TRUEQUE
Nos dieron caza como a conejos.
Al principio encontré incomprensible que von Neipperg no nos hubiera detenido en el descansillo de mi casa. Hubiera sido lo más fácil. Tenía un arma, era un militar experimentado y nosotros, unos simples civiles inermes e indefensos (excepto por lo que hubiera podido hacer Angelines desde detrás de él, que vaya usted a saber). Entonces llegué a la conclusión de que Marie estaba en lo cierto: quería jugar con nosotros como el gato con el ratón. Simple cuestión de sadismo. Sabía que no podríamos escapar de sus redes; eran demasiado poderosas. Y decidió divertirse. Había vivido en París, lo conocía bien y estaba seguro de que más pronto o más tarde daría con nosotros.
Había otras razones menos truculentas, por supuesto: un momento de duda o de humanidad o de espíritu de clase (¿no eran nobles los dos, Philippa y él?) podría haber retrasado su decisión de capturarnos hasta que fuera demasiado tarde para hacerlo sobre la marcha. O tal vez, a von Neipperg le habría costado explicar sin perder la cara que, desde diez o doce días antes, vivía en la casa misma de los subversivos a los que se buscaba. Nadie habría creído que habíamos llegado apenas unas horas antes y habrían atribuido la pérdida de un tiempo precioso a simple desidia o ineptitud por parte de nuestro amigo. Ergo, para él, resultaba más conveniente buscarnos por la calle y no manchar el expediente. O tal vez los motivos eran exactamente los contrarios u otros distintos por completo. Qué más daba. Eran motivos. O tal vez era verdad que no había reconocido a Philippa…
A nosotros en cambio, nos convenía creer que éramos perseguidos por unos monstruos infalibles; sólo así mantendríamos altos la guardia y el miedo saludable.
En el metro que nos llevaba hacia la estación fui buscando explicaciones sucesivas, a cual menos plausible, y por fin comprendí que no se trataba de hallar respuestas, sino de asegurar la huida fuere cual fuere el motivo de la persecución.
Si ahora no podíamos volver a mi casa —único refugio lógico en espera de acontecimientos—, nuestro perseguidor tenía que pensar que optaríamos por salir de la ciudad sin mayor dilación, rompiendo todo plan, previo. Suponiendo que habíamos recibido un encargo tan importante como el de la evasión de Philippa, era lógico deducir que teníamos preparada una escapatoria; en ese supuesto, tenía que ser hacia el sur, hacia la zona libre; y si habíamos ido a mi piso era para esperar refugiados en él alguna misteriosa señal de partida. Lo único que tenía que haber estorbado nuestros planes era la presencia inesperada de un oficial alemán. ¡Qué presunción asignarnos tanta capacidad de maniobra!
En cualquier caso, da igual frustrar unos planes diseñados de forma minuciosa que capturar a unos inconscientes carentes de preparación. En un supuesto o en otro, lo único que hay que hacer para impedir la fuga es bloquear las salidas de la ciudad. Y eso en el París ocupado resultaba bastante sencillo.
Por una parte, era obvio que no podíamos recurrir a las carreteras de salida: no teníamos auto, como habría constatado cualquiera que se asomara a una de las ventanas de mi apartamento; y de haberlo tenido, nos habría faltado la nafta para ir más allá del obelisco de la plaza de la Concorde. En esas fechas, el flujo de automóviles por las carreteras de la Francia ocupada se había reducido a un goteo de coches oficiales y convoyes militares y nada resultaba más sencillo de controlar que unos cuantos vehículos dirigiéndose de forma inevitable hacia puestos de control salpicados por los arrabales de la capital. Antes de la guerra circulaban por París casi dos millones de autos. Ahora, las autoridades nazis sólo tenían concedidas siete mil licencias de circulación.
Escapar por carretera quedaba excluido.
Por otra parte, los movimientos clandestinos de tres personas, una de las cuales tiene su fotografía repartida por las paredes del cuartel general de la Gestapo, no resultan nada sencillos. A lo largo de esas horas, Marie y yo comprendimos la trascendencia que la Gestapo atribuía a la captura de Philippa. De hecho pensé que debía de ser una persona mucho más importante de lo que en realidad era, puesto que no parecía razonable que toda una fuerza de ocupación se movilizara sólo para satisfacer un capricho de Hitler. Sin embargo, así era la naturaleza estúpida y servil del régimen instaurado por aquel megalómano.
¿Qué otra cosa le quedaba a Neipperg por bloquear? Las estaciones del ferrocarril.
Nos estaban esperando en la Gare de Lyon.
Vimos desde lejos las patrullas reforzadas, algunas todavía llegando en aquellos precisos instantes a ocupar sus puestos, haciendo exhibición ostensible de su capacidad de vigilancia y control. Bloqueaban el bulevar Diderot para impedir nuestro acceso a la estación por la puerta principal. Nosotros, en cambio, habíamos tenido la precaución de bajarnos en la estación de metro de la Bastilla, unos centenares de metros antes, y, andando, pudimos pasar de largo por el Quai de la Rapée.
Los ferroviarios habían indicado a Marie una diminuta puerta lateral por la que entrar directamente a la sala que ocupaban en el interior de la estación. Desde allí se encargarían de subirnos al tren. Claro que ahora no se trataba sólo de subirnos al tren sino de escondernos en él. Me pregunté si esto implicaría un nuevo dispendio. No es que me importara gran cosa: iba preparado para ello. Desde que lo había comprado para llevarlo encima en un peligroso viaje a Turquía (a la Anatolia, para ser más preciso) emprendido años atrás, era poseedor de un cinturón de cuero de cocodrilo que tenía a todo lo largo una pochette interior en la que guardar dinero y pequeños objetos de valor. Allí llevaba siempre una considerable reserva de numerario para hacer frente a cualquier gasto; aunque no me parece necesario reiterarlo, soy una persona de saneada fortuna y la precaución me costaba poco sacrificio. Quiero decir con esto que estaba dispuesto a pagar un, llamémoslo, «suplemento de viaje». Supuse que los cheminots serían tan venales como cualquier individuo de cierta clase situado en una posición de privilegio, pero me equivoqué. El viaje, en lo que a ellos respectaba, había sido pagado, aunque a qué precio, y no pretendían obtener más dinero de nosotros. Al revés, pretendían ayudarnos del modo más expeditivo posible.
Nos llevaron hasta el tren, que ya estaba formado en el primer andén de la estación, haciéndonos atravesar las vías por delante de la locomotora. Nos hicieron subir. Pero en el momento de hacerlo, Marie exclamó: «¡Mi bolsón!» y, sin que nadie pudiera detenerla, bajó la escalerilla de un salto y su puso a desandar el camino casi corriendo. «Mademoiselle!», gritó uno de los ferroviarios. Pero Marie no hizo caso; sólo respondió: «¡Ahora vuelvo!» por encima del hombro y desapareció en la oscuridad, por el mismo sitio por el que habíamos venido. Quise seguirla, pero una mano como el acero me retuvo.
—¡Suélteme! —le urgí—. ¡No la puedo dejar sola! ¿No se da cuenta? —como si mi angustia fuera explicación bastante.
—¡No! —me dijo el hombre en voz baja—. Volverá… La ayudaremos. No se preocupe.
Nos hicieron subir a la fuerza. Yo miraba el vacío por donde había desaparecido Marie y me tuvieron que empujar hacia el interior del vagón. Luego, uno de los supervisores nos aclaró que debían separarnos para facilitar nuestro disimulo. A mí me tocó esconderme en el vagón en que iba el atrezzo de la compañía de teatro de Sacha Guitry, que viajaba a Vichy a representar su Vive l’Empereur en el Gran Casino; me introdujeron en uno de los grandes baúles de ropa del propio Guitry, advirtiéndome que no debía moverme de su interior hasta que un revisor me lo indicara; olía ligeramente a sudor. A Philippa la escondieron sobre el fuelle (sólo hasta que el tren hubiera salido de la estación) que unía dos de los vagones de primera clase, un lugar, según supe después, muy utilizado, al igual que las perreras, en ocultar fugitivos que pretendían atravesar la línea de demarcación e, incluso cuando ésta fue suspendida a finales de 1942, un sistema habitual de viaje para resistentes, saboteadores y fugitivos.
Una vez que estuvimos a bordo, y yo escondido en aquel claustrofóbico sitio, nadie quiso hablarme de Marie, que hubiera sido el único modo de calmar mi angustia.
De pronto, encerrado en el baúl con apenas una rendija para respirar, esperando ser descubierto en cualquier momento por un energúmeno que me sacaría de allí a culatazos, me encontré más solo y desesperado que nunca en mi vida.
