PHILIPPA VON HALLEN
Ah, París!
Sucia, vencida, invadida, no había perdido un ápice de su fuerza ni de su atractivo. Parecía estarnos recordando que, en sus veinte siglos de existencia, había visto de todo sin cambiar el pulso, había sido derrotada y victoriosa, ensangrentada y sangrienta, ocupada por muchedumbres repulsivas y gritonas o por ejércitos propios y extraños. Se le habían construido catedrales y palacios, levantado estatuas y guillotinas y, después de todo, seguía igual a como la habían dejado generaciones de artesanos y visionarios, con el mismo río circulando por debajo de los puentes, el mismo obelisco plantado en su misma plaza Vendôme, el mismo jardín de las Tullerías, el mismo Louvre, el Jeu de Paume… Lo único que había cambiado, parecía decirnos, era el grupo de inquilinos del hotel Meurice. Y eso era apenas transitorio.
Claro que los alemanes, transitorios o no, estaban por todos lados, no sólo durmiendo en el Meurice: patrullaban las calles, se movían en camiones Campos Elíseos arriba, Campos Elíseos abajo, se detenían en l’Étoile para mirar como paletos el Arco de Triunfo, se apostaban en los puentes para vigilar lo innecesario, visto que nadie les había hecho frente desde su victorioso desfile por estas mismas avenidas apenas cuatro meses antes. (Y visto que eran los franceses los que controlaban a los franceses sin la ayuda de nadie.)
Por supuesto, también había patrullas en la estación. Sus soldados, vestidos con el horroroso uniforme verde-gris que era el suyo, vigilaban con amabilidad e indolencia el orden establecido, dando la impresión de estar más ocupados en mirar a las parisinas y sonreírles que en buscar adversarios y traidores. Parecían no estarse enterando de la frialdad con que eran contemplados: por supuesto, no había indiferencia en la gente, nadie podía ser indiferente a esta invasión. Sin embargo, se hubiera dicho que, en aquellos primeros meses, a alemanes y parisinos los separaba una invisible pared de cristal que impedía el contacto hasta de los alientos, salvo, claro está, el de quienes, seducidos por los nazis, buscaban deliberadamente diluirse en ellos.
En esos días del principio de la ocupación, París fue un zoológico mutuo.
Todos los viajeros recién bajados del tren procedente de Lyon y de Chalon pasamos por delante de los soldados intentando ignorarlos o, cuando menos, no hacerles caso ni provocarlos. Sólo Marie devolvió las miradas con descaro pero ninguno de los alemanes pareció tomárselo como desafío. Fräulein!, exclamó uno sonriendo. Guten Tag, dijo otro. Oh, die Parisier!, entonó un tercero alzando la vista al cielo. Y no hubo más. Eran jóvenes, bien parecidos, con los ojos azules, rubios en su mayoría y con sonrisas ilusionadas. El enemigo.
La fecha de nuestra llegada a París tuvo que ser el 31 de octubre de 1940, un día desapacible y ventoso, porque a la salida de la estación, recuerdo haber comprado un periódico, Le Matin me parece, en cuya portada aparecía el terrible apretón de manos entre Pétain y Hitler en Montoire y debajo en titular su imborrable frase de una semana después: J’entre aujourd’hui dans la voie de la collaboration, «Inauguro hoy la vía de la colaboración». Marie alargó una mano para sujetar el periódico y poderlo leer y luego dijo: Salaud!
Fue ver la noticia de Montoire en aquel diario lo que despertó en Marie la urgencia de acudir antes a buscar a la condesa von Hallen que a visitar a sus padres. A propósito de la sal de la vida, debo aclarar que estos impulsos tan generosos y repentinos de Marie, pero también tan peligrosos, hacían que a su lado, la existencia fuera un constante sobresalto.
Philippa von Hallen fue una sorpresa total. Me parece que lo que le confería una belleza arrebatadora era el aura de serenidad que reposaba en el equilibrio de sus facciones. Era menuda, llevaba el pelo castaño muy corto y en la bella cara destruida por los sufrimientos y, supuse, el hambre de los últimos meses, destacaban sus grandes ojos color topacio. Tenía mi misma edad, cincuenta años o poco más. Vestía un tailleur gris claro y unos elegantes zapatos de tacón que habían visto mejores días.
Cuando la interpeló Marie en el portal del 39 de la rue du Bac, se quedó completamente inmóvil. Sólo al cabo de unos segundos se dio la vuelta y nos miró sin pronunciar palabra. Entrecerró los ojos para sopesar el motivo de nuestra presencia y la razón de que la conociéramos sin que ella nos hubiera visto nunca.
—Oui? —preguntó, esperando. Durante unos breves segundos miró detrás de mí, estoy seguro de que calculando la posibilidad de huida, pero no se movió.
—Condesa von Hallen, no se asuste —le dije—, somos amigos. Hemos venido a buscarla… Mi nombre es Manuel de Sá y el de la señorita, Marie Weisman… No tema. Nos envía Olga Letellier.
Al oír el nombre de Olga, Philippa se relajó visiblemente y su postura erguida hasta casi el desafío se suavizó.
—¿Vienen de parte de Olga? —alargó las manos y las puso sobre la muñeca derecha de Marie. Con una mueca llena de humor añadió—: ah, queridos amigos, no pueden imaginarse el placer que me da verlos —no había en su habla ni el más mínimo rastro de acento alemán: sólo un vernáculo purísimo. Me sorprendió oír cómo se expresaba en francés, tal era la belleza, precisión y riqueza de su manejo—. ¿Les gustaría subir a mi buhardilla? Hablaremos con más calma… y, de todos modos, me parece más prudente apartarnos de la contemplación pública, aunque en honor de la portera del edificio debo decir que es de las pocas concierges de París que no hace de la delación la actividad principal de su vida.
Volvimos a entrar en el portal y subimos con rapidez los cinco pisos que nos separaban del largo pasillo en el que se encontraban, una tras otra, las chambres de bonne. La de Philippa, que llegó jadeando de cansancio, era la última de la izquierda. Nos hizo pasar.
—Por favor, siéntense en donde puedan.
Marie hizo un gesto negativo y nos quedamos de pie. La habitación era, como todas las de su estilo y uso, pequeña, con una ventana abuhardillada y, en una esquina, un pequeño lavabo. Una cama y una mesa con una silla; en la esquina opuesta del lavabo había un arcón en no muy buen estado y a su lado, un montón corrido de fardos, cajas de cartón y que yo pudiera distinguir, al menos una alfombra enrollada. Todo estaba en un orden impecable; al lado de la puerta había una elegante maleta cerrada.
—Siempre estoy preparada para marcharme —explicó con una sonrisa—. Los alemanes somos lentos y patosos, pero en París hay muchos, muchísimos, de uniforme y de abrigo de cuero negro y ello hace indispensable que los que no somos sus amigos debamos estar permanentemente dispuestos a salir corriendo.
—Pues creo que ha llegado el momento de que nos vayamos —dije.
—No debe de ser muy sencillo, señor… ¿De Sá?
—De Sá, sí, Manuel de Sá y mademoiselle es Marie Weisman… —repetí.
—Ese nombre… Ya me chocó antes. Me recuerda usted a alguien, señorita… ¿Es usted pariente del profesor Daniel Weisman?
—Es mi padre.
—¡Claro! Es usted parecidísima a él… tiene sus mismos ojos. ¡Ah, Daniel Weisman! Mi marido y yo lo conocimos hace ya años, tal vez en el treinta y tres o treinta y cuatro, cuando vino a Munich a dar una conferencia sobre el sufragio femenino. Luego lo vimos en varias ocasiones más, en Alemania, en Holanda, en Londres… Un hombre encantador.
—A mí me lo parece, sí.
—¿Dónde está su padre?
—En París, a dos pasos de aquí. Viven al lado de la Sorbona.
—¡No me diga! —sacudió la cabeza—. Cómo lamento no haberlo sabido antes. Es lo malo de ser una fugitiva: en lo único en lo que he pensado en estos meses ha sido en esconderme —sonrió de nuevo como pidiendo perdón por haberse preocupado antes de su seguridad que de sus deberes para con los amigos—. En estos casos, el instinto de conservación resulta muy negativo para mantener las amistades y muy positivo para mantener la línea.
—Se pasa mucha hambre en París, ¿verdad? —pregunté con total ingenuidad.
—El abastecimiento, sobre todo para una alemana en fuga, es cuando menos incierto y, desde luego, esporádico… Cuando me interpelaron ustedes en el portal, me disponía a empezar la ronda diaria de búsqueda…
—¿Pero no podría usted haber obtenido una cartilla de racionamiento?
—No.
—No, claro. Acabo de decir una tontería. Discúlpeme.
—Tengo mis contactos, no crea. El maître del Meurice… Carl, mi marido, siempre fue muy generoso, demasiado, le decía yo que soy ahorradora, siempre fue muy generoso con las propinas y eso estimula mucho la amistad de un maître. Los días que puede, no todos, me prepara un pequeño hatillo con restos, que me entrega por la salida de servicio. Al menos mi dieta, con no ser regular, es sustancialmente igual a la de los generales de la Wehrmacht… Pobre Claude. Arriesga mucho, pero es un hombre fiel.
