada! Has mandado a la muerte a una amiga que confió en ti… Te has vuelto loco…

—Era tu vida… —repetí.

Mais, nom de Dieu!, ¿cómo pudiste hacerlo?

—Bousquet.

—¿Eh?

—Me puse a buscar a quien pudiera sacarte de París. Brissot, Chambrun, Laval… hasta pensé en el mariscal… Armand me consiguió una entrevista con Bousquet… Ya ves, al que menos esperaba…

—¿Y?

—Bueno, ¿qué quieres que te diga?… Me ofreció un trato: tú por Philippa —me encogí de hombros—, y acepté.

—¿Pero cómo aceptaste nada de ese idiota engreído?

—¿Que cómo acepté? Hubiera aceptado lo que me hubiera propuesto, Marie… lo que me hubiera propuesto. ¿No lo comprendes? Decidí que haría lo necesario para que te devolvieran a mí y tuve que escuchar la mayor sarta de tonterías que he oído en mi vida, la mayor sarta de justificaciones idiotas que… Pero… él tenía la llave de tu libertad. ¿Cómo no iba a aceptar lo que me propusiera? Bousquet es un cínico, pero es un cínico con poder… y no me importó su cinismo, sino su poder: era tu vida la que estaba consiguiendo, la de la mujer a la que amo por encima de todo a cambio de la de una mujer rota…

—¡No digas rota!

—… Bien, bueno, rota no… Pero a cambio de la de una mujer a la que hace una semana no conocía ni de nombre.

No debiste quererme tanto… no debiste hacer que te quisiera tanto. ¿Cómo iba a dudar? Era tu vida, Marie…

Marie, pálida como la muerte, me miraba con los ojos muy abiertos.

—¡Pues no quiero esta vida que me regalas! Y no quiero vivirla a tu lado para tener que acordarme todos los días del precio que hubo que pagar —estaba inmóvil, rígida sobre la cama.

—¿Qué quieres decir? —pregunté espantado.

Sacudió la cabeza como si no me hubiera oído.

—Estamos en guerra, Manuel, en guerra. Y en la guerra se hacen sacrificios, unos por otros… —qué sarcasmo que me lo estuviera diciendo ella a mí—. Yo sabía lo que arriesgaba… ¿Te acuerdas? El Ebro eran aventuras. Tú mismo dijiste que esto de ahora no, que esto iba en serio porque ya no era cuestión de cantar alegremente con los milicianos españoles: ahora, aquí en Francia, se trataba de defender nuestros hogares. Defender a Philippa era defender nuestras casas, era defender la decencia.

—¿Qué me importaba a mí Philippa? —exclamé con impaciencia—. Con todo lo que la quieres desde hace un par de días… —ironías a estas alturas, santo cielo—,… en un minuto tuve que escoger entre tú y ella. Son las desgracias de la guerra. Había que escoger y eras tú… eras tú, ¿no lo entiendes? Porque yo sí lo entendí —añadí con desesperación—. No me hizo falta ni un segundo. Por salvar tu vida, por salvar nuestra vida, habría traicionado cualquier cosa, lo habría traicionado todo. ¿Por esta guerra estúpida? ¿Tú no?

—No es una guerra estúpida, Manuel. Y además, acabábamos de justificarnos: ya habíamos pagado el precio de nuestra guerra, la razón que nos impulsa a luchar: habíamos salvado a nuestra primera víctima. ¿No comprendes que entregándola a nuestros enemigos, dábamos marcha atrás, negándolo todo? Estábamos diciendo no, no, salvar a esta víctima no vale, no vale el precio que hemos comprometido como luchadores. ¿Qué somos? ¿Soldados que sólo luchan si el premio vale la pena? ¿Hay perseguidos de primera y de segunda clase? ¿Por qué no se lo preguntas a Arístides? ¿A cuántos salvó que no valían la pena? ¿Eh?

—Arístides lo hacía con una firma en un pasaporte, no con un intercambio de vida por vida… Lo suyo era fácil… —qué mezquindad la mía. Estaba de pronto tan furioso que casi la acusé de jugar con sofismas—. Ni hablar. No Marie. Hay precios que se pagan y precios que no se pueden pagar, que no se deben pagar, ni siquiera como luchadores. Porque antes de esta puta guerra, pasas tú, mil veces pasas tú, cien mil veces pasamos nosotros dos. ¿Y me estás diciendo que hubieras querido que alegremente renunciara a todo lo que es mi vida por la vida de Philippa, una mujer estupenda, de acuerdo, pero que en todo caso habría muerto antes siquiera de llegar a la frontera con España? Porque dime si no la habría encontrado toda la policía de Bousquet en un santiamén…