Sentí pavor, un pavor egoísta, por cuanto pudiera pasarnos a consecuencia de esta estúpida aventura en la que nos habíamos visto mezclados. Lo que me parecía en verdad trágico era no sólo la suerte que pudiera correr Marie, sino sobre todo, si es que podía trazarse una línea divisoria entre ambos desastres, el riesgo de verme privado de ella, de su sonrisa, de su cuerpo, de su imaginación y de su rebeldía. No quise considerar, claro, que la Marie a la que quería era incapaz de este egoísmo mío y que, con tal de permanecer a mi lado, no se le hubiera ocurrido preterir el impulso generoso que le hacía volcarse en las causas perdidas. ¿Cómo era posible entonces que me quisiera, siendo del modo que soy? ¿Y cómo algo tan lejano a mi forma de ser (beber vinazo, acostarse con un hortera francés al que se acaba de conocer, llenarse de barro en una trinchera del Ebro y saberse libertaria) era lo que, pese a todo, había conseguido tenerme trastornado, conmovido, enloquecido? Me había dejado someter sin remedio por esta mujer tan apartada de mi comedimiento. Aunque bien pensado, ese choque de personalidades y la fascinación de una por otra —de la mía por la de ella— era lo que cabía esperar de un tipo que había vivido hasta entonces envuelto en celofán. De otro modo, mi rigidez llena de inhibiciones habría impedido que me envenenara tan completamente su manera impúdica y arrebatadora de hacer el amor, su exigencia, su entrega al cuerpo y al espíritu, al placer de las cosas a ras de suelo; nada que ver con la inteligencia ni con el refinamiento; mucho que ver, por el contrario, con el olor a mar, a tierra, a aceite, con el sabor a hierba.
Metido en el exiguo espacio que me escondía, se me agolparon mal que me pesara las visiones de nuestra cama en Les Baux, del rayo de sol en su ombligo, de sus pechos bailando en interminables orgasmos. Qué puedo decir.
No es difícil imaginar, ¿verdad?, el terremoto emocional que me produciría verme de golpe privado de Marie, así, sin aviso previo, del modo brutal en que ocurrió. ¿Cuántas veces me reprocharía en los días siguientes no haberme despedido, no haberle hecho una última caricia en la mejilla ni haberla mirado por última vez con la suficiente intensidad como para grabar de forma indeleble sus rasgos en mi memoria? ¿Cómo puede uno saber que ha llegado el momento de despedirse, que no se dan segundas oportunidades de hacerlo? Ah, por dios.
Al poco tiempo de estar allí metido, oí una voz que me susurraba desde encima de mí:
—No se preocupe. Todo está bien. No se mueva, por favor.
Después oí que se abría la puerta del compartimento y que hablaban en alemán. Una risa alegre, algunos golpazos dados a los baúles, no al mío, unos empujones para desplazarlos, una inspección somera y poco más. No creían los alemanes que hubiéramos podido subir al tren y se bajaron, convencidos, estoy seguro, de que habíamos huido por las calles de París al ver el dispositivo de guardia montado frente a la estación. De todos modos habría más controles con el convoy en marcha y, sobre todo, cuando se detuviera el tren en la línea de demarcación.
Metido en el baúl, rodeado de trajes y vestidos, de tafetanes y sedas, me sentí indispuesto, claustrofóbico. Poco faltó para que abriera las tapas y saliera a respirar. Me hubieran pillado entonces: uno o dos soldados, por lo que oí asustado al notar el ruido de una bota en el pasillo, se habían quedado en silencio, esperando. Como nada se movía, al cabo de un minuto uno exclamó Ach! Y oí cómo se iba y luego, abierta la portezuela, se bajaba al andén, cuyos ruidos metálicos, llenos de ecos y de anuncios distorsionados por la microfonía pude percibir de pronto. Hubo un breve pitido de silbato, seguido de otro de la locomotora.
Poco después noté que el tren se ponía en marcha.
Me quedé inmóvil, durante mucho tiempo, una hora quizá, hasta que alguien dio dos fuertes golpes en la tapa de mi baúl. Vous pouvez sortir monsieur, ya puede usted salir. Me dolían tanto las rodillas que no fue fácil hacerlo. Empujé la tapa y conseguí enderezarme por fin. Miré frenéticamente a mi alrededor buscando a Marie, pero no estaba; sólo el atrezzista de Guitry, que me miraba con indiferencia, como si todo esto le sucediera a diario y no mereciera más atención.
Philippa llegó a los pocos minutos. Sonreía con la cara tiznada de carbonilla y llevaba una mano puesta en la espalda, doliéndose de la incómoda posición en la que le habían obligado a permanecer.
—¿Y Marie? —preguntó. Al ver mi cara se le borró la sonrisa.
—No sé —confesé. Miré al revisor que había venido con Philippa—. ¿Dónde está?
El revisor bajó la mirada.
—Eh…
—¡Dónde! —grité. Me abalancé sobre él y le agarré de las solapas—. ¡Dónde! —repetí, sacudiéndolo.
—Monsieur! —exclamó para que lo soltara—. No sé lo que ha pasado… cómo ha habido tanta mala suerte… Madame llegó a la sala de los ferroviarios, recogió la bolsa que había ido a buscar y cuando se disponía a regresar al tren, mis compañeros vieron cómo venía por el andén una compañía de alemanes. Tuvieron que pararla… y ya no pudo salir: los soldados se desplegaron justo allí. Uno de mis compañeros vino hasta el tren para darnos la noticia y…
—¡Dónde está su compañero!
—Está aquí, no se inquiete. Viene para acá.
Cuando llegó el ferroviario, salí a su encuentro con gran histeria gritándole:
—¿Qué ha sido de ella, bon Dieu, qué ha sido de ella?
El cheminot me agarró por los brazos diciéndome con alguna rudeza:
—Mais calmez-vous! No ha pasado nada… un simple retraso… la mala coincidencia de toparnos con la patrulla de los boches. Pero no pasará nada. La traeremos en el tren de mañana…
—¡No! Tiene que detener el tren ahora mismo. Tengo que bajarme y volver a París, ¿no lo comprende? Debo ir a buscarla.
—Eso no es posible, monsieur. Estamos ya muy lejos de París. ¿Qué podría usted hacer en medio de la campiña, en cualquier pequeña estación? Nada. Es mejor que lleguemos a Chalon y que usted espere allí… bueno, del otro lado de la línea, la llegada del expreso de mañana.
—¡No puedo esperar! ¿No comprende que no puedo esperar?
—Tendrá usted que hacerlo. No hay otro modo —el ferroviario dio un paso atrás.
Y luego, Philippa me puso una mano sobre el brazo.
—Cálmese, Manuel… Todo esto es por culpa mía y lo siento más que nada, nunca debería haberme escapado con ustedes poniéndolos en peligro, pero ahora no podemos hacer otra cosa, sólo tener paciencia.
No es necesario que explique lo que fueron las horas siguientes, transcurridas en el vagón de Guitry sabiendo que de esta espera no resultaría nada inmediato, sin poder calmar la angustia, convencidos de que no resolveríamos las horribles dudas hasta al menos día y medio más tarde. Sentados en una banqueta del compartimento, Philippa y yo viajamos en silencio mucho rato mientras yo, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza gacha, repasaba una y otra vez cuanto había sucedido y me reprendía una y otra vez por mis errores y mis imprevisiones. La frontera entre la locura y la salud de la mente, entre lo racional y lo irracional reside, creo yo, en la capacidad de vencer esos reproches y de buscarles una salida positiva. En la superación está la razón. Pues no lo conseguí: en todo aquel viaje espantoso estuve sumido en una depresión profunda, incapaz de ver la luz al final del túnel, nunca mejor dicho.
Después, al cabo de horas, Philippa me cogió la mano y me la empezó a acariciar.
—Sé por lo que está pasando, Manuel, lo sé bien.
—Aj —respondí.
—Piense que nada de todo esto es irremediable —me dijo con suavidad. Y como si hubiera adivinado mis pensamientos, añadió—: Usted se reprocha el retraso en recuperar a Marie. No sabe lo que es reprocharse que el retraso resulte indiferente. Ni imagina lo que significa reprocharse la muerte de la persona que lo es todo en la vida… la muerte, Manuel, no la desaparición por unas horas.
Estuve mirándola con fijeza durante unos instantes, sin comprender lo que quería decirme, sin querer entender que ella me recordaba cuánto peor era su drama que el mío. ¿Y a mí qué más me daba? En este momento, el dolor, el miedo, la angustia eran sólo míos. ¿Qué me importaba a mí lo que hubieran sufrido otros con sus tragedias?
Apreté los labios. Y le di unas horrorosas palmaditas en la mano.
La mirada de Philippa se entristeció, oscureciéndose como si se hubiera apagado una luz en sus pupilas. Se echó hacia atrás para recostarse en la banqueta y no habló más.
—Lo siento —murmuré al cabo de un rato.
Tuvimos que escondernos una vez más, después de que el tren se detuviera en una pequeña estación rural para que subiera una patrulla alemana. La inspección fue de nuevo somera, lo que me pareció confirmar que no sospechaban que estuviéramos a bordo, lo que parecía confirmar que Marie seguía en libertad. En fin, con cualquier cosa se consuela uno.