—Nos gustaría que estas penalidades se acabaran pronto. Supongo que las materiales se remediarán en cuanto acabe la guerra. Pero las políticas…
—Ni unas ni otras, señor de Sá, ni unas ni otras. Sólo de ver París invadido por esta turba zafia produce dolor de alma…, es como ver a un campesino llevando en la cabeza una corona de perlas y diamantes, París es una ciudad… es la joya de la corona de todos los hombres: no tiene sentido si no es una ciudad libre y aristocrática. No tiene razón de ser. Es un símbolo… París es un símbolo. Si estos patanes ganan y se quedan, en verdad que habremos perdido el combate de la humanidad. ¿De qué me habrá servido…? En fin, vámonos —concluyó con firmeza. Fue hacia la puerta y cogió su pequeña maleta.
—Déjeme a mí —le pedí, quitándosela de las manos; no debía de tener mucho dentro porque era bien ligera—. Vayan ustedes dos por delante y yo las seguiré con la maleta, a prudente distancia.
—Por dios, perdóneme, señor de Sá. Pierdo los buenos modales. Me irrito tanto con lo que ocurre en el mundo que me olvido de todo… Le pido perdón por haber asumido sin más que, habiendo llegado ustedes a buscarme, íbamos a marcharnos ahora mismo. Como ha dicho que nos vayamos…
Le sonreí, perdonándola.
—Eso he dicho, sí.
—¿Adónde?
—Primero, a casa de mis padres —intervino Marie—, y después a zona libre, a Vichy.
—Pero… pero eso no es posible. En primer lugar no dispongo de un salvoconducto para cruzar la línea.
—Eso no será un problema —mentí con gran confianza. Por encima de la cabeza de Philippa, Marie me miró sonriendo y me guiñó un ojo.
—Y segundo, mi puesto está aquí, en París, en el corazón de los alemanes, para luchar contra ellos —como era una mujer obviamente inteligente, debía saber que esa lucha de la que hablaba no tenía sentido ni posibilidad alguna de éxito. Se hubiera dicho, más bien, que escondía una voluntad autodestructiva, una misteriosa pulsión suicida que yo, sin conocerla, no alcanzaba a comprender.
—No creo que su presencia en París resulte muy eficaz en estos días, condesa von Hallen: no puede usted moverse sin temor a ser descubierta y detenida, la buscan, sabemos que la Gestapo ha registrado la casa de Olga en la avenue Foch para intentar encontrarla a usted… —Philippa palideció y se llevó una mano a la boca.
—¡Dios mío! ¿He comprometido a Olga? No me lo perdonaría nunca.
—No, no. No ha pasado nada. Olga está en Vichy a salvo y tiene buenos amigos… que son precisamente quienes la ponen en guardia. No se preocupe. Sólo debe preocuparse de usted misma. Por otra parte, opino que su utilidad como enemiga de Hitler está en la cantidad de ruido que sea usted capaz de generar contra él. En Francia, esa capacidad es nula. Necesitamos que usted se vaya de aquí: salvará la vida y, en un país libre, podrá defender usted sus ideas y la memoria de su marido ajusticiado con mucha más…
—¿Ajusticiado?
—Eso nos dijo Olga.
—Carl no fue ajusticiado. Lo asesinaron en Munich, en el jardín de nuestra casa, de noche y por la espalda. Era demasiado poderoso y emblemático para que los nazis lo detuvieran y lo sometieran a juicio. No habrían podido hacerlo; hubiera sido contraproducente para ellos. No, no, tenían que matarlo de noche y por la espalda…
Ésta es la historia de Philippa von Hallen: había nacido en Munich en 1890 en el seno de una familia católica de la aristocracia bávara. Tuvo una infancia normal y feliz: el palacete solariego, la casa de verano en Garmisch, las acampadas en el bosque, las navidades llenas de música y de regalos. Era la mayor de seis hermanos, tenía un padre, el barón Festenau von Lubitsch, al que reverenciaba y una madre, célebre por su belleza y su dulzura, que fue hasta su muerte la verdadera estrella de la alta sociedad muniquesa.
Al terminar el bachillerato en el Gymnasium, Philippa, con la aquiescencia de su padre, ingresó en la universidad para estudiar la licenciatura de Historia y de Filología francesas, mientras completaba la carrera de piano. «Desde la muerte de Carl no he vuelto a tocar», nos contó: «me entristece demasiado».
En 1912 empezó a preparar su tesis doctoral sobre Voltaire y el laicismo; nunca acabaría de escribirla ni pasaría los exámenes necesarios: la Gran Guerra, por un lado, la dificultad social de la disertación para una mujer en aquel tiempo, por otro, y, por fin, el amor la acabaron de derrotar. Philippa había conocido en el último curso de la licenciatura a Carl von Hallen, un joven alto y de belleza angulosa que terminaba abogacía para seguir la tradición de la familia. Carl era un joven impulsivo, muy simpático y desde luego muy decidido: propuso matrimonio a Philippa la noche misma del baile en que se conocieron.
La boda de Philippa y Carl fue, sin duda, el acontecimiento social muniqués más sonado de 1913, y casi se diría que de lo que iba de siglo. Asistieron el káiser Guillermo, el gran duque Miguel de Rusia y hasta un par de los de Inglaterra. Los von Hallen eran una poderosa familia de banqueros y abogados del sur de Alemania y nadie discutía su preeminencia a la hora de hacer la lista de invitados. Más aún si a la ocasión se añadía la familia Festenau. Tal vez esta situación de doble privilegio fue lo que permitió (o la que impulsó) a Philippa lanzarse a la agitación política sin temor a consecuencias sociales excesivamente negativas. Sabía que la sociedad la absolvería al considerar que sus acciones correspondían a una excéntrica más que a una indiscreta.
Durante la Gran Guerra, madre ya de dos hijos muy pequeños, aprovechando la ausencia de Carl, entonces jovencísimo capitán en el ejército imperial alemán, se comprometió en la causa del voto femenino, que las sufragistas consiguieron en 1919. La recuerdo diciéndome con amargura: «Debimos aplazar esa lucha: fue el voto de las mujeres lo que dio el poder a Hitler».
Pronto se implicó en movimientos pacifistas y en 1931, al día siguiente de que Constanze Hallgarten fundara la sección alemana de la Alianza de Madres y Educadoras para la Paz mundial, se unió a ella y se dispuso a luchar por la paz, «como pueden imaginarse, supremo insulto a la gente de bien».
La década de los veinte fue turbulenta en Munich: crecían la marea antisemita y, sobre todo, el nacionalsocialismo de Hitler y sus hampones. La sociedad muniquesa se implicó con cierto entusiasmo en ambas causas. Para todos nosotros fue un hecho conocido que, sin la ayuda de los grandes industriales, de los banqueros y de la buena sociedad alemana, Adolf Hitler, el bufón de todos ellos, no se habría encaramado al poder absoluto. Él mismo confesaba que, patoso como era y carente de toda gracia, se sentía como un macaco en las reuniones a las que lo invitaban las grandes damas locales, sobre todo Elsa Bruckmann (esposa de Hugo Bruckmann, conocido editor de libros de arte), antigua amiga de los von Hallen y una antisemita furibunda.
Al principio, Philippa había mirado con curiosidad no exenta de cierta condescendencia a este patán austríaco llamado Hitler. «No me esperaba a un gritón tan vulgar y tan inculto. Me había propuesto, si era preciso, rendirme a la evidencia, dejarme casi conquistar. Para mi sorpresa ocurrió todo lo contrario: sentí auténtico desdén por él. Sólo una cosa me impresionó: su actitud jactanciosa y su constante animosidad. Era un hombre manifiestamente mediocre, desde luego, pero algo tenía que tener, además de su capacidad para la demagogia, para justificar su rápido ascenso y para convertirse en canciller en tan poco tiempo. Supongo que, de modo primitivo pero hábil, puso su histeria al servicio de la gran industria, de los conservadores y los monárquicos contra los judíos, los marxistas y la república.» Después de su triunfo en las urnas, toda Alemania fue feliz durante años.
Philippa y Carl contemplaron con alarma creciente el ascenso de Hitler hacia el poder y la vergonzosa colaboración que le prestaban una parte considerable de la nobleza y la sociedad alemanas y, desde luego, la gran finanza. No se trataba sólo de que era evidente la puesta en marcha de la política antisemita sino, sobre todo, de lo brutal e inmediato que era el modo con el que se reprimía todo intento de oposición al Führer o toda paranoica sospecha de que alguien se oponía a Hitler o intentaba desestabilizarlo. Lo de menos eran las estúpidas excusas antisemitas argüidas por quienes discriminaban a los judíos: «la sociedad alemana no necesitaba del nacionalsocialismo para eso; se bastaba y se sobraba para poner en práctica sus prejuicios sin la ayuda de nadie», decía Philippa. Lo peor era la inusitada violencia verbal y física con la que se trataba al contrarío. Cada reunión de la Liga Alemana para la Alianza de los Pueblos o de la Alianza de Madres y Educadoras, a las que Philippa no sólo pertenecía sino de las que era activo miembro, era acogida en Munich con una andanada de insultos y amenazas. «Griterío de hembras salvajes contra cualquier guerra», «judías con mucho dinero que venden pacifismo», «mujeres histéricas, marimachos resabiados con el pelo corto», «ratas pacifistas», «hembras moralmente castradas», lindezas así. Los von Hallen se implicaron mucho en la campaña electoral de 1932 y 1933 y Carl gastó dinero a manos llenas para financiar a candidatos del SPD, alquilar salas de reuniones de campaña y pagar la impresión de carteles y pasquines. Con todo, es probable que el peor pecado de Philippa fuera menospreciar públicamente a Hitler, llamarle payaso, ignorante y analfabeto y abandonar de forma ostensible cualquier reunión social a la que llegaba el futuro Führer.