—¡Que la pillaran después habría dado igual! —levantó una mano—: No, espera. No habría dado igual porque habría sido una tragedia. El dolor… la tristeza, la muerte de una mujer valiente… —sacudió la cabeza—. Pero en lo que a nosotros respecta, es el acto en sí de la cesión lo que traiciona lo que somos, lo que representamos. Hasta ahora había cosas que nos distinguían del enemigo… el sacrificio…

Poco faltó para que acusara a Marie de decir chiquilladas románticas pero me contuve. Por un momento hasta pensé que nuestras diferencias tenían que ver con nuestros respectivos niveles de madurez; supuse que ella, con una generosidad que se me antojaba infantil, era incapaz de comprender lo que significaba minimizar daños inevitables. Imaginé que un poco de firmeza la acabaría llevando por el camino de la sensatez.

—No, mi amor, lo siento. Para pagar este precio, deberían haberse buscado a otro que vendiera. Además, no estaba en mi mano decidir por ti. Nadie te iba a preguntar lo que querías hacer. Me lo preguntaban a mí. ¿Quién era yo para decidir por ti que te sacrificaras?

—Manuel, en esta guerra tú tenías la llave de mis decisiones igual que yo la tenía de las tuyas. Esta guerra no es un retiro espiritual en el que te ayudan a decidir sopesando con cuidado todos los pros y los contras: cuando te has metido en ella has tomado todas las decisiones de antemano… siempre las más duras. En una guerra, no hay caminos fáciles.

—¿Ah? ¿Tú qué habrías hecho en mi lugar, Marie?

No contestó. Dios mío, no dijo nada.

Hubo un largo silencio durante el que ella evitó mirarme.

—Pues yo, ya ves. Yo sí sé lo que he hecho. Es duro, es triste, lo siento… —la miré a los ojos—. Volvería a hacerlo mil veces.

—Y volverías a perderme otras mil.

—¿Perderte?

—Claro, mi amor —de golpe, se le inundaron los ojos de lágrimas—. No podría vivir el resto de mi vida contigo y con un fantasma entre los dos reprochándonos continuamente su sangre.

—¡No puedes decirme eso! —me dolía la boca del estómago como si hubiera recibido un puñetazo. Alargué un brazo para tocarla, pero ella se apartó con un respingo.

—¡No! Si me tocas no podré…

—¿Eres capaz de decirme así, sin más, que esto se acabó? ¿Así, en un segundo le das la vuelta a nuestras vidas sin siquiera mirar atrás? ¿Una contrariedad y todo se va al traste?

—Las puñaladas en el corazón son así de definitivas: un momento antes estabas vivo y al siguiente has muerto… —aquello fue tan cruel que le dio un ataque de tos. Cuando lo controló, se secó con la manga un reguero de saliva que le había quedado en la comisura de los labios.

—¡No te he dado ninguna puñalada! ¿De qué me acusas? ¿De salvarte la vida? ¡Pues vaya un pecado!

—Habría sido mejor que me dejaras morir.

—Ni hablar. ¿Dejarte morir para no verte más? Nadie en su sano juicio puede pedirme eso. Además… ni siquiera sabes si han matado a Philippa… no lo sabes… ni qué le van a hacer.

—¿Hitler? ¿Recuerdas lo que nos dijo Philippa de él? ¿Recuerdas que es un loco vengativo y acomplejado? La matarán, ya lo creo que la matarán. Y la torturarán antes. Lo sé con tanta seguridad, lo tengo tan en la entraña como el dolor que siento ahora —sollozó, un gemido largo y ronco que ya no dejó de salir le de la garganta hasta el final. Sollozaba y sollozaba y sollozaba entre palabras y frases, tanto, que me costaba comprenderla—. Lo sé igual que sé que nunca amaré a nadie como te amo a ti —le caían las lágrimas a borbotones. Viéndola así, tan destruida, tan desamparada, se me quitaron de golpe todas las frías idioteces que se me iban ocurriendo para vencer su resistencia tras una discusión que, imbécil de mí, había considerado académica. Una discusión académica, sí. ¿Cómo se puede ser tan insensible?

En fin, no recuerdo bien cómo pero me acabé encontrando de rodillas frente a ella. Y en aquel momento, acabada la racionalidad entre nosotros, comprendí que sólo me quedaba el recurso de suplicar.

—Por dios, Marie… Está bien, me equivoqué… me equivoqué. Pero ya no hay remedio, es una equivocación sin remedio. No sé cómo decírtelo. Es verdad: tienes razón pero, bueno, bien… se trata de una catástrofe horrible. De acuerdo. Está bien. ¿Y ahora? ¿No entiendes que lo he hecho por la mejor de las razones? Lo he hecho por el amor que te tengo. ¿Eso no nos redime?

—No, Manuel, no nos redime.