Después, llegando a Chalon, nos hicieron saltar del tren en marcha, por cierto sin peligro alguno para nuestra integridad física, puesto que el convoy había reducido su velocidad a paso de tortuga. Con nosotros saltaron cinco o seis personas más. A todos nos esperaba Le Saunier en un bosquecillo cercano. La oscuridad era total y el frío, grande. Era de madrugada y el campo estaba blanco de escarcha.
Llegamos a Lux.
Las horas pasadas en el hotel Métropole fueron duras en extremo; entre otras muchas confusiones, no tengo recuerdo más que de la impaciencia, la frustración y el miedo. Decenas de veces me asomé a la calle principal de Lux, sabiendo que era inútil, aunque pensando en cada ocasión que, como había pasado mucho tiempo, la espera tenía que resolverse a la siguiente.
Así pasó la noche también. Me recomendaron que intentara dormir puesto que nadie llegaría antes del expreso de París. Me eché un rato pero no pude conciliar el sueño. Me levanté y me dediqué a ir y venir por la habitación y, luego, por la calle delante del hotel, como una fiera enjaulada.
Philippa tampoco dormía. Esperaba en el bar a oscuras, envuelta en una manta y, en silencio, me miraba pasar y pasear. Me parece que ella sabía lo que había sucedido, que comprendía cómo se habían torcido las cosas y por qué no regresaría Marie.
La llegada de Le Saunier acompañado por dos ferroviarios me pilló en la puerta del hotel. Con el corazón latiéndome sobresaltado, miré detrás de ellos para asegurarme de a quién escoltaban. Pero llegaban solos.
Se me vino el alma a los pies. Comprendí que algo horrible tenía que haber sucedido, algo que contradecía cualquier justicia. ¿O es que, en un cálculo normal de posibilidades, no habría sido razonable el regreso de Marie, a la que sólo un nimio error de segundos había retenido en París? De todos los instantes de que estaba hecha mi vida, no se me alcanzaba por qué precisamente escogían éste los hados para traicionarme. Ahora me obligaban a empezar de un cero inesperado.
Me senté en el banco que había en la acera. Oí que se abría la puerta del hotel y se cerraba y un momento después, Philippa se sentó a mi derecha, mirándome.
—No sabemos lo que pasó —dijo uno de los dos cheminots—. Estábamos allí sentados, haciendo nuestro trabajo… Serían las cuatro de la tarde. La demoiselle dormía sobre un banco. De pronto la puerta del andén saltó hecha pedazos y entraron los boches, gritando como posesos. Nos obligaron a ponernos contra la pared con las manos en alto y tres fueron derechos hasta donde estaba ella que, claro está, se había despertado de un salto; mientras uno la apuntaba con el fusil, los otros dos la agarraron… Nadie dijo nada: se la llevaron sin más… Ni nos miraron.
—Tuvo que ser un soplo de uno de los nuestros —dijo el otro—. Tuvo que ser un soplo… No se entiende, si no, cómo no nos hicieron nada y, sobre todo, cómo sabían exactamente… —sacudió la cabeza—. Lo pillaremos. Pillaremos al traidor…
No dije nada. Sólo bajé la cabeza. Philippa me pasó una mano por la espalda y me la colocó sobre el hombro izquierdo.
—¿Eso es todo? —pregunté—. ¿No dijeron más? ¿No dijeron adónde se la llevaban?
—Nada —murmuró Le Saunier.
La mano de Philippa me sacudió con suavidad.
El regreso a Vichy fue sombrío.
Hacía un día de frío radiante. Se había levantado la neblina y el sol de invierno lucía fuerte sobre las arboledas ya descarnadas del borde del camino. Cada árbol parecía un espantapájaros negro y retorcido y más allá de ellos, los campos en barbecho y las pocas praderas habían perdido la viveza de sus colores de otoño. La carretera, mediada la mañana, estaba desierta: recorrimos el camino sin topar con nadie. Ni un granjero sobre un carro del que tirara una acémila o una pareja de bueyes, ni un gendarme en bicicleta, ni una mujeruca deambulando con un cesto en la mano y un pañuelo en la cabeza, ni niños yendo o volviendo del colegio. Parecía como si hubieran decidido entre todos dejarme el camino expedito para mí solo.
—Me buscaban a mí —dijo Philippa.
Me encogí de hombros.
—Quiero decir que todo esto es culpa mía.
—No, Philippa. Es culpa de los alemanes.
—¿Qué vamos a hacer?
—Yo, mover Roma con Santiago para averiguar dónde está Marie y ver cómo conseguimos su libertad…
—Imagino que si me tuvieran a mí, Marie no les serviría de nada.
—No. Marie es judía. No nos engañemos. Las querrían a las dos. A usted por la enemistad de Hitler y a Marie… porque ya hemos visto lo que hacen los nazis con los judíos: los expulsan, los detienen, los envían a campos… Y ahora también los franceses nos hemos puesto a ello. ¡Cuánta miseria! No, Philippa, los judíos son los apestados de esta guerra… Lo malo, la razón de que sean los apestados es que los demás contemplamos lo que pasa con absoluta indiferencia. No nos importa gran cosa, nada de esto nos importa gran cosa —qué curioso. Intentaba hablar con sensatez, sabía que estaba hablando con sensatez, pero al mismo tiempo me veía a mí mismo como una persona separada de mí que decía aquellas cosas tan razonadas. ¿Qué me importaba a mí en aquel momento el destino de los hebreos, el de los franceses, el del mundo, si me acababan de arrebatar mi mundo?
Y frené de golpe. Sorprendida, Philippa, con las manos apoyadas sobre el salpicadero, se giró hacia mí para mirarme con sorpresa.
—¿Qué ocurre?
—No sé en qué estaría yo pensando. Parecería que por encontrarnos en la zona libre, usted está a salvo de peligros, como si Pétain nada tuviera que ver con Hitler. Ah, no, Philippa. A usted la van a buscar en la zona nono con tanto ahínco como en París.
—¿Nono? —preguntó sin poder reprimir una media sonrisa.
—Ridículo, ¿verdad? Nono por non occupée… Es infantil, pero…
—Lo he interrumpido.
—¿Eh?… Sí. Debemos esconderla. No podemos llegar a Vichy usted y yo en un automóvil de lujo como si regresáramos de un paseo turístico. Nos detendrían en el acto. No, no —bajé la cabeza—. Usted debe marcharse de Francia, qué digo de Francia, de Europa… a través de España y Portugal, a ser posible sin pasar por Vichy. ¿Sabe qué? Un compañero nuestro, un joven anarquista español, está metido de lleno en la organización de una filière de salida de pilotos y refugiados hacia España a través de los Pirineos. Se irá usted con él. ¡Claro! Con una parada en mi casa de la Provenza si le es necesario reponerse durante unos días. Pero no sé si Domingo ha regresado ya a Vichy. Y mientras va o viene, usted no puede estar allá, ¿en dónde, por cierto? Conmigo, no, desde luego —sonreí—. En casa de Olga, aún menos. No. Siento imponerle la incomodidad por unos días, pero debemos volver a Lux.
—¿Al hotel?
—Al hotel, Philippa. Es el único sitio en el que estará segura hasta que la vayamos a buscar. Es un buen escondite porque es sencillo; me parece que nuestro amigo von Neipperg cree que nuestras opciones son mucho más elaboradas de lo que en realidad son. Nos buscará en los sitios que a él le parecen lógicos, en los lugares en los que él se escondería, no en un hotel de mala muerte en la misma línea de demarcación —me apeé del auto y, de pie en el macadán, me quité el cinturón. Lo abrí, saqué cinco mil francos y se los di.
Al principio no quiso aceptarlos.
—Es una cantidad excesiva, Manuel.
—No… Le permitirá salir de cualquier apuro hasta llegar a Lisboa. ¿Tiene usted modo de conseguir dinero una vez allí?
—Sí, claro, en mi cuenta del Lloyd’s.
—Pues ya está.
—Pero es demasiado.
—No, no es demasiado. ¿Qué quiere usted que haga con ese dinero?
—No sé, Manuel. Tal vez conseguir la liberación de su Marie…
—No importa. Tengo más.
—Muy bien. Acepto. Pero sólo es un préstamo.
—De acuerdo.
Y con esto, giré el coche y arranqué, de nuevo en dirección a Lux.
Por primera vez en mi vida, me veía abocado a hacer frente a las exigencias planteadas por un problema mayúsculo sin tiempo de ponderar los pros y los contras, los riesgos y las ventajas (o, por ser más preciso, las ventajas de actuar con cobardía). También era consciente de que todo pendía de un hilo, mi equilibrio mental, mi capacidad de raciocinio… todo. Un pequeño empujón, apenas moral, me derribaría. Y este todo giraba en torno a la esperanza de recuperar a Marie, en torno a la tenue posibilidad de que Marie me fuera devuelta por sus captores. Aunque no quería pensar en ello, creía que si ese vínculo entre el regreso de Marie y la continuación de mi existencia se rompía, con toda seguridad yo traspasaría el umbral de la locura.