Las semanas posteriores a la toma de poder por Hitler el 30 de enero de 1933, fueron en verdad peligrosas para quienes habían estimulado su afán de revancha. Los jóvenes de las SS y de las SA se desplegaron por Munich deteniendo y vejando a centenares de personas, llevándolas por la fuerza a la Casa Parda y aprovechando para torturarlas y humillarlas. En junio fueron quemados veinte mil libros en una espantosa pira levantada en la plaza de la Opera de Berlín. «Consiguieron acabar con el enemigo público número uno», dijo Philippa, «imagínense, el libro, supremo asesino de todo lo que hay de noble y recto en la vida… de esta gentuza. Una camisa parda; ¿puede pensarse en algo más parecido al pelo de una rata?»
Luego, al principio del verano de 1934 tuvo lugar la siniestra «Noche de los cuchillos largos», durante la cual fueron asesinados decenas de enemigos reales o supuestos de los nazis, entre ellos, Ernst Röhm, uno de los compinches de la primera hora de Hitler. Y entre ellos, Elisabeth y Karl von Schleicher, el canciller anterior al propio Hitler.
Philippa y Carl von Hallen eran grandes amigos de los von Schleicher. Casi siempre que visitaban Berlín se alojaban en el palacete de éstos en Potsdam, pero en esta ocasión, aunque se encontraban en la capital, quiso la suerte que no estuvieran alojados en Neubabelsberg: habrían sido asesinados igualmente.
La prensa informó de que el fallecimiento del general von Schleicher y su esposa se había producido en el transcurso de su detención (motivada por sus «contactos nocivos» con elementos interiores y potencias exteriores) por agentes de la brigada de investigación criminal. El general había hecho uso de su arma para resistirse y en el «tiroteo subsiguiente habían resultado mortalmente heridos tanto él como su esposa». La excusa era patética.
Carl von Hallen, indignado y entristecido, no se mordió la lengua. Se puso en contacto con Dorothy Thompson, la periodista norteamericana que un par de años antes había entrevistado y ridiculizado a Hitler en la prensa americana. Carl desmintió la información oficial sobre la muerte de sus amigos; se trataba de una vil mentira, dijo, puesto que le constaba que los esposos von Schleicher habían sido abatidos sin contemplaciones por los nazis que supuestamente iban a detenerlos. Antes de que saliera publicada la noticia, Philippa y Carl viajaron a París, poniendo tierra de por medio y evitando así una muerte segura a manos de los esbirros nazis. Afortunadamente para ellos, los dos hijos de los von Hallen se encontraban estudiando en la universidad de Yale en Estados Unidos.
El Führer no se lo perdonó nunca. Como todo sanguinario mediocre y soberbio, su memoria para lo que consideraba ofensas personales o desprecios era larga y su capacidad de venganza, interminable.
Los von Hallen se convirtieron en implacables activistas antinazis. En los años siguientes se los pudo ver por todo el mundo, interviniendo en actos contrarios a Hitler, encabezando manifestaciones, escribiendo manifiestos, recaudando fondos (y gastando los suyos propios a manos llenas) y ayudando a miles de judíos y de opositores al régimen a escapar de la Alemania nazi. (Es interesante que una de las vías más utilizadas por ellos para sacar a judíos de Alemania fuera la del ferrocarril Transiberiano en el que viajaron miles de perseguidos de Alemania, Austria, Polonia y Rusia, que acabaron encontrando en Shanghai el refugio que les salvó la vida.)
Durante aquellos años Philippa y Carl, pese a las preocupaciones constantes y a los peligros que los acechaban, fueron felices. Viajaban de un lado para otro sin parar, recalaban con cierta frecuencia en Estados Unidos en donde sus dos hijos ya se habían instalado de modo definitivo (en Nueva York ambos), tenían su cuartel general en París y, en invierno, alternaban las estaciones de montaña suizas con el balneario de Punta del Este en Uruguay. Nunca establecían contacto con el sector oficial de las colonias alemanas, aunque se sabe de algún embajador del Reich que pretendió invitarlos a la residencia sin conseguirlo. Nunca quisieron tener nada que ver con la Alemania del Tercer Reich. En tres ocasiones los nazis atentaron contra sus vidas, dos en Uruguay y una en París, y sólo la extraordinaria sangre fría de Carl y la suerte los libraron de una muerte segura.
Y en una única ocasión, en el otoño de 1938, viajaron a Munich. Fue típico de ellos que lo hicieran para resolver los problemas de la servidumbre de casa, llevarse a la cocinera y a dos doncellas al chalet que tenían en el pintoresco pueblo suizo de Klosters y disponer de lo necesario para que a los demás no les faltara de nada durante el tiempo que los von Hallen tardaran aún en regresar a Alemania. Philippa, además, quería recuperar unos cuadernos manuscritos que tenía escondidos en el saloncito contiguo a su dormitorio; no se trataba sólo de su diario personal sino también de las notas que había ido redactando con la intención de escribir un ensayo sobre el ascenso en Europa del nazismo y de los fascismos.
Philippa había querido hacer el viaje sola para no exponer a su marido a los evidentes peligros que encerraba su presencia en Alemania. A ella no la reconocerían después de tantos años, dijo, sería un periplo brevísimo, incluso podría esconderse en la casa de sus padres en Garmisch. Pero él no había querido oír hablar de ello y, tras repetidas promesas de sigilo y prudencia, Philippa había tenido que ceder y Carl la había acompañado.
La misma tarde de su llegada subrepticia, Carl fue visto en el jardín de la casa por uno de los vigilantes del barrio, un hombre de mediana edad al que los von Hallen habían procurado el trabajo años antes, rescatándolo de un tedioso empleo de ordenanza en el banco de la familia. Y aquella noche, cuando Carl paseaba en la oscuridad por entre los viejos castaños de su jardín, un disparo hecho desde la calle a través de la verja acabó con su vida.
Mientras Philippa, sabiendo bien lo que había ocurrido, corría hacia el jardín gritando como un animal herido, el mecánico se precipitó a la calle armado con una pistola. Pero los asesinos corrían ya lejos.
¿Cómo describir el dolor?, me preguntó Philippa. ¿Cómo podría explicarle lo que aquel disparo hizo con mi vida? ¿Cómo describir, por añadidura, el sentimiento que me produjo comprobar que los asesinos tenían la frialdad y el cinismo de proclamar que la muerte de Carl había sido un suicidio?
Claro que no me fui, añadió. ¿Cómo me iba a ir? ¿Huyendo? Hubiera preferido la muerte. Sonrió con tristeza, en realidad prefería la muerte, sin Carl quería morir.
Su dignidad y la fiereza de su valentía le salvaron la vida. ¿Quién iba a atreverse a atentar contra ella en presencia de una muchedumbre de duelo que fue a acompañarla hasta el panteón familiar? El extraordinario gentío, inexplicable para los terribles tiempos que corrían (pero amparado en que la propia prensa nazi se había lavado las manos de la muerte de Carl), se mantuvo en silencio frente a la tumba recién abierta. Philippa, vestida de negro y cubierta por un negro velo, se situó unos pasos por delante de los demás. Sus hijos no habían llegado, claro está; los había citado en París; bajo ningún concepto les permitiría llegar hasta Munich para poner sus vidas en peligro.
Cuando el féretro de Carl fue introducido en su nicho del panteón, terminado el responso, Philippa se dio la vuelta y se encontró cara a cara con el ministro del interior bávaro y con el alcalde de Munich. Ambos se adelantaron para presentarle sus respetos, pero ella bajó los brazos y giró la cabeza. Se produjo entonces un momento verdaderamente embarazoso y tenso, hasta que los dos políticos, sonrojados de humillación hasta la raíz del pelo, hubieron de marcharse sin pronunciar palabra. «Me parece que obré mal: a mí no me iban a hacer nada, pero a los centenares de amigos y luchadores silenciosos y anónimos que habían subido al cementerio les harían pagar mi desprecio con toda seguridad; lo siento, no fui capaz de dar la mano a aquellos dos asesinos: les habría vomitado encima.»
La presencia de la sociedad muniquesa en masa en el entierro de Carl von Hallen marcó un antes y un después en las relaciones de ésta con Hitler. Nadie iba a oponerse al Führer, por supuesto, ni se atrevería a denostarlo en público ni a plantarle cara, pero sí se le hizo patente un desprecio silencioso y resentido. Y, por más que Hitler pretendiera ignorarlo, le zahería en lo más profundo de su esnobismo. Tanto, que el Münchner Neueste Nachrichten llegó a publicar que la noticia del suicidio había sido falsa y, al cabo de unas semanas, que habían sido detenidos los autores del crimen, unos vulgares maleantes a los que se había aplicado sin dilación la legislación especial, es decir, se los había ajusticiado.
Desde Suiza, una vez más Philippa hizo público su mentís a estas maniobras embusteras y prometió que lucharía sin desmayo contra el Tercer Reich. Poco tiempo después fue desposeída de la nacionalidad alemana; recibió la noticia en una carta anónima que le enviaron a Klosters y en la que, con sarcasmo, le felicitaban por ello.
—De modo —concluyó Philippa—, que no soy alemana ni francesa ni suiza ni nada. En Ginebra, en la Sociedad de Naciones, gracias a que conozco mucho a Anthony Eden, conseguí un pasaporte Nansen de apátrida y con él me muevo por este mundo limitado… aunque no sé, si vistas las cosas, mejor sería no moverme en absoluto.