—¿Cómo puedo explicártelo para que me puedas perdonar? Tras este desastre sólo quedamos nosotros. Por dios, Marie, si la muerte de Philippa, sí, hasta eso te concedo: que yo supiera que la condenaba a muerte… si la muerte de Philippa no ha servido de nada, si nada de esto ha servido, si no quedan ni los amantes… la guerra habrá ganado todo, lo habrá destruido todo. ¿No lo entiendes? Si hemos pagado este precio, al menos que nos quede nuestra vida…

Intenté coger sus manos, pero las apartó. Quise abrazarla por la cintura y beber sus lágrimas pero no me dejó. Y entonces acabó de clavarme el cuchillo. Se encogió de hombros y dijo:

—Además, a mí no me habría pasado nada. A lois judíos franceses no nos hacen nada. Después del Estatuto de los judíos, nos cazan y nos mandan a la zona sur para fastidiar a Pétain y a los suyos y que se coman su propia mierda. Me habrían violado y torturado, seguro. Pero, dime Manuel, ¿no era un precio pequeño a cambio de la vida de Philippa? Luego me habrían mandado a un campo en el sur de Francia y de allí me habríais rescatado o me habría escapado. Habríais tenido tiempo de localizarme.

—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo sabes que no se habrían vengado de la fuga de Philippa matándote a ti?

—No me iban a hacer nada… ¿me oyes? Nada. ¿,Qué podían hacerme? En Francia todavía no matan a la gente por no llevar los documentos en regla o estar en la zona equivocada. Aunque te parezca mentira, éste es un país civilizado. Bousquet te engañó —Dios mío, ¿tendría razón? No. No podíamos ser tan ingenuos.

—Tú misma dices que la guerra es así de cruel… Te habrían dañado, te habrían fusilado…

Negó una y otra vez con la cabeza.

Me puse en pie delante de ella, pero Marie ya no quiso mirarme. Murmuró:

—Y ahora, vete… adiós, amor mío… —se tapó la cara con las manos—. Vete, por dios te lo suplico.

—¡Ah, no! ¿Cómo quieres que me vaya? ¿Después de todo lo que ha pasado? No tienes derecho a destruir todo… todo esto —hice un gesto con la mano, señalando inútilmente a mi alrededor como si aquella habitación anodina contuviera todo lo que nos unía—. No puedes… ¡no puedes condenarme a haber enviado a una mujer a la muerte para nada!

Levantó la cabeza.

—Yo no hice nada. Fuiste tú. Tú la mandaste… —titubeó y quedó en silencio—. Yo no lo habría hecho —murmuró después, mirándome por fin a los ojos—. Ya ves —sonrió con tristeza—, me dices que después del desastre únicamente queda nuestro amor y que él, sólo él, sirve para el futuro, que no importa la tierra quemada que dejan nuestros errores. Pues te equivocas porque, amándote por encima de todas las cosas, yo habría ido a ponerme delante del pelotón de fusilamiento pensando en mi amor por ti. No por Francia, ¿me oyes?… ¿a quién le importa Francia? Por ti, Geppetto, por ti… el mejor amor de todos… ya ves.

Nunca pensé que unas cuantas palabras pudieran llegar a doler tanto, aunque me parece que lo que por fin me derrotó no fueron las palabras, sino la convicción: esta juventud extrema que excluye cualquier error. ¿Habría cambiado el curso de nuestras vidas si, ignorándolas, la hubiera abrazado por la fuerza hasta rendirla? No, claro.

—Vete, por dios, vete —repitió.

—¡No me pidas eso!

—… Y algún día, a lo mejor… a lo mejor podemos volver a mirarnos a los ojos…

Se levantó con esfuerzo, como si le fallaran las piernas. Mirándome con infinita tristeza, alargó su mano y dejó que languideciera por un instante sobre mi brazo. Luego se dio la vuelta y salió de la habitación. Cerró la puerta sin hacer ruido. Sólo al cabo de un momento oí que el pestillo encajaba en la cerradura con un pequeño chasquido sordo. Nada me ha parecido nunca tan definitivo.

Y así fui empujado a este otro mundo de conciencia y de remordimientos, este otro mundo en el que vivo desde entonces, mientras que el más nítido de la guerra, el que ahora me parece blanco o negro, siempre putrefacto, se me antoja hoy tan deseable y tan sencillo. Ah, por dios.

Nadie me dijo durante cuántos años se pagaba la factura. No creo que, acabada entonces la esperanza, hubiera tenido valor de seguir viviendo.

Aquella misma tarde me fui a Les Baux para empezar la peregrinación del recuerdo: seis meses de 1940 que tenían que durarme el resto de la vida.

FIN

Nunca atentamos contra Raphaël Alibert.