Llegué a Vichy como un poseso, decidido a hacer lo que fuera preciso, bueno o malo, valiente o miedoso, para conseguir localizarla y obligar a quien fuera a que me la restituyeran. Corrí al hotel des Ambassadeurs a buscar alguna cara amiga (pensaba sobre todo en Luis Rodríguez, nuestro sereno ángel de la guarda mexicano), pero ninguno de mis compañeros se encontraba allí.
También me acerqué al hotel du Parc para hablar con Armand y pedirle consejo. Necesitaba encontrar el camino más rápido para entrar en contacto con quien más mandara en estos asuntos. En los dos sitios dejé recados de que me buscaran en casa de Olga Letellier, en cuyo salón me instalé sin pedirle siquiera permiso.
A los pocos minutos llegó Olga e instantes después, Armand. Ella acababa de merendar con sus amigas en Quatre Chemins y regresaba encantada de haber conseguido, además, comprar en el salón de té una bolsita de grageas de Vichy, tan escasas en estos momentos, «querido, como el hielo en el desierto». No le di oportunidad de ofrecerme una taza de té. Y a los dos les conté a borbotones lo que había sucedido desde nuestra marcha de Vichy, el paso de la línea, París, Philippa, la huida, la captura de Marie, todo.
—Pero ¿están bien, están bien las dos? —me preguntaban una y otra vez sin conseguir que interrumpiera mi relato para contestarles.
—¡Ah, mi pobre Marie! —exclamó por fin Olga, que durante todo el tiempo había permanecido con las manos juntas a la altura del pecho y los dedos entrelazados, como si estuviera rezando.
—La recuperaremos —dijo Armand.
—¡Ah, cómo me gustaría estar tan seguro de ello como ustedes! —exclamé con desesperación.
—¡Pero Philippa está en Lux, entonces! Debo ir a visitarla inmediatamente.
—No, Olga, eso no es posible. Ahora, si queremos que siga a salvo, debemos mantenerla alejada de nosotros. Nadie debe sospechar siquiera que se encuentra aquí cerca.
—¿Y cómo resolvemos este problema? ¿Cómo conseguimos que nos devuelvan a Marie?
—No sé, Armand. De verdad que no lo sé. Me parece que nuestro único camino sería buscar a alguien de la administración que nos pudiera ayudar a entrar en contacto con los alemanes y que nos indicara qué debemos hacer…
—Brissot…
—¡Brissot de Warville! Claro que sí. ¿No es el jefe del contraespionaje? Él sabrá cómo ayudarnos —dije, no sin optimismo. Pero enseguida volví a desanimarme—: aunque si se considera que Vichy y Berlín están en completa sintonía, no sé cómo vamos a arrancar a unos el apoyo necesario frente a los otros para que hagan algo contrario a los intereses de ambos… ¡Qué galimatías! Por más que, dios del cielo, liberar a Marie no me parezca que sea para ninguno la cosa más trascendental de esta guerra… ¿No?
—Sí, no se me ocurre nadie más apto que Brissot. Es persona bien situada en los corredores del poder, que maneja los hilos de la influencia y de la información como nadie…
—… y que, además, es un patriota francés, un hombre que se siente enemigo de los alemanes… Conoce al padre de Marie… ¿Se acuerdan de que lo comentó? No, no. Desde luego, es la persona ideal. ¿Podrá usted organizarme una entrevista con él? Espero que él quiera. Nuestros últimos encuentros no fueron demasiado cordiales que digamos. ¿Recuerdan la cena de despedida de Arístides?
—Sí, y las veces que Marie discutió con él. Pardi, y con qué dureza lo hizo. En fin, esta misma tarde lo llamaré y trataré de montar una reunión si es posible.
Cuando Armand se hubo marchado a gestionar mi entrevista con Brissot de Warville, me quedé con Olga, sentado en una butaquita frente a ella.
—¿Y encontraron ustedes a Philippa vagando por la calle en busca de comida? ¡Qué vergüenza me da pensar en una persona como mi amiga pidiendo limosna por las calles de París!
—No lo considere usted así, Olga. Philippa no pedía limosna; eludía a los nazis que la perseguían, lo que es mucho más digno.
En ese momento entró una de las doncellas y anunció:
—Monsieur le ministre Rodríguez.
Luis entró aún con el sombrero en la mano y en estado de gran agitación.
—¡Ah, mis queridos amigos! ¡Cuánto disgusto! Venía para acá atendiendo al recado que usted me había dejado en el hotel, querido Manuel, y en la calle me he topado con Armand que me lo ha contado todo. ¡Dios mío, Marie! ¡Qué mala suerte! Estoy, por supuesto, a la disposición de ustedes para hacer cuanto esté en mi mano para obtener su libertad y un salvoconducto hacia donde sea más conveniente —dejó el sombrero sobre una de las butacas y de ahí lo rescató la doncella al instante.
Se me había hecho un nudo en la garganta.
—Querido Luis, ¡qué buen amigo! Yo… yo… estoy desesperado, no sé qué hacer, estoy confuso… no sé. Pero agradezco su amistad. Se lo agradezco. En momentos como éste, los amigos son en verdad indispensables. ¿Qué podemos hacer, dios mío? Es verdad que Armand está realizando en estos momentos una gestión para conseguir llegar hasta los alemanes a través de la policía o del ejército. ¿Servirá de algo? Sólo queda esperar.
—El conde Hourny, tal vez… —dijo, pensativo Rodríguez—. ¿Laval? ¡Claro, Laval! Laval me debe una audiencia. Yo, como ministro de México, solicitaré una audiencia.
—Sí, desde luego —dijo Olga y, dando (una vez más para mi sorpresa) muestra de su notable buen tino, añadió—: Pero, Luis, ¿cree usted expeditivo y eficaz invocar un motivo particular como es el de la detención de Marie? ¡Una sola ciudadana frente a los problemas de millones de personas! Quiero decir, ¿no le indicarán más bien que estas cosas deben ser tratadas a otro nivel? O, en el mejor de los casos, ¿no le harían esperar un tiempo precioso antes de concederle la audiencia?, ¿no?
—No, Olga. El motivo de la audiencia es otro completamente diferente —Rodríguez se calló bruscamente y bajó la cabeza. Por fin, con grave solemnidad, añadió—: debo ver al viceprimer ministro de Francia para presentarle una protesta formal de mi gobierno por el trato que este país ha dispensado a don Manuel Azaña, presidente de la República española…
—¿Ahora? ¿Nos quejamos del maltrato ahora?
—Ahora, sí, Manuel —de golpe comprendí lo que me iba a decir y me puse en pie.
—Oh, no —exclamé.
—Sí, Manuel. La razón es la más triste de todas las posibles: hace dos días el presidente Azaña murió en el hotel en el que estaba refugiado en Montauban.
—Válgame el señor. Don Manuel muerto…
Rodríguez prosiguió con indignación:
—Con la policía política franquista prácticamente a los pies de la cama del enfermo, con el embajador franquista Lequerica intentando que los alemanes entraran por la fuerza en el hotel para detenerlo. ¡Un moribundo! Aquellas hienas ni siquiera querían darle tregua en su lecho de muerte. Y para coronarlo todo, las autoridades francesas se cubrían de ignominia al negarle, al negarme… ¡el propio Pétain!, permiso para trasladarlo a un lugar más saludable y menos peligroso… A la casa de usted en la Provenza, por ejemplo, como habíamos hablado. Aj, estas cosas hacen que uno se avergüence de pertenecer al género humano —él, siempre tan amable, de tan buenas maneras, no estaba siendo capaz de contener la ira que lo sacudía—. Este momento histórico —dijo pegando con un dedo furioso repetidas veces en el pequeño velador que tenía delante—, permanecerá en la memoria colectiva como la indignidad de Francia. Pero hay más: no para ahí la cosa, no crean. La miseria es aún mayor porque, acumulando ignominia a indignidad, primero, la cacareada III República de los grandes valores democráticos y, después, el gobierno de Vichy, han dispensado un trato criminalmente inhumano a los miles de refugiados escapados de la guerra de España… gentes cuyo único delito consistía en huir de la carnicería que les preparaba el general Franco como fin de fiesta. Reclamaban sólo un poco de solidaridad. Mujeres, niños, ancianos, heridos, moribundos, desahuciados… ¿Es éste el famoso país de la hospitalidad y la acogida? ¿Acogidos? ¿Acogidos? —repitió alzando la voz—. Acogidos en campos de concentración para ser tratados como bestias. ¿Francia? ¡El país de los cobardes! ¡Malditos sean! —se había puesto de pie, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo y los puños apretados. Temblaba.
Y de pronto se le escapó un sollozo largo y ronco salido de la propia entraña.
Tardó un buen rato en recuperar la compostura, mientras yo lo miraba sobrecogido, con el corazón arrebatado por la emoción.
—Azaña. No fui capaz de defenderlo.
—¿Cómo murió? —preguntó Olga, que había seguido toda la diatriba sin levantar los ojos del suelo.
—Ah, estaba ya muy mal. Recordarán que les dije que le había dado un pequeño infarto cerebral… El corazón no lo ha resistido…
—¿Y madame Azaña?