—¡Qué horror! —exclamó Marie.
—Sé que es flaco consuelo, condesa von Hallen, pero creo que en estos momentos es mejor no ser nada que ser alemán.
—¡Ah, no! ¡Yo soy alemana! Hitler, en cambio, no: pertenece al infierno —sonrió—. Al infierno austriaco. Y nuestra única esperanza es que regrese pronto a ese lugar horrible del que nunca debió salir.
—Creo que deberíamos irnos, Geppetto.
—¿Geppetto?
—Eh, sí, condesa… quiero decir madame von Hallen, quiero decir, en fin… no sé.
—Llámeme Philippa.
—De acuerdo, gracias, llamo «Geppetto» a Manuel porque está empeñado en que es un anciano a quien ha llegado la hora de la plena jubilación —se abrazó a mí por un costado y apoyó su cabeza en mi hombro. Philippa sonrió con ternura.
—Ya veo —dijo.
Era sólo mediodía y las calles del entorno de la universidad estaban poco animadas. Ése es uno de los recuerdos más vivos que tenemos todos del París en guerra: las avenidas desiertas, pocos autos circulando, la mayor parte de los que lo hacían utilizando gasógeno, y mucha gente desplazándose en bicicleta; y los primeros vélo-taxi, una estrambótica versión parisina de los rickshaw de Hong Kong.
En los quais del Sena, sin embargo, sobre todo en las aceras de las librerías de viejo en el quai St. Michel y en el de Montebello frente a Nôtre Dame, no dejaba de haber público curioseando. Algunos alemanes de uniforme paseaban solos en medio de la indiferencia de la gente, aunque los franceses tenían la obligación de bajarse de la acera al cruzarse con ellos; también vimos a dos soldados jóvenes que iban charlando animadamente con sendas muchachas vestidas de domingo con las faldas plisadas girando alrededor de sus muslos. Putains!, oí que decía Marie, por fortuna al cabo de unos metros; y me pregunté si no era justo o sencillamente inevitable que las chicas jóvenes acabaran sucumbiendo a la tentación de una fuente segura de comida o de una habitación caliente o del amor (¿por qué no se iban a enamorar de un muchacho rubio e inocente por mucho que su uniforme fuera el del contrario, sólo porque había derrotado a sus padres y a sus hermanos?, ¿o es que todos los franceses estaban dispuestos a matar a un soldado alemán o a ser muertos por él?). Imaginé que, al final de la guerra, en el improbable supuesto de una derrota de Alemania, aquellas chicas pagarían por sus pecados. Oh sí. Por confraternizar con el enemigo. Pobres muchachas. A muchos se les perdonaría el pecado de colaboración; el de la carne, a ninguna.
Yo iba detrás de Marie y de Philippa portando la maleta; si por llevarla interpelaban a alguien que les pareciera sospechoso, que fuera a mí, puesto que ni Marie ni Philippa tenían documentación convincente. Pero no ocurrió nada y pudimos irnos adentrando por las calles adyacentes a la Sorbona hacia casa del profesor Weisman. No pude sino admirar la sangre fría, la dignidad de Philippa von Hallen, que andaba por la calle con su porte elegante y su indiferencia, apenas hurtando la cara a los enemigos con los que nos cruzábamos de vez en cuando.
Al cabo de unos centenares de metros, vi que Marie se detenía frente a una panadería ante la que una treintena de personas hacían cola. Las dos mujeres se pusieron al final de ésta, charlando como si tal cosa, si bien Marie tuvo la precaución de hacer que Philippa se colocara cerca de la pared, donde quedaba tapada por ella. ¿Cómo diablos se le ocurría detenerse en plena calle junto con una mujer que tenía a toda la Gestapo buscándola y a la que Hitler en persona quería estrangular? Desde unos metros más atrás las miré con horror. Marie se encogió de hombros y yo entonces me fui a colocar un poco más adelante, en la esquina de la calle, para esperarlas. Intentando aparentar inocencia, puse la maleta en el suelo y me metí las manos en los bolsillos.
Transcurrieron varios minutos.
Un gendarme pasó por delante de mí en bicicleta. Me miró con curiosidad y de pronto se detuvo unos metros más allá y puso un pie en tierra. Volvió la cabeza y me dijo:
—Acérquese —el color de su piel era cetrino y la cerrada barba, negra como el betún. Me pareció que su mirada era torva. Sensaciones mías, supongo. Pavor.
Cogí la maleta cuidando de no mirar hacia la cola de la panadería, no se me fuera a notar que conocía a alguna de aquellas personas. Me volví hacia el gendarme y di unos pasos en dirección a él.
—¿Sí?
—¿Va usted de viaje?
—¿Por qué lo dice?
Señaló la maleta.
—Ah, no —me latía el corazón como si me fuera a estallar y me temblaban las piernas. Creí que tropezaría contra cualquier cosa, contra mi propio pie, y que me caería a la acera. Tuve miedo, más miedo del que jamás pude imaginar. Tragué saliva—. No. No me voy de viaje. ¿Lo dice usted por esto? —alcé la maleta, como si no me lo hubiera preguntado ya; intentaba discurrir cualquier excusa—. Es ropa vieja. La llevo a la junta de ayuda diocesana… —había roto a sudar copiosamente.
—Enséñeme su documentación.
—Sí, claro —saqué mi pasaporte del bolsillo interior de la chaqueta y se lo entregué. Me temblaba la mano—. Viajo mucho, ¿sabe? Bueno… viajaba…
—Manuel de Sá, hein? ¿Y vive usted…?
—En la plaza de Alma, en el 12.
—¿Está usted registrado en la alcaldía del arrondissement, del distrito?
—Sí.
—¿Por qué no lleva el sello su pasaporte?
—No lo sé. Me parece que al principio no estaban muy organizados y se les olvidaba o sellaban un salvoconducto cualquiera… Ahora que lo pienso, creo que lo tengo en casa.
—Pues vaya una idiotez tenerlo en casa.
—Ya lo sé. Uno no se acostumbra a la necesidad de ir documentado, ya sabe… —pensé en la acreditación que me había extendido Pierre Dominique tantos meses antes para que yo pudiera desempeñar mi «labor periodística», pero me pareció que, proviniendo de un organismo de la zona libre, enseñarla me crearía más problemas que otra cosa.
El gendarme dio un gruñido.
—¿Y qué hace usted aquí parado en esta esquina tan lejos de su casa?
—Nada. Descanso un momento…
—¿Pesa mucho lo que lleva ahí dentro?
—No, es ropa de mi mujer que llevo a la junta diocesana.
—Eso ya me lo ha dicho —se bajó de la bicicleta y se dio la vuelta por completo hacia mí. Dejó que el sillín descansara contra sus riñones. Del bolsillo de su guerrera sacó un cuadernillo de los de espiral y tapas de cartón. Lo ojeó durante un par de minutos después de comprobar el nombre que figuraba en mi pasaporte. Al cabo, levantó la vista y me miró con detenimiento—. Abra la maleta.
Creí que me desmayaría. Cerré los ojos y respiré hondo.
Tumbé la maleta sobre la acera y me puse en cuclillas cuidando de no caerme (tanto me temblaban las piernas) y de dar la espalda a la panadería y a la cola de gentes que con toda seguridad contemplaba boquiabierta la escena.
—Lo hago por ayudar, ¿sabe? —el gendarme se encogió de hombros.
Entonces apreté los cierres esperando que Philippa no hubiera cerrado con llave. Por suerte, saltaron ambas lengüetas de latón y pude levantar la tapa. No había gran cosa, en efecto: unos zapatos de tacón bajo con suela de goma, un peine, una pequeña toalla, un par de faldas, un jersey que me pareció de angora, una blusa o dos y una chaqueta impermeable que tenía aspecto de ser caliente, para los días de invierno. Y debajo de todo ello, asomaba un cuaderno de tapas marrones. Enseguida supe de qué se trataba y mientras daba la vuelta a la maleta para que el gendarme pudiera comprobar su inocente contenido, empujé el cuaderno hacia el centro de modo que el chaquetón disimulara su existencia. Si aquel tipo me detenía y me registraba, estaba perdido.
El policía quiso inclinarse para registrar él mismo el contenido pero no supo qué hacer con la bicicleta. Supongo que pensó que dejarla en el suelo sería una pérdida de dignidad personal y de autoridad y que aún lo sería más ordenarme que la sujetara por él. Por añadidura, el hombre estaba gordo y se movía (y doblaba la cintura) con cierta dificultad. Hubo un momento de incertidumbre. Mirándole a los ojos, seguí en cuclillas con una mano puesta en la tapa de la maleta, como si quisiera cerrarla de una vez y acabar con tan engorroso y estúpido trámite; en fin, esperé que esa fuera la impresión que daba y que ello convenciera al gendarme. Me corría el sudor por la espalda.
—Venga, vamos, circule —dijo por fin—. Tiene usted suerte de no estar fichado… Allez. Circulez.
Se subió en la bicicleta y se puso a pedalear, no sin dificultad, desapareciendo calle arriba. No sé cuánto tiempo estuve inmóvil, agachado; se me antojó largo, pero debieron de ser apenas unos segundos. Se me hicieron eternos. El dolor se pasa en el instante en que desaparece lo que lo ocasiona, pero el miedo obra de distinta manera: como un cazo hirviendo, sigue abrasando mucho tiempo después de haberlo apartado del fuego. Y así, estuve asustado durante gran parte de lo que quedaba del día y, en aquellas horas, cada sobresalto, justificado o no, renovó con igual fuerza el terror que había sentido. Respiré hondo notando cómo se dilataban las aletas de mi nariz para aspirar más aire. Después bajé la tapa de la maleta, eché los cierres y me puse en pie. Saqué un pañuelo del bolsillo de mi pantalón y me sequé las palmas de las manos.