—Una mujer de gran entereza. Pasa por unos momentos particularmente difíciles, no sólo por la muerte de su esposo, sino también por el encarcelamiento en España de su propio hermano, don Cipriano Rivas Cherif, cuya vida pende de un hilo…
—¡Qué monstruosidad!
—Una monstruosidad, sí, que se une a la de la entrega de don Lluís Companys a los facciosos hace bien pocos días. ¡Ah, se les escapó Azaña y se tomarán la venganza con Companys! Miserables —levantó la cabeza y nos miró—. Comprenderán ustedes que con este motivo, a Laval no le va a resultar fácil negarme una audiencia o resistirse a escuchar cuanto le tengo que decir…
—Sí, Luis, pero tal vez ése no sea el mejor momento de plantearle el asunto de Marie.
—¿Lo dice por la dureza de los términos de la reunión? —asentí—. Puede que tenga usted razón. No sé… Una vez que lo tenga delante, ¿quién me detendrá?
Estuvimos en silencio durante un buen rato, hasta que una de las doncellas anunció la presencia de Armand, que regresaba acompañado por Domingo. Este hombre se movía por la geografía francesa como si dispusiera de alas.
—¡Camaradas! —exclamó nada más vernos. Sonreía. Luego se volvió hacia mí y de golpe recuperó la seriedad, por más que tan sobrio gesto en la expresión no pareciera casar con su carácter: durante todo el tiempo que lo conocí, Domingo fue de natural más risueño que solemne, un desenfado que no dejó de chocarme en un luchador tan radical, hasta que por fin comprendí que en él la alegría y la extraversión no estaban reñidas, ni mucho menos, con la crueldad y la violencia—. Me he enterado de lo de Marie —dijo con la voz enronquecida por la emoción—. Lo siento Manuel… una verdadera judiada —miró a su alrededor con las cejas levantadas y se encogió de hombros. A otra cosa—. Pero no te preocupes: la recuperaremos pronto. La guerra tiene estas cosas. Castiga a ciegas. Es injusta. Pero, bah… Marie ahora no es una combatiente. Es sencillamente una víctima. La recuperaremos… y pronto.
—¿Sí?
—Claro. A los nazis no les interesan las víctimas. Sólo piensan en la victoria, en conquistar. ¿Para qué quieren prisioneros si ya son dueños de todo? Y menos, prisioneros franceses. Na… qué va. El día menos pensado la pondrán en la calle. No te preocupes, camarada.
—¿Sí? —pregunté de nuevo.
—Te lo garantizo. Y entonces iremos tú y yo a por ella y la traeremos en volandas como si nada.
—Bueno, Domingo —dijo Rodríguez—, además estamos preparando algunas gestiones para no dejarlo todo al azar de la buena fortuna —sonrió con indulgencia.
—¿Ah sí? Al compañero dios rogando y con el mazo dando, ¿eh? —dijo. Soltó una gran carcajada.
—Que dit-il? —preguntó Olga.
—Rien, il blague, nada, bromea —expliqué.
—Bromeo, bromeo —rezongó—. Ya, bromeo. Yo siempre hablo en serio. Otra cosa hubiera sido si me hubierais preguntado por Jean Lebrun. A ése lo han detenido en París en una redada de comunistas… Bastante peor que lo de Marie porque a Jean lo han detenido los franceses, que son más malos que las ratas —nos miró a todos, uno a uno—. Me parece, compañeros, que vuestro GVC se ha quedado en cuadro —rió—. Pero que no cunda el pánico: aquí está Domingo González, combatiente, dispuesto a suplir a quien sea.
—No es lo mismo —dijo Armand en voz queda. Domingo se volvió a mirarlo, dudando de si ofenderse y después rió de nuevo.
—¡Ah, ya entiendo! No estoy ni la mitad de bueno que Marie —levanté la mirada—. No te enfades, Manuel, que es una broma. Pero os garantizo que valgo por dos y —se volvió hacia mí—, mientras no recuperemos a Marie de una manera o de otra, sería de imbéciles quedarnos ociosos, ¿no? —nadie le contestó—. Estamos en guerra, compañeros, y la propia Marie nos reprocharía que no hiciéramos nada, ¿eh?
—Mira —dije—, en eso tienes razón. Marie no nos lo perdonaría.
—¡Claro! Claro que tengo razón… ¿Recuerdas lo que hablamos en Les Baux?
Arrugué el entrecejo.
—No. ¿Sobre qué?
—Sobre Raphaël Alibert.
—Estás loco, Domingo.
Armand se sobresaltó.
—No estoy loco. Por algún sitio tenemos que empezar las «hostialidades» —dijo riéndose.
—Un momento —interrumpió Armand—. Si he entendido bien lo que me explicó Manuel someramente, se trataría de atentar contra la vida de monsieur Alibert…
—Mais c’est de la folie! —exclamó Olga, escandalizada—, ¡es una locura! No permitiré nada de eso en mi casa.
Luis Rodríguez, que hasta ese momento había permanecido en silencio, levantó una mano.
—Debo marcharme. Si me lo permiten, mi condición de representante de un país en el que se respetan con todo rigor las leyes y que tiene relaciones diplomáticas con Francia me impide participar en una discusión de este tenor. Lo lamento muchísimo, pero debo marcharme. —Estaba muy serio.
Armand dijo:
—Lo comprendemos bien, Luis. Es más, estoy seguro de que a todos nosotros nos parece razonable su postura —nos miró y los demás asentimos.
Luis suspiró. Se puso en pie y besó la mano de Olga, a la que la brutal sorpresa de los propósitos de Domingo había dejado momentáneamente muda, no sé si de indignación o de espanto.
—Hasta muy pronto —dijo, y se fue.
—Necesito una explicación —exigió Armand.
—Esto es la lucha del GVC, querido amigo —contestó Domingo—. Para eso está… para eso lo creasteis vosotros. ¡Esto es la guerra! Y Alibert, uno de nuestros peores enemigos. Hay que cargárselo. ¡Menos panfletos y más bombas!
—¡Oh no! —suspiró Olga poniendo los ojos en blanco.
Raphaël Alibert era un fanático de todos conocido. Mediocre profesor de ciencia política, había conseguido llegar a Vichy y al poder para tomarse la venganza por todo y de todos por cuanto éxito no había conseguido en la vida, el fracaso de la cual atribuía a los demás y no a su cretinismo moral. Autor del estatuto de los judíos y de gran parte de los textos de la nueva constitución, ministro de justicia en el gobierno de la Francia nono, su sectarismo había seducido (cómo no) al mismísimo Pétain. Mala gente. Maurice Martin du Gard, el ácido corresponsal en Vichy de la Dépêche de Toulouse, al que yo conocía bien de nuestros tiempos de París, me había explicado con sorna, una tarde tomando el té en el Parc, quién era este Alibert.
—Un gallo enorme y ampuloso, con una carrera política inexistente, forzosamente ociosa porque hasta cuando concurrió a las elecciones para ser diputado frente al más mísero legislador de Francia fue vencido con ignominia. ¡Él, que iba a salvar a Francia! Sólo que, en lugar de hacerle comprender sus propias limitaciones, la derrota estimuló en él un rencor absoluto contra esta Tercera República que se mostraba indiferente ante sus méritos. Pero, por más que sea un payaso, no desdeñe usted la capacidad de Alibert de causar el mal, no la infravalore. Ah, amigo mío, un pobre hombre, un mediocre que por fin ha conseguido sentar su pesado culo en la silla del poder que considera suya por derecho propio. ¿Sabe usted de lo que es capaz un tipo así? Es lo más peligroso que puede ocurrimos. Imagíneselo: ¡ministro, revolucionario, constituyente! Un pobre hombre que se considera un héroe y que no pasa de ser un peligroso enemigo de la república. Líbrenos dios.
—¡Pero Domingo, hombre de dios! —exclamé—. Nosotros no somos revolucionarios ni terroristas… no tenemos madera de justicieros. Incluso si no me importaran las consecuencias, ¿cómo podría yo apuntar al corazón de una persona, por mucho que se llame Raphaël Alibert, y apretar el gatillo? ¿Yo? ¿Causar la muerte? ¡Quia!
—Prohíbo que se hable de estos asuntos en mi casa —dijo Olga con decisión.
—No es eso, compañero, no es eso —prosiguió Domingo como si Olga no hubiera hablado—. Cuando vosotros creasteis el Grupo Vichy de Combate, lo hicisteis con un objetivo bien claro: proseguir la guerra, no dejar que se apagara la llama de la resistencia. Me dijo Rodríguez que él os había impulsado a difundir panfletos porque estabais poco decididos a la acción…
—Y seguimos sin estarlo, Domingo.
—Paparruchas. Ésta es una cuestión de lógica y de seguir las cosas hasta sus consecuencias últimas. Dime, ¿queréis continuar la guerra?
—Claro.
—¿Cómo se derrota al enemigo?
—No me preguntes eso, que no soy un estratega…
—Infligiéndole bajas —se contestó Domingo.
—Bien. ¿Y?
—Infligiéndole bajas —repitió.
—¿Y qué? No somos soldados.
—¡Ahí es donde te equivocas compañero! Sí sois soldados. ¿O es que te crees que en una guerra como esta puede distinguirse entre los soldados que mueren y la gente que cena en los restaurantes de lujo? O sea que los que van a a los comedores no tienen nada que ver, ¿eh? Ya verás si son combatientes o no cuando los pillen los aviones con sus bombas o cuando los hagan prisioneros y los lleven a campos de concentración. ¿Qué crees, que todos los que acabamos en Prats de Molló éramos milicianos? ¿Las madres y los niños de teta también?
Armand dijo:
—Pero nuestra voluntad tiene poco que ver con nuestra habilidad, Domingo. Si preparáramos un atentado contra Alibert, es más que probable que no consiguiéramos hacerle ni un rasguño y que acabáramos todos en el cementerio…
Domingo sonrió.
—No, compañero. Para eso estoy aquí. Yo soy un profesional. ¡El primer profesional del GVC! Lo haremos entre todos.
—¡De ninguna manera! —exclamó Olga con gran enfado.
—Usted no, Olga, usted no —rió con estrépito—. No la veo con una bomba en el bolso, aunque bien pensado…
—¡Qué horror!
—… Pero, este apartamento nos es indispensable como centro de operaciones…
—¡No! ¡Bajo ningún concepto!
—¿Dónde guardaríamos la pólvora y la metralla? ¿Dónde podríamos reunirnos?
—Soy una persona de orden —protestó débilmente.
—Pero, Olga, piénsalo. Si uno solo de los panfletos que hacéis aquí es leído por un hombre decidido, si una sola de las frases que ponéis lo convence, si un día decide matar a un alemán porque, gracias a vuestro periódico, ha comprendido que hay que luchar… y lo mata, ¿eso te hace menos culpable que si apretaras tú el gatillo? ¿Eh? Tú, Olga, por ponértelo más fácil, verás un paquete en una de tus habitaciones y ni siquiera tendrás por qué saber qué tiene dentro, ¿no? No intervendrás para nada en el resto de la operación. Pero, amiga mía, ¿no ver la sangre te hace menos culpable? No, pero no porque no hayas apretado el gatillo, sino porque en la guerra todos los enemigos de un bando son enemigos al mismo nivel, disparen, escondan, escriban o mientan… el objetivo de todos ellos es el mismo: la derrota del de enfrente. En las guerras totales todos somos soldados incluso si no queremos estar involucrados: nadie se queda fuera. Si me apuras, todos somos víctimas hasta que somos combatientes. Todos. En algún momento hay que decidirse por un bando, como vosotros hicisteis, y ése es un compromiso total —nos miró a los tres, uno por uno. Quedamos en silencio—. Decidido, entonces.
—No sé —dije—. Hasta que no consiga que nos devuelvan a Marie, mis preocupaciones principales son otras, Domingo.
—¡Ni hablar! Marie es parte de la lucha. Esto de Marie forma parte de la lucha, compañero —insistió—. Que sea tu novia no la saca de la guerra: está en manos del enemigo y el deber de rescatarla no es sólo tuyo sino de todos nosotros —se encogió de hombros—. Bien, a lo que vamos. Busquemos una fecha. Tiene que ser una fecha significativa… ¿Qué pasará de aquí a…?
—Domingo, las fechas significativas son siempre las efemérides, las conmemoraciones de algo… —dijo Armand.
—¡El armisticio de 1918! —exclamé—. El 11 de noviembre…
—¡Fantástico! Es la mejor fecha posible… Uf, camaradas, falta poco menos de una semana. No sé si llegaremos a tiempo, pero la fecha es perfecta. El día en que Francia derrotó a Alemania, ¿os dais cuenta? Vuela por los aires un colaboracionista miserable y en el culo lleva pegado un cartel que pone viva De Gaulle —soltó una carcajada—. Nos queda mucho por hacer —añadió, frotándose las manos.
—¿Mucho por hacer? —balbució Olga.
—Mucho. Por de pronto, tengo que viajar al Pirineo a ponerme en contacto con los camaradas del Valle de Arán y hacerme con una bomba… en fin, pólvora y metralla, ya sabéis, y volver a tiempo… ¡Mierda!, hay poco tiempo.
—¿Y vas a viajar por media Francia con una bomba debajo del brazo?
—No os preocupéis por eso. Todavía no ha nacido quien pueda conmigo… —sonrió—. Vosotros tenéis que preparar el resto.
—¿El resto? —preguntó Armand.
—Sí. No es complicado. Éste es un atentado sencillo. No olvidéis que es el primero, que no se lo esperan, que si actuamos con rapidez y decisión, habremos desaparecido antes de que se den cuenta. Tenemos que saber dónde vive Alibert, cuáles son sus itinerarios… con lo pomposo que es, seguro que para hacer cien metros usa el automóvil. Habrá que decidir si le ponemos la bomba…
—¡Qué barbaridad! —exclamó Olga.
—… en su vivienda, en el coche, en la calle por la que pasa… Habrá que decidir la hora del atentado. Habrá que decidir las medidas de seguridad para que todos nos libremos… en fin, ya sabéis. Hay poco tiempo. Tú, Armand, analiza los lugares de trabajo de este tipo, su vivienda…
—Eso ya lo sé: vive y trabaja prácticamente en el Parc.
—Eso complica las cosas. Tendremos que ponerle la bomba en el auto… O tal vez… tú, Manuel, mira a ver si Alibert se pasea por el parque, si podemos acercarnos a él, si podemos esperar a que anochezca. Sería más fácil descerrajarle un tiro.
—¿Y yo qué hago? —preguntó Olga, temiendo sin duda que se le encargara de algo en verdad peligroso.
—Nada por el momento, Olga, nada por el momento… ¿Estamos de acuerdo? Me voy, entonces. Estaré de regreso el día diez.
—Vete con cuidado.
—No temáis. Viva la revolución —sonrió. En el umbral de la habitación se detuvo y se dio la vuelta. Nos guiñó un ojo—. Trabajad duro, ¿eh? Hasta pronto, compañeros.
Lo que recuerdo con mayor claridad de aquel momento es la expresión derrotada y asustada de Olga Letellier. Supongo que reflejaba lo que todos sentíamos pero que hubiéramos querido esconder. Por dios. Ella, pobre mujer, era una persona de orden a quien la tentación más delictiva de su vida no había ido con seguridad más allá de sisar una gragea de Vichy de alguna cestita colocada en el mostrador de cualquier salón de té. Pero ¿y nosotros? ¿Yo, un hombre de bien, pensando en acabar con la vida de otro?
Santo cielo, pensé. ¿Es así la guerra? Pero enseguida volví a lo que me obsesionaba: ¿y Marie? Antes de separarnos aquella tarde, pregunté a Armand con quién creía que me acabaría entrevistando para conseguir que me ayudaran a liberarla. Me dijo que no lo sabía aún pero que esperaba tenerlo resuelto a la mañana siguiente. ¿Brissot de Warville? ¿Bunny Chambrun? ¿Laval? Qué más me daba. Cualquiera de ellos. ¿Qué más me daba a mí quién tuviera la llave de la libertad de Marie, con tal de que fuera alguien a quien yo pudiera convencer?
Al final, mi interlocutor no fue Brissot. Ni lo fueron Hourny ni Laval, ni, santo cielo, nuestro aristocrático comandante conde von Neipperg.
Cuando al día siguiente salía de mi hotel con intención de dirigirme al Ambassadeurs para cerciorarme del estado en que se encontraban las gestiones de Armand y de Luis Rodríguez, desde detrás de mí, tiró de la manga de mi abrigo un hombrecillo al que, al volverme para mirarlo, reconocí inmediatamente. Era el repulsivo ciutti de Brissot, el mísero enano que nos había vigilado a Luis Rodríguez y a mí cuando, meses atrás, en la cafetería del pasaje Giboin, el mexicano me contaba su entrevista con el mariscal Pétain a propósito del trato que Francia estaba dispensando a don Manuel Azaña. El mismo espía de tres al cuarto que nos había estado siguiendo en el hipódromo cuando Rodríguez se enfrentó al embajador Lequerica. El mismo al que no había prestado más que una atención desdeñosa en cada ocasión en que me topaba con él por las calles de Vichy. Siempre me parecía que sus apariciones repentinas se tenían que producir por alguna alcantarilla de la que escapaba como un mal olor para eclipsarse después al buscarlo yo con la mirada; era patético: se desvanecía, escondiéndose detrás de otros transeúntes o en oscuras callejas, abundantes en esta capital de pacotilla. Seguro que no habría de haberle importado esconderse en los cubos de basura con tal de mantener vigilado a uno de sus sospechosos, yo entre ellos. Pero fue aquella mañana, al tener que ocuparme de él, cuando por primera vez fui consciente de que en numerosas ocasiones lo había visto sin verlo: estaba lejos, a la sombra de un árbol, detrás de una estatua, a unas decenas de metros y antes de doblar una esquina para desaparecer, me dirigía una sonrisa irónica que ponía al descubierto su dentadura irregular y sucia. Un tipo repugnante.