Me di la vuelta. Salvo Philippa y Marie cuyos ojos reflejaban la angustia con que habían presenciado la escena, las restantes mujeres de la cola me contemplaban con indiferencia. Estaban a lo que estaban, que era comprar la ración de pan a que les autorizaba la cartilla de racionamiento, trescientos sesenta míseros gramos de unas baguettes revenidas.
Agarré la maleta y eché a andar. Me dispuse a cambiar de acera para ganar unos minutos, pero al doblar la esquina vi que una castañera instalada a una treintena de metros asaba castañas en su pequeña estufa. Por milagro no había nadie más delante del puestecillo. Me acerqué y le compré todas las que quiso venderme, que no fueron más de un par de docenas. Pagué su peso en oro pero me fui más contento que unas pascuas con el cucurucho bien caliente en la mano. Me apoyé contra la pared del edificio que hacía la esquina, puse la maleta en el suelo y con dedos temblorosos empecé a pelar una castaña.
Enseguida, moviéndose con celeridad, aparecieron Philippa y Marie, que doblaron la esquina casi corriendo y se acercaron hasta donde yo estaba más muerto que vivo.
—Mon Dieu, Manuel! ¡Qué susto!
—Ni la mitad del que me he llevado yo, os lo aseguro.
—Mais quel sang froid! ¡Qué sangre fría! —exclamó Marie, lanzándose a mis brazos con calor; noté que temblaba de arriba abajo—. Dios mío, ahí estabas, agachado, como si no pasara nada, mirando impasible a aquel cerdo.
—¿Impasible? —dejé escapar una carcajada—. Muerto de miedo, eso es lo que estaba: muerto de miedo. Eso sí, cuándo vi que os parabais en la cola me pareció que me iba a dar un ataque al corazón. ¿Cómo se te pudo ocurrir?
—Philippa tenía mucha hambre y pensé que podría comprarle una barra de pan…
—¿Sin cupones?
—Bueno, pagando al panadero lo que me pidiera.
—¡Pero te habría denunciado! —mientras hablábamos, le di el cucurucho de castañas a Philippa, que sin mediar palabra peló una y después otra y después otra más y se las fue metiendo en la boca y tragando, no sin antes masticar con sumo cuidado—. Pero, Philippa, ¿no podría haber comprado aunque fueran unas castañas? Hay castañeras por todos lados.
Sonrió.
—La verdad es que lo hubiera hecho, pero me temo que me he quedado sin dinero… desde hace algunos días.
—¡Qué locura! Pero pobre mujer. ¿Cómo pensaba usted subsistir? ¿Y durante cuánto tiempo?
No contestó.
—Sigamos —apremió Marie—. Casi hemos llegado.
Entramos en la rue Domat y Marie aceleró el paso hasta que se detuvo frente a un portal antiguo al fondo del cual arrancaba una lúgubre escalera.
—Oui? —dijo una voz desde las profundidades de aquel siniestro portal.
—¿Madame Suzanne? Soy yo, Marie Wizzie.
—¿Marie? —de una garita disimulada que había a la derecha del portón, asomó una mujer enjuta y pequeña, peinada con un ridículo moño que se había hecho encima de la cabeza; tenía el pelo entrecano y desde luego muy sucio y grasiento. Llevaba puestas unas gafas de concha redondas y muy pequeñas y en la comisura de la boca, un cigarrillo cuyo humeo le obligaba a mantener entrecerrado un ojo—. Marie, ma petite… Pero ven aquí que te dé un beso. ¿De dónde sales, niña?
—Puf, madame Suze, si te lo contara… ¿Mis padres?
—¡Pero si no están! Se marcharon hace días. ¿No lo sabías?
Palideció.
—¡Dios mío! No están. ¿Adónde fueron? No lo sabía, no.
Madame Suze se quitó el cigarrillo de la boca.
—Papá se tuvo que marchar. Ya sabes, Marie, las cosas se han ido poniendo feas, sobre todo para vosotros, los judíos, les youpins. Y se tuvieron que marchar… ¡Espera! Me dejó una carta para ti —se metió en su cubículo. Al instante reapareció con un sobre cerrado y se lo entregó a Marie.
Mon chou Wizzie:
Hemos recibido tu carta, llegada a nosotros como caída del cielo, y no puedes imaginar la alegría tan profunda que nos ha causado. ¿Quién es ese misterioso Manuel de quien nos hablas y que parece haberte sorbido el seso? Tu madre está llena de curiosidad y los dos tenemos muchas ganas de conocerlo. Anuncias tu venida a París y, como te sabemos en Vichy, suponemos que llegarás de tapadillo y decidida a hacer cualquier disparate en tu lucha contra le boche. Por dios, mi amor, ten cuidado, no ya de los alemanes sino de los propios franceses… Este país ha enloquecido: los hermanos no reconocen ya a los hermanos.
Puedes imaginar que te escribo estas líneas porque cuando llegues, no estaremos ya en París. Nos habremos ido, nosotros también a la zona libre, si es que queda una zona libre en este infortunado país nuestro… Hubiéramos querido pararte y ahorrarte el viaje, pero no teníamos modo de hacértelo saber.
El Estatuto de los judíos de hace unos días nos ha sido aplicado con todo rigor y a toda velocidad en la universidad de París. Los judíos, empezando por los catedráticos (sobre todo aquellos cuyas cátedras son codiciadas por las mediocridades de menor rango académico), hemos sido desposeídos en cuestión de días y expulsados del campus de la Sorbona. ¡Mi universidad! ¡Yo expulsado de mi universidad! Estoy seguro de ser el primer profesor al que expulsan por causas no académicas en todos los siglos de existencia de la Sorbona…
Ah, Marie. Reniego de mi condición de judío y no porque me avergüence de ella sino porque mis enemigos (que son los enemigos de Francia) se empeñan en que prime por encima de mi condición de francés. Pero yo sólo soy francés. Rechazo la traición de quienes se empeñan en dividir a los franceses en dos mitades. Mitad es mucho, un bien grand mot, puesto que somos bastantes menos de un millón de gentes, pero es cierto que quieren acabar con nosotros. ¿Cómo pueden negarme el valor de mi contribución a la patria, por un lado, puesto que soy capitán (aunque es bien cierto que el capitán más viejo del ejército francés) condecorado con la cruz de guerra y la Legión de honor, y el de mi aportación a la ciencia, por otro? Es doloroso vivir entre la indiferencia, cuando no la hostilidad, de tus compatriotas.
Hemos conseguido salvoconductos para pasar a la zona libre y de hecho he comprado billetes de tren para mañana, 29 de octubre. Nos dirigimos hacia Clermont. La universidad de Estrasburgo ha establecido allí su sede temporal. Espero ser rehabilitado gracias a mis contribuciones a la ciencia francesa (una de las posibles causas de exención de las penalidades previstas en el estatuto). O al menos, eso me ha dicho el decano.
No sé aún dónde viviremos. En cuanto hayamos obtenido algún acomodo en Clermont te lo haré saber a Vichy a través de Olga Letellier.
Cuídate mucho, mi pequeña, que los tiempos que corren son malos y tu carácter impetuoso y generoso puede jugarte malas pasadas. Espero que ese Manuel del que tanto hablas te proteja y ayude.
Tu madre no está muy bien. Ya sabes lo mucho que le afectan la humedad y el tiempo frío. Con un poco de suerte, el clima del sur le sentará mejor. Te manda tantos besos, los mismos que yo, Wizzie… No te sorprenderá saber cuánto te echo de menos,
Papá.
Marie se secó una lágrima que le resbalaba por la mejilla apartándola con la palma de la mano, dobló la carta, titubeó y luego me la dio para que la leyera. Le sujeté una mano mientras lo hacía.
—¿Qué les has dicho a tus padres de mí? —se encogió de hombros y yo le rocé la mejilla con la nariz. Estas muestras mías de ternura me eran tan desacostumbradas que, en aquella ocasión, me sonrojé como un adolescente.
Para ir de la Sorbona a mi casa en la plaza de Alma decidimos coger el metro. Nos pareció el método más rápido y de menor riesgo, considerando que viajábamos con Philippa. Siendo tanto Marie como yo bastante más altos que ella, le serviríamos de biombo y la esconderíamos de cualquier mirada indiscreta.
El metro de París era el lugar en el que más forzada resultaba la convivencia pública de alemanes y franceses: el espacio era reducido, los viajeros, muchos, y no podía uno apartarse tanto como hubiera querido de cualquier miembro del ejército de ocupación. En nuestro vagón, la gente iba apretujada, unos contra otros, con tal de evitar todo contacto con los haricots verts. La tensión podría haberse cortado con un cuchillo, siempre y cuando hubiera sido un cuchillo para cortar hielo, y resultaba tan violenta, tan desagradable, que consiguió incomodarme, más de lo que era la dosis habitual de desagrado. Como a todos, supongo.
Directamente enfrente de nosotros iba sentado un joven soldado alemán. Miraba al suelo y parecía confuso y muy poco a gusto con el vacío que había a su alrededor. Levantó la mirada cuando se abrieron las puertas neumáticas y nada más vernos entrar, se puso en pie y, con un gesto muy educado, ofreció su asiento a Philippa.
Ella abrió mucho los ojos. Sin mirar al soldado, hizo un gesto negativo tan decidido que a mí se me hizo muy duro contemplarlo. El soldado, entonces, ofreció el asiento a Marie y ésta también sacudió la cabeza, rechazándolo.
El pobre muchacho, rojo como un tomate, sin saber qué hacer, me miró con una expresión angustiada. Levanté las cejas (el gesto más neutro que se me ocurrió) y allí seguimos los cuatro alrededor de un asiento vacío hasta la estación de Alma. El chico carraspeaba de vez en cuando. Mientras tanto, yo, inconsciente de mí, me dejaba ir a la peligrosa sensualidad del roce de la nalga de Marie contra mi cadera. Una sensación frívola (de la que ahora en el recuerdo, me avergüenzo), pero que me daba una seguridad a ras de suelo, muy terrenal, muy tangible, con la que ocupar el espacio del miedo. Sólo al aproximarnos a nuestro destino y mientras el tren empezaba a frenar, Marie inclinó su cabeza hacia atrás y al oído me sopló «sátiro» en un murmullo apenas audible.
El tren se detuvo y el soldado nos miró con grave tristeza. Philippa, Marie y yo nos apeamos y permanecimos inmóviles en el andén hasta que el convoy reemprendió la marcha. El soldado seguía de pie; iba muy solo en aquel vagón lleno de gente. Cuando por fin salimos a la superficie respiramos los tres con alivio como si hasta entonces, encerrados en una sima submarina, hubiéramos tenido que contener la respiración so pena de ahogarnos. Aquel joven daba tanta lástima, con sus buenos modales y su timidez, que era tentador dejarse llevar por la empatía. Claro que sí, seguro: entonces no lo podíamos saber pero apenas unos días más tarde, en el aniversario del Armisticio de la Gran Guerra, el 11 de noviembre de 1918, centenares de estudiantes acudieron a l’Étoile a gritar «¡viva De Gaulle!» y fueron salvajemente reprimidos por unidades de la Wehrmacht.
La plaza de Alma es uno de mis paisajes urbanos preferidos dentro de mi barrio preferido de mi ciudad preferida. Salimos de la boca del metro y, sin detenernos, fuimos andando a paso vivo hacia mi casa.
—L’avenue Montaigne —murmuró Philippa con nostalgia cuando la tuvimos enfrente—, hace tanto tiempo que no vengo por aquí… En las semanas de la moda Carl y yo nos alojábamos en el Plaza Athenée…
—Me parece que todavía se celebra la semana de la moda. Todos los grandes modistos siguen aquí… —dijo Marie—. Bah, supongo que ahora lo tienen peor para ajustar sus patrones a los traseros de las militarotas alemanas… huy perdone, Philippa…
—No tiene importancia… Seguro que es verdad, aunque he oído que la reina de París y de los desfiles de la moda sigue siendo Josée Laval…
—Es cierto. La vimos este verano en el hipódromo de Vichy, ¿verdad, Geppetto?, paseando con Bunny Chambrun. Iba francamente elegante.
—Sí. Para ellos la guerra no existía.
—No existe —me corrigió Philippa—. Los Chambrun, sus amigos, toda esa gente, son pro alemanes… tanto como el padre de ella y, claro, desde esa perspectiva, han ganado la guerra… igual que el Reich.
Nos habíamos detenido frente a mi portal, debajo de una farola en la que colgaba un cartelón anunciando una exposición sobre la masonería en el Petit Palais. Imaginé cómo sería y qué cosas dirían de aquellos pobres e inocuos diablos. Objetos absurdos robados de las logias y presentados como si se tratara del soporte de ritos satánicos, paneles llenos de información falsa, siniestros complots con Inglaterra, vínculos impuros con la judería… Santo cielo. Creo recordar que cerca de un millón de personas acabaron visitando la exposición. Lo que hacen la ignorancia y el prejuicio.
Levanté la vista hasta el tercer piso. Las contraventanas estaban abiertas.
—¿Ésa es tu casa, Geppetto?
Sonreí.
—Ésa es mi casa.
Entramos en el portal.
—¿Es cómoda y elegante?
—Es cómoda.
—¿Vas a conseguir aburguesarme?
—Eso nunca.
Mi concierge no estaba en su cubículo. Pasamos por delante de la portería y subimos los tres empinados tramos de la elegante escalera de parquet. No funcionaba el ascensor. Supongo que la guerra había estropeado su motor eléctrico, tan seguro y de fiar hasta entonces. Los tiempos de guerra lo arruinan todo. Extraño fenómeno este: uno abandona una casa y le salen goteras, deja un estanque y se cubre de hojas, está ausente del jardín y se derrumban las vallas. Todo por arte de la melancolía.
Aunque llevaba el llavín de casa, preferí llamar al timbre: en los tiempos que corrían, los sustos no eran bienvenidos. Al cabo de un minuto, se abrió una de las dos hojas de la puerta y apareció la cara sorprendida de Angelines.
—¡Pero don Manuel! ¿Ya está usted aquí?
—Recibiste mi carta.
—Sí, ayer la trajo un mecánico de no sé qué embajada.
—¿Podemos entrar?
—Huy, estoy tonta —se hizo a un lado y me quitó la maleta de las manos.
Accedimos a un vestíbulo circular al que daban tres puertas de cristal decolorado al ácido y por la derecha, el pasillo que llevaba al fondo del apartamento, a las habitaciones que se abrían sobre la avenida de New York y el río. Sí, supongo que la decoración era elegante; hoy, con sus consolas imperio y los apliques sobrecargados, sería excesiva, pero entonces resultaba muy del gusto más refinado de la época.
—Prefiero Les Baux —dijo Marie en voz baja.
Angelines había adelgazado, pero seguía siendo la muchachona treintañera y recia de Torrelaguna, guapa y verdinegra, que siempre había sido. Trabajadora, de risa pronta y opiniones políticas inconfundibles, llevaba conmigo más de diez años, siguiéndome a todas partes, excepto en esta ocasión en que debería de haberlo hecho y no lo hizo. Ah sí, habíamos visto de todo juntos, la había paseado como fiel escudero, cocinera y factótum por España y Francia y algún otro país de Europa. En todo este tiempo tenía que confesarme un único fracaso para vergüenza de un sedicente hombre ilustrado: Angelines seguía siendo tan analfabeta como el primer día, pese a lo lista e intuitiva que era, pese a estar dotada de una memoria asombrosa que le hacía recordar hasta los pesos de los ingredientes de cada receta de cocina que ella no sabía cómo interpretar pero que luego condimentaba de forma superlativa. Siempre le decía, el día que te eches novio, Angelines, ¿cómo os vais a cartear? Bah, don Manuel, si él me quiere y no me quiere perder, ya se ocupará de estarme pegado al culo; ¿para qué me sirven a mí las letras?
Debo decir que en algunas largas veladas invernales en este piso o en las tardes de húmedo calor en Les Baux, su poderoso cuerpo, los hombros anchos, las fuertes caderas y los pechos impertinentes, me habían tentado de modo casi irresistible. Sólo mi sentido del ridículo, otra vez mi sentido del ridículo, y el refugio obstinado en la lectura (aunque flaco antídoto de la lujuria), me habían impedido en este caso cometer una tontería mayúscula.
—Angelines, ésta es Marie; te va a gustar: estuvo en el Ebro batiéndose el cobre y conduciendo ambulancias… Mírala bien, que la vas a tener hasta en la sopa…
—Anda, mira don Manuel. Parecía una mosquita muerta y mira lo que nos trae a casa. Bien guapa que es… —le tendió la mano y Marie se la estrechó, sonriendo.
—Y ella es la condesa von Hallen —dije condesa por establecer una barrera social e impedir familiaridades. Angelines lo comprendió perfectamente y se limitó a sonreír y decir comantalevú. Luego, cerrando la puerta, se volvió a mí.
—Alemana, ¿no? Pues mire usted por donde que va a tener con quién practicar.
—¿Qué dices?
—Que sí, don Manuel, que tenemos en casa a un comandante alemán.
—¿Cómo? —me subió por el esófago una descarga de bilis. Tosí—. ¿Ahora? ¿Aquí?
—Sss… Un comandante alemán. Pero no ha vuelto todavía. Aún tardará un rato. El primer día vino acompañado de un policía gabacho y una orden por escrito. Atrás la tengo. Me lo ha explicado bien madán Ojén…
—Y ¿qué tiene que ver madame Imogène con este asunto?
—Pues que ella sabe. Como es la portera… Verá: las autoridades de ocupación tienen derecho a confiscar casas. Eso, los generales. Los demás, a ir a vivir a casas de familias francesas, con las familias francesas dentro, que se jodan, don Manuel, que para eso se rindieron, ocupando una habitación. Hay más de uno en el inmueble.
Como toda esta conversación había sido en español, me volví a Marie y Philippa y la traduje. Philippa se echó hacia atrás como si la hubiera abofeteado. Levanté una mano.