Se me había acercado sin que me percatara de ello.
—Eh —me dijo—. Usted —en la comisura de los labios llevaba una colilla apagada.
—¿Qué quiere?
Me miró con insolencia.
—Suivez-moi, sígame.
Me latía el corazón.
—¿Adónde? ¿Para qué?
Echó a andar sin contestarme y yo le seguí a unos pasos de distancia, comprendiendo que me llevaba hasta donde estaría Brissot. Se lo pregunté y se volvió a mirarme con el mismo impertinente desprecio de costumbre. Luego se encogió de hombros y siguió adelante.
No tuvimos que andar mucho. Fuimos derechos al hotel du Parc, delante de cuya fiera guardia pasamos con apenas un gesto de la barbilla del hombrecillo que me guiaba; decidí que tenía que llamarse Jules. Tenía cara de Jules, estatura de Jules, modales de Jules. Jules.
Atravesamos el vestíbulo y nos dispusimos a subir por la escalera principal, llena a esta hora de gentes que subían con aire afanoso o bajaban con suficiencia a cumplimentar sus recados. Vestidos con la mayor elegancia posible (por más que apareciera arrugada la parte trasera de la mayoría de las chaquetas, abultada la rodillera de muchos pantalones y, mirando con atención, deshilachados muchos de los cuellos y puños de unas camisas que en tiempos mejores habrían estado bien planchadas), llevaban el aire de quien realiza una misión trascendental para el buen fin del Estado y la mirada servil de quien vendería a su madre a cambio de la más nimia de las prebendas. Esto era Vichy: lo que se movía por esta escalera a la velocidad de las cucarachas pero con la untuosidad de los ciempiés era el conjunto de los hombres que conformaban esta patética capital de prestado de una república ya inexistente. Subía y bajaba escalones enmoquetados el aparato grosero de los ambiciosos, arribistas y felones que constituían el círculo protector y al tiempo parasitario de Philippe Pétain.
Daba verdadero asco. Aquel día 6 de noviembre de 1940, sin embargo, no tenía sentimientos críticos hacia mi entorno, no padecía ni disfrutaba como hasta semanas antes con la observación de lo que me rodeaba. Sólo me animaba la urgencia; con la mirada puesta en el objetivo único de recuperar a Marie, nada habría sido capaz de desviarme de él, ni siquiera la labor de información requerida por Domingo para preparar «nuestro» atentado contra Raphaël Alibert.
Abriéndonos paso por entre todos aquellos funcionarios, negociantes, periodistas afines, fascistas imbuidos de santa misión redentora, matones, gorrones, delincuentes y estafadores, fuimos subiendo con dificultad hasta alcanzar la tercera planta del hotel.
La planta del mariscal, pensé. No irán a hacer que me entreviste con él. Sé que sería inútil: ese viejo chocho no movería un dedo por nadie. Sería una salva desperdiciada. Oh, por dios, que no sea él, me dije.
Pues no era Pétain quien me reservaba el honor de una conversación, sino Bousquet.
En la puerta de una de las habitaciones de la planta me esperaba Armand con cara satisfecha. Me tendió la mano derecha sonriendo.
—Le espera monsieur René Bousquet —y me guiñó un ojo cómplice. Jules me miró como si mi obligación hubiera sido acceder a la presencia del gran hombre arrastrándome. Le devolví la mirada con frialdad. Armand me franqueó la entrada y cerró la puerta detrás de mí.
—¡Ah, cher ami! —exclamó Bousquet al verme. Acabó de anotar unos papeles que estaba revisando y se levantó para venir a mi encuentro. Me saludó efusivamente—. Siéntese, siéntese, por favor —dijo. Él sí iba vestido de modo impecable, con un traje cruzado gris y una corbata de seda azul. En la solapa llevaba una diminuta francisque de plata y del mismo ojal partía la delgada cinta roja de la Legión de Honor. Cualquiera con un mínimo sentido estético no olvidaría fácilmente sus manos elegantes de uñas manicuradas y pulidas ni el rostro inteligente y atractivo, en el que sobresalían aquella nariz suya, agresiva como el pico de un halcón, y la mirada aguda y profunda bajo los abultados párpados. Me producía la mezcla de prevención y simpatía que sólo los hombres poderosos son capaces de inspirar. Lo miré a los ojos y esperé a que hablara.
—Sé por de la Buissonière que tenemos un problema difícil de resolver…
—Marie Weisman…
—Marie Weisman, sí. La hija de la buena amiga de mi madre que yo mismo recomendé a Olga Letellier…
—Sí.
—… Hmm… Si no estoy equivocado… hablemos con franqueza, ¿no le parece?, usted monsieur de Sá tiene un interés especial por esta señorita, un interés digamos sentimental…
—No es ningún secreto para quienes nos conocen.
—Ya. Me dicen que en muy pocas semanas han trabado ustedes una amistad especial…
—… mire, monsieur Bousquet, Marie ha aceptado mi proposición de matrimonio —dije un poco a la defensiva.
—¡Ah, mais quelle bonne nouvelle, qué buena noticia! Entonces ambos tenemos gran interés en que nos sea devuelta a la mayor brevedad posible. El cautiverio nunca es bueno y menos en una joven tan vital como Marie. Nunca me perdonaría que le pasara alguna cosa desagradable. Tengo un importante deber de amistad que me obliga vis-à-vis de Olga y, sobre todo, del profesor y de la doctora Weisman…
—Sé que usted conoce a los padres de Marie y que…
—¡Ah sí! Los conozco muy bien y, si me permite usted la confidencia, en unos momentos en los cuales la vida es difícil para los israelitas en Europa, el profesor Weisman goza del respeto de la comunidad intelectual de Francia…
—Pero ha sido expulsado de la Sorbona.
—Lo sabemos bien. Son las dificultades que nacen de tener que adoptar una política coherente y global hacia una raza, la judía, que nunca ha sido particularmente solidaria con el resto de los pueblos de Europa —me miró esperando algún comentario por mi parte, pero preferí callar—. Ah, les juifs, les juifs —de pronto me espetó—: ¿Es usted partidario de la raza judía, monsieur de Sá?
—No particularmente, no.
—Por tanto, es usted antisemita —levantó una mano y sonrió—. Al menos, un poco antisemita.
Hice un gesto de aceptación resignada.
—Ya veo. Y, sin embargo, su novia es judía y, por lo que me dice, espera usted casarse con ella.
—Sí. Pero no creo que los sentimientos individuales tengan nada que ver con una opinión sociológica colectiva.
—No, en efecto. Comprenderá usted, entonces, que yo sienta el mayor respeto por el profesor Weisman y el mayor afecto por su hija, al tiempo que me parece razonable vigilar y limitar las actividades de la comunidad judía en Francia.
—Bueno, si uno piensa que se trata de una comunidad de pequeños burgueses que no hacen daño a nadie…
—¡Sí hacen daño, mon cher! Porque no son los pequeños judíos los que constituyen un peligro social y político, sino quienes los arropan haciendo de ellos un compartimento estanco. Son los grandes millonarios e industriales, los Rothschild y los Citroën, los barones de la prensa detrás de los que se esconden, quienes son la argamasa de un formidable grupo de presión y explotación… ¡Y encima, Hitler nos envía a sus propios judíos para que nos ocupemos de ellos aquí!
—Pero eso, señor Bousquet, no justifica la persecución de los judíos franceses…
—¿Ah, no?
Comprendí que había tomado un sendero equivocado.
—Quiero decir que tal vez los judíos franceses merezcan ser vigilados y controlados, pero también que si se han hecho acreedores a ello es por méritos propios y no como responsables de las acciones de los de su raza en Alemania —pensé que si Marie me hubiera oído, yo habría pagado caro las tonterías que estaba diciendo; en mi descargo, me aduje que diría lo que fuera con tal de que ella recobrara la libertad.
Bousquet me estuvo mirando en silencio durante un buen rato.
—Ya —dijo por fin—. A lo que íbamos. Pese a mis opiniones y pese al hecho de que por ser un funcionario, un alto funcionario si usted quiere, debo respetar, acatar y hacer cumplir las leyes, entre las que se encuentra el Estatuto de los judíos, estoy empeñado en conseguir dos cosas: por una parte, la readmisión del profesor Weisman en su cátedra de la Sorbona y, por otra, la libertad de su hija Marie —extendió las manos sonriendo—, para que ustedes dos puedan casarse.
—No sabe usted cuánto me alivia oírle decir todo esto.