—No se preocupe —dije y luego continué en nuestra lengua—: Angelines, te voy a decir una cosa sobre la que ya no te puedes equivocar nunca más. La condesa es una enemiga de Hitler y la Gestapo la busca por todo París. A todos los efectos, se trata de mi hermana. Marie es mi mujer —callé un momento. Torcí la boca—. A menos que este comandante sea un tipo de la Gestapo, en cuyo caso nos tenemos que ir ahora mismo…
—Para nada, don Manuel… vamos, eso creo yo. Él mismo, cuando le pregunté por cotillear, como cuando los militares en nuestra guerra, ya sabe, de aviación, de marina, zapadores, infantería… en fin, que le pregunté, hizo como que montaba a caballo. Entonces, mira qué casualidad, le dije también ¿Gestapo?, ¿SS?, ¿hijos de puta? Y me respondió nein, nein, a ver si me entiende, con cara de asco.
—¿En qué habitación lo has puesto?
—En la de aquí, al lado del salón —lo que dejaba libre mi propio cuarto y uno pequeño de invitados que había al fondo del apartamento.
—Uf. Vamos a ver lo que tenemos que hacer… No sé. Tendremos que decidirlo. ¿Tienes algo que darnos de comer?
—De todo, don Manuel, tengo de todo, hasta filetes con patatas fritas y huevos para hacer una omelé. Todo lo trae un ordenanza del alemán. Menos carbón, que hace ya un frío que pela en las casas, tenemos de todo.
—Pues andando. Haznos algo. Mejor estar preparados con el estómago lleno. Oye, no te vas a meter en líos por darnos comida de los alemanes.
—Qué va. Hay comida de sobra. Y el tío no pregunta. Si me lo llego a encontrar en el frente de Guadalajara le clavo un cuchillo en la tripa, pero aquí me da de comer, de modo que le tengo perdonada la vida. No, no. Hay comida de sobra. La mitad de los días se la bajo a madán Ojén.
—Pues venga… Espera, ¿este hombre cuándo viene a casa?
—Nunca antes de las siete —miré mi reloj: eran las dos y diez de la tarde.
—Pero ¿desde cuándo está aquí?
—Lleva diez días o así y siempre pregunta por usted, don Manuel, vamos, no por usted por el nombre, sino por el dueño, le propieté… que dónde está, que si va a volver pronto… Es un tipo muy cumplido. Un hijo de puta, pero muy cumplido.
—¿Y tú?
—Yo, que está usted en España, a punto de volver y eso…
—Oye, dicho sin ánimo de molestar, ¿en que habláis?
—En francé, en qué va a ser.
—Il n’a pas donné son nom? —preguntó entonces Philippa.
Angelines se volvió a mirarla.
—Que si ha dado su nombre.
—¿El nazi? No. Ervi o algo así, pero no sé.
Miré a Philippa e hice un gesto negativo.
—No sé —dijo—, tendré que esconderme hasta verle la cara y decidir si lo conozco…
—¡No, en absoluto! Eso sería una locura. El riesgo es inmenso y creo que no vale la pena correrlo. No. Usted, Philippa, se queda en la habitación de huéspedes del fondo hasta esta noche. Como si no estuviera aquí… Si la ven…
—Ya sé: he tenido la peor migraña de la historia y he pasado la tarde en la cama.
—Exacto. Ah, y no tenemos más remedio que marcharnos hoy mismo hacia Vichy. Aprovecharemos un descuido del tipo y saldremos a escondidas. Pero antes debemos saber si hoy hay tren, si tenemos amigos a bordo, si no nos vamos a encontrar con dificultades insuperables…
—¿Y no será mejor que se vayan antes de que vuelva?
—Peor deambular por las calles… ¿Y el toque de queda? Creo que es a las once de la noche.
—Le cubrefé? A las once, sí.
—Nos habremos ido antes.
—Mais Geppetto…
—Vamos, Marie, no podemos tentar más la suerte. Nos tenemos que ir hoy, pero no podemos permitirnos el lujo de vagar por ahí sin rumbo fijo sin saber si en efecto nos vamos. De tener que pasar una noche en París, la tendremos que pasar aquí, en mi casa.
—Será como un filme de espías, como los Treinta y nueve escalones… —dijo Philippa, sonriendo. Se le notaba el miedo en los ojos.
—¡Qué buena idea! ¿Por qué no nos metemos en un cinéma a pasar las horas?
—Demasiadas horas, Marie. No. Las cosas que hagamos debemos hacerlas sin callejear como turistas, a tiro fijo.
Nos dio tiempo a comer en la cocina, un filete cada uno, una montaña de patatas fritas y huevos fritos, con su buen pan mojado en ellos. Y una botella de vino que se nos subió a todos a la cabeza. A Angelines le pedí, siéntate y come con nosotros, anda. Qué más da, contestó ella. Venga, no te andes con remilgos, que si tengo una novia que conducía ambulancias para los anarquistas en el frente del Ebro, no te voy a tener a ti sentada a mi mesa…
Philippa fue la primera en parar de comer, imagino que por prudencia, para no encontrarse mal después de tantos días de ayuno. Era una mujer muy controlada, de una voluntad férrea y estoy seguro de que hasta calculó la reserva de fuerzas necesarias y cuánto debía consumir si quería apuntalarlas para huir, dado el caso. Cuando hubo terminado, dijo: «Me parece que ésta ha sido la mejor comida en años», juntó las manos como si quisiera rezar y rió alegremente.
Decidimos que Marie sería la encargada de ir a la estación de Lyon para hablar con los ferroviarios, pagarles lo que pidieran (Le Saunier nos había anticipado que el regreso costaría mil francos por persona) y acordar la llegada de los tres al vagón que nos indicaran y la hora de partida. La operación era peligrosa puesto que la única documentación que poseía Wizzie (me dio ternura utilizar para mí ese apodo de infancia) era de la zona nono y su presencia en París resultaba inexplicable; pero tras mucho cavilarlo, me pareció que era la menos mala de las opciones. Hubiera preferido hacerlo yo todo pero no creí que me diera tiempo, ir a la estación, regresar y estar en casa cuando volviera el comandante alemán. Y como estaba convencido de que mi presencia en ésta era fundamental, hube de hacer de tripas corazón y aceptar que Marie se ocupara del resto. Esperé, no sin gran angustia, que se las compondría para salir indemne de cualquier encuentro con la policía. Era así de despachada. Quedaba sobrentendido (sobrentendido, puesto que no hubiera tenido ánimo para formularlo) que si no conseguía volver, llegada una hora prudencial, en torno a las nueve de la noche, Philippa y yo debíamos dirigirnos a la estación; nos encontraríamos allí, en la sala de los cheminots.
—No me gusta —le dije en el vestíbulo.
—No va a pasar nada. Tampoco es que vigilen mucho. Los alemanes no se meten, ¿eh? ¿Has visto? Y si es un flic como el gordo de antes, con enseñarle un poco las tetas… ¿Sabes, Geppetto? En cuanto volvamos al sur, quiero que nos vayamos a Les Baux, ¿eh? —me aprisionó la punta de la nariz con los labios—. Necesito nuestra cama y nuestros desayunos y tus cosquillas y lo que me haces.
—Shh —le puse las manos sobre los pechos, por debajo de la blusa; esta vez llevaba un sujetador, como las campeonas de esgrima que se cubren el torso para que nada estorbe las acciones más violentas de este deporte—. Aun siendo ése el premio, no me gusta. Calla… espera. No me gusta que te vayas sin protección.
—Como no me puedo llevar tus manos puestas donde las tienes, sátiro pornógrafo, sólo puedo prometerte que volveré volando. Pero tú no puedes ir, Geppetto. Tú tienes que estar aquí cuando venga el comandante ese y tienes que convencerlo de lo que le tienes que convencer, ¿no?
—De acuerdo, pero la mera idea de saberte sola andando por París me llena de angustia.
—¡Es mi ciudad! Nací aquí y he vivido aquí casi toda mi vida. No me va a pasar nada. Enseguida vuelvo —me dio un beso largo y posesivo, como todos los suyos.
—¿Llevas el dinero? —le pregunté cuando empezaba a bajar por la escalera. Marie levantó una mano sin volverse.
Asomado al descansillo, viéndola brincar de peldaño en peldaño, me pregunté cómo era posible que dos amantes cometieran la frivolidad de bromear sobre su intimidad cuando todo lo que los rodeaba era trágico y peligroso. Una válvula de escape, me dije, como en los velatorios, cuando una viuda deshecha de dolor es repentinamente presa de un ataque de risa al recordar con su hermana o con su hija algún detalle estúpido de la vida de su marido o encuentra ridículo el vestido fúnebre que lleva encima y del que siempre había dicho que no se lo habría de poner ni muerta.
La risa tiene poco que ver con la tragedia; quiero decir que se influyen poco. No sé explicarlo mejor, pero en los peores momentos de la guerra, lo único que nos sostuvo a todos fue la capacidad de reír, igual que la capacidad de amar o de interpretar música.
En uno de los campos de exterminio en Polonia, cuando estaba en su apogeo la solución final, un grupo de mujeres alemanas formaron una orquesta que interpretaba melodías de Bach y de Händel mientras delante de ellas desfilaban los restantes presos camino del insufrible trabajo o de los hornos crematorios. Habían conseguido el permiso porque al comandante del campo le encantaba Bach y, además, le parecía que la música barroca contribuiría a elevar la moral de los internos.
Y de hecho, en Francia la penuria (una penuria hecha de hambre, delación y temor) se combatió con humor, una forma temprana y cómplice de resistencia. A las pocas semanas de cuanto relato, por ejemplo, en diciembre, en un gesto que pensó halagaría a los franceses (creo que hoy lo llaman mercadotecnia), Hitler devolvió las cenizas de l’Aiglon, el Rey de Roma, el hijo de Napoleón, que habían permanecido en Viena desde su muerte; los parisinos dijeron en voz baja que preferían carbón a cenizas. Y es que el invierno estaba siendo terrible.