—Ah, no, no. Lo hago de mil amores. No lo tome usted como un favor. Francia protege a sus ciudadanos y los seguirá protegiendo en toda circunstancia. No lo olvide nunca. Y cuando haya recuperado al profesor y a su hija, ni se le ocurra decir que los he ayudado. Antes bien, le exijo que usted, señor de Sá, explique a quienes le quieran oír que sólo gracias a su gestión se han conseguido ambas cosas —rió con alegre sorna—. Es mi regalo de boda: de un solo golpe habrá usted conseguido a su novia y la simpatía de su suegro. Ya ve usted qué fácil es —guardó silencio por unos segundos y después se inclinó hacia delante. De nuevo me miró directamente a los ojos—. Y ahora, dígame una cosa, monsieur de Sá. Usted sabe tan bien como yo que la guerra distorsiona los mecanismos de funcionamiento normal de una sociedad, ¿verdad? —asentí—. Bien. La mayor parte de las situaciones que se plantean durante una guerra son extrañas, fuera de lo común. Están lejos de toda lógica e incluso de toda ética tal como interpretamos ambas cosas en tiempos de paz. Es más, la mayor parte de las veces exigen decisiones anormales, incluso irracionales. ¿Sí?
—No veo adonde quiere usted llegar.
—Tenga usted un poco de paciencia y lo comprenderá. Dígame. Si apretando esta campanilla —me señaló un timbre de los que suele haber en las recepciones dé los hoteles; estaba en una esquina de la mesa de trabajo y quien quiera que fuese debía de utilizarlo para convocar a la secretaria—, si apretando, usted pudiera hacer que miles de franceses sufrieran menos en esta guerra, fíjese que no digo dejaran de sufrir, no soy un iluso… sufrieran menos, ¿tocaría el timbre?
Recordé una conversación casi idéntica con Armand, meses antes, sobre el affaire Dreyfus. Arrugué la frente.
—Claro. Lo haría, claro está.
—Y si yo le dijera que al tocar esta campanilla, la disminución de los sufrimientos de miles, de centenares de miles de franceses fuera a costa del sacrificio de una sola persona, ¿qué haría?
—No le entiendo.
—Sí me entiende. En realidad es sencillo: un campanillazo equivale a la libertad de centenares de miles de franceses a cambio del sacrificio de una sola persona. No nos movemos en el reino de las ilusiones, señor de Sá. Nos movemos en el mundo de las realidades —de pronto, endureció el tono—. Vamos, señor mío, suponga que le exijo una decisión…
—Pero yo no soy un soldado, señor Bousquet, no estoy… ¡nunca he estado!, en el lugar en el que a diario se toman las decisiones que afectan a un país entero, no tengo poder, no lo quiero, no soy siquiera el hombre… no sé si la palabra es sin escrúpulos… que está dispuesto a lo que sea con tal de que triunfe la causa que defiende. No, no. Usted no me puede exigir que yo decida con un sencillo gesto de este dedo —le mostré mi índice derecho—, porque es injusto que ponga en mis manos la salvación de miles de ciudadanos cuando todo el ejército de Francia no ha sido capaz de resistir y amparar a toda esa gente a la que se supone que voy a salvar con un único timbrazo —me había quedado sin aliento y cogí aire como si fuera a bucear por largo tiempo.
—Sí que puedo, puesto que no hablamos de una acción de guerra sino de un simple gesto para el cual usted está en una posición única. Nadie más. Ni siquiera el mariscal, con todo su patriotismo y su preparación militar, podría hacerlo. Porque no está en su mano… Y no me diga que no es usted hombre de acción o que, ¿cómo ha dicho?, sí, que no es usted un soldado. Extraño civil desarmado este que dirige un grupo de resistentes, bastante activo por lo que sé. Sí, no me mire así. El GVC… Conocemos bien sus actividades… En fin, tantos remilgos cuando sólo le pido un gesto para el que no es preciso irse a las trincheras con un fusil.
—No le entiendo, señor Bousquet.
—Sí que me entiende, y antes de que le explique qué supone todo esto, debe usted decirme lo que haría. Le pido una simple respuesta teórica a una proposición teórica.
—¿Con un único sacrificio?
—Con un único sacrificio, señor de Sá.
Me eché hacia atrás.
—En ese caso, señor Bousquet, es sencillo: no lo haría… no apretaría el teórico timbre.
Bousquet hinchó los carrillos y expelió el aire muy despacio.
—Me decepciona usted.
—¿Por qué? Déjeme que sea yo el que pregunte ahora. Si muchos como yo hiciéramos pequeños actos de sacrificio, hiciéramos sonar campanillas y se lo tuviéramos que imponer a cada uno de los sacrificados, a sus amigos, a sus familias, ¿valdría la pena? ¿Eso es lo que hace la guerra? ¿Convalidar actos de absoluta crueldad sólo porque no se quieren buscar alternativas? Oh, sí: todos acabaríamos pagando el precio de nuestros torpes timbrazos. ¿Dónde estaría el límite? ¿Mil sacrificios, dos mil, cien mil? La opinión pública, la ciudadanía terminarían por sublevarse.
—El papel de la opinión pública, amigo mío —lo escupió de modo que más me sonó a «enemigo mío»—, es dejarse llevar por la emoción; el papel del gobierno es escoger. Y en tiempo de guerra, debemos escoger, no lo que más satisface a nuestras emociones o a nuestro sentido de la bondad, sino lo que exige la patria, lo que es útil al mayor número. Dicho en otras palabras, al bien común. La impopularidad de este gobierno, y no crea que no somos conscientes de quienes protestan, la impopularidad de este gobierno será en el futuro uno de sus timbres de gloria, se lo aseguro. A nosotros corresponde la dura tarea de ser decididos porque sabemos que la razón está de nuestra parte.
—Será por eso que nunca quise inmiscuirme en la vida pública —murmuré.
—¡Ajá! Sin embargo, usted está pidiéndome a mí que haga un acto público para salvar a mademoiselle Weisman, al tiempo que pretende quedar al margen…
—Pero… pero… el problema de Marie estaba solventado —balbucí—. ¿Por qué lo volvemos a suscitar? Esto es otra cosa, ¿no?
Bousquet, que a lo largo de la conversación hasta entonces había estado amable, dio de pronto una palmada sobre el velador que tenía a su lado y que voló por los aires. Antes de volver a mirarle sobresaltado, tuve tiempo de distinguir con nitidez dos de las tres patas que rodaban, rotas, hacia una esquina de la habitación.
—Non, monsieur de Sá! —dijo en voz baja. Noté que me sofocaba—. No estaba solventado. Faltaba una parte importante de la transacción… ¿O es que cree usted que las autoridades alemanas me entregan generosamente lo que les pido sin contrapartida? No, señor, no lo hacen… Usted, señor mío, no se da cuenta de lo difícil que es mi posición. Usted, por lo visto, no comprende lo que es ser autoridad en un estado que ha pactado un armisticio con una potencia triunfante, para evitar ser derrotado por ella. No comprende lo difícil que resulta conjugar la autoridad que ejerzo frente a mis ciudadanos con la necesidad de que los alemanes de la zona norte la deleguen en mí a diario. Todos los días, señor de Sá. He de buscar co-ti-dia-na-men-te un acomodo para que la trama del estado no se deshaga, para que nuestra autoritas no sufra, para que el día en que acabe esta guerra, Francia siga siendo un país y quienes lo gobernamos hoy con una visión histórica de futuro sigamos haciéndolo entonces sin merma de nuestro papel. ¡Necesito estar a bien con los alemanes para que sigan permitiéndome hacer mi trabajo! ¿No lo comprende? ¿Cree que esta pequeña aventura de colegiales a la que se lanzaron usted y Marie, una mujer que más parece una adolescente con la cabeza a pájaros que otra cosa, se saldaría sin consecuencias? Por lo visto, pensaron que podían tener en jaque a media Wehrmacht en París sin que nadie se enfadara por la travesura. Pues se enfadaron.
Abrí las manos para intentar contestarle.
—¡No me interrumpa! —me apuntó con un dedo—. Marie está detenida en la avenida Foch. Usted no sabe lo que eso quiere decir; yo sí. No sabe usted de lo que son capaces los inquilinos de ese palacete. ¿Conoce usted los métodos de la Gestapo? Yo sí. Bien, pues para prevenir que su detención tenga consecuencias más desagradables de las que ha tenido hasta ahora, le aconsejo que lo piense detenidamente una vez más antes de negarse a apretar el timbre. ¡Ah! Y el alivio de la suerte de centenares de miles de judíos o de franceses o de alemanes no tiene en este caso la más mínima importancia. Lo que me importa es que ustedes dos no estropeen mis planes y los del mariscal y los de Laval. Un timbrazo a cambio de la libertad de su Marie y de la consolidación del destino de Francia. ¿Se da usted cuenta de cuánta gente depende de un simple gesto suyo?
Me latía con fuerza una vena en la sien derecha. Me pareció que el latido bajaría hasta mi garganta y me impediría respirar.
Giré un poco la cabeza y miré el estúpido timbre con su media esfera de cobre. Luego alargué la mano y le pegué con todas mis fuerzas. Cayó al suelo y se desintegró, pero en el aire quedó el ruido sordo del campanillazo sin eco.
Bousquet se recostó en su butaca.
—¿Dónde está Philippa von Hallen?