Marie volvió a las siete, cinco minutos antes de que lo hiciera el comandante. Se lanzó a mis brazos y estuvo sujeta a mí, pegada como una lapa, durante un buen rato.
—Está todo resuelto. Tengo que ir al baño —y salió corriendo pasillo adelante.
El comandante Erwin Graf von Neipperg era un aristócrata del norte, de los de monóculo y fusta bajo el brazo. Alto, joven sin duda, elegante, impecablemente vestido, llevaba una cruz de hierro al cuello, conseguida, claro está, por su arrojo en el campo de batalla. No podía ser de otro modo. Hasta lucía en la mejilla la cicatriz del duelo a primera sangre de los oficiales prusianos.
Lo esperaba en el vestíbulo y al verme, dio un taconazo, se quitó la gorra de plato y se la entregó a Angelines que parecía un cabo de gastadores, firmes ante la puerta abierta y con cara de guasa.
—Mayor —le recibí—, bienvenido a mi casa, aunque tal vez deberíamos hacer la ceremonia al revés…
—Herr de Sá, agradezco su hospitalidad —respondió en perfecto francés—. Permítame que me presente. Soy el conde Erwin von Neipperg —y volvió a dar un taconazo.
No dije nada.
—Sé que para ustedes no es cómoda mi presencia —continuó—, y soy el primero en lamentarlo. Son los inconvenientes de la guerra. En fin, sabía por Ángela —¿Ángela?, vaya—, de su viaje a España… Espero no molestarles en exceso. Lo único que puedo decirle es que creo que no estaremos mucho tiempo aquí —sonrió—. Bueno, cuando me vaya, siempre podrá hacer lo que el noble personaje de Calderón de la Barca, ¿o era Lope de Vega?, que, tras marcharse el rey de su impuesta estancia en su castillo, lo quemó.
—No será necesario —oí que regresaba Marie y me volví para presentarla—. Es Marie, mi esposa —taconazo. Y Marie, entre rechazo e irritación, mirándole a los ojos, se llevó las manos a la espalda—. El conde von Neipperg.
—Bonjour.
—Le decía a su marido que lamento la imposición de mi presencia y que procuraré hacerla lo más liviana posible.
—Gracias —contestó ella secamente. Después de tan brusco rechazo, los tres nos refugiamos en el salón en medio de un gélido silencio. La conversación fue esporádica y desde luego muy forzada: no encontrábamos temas de los que hablar y los pocos intentos del militar alemán por discutir de teatro o de cine o de música no acabaron de tener éxito. Hubiera sido fácil: decenas de salas de cine estaban abiertas exhibiendo las últimas películas de los cineastas franceses, Marcel Carné, Jean Cocteau, Claude Autant-Lara, la productora Continental (para la que trabajaban las grandes estrellas, Pierre Fresnay, Danielle Darrieux, Fernandel) y, aunque muchos espectadores se sentaban en ellas sólo para mantenerse en calor, siempre estaban llenas de aficionados; los únicos momentos embarazosos se producían cuando, con la sala a oscuras, se proyectaba el noticiario alemán, indefectiblemente acogido con risotadas, cuchufletas y silbidos.
Confieso que me hubiera gustado permanecer en París durante unos días más para dedicarme a dos cosas: ir al teatro de la Ópera a disfrutar del Lago de los Cisnes, de Serge Lifar y llevar a Marie a Maxim’s a cenar. Ella nunca había estado allí y me producía morbosidad lucir ese esplendor vital en medio de tanta podredumbre. Los franceses más decadentes, los intelectuales colaboracionistas, los explotadores y las más altas autoridades alemanas se congregaban allí por las noches, lo que, en principio, parecía excluir al común de los mortales. Pero Porfirito Rubirosa me había dicho que él no perdonaba ocasión de comer en ese templo de la gastronomía, por supuesto siempre acompañado por Danielle Darrieux. Como siempre, si uno estaba dispuesto a pagar con generosidad por la cocina de Maxim’s, Maxim’s no lo defraudaría a uno.
Pero nuestra incertidumbre, la inseguridad de encontrarnos en París en situación irregular, unidas al peligro que corría Philippa a cada minuto de su permanencia en la capital, nos obligaban a regresar a Vichy cuanto antes. No debíamos quedarnos ni un instante más. «Eh, Geppetto, cuando podamos volver a un París sin alemanes, iremos a cenar a Maxim’s.»
En la cocina pregunté a Angelines si quería venirse con nosotros a la zona libre. Me dijo que no: prefería quedarse en el apartamento de la plaza de Alma.
—Así no les creo dificultades en la huida. Bastante complicada es la cosa como para andarse liando con un fardo como yo.
Además, que de pronto dejáramos solo al alemán provocaría la alarma y Angelines debía quedar al margen. No. Todo debía seguir igual para que nadie sospechara.
—Pero ¿tú con Erwin…?
—Yo me las compongo, ¿no? Un relajo para el cuerpo le va bien a cualquiera…
—No digas tonterías. Te mandaré a buscar para que te bajes a Les Baux, ¿eh? Ya veré cómo lo hago. No me gusta que estés sola en París.
—Bueno, cuando quiera. Ya sabe, don Manuel, usted manda. Pero aquí, yo vivo como un papa. Yo me las compongo —repitió.
—No, si ya lo veo. Dame un beso, anda y cuídate, compañera —se puso de puntillas y me dio un beso de aya en la mejilla—. Hasta pronto, don Manuel.
Decidimos que si era indispensable, le diríamos al comandante alemán que nos íbamos a un cine de los Campos Elíseos y que volveríamos antes del toque de queda. No decidimos qué haríamos si en efecto, él reconocía a Philippa por cualquier motivo.
—Yo me encargo —se ofreció Angelines, sin explicar de qué se iba a encargar, pero sonó francamente ominoso.
También decidimos lo obvio: Philippa debía dejarse la maleta atrás. Se puso entonces los zapatos que tenía en ella, más cómodos que los que había llevado durante todo el día, y cogió el jersey de angora, el chaquetón y los dos cuadernos de tapas marrones que yo había ocultado hacía bien pocas horas debajo de toda la ropa de su maleta. Marie metió los dos cuadernos en su bolsón.
Salimos al pasillo y, sin hacer ruido, nos dirigimos al vestíbulo. Hubiera podido ser fácil, pero no lo quisieron los hados. El comandante estaba en el vestíbulo hablando con Angelines, encargándole la cena. No podíamos dar marcha atrás, so pena de proclamar nuestra culpabilidad, y al vernos llegar en procesión, yo delante y luego Philippa y luego Marie, levantó la cabeza para mirarnos.
—Ah —dijo.
—Comandante von Neipperg, le voy a presentar a mi hermana Carmen.
—Madame —saludó, dando el taconazo de costumbre.
—Vamos a ir dando un paseo hasta los Campos Elíseos y luego nos meteremos en un cine. Mi hermana ha pasado toda la tarde echada con dolor de cabeza y le vendrá bien un poco de aire fresco.
—Frío, me temo.
—Bueno, frío… Pero le vendrá bien.
—Claro. No lo olviden: vuelvan antes del toque de queda.
—Desde luego. Hasta dentro de un momento, comandante —me despedí.
Dio un taconazo, más ligero esta vez, más cordial, y luego contestó:
—Nos veremos dentro de un par de horas, estoy seguro —esperó un momento, como si titubeara. Entonces inclinó la cabeza a un lado y añadió—: las fotos suyas en el cuartel general de la avenida Foch no le hacen justicia, condesa von Hallen.
Nos quedamos petrificados, inmóviles como en una pesadilla, yo con una mano puesta en el pasamanos de la escalera y Philippa, agarrada de mi brazo. Marie, aún en el descansillo, con un pie casi en el aire, terminó de bajar el escalón con sumo cuidado. Detrás de von Neipperg, a Angelines, que tenía el instinto de un gato para intuir las situaciones aunque no comprendiera el idioma, se le abrieron mucho los ojos y me pareció que lo de encargarse ella consistía en saltarle al cuello a poco que fuera necesario para facilitar nuestra huida. Arrestos no le faltaban.
—No sé de qué me está usted hablando, conde von Neipperg —dijo por fin Philippa en tono sereno, volviéndose a mirarlo.
Hubo un silencio. El comandante enganchó un pulgar entre dos botones de la guerrera, sacudió levemente la cabeza, pareció reflexionar y por fin habló:
—Ah. Le pido perdón. Me he debido de confundir —sonrió—. El parecido es asombroso. Délo por no dicho. Buenas noches.
—Según vosotras —pregunté, cuando llegamos sin aliento a la calle, tras bajar los tres pisos como si nos llevara el diablo—, ¿cuánto tardará en dar la alarma?
—En cuanto alcance un teléfono, Geppetto.
—Si conozco a la aristocracia militar prusiana, no lo hará —frunció el ceño—. Von Neipperg… hmm, una de las grandes familias de Berlín. Eran fieles servidores del emperador. No. No nos delatará… En fin, ya no pongo la mano en el fuego por nadie. Creo que no lo hará.
—Sí lo hará, Philippa. ¿No vio usted sus ojos? Sonreían… Eran como los de un gato relamiéndose ante la caza de tres ratones indefensos —dijo Marie.
—Prefiero no esperar a comprobarlo. ¡Al metro!